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2 El extranjero como figura política

La discusión en torno a la ciudadanía sería incompleta si no se tuviera en cuenta la cuestión del extranjero como figura política, al cual cada Estado le atribuye ciertos derechos y determinadas garantías. Al igual que el concepto de “ciudadano”, el de “extranjero” –o, para ser más específicos, el de “inmigrante”– se fue forjando como consecuencia de las interrelaciones de factores sociales, culturales y políticos propios de cada Estado. La figura del inmigrante fue mutando hasta llegar a encontrar su lugar dentro de la sociedad que lo recibía, amalgamándose con los otros individuos que conformaban dicho grupo. La dinámica de cambio del inmigrante fue similar a la que sufrió el ciudadano, pues el primero era parte del segundo en lo que se refiere a la inclusión del no nativo a la vida local.

En la Antigüedad el extranjero era pensado como aquel que no pertenecía a un grupo o a una comunidad política determinados; era el “otro” ajeno a un grupo socialmente estructurado en torno a un poder político. En el mundo clásico, el extranjero como figura política era aquel que se encontraba fuera de la polis. La polis griega era políticamente excluyente: no se consideraba ciudadanos ni a las mujeres, ni a los esclavos ni a los extranjeros. También se sabe que la polis no era solamente una población que ocupaba una cierta superficie, sino que estaba formada por grupos de parientes, lo que significa que la condición de ciudadanía dependía del nacimiento en dicho territorio, y excepcional y únicamente como recompensa por determinados servicios, se otorgaba la ciudadanía a los extranjeros.[1]

Es desde el surgimiento del Estado nación moderno –tradición contractualista, siglos xvii y xviii– desde que se alcanzó una definición unánime del extranjero, visto como aquel que no tenía la misma nacionalidad,[2] aquel que no pertenecía al mismo Estado.[3] La concepción, en este caso, se construye a partir del carácter artificial de lo político, mediante el contrato. La delimitación del otro no se da más en la dimensión natural, sino que se produce en la dimensión de la voluntad, donde el consenso y la voluntad del hombre libre e igual son lo que otorga legitimidad a la política, y no el lugar de nacimiento como determinante de pertenencia. El extranjero es, por lo tanto, el otro del ciudadano, el no nacional; no obstante, es sujeto de derechos civiles y de hospitalidad. Durante la Revolución francesa, la figura del extranjero tiene dos dimensiones: una universalista, donde todos los hombres son parte de la humanidad, y otra particularista, donde se torna un (im)posible ciudadano, en el momento en que la nación establece sus límites.[4]

Para Sophie Wahnich, la Assemblée Nationale de 1789 fue un espacio público ilimitado que comenzó a desdibujarse cuando el nacionalismo se impuso en Francia y en 1794 formuló una nueva Ley de Extranjeros, momento en que el extranjero abandonó su lugar de “ciudadano universal del ideal cosmopolita para quedar identificado como el sector extranjero que se oponía a la revolución y corrompía la pureza de la representación del soberano”.[5] Esta tensión entre la dimensión universalista de pertenencia al género de la humanidad y la dimensión particularista de pertenencia a una nación concreta se mantuvo siempre latente, como bien lo señala Susana Villavicencio en su trabajo Sarmiento y la nación cívica.

La figura del extranjero permite también pensar la forma de lo político desde lugares sorprendentemente contrapuestos. Por un lado, está la postura de “amigo-enemigo” de Carl Schmitt, donde el enemigo es identificado como el extraño, como el extranjero que confronta de manera directa con la comunidad política. Este enemigo político es el otro, aquel que es diferente y extraño y que, por estar fuera del límite de la frontera, confronta con la comunidad política –confrontación que se da entre lo propio y lo ajeno–. La contracara de esta forma de percibir lo político es la idea de la hospitalidad, que sustenta el derecho que tiene todo extranjero de ser tratado en otro país como un “no enemigo”.[6] Jacques Derrida sostiene, al respecto, que todo Estado nación se construye a partir del control de las fronteras y del rechazo de la inmigración clandestina, acatando lo dispuesto en una estricta reglamentación del derecho a la inmigración y del derecho al asilo.[7] En este caso lo político está concebido a partir no de la frontera, sino de la apertura al otro, combinando una doble interacción entre la incorporación de lo nuevo del que llega de afuera y la tolerancia de sus diferencias por parte de aquel que recibe. Esta última noción de “hospitalidad” es la base del cosmopolitismo, tendencia que propone un mundo sin extranjeros.

Ambas posturas denotan el carácter político que tiene la figura del extranjero. Ya sea que goza de derechos o no, de ciertos derechos que el poder político determina, el extranjero es percibido en términos de poder político y de derechos legales, representando ya sea un aliado o un enemigo para el grupo de poder. Por ende, se puede pensar que “aquello que constituye al extranjero no son los rasgos naturales, sino que, por el contrario, son determinaciones jurídicas, políticas, las que constituyen la extranjeridad del extranjero a partir de la cual se vuelven destacables sus aspectos amenazantes o inasimilables”.[8]

La figura del extranjero en la conformación de la ciudadanía argentina se modificó a partir de diversas circunstancias. En un comienzo, desde la época prerrevolucionaria hasta 1810, la escasez numérica de la población local fue una preocupación central. Una “cierta ideología poblacionista”[9] que envolvía a gran parte de la clase dirigente llevó a que se incentivara la llegada al territorio rioplatense de extranjeros con intención de permanencia, sin cuestionamiento alguno de raza, origen étnico o religioso.[10] Hacia fines del siglo xviii, la expansión económica del litoral rioplatense era continua, pero este crecimiento a su vez ponía de manifiesto que, de no superar la pobreza poblacional imperante en la región, dicha expansión se vería amenazada. Las consecuencias negativas de esta limitación no solo se percibían como una amenaza al desarrollo económico, sino también sobre los aspectos socioculturales y políticos.[11]

Luego de la Revolución de Mayo de 1810, la figura del extranjero comenzó a definirse más claramente en la población de Buenos Aires. Estaba compuesta en parte por comerciantes franceses, ingleses y alemanes, así como también por comerciantes extranjeros de menor envergadura, principalmente marineros y sirvientes. A través del decreto del 4 de noviembre de 1812, el Primer Triunvirato prometía protección a los inmigrantes en general, pero particularmente a los agricultores y mineros, como un mecanismo de incentivo para atraer extranjeros al territorio. Dichas medidas no fueron del todo efectivas hasta que, por la década del 20, se puso fin a la hostilidad española y se firmó el tratado de amistad con Gran Bretaña.

Bernardino Rivadavia, ya en 1818 –como bien lo señala Halperín Donghi–, percibía la inmigración no solo como generador poblacional, sino como “el medio eficaz, y acaso único, de destruir las degradantes habitudes españolas […] y de crear una población homogénea, industriosa y moral”.[12] Esta creencia en la capacidad sanadora de los europeos (no españoles), percibidos por muchos como “portadores de los valores de la civilización”,[13] capaces de desarticular la primitiva cultura heredada de los españoles, estaba latente en gran parte de la elite política de la época.

Las guerras de independencia y los continuos conflictos armados que se generaban en todo el territorio desalentaban la llegada de inmigrantes, pese a los reiterados intentos realizados por los gobernantes, quienes dictaban leyes y normas[14] en pos de garantizarles protección y bienestar a los nuevos habitantes que se aventuraban a desembarcar en estas tierras. A pesar de ser Juan Manuel de Rosas un confeso antipolítica proinmigrante, y habiendo disuelto la Comisión de Inmigración durante su gobierno, la inmigración continuó llegando al país. La presencia extranjera era notoria durante la época de Rosas, especialmente en la campaña de la provincia de Buenos Aires, donde irlandeses y vascos criadores de ovejas se amalgamaron con medianos y pequeños propietarios extranjeros que habían adquirido tierras y con comerciantes que se instalaban en los pueblos aledaños. Es así como ya para 1854 tanto la ciudad como la campaña bonaerense estaban pobladas por extranjeros pertenecientes a todas las clases sociales.[15]

Principalmente a partir de la gran influencia que tuvo la Generación del 37,[16] el ciudadano ideal era concebido como un producto del inmigrante, considerado como un instrumento clave para la conformación nacional. Fue después de la batalla de Caseros, en 1852, cuando la noción de “inmigrante” se identificó con la idea del inmigrante como agente de progreso. En este caso la elite política e intelectual adhería al principio de la hospitalidad, donde el inmigrante era percibido como un ente civilizador, laborioso, de buenos hábitos y costumbres, capaz de generar al ciudadano ideal. En esta corriente, la “extranjeridad” como sinónimo de lo inadmisible era el indio, el bárbaro, aquella mezcla de razas autóctonas que impedía el progreso y personificaba el atraso y el peligro.

Bajo el lema “Gobernar es poblar”, en octubre de 1876, el Congreso Nacional sancionó la Ley n.º 817 de Inmigración y Colonización, promovida por el presidente Nicolás Avellaneda. Dicha ley consideraba inmigrante a todo extranjero menor de setenta años que arribase al país con pasaje de segunda o tercera clase. Esta clasificación, sensiblemente amplia, por cierto, otorgaba a los recién llegados una serie de beneficios, como ser hospedaje a cargo del Estado nacional por un período de tiempo determinado, acceso a las Oficinas de Trabajo y subsidios a los costos de internación en el territorio. A partir de la Ley n.º 817, la promoción y reglamentación de la inmigración quedaba en manos del Departamento General de Inmigraciones, dependiente del Gobierno nacional. La nueva norma tenía como fin la colonización agrícola mediante la subdivisión de tierras fiscales o privadas para su puesta en producción por familias de agricultores extranjeros. Asimismo, el Gobierno dispuso la creación de agentes de inmigración en el exterior para lograr un proceso inmigratorio organizado.[17] En ese período, la inmigración continuaba siendo percibida como instrumento civilizador.

A lo largo de las dos décadas siguientes, la figura del extranjero dejó de ser favorable para pasar a ser vista como una amenaza, y surgió entonces la idea del riesgo, del peligro. Se comenzó a percibir la amenaza que representaba la inclusión de extranjeros en una supuesta sociedad homogénea ideal sustentada por la elite política. Se impuso la idea del extranjero real por sobre la del extranjero ideal, siendo el primero la figura intermedia entre el extranjero deseado y el otro, representado anteriormente por el bárbaro.[18] En el imaginario de la época, la inmigración había contribuido más a la difusión de ideales subversivos que a la “elevación del carácter moral” y a la implementación de “hábitos de orden, disciplina e industria”, tan ansiados por Sarmiento y Alberdi, entre otros. Es en este momento en que Sarmiento advirtió que tanto la cuestión social como la política habían sido permeadas por los inmigrantes, y en consecuencia consideró que su nacionalización y la argentinización de sus hijos son condiciones necesarias para lograr la prosperidad y el éxito de la consolidación del Estado nación.

Hacia fines del siglo xix y principios del xx, esta tensión entre inmigrantes y nacionales se puso de manifiesto en los principales centros del territorio argentino. Comenzó a despertarse una corriente que reivindicaba la supremacía de los rasgos culturales de la nación sobre la noción de “ciudadanía”, donde el “nacional” encarnaba una ciudadanía superior. Esta corriente surg en contraposición al grupo de pensadores (Sarmiento entre ellos) que consideraba que la adquisición de la ciudadanía por parte de los extranjeros era indispensable para su plena incorporación en la sociedad, para conciliar la mejora institucional y ampliar y desarrollar la participación electoral. Esto tendría su correlato en una mayor legitimidad del sistema político. Los principales portavoces de esta corriente antiextranjera denominada “patriótica”, entre ellos Indalecio Gómez, llegaron inclusive a manifestar que la nacionalización se constituía en una traición a la patria de origen, propia de un mal patriota.

La cuestión del inmigrante se tornó un tema central tanto en el ámbito político como en el social. Hacia fines del siglo xix y comienzos del xx, las políticas inmigratorias cambiaron su rumbo: empezaron a establecerse trabas para la incorporación de nuevos inmigrantes y para el control sobre los que ya habían llegado. La Ley de Residencia de Extranjeros de 1902[19] es una muestra de ello. Antes de la sanción de dicha ley, se generó un debate en torno al cambio que se había producido respecto de los principios fundamentales que fomentaron la inmigración a principios de 1820 y la evaluación del viraje que había sufrido el panorama político. En 1899, el senador y escritor Miguel Cané redactó un folleto donde ponía de manifiesto su opinión:

La inmigración era una necesidad y no constituía un peligro, no sólo porque se controlaba con las poderosas fuerzas de asimilación de nuestro país, no sólo porque velamos y hemos de velar sin descanso por que nadie toque ni modifique el principio fundamental de nuestra ley de Ciudadanía, sino porque en el momento de iniciarse la emigración hacia el país, las ideas más avanzadas que predominaban en las clases proletarias de la Europa se acercaban hasta confundirse con las que profesaban nuestros propios legisladores.[20]

Esta comunión de ideas ya no era tal, lo que generó una brecha entre el hombre europeo y su par civilizado americano.

No todos los miembros del Parlamento comulgaban con esta idea; a partir de los debates y documentos de la época, se perciben tres posturas diferentes. Por un lado, estaban aquellos que se oponían a una ley de esas características (Ley del Extranjero) por sus contenidos sustantivos (la expulsión) o formales, ya que la consideraban anticonstitucional, pues se trataba de un proceso legal que excluía al Poder Judicial–la decisión quedaba únicamente en manos del Poder Ejecutivo–. Entre ellos se encontraban los diputados Gouchon, Roldán, Lacasa y Carlés. El diputado Gouchon argumentó:

¿No hay acaso en nuestra legislación penas establecidas para los que perturban el orden público? ¿Por qué se va a establecer la desigualdad entre el habitante argentino y el extranjero? ¿Por qué el habitante argentino que perturbe el orden público ha de tener la garantía de la justicia y no ha de tenerla el habitante extranjero?[21]

Para esta minoría de legisladores, la Ley de Residencia era el final de un camino dentro de la legislación obrera que el país aún no había comenzado a transitar.

Por otro lado, estaban quienes creían que una ley de este tipo era necesaria, pero sostenían que el debate debía hacerse de manera racional y detallada, y no a las apuradas como proponía el oficialismo. Tal era el caso del senador Figueroa, que en el debate proclamaba: “Lo más eficaz sería declarar el estado de sitio; porque leyes de carácter permanente y de la naturaleza de la que se proyecta deben discutirse y meditarse con toda serenidad y amplitud”.[22]

Y, por último, estaban aquellos que –como Miguel Cané y Joaquín V. González– sostenían que dicha ley era indispensable para controlar el avance de las ideologías de los inmigrantes, que ponían en peligro la estabilidad y sobre todo la paz de la sociedad argentina. La justificación de Miguel Cané se centraba en evitar que el país se transformase en un refugio para los criminales del mundo. Al respecto, argumentaba:

Yo no deseo, señor Presidente, que mi tierra adquiera el renombre de ser el refugio de todos los criminales del mundo […]. Por eso quiero que el Poder Ejecutivo dé los poderes necesarios para arrancar de raíz y, al nacer esa planta, evitar que vengan a infestar nuestro suelo.[23]

Joaquín V. González, por su parte, sostenía que con esta ley no se trataba de imponer una pena al extranjero, sino de informarle que, al no haberse adecuado a las reglas culturales y sociales de la nación, cesaba su derecho de permanecer en el país.[24]

Claramente, a comienzos de 1900, la influencia del extranjero ya no era percibida como positiva, sino que despertaba cierto temor al quiebre, a la fractura de una cultura nacional –observada por algunos como homogénea– en vías de construcción. El instrumento desestabilizador –del cual era portador el extranjero– era para muchos la ideología, una ideología ligada al anarquismo proveniente del continente europeo, que comenzaba a otorgar identidad a esa masa de nuevos trabajadores urbanos.[25] La elite política, como señala Tulio Halperín Donghi en su trabajo “¿Para qué la inmigración?”,[26] estaba ávida de percibir la vinculación entre agitación popular urbana y presencia inmigratoria, inclusive antes de que emergiesen las formas organizadas de protesta obrera.

Este cambio de percepción y de clima llevó, en el marco de la celebración del Centenario, a la revalorización de la herencia colonial y a la reivindicación del español en general y de la historia cultural. Esta nueva línea argumentativa se puso de manifiesto en obras de literatos como Enrique Larreta y Manuel Gálvez, a través del panhispanismo, visto como antídoto contra el panamericanismo anglosajón, en los escritos de Manuel Ugarte, así como también en el apoyo a una inmigración proveniente de la misma raza y, por ende, “de la misma sangre”, expresada por políticos e intelectuales influyentes como Estanislao Zeballos o Joaquín V. González.[27] En su obra ¿Inocentes o culpables?, el médico y escritor Juan Antonio Argerich se opone abiertamente a la inmigración europea señalando el mal que esta le hacía al país. Este párrafo extraído del prólogo del libro lo pone de manifiesto: “En mi obra, me opongo franca y decididamente a la inmigración inferior europea, que reputo desastrosa para los destinos a que legítimamente puede y debe aspirar la República Argentina…”.[28]

Tanto en Joaquín V. González como en José Ramos Mejía, se puede percibir una moderada lectura inversa a la visión que del pasado argentino tenían los hombres de la organización nacional. Sin desmerecer o condenar al inmigrante, ambos atenuaban –o anulaban– su rol transformador de la realidad argentina, y resaltaban la necesidad de educarlos (a los inmigrantes) en los valores tradicionales del pasado nacional a través del conocimiento de sus intelectuales y sus costumbres. Dicho revisionismo es mucho más acentuado en literatos como Ricardo Rojas[29] y Manuel Gálvez –identificados como los pioneros del “primer nacionalismo” o “nacionalismo cultural”–:[30] ellos encontraron las raíces por recuperar en la cultura indoamericana originaria y en la tradición hispano-católica, respectivamente. Dentro de esta misma corriente, la figura más influyente fue el poeta y ensayista Leopoldo Lugones, quien, en su repentina hostilidad hacia la inmigración, fue un paso más allá que sus colegas, al argumentar que la tradición argentina no se entronca ni en la cultura indígena ni en la hispano-católica, sino en la figura del criollo, reconvertida en la del gaucho.

Al problema de cómo construir una identidad nacional, cercada por la heterogeneidad, se le suman otras cuestiones. Una de ellas era la novedosa problemática social generada por una creciente conflictividad laboral acompañada por violentas políticas alternativas de grupos de activistas anarquistas que, según dice Devoto,[31] eran fácilmente identificados como otro resultado de la inmigración. Varios años antes, Sarmiento había planteado el problema de la necesidad de construir una identidad nacional, pero desde otra óptica, argumentando que la falta de compromiso de los inmigrantes, su desinterés por fusionarse y amalgamarse con los locales llevaría en el corto plazo al desorden, y principalmente a la falta de representatividad del sistema republicano. Sus reiterados pedidos de toma de conciencia a los extranjeros[32] que habitaban esta nación tenían como fin lograr su nacionalización como un medio legal de concretar el compromiso de pertenencia con aquel país que tan generosamente les había abierto sus puertas.


  1. Villavicencio, Susana, Sarmiento y la nación…, ob. cit., p. 146.
  2. Como bien lo señala José Carlos Chiaramonte en su trabajo Nación y nacionalidad en la historia argentina del siglo xix, citado anteriormente, la noción de “nacionalidad” como fundamento legitimante de los nuevos Estados cumplió un rol fundamental. Una de las concepciones más influyentes de la nacionalidad es aquella que la vinculaba con los niveles afectivos de la conducta humana, de manera que sustituía así el rol que la noción del “contrato” había cumplido hasta el momento en la fundamentación teórica de la legitimidad de los Estados. Otra corriente, que se creía enraizada en la Revolución francesa, haría de la nacionalidad un concepto compatible con el racionalismo del siglo xviii y a la vez capaz de armonizarse con el principio contractualista de la génesis de la nación. En el estallido nacionalista de fines del siglo xix, el concepto de “nacionalidad” se ligó en la práctica a la modalidad adversa al racionalismo, donde la idea de nacionalidad cubría con un manto de una supuesta hegemonía cultural a la diversidad cultural y de intereses propia de cada sociedad nacional, esa diversidad que la noción de “contrato” permitía admitir, con atención a los intereses de las partes. Véase el trabajo completo de José Carlos Chiaramonte en Nun, José (comp.), Debates de Mayo, ob. cit., así como también los trabajos de Beatriz Bragoni, Marcela Ternavasio y Jorge Mayer.
  3. Cf. Walzer, Michael, Las esferas de la justicia, México, Fondo de Cultura Económica, 1993.
  4. Wahnich, Sophie, L’imposible citoyen. L’ètranger dans le discours de la Revolution Francais, París, Albin Michel, 1997, p. 163.
  5. Villavicencio, Susana y Ana Penchaszadeh, “El (im)posible ciudadano”, en Villavicencio, Susana (ed.), Los contornos de la ciudadania. Nacionales y extranjeros en la argentina del centenario, Buenos Aires, Eudeba, 2003, p. 178.
  6. Kant, Immanuel, Vers la paix perpétuelle, París, Hatier, 2001 [1974].
  7. Derrida, Jacques, “La deconstrucción de la actualidad”, en Passages, n.º 57, París, 1994, pp. 60-75.
  8. Villavicencio, Susana y Ana Penchaszadeh. “El (im)posible…”, ob. cit., p. 178.
  9. Devoto, Fernando, Historia de la inmigración, ob. cit., p. 213.
  10. Alsina, Juan A., La inmigración europea en la República Argentina, 3.º edición, Buenos Aires, Lajouane, 1898.
  11. Halperín Donghi, Tulio, “¿Para qué la inmigración? Ideología y política inmigratoria en Argentina (1810-1914)”, en El Espejo de la Historia: problemas argentinos y perspectivas latinoamericanas, Buenos Aires, Sudamericana, 1987.
  12. Halperín Donghi, Tulio, “¿Para qué la inmigración?…”, ob. cit.
  13. Sábato, Hilda, “El pluralismo cultural en la Argentina: un balance crítico”, en Comité Internacional de Ciencias Históricas-Comité Argentino, Buenos Aires, 1990, pp. 350-366.
  14. La primera Junta estableció que podían instalarse en el país personas provenientes de todos aquellos países que no estuviesen en guerra “con nosotros”, garantizándoles a éstos los mismos derechos que a los ciudadanos. Devoto, Fernando, Historia de la inmigración…, ob. cit.
  15. Halperín Donghi, Tulio, El Espejo de la Historia:…, ob. cit.
  16. Dicho grupo de intelectuales tenía gran empatía con los intelectuales franceses del proceso político francés del siglo xix; tomaban su ejemplo y sus ideas para desarrollar sus pensamientos y moldear el proyecto de país que deseaban. En las conclusiones de su libro La consagración del ciudadano, Pierre Rosanvallon se refiere a la oficialmente reivindicada referencia que hicieron muchos de los intelectuales de los países latinoamericanos del siglo xix al caso francés, donde se ve plasmada –al igual que en el caso francés– la separación entre la historia técnica y la historia política del sufragio universal. Ya que se ve claramente cómo en dicho continente el sufragio universal se plasmó tempranamente, pero a su vez una institucionalización del fraude electoral limitó el impulso democrático, tan difícil de lograr tanto en Francia como en Latinoamérica. Establece un claro contraste respecto a cómo se dio el mismo proceso en Inglaterra, Alemania, Bélgica, Estados Unidos, Noruega.
  17. Devoto, Fernando, Historia de la inmigración, ob. cit., pp. 230-231.
  18. Villavicencio, Susana y Ana Penchaszadeh, “El (im)posible…”, ob. cit.
  19. La Ley de Residencia de 1902 permitía al Poder Ejecutivo, sin mediar ningún trámite judicial, expulsar a todo extranjero cuya conducta comprometiese la seguridad nacional o perturbase el orden público. En la votación se impuso la posición del Gobierno, y el proyecto fue aprobado la noche del 22 de noviembre.
  20. Besse, Juan, “Una semblanza de Miguel Cané: de Juvenilia a Expulsión de Extranjeros”, en Cuadernos de Antropología Social, n.º 8, Instituto de Ciencias Antropológicas, Facultad de Filosofía y Letras, Universidad de Buenos Aires, 1995.
  21. Diario de Sesiones de la Cámara de Diputados (DSD, 22/11/1902), pp. 428-429.
  22. Diario de Sesiones de la Cámara de Senadores (DSS, 22/11/1902), p. 668.
  23. Diario de Sesiones de la Cámara de Senadores (DSS, 22/11/1902), pp. 664-665.
  24. Diario de Sesiones de la Cámara de Senadores (DSS, 22/11/1902), p. 669.
  25. Son varios políticos de la época (entre ellos los diputados Gouchon y Varela Ortiz) que en el debate de la Ley de Residencia de noviembre de 1902 destacaron que el movimiento obrero estaba liderado en su mayoría por dirigentes argentinos y no por extranjeros. Para ampliar las argumentaciones, ver Diario de Sesiones de la Cámara de Diputados 1902, fecha 22 de noviembre del mismo año. No obstante, Tulio Halperín Donghi, en su trabajo “¿Por qué la inmigración?”, sostiene que el movimiento anarquista que logró arraigarse entre sectores más amplios de trabajadores estaba liderado casi exclusivamente por inmigrantes.
  26. Para ampliar la cuestión del surgimiento del movimiento obrero y del anarquismo en el país, se pueden consultar los siguientes trabajos: Halperín Donghi, Tulio, “¿Por qué la inmigración?”, en Problemas argentinos y perspectiva hispanoamericana, Buenos Aires, Sudamericana, 1987; Devoto, Fernando, Nacionalismo, fascismo y tradicionalismo en la Argentina moderna. Una historia, Buenos Aires, Siglo XXI Editores, 2002; Zimmermann, Eduardo A., Los liberales reformistas. La cuestión social en la Argentina de 18901916, Buenos Aires, Sudamericana, 1995; Oneja, Gladys, La inmigración en la literatura argentina…; Torre, Juan Carlos, “Transformaciones de la sociedad argentina”, en Russell, Roberto (ed.), Argentina 1910-20110. Balance del siglo, Buenos Aires, Taurus, 2010.
  27. Devoto, Fernando, Historia de la…, ob. cit., p. 274.
  28. Argerich, Antonio, ¿Inocentes o culpables?, Buenos Aires, Imprenta del Courrier del Plata, 1984, p. 10.
  29. El pensamiento de Ricardo Rojas respecto de este tema está ampliamente desarrollado en su obra.
  30. Los estudios sobre nacionalismo argentino suelen considerar a Ricardo Rojas, a Manuel Gálvez y a Leopoldo Lugones o bien como los protagonistas de un primer nacionalismo argentino o bien como precursores de un posterior nacionalismo político de corte antiliberal o autoritario, cuyo origen algunos establecen a partir de la conformación de la Liga Patriótica a fines de la primera década del siglo xx y otros con posterioridad a 1920; cuando no, recién en los años 30, con el fin del Gobierno de Uriburu en 1932, corte lícito, según palabras de Fernando Devoto, para hacer un balance de una experiencia nacionalista.
  31. Devoto, Fernando, Historia de la…, ob. cit., p. 275.
  32. Es importante destacar que la temática del extranjero, concretamente su participación en la vida política y social, su nacionalización y la argentinización de sus hijos fueron todas preocupaciones que no solo estuvieron detrás de estas leyes y proyectos que los involucraban de manera directa, sino que también de otras, como el caso de la Ley de Servicio Militar Obligatorio de 1902 y la Ley de Reforma Educativa de 1906.


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