Otras publicaciones:

9789871867509-frontcover

12-4174t

Otras publicaciones:

Book cover

12-3864t

9 Sarmiento: política, ideas, sociedad e instituciones

Domingo Faustino Sarmiento –tal como lo señala Natalio Botana–[1] no anunciaba la democracia de masas; por el contrario, temeroso de las mayorías, intuía que la representación era un proceso de aprendizaje político a través de la gradual incorporación de individuos al ejercicio del gobierno representativo. Proceso que, sin un núcleo central aportado por la educación pública, no le otorgaría a la futura democracia un modelo sobre el cual basarse, ya que aquellos supuestos agentes capacitados y encargados de conformar la república –la oligarquía y millares de extranjeros– estaban abocados de lleno a la vida privada y eludían, ciegos por el egoísmo, su deber con la vida pública. La reflexión de Sarmiento pone de manifiesto, una vez más, la necesidad de ruptura con el pasado colonial y con la herencia política española. Su tradición republicana destaca la importancia, compartida por muchos –Simón Bolívar y Mariano Moreno, por citar algunos–, pero a la vez cuestionada por otros, de educar al soberano (ya que creía, en este sentido, que la era colonial lo había convertido en un ignorante capaz de abrazarse a los tiranos). Pero esta visión era más una aspiración de los pensadores de principios del siglo xix que la expresión de la realidad, ya que la revolución rioplatense, aun cuando se embanderó detrás de la idea de negar y condenar todo el pasado,[2] se dio a través de un proceso que, por diversos motivos, no pudo eludir un sinfín de prácticas y tradiciones con un fuerte arraigo en el régimen colonial español.[3] Sarmiento y varios de sus contemporáneos advirtieron estas limitaciones.

Surgió en el mundo un nuevo campo conceptual, que gestó su teoría durante el siglo xvii, pero que se hizo visible a partir de las Revoluciones francesa y estadounidense y que generó una usina de ideas y prácticas novedosas que estaban en pleno proceso de construcción durante la primera mitad del siglo xix. El desafío para los hombres del sur del continente americano era doble. Por un lado, debían adoptar nuevas modalidades de organización política, provenientes de Europa y Norteamérica, para lograr adaptarse a la novedosa coyuntura que planteaba una relación inédita entre gobernantes y gobernados. Por otro lado, debían adecuar dichos modelos a una sociedad notoriamente diferente de aquella para la cual estos habían sido pensados. Se trataba de sociedades muy heterogéneas, conformadas por nativos y extranjeros provenientes de diversos países europeos, donde el concepto de “ciudadanía” no estaba claramente delimitado, lo que dificultaba la organización político-social de dichos territorios. Sociedades donde aún no estaba clara la idea de igualdad, donde todavía había serios problemas frente a la cuestión de la soberanía, y principalmente donde la construcción de la nacionalidad, consecuencia de la conformación de la nación, era un proceso que se daría a lo largo del tiempo a partir de la integración cultural, social, política y económica del territorio.

La adopción en toda la América hispánica de la nueva modalidad de representación basada en elecciones periódicas rompía con la mayoría de las reglas de sucesión del antiguo régimen, y a su vez daba por tierra con la lógica de las prácticas y los lenguajes utilizados hasta entonces, lo que generó un gran desconcierto entre los protagonistas, quienes debieron hacerles frente a estos cambios. Entre estas novedades, una de las que más perturbó el nuevo orden fue la llegada de inmigrantes. Situación que produjo, además, un profundo debate acerca de la manera de sortear esta problemática. Las soluciones para este dilema fueron variadas: fluctuaron desde una postura sumamente liberal –como abolir todas las trabas existentes para permitir la llegada de los inmigrantes, librándolos de todas las obligaciones y otorgándoles los mismos derechos y las mismas garantías que los ciudadanos nativos–, pasando por la idea de hacer que los inmigrantes se nacionalizaran por decisión propia –para adquirir así idénticos derechos y obligaciones que los nacionales–, hasta versiones más radicales –aquellas que proponían otorgar, sin solicitud previa, la ciudadanía a todos aquellos que llegaran al territorio–. Es importante señalar, también, que existió una minoría que planteaba controlar la situación limitando la llegada de extranjeros a la región.

La cuestión de la construcción de la ciudadanía se hizo presente como un problema clave desde comienzos de la vida independiente en toda la región, y, en la perspectiva de esta investigación, a ello debe sumarse el lugar que se le otorgaba al extranjero dentro de este nuevo esquema. La interacción entre los sectores dirigentes y otros sujetos permitió el ensamble de valores, creencias, ideas y experiencias que, en concordancia con la realidad político-cultural de cada región y de cada sociedad, dieron forma a una nueva lógica política y fueron definiendo así a los sujetos políticos. Los caminos transitados y las modalidades adoptadas para encauzar dicho conflicto fueron diversos; a pesar del bélico y turbulento comienzo del período posrevolucionario, plagado de guerras civiles y de caudillos regionales que buscaron durante muchos años de lucha una vía institucional de expresión, se logró instaurar un régimen representativo en la legislación de la sucesión política que se mantuvo relativamente estable. No obstante, esta competencia por el poder que presuponía la nueva representación política llevó a que se produjera un sinfín de disputas y enfrentamientos que, a través de la prueba y el error, se fueron sorteando con mayor o menor dificultad, y que llegó a definir un concepto teórico de “ciudadanía” –concepto que, a pesar de ser sumamente amplio, no dejó de generar grandes complicaciones–.

La experiencia demostró, al poco tiempo, que, aunque el proceso representativo se expandía y afianzaba (tanto en la legislación como en la práctica), no superaba los problemas en torno a la construcción del ciudadano, principalmente –y en consonancia con el tema de este libro– la relación entre ciudadanía y extranjeridad. Si bien el inmigrante era considerado un instrumento clave dentro del proceso de conformación nacional, la figura y el rol del extranjero no eran percibidos desde una misma óptica por los actores a cargo de dar forma a dicho proceso.

La legislación electoral a lo largo de todo el período aquí estudiado da cuenta de los reiterados intentos por adaptarse a la cambiante realidad cultural y política de la sociedad. Las elecciones comenzaron a adquirir cada vez más protagonismo, ya que eran la vía para lograr la apropiación legítima del poder político, y con ellas se avivó la polémica en torno a la ampliación de la ciudadanía. Es importante destacar que en la Argentina el temprano comienzo de la historia del sufragio les otorgó a los procesos electorales un rol primordial en la búsqueda de la legitimidad. Rol que, como bien señala Marcela Ternavasio, no solo fue importante en la creación de un nuevo imaginario en torno a la noción de “legitimidad”, sino que a la vez moldeó y definió al ciudadano.

Durante todo el siglo xix y las primeras décadas del xx, los protagonistas de los debates sobre la ampliación de la ciudadanía fueron los distintos sectores de la elite política. Aunque no dejaban de remitirse a la Ley Electoral de 1821 –dictada por Bernardino Rivadavia–, también se adaptaban a los diversos y vertiginosos cambios que se iban generando en el mapa social del país –producto, en parte, de la llegada continua a estas costas de inmigrantes proveniente del Viejo Mundo–. Inmigrantes que venían con el objetivo de mejorar su calidad de vida, hallar un lugar donde desarrollarse y poder progresar económicamente, pero sin demasiado interés –según muchos– por comprometerse política y cívicamente con la nación receptora. Inmigrantes que eran, a su vez, recibidos con los brazos abiertos por los criollos a la espera de que trajesen el progreso y el desarrollo tan anhelados en la época.

Las continuas modificaciones en la legislación electoral buscaban principalmente otorgar mayor transparencia y legitimidad al proceso de elección de autoridades. A pesar de los reiterados intentos por acallar la competencia electoral, esta supo mantenerse viva en los rincones de los rituales y las costumbres electorales, y la historia pone de manifiesto que, durante el siglo xix, los comicios se llevaron a cabo de manera continua –casi sin interrupciones, aunque muchas veces con ciertos obstáculos y limitaciones– para elegir legítimamente a través del voto las autoridades políticas. La reforma electoral –tal como afirma Natalio Botana– fue parte de un paquete de modificaciones producto del progreso y la madurez política tanto de los dirigentes como de los ciudadanos.

Fue la capacidad que tuvieron tanto los integrantes de la elite como el propio pueblo de adaptarse y saber percibir los cambios que se ponían de manifiesto durante la practica electoral lo que llevó a buscar una legislación más adecuada (y en ocasiones más inclusiva e igualitaria), lo que amplió año a año el derecho al voto, incluyó en el proceso electoral a cada vez más personas y extendió así el concepto de “ciudadanía”. Una concepción de ciudadanía, no obstante, que no contempló en la legislación la nacionalización de los inmigrantes, y que le otorgó una escasa significación e importancia a la construcción de la relación entre ciudadanía y extranjeridad, a pesar del intento constante de algunos pensadores, como por ejemplo Domingo Faustino Sarmiento.

Esta imposibilidad que tuvo la clase dirigente de incluir en el sistema político a millares de inmigrantes que habitaban el suelo nacional –aunque estos fueran parte del proceso de desarrollo y progreso– enfrentó a Sarmiento con sus contemporáneos: durante décadas debatió con ellos para hacerles ver la importancia que tenía para el porvenir de la nación que los extranjeros se nacionalizaran. Este debate no solo se producía en los ámbitos académicos y políticos, sino que trascendía a parte del pueblo a través de los periódicos y de otras publicaciones escritas –que se erigieron, durante gran parte del siglo xix, como los canales de transmisión de ideas y que fueron generando, gradual y lentamente, la opinión pública–.

Llegados a este punto, sin embargo, es importante volver a recordar algo ya mencionado en la introducción: que el mayor temor del sanjuanino era tener un país sin ciudadanos, una nación donde los valores democráticos y republicanos no fuesen reales como consecuencia de la falta de representatividad del sistema, producto de la indiferencia y falta de civismo de la gran mayoría de los inmigrantes que –por decisión propia– se mantenían al margen de la vida política nacional. Esta autoexclusión, según Sarmiento, facilitaba el juego de los tiranos, quienes sacaban ventaja de esta apatía y lograban así perpetuarse en el poder.

La percepción que Sarmiento tenía de las cualidades políticas y cívicas de la ciudadanía era muy desalentadora; sostenía que el grado de vulnerabilidad de una porción significativa de la sociedad habilitada para sufragar era alto, y que su racionalidad era muy pobre, lo que facilitaba el manejo y la manipulación de dichos sectores por parte de los dirigentes políticos. Desde luego que esta visión del ciudadano nativo era profundamente cuestionada por muchos de sus contemporáneos, ya que la consideraban crítica y controversial. Esta concepción de los ciudadanos nativos no difería de la que adquirió –luego de su viaje a Europa y los Estados Unidos, allá por 1846– respecto de los inmigrantes españoles e italianos, que representaban la mayoría de los extranjeros que arribaban a las costas rioplatenses. Poco tiempo tardó en percibir su escasa cultura cívica y su bajo nivel de educación, lo que los convertía –como consecuencia de ello– en meros observadores del desarrollo político nacional.

La responsabilidad que Sarmiento les otorgaba a los inmigrantes por obstaculizar con su indiferencia y su falta de compromiso la consolidación de los valores republicanos y la conformación de la nación era inmensa. No obstante, creía que esa responsabilidad era también compartida con todos aquellos intelectuales y políticos –a cargo, de algún modo, de forjar el porvenir del país– que no se habían lanzado, a partir de los albores independentistas, a una lucha por imponer –tanto desde lo legal como desde lo personal– la noción de nacionalización de los inmigrantes.

Según Sarmiento, uno de los principales responsables era Juan Bautista Alberdi, ya que erróneamente había defendido (y de cierta manera había logrado imponer en la Constitución Nacional de 1853) la idea de liberar a los inmigrantes de toda obligación cívica –una política que según él avalaba la debilidad del sistema republicano y profundizaba la dificultad de alcanzar la consolidación nacional–. Aunque Alberdi y Sarmiento estaban de acuerdo en el rol que le otorgaban a la inmigración como motor de progreso, durante todo el siglo xix mantuvieron un enfrentamiento sobre la cuestión ciudadanía-extranjeridad.

Alberdi creía fervientemente en la idea del trasplante; consideraba que esa era la manera de transmitir a los nativos los valores y principios de progreso que traían los inmigrantes –valores y principios que eran vistos como salvadores de nuestra sociedad–. El hecho de no imponerles a los inmigrantes ningún tipo de obligación llevaría, según él, a que estos optasen por quedarse en el país, que les brindaba un nivel de libertad al que era muy difícil resistirse. Sarmiento, en cambio, creía que el camino exitoso era otro. Consideraba que el Estado debía cumplir un rol fundamental en este proceso, pues era el encargado de moldear a los inmigrantes a través de la legislación y la educación pública, para generar en ellos ese sentimiento de pertenencia y patriotismo que incrementaría la necesidad de nacionalizarse para formar parte de la ciudadanía (ciudadanía que unida sería capaz de alcanzar la consolidación de la nación argentina). El Estado debía ser el encargado de educar, pues el hombre no nace ciudadano, sino que debe aprender a serlo, y, en definitiva, sería esa educación cívica la que arrancaría tanto a criollos como a extranjeros del letargo cívico en que se encontraban inmersos.

La cuestión de la relación ciudadanía-extranjeridad se instauraba así como un problema clave desde el inicio mismo de la vida independentista del territorio. Desde la perspectiva de este libro, ese dilema no halló una solución hasta comienzos del siglo xx, cuando las reformas electorales alcanzaron la democratización del poder político y aumentaron la calidad de la representación a través de la implementación de medidas que permitieron mejorar el sistema representativo –y que dieron respaldo, así, a la gobernabilidad y la democracia–. Ya se mencionó en capítulos anteriores que, a pesar de su esfuerzo por cambiar las condiciones para que los inmigrantes se naturalizasen, y de sus propuestas para lograrlo, Sarmiento no pudo ver en vida cómo esos millones de inmigrantes que en un primer momento habitaban el territorio sin ser parte de este pasaron a formar parte activa de la sociedad. Simplemente los vio como habitantes en un territorio ajeno que, por no haber gozado de derechos políticos en sus respectivos países, no tenían la experiencia ni el interés necesarios para hacerlo en el país en el cual se habían radicado.

El papel que los procesos electorales y las modificaciones en la legislación electoral jugaron en la larga búsqueda de una representatividad más real no solo fue importante porque contribuyó a crear un nuevo imaginario en torno al concepto de “ciudadanía”, sino que además fue una herramienta que ayudó a legitimar y democratizar el proceso eleccionario. Caminos que fueron construyéndose al calor de los acontecimientos y que, pese a las diferentes visiones y tendencias que predominaron y a las transformaciones vertiginosas que sufría la composición demográfica de la sociedad, pudieron legitimar –la mayoría de las veces– el proceso de elección de autoridades.

Para retomar la cuestión central de esta investigación, digamos que el sistema electoral que Sarmiento quiso sanar con la nacionalización de los inmigrantes continuó con dificultades durante muchas décadas. Sin embargo, y como se señaló anteriormente, hacia principios del siglo xx los inmigrantes se fueron integrando a la sociedad a través de segundas generaciones que, por haber nacido en el país, asumieron su compromiso ciudadano con la tierra que había recibido a sus padres y que les había dado un espacio donde crecer y desarrollarse. Esto no significa minimizar la lucha de Sarmiento por dotar al sistema político nacional de mayor legitimidad a través de la nacionalización de los inmigrantes; por el contrario, este trabajo intentó demostrar el papel preponderante que tuvo esta lucha ininterrumpida por alcanzar la ampliación de la ciudadanía; lucha, que, por cierto, el sanjuanino logró mantener latente durante todo el siglo (y con ella el establecimiento de un orden republicano), no solo entre los nativos, sino –principalmente– en relación con los millares de inmigrantes que arribaban año tras año al país. 

Se podría refutar que esta ininterrumpida lucha haya resultado exitosa, pues, a pesar de ella, el silencio de millones de inmigrantes y su falta de compromiso cívico se mantuvieron durante décadas, lo que no solo perjudicó sus intereses y el de sus propios hijos, sino que interfirió en la consolidación democrática de la Argentina, ya que permitió que ciertos sectores políticos –traspasando el límite de la legalidad– utilizaran esta acción egoísta a favor de la corrupción política electoral para llegar al poder. Tal refutación pone en primer plano algunas cuestiones tratadas a lo largo de este trabajo y otras implícitas en él.

La historia aquí narrada dice mucho más sobre el pensamiento y comportamiento de un exponente clave de la elite dirigente (como representante de ellos) que sobre aquellos grupos sociales –básicamente los inmigrantes– involucrados en el desarrollo y progreso del país en calidad de potenciales electores capaces de dar, con la obtención de la ciudadanía, mayor representatividad al sistema político y la conformación de una identidad nacional. Esto es así porque se optó por poner el foco en la construcción del pensamiento de Sarmiento en relación con la cuestión ciudadanía-extranjeridad, y no porque se asuma una supuesta jerarquía social y posicional entre los grupos que conforman la elite y los demás grupos sociales involucrados en los procesos políticos, asumiendo que los primeros siempre forjan el camino de la historia con su accionar.

Este trabajo aporta más a una reconstrucción del papel de la clase dirigente a partir de la mirada de Sarmiento, y en contraposición con la de Alberdi, al poner de manifiesto cómo, frente a una misma problemática, la clase dirigente tenía diversas estrategias que se dirimieron y debatieron en el interior de dicho grupo, pero que indefectiblemente fueron permeadas por las acciones de otros actores participantes, no pertenecientes a la elite, que, sin lugar a dudas, contribuyeron notoriamente en la construcción del nuevo orden político y representativo.

Este reconocimiento a los sectores ajenos al grupo de los dirigentes podría ser considerado como un límite de esta investigación, pero es importante destacar que sin ellos los sectores dirigentes no hubiesen podido forjar –a través de sus luchas– sus ideas políticas. Por lo tanto, y siguiendo la hipótesis de Raffaele Romanelli que se señaló en capítulos anteriores, es lo social lo que da forma a lo político a través de la gimnasia que otorgan la práctica electoral y la participación cívica en general. Práctica que lleva a dar cuerpo a la norma, vaciándola muchas veces de su contenido original para asignarle un nuevo significado, más acorde con la realidad sociocultural del momento. La reconstrucción realizada en este trabajo refleja cómo la interacción entre los distintos actores sociales inmersos en una realidad sociocultural determinada genera un movimiento dinámico que va forjando un nuevo orden político. A pesar de los diversos y posibles senderos transitados, los acontecimientos que se sucedían como consecuencia de dicha interacción fueron amalgamándose para delinear así el camino hacia la conformación de la identidad argentina. Identidad a la que tarde o temprano se hubiese llegado, ya fuera por una vía o por otra, para conformar una nueva concepción del ciudadano político.

Intentar argumentar que, de haberse seguido el plan sarmientino –que destacaba las bondades del sistema republicano y bogaba por nacionalizar a los inmigrantes desde su llegada al territorio–, se hubiese allanado el camino hacia la conformación de la identidad nacional sería hacer un análisis contrafáctico. Pensar que los resultados de la implementación de una política semejante hubiesen sido exitosos por comparación con lo sucedido en Estados Unidos sería un error. Este libro sostiene, entonces, que no son solo las ideas[4] y los modelos los que imponen las condiciones políticas y sociales de una sociedad, sino que es la conjunción de estos con la realidad social y cultural –conformada por los valores, las creencias, las virtudes y las costumbres particulares de los grupos sociales que la constituyen– la que, en definitiva, le otorga su propia identidad nacional. Una identidad nacional que puede ser tal gracias a la construcción de una noción de “ciudadanía” amplia e inclusiva (muchas veces de derecho y no siempre de hecho), que es, al fin y al cabo, la que dota al sistema político de la representatividad y la igualdad tan anheladas.


  1. Botana, Natalio, La tradición republicana…, ob. cit., pp. 465-466.
  2. Halperín Donghi, Tulio, Tradición política española e ideología revolucionaria de Mayo, Buenos Aires, Centro Editor de América Latina, 1985, p. 12.
  3. Como señala adecuadamente Esteban de Gori en su trabajo La república patriota: travesías de los imaginarios y de los lenguajes políticos en el pensamiento de Mariano Moreno, Buenos Aires, Eudeba, 2012, si bien lo que quedaba del orbe imperial eran, sobre todo, las configuraciones que habían organizado las reformas borbónicas, estas fueron resignificadas y resemantizadas por el universo republicano; por ende, no quedaron en pie de la manera en que habían sido pensadas o establecidas originariamente. Por lo tanto, poco quedó entonces de ese viejo mundo: solo aquello que fue actualizado en clave política por los independentistas.
  4. En el caso de este libro, principalmente la idea de la república democrática, federal y representativa de Sarmiento, que se forja a partir del contacto con las ideas y la experiencia de las Revoluciones francesa, inglesa y estadounidense.


Deja un comentario