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7 Rol del periodismo como herramienta de transmisión de ideas políticas en 1800

¿Qué es pues un periódico? Una mezquina hoja de papel, llena de retazos, obras sin capítulos, sin prólogo, atestada de bagatelas del momento. Se vende una casa. Se compra un criado. Se ha perdido un perro, y otras mil frioleras, que al día siguiente a nadie interesan. ¿Qué es un periódico? Examinándolo mejor. ¿Qué más contiene? Noticias de países desconocidos, lejanos, cuyos sucesos no pueden interesarnos. Trozos de literatura, retazos de novelas. Decretos de Gobiernos. Un periódico es el hombre. El ciudadano, la civilización, el cielo, la tierra, lo pasado, lo presente, los crímenes, las grandes acciones, la buena o la mala administración, las necesidades del individuo, la misión del Gobierno, la historia contemporánea, la historia de todos los tiempos, el siglo presente, la humanidad en general, la medida de la civilización de un pueblo.

   

D. F. Sarmiento, Ideas fundamentales

La relación entre periodismo y política en la construcción de la Argentina moderna a partir de la Revolución de Mayo de 1810 y durante todo el siglo xix es innegable. Los hombres públicos de la época tenían un estrecho vínculo con el mundo del periodismo. Sus opiniones e ideas se plasmaban de manera constante en las páginas de los diarios impresos de todo el territorio, ya fuera en forma de cartas, editoriales o notas. Lo impreso era un vehículo muy eficiente para la transmisión y divulgación de proyectos, debates, valores, políticas, etc. Sin duda, y como señala Alberto Lettieri, el periodismo fue el encargado de consagrar la racionalidad, la ilustración y la cultura del pueblo, permitiendo distinguir así entre civilización y barbarie.[1]

Sarmiento y Alberdi fueron dos claros exponentes de esa práctica, ya que ambos utilizaron la prensa escrita para poner de manifiesto –y principalmente para hacer públicos– sus pensamientos, opiniones, ideas y propuestas. En su obra Recuerdos de provincia, Sarmiento se refiere a la importancia de las publicaciones diarias de la siguiente manera:

Las publicaciones periódicas son en nuestra época como la respiración diaria; ni libertad, ni progreso, ni cultura se conciben sin este vehículo que liga a las sociedades unas con otras, y nos hace sentirnos a cada hora miembros de la especie humana, por la influencia y repercusión de los acontecimientos de unos pueblos sobre los otros. De ahí nace que los gobiernos tiránicos y criminales necesitan, para existir, apoderarse ellos solos de los diarios, y perseguir en los países vecinos a los que pongan de manifiesto sus inquietudes.[2]

Al respecto, escribe Tim Duncan en su trabajo sobre la prensa política sudamericana:

Si los hombres públicos […] emplearon al periodismo el mismo tiempo que dedicaron a sus deberes parlamentarios, es posible que fuese porque observaban en la prensa el mismo respeto que tenía su labor en el Congreso. […]. La naturalidad con que un político se dedicaba a la publicación de diarios parece indicar que estos hombres basaban sus acciones y creencias en intereses más amplios que los puramente personales, económicos o de clase. También sugiere que los políticos valorizaban tanto la opinión pública como para voluntariamente someterse a su juicio. Más aun, esta ligazón entre la política y la prensa hacían de la política un asunto mucho más público…[3]

Esta suposición de Duncan da cuenta de la relevancia y el peso que tenía la opinión pública[4] para los políticos e intelectuales del siglo xix.

Es importante tener presente que la masividad de la prensa escrita no era significativa en la época dado el alto índice de analfabetismo existente. Recién a partir del censo de 1869, se tiene información sobre la alfabetización del territorio. Los datos revelan que aproximadamente el 20 % –esta cifra representaba 82 mil alumnos sobre 400 mil niños en edad escolar– de quienes estaban en edad escolar en todo el territorio asistían a la escuela, y únicamente en Buenos Aires se alcanzaba el 50 % de asistencia –el resto de las provincias registraba una proporción muy por debajo de este porcentaje–.[5] Los posteriores censos demuestran un aumento en la escolaridad, aunque el índice de abandono continuaba siendo igualmente elevado.[6]

A la falta de alfabetización, se sumaba la diversidad lingüística y sociocultural que caracterizaba a la ciudadanía de la época, lo que dificultaba todavía más la circulación de este nuevo material de lectura, que en definitiva solo consumían aquellos que de algún modo eran parte de las elites. El desinterés de muchos inmigrantes por aprender el idioma local o por saberlo y la negación a aplicarlo en su vida cotidiana obstaculizaban el carácter masivo que buscaba adquirir la prensa local. La publicación en el país de periódicos en otras lenguas –por ejemplo, inglés, italiano, francés o alemán– era una constante y hacía que los extranjeros residentes optasen por estos a la hora de informarse. En dichos medios, las noticias tenían que ver mayoritariamente con acontecimientos de sus respectivas naciones de origen y con todo lo que sucedía dentro de la comunidad correspondiente en el país.

Esto enfurecía a Sarmiento, quien le otorgaba una inmensa responsabilidad a la prensa extranjera radicada en el país, porque la consideraba causante de generar esa apatía y ese desinterés entre los extranjeros que habitaban en el territorio respecto de las cuestiones de índole político y cívico que debían despertarse en ellos, y quienes, abrazando estos principios y valores, contribuirían con su compromiso y patriotismo a construir ese país tan deseado; un país rebosantes de valores republicanos y democráticos.

A pesar del poco alcance de la prensa periódica en aquel entonces, esta jugó un rol sumamente importante, ya que instaló una nueva manera de lectura que iba más allá del clásico consumo de libros. Este novedoso formato de escritura pública –que adoptó diversas modalidades: panfletos, diarios, periódicos y revistas– creó un lenguaje propio y un modismo específico que permitió unir, a través de la palabra escrita, a distintos sectores de la sociedad. A su vez, la prensa actuó como una herramienta indispensable para la política de la época como transmisora de ideas, valores, propuestas, etc. –cuestiones clave para la organización nacional–.

La sociedad revolucionaria marcó el inicio de una nueva forma de práctica política. Desde el ámbito del periodismo, el Telégrafo Mercantil, Rural, Político, Económico e Historiográfico del Río de la Plata fue –a partir de 1801[7] pionero en esta materia, seguido por La Gazeta de Buenos Ayres, que ya para 1810 se había consolidado entre la elite rioplatense como una publicación periódica fundamental para el desarrollo y la evolución política del proceso de construcción nacional. La opinión pública fue reconocida desde un inicio como un ámbito legitimador del poder político; es por ello por lo que la prensa fue utilizada para hacer pública la polémica que giraba en entorno a cuestiones esenciales para la consolidación nacional que surgieron a partir de la ruptura con el dominio colonial.

Esta necesidad de definir el rumbo de la naciente nación llevó a que las publicaciones tuviesen un tono netamente más político que económico; entre sus páginas se destacaban las discusiones en torno a la sustitución del dominio virreinal y las cuestiones ligadas a la soberanía, la forma de gobierno, los lineamientos del nuevo ciudadano, la participación política, etc.[8] Esta nueva modalidad continuó hasta la década del 80, período durante el cual se logró consolidar el Estado nacional luego de reiterados intentos que por diversos motivos fracasaron.[9]

A lo largo de la década de 1820, las publicaciones que comulgaban con la política oficialista gozaban de ciertos beneficios por parte del Gobierno de Rivadavia. Al ser portavoces oficiales que intencionalmente se hacían eco de una soberanía indivisible, sustentada en el centralismo porteño, la legislación –concretamente la Ley de Libertad de Imprenta de 1822– tendía a favorecerlas, mientras que condenaba a aquellas catalogadas de indeseables” y populares”, publicaciones claramente opositoras al Gobierno y en su mayoría dirigidas por miembros del clero, entre los que se destacaba el padre Castañeda –director de Doña María Retazos (1821-1822) y La Verdad Desnuda (1822), entre otros.[10]

La “ley mordaza”, de 1828, intentó poner fin a las críticas feroces de lo que se denominaba la “prensa brava”; la persecución a las publicaciones que entraban en esta categoría era de lo más diversa: iba desde el exilio forzado de sus redactores –el caso del padre Castañeda, quien se asiló en Montevideo– hasta la condena misma de sus editores y redactores, acusados de subversión y de ejercer prácticas anarquistas en contra del Gobierno rivadaviano. Por otro lado, la corriente de periódicos afines al Gobierno y muy cercanos al círculo del presidente Rivadavia –en un primer momento, La Gaceta, luego reemplazada por El Argos– cumplía una función política clave.

Buenos Aires encabezaba la producción periodística del territorio, pero había provincias que en materia de publicaciones no se quedaban atrás. Tal era el caso de aquellas provincias donde habitaban los caudillos federales de fuerte presencia y que buscaban canalizar su pensamiento a través de un vocero público –como por ejemplo Bustos en Córdoba, López en Santa Fe y Güemes en Salta, entre otros–.

La etapa favorable para el periodismo en general –y para la prensa unitaria en particular durante la era rivadaviana sufrió un repentino giro durante el Gobierno de Juan Manuel de Rosas. En la década del 30, tomó un notable protagonismo la prensa de ideología federal, y se limitó de manera abrupta la libertad de expresión de los periódicos que respondían a la corriente unitaria. La censura durante el período rosista fue salvaje: la política persecutoria[11] recrudeció fuertemente a partir de 1835, pero ya desde 1829 se prohibía en la prensa cualquier tipo de crítica sobre las acciones de los funcionarios de Gobierno. El periódico oficial de Rosas fue La Gaceta Mercantil (1832-1852), publicación que logró sobrevivir durante tres décadas en virtud de su fidelidad incondicional. Como apunta Pilar González Bernaldo de Quirós,[12] el rosismo buscó una manera de extender su base social generando un crecimiento de la prensa popular; para ello, recurrió al rumor, a los cantos gauchescos, a un lenguaje más sencillo que apuntaba a llegar a un público básicamente iletrado de baja formación educativa.

En 1840 se ve claramente un aumento en la producción periodística local de las provincias, al punto de que Corrientes casi igualaba a Buenos Aires en cantidad de publicaciones.[13] Esto coincidió con el decaimiento del Gobierno de Rosas y el resurgimiento del movimiento autonomista del interior, el cual llevó a instaurar en la prensa un debate sobre el futuro del régimen político, donde se destacaban las propuestas de la Generación del 37, entre quienes se encontraban Sarmiento y Alberdi. La prensa mantenía su lugar de formadora de opinión e instrumento de ilustración. Ya para 1850 el periodismo volvió a ocupar el lugar que había tenido durante el Gobierno de Rivadavia, y se constituyó una vez más en un pilar fundamental del sistema político argentino, tanto por su rol en la construcción nacional, como por su papel pedagógico en la formación de la opinión pública.[14]

En 1850 surgieron nuevas publicaciones, entre las que se destacaba El Nacional. Periódico Comercial, Político y Literario. Viva la Confederación Argentina, dirigido por el Dr. Dalmacio Vélez Sársfield, que sobrevivió durante 40 años y fue el primer diario de la tarde en sacar dos ediciones –una a la mañana y otra a las 14 horas. En sus columnas se publicaron las Bases de Alberdi y las cartas de Sarmiento desde Yungay contra Urquiza. Entre sus colaboradores se destacaban personalidades de la talla de Bartolomé Mitre, Vicente López, Miguel Cané y Nicolás Avellaneda, entre otros. Muchas otras publicaciones acompañaron a El Nacional, entre ellas La Tribuna (continuación de El Progreso), que en 1872 logró lanzar ediciones vespertinas y permaneció hasta 1883.

En los años 50, la mayoría de las publicaciones se enmarcaban en el género de prensa política, cuya principal función era hacer público el debate político difundiendo las ideas y posiciones de los referentes que respaldaban sus periódicos. Eran un espacio de reunión para el grupo o la facción de intelectuales y políticos que los editaban, y a la vez actuaban como un importante bastión de la práctica electoral. No solo cubrían el escenario electoral, sino que convocaban al empadronamiento, proponían a los candidatos, los posicionaban en sus candidaturas, organizaban las reuniones, los mítines y los actos, y principalmente convocaban a los electores a las urnas.

La relevancia y la trascendencia de una figura pública se lograban básicamente a través de la prensa; cualquier actor o grupo con pretensiones de pertenecer al ámbito político, económico, social o cultural debía tener su propio órgano de difusión o al menos contar con el apoyo incondicional de uno de ellos. A pesar de que había publicaciones que preferían mantener cierta independencia con respecto a las facciones o los partidos, esta tarea de desvinculación era sumamente compleja, ya que, en las décadas del 60 y 70, el alto costo de sostener la publicación en el mercado ligaba la supervivencia inevitablemente a una facción, un grupo o un partido.[15]

Con respecto al contenido, los periódicos también debieron adaptarse a las cambiantes reglas de juego, introduciendo nuevos conceptos. Ya para ese entonces, la prensa escrita contaba con un grupo de reconocidos y respetados periodistas (casi todos funcionarios o exfuncionarios públicos) que opinaban en sus columnas. La imperante necesidad de ampliar la difusión –y, por ende, la necesidad de incorporar a un nuevo público semiletrado y sin hábitos literarios– llevó a que incluyeran en sus páginas noticias varias, chismes, duelos, folletines, poemas gauchescos, etc.

En 1880 se dio una significativa ampliación del periodismo nacional. Fue durante dicha década cuando se formaron los grandes diarios de la Argentina. La distribución de las publicaciones se incrementó notoriamente durante esos años. Cada provincia argentina contaba con varias publicaciones dedicadas a la realidad local, que brindaban a sus coterráneos información variada sobre los centros urbanos más importantes del país y el exterior. Por otra parte, surgió una nueva línea de publicaciones periodísticas ligada a las comunidades de extranjeros establecidas en el país, producto de las olas inmigratorias que llegaron hacia fines del siglo xix. Diarios como The Standard (1878-1940), Buenos Aires Herald (1876-hoy día), La Patria degli Italiani (1877-1930), entre otros, fueron los encargados de fusionar la cultura criolla con el crisol de culturas europeas que conjuntamente conformaban la sociedad argentina.

Estos periódicos, como se vio en los capítulos anteriores, fueron blanco de las críticas de Sarmiento, ya que los acusaba de desinformar a los inmigrantes, de incentivarlos a mantenerse apáticos y al margen del quehacer político del país que ellos habían elegido para habitar, y de impulsarlos –a través de sus páginas– a mantener su nacionalidad de origen y así gozar de los beneficios y evadir todo tipo de obligaciones, lo que generaba un país sin ciudadanos.

En los 80 se produjo la colisión entre los viejos hábitos periodísticos y los nuevos. La modernización de la prensa ligada a una mayor independencia chocaba con las prácticas heredadas del periodismo de las décadas anteriores. No fue fácil ponerle un cierre a dicho conflicto, pero, hacia finales de los 90, la relación entre prensa y política ya no era la misma: ambas transitaban por caminos paralelos. Los periódicos La Prensa y La Nación eran las publicaciones más relevantes de aquel momento. La primera tenía un estilo más directo y contundente, notoriamente ligado a los sectores comerciantes e imparciales[16] (fue el primer diario que introdujo recursos del modelo periodístico estadounidense).[17] La Nación era más sofisticada y sutil, y se dirigía a un público intelectual y político; su formato incluía columnas en francés, colaboraciones de figuras de renombre internacional, recomendaciones de obras de autores selectos, etc.

El paso a la categoría de prensa argentina moderna se dio recién cuando el periodismo logró romper con la dependencia política, suplantando las opiniones por noticias, haciendo primar la objetividad en sus editoriales, introduciendo los grandes titulares, las caricaturas, los conflictos humanos, los dramas pasionales, los delitos, los duelos, los crímenes; en definitiva, todo aquello que sucedía en la vida real y cotidiana de sus lectores. No obstante, la afinidad y preferencia de los periódicos respecto del Gobierno o de los sectores opositores siguió dándose a pesar de que todas se jactaban en aquel entonces de ser publicaciones de carácter independiente.

Es en este nuevo contexto –y adaptándose a los cambios en materia periodística–cuando Sarmiento volvió a publicar El Censor. Lo hizo el 19 de diciembre de 1885. Dicho periódico había aparecido por primera vez en 1815, cuando las autoridades del momento establecieron su creación en el Estatuto Provisorio de ese año. En esta nueva edición, Sarmiento buscaba llevar a horizontes más amplios las cuestiones políticas de la época, con el objeto de reivindicar el derecho de censurar los actos del Gobierno, tal como el Estatuto Provisorio lo había establecido en su momento en el capítulo 2 de la Libertad de Imprenta, artículo 6:

Se establece un periódico encargado a un sujeto de instrucción, y talento, pagado por el Cabildo, el que en todas las semanas dará al público un pliego o más con el título El Censor. Su objeto principal será reflexionar sobre todos los procedimientos y operaciones injustas de los funcionarios públicos y abusos del País, ilustrando a los pueblos en sus derechos y verdaderos intereses.[18]

Como consecuencia de la orden general impuesta por el presidente Roca al Ejército en la que prohibía a todo militar criticar públicamente –ya fuera de palabra o por escrito– los actos de gobierno, Sarmiento se vio forzado a renunciar a su condición castrense. Una vez alejado de este ámbito, decidió reeditar El Censor, desde donde opinó libremente hasta 1886, momento en el que se dejó de publicar.

En la presentación pública de la reedición de El Censor, el 19 de diciembre de 1885, Sarmiento –como editor– presenta el programa del periódico y hace referencia a la cuestión de la censura impuesta por Roca a los miembros del Ejército. Manifiesta entonces que dicha prohibición castigaba el acto de pensar, de juzgar, acto que resulta precedido por la capacidad natural del ser humano de abrir juicio casi de manera instantánea sobre todo aquello percibido por los sentidos. Sostiene que dicha prohibición le parecía un atentado contra el derecho humano.[19]

En dicha presentación propone combatir los arrebatos del entonces presidente de la nación, no con la revolución violenta y sangrienta –que había demostrado ser un remedio poco efectivo–, sino con las buenas palabras. El Censor era de tal modo “una garantía contra las perturbaciones, pues su índole excluía aquel desacreditado e ineficaz sistema de curación”.[20] Lo considera un arma de lucha que iba a ser utilizada sin miramientos para recordarle a cada ciudadano argentino cuáles eran sus deberes y su misión en América.

No estaba ausente en el programa de El Censor lograr que los extranjeros que residían en el país se nacionalizasen. Sarmiento insistía con ello desde un lugar vinculado con la incapacidad de generar un cambio en el rumbo político que implicaba el hecho de no ser ciudadanos y, por ende, no poder ejercer el derecho al voto. Las deudas millonarias contraídas por la administración de Roca, así como la costumbre de gastar sin presupuesto o la de abogarse de todos los poderes del gobierno, podían –según su visión– llegar a su fin siempre y cuando la comunidad extranjera se comprometiera con el país mediante la adquisición de la ciudadanía. Al respecto manifestaba:

Los ricos de América, desde que han llenado la bolsa, o se les ha llenado con la superabundancia de prosperidad que los buenos principios trajeron, creían que habían llegado al apogeo de la felicidad, que era vivir en su país como extranjeros. “¡La política”, decían, “es para los menesterosos, los aspirantes y los quebrados!”, pero tienen que pagar trescientos millones del pasado, y los despilfarros y expoliaciones de otras bandas de famélicos –digo familias– que necesitan de proveedurías, nuevos ferrocarriles a la luna y todos los medios de engrasarse la pata, bajo un gobierno que nace sin principio, sin autoridad y con malas mañas.
El descrédito del papel que se viene abajo, y que llegará a quinientos, pues ya acrece a doscientos, hará que los extranjeros ricos, comerciantes, industriales laboriosos, que habían en treinta años acumulado el fruto de su trabajo y en sólo un año cuentan con la mitad menos, piensen en que esto debe corregirse.[21]

Para corregir ese destino poco alentador –creía Sarmiento–, era necesario que esos millares de extranjeros adquirieran la nacionalidad argentina. De tal modo, una vez ciudadanos, podrían –a través de las urnas– ponerle fin a la tiranía del presidente Roca. En ese año electoral, y consciente de la importancia que tenían los diarios sobre gran parte de la sociedad que habitaba el país, pidió a través de ese comunicado la palabra y la suscripción a El Censor de aquellos que debían cargar sobre sus hombros las deudas millonarias como consecuencia del mal gobierno de Roca.


  1. Lettieri, Alberto, “Opinión pública y régimen político en Buenos Aires después de Caseros”, en Investigaciones y Ensayos, n.º 49, Buenos Aires, enero-diciembre, 1999.
  2. Sarmiento, Domingo Faustino, Obras completas, tomo 3, p. 160.
  3. Duncan, Tim, “La prensa política: Sudamérica, 1884-1892”, en Ferrari, Gustavo y Ezequiel Gallo (comps.), La Argentina del ochenta al centenario, Buenos Aires, Sudamericana, 1980, p. 775.
  4. Con respecto al concepto de “opinión pública”, el trabajo “Génesis y aparición del concepto de opinión pública”, de Alejandro Muñoz-Alonso (en Opinión Pública y comunicación política, Madrid, Eudema Universidad, 1992) explica que, hacia fines del siglo xvii, en los cafés, jardines y cortes se debatían y difundían los temas de interés público. “Al lado de estos ámbitos de publicidad citados aparecen durante el siglo xviii otras instituciones como sociedades, clubes y gabinetes de lectura, bibliotecas circulantes y librerías de segunda mano que potenciaban la difusión del pensamiento ilustrado y funcionaban también como generadores de opinión pública. […]. A finales del siglo xviii existe así en Europa y en los Estados Unidos una auténtica red de instituciones de difusión de ideas en cuyo seno se debate, se discute y se critica, de literatura y de política. Allí se comentan las informaciones leídas en los periódicos y se somete a la crítica la acción de los gobiernos. Es, sin duda, en esa galaxia donde surge por vez primera, en el sentido moderno, el fenómeno de la opinión pública, dotado ya incluso de una incipiente fuerza política”.
    Por otra parte, quien dio el primer nombre a la “opinión pública” fue Rousseau en 1750 (en “Discurso sobre las artes y las ciencias”, aunque después la desarrolló en El contrato social). No obstante, fue Necker, ministro de Economía, quien dijo que la opinión pública es “un poder invisible que, sin tesoros, sin guardianes, sin ejércitos, da las leyes a la ciudad”. Y aludió al “tribunal de la opinión pública ante el cual todos los hombres susceptibles de atraer la atención están obligados a comparecer”. En ese mismo libro, hay un capítulo que se llama “La opinión pública en España”, escrito por Juan Ignacio Rospir, en el que se cubre el tema en España durante el Barroco y en adelante, dando un contexto de cómo se veía la cuestión de la opinión pública en la península ibérica. Para profundizar sobre la cuestión de la opinión pública, ver Capellán de Miguel, Gonzalo, Opinión pública, historia y presente, Madrid, Trotta, 2008, y Price, Vincent, La opinión pública. Esfera pública y comunicación, Barcelona, Paidós, 1994.
  5. Alonso, Belén, “Identidades escritas. Periodismo y política en la construcción de la Argentina moderna (1810-1900)”, en CD de las xi Jornadas Nacionales de Investigadores en Comunicación, Universidad Nacional de Cuyo, Mendoza, octubre de 2007.
  6. Para ver las cifras reales de alumnos, ver Alonso, Paula (comp.), Construcciones impresas. Panfletos, dia­rios y revistas en la formación de los estados nacionales en América Latina, 1820-1920, Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 2004, y Prieto, Adolfo, El discurso criollista en la formación de la Argentina moderna, Buenos Aires, Sudamericana, 1988.
  7. Para profundizar sobre la historia del periodismo en el período colonial, ver Fernández, Rómulo, Historia del periodismo argentino, Buenos Aires, Círculo de la Prensa, 1943; Galván Moreno, C., El periodismo argentino, Buenos Aires, Claridad, 1944; Díaz, César Luis, “El periodismo en la Revolución de Mayo”, en Todo es Historia, n.º 370, mayo de 1999.
  8. Chiaramonte, José Carlos, Ciudades, provincias, ob. cit.
  9. Para profundizar sobre la cuestión de las dificultades en la conformación del Estado nacional Argentino entre 1810 y 1880, ver el trabajo “Los efectos de la guerra en la conformación del Estado nacional argentino (1810-1880)”, de María Eugenia Tesio, presentado en la Segunda Jornada Nacional de Ciencia Política, organizada por el Departamento de Ciencias Jurídicas, Políticas y Sociales de la Facultad de Ciencias Humanas Universidad Nacional de Río Cuarto y desarrollada los días 30 y 31 de octubre de 2008.
  10. Otras publicaciones opositoras de la época eran Dime con Quién Andas y El Teatro de la Opinión; ambas aparecieron en 1823.
  11. Período que fue definido como la etapa del terror y que abarcó principalmente los años que fueron entre 1832-1835 y 1838-1842. Según lo expresa Salvatore en el libro de Glodman, Noemí (directora), Lenguaje y revolución: conceptos políticos claves en el Río de la Plata, 1780-1850, 2.º edición, Buenos Aires, Prometeo, 2010, el terror de Estado se materializó en asesinatos políticos cuyas cifras rondan entre los 250 y los 6.000 a lo largo de toda la era rosista.
  12. González Bernaldo de Quirós, Pilar, Civilidad y política, ob. cit.
  13. Alonso, Belén, “Identidades escritas…”, ob. cit.
  14. Lettieri, Alberto, “Opinión pública y régimen político…”, ob. cit.
  15. Duncan, Tim, “La prensa política…”, ob. cit.
  16. Sidicaro, Ricardo, La política mirada desde arriba, Buenos Aires, Sudamericana, 1993.
  17. Nuevos conceptos editoriales como ser profusión de aviso, amplitud de noticias con diversidad de temas y un servicio telegráfico con corresponsales en las distintas capitales de Europa y América.
  18. Estatuto Provisorio de 1815, p. 122.
  19. Sarmiento, Domingo Faustino, Obras completas, tomo 52, ob. cit., pp. 266-267.
  20. Sarmiento, Domingo Faustino, Obras completas, tomo 52, ob. cit., pp. 266-269.
  21. Sarmiento, Domingo Faustino, Obras completas, tomo 52, ob. cit., pp. 266-270.


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