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4 Sarmiento: evolución de su pensamiento frente al rol del extranjero (1830-1880)

El elemento principal de orden y moralización que la República Argentina cuenta hoy es la inmigración europea, que de suyo y en despecho de la falta de seguridad que le ofrece, se agolpa de día en día en el Plata. Y si hubiera un Gobierno capaz de dirigir su movimiento bastaría por sí sola a sanar en diez años, no más, todas las heridas que han hecho a la patria los bandidos.

   

D. F. Sarmiento, Facundo. Civilización y barbarie

Al igual que Alberdi, Sarmiento asociaba la inmigración con la idea de progreso. Ya en sus primeros escritos desde el exilio, iba construyendo la figura de un extranjero conceptual, opuesto al habitante de la campaña, cuyos hábitos culturales estaban ligados al pasado, al ser el reflejo de la tradición colonial heredada. En síntesis, Sarmiento contraponía el inmigrante europeo[1] al gaucho; es decir, para él, la representación de la civilización y la barbarie. Ya desde las páginas del Facundo (1845) había destacado dicho contraste, al argumentar lo siguiente:

Da compasión y vergüenza en la República Argentina, comparar la colonia alemana o escocesa del Sur de Buenos Aires, y la villa que se forma en el interior; en la primera las casitas son pintadas, el frente de la casa siempre aseado y adornado de flores […] y los habitantes en un movimiento y acción continuos. Ordeñando vacas, fabricando mantequilla y queso, han logrado algunas familias hacer fortunas colosales y retirarse a la ciudad a gozar de las comodidades. La villa nacional es el reverso indigno de esta medalla, niños sucios y cubiertos de harapos […]; hombres tendidos en el suelo en la más completa inacción, el desaseo y la pobreza por todas partes, […] un aspecto general de barbarie y de incuria los hace notables.[2]

En el texto se destacan la predisposición del extranjero al trabajo, y los hábitos de orden y progreso en contraposición a los hábitos de ocio y a la incapacidad de los españoles e indígenas, heredados de la cultura hispánica y prehispánica que la revolución no pudo derribar. Esto constituía, para Sarmiento, un obstáculo para la formación de la base social de la república.

En un artículo publicado el 8 de julio de 1844 en el diario chileno El Progreso, titulado “Inmigración extranjera”, Sarmiento trata el tema puntal de un grupo de emigrados de Nueva Holanda que habían llegado a territorio chileno y cuyo recibimiento no estaba aún claro. En dicho artículo queda asentada su opinión respecto de la importancia y el beneficio que tenía para el país trasandino –al igual que para el resto de los países que integran América del Sur– adoptar medidas hospitalarias frente a los nuevos pobladores. Ante la falta de una legislación concreta y precisa sobre la inmigración, Sarmiento incita a los legisladores a establecer leyes al respecto que abrieran los caminos a la inmigración europea, “facilitando su introducción, asegurándole el fruto de su industria, y dejando a sus individuos en el pleno goce de todos los derechos que la libertad asegura a todo hombre”. Esta es, sin dudas, la manera que Sarmiento veía de atraer a nuestras costas a una población numerosa que trajera consigo lo que aquí faltaba: hábitos industriales y conocimiento de las artes, cuyo cultivo llevaría a la región al progreso y desarrollo.

Durante los días subsiguientes, y como consecuencia del arribo de los inmigrantes de Nueva Holanda, el Congreso chileno trató el proyecto de ley del Gobierno para promover la inmigración extranjera. En un artículo publicado en el mismo periódico con fecha 13 de agosto de 1844, Sarmiento sostiene que la llegada de esos pobladores actuó como disparador, entre el público y la administración, para comenzar así a pensar en la necesidad de favorecer la inmigración a través de una legislación que facilitara su incremento y que, a la vez, estableciera un orden que permitiera que el desarrollo y el progreso que desembarcaban en las principales ciudades se extendieran al interior del territorio. Al respecto, Sarmiento sostiene:

Conviene, pues, que el Gobierno se halle autorizado para disponer de los terrenos baldíos; para que con la autorización en la mano, proceda a desenvolver un proyecto de colonización, o a fijar y demarcar los puntos del territorio en que deben establecerse los planteles de las deseadas colonias.[3]

En este período, Sarmiento claramente veía en la inmigración europea la salvación para los nuevos países de América del Sur. La llegada de pobladores laboriosos, disciplinados, con valores morales y buenos hábitos sociales se impregnaría al poco tiempo en la población local, y llevaría a los países receptores a alcanzar el desarrollo y el progreso tan esperados. Tenía una visión jacobina[4] respecto de esta cuestión, pues creía que era el Estado el que debía generar las condiciones para que estos foráneos se instalaran en el país y transmitieran así sus costumbres y valores a los locales, y para que, a su vez, se despertara en ellos un sentimiento de pertenencia y comunión que los hiciera sentir parte de la nación que los había acogido. Este cambio en las costumbres, los valores y las creencias era posible a través del Estado, y generaría –tanto entre los ciudadanos nativos como entre los extranjeros– una conciencia común de pertenencia y hermandad que uniría a todos bajo un mismo manto de civismo y patriotismo que permitiría alcanzar el progreso y el desarrollo tan ansiados, así como consolidar los valores republicanos.

A partir de 1847, no pasan inadvertidas la influencia y la repercusión que el viaje que Sarmiento realizó a los Estados Unidos durante ese año tuvo sobre su pensamiento. Al leer cualquiera de sus obras, se ve claramente cómo ese primer viaje fue clave en el desarrollo de sus nuevas ideas. Hasta ese entonces había elucubrado diversas teorías sobre el tipo de civilización que deseaba para la Argentina y para el resto de los países sudamericanos, pero, a partir de su visita a Norteamérica, su modelo ideal, su utopía se transformó en un modelo real. Todo lo que allí vio y aprendió le permitió reemplazar su utopía por un modelo concreto.

El conocimiento sobre la historia y la cultura estadounidenses con el que llegó a dicho país no era significativo –en parte porque no manejaba el idioma inglés de manera fluida, como sí lo hacía con el francés, y en parte como consecuencia de los pocos libros sobre el tema que se publicaban en Sudamérica–. Se sabe que Sarmiento había leído en detalle los dos tomos de Democracia en América de Alexis de Tocqueville, ya que por momentos las reflexiones del viajero francés se reflejaban en sus palabras. La influencia del escritor norteamericano James F. Cooper también se imponía en los relatos de Sarmiento, en especial las nociones surgidas del libro Notions of the Americans,[5] publicado en 1828, donde el escritor describe detalladamente las costumbres, los paisajes y las instituciones de su país de origen.

El desencanto que había sufrido Sarmiento durante su visita a Europa en 1845, al comprobar que el progreso científico y de las artes coexistía con un mundo compuesto por millones de personas que vivían al margen de la dignidad humana, transformó su arribo a las costas norteamericanas en una búsqueda ansiosa y desesperada en aras de hallar un modelo capaz de devolverle la esperanza. Como bien señala Halperín Donghi, Sarmiento descubrió lo siguiente:

… esas aldeas [europeas] son tan atrasadas, tan pobres, tan aisladas como las chilenas […]. Aunque las ciudades crecían rápidamente, la mayor parte de Europa era predominantemente rural y no podía ofrecer de ningún modo un modelo, ya que sufría las mismas limitaciones, los mismos problemas que él [Sarmiento] denunciaba y quería superar en la realidad hispanoamericana.[6]

El 14 de septiembre de 1847, al desembarcar en las costas de la ciudad de Nueva York, lo que para él era el Nuevo Mundo, se sorprendió frente al nivel de progreso, al que consideró superior al de cualquier otro país. En su descripción, realiza una constante crítica a la sociedad europea y destaca la superioridad estadounidense hasta el punto de involucrar a Dios en esta diferenciación:

Son los Estados Unidos, tal cual lo ha formado Dios, y jurará que al crear este pedazo de mundo, se sabía muy bien El, que allá por el siglo xix, los desechos de su pobre humanidad pisoteada en otras partes, esclavizada, o muriéndose de hambre a fin de que huelguen los pocos, vendrían a reunirse aquí, desenvolverse sin obstáculos, engrandecerse, y vengar con su ejemplo a la especie humana de tantos siglos de tutela leonina y de sufrimientos.[7]

Por otra parte, los canales, los medios de comunicación, los caminos, las construcciones, el ferrocarril, los barcos de vapor, todo deslumbró al viajero argentino, quien sostuvo: “… estos yanquis tienen el derecho de ser impertinentes”.[8]

Como señala Jaime Pellicer[9], Sarmiento en los Estados Unidos se descubrió a sí mismo, ya que todo aquello que conoció allí dejó en él marcas imborrables que fueron el origen de sus futuras acciones y decisiones.[10] Es innegable que su estadía en el país del norte durante 58 días produjo un cambio radical con respecto a ciertas nociones básicas que había manifestado en obras anteriores, como por ejemplo en Facundo, y afectó sus ideas y su manera de ver la realidad, e incluso lo llevó a repensar y modificar algunas de sus convicciones previas.

Lo que contempla en los Estados Unidos supera todo aquello que había podido llegar a imaginar:

Los Estados Unidos son una cosa sin modelo anterior, una especie de disparate […] que frustra la especulación pugnando contra las ideas recibidas, […] inconcebible, grande, noble […]. No es un monstruo de las especies conocidas, sino como un animal nuevo producido por la creación política, extraño, […] que para aprender a contemplarlo, es preciso antes educar el juicio propio […] no sin riesgo de, vencida la primera extrañeza, apasionarse por él, hallarlo bello y proclamar un nuevo criterio de las cosas humanas…[11]

El tema de la inmigración fue siempre un pilar en el pensamiento del sanjuanino, pero en Viajes… se presenta un sorpresivo giro al respecto. Como consecuencia de lo que percibió en su visita a los Estados Unidos, Sarmiento revela que la influencia de los inmigrantes europeos en dicho territorio tuvo un impacto negativo. Dicha argumentación es sorprendente, pues, tanto antes como después de su viaje, fue una de las voces más destacadas en cuanto al papel que debían cumplir los inmigrantes europeos en el proceso de desarrollo y progreso de las nuevas repúblicas sudamericanas.

En los escritos anteriores a su viaje, Sarmiento sostenía que el extranjero era el sujeto político moderno, que llegaba a nuevas tierras para transmitir sus valores socioculturales a los habitantes del lugar, e inclusive veía con buenos ojos el hecho de que conformasen una alianza entre “patriotas” y “extranjeros” fundada en la unidad del género humano en la lucha contra el despotismo. En el capítulo final de Facundo, hace referencia a esta alianza como algo positivo, y en este marco coloca al extranjero como un aliado del patriota frente a la defensa del principio de libertad contra la tiranía de Rosas.[12]

Sarmiento utiliza los términos “españolismo” y “americanismo” como sinónimos de “retraso” y “tiranía”, como aquellos que rechazan todo lo extranjero.[13] Contrasta la figura del español retrasado, asociada al americanismo propio de los caudillos locales, con los jóvenes patriotas, con “esa juventud impregnada de las ideas civilizadoras que iba a buscar en los europeos enemigos de Rosas sus antecesores, sus padres, sus modelos”.[14] En Facundo, incorpora al extranjero dentro de su programa de gobierno de dos maneras: una desde el plano de la relación entre naciones, donde plantea una alianza de los extranjeros con los sectores opositores a los gobiernos despóticos en pos de la defensa de los principios de libertad y la garantía política, y otra orientada al plano interno, donde la política inmigratoria es clave para la exitosa implementación de su proyecto de nación republicana, en la cual el emigrante trae consigo sus valores, ideas y buenas costumbres, con el fin de transmitirlas a los nacionales.

Sarmiento se contradice en Viajes… con su discurso clásico sobre la importancia de la inmigración europea: “La inmigración europea es [en los Estados Unidos] un elemento de barbarie, ¡quién lo creyera!”.[15] Como se ve, sostiene que la llegada del inmigrante europeo a los Estados Unidos no trajo el progreso, sino que introdujo –en el ya conformado contexto estadounidense– un elemento de barbarie. Para Sarmiento, esto obedecía a que los recién llegados desconocían las arraigadas tradiciones democráticas imperantes en la sociedad de los Estados Unidos. Tanto alemanes, como irlandeses y otros europeos que arribaban serían personas sin educación, demócratas indisciplinados que desconocían las leyes e instituciones estadounidenses.

Sarmiento llegó hasta el extremo de acusar a estos sectores de ser los responsables de la corrupción política, como consecuencia de la participación y el dominio que algunos de estos grupos adquirieron en las elecciones locales. Afirma, por ejemplo:

Así es que los extranjeros son en los Estados Unidos la piedra del escándalo, y la levadura de corrupción que se introduce anualmente en la masa de la sangre de aquella nación tan antiguamente educada en la práctica de la libertad.[16]

En su opinión, el éxito estadounidense no radicaba en el predominio del origen sajón, pues resaltaba la diferencia entre los Estados Unidos y Canadá: “Ingleses son los habitantes de ambas riberas del río Niágara, y sin embargo, allí donde las colonias inglesas se tocan con las poblaciones norteamericanas, el ojo percibe que son dos pueblos distintos”.[17] Sarmiento encontraba las causas del éxito no en los aspectos étnicos, sino en la acumulación de méritos y en el aprendizaje producto de la educación que daban plenitud al desarrollo moral y a la inteligencia. El hecho de que muchos de estos inmigrantes no manejasen el idioma inglés –o que, de hacerlo, no tuviesen el hábito de la práctica electoral– implicaba una serie de complicaciones en el orden y la estabilidad social de los Estados Unidos. Con el objetivo de sortear dichas complicaciones, los sectores políticos más conservadores, los Whigs, intentaron reducir el número de inmigrantes que arribaban a los Estados Unidos, y prolongaron el período de espera de aquellos que ya habían desembarcado antes de otorgarles la ciudadanía y el derecho al sufragio.[18]

Con respecto al accionar de los gobiernos en materia de política inmigratoria, en un artículo publicado en La Crónica el 24 de junio de 1849, Sarmiento señala cuán acertadas habían sido las medidas y leyes dictadas por las autoridades argentinas en 1824 para conseguir el arribo de la tan deseada inmigración europea al territorio nacional. A lo largo del texto, plantea el fuerte contraste entre la idoneidad de dichas medidas y el fracaso de su pronta implementación, con el objeto de aprender de los errores cometidos y, por sobre todo, para lo siguiente: “… persuadirnos, que así como la obra es grandiosa y salvadora para nuestras repúblicas, también es difícil y seria”.[19]

Los primeros intentos realizados por las autoridades nacionales en pos de crear colonias inglesas en Buenos Aires son destacados por el sanjuanino, quien sostiene que estaba claro para los encargados de implementar dichas políticas que “no sólo bastaba que un Estado escaso de población” la aumentase, sino que “lo importante” era que la población que adquiriera contribuyera “a la prosperidad general con su industria y sus virtudes”. Destaca el carácter templado, inteligente y laborioso del pueblo inglés, y añora en su discurso que otras regiones de América del Sur tomasen el ejemplo de Buenos Aires y adquirieran un gran número de ciudadanos ingleses que, además de su persona, importasen a sus respectivas patrias el caudal de trabajo, el ingenio, el deseo de progresar y la masa de ideas que se obtenían habitualmente en Inglaterra, donde todos respiraban actividad, amor al trabajo y virtudes domésticas y cívicas.

En el mismo artículo, publica el “Reglamento de Inmigración del General Las Heras”,[20] en aquel entonces gobernador de Buenos Aires, para poner de manifiesto los grandes principios en que se funda un buen sistema de colonización, principios que creía debían ser tenidos en cuenta en 1849 –año de aparición de dicho artículo–, cuando se intentaba legislar sobre la materia. Dicho reglamento está conformado por 29 artículos que establecen la base de los contratos y las concesiones con que debían ser recibidos los inmigrantes, así como las ventajas a las que estos tenían derecho. Los artículos que van del 18 al 26 determinan los derechos de los inmigrantes: a ser protegidos en causas civiles por la comisión de emigración; a adquirir y poseer bienes e inmuebles; quedaban libres durante el plazo que durase su contrato de todo servicio militar o civil; no serían perturbados en la práctica de sus creencias religiosas; podrían arrendar tierras del Estado, así como recibir un empréstito de 300 pesos, el cual se reintegraría en cómodos plazos y bajo un interés preestablecido del 6 % anual.

Sarmiento destacó la organización y la idoneidad de ese reglamento del año 1825 –escrito por el Gral. Juan Gregorio Las Heras y Manuel José García–, pero cuestionaba irónicamente qué fue lo que sucedió con todas esas buenas intenciones en el lapso de 20 años. De esa inmigración, de esas colonias, ya no existían “más que ruinas, no del tiempo sino del abandono […], atestiguando con sus escombros que las colonias allí fundadas abrigaban al nacer algún vicio orgánico, alguna cosa constitutivamente nociva que las mató”.[21]

Sarmiento se sentía atraído por la propuesta de Las Heras respecto de la política inmigratoria, porque, si bien valoraba la importancia del inmigrante para el progreso de las repúblicas sudamericanas, también consideraba necesario imponer desde el Estado un cierto orden. Como lo manifestó reiteradamente en sus escritos posteriores a 1845, de nada serviría una inmigración sin educación y sin un sólido compromiso con el país que la recibía. Así lo revela en Comentarios…, donde advierte, por un lado, la gran similitud geográfica entre la Argentina y los Estados Unidos, y, por el otro, el hecho de que en ambas Constituciones se hacía un llamamiento a ciudadanos de otras naciones para poblar tan vastos territorios. En el caso de los estadounidenses, el hecho y el derecho eran preexistentes a la Constitución de 1787, y, en consecuencia, luego de creado el nuevo Gobierno nacional, dicha Carta Magna no hizo más que encuadrar dentro de un marco legal una práctica previa.

El caso de las colonias españolas en América, entre ellas la del Río de la Plata, era diferente, ya que el sistema de colonización español cerró sus territorios a todos los hombres de otra estirpe, idioma, raza y creencia que no fuesen los propios.[22] Fue por ello necesario incluir, en el texto de la Constitución del 53, la frase “Para todos los hombres del mundo que quieran habitar el suelo argentino” (extraída del texto de la Constitución de 1787), para lograr atraer inmigrantes que ayudasen a llenar el vacío de población existente en el territorio y conseguir por medio de ellos el progreso tan deseado.

Sarmiento creía que el éxito de la sociedad de los Estados Unidos radicaba en gran parte en el hecho de que tanto su Constitución como las leyes convertían al extranjero de manera inmediata en ciudadano, y lo obligaban a adoptar la carta de naturalización de dicho país. Dicha medida hacía que el extranjero se sintiese comprometido con la política del país que había elegido para radicarse. En la Argentina, según el expresidente, el otorgamiento indiscriminado de los derechos a los extranjeros, sumado a la falta de compromiso político y de conciencia cívica de estos últimos, perjudicaría el crecimiento de las instituciones republicanas, ya que gran parte de la población no estaba representada y, por lo tanto, no se preocupaba por instruirse cívicamente ni por inculcarles a sus hijos dicho espíritu, lo que posteriormente engendraría la desunión y disolución del sentimiento de pertenencia a una misma nación.

En su opinión, el progreso material y la inmigración no generaban de manera automática una república ideal; para perfeccionarse, esta necesitaba ser legitimada por medios políticos, donde la educación y la ciudadanía ejercían un rol fundamental a la hora de sacar a criollos y extranjeros de un “endémico letargo cívico”.[23] Era el Estado, a través de políticas y de una legislación acorde, el responsable de generar las condiciones propicias para crear esa conciencia cívica y patriótica en todos los habitantes del territorio, fuesen ellos nativos o extranjeros.

Sarmiento fue un ferviente crítico de los constituyentes de 1853, quienes establecieron –en los artículos 14, 16, 17, 18, 19, 20 y 21– la igualdad total entre el extranjero, el habitante y el ciudadano. Todos ellos gozaban de igualdad ante la ley y la justicia, del derecho de seguridad y libre tránsito, de la libertad de asociación y expresión, etc., pero los inmigrantes se encontraban exentos de las responsabilidades cívicas, que recaían únicamente sobre los ciudadanos.[24] Los extranjeros tenían la opción de nacionalizarse, pero no estaban obligados a hacerlo, y, en el caso de optar por ello, estaban excluidos por diez años de prestar servicio militar. En definitiva, los extranjeros contaban con un sinfín de ventajas y privilegios en relación con los nativos.

Coherente con su preocupación por el fortalecimiento y desarrollo de las instituciones republicanas, a lo largo de su carrera como político y educador, Sarmiento le otorgó –en todo momento– una gran importancia a la cuestión de la ciudadanía; de allí su insistencia respecto de la naturalización de los extranjeros. En sus relatos posteriores a su primer viaje por los Estados Unidos, reveló que en dicho país, ni bien se recibía al inmigrante, se lo adoctrinaba para que abandonase el estado de ignorancia en el que vivía, y absorbiera lo más pronto posible, por el bien de la sociedad norteamericana, “los mecanismos de instituciones municipales, provinciales y nacionales, y más que todo”, para que se apasionase “como el yanqui por cada una de ellas”, y las crease “ligadas con su existencia y como parte de su ser, de tal manera que si descuidara ocuparse de ellas y de los intereses” a que se ligaban, “temiera que su vida y su conciencia estaban a un tiempo en peligro”.[25]

A pesar del progreso material que se dio en la Argentina a partir de 1850, Sarmiento sostenía que este avance no se daba en el terreno político, donde aún se mantenían las costumbres del pasado. Para él, el progreso sociocultural era un requisito previo al progreso económico; a diferencia de Alberdi, quien consideraba que el crecimiento económico y la educación eran un proceso que se debía dar de manera simultánea. Afirmaba que el patriotismo era la esencia del civismo, pero consideraba que, en la Argentina –a diferencia de lo que sucedía en los Estados Unidos–, los inmigrantes no optaban por adquirir la ciudadanía ya que –como se mencionó anteriormente–, por un lado, esta los privaba de ciertos beneficios, y, por otro, se percataban (al observar cómo actuaban sus compatriotas en el país receptor) de que podían continuar canalizando sus impulsos patriotas en acciones ligadas a su país de origen.[26]

Sarmiento argumentaba que el progreso material y la inmigración no eran suficientes para el progreso y el crecimiento de la república. Para que estos se lograsen, era necesario despertar, tanto entre los criollos como entre los extranjeros, el sentimiento cívico, aquel que les permitiría ser parte de la formación política del país, y para ello era indispensable el componente de la educación. Al igual que ciertos pensadores franceses –como Guizot o Condorcet–, el proyecto republicano que avalaba consistía en unir la empresa pedagógica con la construcción de la nación, y, a la vez, formar actores políticos conscientes. La educación para la democracia se encuentra en el centro de la acción republicana; como bien señala Rosanvallon, debe lograr que las costumbres se correspondan con las conquistas políticas, debe generar electores conscientes y racionales y, a la vez, despojarlos de todo tipo de banalidad, haciendo del voto una expresión de conciencia y de razón de los individuos.[27]

El cambio en las ideas a favor de la inmigración, así como su visión más crítica a la reglamentación y, por ende, implementación de las políticas inmigratorias nacionales, revelan sin duda la influencia que sobre él tuvieron diversos aspectos de la cultura estadounidense. La religión como motor moral de la sociedad despertó su curiosidad; Sarmiento le otorgó un rol central en el desarrollo y progreso de la democracia. La transmisión de los valores religiosos y morales estuvo a cargo –según él– de un pequeño grupo de peregrinos, quienes pudieron educar con su ejemplo y adoctrinar con su mensaje a la masa de ciudadanos. Explicó la gran influencia que ejerció este reducido grupo de extranjeros de la siguiente manera:

Como los bracmanes descendieron de las montañas del Himalaya, los habitantes de aquellos antiguos Estados se diseminan hacia el oeste de la Unión, educando con su ejemplo y sus prácticas a los pueblos nuevos que surgen sin pericia y sin ciencia sobre el haz de la tierra apenas desmontada. Recuerda Ud. que los peregrinos eran ciento y cincuenta sabios, pensadores, fanáticos entusiastas, políticos emigrados… Pues bien, los hijos de aquella escogida porción de la especie humana son aún hoy los mentores y los directores de las nuevas generaciones.[28]

Lo que le llama la atención no es la intensidad de la experiencia religiosa en sí misma, sino cómo las profundas raíces religiosas de la sociedad estadounidense se hacían sentir en todos los aspectos de la vida pública, en especial en su propensión al autogobierno y en el fanatismo del pueblo por construir todo tipo de asociaciones sociales.[29] La libertad y el respeto por el culto del prójimo convocaron su interés hasta el punto de utilizarlo como argumento en su crítica a la proclamación de la religión católica apostólica romana como oficial en la Constitución de la Confederación Argentina de 1853, crítica manifestada explícitamente en el marco de su obra Comentarios sobre la Constitución de la Confederación Argentina, publicada en 1854.

Es en el capítulo 3 de Comentarios…, donde Sarmiento amplía el tema de la religión y devela una diferenciación muy significativa entre la Constitución de los Estados Unidos (y la de muchos otros países de América) y la de la Confederación Argentina. El hecho de que la Carta Magna Nacional en el artículo 2 declare que “el Gobierno Federal sostiene el culto Católico, Apostólico, Romano” aparece como un error para la visión de Sarmiento. Según dice en sus escritos, ningún Congreso debería poder dictar leyes respecto del establecimiento de religión o prohibir el libre ejercicio de ella –como lo especifica la Constitución de los Estados Unidos–. Para sostener su argumentación y demostrar la libertad de culto existente en el país del norte, utiliza como ejemplo un fragmento de la declaración de la Constitución de Massachusetts del año 1776 donde se trata el tema:

Es derecho a la par que obligación de todos los hombres en sociedad, adorar públicamente y en días señalados, al Ser Supremo, Gran Creador, Preservador del Universo. Y ningún vecino será dañado, molestado o coartado en su persona, libre o propiedad por adorar a Dios de la manera y en los días que a los dictados de su propia conciencia convengan, o por su profesión religiosa o sentimental, con tal que no perturbe la paz pública, u obstruya a otros en su adoración religiosa.[30]

Sarmiento señala una contradicción entre lo que se dice en el preámbulo de la Constitución de 1853, donde se aseguran los beneficios de la libertad para nosotros y “todos los hombres del mundo que quieran habitar este suelo”, y lo que establece el artículo 2 mencionado anteriormente. De tal modo, el llamamiento estaría destinado solamente a aquellos ciudadanos de países católicos, como, por ejemplo, españoles o italianos, en tanto que para el resto sería una promesa engañosa y falsa. Aquí Sarmiento hace una fuerte crítica a los legisladores argentinos, argumentando que, si Dios le dio a la Argentina un territorio tan rico y vasto, el hombre no puede pasar por sobre Dios estableciendo condiciones de índole religiosa para determinar quiénes tienen derecho a habitarlo. Por el contrario, serían estos mismos hombres quienes deberían “proveer los medios de engrandecimiento y riqueza de los pueblos para quienes legislan”, y “el más sencillo que la época” ofrecía era “buscar poseedores para la tierra inculta”.[31]

La producción escrita de Sarmiento entre los años 1850 y 1870 fue sumamente significativa respecto de las cuestiones relacionadas con la inmigración. En un artículo publicado en El Nacional, con fecha 25 de julio de 1855, bajo el título “Inmigración”, Sarmiento se refiere a la importancia de la tolerancia religiosa en el país como condición necesaria para el éxito de las políticas inmigratorias, y habla allí de la necesidad de fomentar los matrimonios mixtos –uniones entre inmigrantes y criollas– debido al “desorden que la falta de maridos debió introducir en la familia en la época tenebrosa en que tal mortalidad de hombres ocurrió”.[32] En dicho artículo sostiene que la base del matrimonio son la casa, la propiedad y la seguridad del porvenir. Argumenta al respecto:

Tal es la importancia de la inmigración entre nosotros. La familia, disuelta por la guerra y también por la ganadería, empiézase, la reproducción de la especie se aumenta en mayor proporción, entre extranjeros que entre nativos. […]. Aquí tenemos que los hombres extranjeros contribuyen triplemente por el matrimonio que los nacionales, a aumentar la población y a recomponer la familia. Dieciocho mil porteños resultan en campaña, peones de campo, es decir, hombres de ordinario ambulantes, sin casa, sin familia, sin propiedad raíz. Vagos se califican 2.127; cifra que es mucho más abundante, porque todos propenden a disimular ese modo de vivir, mientras que sólo cincuenta extranjeros no han tenido ocupación en el momento de tomarse los datos. Estos hechos y otros que acumula la oficina de estadística, nos revelaran bien pronto el origen de nuestras guerras civiles y del continuo malestar en que vivimos.[33]

En su inspiración, Sarmiento acude al constitucionalista norteamericano Joseph Story, quien en su trabajo Commentaries on the Constitution of the United States trata el tema de la libertad de culto de manera exhaustiva. Story destaca la importancia de dicha libertad en aras de lograr la igualdad de los ciudadanos, ya que esta evitaría –y de hecho sostiene que así fue en los Estados Unidos– conflictos por diferencias de índole religiosa al no excluir a algunos sectores por no profesar el mismo culto que el Estado. Para Story, la cláusula de la Constitución estadounidense que afirma que el Congreso no debe dictar leyes respecto del tema religioso ni prohibir el libre ejercicio de cualquier culto es de suma importancia y hace al buen funcionamiento de la república.[34]

El pensamiento del sanjuanino refleja el modelo de país al que aspiraba, un país donde la libertad fuese uno de los pilares fundamentales de la sociedad. La referencia a la libertad de culto se vincula con la integración de los inmigrantes. El hecho de llegar a un territorio y percibirse con derecho a rendir culto a quien uno quiera da una sensación de aceptación y libertad que permite, seguramente, pensar en la posibilidad de comenzar una nueva vida dentro de un nuevo contexto sociocultural lleno de posibilidades.

La igualdad de la sociedad era una condición necesaria para lograr, como señala Botana, la “virtud republicana”.[35] Es por ello por lo que Thomas Jefferson dio prioridad a la igualdad como el medio más importante para mantener activo el espíritu republicano. Sarmiento se refiere al tema de la igualdad en diversos puntos de su relato, donde destaca la diferencia con respecto a Europa en cuanto a la no existencia de clases sociales en la sociedad estadounidense. Para ejemplificar, utiliza el tema de los ferrocarriles de la Unión: “… en los Estados Unidos, no habiendo sino una clase en la sociedad, la cual la forma el hombre, no hay tres ni aun cuatro clases de vagones, como sucede en Europa”.[36] Más adelante, vuelve a usar el ferrocarril como ejemplo de igualdad: “Las comodidades y los cojines son excelentes e iguales, y por tanto el precio del pasaje es el mismo para todos […]. Así se educa al sentimiento de la igualdad, por el respeto al hombre”.[37]

En el mismo artículo de El Nacional mencionado en párrafos anteriores (25 de julio de 1855), destaca la ventaja que significaba para Buenos Aires el arribo de los inmigrantes y plantea la necesidad de que esta inmigración se propagase hacia la campaña, hacia el interior del país. En el siguiente párrafo, expresa esta necesidad de igualdad y progreso para la totalidad del territorio:

Un camino, pues, haría para la campaña de Buenos Aires el mismo resultado. Un camino de hierro sería el gran canal para diseminar la población en las campañas, asegurándose al productor ubicado en ella, salida rápida, fácil y segura, al fruto del trabajo diario. El emigrante carece de capital largo tiempo, sus productos son granjería, como las gallinas, pavos y gansos que se crían en rededor de su galpón; son cantidades reducidas de granos que ha cosechado; un cordero o un cerdo cebado; la leche de algunas vacas que pastean en los alrededores y sólo un camino y poco costoso puede convertir en dinero estas menudencias a medida que son producidas. Para colocar con ventaja y seguridad una numerosa inmigración que vendrá luego, que es preciso hacer venir cuanto antes, necesitamos establecer desde ahora el canal por donde ha de derramarse en nuestras campañas, devolviéndonos por el mismo camino en baratura de los objetos de consumo, los frutos de nuestra previsión y de su riqueza.[38]

Los países receptores de inmigración deben establecer una política inmigratoria compuesta por medidas concretas que den marco al proceso inmigratorio. La acción gubernativa de estos países no debe reducirse solamente a actos indirectos, que tienen más que ver con el propio orden interno que con los inmigrantes. En una nota publicada el 29 de diciembre de 1856 en El Nacional, Sarmiento pone el ejemplo de las colonias de Santa Fe, de Corrientes, del Paraguay, donde la mala y casi nula existencia de medidas ha generado un semillero de dificultades de las cuales es muy difícil salir. Destaca en dicha nota cuáles deberían ser las medidas adecuadas que el Gobierno nacional debía prever para hacer del proyecto de inmigración un proyecto exitoso. Para ello, enumera las virtudes de nuestro territorio, y pone el énfasis en las características benignas del clima de la región (el cual resulta análogo a los europeos), en el hecho de que no había enfermedades endémicas y, por sobre todo, en el hecho de que el inmigrante se encontraba “a sus anchas, no sintiendo acción, coerción, ni traba alguna” que lo contrariase.[39] Sarmiento es consciente de que este último hecho es creado por el Gobierno, pero no como una medida para fomentar la inmigración, la cual llegaba a la región atraída por las ventajas que en estos países se encontraban. Medidas como la publicación de las leyes comerciales, las leyes relacionadas con la obtención y el otorgamiento de créditos y las leyes de emigración en el continente europeo actuaban como motores que impulsaban a millares de europeos a embarcarse hacia el nuevo continente en busca de una mejor calidad de vida.

Sarmiento se pregunta, no obstante, por qué motivo la inmigración más prospera aún no tomaba la decisión de embarcarse en dicha aventura hacia estos prometedores territorios. Acusa como los responsables de generar esta desconfianza a los diarios que pintaban “al país en estado de convulsión, el gobierno desopinado o arbitrario, el porvenir inseguro”. A lo largo de su vida, Sarmiento responsabilizó a la prensa local[40] como poco alineada con la causa por lograr atraer una inmigración que hiciese de la nuestra una nación desarrollada y desbordante de progreso.

La inmigración, sostiene, es un hecho continuo y progresivo, y por ende era indispensable que los inmigrantes no fueran solo hombres, ya que, de serlo, las condiciones sociales se verían trastornadas. El hecho de que no haya familias produce un enjambre de trabajadores, pero no una sociedad. Para generar una familia, se necesita casa y tierra, afirma Sarmiento, y en un país donde la minoría es poseedora del suelo y una inmensa mayoría es inquilina o trabajadora, solamente se generan ganancias para unos pocos, pero sin duda no se logrará jamás un Estado desarrollado y homogéneo.[41]

Es oportuno mencionar en este punto la importancia que el derecho de propiedad tuvo para Sarmiento, quien se vio obligado a rever su pensamiento anterior respecto de dicha cuestión. Hasta su primera visita a los Estados Unidos, Sarmiento tenía una posición filosocialista sobre la explotación de la tierra, pero el acceso que tenían los estadounidenses a su propiedad fascinó al sanjuanino. En su relato descriptivo, destaca la importancia que tuvo en el progreso de la nación del norte la manera en que se llevaron a cabo el reparto y la explotación de la tierra. La exposición que hace de dicho proceso es la siguiente:

El Estado es el depositario fiel del gran caudal de tierras que pertenecen a la federación; y para administrar a cada uno su parte de propiedad, no consiente ni intermediarios, ni especuladores, ni oscilaciones de precios que cierren la puerta de la adquisición de las pequeñas fortunas. La tierra vale 10 reales el acre; y este dato es el punto de partida para el futuro propietario. Hay un procedimiento en la distribución de las tierras de cuya sistemática belleza sólo Dios puede darse de antemano cuenta. […]. Ved cómo procede el norteamericano recién llamado en el siglo xix a conquistar su pedazo de mundo donde vivir, porque el Gobierno era cuidadoso de dejar a todas las generaciones sucesivas su parte de tierras. La conscripción de jóvenes aspirantes a la propiedad se apiña todos los años en torno del martillo en que se venden las tierras públicas, y con su lote numerado parte a tomar posesión de su propiedad, esperando que los títulos en forma le vengan más tarde de las oficinas de Washington.[42]

Sarmiento presenta el proceso de reparto que se dio en las colonias españolas como la contracara. Para él, este tipo de reparto era responsable del atraso y de la inmovilidad de la tierra en Sudamérica. El ejemplo exitoso de los estadounidenses en esta materia alimentó su idea de crear colonias agrícolas, plan que fue lanzado al ruedo cuando asumió la presidencia del país en 1868.

Su visión respecto de la consolidación de familias –que eran, en sus palabras, las que en definitiva darían forma a la sociedad– está íntimamente ligada con la repartición de la tierra. La posibilidad de establecerse en un lugar donde la familia no solo pudiera desarrollarse social, sino también económicamente, generaba en la población inmigrante una sensación de pertenencia y arraigo que beneficiaba los valores republicanos tan ansiados por el sanjuanino.

Sarmiento condenaba la extensión territorial por estar dedicada exclusivamente a la ganadería. La estancia generaba riqueza para los señores terratenientes y cerraba la posibilidad de una frontera abierta, como la que había utilizado Thomas Jefferson para revertir el argumento clásico de que las grandes extensiones engendraban despotismo. Es gracias al ejemplo estadounidense gracias a lo que Sarmiento vio en el acceso a la compra de tierras –y básicamente en la agricultura– un medio eficaz para cambiar dicha tradición terrateniente y ganadera y frenar la pampa salvaje.[43] Al respecto, sostiene en un artículo publicado en El Nacional el 23 de septiembre de 1855:

Todas las disposiciones sobre emigración que no tiendan a asegurar a los emigrados la facultad de poseer tierra barata, sin el intermediario de propietarios anteriores del suelo, será un grave obstáculo a la población del país. […]. Pídese al Gobierno que invierta millones en proteger la emigración, sin acordarse que esa emigración necesita tierras para establecerse y protección para comenzar a trabajarla. Si los hacendados ofreciesen la mitad del producto de la leche que ordeñasen, las familias emigrantes tendrían a más del ganado docilitado, veinte duros de productos de cada vaca en manteca y queso. Si para la cría de cada trescientas ovejas interesasen una familia inmigrada, doblarían sus ganados en el año, salvando la cría de la mortalidad, que experimenta en grandes masas […]. La subdivisión del trabajo es la base de toda industria, y la del ganado es diez veces más productiva cuando lo hacen hombres y no la naturaleza. Las estancias son el obstáculo a la población del país, y el cebo puesto en la codicia de los salvajes. Poblemos la estancia; subdividámosla; docilicemos el ganado; pongámoslo bajo la inmediata dependencia del hombre; y con dobles provechos, el país será poblado, la fortuna pública acrecentada, y los peligros actuales disminuidos.
Sin esto, la inmigración no tendrá fuertes estímulos, ni se logrará la mitad de sus ventajas.[44]

La necesidad de cambiar el sistema de reparto de tierras como mecanismo de atracción de una inmigración próspera, productiva y rentable tenía para Sarmiento una urgencia imperante como política de Estado. El hecho de que la tierra pública no tuviese por ley un valor reconocido y legal y –peor aún– de que no hubiese tierra pública designada para la venta ponía en riesgo el proceso inmigratorio, ya que las autoridades de los países proveedores temían por la seguridad y prosperidad de sus coterráneos. En El Nacional del 16 de abril de 1857, publicó el artículo “Tierras públicas e inmigración”, donde exigía a los legisladores la urgente reglamentación sobre dicha cuestión, y los inducía a que les otorgasen un valor monetario a las tierras públicas, aunque más no fuera este nominal, que las resguardase de aquellos pocos que querían aumentar sus fortunas personales en detrimento del beneficio y crecimiento de toda la población. Insistía vehementemente sobre la necesidad de poner al alcance de los inmigrantes y “a precios fijos y cómodos, tierras”, a fin de que pudieran “contar con su adquisición, por compraventa, único medio de adquirirlas con aprovechamiento”.[45]

En el mismo texto, manifestaba su posición adversa frente a la protección directa que muchos pretendían que el Gobierno diera a la inmigración a través de la promoción y el subsidio de sus traslados y establecimiento, por considerarlo un sistema ruinoso y que a la larga perjudicaría al país. Proceso que, por otra parte, atraería mayormente una inmigración escasa de recursos, de bajo nivel educativo y con valores morales poco sólidos. Por este motivo, resaltaba la necesidad de legislar sobre la venta de tierras públicas para que la inmigración deseada y virtuosa se sintiera atraída y confiada como para embarcarse rumbo al nuevo mundo en búsqueda de una mejor calidad de vida. Decisión que se materializaría en el arribo a nuestras costas de entes de progreso y desarrollo que contribuirían con sus valores, su cultura y su moral al progreso de nuestra sociedad.

El expresidente insistía en el hecho de que introducir entre los nativos a inmigrantes ilustrados, entusiastas y fervientes haría un inmenso bien al país:

… engrosando la masa de personas inteligentes, consagrándose al trabajo en un país donde todo está por crearse, donde ni brazos escasearan, pues cada año aumentaran, ni faltaran capitales, pero aun faltan iniciadores en las mil industrias de que ya en posesión las otras naciones.
Mil, dos mil inmigrantes inteligentes, valdrían para el país, dada la masa actual de sus habitantes, un salto dado al progreso. Ciencias naturales, mecánica, educación pública, bellas artes, literatura, todo se desenvolvería, por el aguijón de la necesidad de estimular al hombre a poner en juego el capital que posee en sí mismo para proveer a su subsistencia, brazos e inteligencia, según su capacidad.[46]

Ante el rechazo general por parte del Senado de un pedido del Gobierno de celebrar un contrato con una compañía francesa encargada de importar colonos para la asignación de tierras a orillas del río Negro, Sarmiento hizo su descargo público en una nota publicada el 11 de junio de 1856 en el periódico El Nacional, donde aseguraba que no es el territorio lo que nos ha de constituir nación, sino el número de sus habitantes y la riqueza que se acumule en torno a ellos. Argumentaba allí: “Con desiertos seremos siempre juguete de influencia extranjera, porque son los hombres y los intereses los que oponen resistencia”.[47]

Para Sarmiento, poblar tiene por objetivo extender el territorio poblado, tomar posesión de la tierra y reunir hombres que se vinculen a ella. Por lo tanto, es este vínculo con la tierra lo que les da a los hombres patria, nacionalidad, ya que es el suelo el que hace al hombre. Instaba a los legisladores a tomar conciencia de que no se debían rechazar arbitrariamente las propuestas de inmigración realizadas por otros países, sino que –por el contrario–se las debía adaptar a las necesidades locales, para lograr materializar el progreso y desarrollo nacionales tan deseados.

Al respecto, aducía:

El río Negro es un desierto que no poblaremos nosotros sin duda, por la razón sencilla que nosotros no somos, no existimos. Con cincuenta mil millas, es decir, un nacional por milla, no podemos en un siglo dar un hombre para que se aleje en busca de tierra a treinta leguas. Lo que nos importa es cubrir nuestras fronteras vulnerables y no son muchos los medios que podemos escoger. ¿Qué inconvenientes resultarían de cualquier sistema de colonización, comparables a los males que hoy experimentamos?[48]

Como se ve, la cuestión del reparto de las tierras estaba íntimamente ligada –en el pensamiento de Sarmiento– con el éxito de cualquier política inmigratoria. La vinculación que hacía entre el reparto de la tierra y los valores morales necesarios para la construcción de una nación republicana se pone de manifiesto en el artículo del 29 de diciembre de 1856 publicado en El Nacional –al cual ya se hizo referencia–, donde proclama que, en el reparto de las tierras, estaba la posibilidad de asentar familias, que eran, sin duda alguna, el primer sostén de la sociedad. Tal como se había dado en los Estados Unidos, consideraba que el país debía implementar una ley de colonización, ya que sería a través de esta disposición legal como el Estado Federal debía hacerse cargo de la tierra fiscal y ser el encargado de proveer una justa distribución que permitiese el surgimiento de pequeñas fortunas, para formar, de este modo, una civilización agrícola. Para ejemplificar la falta de prosperidad a la que llevaba esta manera de repartir las tierras entre unos pocos, puso el ejemplo de que lo que sucedía en San Isidro:

¿Por qué no ha prosperado San Isidro en ciento treinta años que cuenta de existencia?

El informe del Municipal encargado de las escuelas lo dice, porque sólo cuatrocientos vecinos de entre doce mil son propietarios del suelo que cultivan. Toda la población es inquilina, y por tanto sin arraigo, pobre y endeudada. En invierno toman recursos y semillas fiadas para vivir y sembrar, contando con la cosecha, que ya está enajenada a precios ínfimos antes de guardarla: Los comerciantes que los proveen cuentan a su vez con el éxito de la cosecha, para pagar los créditos que han abierto en Buenos Aires y no siempre pueden hacerlo, la miseria se transmite de generación en generación, y la torre de San Isidro sólo sirve para señalar al economista donde existe en la prospera Buenos Aires, un remedo en pequeño de la Irlanda.

En 1729 se repartieron siete leguas de a doscientas varas de frente a un número de propietarios; y un siglo y medio después, encontramos que la tierra conserva las mismas subdivisiones.

Este es el espectáculo que presentaría en pocos años de inmigración Buenos Aires, si la previsión del legislador no tratase de impedirlo.[49]

Sarmiento prevenía que no se estaba realizando la subdivisión de la tierra; que, por el contrario, aquel que poseía una buena extensión de tierras era el mismo que contaba con medios de fortuna y, en lugar de subdividir su tierra, compraba las pequeñas porciones que los necesitados vendían; y si vendían una gran propiedad, era a otro poseedor de mayores propiedades en el territorio. Esta mecánica de compra y venta y de distribución de la tierra llevaba también a que los recién llegados tendieran a concentrarse en las zonas aledañas a la principal ciudad, lo que generaba una sobrepoblación que a su vez no cumplía el principal objetivo de poblar el extenso desierto.

El surgimiento y la consolidación de los terratenientes tenían, a su vez, consecuencias en el ámbito político-electoral, ya que –como se mencionó en capítulos anteriores– esta relación de dependencia generaba, en muchos casos, también una dependencia a la hora de participar del proceso eleccionario. La manipulación que muchos terratenientes hacían sobre el derecho al voto de sus dependientes fue, a lo largo de todo el siglo aquí estudiado, un elemento de fraude utilizado para el beneficio de las elites políticas en la despiadada competencia electoral.

Consciente y a la vez expectante de que durante varias décadas se seguiría dando sin interrupción y de manera sostenida la llegada de contingentes de pobladores europeos al Río de la Plata, Sarmiento propuso generar una reglamentación clara que alentara a los inmigrantes a cruzar las fronteras de la gran ciudad en busca de un futuro mejor. Las palabras con las que cierra una nota publicada en El Nacional en septiembre de 1878 revelan su creencia en la necesidad de que los inmigrantes continuasen llegando al país como una herramienta de crecimiento y progreso:

Nuestra industria nacional, ganados, ovejas, cereales, es proveer de alimentos, cambiando además lana y cueros por telas y metales: Aún no se consume ni exporta la carne y los cereales no cubren sino pequeños espacios con sus mieses. No es, pues, de temer que haya hambre en la tierra. La única calamidad temible es que no alcancen los que coman. Que lleguen, pues, más y más emigrantes.[50]

A lo largo de los años, su reclamo por establecer una política poblacional adecuada fue incesante. Así lo demuestra un artículo publicado en El Nacional en junio de 1887, donde manifiesta:

Tenemos, pues, una corriente de inmigración, que continuará indefinidamente, y a cuya colocación el Gobierno debe proveer. Fuérzalo a ello, la falta de leyes agrarias, y la distribución de la tierra en la parte ya poblada, en grandes extensiones adaptadas a la cría de ganado. La emigración puede entretenerse en la única gran ciudad que tenemos, y en corto número ayudar al lento desarrollo de las ciudades menores, pero sólo la propiedad y el cultivo de la tierra transforman el emigrante en vecino y en habitante de una localidad.[51]

No obstante, se pone de manifiesto que todas estas cuestiones legales ligadas a establecer normas claras y atractivas para lograr el arraigo económico de los inmigrantes no eras suficientes para la conformación de una sociedad republicana. Sin duda, dichas políticas debían ser complementadas con el diseño de estrategias educativas y cívicas. De manera reiterada, Sarmiento le atribuía en sus declaraciones a la educación del pueblo estadounidense el orden y la armonía que se percibían en los Estados miembros de la Unión. Consideraba que el hecho de que todos los ciudadanos recibieran una educación desde su infancia –donde se los instruía acerca de preceptos, obligaciones, derechos y deberes– les daba las herramientas necesarias para desenvolverse en la sociedad con criterio racional. Para él, era esta racionalidad que adquiría la sociedad estadounidense mediante la educación la que evitaría el surgimiento de gobiernos despóticos.

Apreciaba que en Estados Unidos no existía el elemento de “barbarie” presente en las sociedades europeas y de Sudamérica. Por el contrario, la civilización estadounidense era educada y actuaba guiada por la razón. Se deslumbraba con el hecho de que un pueblo leía en masa y utilizaba la escritura para todas sus necesidades. Consideraba a los estadounidenses como entes políticos, ya que, en cada acción de su vida cotidiana, hacían política, pues eran parte de una comunidad donde esta era la ciencia y el arte del vivir en sociedad. Cada acto individual construía la nación; es por ello por lo que la educación del ciudadano era clave para su conformación y consolidación –y la educación, por ende, resultaba una necesidad política–.

En la sociedad estadounidense, los hombres tenían lo que Sarmiento llamaba “conciencia política”, a la que se refería como “ciertos principios constitutivos de la asociación; la ciencia política pasada a sentimiento moral complementario del hombre, del pueblo, de la chusma”.[52] Es esta conciencia –consecuencia de la educación y la libertad religiosa– la que otorga al ciudadano la condición de igualdad y garantiza la libertad individual de cada uno, sin poner a unos por sobre los otros.[53]

Sarmiento fijaba en la educación pública el punto de inicio para crear una república de ciudadanos. La realidad que percibía a partir de la lectura tanto de La democracia en América como de El Federalista, además de la propia experiencia adquirida a partir de su viaje, lo llevaba a considerar que la ciudadanía en los Estados Unidos era un dato preexistente a la Constitución de Filadelfia“… existía en el régimen comunal, en las asociaciones voluntarias que ejercían la libertad política y en la unión de pequeñas repúblicas en cuyo seno se transmitía la educación”–,[54] y, por otro lado, tenía en claro que esto no sucedía en la Argentina, donde, por el contrario, convivían desordenadamente millares de individuos que, sin una educación pública unificadora, no lograrían amalgamarse en una única nación. El siguiente párrafo de Viajes sintetiza de manera acertada dicha visión:

Una fuerte unidad nacional sin tradiciones, sin historia, y entre individuos venidos de todos los pueblos de la tierra, no puede formarse sino por una fuerte educación común que amalgame las razas, las tradiciones de esos pueblos en el sentido de los intereses, del porvenir y de la gloria de la nueva patria.

Nuestro país era un inmenso desierto, con pocos ciudadanos, carentes de conciencia política, que necesitaba población y un gobierno capaz de imponer el orden. Para Sarmiento, esto se podía revertir aplicando el modelo estadounidense: a través de la implementación de un sistema educativo público adecuado. Dicho sistema otorgaría la igualdad real del ciudadano, la posibilidad de que todos los hombres se encontrasen durante su niñez en las aulas de la escuela para compartir hábitos y conocimientos.

Estaba claro que la educación pública era para el sanjuanino el punto de partida para crear una república de ciudadanos. Era impensable lograr la unidad nacional sin tradiciones, sin historia entre los millares de inmigrantes provenientes de distintos pueblos, y el principal medio para hacerlo era la educación pública. Era ella la que permitiría amalgamar todas las razas en un sentimiento común de pertenencia y respeto por la nueva patria.[55] La república era, para él, una forma de gobierno que educaba, donde las instituciones moldeaban al ciudadano desde el ámbito público.

En un artículo publicado en El Nacional el 10 de noviembre de 1855, realiza una evaluación de la cuestión de la nacionalidad argentina, y destaca que la búsqueda incesante de la nacionalidad estaba mal orientada:

… en la amalgamación de gobiernos hostiles, y de instituciones basadas en el antojo de cada grupo que se reunió aquí y allí a formularlas, contando imponerlas por la violencia, al mismo tiempo que veremos impasibles desmoronarse la nacionalidad de estos países, por los elementos mismos que debieron robustecerla, trayéndoles elementos nuevos a confundirse en su seno.[56]

El disparador de dicha preocupación fue el constante reclamo realizado por algunos de los gobiernos europeos de aplicar sus propias leyes entre los inmigrantes coterráneos que se habían instalado en el suelo argentino. Al respecto, prevenía al Gobierno local acerca de las terribles consecuencias que tales pretensiones podían generar sobre la sociedad –consecuencias que llevaban a la destrucción de toda nacionalidad en los países nacientes, al permitir la organización de Estados extranjeros en el seno del Estado nacional–. En dicho artículo, realiza una comparación con las legislaciones respectivas en muchos países del continente europeo, y destaca que allí eran extremadamente limitados los derechos que se les concedía a los inmigrantes. El caso de la Argentina resultaba diametralmente opuesto:

… nuestra población europea tiende a ser cada vez mayor, y puede un día feliz y no muy lejano ser superior a la nacional. La Europa de ordinario aleja habitantes de su seno, lejos de propender a traerlos de otras partes, mientras que nosotros recibimos extranjeros por millares y puede ser que en pocos años recibamos por millones. Estos extranjeros no sólo son atraídos momentáneamente por las necesidades del comercio, sino que acaban por establecerse, adquirir bienes raíces, casarse, tener hijos y fijarse para siempre en el país. Así pues, los habitantes del suelo son en gran parte, y pueden serlo en una grande escala extranjeros, y al admitir las tendencias de los agentes europeos aquí, concluiría por extranjerizarse la mayor parte de la población y de la propiedad, desconociendo hasta los hijos de extranjeros la jurisdicción de su patria natal sobre ellos.
¿Cuáles serían las consecuencias en grande de este hecho? ¿Nada menos que la disolución de la sociedad, y el caos de jurisdicciones y pretensiones encontrada?[57]

En la misma publicación, pone de manifiesto la injusticia que significaba para él el hecho de que la Constitución Nacional de 1853 relevase de la obligación de defender a la patria a los inmigrantes residentes en el país en que optaron por nacionalizarse. Destaca el hecho de que la campaña estaba poblada por una proporción similar de extranjeros y nacionales, pero que solo estos últimos eran convocados por las milicias para resguardar a la patria. Este abandono forzado de sus familias y sus tierras que debían realizar los nacionales llevaba a que los extranjeros –italianos, españoles, irlandeses, franceses, alemanes, etc.– continuasen acumulando riquezas y capital a expensas de la vida y del capital de los locales, quienes tenían “el deber de guardar las propiedades y las vidas de sus huéspedes”.[58]

En este sentido, acusa a los agentes extranjeros de sacar provecho de la hospitalidad de la legislación inmigratoria nacional, y sostiene que esta disminución de riqueza de los argentinos en pos del aumento de la de los extranjeros podía resultar en la sustitución del pueblo nacional por otro pueblo extranjero dueño de la propiedad, pero definitivamente sin gobierno –por no tener estos últimos derecho al voto, al no ser ciudadanos– y a la vez sin instituciones que les garantizasen sus derechos. A pesar de expresar su preocupación frente al descarado reclamo de los gobiernos extranjeros, destaca el hecho de que ellos mismos estaban unidos a los intereses del país y se manifestaban en contra de las pretensiones de sus representantes.

La insistencia de Sarmiento sobre la necesidad de poner un límite a la intromisión de los gobiernos extranjeros en cuestiones nacionales se hace evidente en diversas notas aparecidas en los periódicos de la época. Son muchos los artículos publicados en la década del 50 donde plantea la importancia de frenar estos exabruptos con el fin último de generar una sociedad amalgamada donde tanto inmigrantes como nacionales se desenvuelvan bajo las mismas reglas de juego. Para lograrlo, insiste en la necesidad de que los inmigrantes dejasen de ser extranjeros y se hiciesen ciudadanos del país que los recibía. Buen ejemplo es una nota –también publicada en El Nacional (el 13 de febrero de 1856)– titulada “Indemnizaciones”, originada por el pedido de indemnización al Gobierno nacional sobre propiedades pertenecientes a extranjeros que habían resultado dañadas durante la tiranía de Rosas, específicamente durante el saqueo del 4 de febrero de 1851 y el sitio de 1853.

Ante la indignación que le generó tal reclamo, Sarmiento vuelve a insistir en la importancia de resolver la condición del inmigrante en Sudamérica, pero principalmente en nuestro país. Una vez más, compara la situación local con la de los Estados Unidos, donde claramente este tipo de demandas no existían –por la sencilla razón de que en esa nación no había extranjeros, pues el inmigrante que llegaba solicitaba su carta de ciudadanía, ya que se percataba de los beneficios y de la importancia de ser ciudadano del país en que optó por residir–. Pone en evidencia, una vez más, que, gracias a nuestra legislación, el inmigrante prefería ser extranjero siempre; por más que se casase en el país, adquiriese fortuna y se arraigase, seguía siendo extranjero.

El hecho de que cada año llegaran más inmigrantes al país buscando fortuna, y que sin duda el país se la brindara mediando su propio trabajo, haría que, en el corto plazo, la mitad (si no dos tercios) de la riqueza del país en comercio, industrias, artes, propiedades y establecimientos en campaña pertenecieran a inmigrados. Esta riqueza que los inmigrantes hacían nacer con su trabajo, con sus industrias, con su economía era parte de la fortuna pública, fortuna que para Sarmiento era la riqueza colectiva del país. El país, argumenta en este artículo, presentaba ventajas que otros –especialmente los europeos– no ofrecían para la rápida acumulación de fortunas.[59] Pero la contracara de esta ventaja era la tiranía que aquejaba al país desde hacía más de 20 años, la cual pesaba sobre las fortunas y las vidas de los nacionales, quienes tenían derecho a reclamar también indemnizaciones sobre sus fortunas y sobre todo por las vidas perdidas de sus familiares. Lo que Sarmiento pretende demostrar en este artículo es que iba a llegar un día en que la propiedad de los inmigrantes superaría a la de los nacionales, y, ante cada desastre público común a todos, los reclamos por indemnizaciones superarían ampliamente los medios de pagarlas, ya que sería solo una minoría –la de los ciudadanos– la que pagaría impuestos.

Es por ello por lo que recomienda se le informase al inmigrante, ni bien pisaba el suelo argentino, lo que indica a continuación:

Aquí se adquiere fortuna con una facilidad que no se ve en el país de donde viene; esta es una peculiaridad del país. En cambio, el país está sujeto de tarde en tarde a caer en manos de tiranos y la ciudad a ser sitiada. Una ventaja permanente está compensada por un mal transitorio. Si lo adquirido con tanta facilidad lo pierde en estos sacudimientos hágase de cuenta que lo ha perdido en los frecuentes incendios de California, o en la quiebra universal que ha seguido en Francia a las revoluciones de 1830 y 1848. Si acometen ladrones su propiedad como el 4 de febrero de 1851, ármese de un fusil como entonces y mátelos. Si los nacionales no permanecen tranquilos, hágase ciudadano, incorpórese en la Guardia Nacional, sostenga los buenos gobiernos, y elija en los comicios los encargados del poder que hayan de conservarlos. Dueño es de hacer todo esto, de gobernar, de legislar sobre esa propiedad.[60]

En definitiva, lo que Sarmiento intenta dejar sentado es que el Gobierno nacional debía hacer oídos sordos a este tipo de reclamos –como sucedía en Chile y Montevideo–, y que debía existir una única legislación para los nacionales, no leyes diferenciales para extranjeros y para los nacidos en el territorio. De existir leyes diferenciales para los resarcimientos económicos entre los nacidos en la tierra y los extranjeros, debían existir también, argumenta Sarmiento, leyes diferenciales para las cargas, en las cuales los extranjeros debieran pagar mayores patentes para abrir comercios o industrias que los nacidos en el país, como sucedía en otros países de América.

El reclamo por la igualdad de derechos y obligaciones para extranjeros y nacionales que Sarmiento hizo reiteradamente durante esta década dio marco a su creencia en la necesidad de nacionalización de los inmigrantes. La intromisión de los agentes extranjeros que trabajaban con el fin de sustraer de nuestra sociedad a aquellos que la formaban con sus riquezas, su persona, su industria y sus familias obstaculizaba la organización de esta. El escollo principal era la disputa que entablaban estos agentes a nuestro país respecto de la transmisión de la propiedad y la nacionalidad de los hijos, que es en definitiva lo que constituye la sociedad civil y política.

La siguiente cita –extraída de un artículo publicado en El Nacional el 22 de febrero de 1856– resume la postura de Sarmiento frente a la condición del extranjero en el país, y deja entrever la importancia que legislar sobre esta cuestión representaba para el futuro patrio:

Nuestro deber es reaccionar contra este espíritu de invasión sobre nuestra sociedad, y unir los elementos que la construyen. No hagamos del título de extranjero un privilegio, si queremos formar una Nación. El inmigrante es un ciudadano argentino por la propiedad que posee, por la industria que ejerce, por las leyes que lo protegen. Si no es ciudadano activo, es porque halla ventajas en no llenar estos deberes y no debemos consentir en que haya una prima dada al egoísmo.
Toda protección al inmigrante, para que se establezca y arraigue en el país; toda desventaja para el que sólo quiera explotar de tránsito las ventajas del suelo, tal es la práctica de los Estados Unidos, y el espíritu del pueblo. De ahí viene que los inmigrantes no se conserven extranjeros, pues no les honra ni favorece este título. Si no obramos así, va a llegar un día en que nos habremos suicidado a nosotros mismos, y hecho desparecer la población nacional, para dejar su lugar a otra que no reconocerá otras leyes que las de Inglaterra, las de Francia, las de Cerdeña, de España, etc.[61]

La insistencia de los gobiernos europeos por mantener los privilegios de los inmigrantes en el país fue incesante y se ejerció desde todos los flancos posibles. El 18 de julio de 1857, en El Nacional, Sarmiento sale al cruce de un pedido del Gobierno francés donde se solicitaba a las autoridades nacionales que se extendiera la ciudadanía francesa a los hijos de franceses nacidos en la Argentina, con la intención de relevarlos de ese modo de los deberes que la ley de la tierra en que nacían les imponía, y extranjerizarlos en su propia patria. Allí manifiesta:

Compréndese que una Nación acuerde en su propio territorio al hijo nacido en país extranjero, de uno de sus súbditos, los derechos del súbdito, cuando el hijo vaya a residir a la patria de su padre; pero sería pretensión nueva en el mundo, imponer a aquel hijo en la tierra de su nacimiento, extranjera para su padre, pero patria del hijo, otras obligaciones que las que le imponen las leyes de su país. En América, a diferencia que en Europa, el extranjero no es un accidente, sino uno de los elementos de la población.[62]

En septiembre del mismo año, se generó un escándalo con un grupo de ingleses y algunos franceses que organizaron una manifestación pública en apoyo de un reclamo realizado por un conjunto de jóvenes hijos de ingleses, pero nacidos en el país, quienes –desconociendo y desafiando las leyes nacionales– exigían ser librados, por ser hijos de extranjeros, de la obligación de tomar las armas en defensa de la patria. Dicho acontecimiento causó en Sarmiento una indignación tal, que en un artículo publicado el 10 de septiembre en El Nacional, bajo el explícito título “Un escándalo”, señala el caso de Buenos Aires –presentando cifras concretas del censo de dicha ciudad– con el objetivo de demostrar que, en el corto plazo, “la mitad de la población” del momento eran “hijos de españoles”:

… lo es el gobernador mismo del Estado; lo es el presidente del Senado; y si fuese permitido renegar el suelo en que se sirve, sólo los hombres de color estarían exentos de apellidarse extranjeros en su patria […].

Según estas demostraciones [se refiere a los datos del censo] palmarias hoy mismo más de la mitad de las familias serían extranjeras y la defensa del orden, de la propiedad y de la familia confiada a esa misma sociedad, pesaría únicamente sobre los hijos de unos para que huelguen lo de los otros.

Si no hubiese una razón de Estado para no aceptar jamás la menor prostitución de la ley fundamental de las sociedades, hay tanta indignidad, tanta falta de pudor en decir unos hijos a los hijos de otro “ármense ustedes para que yo repose tranquilo; sufran ustedes mortificaciones para que yo goce”, que bastaría esto solo para excitar la indignación de esos inexpertos indignos de llamarse ingleses, porque en el corazón de un inglés no han entrado sentimientos tan mezquinos.

El inglés paga por lo menos el servicio que le prestan. Son además indignos de llamarse argentinos, porque no hay argentino que haya nunca renegado de su patria.[63]

Todos estos reclamos –impulsados por un sentimiento egoísta y sobre todo desafiante que asumían algunos argentinos hijos de extranjeros ante la legislación del país– atacaban de manera directa el prestigio y el honor de la Guardia Nacional, que, en palabras de Sarmiento, era “un baluarte de Buenos Aires”. En el artículo titulado “Teología política”, publicado en El Nacional el 11 de septiembre de 1857, hace una defensa pública y reivindica el accionar del Gobierno a favor del prestigio de este cuerpo armado de Buenos Aires como consecuencia de la manifestación mencionada más arriba. En su descargo, destaca el valor y la importancia que la Guardia Nacional tenía para la nación, y resalta que el Gobierno, aun sin la obligación de hacerlo, hubiera salido en defensa de dicha institución. En el texto, asegura con orgullo: “… aquí no hay uno de nuestros padres, un millonario, un abogado, que no haya cargado el fusil, y no hay un solo hombre que pretenda no formar parte de sus filas”.[64]

En cuanto a la reacción favorable de las autoridades, Sarmiento manifiesta:

… el Gobierno estaba en la obligación de hacer respetar las leyes y sobre todo de hacer conservar la honrosa igualdad de todos los vecinos de Buenos Aires, so pena de desquiciar al país, y no dejar una base segura y sólida al orden. Con el paso dado por el Gobierno, nacionales y extranjeros estarán conformes. Era preciso atajar un principio de disolución y se ha atajado.[65]

El extranjero era consciente, según él, de la importancia de la Guardia Nacional y vivía tranquilo porque sabía que había quien velaba por su seguridad y la conservación de sus bienes, por eso consideraba indigno el reclamo. Argumenta que este accionar podría introducir el germen de la desmoralización en la Guardia Nacional, ya que, por un puñado de jóvenes ricos que pretendían sustraerse de su deber de enrolamiento, el principio de igualdad en que estaba fundada dicha organización se vería amenazado. La importancia de la igualdad como principal sostén en la legendaria organización se pone de manifiesto en sus palabras:

El pobre artesano que acude al llamado de su jefe lo hace con gusto porque sabe que el rico obedece a la misma orden, y el día del peligro lo ha de encontrar en su puesto. El millonario cubre su vestido con una blusa de algodón para no lastimar con su lujo a su compañero de fatiga menos afortunado.[66]

El egoísmo de unos pocos podía contagiar a millares de jóvenes porteños que, por ser hijos o nietos de extranjeros, estarían en condiciones de reclamar su derecho a ser eximidos frente al peligro inminente de un conflicto armado. Al respecto, en una nota publicada en el mismo periódico da el siguiente ejemplo:

El inglés vive en país extranjero, conservándose inglés en sus hábitos, en sus ideas y por la excelente constitución de la familia que le es propia, puede llegar a aislar la suya del país en que vive, e infundirle el mismo sentimiento de egoísmo nacional que domina a sus padres. No tiene otra explicación la pretensión de esos jóvenes que ha pretendido mirar en menos al país de su nacimiento, por adherir a las afecciones de raza que les han transmitido sus padres en el contacto doméstico.
[…] Pero cuando de esta vanidad nacional han pretendido hacerse un derecho, y dar una pública manifestación los ingleses, menos instruidos en lo que compete, que imbuidos en preocupaciones que no todos pueden justificar, han dado un primer paso en un camino que puede conducir a ellos y al país a escenas deplorables…[67]

Los peligros de la no nacionalización de los inmigrantes se ponían de manifiesto en todos los ámbitos de la vida cotidiana y política de la sociedad. Dicha indiferencia por parte de una generación extranjera produciría sobre generaciones futuras de argentinos, según Sarmiento, un sentimiento de no pertenencia que, por cuestiones de herencia educativas y costumbristas, se les inculcaba desde sus hogares y que hacía que no se sintieran argentinos. No obstante, él insistía en la importancia de que arribasen a nuestro suelo extranjeros con el fin de establecerse, pero tenía la certeza, a la vez, de que estos superarían en número a los habitantes nativos de esta tierra: “… si no hay un núcleo de sociedad que responda de la conservación del orden, produciráse el caos de las nacionalidades manifestándose las rivalidades de raza, y las procuraciones que malquistan unos pueblos con otros”.[68]

Sostiene que quienes habían educado de esta manera a sus hijos, en nombre de una nacionalidad que no existía en el país, sin hacer que sus hijos respetasen las leyes del país donde habían nacido, se sentirían avergonzados y recapacitarían. Sin embargo, señala:

… la sociedad puesta en peligro de desorden, debe reprobar altamente tales desmanes, y todos los extranjeros que tienen fortuna que perder, y familias de cuyo reposo son guardianes, condenar ese acto que con vergüenza ha sido testigo Buenos Aires, encabezado por hombres que al adquirir fortuna, no han adquirido el sentimiento de amor a las leyes y al orden que la protegen. A seguir el ejemplo dado por los cartistas ingleses, mañana no vamos a poder transitar sin escarapela por las calles, para saber si es inglés o francés, o porteño, o vasco el que nos saluda.[69]

La publicación El Orden criticó fuertemente el accionar del Gobierno frente a dicho conflicto –inclusive llegó a cuestionar la conducta de los gobernantes, al manifestar que tal manera de actuar podía generar un conflicto con “las dos potencias más poderosas, las dos más cotejadas”–, y manifestó que los señores Mackinlay, Duguid y Klappemback –cuyos hijos argentinos habían participado de las manifestaciones– eran jefes de respetadas casas de comercio extranjeras, y que eso podía traer serias consecuencias. Ante semejantes declaraciones, Sarmiento responde lo siguiente en un artículo de El Nacional del 12 de septiembre de 1857:

No lo dude El Orden: tendrán más graves consecuencias. La Inglaterra, la Francia tan susceptibles, tan poderosas, tan cotejadas, tan […] armarán sus escuderas, para castigar al Gobierno que usando su derecho no ha hecho mal ninguno, ni pretendido nada del señor Mackinlay, ni Duguid, sino hacer cumplir una ley a sus ciudadanos, ley que él no ha dictado, ley que es igual para todos, menos para los hijos de Mackinlay y Duguid que no reconocen la ley de nadie, ni las de su propia patria de donde están ausentes hace treinta años, y que mandan a todo inglés que sus hijos obedezcan en Buenos Aires, la patria de sus hijos.
[…] Si estas consideraciones no bastasen, les diríamos que la nacionalidad de los nacidos en su patria es la ley fundamental de las colonias americanas desde el Canadá hasta el Cabo de Hornos, y que para violar esta ley de existencia aquí, en nombre del derecho de sus padres, es preciso hacerla consentir a todo el continente americano, que levantará su voz humilde al Norte y al Sur, para que nos dejen vivir en paz.[70]

En este artículo, Sarmiento realiza una interesante reflexión sobre la importancia que en los países de América Central tiene el concepto de “nacionalidad”. Gracias a este sentimiento de raza, de pertenencia que lleva a la unidad, los ciudadanos han demostrado, frente a innumerables situaciones, que “Centro América, débil, atrasada, envilecida, dividida, se ha unido para rechazar a los filibusteros y los ha vencido”.[71] Se percibe en sus argumentos cuán importante era la nacionalización de los inmigrantes en el proceso de concientización de los ciudadanos hijos de extranjeros, ya que eran los valores y sentimientos de respeto y pertenencia hacia el país donde estos jóvenes habían nacido los que debían ser inculcados por sus padres, a quienes, por otra parte, ese mismo país les había dado y les daba todo sin reclamar nada a cambio, más que educar a sus hijos en el respeto y amor por él.

No obstante sus reiteradas críticas a una parte de la comunidad foránea, destaca públicamente la actitud valerosa de algunos representantes de los gobiernos extranjeros, en especial la postura de Lord Clarendon de Inglaterra y de M. Walesky de Francia, quienes, en nombre de sus respectivos gobiernos, reconocieron el derecho indisputable con que las leyes argentinas declaraban nacionales a todos los hombres que nacían en territorio de su jurisdicción, y reclamaron a sus “agentes limitar su solicitud a recabar del Gobierno una expresión de servicio a favor de los jefes de casas de comercio, dando estos personeros”.[72]

A raíz de dicho acontecimiento, se puede hacer referencia a cómo perturbaron a Sarmiento –a lo largo de su trayectoria como periodista y hombre político– las intromisiones de los periódicos extranjeros publicados en el país en las cuestiones internas. Esto se pone claramente de manifiesto en sus incesantes reclamos respecto de la no intrusión en asuntos de política nacional de aquellos que, para él, por una decisión personal y por sobre todo egoísta, habían decidido no ser parte de dicho proceso al optar por no nacionalizarse.

En un artículo publicado el 25 de septiembre de 1857 en El Nacional, manifiesta que no debía haber ni de hecho ni de derecho una opinión extranjera en Buenos Aires. Si alguien quería mantenerse como extranjero en el país en que residía, debía atenerse y someterse a los derechos que le otorgaba la ley en dicho país. Tenía el derecho a expresarse no como extranjero, sino como hombre. Por otra parte:

[Si pretende influir en la política del país] las leyes les abren la puerta, permitiéndoles hacerse ciudadanos, y elegir magistrados que dirijan la política, y ser ellos mismos representantes, senadores, jueces, militares, curas y los demás empleos desde donde se dirigen negocios.
Si prefieren conservarse extranjeros, entonces renuncian a entender en la política, la dirección de las leyes que rigen al comercio y la situación del país, haciendo que sus intereses sean regidos por las mismas circunstancias que rigen a todos los intereses del país.[73]

Sarmiento pretende hacer entender que un diario extranjero publicado en el país era simplemente un diario argentino en otro idioma. Sostiene que no había opinión extranjera común a franceses, vascos, ingleses, italianos, alemanes o españoles. Al respecto, y tomando sus propias palabras, dice:

Para expresar la opinión extranjera en Buenos Aires, es preciso escribir en castellano; único idioma común a todos los extranjeros, y para tener ideas sobre la política de estos países donde tienen sus fortunas, sus familias, y de donde no han de salir nunca, porque viven muy felices, es mejor hacerse ciudadanos argentinos, y entonces ayudar con sus luces a la dirección de los negocios públicos. [74]

El sentido de nacionalidad que los ciudadanos debían adquirir –en pos de lograr amalgamar a la sociedad y lograr el progreso deseado– venía de la mano de la educación ciudadana, la cual no solo era responsabilidad del Estado, sino también de cada individuo que, nacido o no en el país, hubiera tomado la decisión de residir en él. En los párrafos anteriores, se vio cómo Sarmiento intentó persuadir tanto a gobernantes como a gobernados, tanto a nacionales como a extranjeros, de la importancia que tenía la educación como pilar fundamental en la consolidación de una nación compuesta por ciudadanos –ciudadanos orgullosos de su nacionalidad y capaces de luchar por el respeto de ella–.

En sus años al mando de la presidencia de la República (1868-1874), Sarmiento envió una carta al ministro de Relaciones Exteriores de Venezuela, D. J. Rojas Paúl, en la que hace referencia a la errada visión que un reconocido letrado venezolano había manifestado respecto de dicha cuestión en su reciente visita a Buenos Aires. La carta grafica de manera muy precisa la importancia que Sarmiento le otorgaba a la educación:

Pero lo que Camacho no ve todavía es que con esos enjambres de inmigrantes de todas las nacionalidades, vienen oleadas de barbarie no menos poderosas que las que en sentido opuesto agitan a la Pampa: que esas riquezas que se acumulan y esos millares de brazos mejoran en poco la condición del oriundo pobre, si no lo van deprimiendo y anonadando más y más por la superioridad en la industria que la población crece sin que el Estado se consolide con el rápido incremento de ciudadanos; título ilusorio que ya desaparece en los comicios, ¡votando sólo setecientos de cerca de doscientos mil habitantes que contiene la excelsa cuidada! Los obreros, los trabajadores que sirven por enormes salarios a las múltiples necesidades de una gran población, no se toman ya el trabajo de aprender el castellano, porque siempre hallarán empresarios, mayordomos, comerciantes, artesanos de su propia lengua para entenderse con ellos. Buenos Aires no es una ciudad sino una agregación de ciudades con sus lenguas, sus diarios, sus nacionalidades distintas, y ya el lenguaje ha consagrado las frases. La comunidad alemana, la comunidad francesa y en las Provincias la colonia italiana, la colonia inglesa. Era aquí, donde debería organizarse un poderoso sistema de educación para salvar la lengua y crear la República, apoderándose de los que nacen y levantando a los naturales para que no queden sepultados bajo los gruesos aluviones humanos que por mayor industria y laboriosidad, se le van depositando encima. Hoy mismo puede en el foro gritarse al pueblo, lo que Graco al de Roma: ¡extranjeros! Aquí no hay casi pueblo. Hay ricos propietarios nacionales y trabajadores artesanos, comerciantes extranjeros.[75]

Ya fuera desde el Senado, la gobernación, la presidencia o los editoriales, Sarmiento buscó la manera de inducir a los inmigrantes a nacionalizarse. Nunca bajó los brazos en dicha tarea; aun a sabiendas de su posible fracaso, intentó persuadirlos para que dejaran libres a sus hijos, que sí eran nacionales por haber nacido en el país, para ejercer autónomamente y con orgullo sus derechos ciudadanos. Quería evitar la formación de colonias sin patria, integradas por “poblaciones extranjeras sin un sistema propio de gobierno, sin patria, y sólo cuidando cada uno de su cosecha”, o de lo que le tocaba.[76] Las colonias eran la República Argentina que se dilataba, sostenía; se debían echar los cimientos de ciudades y pueblos, ya que, suprimiendo toda forma de gobierno –al estar estas vacías de ciudadanos–, difícilmente se pudiera conformar una nación. Una nación donde el país legal con derechos políticos y el país productor, trabajador y poseedor de gran parte de la riqueza, pero sin participación política, fueran un único país.[77]

La masiva llegada de inmigrantes a la Argentina hacia fines del siglo xix profundizó el cambio en la manera de imaginar al extranjero ideal en la concepción de Sarmiento. La conformación de la ciudadanía argentina ideal ya no se veía obstaculizada por la figura del bárbaro poblador de las pampas, sino por la del extranjero sin vocación cívica alguna y que ponía en riesgo las bases republicanas del Estado nación recientemente consolidado.

Esta modificación en el abordaje de la figura del extranjero se dio en el momento de mayor actividad en la vida pública del sanjuanino,[78] período durante el cual sufrió un fuerte desencanto respecto de sus ideas iniciales sobre el rol del inmigrante en la ardua tarea de instituir la república. La aludida falta de compromiso cívico de los inmigrantes –quienes, como señala en la carta que le envió en 1884 a F. M. Noa, llegaban a estas tierras para enriquecerse y mejorar su condición de vida– se debía a la ausencia de preparación cívica producto del hecho de no haberla ejercido en su patria natal, lo que suponía un importante obstáculo para alcanzar el efectivo ejercicio de las libertades políticas en la Argentina.

En este aspecto, responsabilizó a Julio A. Roca por no hacer de la Argentina una “república de ciudadanos”, sino una república integrada mayormente por “una gran masa de inmigrantes sin patria más allá ni acá, sin ideas de gobierno ni otros propósitos que buscar dinero por todos los caminos”, quienes –en su opinión– eran los que le permitían legitimar su poder.[79]

Para Sarmiento, la recepción del extranjero era diferente en las dos Américas. En los Estados Unidos, estos adquirían la ciudadanía ni bien pisaban suelo americano, mientras que, en la América del Sur, los extranjeros se rehusaban a ser ciudadanos, ya que, para ellos y sus hijos, la ciudadanía se constituía como el peor castigo. Sarmiento no cuestionaba la apertura del país a la inmigración –es más: la consideraba un hecho clave para el progreso y desarrollo–, pero creía que debía estar acompañada por la asunción de los deberes cívicos, los que convertían a los extranjeros en verdaderos ciudadanos activos políticamente, y en parte esencial del espacio público.

Como señala Halperín Donghi, Sarmiento visualizaba dos Argentinas, una básicamente política –con “una población nativa que vivía no sólo para la política sino de la política”–,[80] y otra económica –predominantemente extranjera, que prefería permanecer como tal–. En estos años Sarmiento modificó su percepción sobre la figura del extranjero desde potencial civilizador a amenaza para el buen desarrollo político del país. En diversos artículos de la época, pone de manifiesto este pensamiento, y ubica al extranjero por fuera de la frontera simbólica de la nación.[81] Lo acusa de corromper e inclusive de romper, con su indiferencia cívica, el espacio público republicano.

Se ve en este capítulo cómo Sarmiento fue forjando su pensamiento en torno al rol fundamental que tenía el extranjero en cuanto ciudadano en el desarrollo político del país. Su creencia respecto de la importancia para el sistema republicano y democrático de la nacionalización de los inmigrantes estaba fundada en la influencia que sobre él –y sobre la mayoría de los miembros de la llamada “Generación del 37”– habían tenido los intelectuales del proceso revolucionario francés del siglo xviii, así como también el desarrollo democrático que se daba en los Estados Unidos. A lo largo de su gestión pública, ya fuese como parte del poder político o como intelectual, su opinión respecto del hecho de que los inmigrantes se nacionalizaran se mantuvo constante. Lo que fue cambiando, como consecuencia del proceso de desarrollo sociocultural y económico que se daba en el país, fue la visión que tenía sobre cuál era el tipo de inmigrante deseado como ciudadano.

La incapacidad de la legislación –y, por ende, de la clase dirigente– de integrar al sistema político a los millones de inmigrantes que optaban por vivir en el territorio nacional y hacerlos de ese modo partícipes del progreso y el desarrollo del país llevó a que Sarmiento mantuviese una lucha constante con sus contemporáneos para hacerles ver la importancia que esto tenía para el provenir de la nación. Su mayor temor fue siempre tener un país sin ciudadanos, donde aquellos con la capacidad de elegir a los representantes fuesen una minoría, lo que implicaba una falta de representatividad muy significativa y –para él– alarmante. Esta actitud de indiferencia que detectaba en la gran mayoría de los inmigrantes facilitaba el juego de los tiranos, quienes tomaban ventaja de esta apatía y se perpetuaban en el poder.

Tenía una visión muy crítica sobre las cualidades de gran parte de la ciudadanía que participaba del proceso de selección de gobernantes; consideraba que eran la porción más vulnerable y menos racional de la sociedad, y, por lo tanto, creía que resultaban fácilmente manipulados por los dirigentes políticos.[82] Era esta falta de civismo y de patriotismo engendrada entre los inmigrantes lo que percibía como uno de los principales obstáculos para lograr la consolidación de los valores republicanos.

En un primer momento, sostenía que eran los españoles y los italianos quienes debían traer sus valores, sus creencias, sus capacidades laborales para integrarse a la sociedad nativa, pero el desencanto sufrido en su viaje a Europa y el deslumbramiento que lo invadió al arribar a los Estados Unidos lo llevaron a que luego destacara la necesidad de una inmigración de origen sajón. Con el correr de los años, fue poniendo de manifiesto que la principal corriente inmigratoria que llegaba al territorio –la proveniente de España e Italia– no tenía, para él, cultura cívica alguna, y que la gran mayoría de ellos mantenía lazos de pertenencia muy fuertes con sus respectivos países de origen, factores que acentuaban su apatía y hacían de ellos meros observadores del desarrollo político nacional.

Profundamente desmoralizado, durante los últimos años de su vida, Sarmiento lamentó que no hubieran prosperado sus reclamos y sus reiteradas predicciones acerca del “peligro” que significaba para la democracia argentina la no nacionalización de los inmigrantes. La legislación electoral vigente durante la década del 80 no hacía referencia a esta cuestión, y mantenía las mismas normas para que los inmigrantes obtuvieran la ciudadanía –normas que dejaban librado a la voluntad personal de cada uno de ellos el hecho de ser protagonistas del desarrollo y progreso de la nación, a través de la obtención voluntaria de la ciudadanía–.


  1. Consideraba como inmigrantes europeos prósperos y adecuados a los provenientes de países como Gran Bretaña, Escocia, Alemania y Francia especialmente.
  2. Sarmiento, Domingo Faustino, Facundo, Buenos Aires, Emecé, 1999.
  3. Sarmiento, Domingo Faustino, Obras completas, tomo 23, p. 135.
  4. Al igual que los jacobinos franceses, que anhelaban que los cambios sociales y políticos fuesen rápidos y profundos, y creían en la necesidad de romper las amarras con el pasado y en la importancia de generar a partir del Estado una nueva conciencia social, cultural y política.
  5. Cooper, James F., Notion of the Americans Picked Up by a Travelling Bachelor [Intro, Robert E. Spiller], Nueva York, Frederick Ungor, 1963.
  6. Halperín Donghi, Tulio, Alberdi, Sarmiento y Mitre: Tres proyectos de futuro para la era constitucional, Santa Fe, Universidad Nacional del Litoral, 2004, p. 16.
  7. Sarmiento, Domingo Faustino, Viajes por Europa, África y América 1845-1847 y diario de gastos, Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 1993, p. 929.
  8. Sarmiento, Domingo Faustino, Viajes…, ob. cit., p. 389.
  9. Pellicer, Jaime, El Facundo: Significante y significado, Buenos Aires, Tricel, 1990.
  10. Sarmiento, Domingo Faustino, Viajes…, ob. cit., p. 914.
  11. Sarmiento, Domingo Faustino, Viajes…, ob. cit., p. 290.
  12. Concretamente, en los últimos capítulos de Facundo, se refiere al bloqueo francés. En aquellas páginas sostiene que la presencia francesa en el Río de la Plata representaba la fuerza de la civilización y el progreso europeos frente a las fuerzas regresivas de Rosas y el americanismo. Los patriotas que se vieron obligados a abandonar su patria se colocaron en situación de extranjeros, y en el exterior se aliaron con los republicanos del otro lado del Atlántico, para luchar por la libertad. La alianza con Francia es vista por el sanjuanino no como una alianza con su gobierno y en defensa de sus intereses, sino como una alianza con las ideas.
  13. Villavicencio, Susana, Sarmiento y la nación…, ob. cit., p. 156.
  14. Sarmiento, Domingo Faustino, Facundo, ob. cit., p. 235.
  15. Sarmiento, Domingo Faustino, Viajes…, ob. cit., p. 343.
  16. Sarmiento, Domingo Faustino, Obras completas, tomo 23, pp. 46-47.
  17. Sarmiento, Domingo Faustino, Viajes…, ob. cit., p. 315.
  18. Sarmiento, Domingo Faustino, Viajes…, ob. cit., p. 899.
  19. Sarmiento, Domingo Faustino, Obras completas, tomo 23, ob. cit., p. 35.
  20. El “Reglamento de Emigración del General Las Heras” se escribió en Buenos Aires el 19 de enero de 1825; el texto completo se encuentra en el anexo 5.
  21. Sarmiento, Domingo Faustino, Obras completas, tomo 23, ob. cit., p. 35.
  22. Sarmiento, Domingo Faustino, Obras completas, tomo 23, ob. cit., p. 64.
  23. Botana, Natalio, La tradición…, ob. cit., p. 462.
  24. Villavicencio, Susana, Sarmiento y la nación…, ob. cit., p. 164.
  25. Sarmiento, Domingo Faustino, Viajes…, ob. cit., p. 343.
  26. Botana, Natalio, La tradición…, ob. cit., p. 462.
  27. Rosanvallon, Pierre, La consagración del…, ob. cit., pp. 332-333.
  28. Sarmiento, Domingo Faustino, Viajes…, ob. cit., p. 347.
  29. Sarmiento, Domingo Faustino, Viajes…, ob. cit., p. 872.
  30. Sarmiento, Domingo Faustino, Obras completas, tomo 8, ob.cit., p. 95.
  31. Sarmiento, Domingo Faustino, Obras completas, tomo 8, ob. cit., p. 97.
  32. Sarmiento, Domingo Faustino, Obras completas, tomo 23, ob. cit., p. 262.
  33. Sarmiento, Domingo Faustino, Obras completas, tomo 23, ob. cit., p. 263.
  34. Story, Joseph, Commentaries on the Constitution of the United States, volumen 2, William S. Hein, 1994, p. 634.
  35. Botana, Natalio, La tradición republicana. Alberdi, Sarmiento y las ideas políticas de su tiempo, Buenos Aires, Sudamericana, 2.º edición, 1997, p. 72.
  36. Sarmiento, Domingo Faustino, Viajes, ob. cit., p. 302.
  37. Sarmiento, Domingo Faustino, Viajes…, ob. cit., p. 398.
  38. Sarmiento, Domingo Faustino, Obras completas, tomo 23, ob. cit., p. 263.
  39. Sarmiento, Domingo Faustino, Obras completas, tomo 23, ob. cit., p. 265.
  40. El tema de la relación de Sarmiento con la prensa tanto local como extranjera será desarrollado de manera más exhaustiva en los capítulos subsiguientes.
  41. Sarmiento, Domingo Faustino, Obras completas, tomo 23, ob. cit., p. 266.
  42. Sarmiento, Domingo Faustino, Viajes…, ob. cit., p. 321.
  43. Botana, Natalio, La tradición…, ob. cit., p. 326.
  44. Sarmiento, Domingo Faustino, Obras completas, tomo 23, ob. cit., p. 271.
  45. Sarmiento, Domingo Faustino, Obras completas, tomo 23, ob. cit., p. 273.
  46. Sarmiento, Domingo Faustino, Obras completas, tomo 23, ob. cit., p. 275.
  47. Sarmiento, Domingo Faustino, Obras completas, tomo 23, ob. cit., p. 277.
  48. Sarmiento, Domingo Faustino, Obras completas, tomo 23, ob. cit., p. 277.
  49. Sarmiento, Domingo Faustino, Obras completas, tomo 23, ob. cit., p. 266.
  50. Sarmiento, Domingo Faustino, Obras completas, tomo 23, ob. cit., p. 248.
  51. Sarmiento, Domingo Faustino, Obras completas, tomo 23, ob. cit., p. 278.
  52. Sarmiento, Domingo Faustino, Viajes…, ob. cit., p. 331.
  53. Sarmiento utiliza reiteradamente en Viajes… la figura del ferrocarril para destacar el espíritu de igualdad imperante en los Estados Unidos, al señalar que, a diferencia de lo que sucedía en Europa, los trenes estadounidenses brindaban el mismo confort a todos sus pasajeros, pues no existían distintas categorías de vagones.
  54. Botana, Natalio, La tradición…, ob. cit., p. 320.
  55. Botana, Natalio, La tradición…, ob. cit., pp. 318-320.
  56. Sarmiento, Domingo Faustino, Obras completas, tomo 36, ob. cit., p. 13.
  57. Sarmiento, Domingo Faustino, Obras completas, tomo 36, ob. cit., p. 14.
  58. Sarmiento, Domingo Faustino, Obras completas, tomo 36, ob. cit., p. 15.
  59. Sarmiento, Domingo Faustino, Obras completas, tomo 36, ob. cit., p. 19.
  60. Sarmiento, Domingo Faustino, Obras completas, tomo 36, ob. cit., pp. 19-20.
  61. Sarmiento, Domingo Faustino, Obras completas, tomo 36, ob. cit., p. 22.
  62. Sarmiento, Domingo Faustino, Obras completas, tomo 36, ob. cit., p. 26.
  63. Sarmiento, Domingo Faustino, Obras completas, tomo 36, ob. cit., p. 28.
  64. Sarmiento, Domingo Faustino, Obras completas, tomo 36, ob. cit., p. 29.
  65. Sarmiento, Domingo Faustino, Obras completas, tomo 36, ob. cit., pp. 29-30.
  66. Sarmiento, Domingo Faustino, Obras completas, tomo 36, ob. cit., p. 29.
  67. Sarmiento, Domingo Faustino, Obras completas, tomo 36, ob. cit., p. 31.
  68. Sarmiento, Domingo Faustino, Obras completas, tomo 36, ob. cit., p. 31.
  69. Sarmiento, Domingo Faustino, Obras completas, tomo 36, ob. cit., p. 31.
  70. Sarmiento, Domingo Faustino, Obras completas, tomo 36, ob. cit., p. 33.
  71. Sarmiento, Domingo Faustino, Obras completas, tomo 36, ob. cit., p. 34.
  72. Sarmiento, Domingo Faustino, Obras completas, tomo 36, ob. cit., p. 43.
  73. Sarmiento, Domingo Faustino, Obras completas, tomo 36, ob. cit., p. 36.
  74. Sarmiento, Domingo Faustino, Obras completas, tomo 36, ob. cit., p. 36.
  75. Sarmiento, Domingo Faustino, “Carta a D. J. Rojas Paúl, ministro de Relaciones Exteriores de los Estados Unidos de Venezuela, Buenos Aires, 11/4/1870”, Obras completas, tomo 47, pp. 10-11.
  76. Sarmiento, Domingo Faustino, Obras completas, tomo 36, ob. cit., p. 45.
  77. Sarmiento, Domingo Faustino, Obras completas, tomo 26, ob. cit., pp. 45-46.
  78. En 1868 fue presidente de la nación; en 1875, senador por la provincia de San Juan y director general de Escuelas; en 1869 fue ministro del Interior; en 1880, superintendente de Escuelas del Consejo Nacional de Educación.
  79. Cf. Epistolario entre Sarmiento y Posse, 1845-1888, serie V, n.º 1, Buenos Aires, Mueso Histórico Sarmiento, 1947, p. 565, tomo 2.
  80. Halperín Donghi, Tulio, “¿Para que la inmigración? Ideología y política inmigratoria en la Argentina (1810–1914)”, en El espejo de la historia. Problemas argentinos y perspectivas latinoamericanas, Buenos Aires, Sudamericana, 1998.
  81. Villavicencio, Susana, Sarmiento y la nación…, ob. cit., p. 169.
  82. Sarmiento tenía una visión crítica y muy controversial respecto de los ciudadanos nativos en general. No se pueden pasar por alto sus controvertidas y despectivas calificaciones respecto de los gauchos y los indígenas. Se pueden encontrar en muchos de sus escritos y discursos una gran cantidad de citas que dan cuenta de ello y que han generado –y aún hoy lo siguen haciendo– grandes polémicas y cuestionamientos con respecto a sus valores morales. Aquí se mencionan algunos ejemplos: “Se nos habla de gauchos… La lucha ha dado cuenta de ellos, de toda esa chusma de haraganes. No trate de economizar sangre de gauchos. Éste es un abono que es preciso hacer útil al país. La sangre de esta chusma criolla incivil, bárbara y ruda, es lo único que tienen de seres humanos”. Carta de Sarmiento a Mitre del 20/09/1861: “¿Lograremos exterminar a los indios? Por los salvajes de América siento una invencible repugnancia sin poderlo remediar. Esa calaña no son más que unos indios asquerosos a quienes mandaría colgar ahora si reapareciesen. Lautaro y Caupolicán son unos indios piojosos, porque así son todos. Incapaces de progreso. Su exterminio es providencial y útil, sublime y grande. Se los debe exterminar sin ni siquiera perdonar al pequeño, que tiene ya el odio instintivo al hombre civilizado” (El Progreso, 27/09/1844, El Nacional, 19/05/1887, 25/11/1876 y 08/02/1879). “Si los pobres de los hospitales, de los asilos de mendigos y de las casas de huérfanos se han de morir, que se mueran: porque el Estado no tiene caridad, no tiene alma. El mendigo es un insecto, como la hormiga. Recoge los desperdicios. De manera que es útil sin necesidad de que se le dé dinero. ¿Qué importa que el Estado deje morir al que no puede vivir por sus defectos? Los huérfanos son los últimos seres de la sociedad, hijos de padres viciosos, no se les debe dar más que de comer” (del discurso en el Senado de la Provincia de Buenos Aires, 13/09/1859).


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