Otras publicaciones:

9789871867639_frontcover

silentchange

Otras publicaciones:

12-3046t

9789877230192-frontcover

1 La ciudadanía: su evolución como concepto teórico

Conceptos como “ciudadanía, “nación,[1] “Estado y “soberanía son complejos y pueden tener diversas interpretaciones y lecturas. Con el fin de evitar confusiones, es importante analizar el significado que dicha terminología tenía en los siglos xviii y principios del xix y no utilizar las definiciones modernas. Como bien señala Luis Alberto Romero, es indispensable definir previamente al sujeto histórico; definición que deber ser ajustada una y otra vez como consecuencia de los cambios que se producen en su identidad, para así eludir que la conceptualización del sujeto en cuestión “se transforme en un ente abstracto cuya permanencia sólo está dada por un nombre”.[2]

La palabra “ciudadano tuvo, ya desde el siglo xviii, un significado complejo. En la primera edición del Diccionario de la Real Academia Española de 1723, se define al ciudadano como “el vecino de una Ciudad, que goza de sus privilegios, y está obligado a sus cargas, no relevándole de ellas, alguna particular exención”.[3] Esta definición señala que en aquella época la condición de ciudadano no implicaba necesariamente participación en un universo político igualitario, sino que, por el contrario, este mismo universo era un ámbito de privilegio. Dejaba de lado a los extranjeros, a los vasallos del rey, a aquellos que dependían de un señor laico o eclesiástico o, en el caso de América, de un hacendado, así como a quienes residían fuera de las ciudades o en localidades sin estatuto político reconocido. Tampoco eran considerados ciudadanos quienes, a pesar de residir en la ciudad o en los pueblos, eran agregados y forasteros.[4]

Luego de la independencia de la Corona Española, en el Río de la Plata el término “ciudadano –según José Carlos Chiaramonte– no se utilizaba con frecuencia, para evitar la confusión que se podía generar debido a la modalidad igualitaria que este había adquirido después de la Revolución francesa. La palabra usada para expresar esa calidad privilegiada y corporativa del hombre de ciudad era “vecino.

Por su parte, François-Xavier Guerra destaca la diferencia entre el concepto de “vecino” y el de “ciudadano”. Diferencia que surge de manera gradual de los textos constitucionales revolucionarios, y sobre todo el que define la Constitución de Cádiz, que se apoya en una nueva concepción de la sociedad y la política cuyos principales modelos son la Revolución francesa y –en menor grado– la de los Estados Unidos.[5] En dicha Constitución se define al ciudadano moderno adaptándose al nuevo concepto de nación compuesta por individuos. En su artículo 1, el texto constitucional de Cádiz determina: “La Nación española es la reunión de todos los españoles de ambos hemisferios”.[6] En consecuencia, se establece en el artículo 27 que solo los individuos nombran a los diputados que representan la nación. Esto implica que ni los cuerpos ni los estamentos (las provincias y pueblos) son representables; por lo tanto, el diputado es representante de la nación. Se plantea la caracterización de dicho individuo a través de una triple distinción: el nacional por oposición al extranjero; el sujeto de los derechos civiles; y el titular de los derechos políticos (el ciudadano).

Guerra describe estos niveles en forma de círculos concéntricos. La ciudadanía conforma el círculo más restringido. El más amplio comprende a la población en general, donde entran tanto los hombres libres como los esclavos; el segundo abarca a los poseedores de derechos civiles, por ende, los hombres libres –nacionales o extranjeros–, por lo que estaban excluidos en este caso los esclavos. El tercer círculo incluye a los nacionales, los hombres libres, las mujeres y los niños, nacidos y avecinados en los dominios de España, los hijos de estos y los extranjeros con carta de naturaleza o que sin ella tuvieran diez años de vecindad –quedaban fuera en este caso los extranjeros de paso–. El cuarto y último círculo, y, como se ha dicho, el más restringido, es el de los ciudadanos –poseedores de los derechos políticos– capaces de elegir y ser elegidos. Quedaban excluidos de este círculo los menores de 21 años, las mujeres, los extranjeros no naturalizados y las castas. Guerra menciona aun un quinto círculo: el de los ciudadanos que gozaban del ejercicio actual de sus derechos, con exclusión de quienes los tenían suspendidos por diversas razones, entre las que se destacan el no poseer “empleo, oficio o modo de vivir conocido” y “el estado de sirviente doméstico”.

A pesar de las exclusiones mencionadas, la universalidad de la ciudadanía aquí planteada es significativa, ya que la condición de ciudadano se constituye en forma independiente del estatuto personal (con excepción de los esclavos y las castas), del cultural (voto censatario) y del lugar de residencia. Las únicas excepciones a la universalización de la ciudadanía –establecidas en la Constitución de Cádiz– se vinculan con el moderno concepto de diferenciación entre los derechos civiles y los derechos políticos y con la independencia de la voluntad.[7] La primera excluye a aquellos que tenían una incapacidad física y moral (esclavos, menores y mujeres), y la segunda refuerza la exclusión de las mujeres y los esclavos considerados dependientes de sus maridos y de sus patrones y amos, respectivamente.

El concepto inicial de “ciudadanía” (el más puro y dogmático) gira en torno a dos ejes. El primero es el eje de pertenencia a una comunidad política organizada, una frontera identitaria que define un espacio común. El segundo es el sistema de privilegios y responsabilidades entre sus miembros. Esta concepción de “ciudadanía es la que se daba en la antigua Grecia y en el Imperio romano. La Revolución francesa produjo un cambio en el concepto al definirlo a partir del nuevo contexto, caracterizado por un sistema de derechos y deberes positivos adscriptos al sujeto individual, cuyo estatus reivindica frente al Estado, quien limita su accionar a través de mecanismos de división y control del poder.[8]

Se piensa ahora la ciudadanía a partir de la idea del contrato plasmada en el pensamiento de Jean-Jacques Rousseau.[9] Esta corriente veía a la ciudadanía como una forma de codificación de las relaciones entre los individuos y el Estado, donde el individuo se transforma a su vez en sujeto y objeto del derecho local. Por lo tanto, siguiendo este razonamiento, el individuo es ciudadano en cuanto es miembro del cuerpo político del Estado –y es ciudadano objeto del derecho en la medida en que acepte someterse al conjunto de reglas establecidas por el cuerpo de ciudadanos–. Esta idea de una comunidad autodeterminada políticamente, según sostiene Habermas, ha tomado forma legal en las constituciones de la mayoría de los países.[10]

A su vez, Jean Leca sostiene que la ciudadanía fue siempre un concepto de cláusula social, y que esta última determinó los límites de la participación en ciertas interacciones sociales. Dichas cláusulas son producto de la combinación entre la ubicación en la estructura social y la división del trabajo, por un lado, y de clivajes culturales (sexuales, religiosos, étnicos, lingüísticos), por el otro, los cuales crean sentimientos de pertenencia más o menos fuertes, capaces de unir a los individuos en un “entre sí” y que a su vez los diferencia de “los otros”.[11] Quienes siguen esta corriente de pensamiento consideran que desde siempre la ciudadanía ha establecido una frontera que separa a aquellos que pertenecen de aquellos que no, pero, no obstante, asumen que los criterios de exclusión y las formas de desigualdad han cambiado tanto temporal como espacialmente.

La ciudadanía es entendida también como una forma de identidad política que se crea por medio de la identificación con la res política. En este caso no se la entiende como un simple estatus legal definido por un conjunto de derechos y responsabilidades, sino que es a la vez una identidad, una expresión de pertenencia a una comunidad política. T. H. Marshall concibe la ciudadanía como una identidad compartida que integra a los grupos excluidos de la sociedad británica y provee una fuente de unidad nacional.[12] La concepción de Marshall determina que la ciudadanía civil llevó a la construcción de la ciudadanía política, a través de los derechos de asociación y de libertad de conciencia de los sectores trabajadores. Este modelo no se adapta al caso argentino, donde el Estado precede y en cierto modo construye a la sociedad civil; de ahí que la arena política sea el principal escenario de la lucha por la inclusión.[13] Esto determina que la ciudadanía sea producto de la acción y no de un estatus normativo, pues esta se forja a partir de las acciones y deliberaciones de los diferentes actores sociales que se encuentran en un proceso continuo de cambio, proceso que hace que el concepto de ciudadanía” se vea forzado a resignificarse de manera constante, adaptándose a las realidades sociales y políticas de cada sociedad.

En esta última concepción de la ciudadanía, la idea de inclusión y exclusión del sujeto político, propia del concepto de “ciudadanía”, es delineada por la historia,[14] y el hecho de estar dentro o fuera es consecuencia de las acciones de lucha que generan transformaciones y que resignifican ese sentido de pertenencia a un grupo identitario, sentido que no es preexistente en la sociedad.[15]

Por otra parte, Ralf Dahrendorf cuestiona esta idea de Marshall al plantear que, en su opinión, es mejor pensar los derechos ciudadanos como un patrón de círculos concéntricos, ya que, si se considera que existe un conjunto de derechos humanos básicos –como la integridad de las personas, la libertad de expresión, etc.–, la ley se transforma en un cascarón vacío, haciendo que ciertos derechos muchas veces tengan poco o ningún significado para aquellos individuos que por diversas razones –ajenas a su voluntad– carezcan de posibilidad de hacer uso de ellos.[16] Dahrendorf se refiere a este grupo como una subclase, la cual está por debajo de toda posibilidad básica de acceso, y lo plantea como un problema no de clase, sino de derecho, y, por ende, de ciudadanía. Para él, la fuerza del concepto de “ciudadanía” radica en la heterogeneidad; la ciudadanía no está completa hasta que es la ciudadanía universal: la exclusión es el principal obstáculo para alcanzar dicho fin.

El término “ciudadanía, como bien lo plantea Charles Tilly en su trabajo “Citizenship, Identity and Social History”, se presta a confusión, ya que puede hacer referencia a una categoría, un lazo, un rol o una identidad construida sobre alguna de los anteriores, o inclusive sobre más de una de ellos.[17] Como categoría, el término ciudadanía” designa un conjunto de actores –ciudadanos– distinguidos por el hecho de compartir una determinada posición de privilegio en un Estado específico. Como lazo, la ciudadanía identifica una relación mutua impuesta entre un actor y agentes estatales. Como rol, la ciudadanía incluye todas las relaciones de un actor con respecto a otros que dependen de la relación del actor con un Estado particular. Y finalmente, como identidad, la ciudadanía es entendida como la experiencia y representación pública de una categoría, un lazo o un rol.

Como vemos, no hay una única definición de este concepto, pero, según Tilly –por cuestiones de claridad tanto teóricas como históricas–, es necesario limitar dicha definición a determinado tipo de lazo:

[…] una continua serie de transacciones entre personas y agentes de un determinado Estado dentro del cual cada uno tiene derechos y obligaciones que debe cumplir en virtud de: (1) la propia pertenencia a una determinada categoría, la nacionalidad –incluidos los naturalizados– y (2) la relación del agente con el Estado a pesar de cualquier otra autoridad de la que goce el agente.[18]

En consecuencia, la ciudadanía forma una especie de contrato.

Tilly sugiere que reconozcamos la ciudadanía como un tipo específico de lazo porque tal conceptualización centra la atención en las prácticas del Estado y la interacción Estado-ciudadano. Los Estados generalmente utilizan lazos preexistentes que actúan como base en la conformación de los lazos de ciudadanía o como elementos de exclusión para otorgarla. La etnia y la nacionalidad son dos ejemplos de ello, ya que ambos conceptos son categorías sociales definidas por creencias relacionadas con un mismo origen, cultura y relaciones sociales.


En Hispanoamérica en general y en la Argentina en particular, se consideraba que a la nación[19] había que fundarla “de cero”, ya que no se percibían elementos naturales –como la raza, las tradiciones, la lengua o la religión– para ser utilizados como pilares fundacionales. La nación era un proyecto por realizar.[20] Proyecto que no solo fue una de las principales preocupaciones de la elite política e intelectual del siglo xix, sino que dio sentido mismo a la era revolucionaria, a través de la cual se buscaba la construcción de un nuevo orden, capaz de unificar los elementos dispersos y anárquicos, herencia de la dominación colonial. Natalio Botana se refiere a las revoluciones de Sudamérica como de pura creación, y argumenta que “sin una historia que recuperar, instalada en la brusca negación de la cultura que dio origen, esa revolución no tenía otro horizonte que construir una república desde la raíz”.[21] Era necesario entonces adquirir valores comunes y hábitos cívicos que se correspondiesen con el republicanismo, y para ello la elite local se basó en los modelos europeo y estadounidense. Se hace muy evidente en esta concepción, en este sueño republicano, el olvido de las poblaciones nativas, su cultura, sus valores, etc., sobre las cuales se perpetuaron crímenes diversos que las anularon como pilares fundacionales de la nación republicana.

La opción de la Hispanoamérica posrevolucionaria de elección del sistema republicano trajo aparejados cambios fundamentales en la vida política. En la conformación de nuevas normas y nuevos mecanismos que dieran sustento a este nuevo sistema de gobierno, la institución de la ciudadanía ocupó un lugar central. Como señala Hilda Sábato, aunque diferentes y muchas veces contradictorias entre sí, las normas que rigieron los ensayos republicanos de la región intentaron definir al ciudadano ideal,[22] otorgándole derechos políticos y convirtiéndolo así (a la población masculina) en miembro pleno de la comunidad que se pretendía construir.

El ciudadano deseado por los pensadores del siglo xix era el ciudadano republicano, un ciudadano que –dada la consideración de la “inexistencia” de un ciudadano antiguo autóctono– debería ser un europeo o estadounidense naturalizado argentino. Por ende, para este proyecto republicano, la figura del extranjero era fundamental en la formación de la nación.[23] Como gran parte de la elite política nacional consideraba al ciudadano nativo como bárbaro –lo definía como un ser primitivo incapaz de decidir racionalmente, con costumbres rústicas y carente de valores–, era necesario para ellos traer la civilización a través de la inmigración como una manera de imponer el orden y el progreso tan anhelados. Sarmiento, entre otros, describe la figura del bárbaro pensando en las costumbres del gaucho y no del indio –se podría asociar con aquella diferencia que posteriormente marcará Michel Foucault[24] entre la figura del salvaje y la del bárbaro, donde el primero representa al “hombre de la naturaleza”, aquel que vive en el salvajismo (y cualquier relación social que entable lo sacará automáticamente de su estado), mientras que el bárbaro es “otra naturaleza” que se constituye a partir de la diferencia con la civilización–. Para ellos, la idea de barbarie radica en la figura de un ser destructivo, arrogante, que básicamente desprecia las formas de vida y las costumbres de la civilización.

La batalla librada por la elite no era ya emancipadora, sino civilizadora, pues creían que se debían introducir nuevos hábitos de pensamiento y acción que representaban la liberación del pueblo de los elementos perturbadores y antiguos que simbolizaban el atraso y el desorden. La realidad sociocultural rioplatense era muy diferente de aquella que se había construido en la mente de quienes pretendían aplicar el modelo europeo en el territorio. De tal modo, la realidad local –en lo que atañe a la conformación del ciudadano– se forjó a través de la práctica social. Se puede decir entonces que la construcción del ciudadano argentino fue producto de la combinación de la teoría y las prácticas sociales concretas; es decir que se dio a partir del diálogo generado entre el ciudadano ideal y el ciudadano real.

A lo largo del territorio del exvirreinato del Río de la Plata, se generó un proceso desigual de construcción de soberanías provinciales y de regímenes representativos limitados a cada provincia.[25] Esto llevó a que no siempre la definición de “ciudadano” o “vecino” de un territorio fuese común a su totalidad, ya que muchas veces las distintas regiones definían al ciudadano o al vecino de maneras diferentes. La autonomía regional, los problemas de definición de la soberanía y las revoluciones internas eran propicios no solo para que el concepto de “ciudadano difiriese de una región a otra, sino también para que hubiera variedad de criterios en cuanto al utilizado por el Gobierno. Esta falta de coherencia dio origen a diversos conflictos políticos que prontamente llevaron a la inestabilidad del régimen del Gobierno, ya que los pueblos soberanos que reivindicaban sus derechos eran reacios a renunciar a ellos en favor de una soberanía popular única y nacional. Oscar Oszlak explica esta problemática de manera interesante:

… la dominación colonial o el control político de las situaciones provinciales dentro del propio ámbito local son formas alternativas de articular la vida de una comunidad, pero no representan formas de transición hacia una dominación nacional. En este sentido, el surgimiento del Estado nacional es el resultado de un proceso de lucha por la redefinición del marco institucional considerado apropiado para el desenvolvimiento de la vida social organizada. Esto implica que el Estado nacional surge de la relación con una sociedad civil que tampoco ha adquirido el carácter de sociedad nacional. Este carácter es resultado de un proceso de mutuas determinaciones entre ambas esferas.[26]

Como se observa, el problema de la soberanía no es un tema menor. Ante la necesidad imperante de asegurar la legitimidad del poder que reemplazaría a la destituida monarquía española, se impuso rápidamente la doctrina de la reasunción de la soberanía por los pueblos.[27] Esta doctrina generó enfrentamientos en el seno de la elite rioplatense, que el 25 de mayo de 1810 depuso al virrey y formó el nuevo Gobierno. Quienes dirigieron dicho proceso revolucionario preservaron a Buenos Aires como cabeza de un Estado centralizado, proyecto que mostró su problemática en 1827.[28] A partir de entonces, el panorama se tornó muy complejo para quienes pretendían reunir todo el territorio bajo el gobierno de un Estado centralizado con una soberanía nacional única, ya que el principio de la soberanía ejercida por los pueblos había generado la emergencia de tantos pueblos soberanos como ciudades había, lo que equivalía a una escisión territorial de la soberanía.[29]

En el trabajo de Oszlak mencionado en párrafos anteriores, se toma una cita de Esteban Echeverría en la que el escritor, unas décadas después de lograda la independencia, realiza una observación interesante respecto de esta cuestión; allí pone de manifiesto el hecho de que la idea de nación no se funda solamente en un referente abstracto ni adquiere materialidad a partir de una revolución o de la sanción de una carta magna, sino que necesita muchos otros factores y actores para lograr conformar un Estado nacional. Esto argumentaba:

La patria para el correntino es Corrientes; para el cordobés es Córdoba […]; para el gaucho, el pago en que nació. La vida e intereses comunes que envuelve el sentimiento racional de la patria es una abstracción incomprensible para ellos, y no puede ver la unidad de la república simbolizada en su nombre.[30]

Si bien había un sentido de soberanía donde todas las ciudades y todos los pueblos eran definidos por igual, existía –como bien señala Chiaramonte en el libro coordinado por Marcello Carmagnani Federalismos latinoamericanos[31] un predominio de la Ciudad de Buenos Aires como consecuencia de su posición estratégica en la estructura político-administrativa y económica del virreinato, de sus mayores recursos y de su supuesta ilustración, y se daba, por lo tanto, una coexistencia de tendencias opuestas que cristalizaron en la creación de soberanías de diversas índoles con sus consecuentes definiciones identitarias: centralistas versus autogobernados. Esta dualidad comenzó a atenuarse con la articulación de cierto orden general con miras a alcanzar la deseada “reducción a la unidad”.[32]

La definición del ciudadano fue un eje central en el debate constitucional que se dio en el Río de la Plata durante la primera mitad del siglo xix. Como señala Noemí Goldman, el carácter incierto de la noción de “constitución que recorre este período se relaciona con la falta de definición de un sistema político y con las disputas por la determinación del sujeto de imputación del poder constituyente.[33] El tema de la soberanía juega un papel central en la definición del proyecto constitucional ya que, como se mencionó anteriormente, existían concepciones opuestas de soberanía. Por un lado, una que se proclamaba indivisible, y, por el otro, una plural –esta última basada en el principio de consentimiento del derecho natural y de gente–, concepciones que dieron origen a dos tendencias con respecto a la organización de un Estado independiente, una de ellas centralista, luego unitaria, y la otra confederativa, también denominada “federal.

La discusión en torno a la constitución se extendió durante la primera mitad del siglo xix. Ya en la Asamblea de 1813, donde ni se declaró la independencia ni se creó un texto constitucional, las posiciones de los diputados eran diversas.[34] Esta disputa entre centralistas y confederales durante las primeras décadas revolucionarias llevó en 1820 a la caída del poder central, y por ende a la creación de formas institucionales propias en el ámbito de los pueblos, organizados en provincias, es decir, en Estados autónomos. Tanto en el Congreso Constituyente de Tucumán en 1816, como en el Congreso que se reunió entre 1824 y 1826, la discusión giró en torno al sujeto del poder constituyente. A raíz de los fallidos intentos de dictar una constitución general, ya en los discursos del Congreso Constituyente de 1819 surgieron voces que proponían una organización progresiva del Estado a través de leyes particulares. Esa fue la propuesta del diputado bonaerense Julián Segundo de Agüero,[35] quien sostenía que era un error creer que la constitución organiza un Estado, sino que –por el contrario– la organización debía preceder a la constitución.

Para sintetizar el sentido que tenía el término “constitución” para los hombres de la época, Noemí Goldman utiliza un párrafo publicado en el diario El Nacional en su edición del 27 de enero de 1825: “La Constitución es propiamente un pacto, o convenio, que forman las provincias: en ella se expresan las condiciones de la asociación, y las recíprocas obligaciones, bajo las cuales se reúnen a formar cuerpo de nación”.[36] Esta cita pone de manifiesto que la constitución era una expectativa a futuro, pues para ese entonces no se habían definido aún ni el sujeto de imputación de la soberanía, ni la forma de gobierno, ni los límites territoriales.

El fracaso del Congreso Constituyente de 1826 consolidó la autonomía provincial, y llevó a las provincias a firmar –en 1831– el Pacto Federal, donde se reconoce la libertad, la independencia, la representación y los derechos de cada una de ellas, y donde se alude de manera poco clara a la futura organización “federal” del país. Entre 1826 y 1853, se dio una prolífera producción de textos constitucionales provinciales con el objetivo de reglamentar la vida institucional provincial. A pesar de las diferencias en cuestiones de ciudadanía, atribuciones de los funcionarios del Gobierno y reglamentación electoral, las Constituciones provinciales afirmaron la idea de que la soberanía residía originariamente en el pueblo y establecieron los lineamientos generales de la división de poderes.

Hacia fines de 1830, surgió una nueva concepción de la Constitución, que, plasmada en el texto constitucional del 53, lograría “superar” el enfrentamiento entre federales y unitarios. En Bases…, Alberdi plantea una Constitución Nacional superadora que amalgamase las bondades tanto del federalismo como del unitarismo. En el texto sugiere:

… tanto unitarios como federativos, conduce la opinión pública de aquella República al abandono de todo sistema exclusivo y al alejamiento de las dos tendencias o principios, que habiendo aspirado en vano al gobierno exclusivo del país, durante una lucha estéril alimentada por largos años, buscan hoy una fusión parlamentaria en el seno de un sistema mixto, que abrace y concilie las libertades de cada Provincia y las prerrogativas de toda la Nación: solución inevitable y única, que resulta de la aplicación a los dos grandes términos del problema argentino –la Nación y la Provincia–, de la fórmula llamada hoy a presidir la política moderna, que consiste en la combinación armónica de la individualidad con la generalidad del localismo con la nación, o bien de la libertad con la asociación; ley natural de todo cuerpo orgánico, sea colectivo o sea individual, llámese Estado o llámese hombre; según la cual tiene el organismo dos vidas, por decirlo así, una de localidad y otra general o común, a semejanza de lo que enseña la fisiología de los seres animados, cuya vida reconoce dos existencias, una parcial de cada órgano, y a la vez otra general de todo el organismo.[37]

La Constitución Nacional de 1853 coronó así el compromiso cerrado entre Buenos Aires y las provincias. El proyecto de esta nueva Argentina moderna siguió la filosofía de la llamada Generación del 37,[38] cuyos principales exponentes fueron Juan B. Alberdi y Domingo F. Sarmiento. Con esta carta magna, comenzó lo que Alberdi denominó “la república posible”, primera etapa que hizo viable la emergencia de “la república verdadera”. Este modelo inicial consistía en asentar un modelo de régimen mixto que contemplaba la conjugación de las líneas federal y unitaria.

Tanto las Constituciones como las leyes electorales son herramientas clave para entender cuáles fueron los conceptos de “ciudadano” que se utilizaban a principios del siglo xix en la Argentina y que hicieron a la construcción de la ciudadanía. En ambos casos las normas que establecían cómo se debía dar la participación de los habitantes de una determinada sociedad eran el resultado de la selección –por parte de la elite local– de los criterios tenidos en cuenta a la hora de definir al ciudadano. Estas cualidades eran las que determinaban quiénes estaban habilitados para participar en cuestiones políticas.[39] Tal enfoque es el que permite pensar que la cuestión de la ciudadanía está íntimamente ligada al tema del sufragio –más concretamente a la reglamentación electoral– y, dentro de ella, observar el particular lugar que les corresponde a los extranjeros.

Pierre Rosanvallon, como se señaló en párrafos anteriores, manifiesta que la cuestión del sufragio universal es el tema del siglo xix, ya que a su alrededor se polarizan todos los “fantasmas sociales, las perplejidades intelectuales y los sueños políticos”,[40] y sostiene que la igualdad política marca la entrada definitiva en el mundo de los individuos, donde el derecho al sufragio (definido por el autor como un derecho constructivo) produce a la propia sociedad, siendo la igualdad entre los individuos lo que construye las relaciones sociales. Considera que no se puede circunscribir la historia del sufragio universal, ni confundir el derecho al sufragio con los procedimientos electorales, porque el derecho al voto tiene un peso filosóficamente mayor y sobre todo porque continúa trabajando de manera sostenida “nuestro mundo silenciosamente”.[41]

El derecho al sufragio permite, por lo tanto, que se lleven a cabo las elecciones, mecanismo mediante el cual los ciudadanos eligen a sus representantes ya sea en el ámbito municipal, como en el provincial y nacional. Para ejercer realmente el sufragio, el elector debe tener la posibilidad de elegir y la libertad de elección. Únicamente quien pudiera tener la oportunidad de elegir por lo menos entre dos opciones ejerce verdaderamente el sufragio; por otra parte, debe tener la libertad para escoger entre cualquiera de las alternativas. Dicha oportunidad de elegir libremente debe estar amparada por la ley: cuando esto se da, se está ante la presencia de elecciones competitivas (sistema democrático); si no existe dicha libertad, se debe hablar de elecciones no competitivas (sistema totalitario); y, si esta se da a medias, se está ante la presencia de elecciones semicompetitivas (sistema autoritario).[42] El tipo de elecciones que se implementa en un país determinará su sistema de gobierno.

Los sistemas electorales establecen el modo en que los electores manifiestan mediante su voto el partido o candidato de su preferencia, los cuales a su punto se convierten en bancas o autoridades. Son los sistemas electorales los que “regulan ese proceso mediante el establecimiento de la distribución de las circunscripciones, de la forma de la candidatura, del proceso de votación y de los métodos de conversión de votos en escaños”.[43] Los sistemas electorales son, por lo tanto, una parte del amplio concepto del derecho electoral, cuya importancia es significativa ya que tiene efectos políticos.

A diferencia de lo que sucedía en el continente europeo, luego de su independencia, la Argentina no transitó un camino gradual de ampliación de derechos políticos a partir del establecimiento de una ciudadanía restringida –ya fuera por requerimientos de propiedad o clasificación (como en Inglaterra, por ejemplo)–, sino que desde un comienzo introdujo un concepto amplio de “ciudadano, el cual incluía a todos los varones adultos nacidos o naturalizados, libres, no dependientes. Se excluía sí a las mujeres, los esclavos y los sirvientes.

Desde 1821 existió en Buenos Aires –como señala Hilda Sábato–[44] el sufragio universal masculino, que fue confirmado por la Constitución Nacional de 1853, pero esto simplemente implicaba que todo hombre adulto o naturalizado por ley podía votar. No quedaba claro en dicha legislación quiénes eran los votantes deseables ni tampoco cuáles eran los límites de la ciudadanía que se quería construir, lo que en el corto plazo trajo grandes complicaciones.

A pesar del alcance de los derechos políticos, el pueblo iberoamericano en general y el argentino en particular no se apropiaban –por diferentes motivos– de la participación política. Retomando el trabajo de Hilda Sábato, se puede afirmar que en la mayoría de los casos se involucraba en las votaciones menos del 5 % –porcentaje semejante al que se registraba entonces en algunos países europeos–. La población, en su conjunto, no consideraba que el voto fuese una forma de intervención deseable y significativa; por lo tanto, la imagen de pueblos ávidos por ejercer sus derechos no era frecuente en Iberoamérica. Esta supuesta indiferencia reiterada respecto de la historia político-electoral allanó el camino para que quienes diseñaron los sistemas electorales –los cuales, como se señaló anteriormente, son una consecuencia de las elites políticas, las asambleas y los gobiernos previamente existentes– pudieran elegir y promover aquellas fórmulas y procedimientos institucionales tendientes a consolidar, reforzar o garantizar sus propios intereses,[45] y no aquellos destinados a favorecer el futuro de la nación.

Podemos concluir, entonces, que el término “ciudadano” no era homogéneo a toda la nación, ya que había dificultad para definir al ciudadano nativo, y principalmente para establecer quiénes tenían derechos políticos y quiénes no. Las primeras Constituciones provinciales dictadas en las dos primeras décadas del siglo xix ponen de manifiesto estas diferencias. A pesar de que dichos documentos no hacen referencia específica al tema de las normas electorales, sino que mencionan diversos puntos al respecto, estos permiten suponer que la realidad electoral de las provincias era diversa, lo que significa que convivieron diferentes nociones de “ciudadanía” en el país por lo menos durante la primera mitad del siglo xix.[46]

Esta dificultad se extendía al ámbito de los inmigrantes que, a partir de la década de 1820, comenzaron –aunque en pequeñas proporciones– a llegar al país. ¿Eran estos nuevos habitantes ciudadanos?, ¿tenían derechos políticos?, ¿debían nacionalizarse? Tales interrogantes surgieron entre los encargados de diseñar las normas y leyes del país, quienes debieron buscar una pronta respuesta al problema para poder así establecer el orden en la sociedad. El tema de los inmigrantes estuvo siempre presente en estas discusiones, pues se debía definir en qué medida se los iba a incluir como ciudadanos en la vida política del país que les había abierto sus puertas, esperando que ellos trajesen el desarrollo y el progreso europeos tan anhelados por la mayoría de los intelectuales y políticos locales. Este anhelo ¿se hizo realidad?


  1. La noción del término “nación se fue modificando con el correr de los siglos. En la Antigüedad clásica, designaba grupos humanos distintos del propio. Este término se continuó usando hasta el siglo xviii para referirse a grupos humanos distinguibles como algo diverso, pero sin que ello significara la existencia en forma de Estado independiente. Se refería a grupos que tenían homogeneidad étnica. Al promediar el siglo xviii, el término “nación” se despojó de toda referencia étnica y adquirió un significado político, como consecuencia de la Revolución francesa. Se convirtió así en sinónimo de “Estado”, definido como un conjunto de gente que vive bajo un mismo gobierno y bajo unas mismas leyes. Para profundizar en esta cuestión, ver Chiaramonte, José Carlos, “Nación y nacionalidad…, ob. cit., pp. 44-46.
  2. Romero, Luis Alberto, La vida histórica, Buenos Aires, Siglo xxi Editores, 2008, p. 17.
  3. Diccionario de la Real Academia Española, tomo 2, Madrid, Imprenta de la Real Academia Española, 1729.
  4. Chiaramonte, José Carlos, “Ciudad, soberanía y representación en la génesis del Estado Argentino (1810-1852)”, en Sábato, Hilda (coord.), Ciudadanía política y formación de las naciones, México, Fondo de Cultura Económica, 1999, pp. 41-42.
  5. Guerra, François-Xavier, “El soberano y su reino. Reflexiones sobre la génesis del ciudadano en América Latina”, en Sábato, Hilda (coord.), Ciudadanía…, ob. cit., p. 43.
  6. Alayza y Paz Soldán, Luis, La Constitución de Cádiz 1812. El egregio limeño Morales y Duárez, Lima, PE Lumen, 1964.
  7. Guerra, François-Xavier, “El soberano y su reino…”, ob. cit., pp. 45-46.
  8. Wolfzun, Nora, “El extranjero real, un híbrido entre tigre y plata”, en Villavicencio, Susana (ed.), Los contornos de la ciudadanía. Nacionales y extranjeros en la Argentina del centenario, Buenos Aires, Eudeba, 2003, p. 157.
  9. Rousseau, Jean-Jacques, El contrato social, Buenos Aires, Longseller, 2010.
  10. Habermas, Jürgen, “Citizenship and National Identity”, en Van Steenbergen, Bart (ed.), The Condition of Citizenship, Londres, Sage, 1994.
  11. Leca, Jean, “Nationalite el citoyennete dans l` Europe des inmigrations”, en Documentos de Trabajo de la Fondation Giovannni Angelli, marzo de 1990.
  12. Marshall, Thomas H., Class, Citizenship, ob. cit.
  13. Villavicencio, Susana, “Ciudadanos para una Nación”, en Villavicencio, Susana (ed.), Los contornos…, ob. cit., p. 17.
  14. Balibar, Etienne, Les frontières de la démocratie, París, La Découverte, 1992.
  15. Es sobre esta última tradición de la concepción de la ciudadanía sobre la que se enmarca la tesis aquí presentada, ya que se intenta comprender cómo se dio la construcción en la Argentina decimonónica a partir del estudio de las luchas y la interacción de los diferentes actores sociales en pos de la construcción de una nación. Una nación con una fuerte impronta de modernidad y republicanismo.
  16. Daherndorf, Ralf, “The Changing Quality of Citizenship”, en Van Steenbergen, Bart (ed.), The Conditions…, ob. cit., pp. 13-14.
  17. Términos que Charles Tilly define del siguiente modo. “Categoría”: un grupo de actores diferenciados por un único criterio, simple o complejo. “Lazo: una continua serie de transacciones ante las cuales los participantes comparten ciertas memorias, criterios, derechos y obligaciones. “Rol”: un manojo de lazos atados a un único actor. “Identidad”: la experiencia de un actor de una categoría, lazo, rol, grupo u organización, acoplada a la representación pública de dicha experiencia; dicha representación pública generalmente toma la forma de una historia compartida, de una misma narrativa.
  18. Tilly, Charles, “Citizenship, Identity and Social History”, en International Review of Social History Supplements, vol. 40, Cambridge, Cambridge University, 1995, p. 8.
  19. Es indispensable aclarar que la palabra “nación” no tenía en aquella época el significado ligado al concepto de “nacionalidad” que tiene hoy día. La explicación que José Carlos Chiaramonte da sobre el significado de dicho término en su trabajo “Estado y Nación en América y Europa del siglo xix” (en Gallo, Ezequiel e Inés Viñuelas [coords.], Las dos veredas de la Historia, Buenos Aires, Edhasa, 2010) es de gran relevancia para comprender de qué se está hablando en el período analizado en este trabajo. Chiaramonte señala que en 1810-1820 el concepto de “nacionalidad” no existía. La palabra “nacionalidad” indicaba sencillamente –según la primera edición del Diccionario de la Real Academia Española– el origen nacional de un individuo, en el sentido estricto del lugar donde había nacido. No existía ese concepto propio del principio de la nacionalidad, que sería difundido luego por la Generación del 37, según el cual existían grupos humanos unidos por compartir las mismas características raciales o culturales. En aquel entonces una nación era un hecho contractual, racional que de ningún modo se ligaba con el sentimiento de identidad, ni con lo étnico. Nación era, entonces, un conjunto de gente que vivía bajo las mismas leyes y un mismo gobierno.
  20. Darío Roldan, en su trabajo “Reflexiones sobre el concepto de nación en Europa en la primera mitad del siglo xix”, publicado también en Las dos veredas de la Historia, estudia la idea de nación en la Argentina. En sus análisis plantea tres elaboraciones sobre la nación. La primera como producto de la Generación del 37, donde destaca que la búsqueda por encontrar los elementos que constituyeran la nación los condujo a un conjunto de tradiciones que no eran compatibles con el progreso y desarrollo deseados por ellos. Por lo tanto, principalmente Alberdi y Sarmiento se sintieron obligados a promover un cambio demográfico en donde su protagonista tomase distancia de aquellas retrasadas tradiciones para poder así inventar “una tradición en la que el progreso anidara como promesa del desenvolvimiento de los elementos que la constituía, lo que los encaminó a revisar algunas de esas convicciones”. Para Roldan, la nación –en esta etapa– no era pensada desde su identidad, tampoco se realizaba desde un pacto, ya que es sabido que la migración se dio “explícita y voluntariamente con una concepción cerrada de la ciudadanía”. La segunda formulación fue realizada a fines del siglo xix y principios del xx, en el marco de la evaluación de los efectos del mencionado cambio demográfico, y donde se priorizó la dimensión identitaria. La tercera elaboración tuvo lugar durante el siglo xx, y en ella se privilegió la tradición nacional y popular. Esta versión de cierta forma corregía las anteriores. En primer lugar, reivindicaba la indisolubilidad entre el pueblo y la nación, y, en segundo término, proponía reintegrar las tradiciones que la Generación del 37 había dejado de lado, pero que, no obstante, habían sobrevivido al proceso migratorio. Esta concepción privilegió una vez más la dimensión identitaria, ahora expresada en la búsqueda del “ser nacional”.
  21. Botana, Natalio, El orden conservador. La política argentina entre 1880 y 1916, Buenos Aires, Sudamericana, 1977.
  22. Sábato, Hilda, “Introducción. La vida política argentina: miradas históricas sobre el siglo xix”, en Sábato, Hilda y Lettieri, Alberto (comps.), La vida política en la Argentina del siglo xix. Armas, votos y voces, Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 2003, p. 11.
  23. Villavicencio, Susana, Los contornos…, ob. cit.
  24. Foucault, Michel, Hay que defender la sociedad, Madrid, Alka, 2003.
  25. En su libro La revolución del voto, Ternavasio hace referencia a una serie de recientes investigaciones sobre los procesos electorales en las distintas provincias argentinas, y destaca entre ellas las de Beatriz Bragoni (Los hijos de la revolución, ob. cit.), Noemí Goldman y Sonia Tedeschi (“Los tejidos formales del poder…, ob. cit.) y Gabriela Tío Vallejo (“La buena administración…, ob. cit.).
  26. Oszlak, Oscar, La formación del Estado…, ob. cit.
  27. Chiaramonte, José Carlos, Ciudad, soberanía…, ob. cit., p. 105.
  28. En 1827 comenzaron a suscitarse una serie de revoluciones en Buenos Aires que dieron por tierra con el proceso eleccionario puesto en marcha en 1821. En esos años la violencia y manipulación de las elecciones era un problema y servía de argumento a la oposición política para cambiar la legislación electoral establecida a partir de 1821.
  29. Chiaramonte, José Carlos, Ciudad, soberanía, ob. cit., p. 106.
  30. Oszlak, Oscar, La formación del Estado…, ob. cit., p. 45.
  31. Carmagnani, Marcello (coord.), Federalismos latinoamericanos: México, Brasil y Argentina, México, Fondo de Cultura Económica, 1993.
  32. Esta se articula con una definición de unidad política que es caracterizada por el monopolio de la violencia. Esto significa que “un centro de poder localizado reivindica con éxito su pretensión legítima para reclamar obediencia a la totalidad de la población afincada en dicho territorio […]. De un modo u otro, por vía de la coacción o por el camino del acuerdo, un determinado sector del poder, de los múltiples que actúan en un hipotético espacio territorial, adquiere control imperativo sobre el resto y lo reduce a ser parte de una unidad más amplia. Este sector es, por definición, supremo; no reconoce, en términos formales, una instancia superior; constituye el centro con respecto al cual se subordina el resto de los sectores y se recibe el nombre de poder político (Natalio Botana, El orden conservador…, ob. cit., p. 62 [el destacado es del original]).
  33. Goldman, Noemí, “El concepto de Constitución en el Río de la Plata (1750-1850)”, en Araucaria. Revista Iberoamericana de Filosofía, Política y Humanidades, año 9, n.º 17, primer semestre de 2007.
  34. Para ejemplificar dicha disputa, se puede citar el caso de los diputados de la Banda Oriental, entre ellos José Gervasio de Artigas, quienes presentaron una propuesta netamente confederal, para reclamar el reconocimiento de la independencia, soberanía y libertad de la provincia Oriental, la cual exigía el derecho a establecer su propia Constitución territorial, dentro de la general de las Provincias Unidas organizada bajo la forma de un gobierno republicano. La asamblea no consideró dicha propuesta, y rechazó los poderes de los diputados orientales por supuestos errores y desprolijidades en su elección.
  35. Ravignani, Emilio (comp.), Asambleas constituyentes argentinas, Buenos Aires, Casa Jacobo Peuser, tomo 2, 1937, p. 30.
  36. Goldman, Noemí, “El concepto de Constitución…”, ob. cit., p. 6.
  37. Alberdi, Juan Bautista, Bases y puntos de partida…, ob. cit.
  38. Esta denominación identifica a un movimiento intelectual de jóvenes universitarios y profesionales que, en ese mismo momento, fundó en Buenos Aires el Salón Literario (en la librería de Marcos Sastre). El objetivo era generar un espacio de debate ilustrado sobre la base de teorías sociales, políticas y filosóficas de pensadores europeos. La creciente politización del grupo y la opinión adversa que tenía respecto del Gobierno de Rosas llevaron a que este disolviera el salón. En 1838, de manera clandestina y organizados por Esteban Echeverría, Juan Bautista Alberdi y José María Gutiérrez, se creó la Asociación de la Joven Generación Argentina, cuya pretensión era recuperar la tradición liberal de la Revolución de Mayo, alentar el progreso material y superar la polarización entre federales y unitarios. Para tales fines, consideraban que debían influir sobre la clase dirigente y asesorarla ideológicamente. Consideraban a la democracia representativa como un objetivo a largo plazo y cuestionaban el sufragio universal adoptado por Buenos Aires en 1821 por las consecuencias políticas que tuvo su aplicación. A fines de la década del 30, sus miembros debieron exiliarse en Montevideo, Chile y Bolivia, como consecuencia de la persecución rosista. Desde el exilio, realizaron su propaganda política e inclusive establecieron filiales. El final fue la postulación de una política conciliatoria para la Argentina del momento, más cercana a la realidad y en contemplación del complejo escenario político, social y cultural del país. Otras figuras que adhirieron a la asociación fueron Domingo F. Sarmiento, Bartolomé Mitre, Vicente López, José Mármol y Miguel Cané. En Romero, José Luis, Breve Historia de la…, ob. cit., este tema se desarrolla de manera interesante.
  39. Ya sea como participantes activos, aquellos ciudadanos que tenían derecho al voto y a su vez podían ser elegidos para gobernar, o como participantes pasivos, que eran aquellos que solo tenían el derecho al sufragio.
  40. Rosanvallon, Pierre, La consagración, ob. cit., p. 14.
  41. Rosanvallon, Pierre, La consagración, ob. cit., p. 16.
  42. Nohlen, Dieter, Sistemas electorales…, ob. cit., p. 12.
  43. Nohlen, Dieter, Sistemas electorales…, ob. cit., p. 12.
  44. bato, Hilda (coord.), Ciudadanía política…, ob. cit., pp. 23-24.
  45. Colomber, Joseph M., Cómo votamos…, ob. cit., p. 31.
  46. El análisis de las Constituciones o estatutos provisorios provinciales de la década de 1820, recopilados por María Laura San Martino de Dromi, en el libro Documentos Constitucionales Argentinos, Buenos Aires, Ed. Ciudad Argentina, 1994, permite ver que existían diferencias en las definiciones con respecto al ciudadano que establecían cada unidad territorial. Las diferencias se dan básicamente en cuestiones relacionadas con la edad, en la cual entraban en vigencia los derechos políticos de los ciudadanos; en la mayor o igual participación de la ciudad y la campaña en las elecciones; en la cantidad de años de residencia en la provincia para poder ser considerado ciudadano de ella, en el lugar otorgado a los extranjeros, etc. Un ejemplo de ello es la disparidad con respecto a la edad a la que comenzaban a regir los derechos políticos del ciudadano. En los casos de Catamarca, Córdoba y Entre Ríos, la edad establecida eran los 18 años, mientras que en Corrientes se determinaba como edad de inicio de la ciudadanía los 25 años. Con respecto al voto activo, el derecho a elegir autoridades, casi la totalidad de los documentos especificaban quiénes gozaban de dicho derecho, y establecían límites de edad y nacionalidad; hay casos donde también se demandaban otro tipo de condiciones, como de propiedad, educación, y hasta en algunos casos se hablaba de religión.


Deja un comentario