¿Qué me hizo digno de la pena que su rabia quería infligirme? Mi crimen de criticar sus escritos, sin tocar su persona, más vulnerable que sus escritos. Esto es lo que quiero hacer notar hoy, esto define al escritor público y revela al temperamento político del hombre que pretende entender y practicar la libertad hasta creerse una personificación suya. […] ¿Por qué critiqué sus escritos? Él me arrancó esa crítica dedicándome un libro que escribió para probarme el error que yo cometí en atribuir la caída de Rosas a la espada del general Urquiza y no a la pluma del teniente coronel Sarmiento.
J. B. Alberdi, Peregrinación de Luz del Día
o Viaje y aventuras de la Verdad en el Nuevo Mundo
En 1852 Sarmiento volvió a Chile como consecuencia de su enfrentamiento con Urquiza. Desde allí, y una vez sancionada la Constitución Nacional de 1853, publicó su obra Comentarios sobre la Constitución de la Confederación Argentina, que estableció el comienzo de un cruce de ideas con Alberdi que por momentos se tornó verbalmente violento y agresivo. En dicho trabajo, Sarmiento –a diferencia de Alberdi– proponía nacionalizar al inmigrante.
Como señala Natalio Botana en su obra La tradición republicana, Sarmiento en Cometarios... se enfrenta directamente con la condición de extranjero en Sudamérica propuesta por Alberdi. Este último sostenía que la libertad política era producto de un aprendizaje, y que debía darse de manera espontánea una vez que el inmigrante se sintiese incorporado plenamente en el seno de la sociedad que tan a gusto lo recibía. Hasta llegar a esa instancia, Alberdi era partidario de que el ejercicio de la libertad política quedase encerrado dentro de los límites de un orden restrictivo. Su propuesta consistía en desligar al inmigrante de toda responsabilidad cívica, y sugería que la sociedad se transformase con la incorporación y pronta asimilación de los inmigrantes, que se convertirían por efecto natural al Gobierno de la República.[1]
Sarmiento, por el contrario, como ya se vio, se inclinaba por el modelo estadounidense –que obligaba al extranjero a adoptar de forma instantánea la carta de naturalización– argumentando que el éxito de dicha sociedad radicaba en gran parte en el hecho de que tanto la Constitución como las leyes convertían al extranjero de manera inmediata en ciudadano. Dicha medida hacía que los recién llegados se sintiesen comprometidos con la política del país elegido para forjar y mejorar su futuro y el de su familia. En una nota publicada en El Nacional con fecha 10 de noviembre de 1855, Sarmiento deja en claro cuál sería el peligro de no nacionalizar a los inmigrantes:
La Europa de ordinario aleja habitantes de su seno, lejos de propender a traerlos de otras partes, mientras que nosotros recibimos extranjeros por millares y puede ser que en pocos años recibamos por millones. Estos extranjeros no sólo atraídos momentáneamente por las necesidades del comercio, sino que acabarán por establecerse, adquirir bienes raíces, casarse, tener hijos y fijarse para siempre en el país. Así, pues, los habitantes del suelo son en gran parte, y pueden serlo en una gran escala extranjeros, y al admitir las tendencias de los agentes europeos aquí, concluiría por extranjerizarse la mayor parte de la población y de la propiedad, desconociendo hasta los hijos de extranjeros la jurisdicción de su patria natal sobre ellos.
¿Cuáles serían las consecuencias en grande de este hecho? Nada menos que la disolución de la sociedad, y el caos de jurisdicciones y pretensiones encontradas.[2]
La idea de Alberdi del trasplante institucional (desligar a los extranjeros de toda responsabilidad cívica hasta que la buena semilla creciera en la sociedad y trasformase luego las instituciones de la república) se oponía radicalmente a la fórmula de Sarmiento, donde la constitución y las leyes debían convertir de manera inmediata al extranjero en ciudadano e inducirlo a adoptar carta de nacionalización, como una manera de fortalecer las instituciones del país. En un fragmento de Comentarios…, Sarmiento lo increpa directamente:
Su distinción [la de Alberdi] entre nacionales y extranjeros debió evitarla precisamente porque existe en América y debe borrarse. No debe haber dos naciones sino la Nación Argentina; no dos derechos, sino el derecho común. Los extranjeros, dice el señor Alberdi, gozan de los derechos civiles y pueden comprar, locar, vender, ejercer industrias y profesiones; las mujeres argentinas se hallan en el mismo caso, como todos los argentinos y todos los seres humanos que no tienen voto en las elecciones. ¿Para qué distinguirlos?[3]
Tanto en el artículo de El Nacional, como en muchos otros publicados en periódicos de la época, dejaba en claro su crítica a la política inmigratoria alberdiana plasmada en la Constitución de 1853, y no solo cuestionaba las debilidades de la condición civilizadora de los extranjeros, sino también las limitaciones cívicas de las políticas con que se los recibía.[4]
Según Sarmiento, la concesión indiscriminada de derechos a los extranjeros –sumada a su falta de compromiso político y de conciencia cívica– perjudicaba el crecimiento de las instituciones republicanas, ya que gran parte de la población no estaba representada[5] y, por lo tanto, no se preocupaba por instruirse cívicamente ni por inculcar en sus hijos similar espíritu, lo que posteriormente llevaría a que el pueblo fuese cada vez más cosmopolita y se diluyera así el sentimiento de pertenencia y unión a una misma nación.
Su objetivo central era implantar la Constitución estadounidense en suelo argentino, y los principales actores debían ser los extranjeros en pleno ejercicio de sus derechos políticos y los ciudadanos educados gracias a la institución pública. No comulgaba con la creencia de conformar una república con pluralidad de pueblos, como sostenía Alberdi; por eso diferían en la construcción que ambos hacían de la relación ciudadano-extranjero. Sarmiento argumentaba que la igualdad no debía darse solamente en el ámbito de la sociedad civil, sino que también debía plasmarse en el espacio cívico-político, retomando el concepto de “igualdad política” concebido por los intelectuales de la Francia revolucionaria, y que Rosanvallon transmitía en su obra como aquella igualdad que “afirma un tipo de equivalencia de calidad entre los hombres, en completa ruptura con la visión tradicional del cuerpo político”:
… la igualdad política, en otros términos, sólo es concebible en la perspectiva de un individuo radical, contrariamente a las otras formas de igualdad que pueden perfectamente acomodarse en una organización jerárquica o diferenciada de lo social.[6]
Al respecto, es importante señalar que para Alberdi la libertad política debía ser restringida –siguiendo el ejemplo histórico de Grecia y Roma–, y el pueblo sufragante solo debía incluir a aquellas personas capaces de decidir, a una minoría que era la única capacitada para ejercer la libertad política:
La inteligencia y felicidad en el ejercicio de todo poder depende de la calidad de las personas elegidas para su depósito; y la calidad de los elegidos tiene estrecha dependencia de la calidad de los electores. El sistema electoral es la clave del gobierno representativo. Elegir es discernir y deliberar. La ignorancia no discierne, busca un tributo y toma un tirano. La miseria no delibera, se vende. Alejar el sufragio de manos de la ignorancia y de la indigencia es asegurar la pureza y acierto de su ejercicio.[7]
Siguiendo esta línea de razonamiento, se podría pensar que Alberdi bien hubiese podido aspirar a que aquellos inmigrantes lo suficientemente preparados y llenos de sabiduría trasplantaran su conocimiento también en la arena política, para lograr así el saneamiento del gobierno en Sudamérica. Pero no, porque, en su propuesta de gobierno, dejaba afuera tanto a criollos como a inmigrantes, ya que no intervenían en la designación de los gobernantes pues no eran electores ni representantes. Como señala Botana: “… permanecen marginados en una suerte de trasfondo en cuyo centro se recorta un núcleo político capacitado para hacer gobierno y ejercer control”.[8]
Por otra parte, Sarmiento se opuso fuertemente a la idea de Alberdi de negarles a los extranjeros naturalizados el derecho de defender a la patria durante los 30 años posteriores a su llegada al país –plazo que, como se mencionó en el apartado 2, los constituyentes de 1853 redujeron a diez años–, pues creía que dicha disposición no hacía más que “subrayar el carácter nocivo de un inmigrante incapacitado de tomar parte en la defensa de la nación”.[9] De tal modo, se conseguiría fomentar el egoísmo del inmigrante que no se arriesgaba a defender a la patria que le daba todo para poder progresar y desarrollarse. El compromiso de los extranjeros no debía limitarse solo a lo político, sino que también consideraba indispensable que estos tuviesen la voluntad de armarse en defensa de la patria. En el artículo de El Nacional citado anteriormente, se plantea el siguiente interrogante al respecto:
¿Qué deber más sagrado, más general para el hombre que defender su propiedad y su vida? La campaña está poblada hoy por otro tanto de extranjeros como de nacionales; pero cuando el Gobierno convoca la milicia para defender el país, no reconocen obligación de cumplir con este deber sino los argentinos. Mientras que éstos abandonan sus trabajos, y pierden su vida en combate, irlandeses, ingleses, franceses […] continúan impasibles en sus trabajos, de donde resulta que los nacionales tienen el deber de guardar las propiedades y las vidas de sus huéspedes, que en cambio explotan el tiempo que no dedican a su propia defensa y emplean su actividad en acumular capital […] a casos más generales.[10]
En opinión de Sarmiento, no se trataría solo de una cuestión de voluntad del extranjero, sino que, a la vez, el gobierno republicano sería responsable de generar un Estado activo, encargado de formar la base moral de la república al transmitir hábitos cívicos allí donde no los hubiese, pues, de no lograrlo, se forjaría –como bien lo señala Susana Villavicencio– una nación sin nacionales, una sociedad sin patria. La convivencia bajo un mismo marco legal y jurídico de dos tipos de ciudadanos –el nacional y el extranjero– acentúa las diferencias entre ellos y actúa como disparador de resentimientos mutuos. En el mismo artículo, Sarmiento ilustra este pensamiento:
Si de tales desigualdades resultase la disminución de la riqueza de los argentinos y el aumento de la de los extraños, como puede resultar la disminución de la población sometida a las cargas sociales, relativamente a aquellas que tenderían a conservarla exenta, resultaría una situación del pueblo nacional por otro pueblo extranjero dueño de la propiedad y sin gobierno, pero también sin instituciones que les aseguren sus derechos.[11]
La polémica de Sarmiento con las ideas y propuestas de Alberdi se trasladó al ámbito del Poder Legislativo, desde donde –ahora como senador– el sanjuanino siguió luchando por la nacionalización de los inmigrantes. En la sesión del 9 de septiembre de 1858, durante la discusión de un proyecto de ley presentado por un grupo de senadores en el cual se sugería otorgar el derecho al voto municipal a los extranjeros con dos años de residencia y que pagasen patentes, Sarmiento –quien en ese entonces ocupaba una banca por la provincia de Buenos Aires– tomó la palabra e hizo un fuerte descargo donde sostenía la inconstitucionalidad del proyecto. El argumento utilizado giraba en torno a la incompatibilidad entre el proyecto presentado y la Constitución nacional, pues esta última no admitía la clasificación de los derechos de los electores por cuestiones de fortuna o propiedad.
El siguiente extracto de su intervención en la sesión de ese día deja en claro su posición al respecto:
Los extranjeros tienen ciertas pasiones entre nosotros para apetecer la condición de extranjeros, y de ninguna manera la de ciudadanos del país, y esto por dos razones: 1º, porque no cumplen estando en Buenos Aires, con las obligaciones que su patria está en el derecho de exigirles y les exige, ni cumplen con los deberes que la naturaleza impone a todos los hombres de la sociedad, cualquiera que sea el país donde viven. El extranjero es una especie de alzado contra la Francia, contra la Inglaterra, y esta condición singular que ha generado, la ha de conservar, porque es la posición más feliz que puede apetecer, sin obligaciones, sin cargas de ninguna especie. Si en Buenos Aires persisten en ser españoles los españoles, franceses los franceses, etc., con pequeñísimas excepciones, es porque están libres de no cumplir deber alguno en su patria. Nunca sería conveniente que estas personas que desdeñan de ser ciudadanos de la República Argentina tengan la menor influencia en nuestros actos públicos, pues tienen sus familias, tienen ciertos intereses que no son los nuestros.[12]
Sarmiento no veía por qué motivo el extranjero habría de interesarse en participar de las elecciones municipales –considerando que el municipio le otorgaría a cambio escasos beneficios–, más aún con el antecedente de su desinterés en la participación en la vida política nacional (de la cual sin duda habría de obtener mayores beneficios). Para él, la ley propuesta no hacía más que degradar el concepto de “ciudadanía”, pues permitía que los extranjeros obligados a participar municipalmente se acercaran a las mesas electorales solo por dinero, en búsqueda de mejorar su situación económica. Esta medida únicamente beneficiaría a los políticos que deseaban manejar al electorado por medios no convencionales, ya que aquellos extranjeros que realmente tuviesen interés en el progreso del país se harían ciudadanos por decisión propia.
En otra oportunidad, una nueva petición realizada a la Cámara de Senadores –en este caso por un cónsul de Su Majestad Británica en carácter de representante de cuatro ingleses– volvió a despertar el enojo de Sarmiento, quien, desde su banca (durante la sesión del 30 de noviembre de 1858), solicitó la intervención de la Cámara ante el atropello del funcionario. En dicha petición se hacía un reclamo frente a ciertas condiciones legales de los cuatro ciudadanos ingleses, a quienes se mencionaba como “extranjeros”. En su exposición, Sarmiento argumentaba el no reconocimiento de la palabra “extranjero” por parte de las leyes civiles del país, pues –como se señaló anteriormente– la legislación civil argentina no distinguía al extranjero del nacional, por lo que, a ojos del senador, el cónsul británico con su presentación no hacía más que ofender al país. Para justificar su posición, recurrió una vez más al ejemplo de los Estados Unidos, donde, por el contrario, sí existía un derecho civil diferente para los extranjeros. Con dicho ejemplo dejó establecida su idea de que el hecho de no nacionalizar a los extranjeros permitía la intromisión de los agentes foráneos en la política y el quehacer nacionales. Al respecto, señalaba lo siguiente:
… en algunos Estados, los extranjeros no pueden poseer casas ni tierras si no han hecho primero una declaración por lo menos de querer ser ciudadanos de los Estados Unidos, y esta declaración que parece exigir demasiado del extranjero, le concede la igualdad de derechos que otorgan nuestras instituciones republicanas, lo que precisamente tiene por objeto evitar el caso que hoy sucede ante el Senado, y es que un cónsul extranjero se presente en representación de los derechos civiles de sus súbditos, es decir, de los derechos que la Inglaterra, pretendería tener aquí sobre la tierra de Buenos Aires, puesto que esto es lo que importa a la representación del señor cónsul.[13]
Para finalizar su exposición ante sus pares, ejemplificó una vez más con el caso de los Estados Unidos, señalando que sus habitantes habían sido cautelosos al exigir la condición de ciudadano para poder adquirir ciertos derechos, entre ellos la posibilidad de obtener empleos en la ciudad. El mencionado requerimiento de nacionalización, agrega Sarmiento, evita el establecimiento de cónsules y agentes extranjeros que se instalan en el país para gobernar a sus nacionales e interfieren en favor de sus representados, generalmente presentando una multitud de reclamos a favor de estos, pero a la vez en contra de los de los ciudadanos del país que los cobija, en este caso la Argentina.
Al contar el extranjero con tales privilegios, no cumplía ni con las obligaciones de su patria natal ni con las de la patria adoptiva, y a la vez gozaba de los derechos al igual que el resto de los ciudadanos, pero sin obligaciones ni cargas de ninguna especie. Queda claro con estas declaraciones que Sarmiento no solo veía en la nacionalización del inmigrante la solución al tema del compromiso con el desarrollo y crecimiento del país –en el ámbito tanto económico como de las instituciones de la república–, sino que consideraba que el hecho de que el extranjero fuese ciudadano evitaría la intromisión de agentes externos que, alegando que actuaban en defensa de sus súbditos, pretendían gobernar y decidir en cuestiones de índole nacional.
A lo largo de su carrera política y como educador, Sarmiento le otorgó gran importancia al tema de la adquisición de la ciudadanía por parte de los extranjeros como instrumento indispensable para el fortalecimiento y desarrollo de las instituciones republicanas. Las experiencias vividas en su viaje por los Estados Unidos le sirvieron de ejemplo a la hora de demostrar la importancia que tenía para el futuro del país la ciudadanización de los inmigrantes.
A pesar del progreso material que se había dado en el país a partir de 1850, Sarmiento tenía en claro que este avance no se materializaba de manera paralela en el terreno político, donde aún se mantenían las costumbres del pasado. El progreso sociocultural era considerado por él un requisito previo al progreso económico, a diferencia de Alberdi, quien sostenía que el crecimiento económico y la educación eran procesos que se debían dar de manera simultánea.
Con respecto a la idea de priorizar la educación práctica de las ciencias aplicadas (definida por Alberdi como la “pedagogía espontánea de la sociedad industrial”) por sobre la enseñanza de las ciencias morales en el plan de las escuelas y de la instrucción obligatoria, esta se oponía radicalmente a la idea de Sarmiento, donde la escuela y el maestro que enseñaban aritmética, gramática e instrucción cívica debían ocupar el primer lugar. La propuesta de Alberdi de darles preponderancia a la barreta y el arado –enseñanzas que, como ya se señaló, provenían del inmigrante europeo– por sobre el alfabeto enfureció a Sarmiento:
No, Alberdi. Deshonradme ante mis compatriotas, como lo habéis hecho en vuestro libro, preciándonos de haberlo hecho con moderación, sin ruido, como el hábito de ladrón que rompe las cerraduras y el dueño de casa no se despierta; que abre las puertas y los goznes no rechinan; que descerraja los armarios y no deja señales aparentes de sustracción. Deshonradme en hora buena, pero no toquéis la educación popular, no desmoronéis la escuela, este santuario, este refugio que nos queda contra la inundación de la barbarie.[14]
Sarmiento sostenía que el patriotismo era el civismo mismo, pero sentía que, en la Argentina –a diferencia de lo que sucedía en los Estados Unidos–, los inmigrantes no optaban por adquirir la ciudadanía, pues tomaban el ejemplo de sus compatriotas: aprendían las ventajas que estos tenían por no ser ciudadanos, y podían canalizar los impulsos patriotas en el país del cual eran oriundos.[15]
Sarmiento tenía en claro que la prosperidad material y la inmigración no eran suficientes para el progreso y el crecimiento de la república. Para lograr estos últimos, era necesario despertar, tanto entre los criollos como entre los extranjeros, el sentimiento cívico, aquel que les permitiría ser parte de la formación política del país; y ese sentimiento (latente en cada hombre) sería desarrollado únicamente a través de la fuerte impronta de la educación. Consideraba que las maestras y los maestros públicos debían actuar como agentes de una instrucción homogénea, como representantes del interés universal del Estado, ya que eran ellos –conjuntamente con los intelectuales, sabios y científicos– los custodios de la república.
Alberdi se enfrentó directamente a Sarmiento cuando este ejercía la presidencia de la nación; lo hizo desde Londres en 1871 con un texto titulado Peregrinación de Luz del Día o Viaje y aventuras de la Verdad en el Nuevo Mundo. Son diversos los reclamos y las críticas que le hizo al sanjuanino, no solo en relación con su gestión de gobierno, sino también en cuanto a sus escritos anteriores y a sus valores éticos y morales. Cuestionaba ferozmente el ataque perpetrado durante muchos años por Sarmiento a la figura de Quiroga, y señalaba que dicho ensañamiento no consistía en otra cosa que en derribar con la difamación a su principal rival en las urnas en la carrera presidencial. En su ataque al caudillo riojano, Alberdi sostenía que Sarmiento se enfrentó a su persona por haber sido un admirador y defensor del honor y la valentía del general Quiroga en su ferviente lucha para poner fin a la tiranía de Rosas.
Para hacer foco en el tema central de esta investigación, una de las principales críticas que Alberdi hizo a la gestión presidencial de Sarmiento tenía que ver con la relación entre la inmigración y la educación del pueblo. Para él, la inmigración espontánea –aquella que viene sin ser llamada– no es la inmigración que educa y civiliza, es una inmigración peligrosa. Al respecto comenta:
… Nadie que vale algo emigra espontáneamente para empeorar su condición: Para determinar a la buena población de Europa, a emigrar a países inferiores, es preciso forzar su espontaneidad por incentivos enérgicos, por irresistibles atractivos. Así obro la América del Norte con sus primeras inmigraciones europeas, cuando éstas iban a instalarse en países casi desiertos y semisalvajes. Renunció a los estímulos artificiales, cuando su población civilizada, se hizo grande, y desde que esta misma grandeza se convirtió en suficiente estimulo.[16]
Esta cita pone de manifiesto la idea alberdiana de darles todas las libertades a los inmigrantes sin exigirles nada a cambio ni cargarlos con obligaciones, porque eran ellos quienes iban a educar a la población existente a través de la transmisión de sus costumbres, buenos modales y valores. Idea que, como se señaló anteriormente, se enfrentaba con aquella proclamada abiertamente por Sarmiento, que exigía que los inmigrantes tuviesen las mismas obligaciones que los nacionales –principalmente la obtención de la ciudadanía– para generar un mayor compromiso y un mayor vínculo con el país que los había recibido.
Sarmiento consideraba que era el Estado –a través de la legislación y la educación– el encargado de moldear a esa población inmigrante que llegaba al territorio, y que al nacionalizarse se despertaría en ellos y en sus descendientes ese sentimiento de patriotismo que incrementaría el civismo entre los ciudadanos, y que además desterraría uno de los principales temores del sanjuanino: tener un país sin ciudadanos, propenso a la manipulación de las tiranías. Alberdi, con su visión más sociológica, y convencido de que el cambio de costumbres y tradiciones no se puede erradicar de la esencia de las personas, criticaba la política de gobierno de Sarmiento: señalaba que la educación política, la costumbre inteligente de ejercer el poder, es la verdad y la libertad, y destacaba que la educación pública es una parte de la soberanía cuyo ejercicio no se debe delegar ni sacar de las manos del pueblo. Al respecto argumenta:
Si, pues, el gran medio de educación popular americana es la inmigración de poblaciones educadas, los países de Sud América, que aspiran a ser libres, deben tomar y retener en sus manos la dirección de la inmigración, sin entregarla jamás al Gobierno, ni permitirle que la limite. Si se pone ese inmenso elemento en las manos del Gobierno, lejos éste de atraer inmigración que enseñe al pueblo a no necesitar de sus dictadores, traerá la chusma y basura de la emigración europea, por ser la que mejor le sirva para mantener al país ignorante y desnudo, en fuerza de esa ignorancia del Gobierno mismo; y por guerras criminales, espantará y alejará la inmigración instruida, rica, seria, libre y capaz de educar por su ejemplo en el uso de la libertad […]. El Gobierno que no aleja la mala inmigración por los medios indirectos, de que todo Gobierno dispone, es en realidad el que atrae y fomenta; y si en cierto modo puede él decir que gobernar es poblar, con más razón puede decir que poblar es embrutecer, corromper, empobrecer y apestar.[17]
Ambos concordaban en la necesidad de la inmigración como motor del progreso, pero diferían en cuanto al modo de integrar a los extranjeros en un proceso global de construcción de la nación. Hacia finales de la década de 1880, Sarmiento alcanzó a percibir –como señala Halperín Donghi– el desfasaje entre la Argentina por él diseñada a comienzos de 1830, que preveía la llegada de habitantes “que traerían hábitos de buen gobierno y prestarían apoyo al ejercicio de las libertades asociadas a nosotros y formando parte de nuestros gobiernos”,[18] y la realidad de la época. Comprobó con gran desilusión algo que venía previendo hacía muchos años: aquellos que habían llegado no tenían la experiencia ni el hábito de gozar de los derechos políticos de su país natal, y transmitían esa indiferencia y abstención a las generaciones siguientes. ¿Dónde radicaba el problema: en el tipo de inmigración que había llegado a las costas argentinas o en el hecho de que la legislación nacional no exigía la nacionalización de los inmigrantes como medio para generar esa conciencia cívica y ese patriotismo tan deseados?
- Botana, Natalio, La tradición…, ob. cit., p. 346. ↵
- Sarmiento, Domingo Faustino, Obras completas, tomo 36, La condición del extranjero en América, ob. cit., p. 14.↵
- Sarmiento, Domingo Faustino, Obras completas, tomo 8, Comentarios…, ob. cit.,↵
- Villavicencio, Susana, Sarmiento y la nación…, ob. cit., p. 165.↵
- Hilda Sábato, quien, en uno de sus trabajos, describe la vida política de Buenos Aires durante los años 1860 y 1880, señala la violencia como una causa predominante de la baja concurrencia a las urnas por parte del electorado, pero a la vez menciona como factor relevante el gran número de inmigrantes no nacionalizados que residían en Buenos Aires, y cuya principal preocupación era su bienestar individual sin tener ningún interés en la participación política en pos del bien común.↵
- Rosanvallon, Pierre, La consagración…, ob. cit., p. 12.↵
- Alberdi, Juan Bautista, Derecho Público Provincial, Buenos Aires, Universidad de Buenos Aires, Departamento Editorial, 1956, p. 100.↵
- Botana, Natalio, La tradición…, ob. cit., p. 54.↵
- Botana, Natalio, La tradición…, ob. cit., p. 347.↵
- Sarmiento, Domingo Faustino, Obras completas, tomo 36, La condición del extranjero en América, ob. cit., p. 15.↵
- Sarmiento, Domingo Faustino, Obras completas, tomo 36, ob. cit., p. 15.↵
- Sarmiento, Domingo Faustino, Obras completas, tomo 18, Los extranjeros en las elecciones, ob. cit., p. 167.↵
- Sarmiento, Domingo Faustino, Obras completas, tomo 18, Derechos civiles de los extranjeros, ob. cit., p. 185.↵
- Sarmiento, Domingo Faustino, Obras completas, tomo 15, Las ciento y una, 1853, p. 215.↵
- Botana, Natalio, La tradición…, ob. cit., p. 462.↵
- Alberdi, Juan Bautista, Obras completas, tomo 7, Peregrinación de Luz del Día o viaje y aventuras de la Verdad en el Nuevo Mundo, ob. cit., p. 359.↵
- Alberdi, Juan Bautista, Obras completas, tomo 7, Peregrinación de Luz del Día o viaje y aventuras de la Verdad en el Nuevo Mundo, ob. cit., p. 368.↵
- Sarmiento, Domingo Faustino, Obras completas, tomo 40, Argiropolis, p. 190.↵