Tengo que atravesar el más penoso retazo de camino (la vejez) con la falta de objetivos, las enfermedades y el peor de todos los males del espíritu: el desencanto. El mío lo es del país como elemento de desarrollo, y del pueblo como materia progresable.
D. F. Sarmiento, Ideas fundamentales
Durante sus últimos años de vida, hacia fines de los 80, y ya retirado de la política, Sarmiento se volcó –como vimos en el apartado anterior– una vez más al periodismo. Las páginas de El Censor dejan en claro que era un ferviente opositor al Gobierno de Roca. Como explicitó en la presentación del programa de la nueva publicación, el objetivo principal era combatir desde sus páginas –y utilizando la palabra como única arma– la tiranía de la administración roquista. Al revisar los archivos del periódico, se puede apreciar que la mayoría de los artículos publicados giraban en torno a la crítica o al cuestionamiento de las acciones del Gobierno. El análisis de la totalidad de los ejemplares aportó datos interesantes a la polémica que ya desde mediados de siglo Sarmiento había desatado con Alberdi en relación con la nacionalización de los inmigrantes. Fiel a su argumentación, reprobaba la actitud indiferente y egoísta de los inmigrantes arraigados en el país, que, con su apatía, silencio y falta de compromiso con la vida política nacional, no hacían más que apoyar las decisiones de la administración de Roca, gobierno que para él se acercaba cada vez más al despotismo.
El Censor es, por lo tanto, una herramienta interesante para analizar la evolución de las ideas de Sarmiento con relación a la cuestión de la nacionalización de los inmigrantes. Aun desde el área privada, continuó su lucha en favor de que los inmigrantes se hicieran ciudadanos; desde su diario, les dio un espacio a todos aquellos que quisieran expresar su opinión al respecto, en especial a los inmigrantes que compartían su manera de pensar. Tal es el caso del inglés Mr. Walls, a quien se le publicaron diversas cartas donde, como inmigrante naturalizado, intenta hacer ver a sus pares las ventajas de ser ciudadano argentino, pues creía que el compromiso político de los millares de extranjeros que en ese entonces habitaban el territorio podía evitar el despotismo ejercido por Roca.[1]
En esta etapa de su vida, Sarmiento centró su argumentación en el rol pasivo que asumían esos millones de inmigrantes residentes en el país que, con su apatía política, no hacían más que fomentar las tiranías. En la publicación número 14 del periódico, con fecha 17 de diciembre de 1885, en un artículo titulado “La dinamita” Sarmiento embate contra los extranjeros:
… a la masa inerme y consentidora de los extranjeros en política, debe el país las tiranías que se levantan, a merced de su indiferencia y alejamiento de la vida pública; pues viviendo sin derechos y acción ciudadana, y contrabalanceando la población criolla, en número, riqueza e influencia, forman una sociedad sin derechos políticos, que dejan en minoría a la parte culta de la sociedad criolla, y todo gobierno bueno o malo puede subsistir y perpetuar abusos apoyado en la mitad de la población rica que es extranjera, pero indiferente; siendo la otra mitad de habitantes, una parte de gente inculta, campesina o desvalida que no entiende nada de lo que pasa, sino es que no han de ser soldados o policías y votantes a disposición de comandantes de campaña, de jueces de paz y Tenientes Alcaldes, etc. […]. De aquí resulta que el Gobierno se hace arbitrario, porque tres cuartos de la población lo apoyan, mostrándose indiferentes o sumisos contra la otra cuarta parte, en parte educada, en parte rica, pero en minoría e incapaz de hacer oír la opinión pública nacional, porque hay una opinión pública extranjera que se halla bien con el Gobierno.[2]
En este artículo, Sarmiento no solo arremete contra los inmigrantes desinteresados, sino también contra la prensa extranjera, en especial el periódico inglés The Standard, que desde sus páginas no hacía más que apoyar las medidas del Gobierno en pos de garantizar los beneficios comerciales y económicos de los inmigrantes, desinformando a los extranjeros que habitaban el suelo nacional y a aquellos que vivían en el exterior, principalmente en Europa. En el mencionado artículo, Sarmiento señala: “… los irlandeses y franceses de Buenos Aires no toman parte en nuestra vida pública, aun siendo nacidos en el país, gracias a las tenencias de alejamiento que les comunican diarios como el Standard…”.[3]
En una carta enviada por Sarmiento a su amigo y confidente José “Pepe” Posse,[4] con fecha 22 de agosto de 1882, expresa también dicha preocupación y pone de manifiesto, una vez más, la responsabilidad que tenían en ello tanto las desacertadas políticas inmigratorias nacionales, como los gobiernos extranjeros. En el siguiente fragmento de dicha carta, expresa claramente su preocupación:
… En la ciudad de Buenos Aires, los blancos somos más que los rojos; pero los extranjeros, la emigración provocada para aumentar nuestras filas es extraviada por nuestra falta de plan, y por la política italiana en Italia que está soñando recolonizarnos italianos…[5]
La respuesta de Posse revela que el sentimiento de desencanto respecto de la inmigración que llegaba a Sudamérica trascendía las fronteras de los intelectuales que habitaban en Buenos Aires:
… Roca hace y hará lo que quiera, para eso tiene una República sin ciudadanos, sin opinión pública, educada para la tiranía y corrompida en estos últimos años por la gran masa de inmigración sin patria ni allá ni acá, sin ideas de gobierno ni otro propósito que buscar dinero por todos los caminos, con preferencia los peores en el sentido de la honradez. ¡Qué chasco nos hemos dado con la inmigración extranjera! Estos gringos que hemos hecho venir son aliados naturales de todos los gobiernos ladrones por la buena comisión que cobran ayudándolos en las empresas rapaces…[6]
Esta actitud indiferente de los inmigrantes alimentaba para Sarmiento la tiranía de Roca, quien –según él– la utilizaba a su favor desacreditando el peso electoral tanto de la provincia de Buenos Aires como de la Capital, al considerar desnaturalizados a los argentinos nacidos allí a causa de su insignificancia como propietarios y de su reducido número como ciudadanos. Para Roca, la República Argentina estaba fuera de estas dos ciudades, donde prevalecían tanto la población como los intereses extranjeros. Estas afirmaciones del presidente, que fueron publicadas por El Censor el 9 de enero de 1886 en una carta enviada por un inmigrante al editor como respuesta a dichas declaraciones, demuestran cómo Sarmiento aprovechó la polémica sobre la nacionalización de los inmigrantes para canalizar su descontento y oposición a la presidencia de Roca.
A continuación, se transcribe la carta completa, ya que es un excelente exponente de lo que sentían millones de inmigrantes residentes en el país:
Un extranjero
Sr. Exmo. Gral. D. F. Sarmiento
Un extranjero habitante de la República Argentina. Desde 26 años padre de una numerosa familia, se permite dirigirse a Ud. la presente, protestando contra las insinuaciones humillantes del actual Presidente Sr. Gral. Julio A. Roca, siempre que sean exactas las revelaciones del Sr. Walls, publicadas en el Courrier de La Plata.
El actual Presidente lanza sobre Buenos Aires el insulto hiriente, que en estas partes de la República Argentina (la Capital Nacional y la provincia de Bs. As.) no existe el sentimiento nacional y por tanto el patriotismo, por ser la mayoría de sus habitantes compuesta por extranjeros.
Prescindiendo completamente de averiguar si esta proporción de nacionales y extranjeros es exacta o no.
El Gral. Roca olvida que el 80% de estos extranjeros, sean ricos o pobres, son padres de familias, cuyos hijos son tan ciudadanos argentinos como el mismo Jefe del Estado, de lo que fácilmente puede cerciorase revisando los registros y aun más las listas de la Guardia Nacional de la Capital y de la Provincia.
El Sr. Roca olvida que en todas las fiestas patrias, de la República Argentina, como en aquellas célebres manifestaciones a los prohombres de la Nación, los San Martín y Rivadavia, estos extranjeros llevan a sus hijos, los futuros ciudadanos argentinos, a las plazas públicas con el objetivo de retemplar sus sentimientos patrióticos.
El Sr. Presidente se olvida o no lo quiere saber que en los campos de Cepeda, Pavón y en los del Paraguay, yacen millares de extranjeros e hijos de extranjeros sepultados al lado de los cordobeses y santiagueños sin que el plomo del enemigo haya tenido sus preferencias.
El Sr. Presidente Roca se olvida de los muchos servicios prestados por extranjeros no solamente en guerras sino en los trabajos aun más difíciles de la paz, de la civilización, del progreso, en las artes y las industrias.
El Presidente argentino ha ofendido sin razón a los miles y miles de extranjeros padres de familia, que tratan de educar bien a sus hijos, y cuyo único afán es hacer de ellos buenos y leales ciudadanos argentinos. Como lo comprueban los muchos jóvenes hijos de extranjeros que viven o sirven en todas las ramas de la vida pública y privada.
El Sr. Presidente cree, por no formar la mayoría de los extranjeros de Buenos Aires y Capital en las filas Juaristas, sea material o moralmente, que es por falta de patriotismo, y de sentimiento nacional.
El Sr. Presidente actual de la República pretende, que solamente Córdoba, y tal vez Catamarca son las grandes y únicas fábricas, donde se producen y reproducen los ciudadanos patriotas argentinos: será pues necesario tener hombres como los inolvidables López Quebracho, López Mascarilla, Bustos, Quiroga, Peñalosa, y otros célebres patriotas, para merecer ante el calificativo de “buen patriota nacional”.
Este insulto gratuito lanzado por el Jefe del Estado a la joven y nueva generación de Buenos Aires (Capital y Provincia) es tanto más hiriente cuanto fue proferido por el Jefe de la Nación, ante quien todas las naciones en el país deben ser iguales; y como éstas son ante la Ley augusta, y ante todos los demás ciudadanos de la República. Resultó que el Presidente de la República Argentina es tal vez el único ciudadano argentino, ante quien hay diferencia de cuna.
Tenemos sin embargo el consuelo de que esta opinión del Presidente actual de la República es aislada. S.S.S.
N. N. (El Censor, n.º 32, 9 de enero de 1886)
En el periódico del día siguiente (10 de enero de 1886), Sarmiento realizó una descarga contra la negación sistemática de los extranjeros de tomar parte en la vida política, y manifestó que esta actitud fortalecía al Gobierno de Roca. En dicho editorial hace referencia a la carta transcripta anteriormente, y subraya el desacierto de las palabras del presidente de la nación, que no hicieron más que indignar y ofender a millones de extranjeros y ciudadanos argentinos.
El enojo de Sarmiento continuó desplegándose durante los días subsiguientes, pero se extendió a la órbita de la nacionalidad, pues las declaraciones recientes de Roca no solo podían despertar resentimientos entre los extranjeros y los nacionales, sino que principalmente revivían el enfrentamiento y la rivalidad entre Buenos Aires y el interior. Al respecto, Sarmiento decía lo siguiente:
No pueden llamar aristócratas a los hombres cultos que habitan la parte más poblada, más europea, más rica de la República, les llamarán extranjeros a los porteños, y proclamarán subsistente el odio antiguo suscitado por Artigas, Ramírez, López y Bustos, porque otros caudillos del interior eran demasiado aldeanos, demasiado de tierra adentro para saber que existiese Buenos Aires, ni le importase nada de ello.[7]
La descripción rebosante que hacía Sarmiento de los habitantes de Buenos Aires en relación con los habitantes del interior tampoco ayudaba a mantener aplacada la rivalidad entre Buenos Aires y las provincias. Las palabras que utilizaba para referirse a la población de las provincias eran por momentos despectivas –sobre todo si se las contrasta con los términos halagadores con los que describía a la sociedad porteña–.
Continuamente llamaba a la unidad de los bonaerenses como una manera de ponerle freno –según sus palabras– al despótico Gobierno del presidente Roca, y responsabilizaba a los extranjeros, quienes, con su actitud apática, resultaban funcionales al roquismo. El siguiente párrafo de un artículo publicado en la edición n.º 34 de El Censor es una clara muestra de ello:
… Necesitamos unirnos en Buenos Aires los que tenemos la misma sangre y con ella las mismas instituciones de pueblo, aspirando a mantener y completar la libertad política que depende de la opinión y se expresa por la elección del Ejecutivo.
Faltando fuerza y verdad en este acto, dirige con el palo a la grey que no sabe dirigirse a sí misma.
Ya lo ven los extranjeros, no nos ayudan a defender nuestros derechos, y con su indiferentismo acaban por persuadir al gobernante que no hay sino extranjeros en esta tierra.
Sarmiento creía que sin libertades políticas no sobrevivirían las libertades civiles, pues esa actitud desinteresada y egoísta de la masa de inmigrantes que habitaba el territorio daría vía libre al despotismo, el cual en poco tiempo terminaría por aniquilar la república. Esta división de la sociedad entre aquellos que tenían las riquezas y aquellos que tenían la participación cívica preocupaba mucho a Sarmiento, ya que sostenía que la apatía de los primeros generaba el clientelismo político. A diferencia de Alberdi, Sarmiento pensaba que los extranjeros debían abocarse tanto a lo económico como a lo político, porque eran ellos los que se encontraban en mejores condiciones para forjar la república. Consideraba que estos habitantes prósperos, quienes con su egoísmo tantas veces habían pisoteado la ciudadanía, eran los responsables –en parte– de la corrupción del pueblo.[8]
Ante la proximidad de las elecciones presidenciales de 1886, Sarmiento, como ferviente opositor al sucesor del roquismo –Juárez Celman–, intentó desde las páginas de El Censor concientizar a los extranjeros acerca de la importancia que tenía para el futuro del país hacerse ciudadanos, pues esa indiferencia de la cual se habló recién no hacía más que favorecer y fortalecer al Gobierno. Con relación a las manifestaciones públicas típicas de los meses previos a las elecciones, apareció en El Censor del 31 de marzo de 1886 un artículo que explicaba cómo la ausencia de la masa extranjera en las marchas a favor del candidato de la oposición solo favorecía al Gobierno vigente. Al respecto, se dice lo siguiente: “La desmoralización de la población inerme que no tiene patria aquí es tal que sirve de base a la política que nos domina”.[9]
Ya desde 1883, cuando, en enero de ese año, publicó su obra Conflictos y armonía, Sarmiento visualizaba el problema que en el corto plazo implicaría para la consolidación democrática la no nacionalización de los inmigrantes no solo en la Argentina, sino en toda Sudamérica. En una carta enviada al Sr. Diego Barros Arana[10] el 18 de enero de 1883 para acompañar un ejemplar de su reciente obra, Sarmiento pone de manifiesto dicha preocupación:
… Éste es el peligro de toda la América y el que quiero señalar. Uds. no han estado todavía en este mar lleno de escollos, nosotros no hemos salido aún. […]. Los que toman algo se van a Europa. Los que resisten en las Antillas o en la miseria, y en Caracas los extranjeros haciendo fortunas. Nadie vota. El voto obligatorio, bajo multa de 3 pesos. Todo el mundo la paga pero nadie se acerca a las mesas en Caracas […]. La inmigración ha cambiado la balanza: somos más europeos que indígenas. La desgracia es que es preciso educar a los europeos a las instituciones libres y darles nacionalidad americana que desconocen. Ésta es otra faz en que ya entramos. Mucho desenvolvimiento de riqueza e industria: mucha indiferencia por las instituciones…[11]
La falta de representación de los millares de extranjeros residentes en el país era un problema que despertaba en Sarmiento mucho enojo. En la edición n.º 99 de El Censor (con fecha 31 de marzo de 1886), y bajo el título “Una manifestación”, Sarmiento compara la actitud de los inmigrantes en 1859 frente a las amenazas de saqueo que se dieron en Buenos Aires después de Cepeda por parte del ejército vencedor con la apatía y falta de compromiso con el país que demostraban en la década del 80. El siguiente párrafo explica la similitud planteada:
… Pero hay otras razones más que les quitan a estas manifestaciones su fuerza y su significado. […]. Cuando amenazaban después de Cepeda, entrar a Buenos Aires, el ejército vencedor, ocurriósele a los almaceneros y pulperos de la calle de la Catedral, izar una bandera extranjera sobre cada tienda y ya se prolongaban por toda la ciudad, un embanderamiento extranjero, por temor a los saqueos, cuando se notó, que no estando la casa del argentino propietario engalanada de fiesta como otras, la bandera extranjera decía desde lo alto de una pulpería, al ejército invasor: “Saqueen si gustan la casa del vecino mío que es argentino, que yo soy de otro país y no me meto en estas cosas”.
Hoy sucede en lo moral lo que entonces amenazó suceder en lo material. Los ciudadanos deseosos de hacer sentir su número, su fuerza moral, salen a las calles reunidos y en todo otro país, Chile, Nueva York, Boston, estas manifestaciones producen su efecto sobre los sentidos. En Buenos Aires la enorme masa de extranjeros indiferentes y sin patria desvirtúa el efecto. No necesitan para ello concurrir al acto. Los adversarios a quienes se desea influenciar con la fuerza de los números calculados por cuadras, por plaza y calles ocupadas, responden que son extranjeros la mayor parte. Y el recurso pacífico, pero triunfante de la opinión para hacer sentir y respetar a las minorías, o mal informadas o audaces, está quebrada en nuestras manos, por la composición de la población; y si el alzamiento de las banderas intentado en 1859 produjo el saqueo de la parte argentina del comercio y la industria, la masa extranjera ausente servirá para menospreciar la opinión pública, aun atribuyendo el número de los manifestantes a la presencia de extranjeros curiosos que la hacen aparecer numerosa, pero no imponente: porque la masa extranjera no expresa opinión […].
La desmoralización de la población inerme que no tiene patria aquí, es tal que sirve de base a la política que nos domina…
Tampoco podía entender que los extranjeros, que conformaban la porción más rica y poderosa del país, no adquirieran el derecho de elegir presidente, diputados, gobernadores para defender sus propios intereses, ya que, reunidos con los argentinos en minoría, conformarían una mayoría respetable y respetada, y evitarían de esa manera que un Congreso que no los representaba decidiera e impusiera el destino de su dinero –ya que ellos, al no ser ciudadanos, no podían reclamar, pues no nombraban representantes ni elegían gobierno–. Sarmiento creía que esta actitud indiferente le generaba un gran daño al país que los acogía y protegía.
Mientras se publicó El Censor, Sarmiento fue fiel a su idea de nacionalización de los extranjeros y buscó por todos los medios difundir sus argumentos. Quería, por un lado, persuadirlos a optar por la ciudadanía argentina y, por el otro, modificar aquellos puntos de la Constitución referentes a la adquisición de la ciudadanía por parte de los inmigrantes. Los argumentos utilizados se centraban en la necesidad de despertar la conciencia cívica de la población, la cual impediría el quiebre de las instituciones republicanas, ya que llevaría a que fuera el pueblo en su totalidad, y no solo la porción menos representativa de este, el que gobernaría.
Después del fin de la publicación de El Censor, Sarmiento continuó expresando su pensamiento y opinión desde las páginas de otros periódicos. En una nota del 9 de septiembre de 1887, en El Diario, titulada “El mito babilónico”, entabla un paralelismo muy interesante entre la antigua Babilonia y Buenos Aires a partir de la ausencia de ciudadanos mencionada anteriormente y la falta de educación de quienes arribaban a dicho territorio:
¿Quiénes son los ciudadanos de este “El Dorado” ya presentido por los antiguos conquistadores, ciudad sin ciudadanos, pues de sus cuatrocientos mil que la habitan la más industrial parte, y la que representa el aspecto moderno, se declara extraña, y cuando más se reconoce artífice y artista de la transformación, sin transustanciaciones, pues cada uno queda lo que fue instrumento, fabricante, constructor? Se edifican ciudades, como se tejen paños, para el uso de quien hubiera de necesitarlos, y así se produce una grande ciudad en América de alquiler, con tenedores pocos, con arribantes al mundo en marcha que de toda la Europa se desprenden, como fruto maduro, y los alisos arrastran a estas playas.
Así, creciendo y aumentándose, tendremos, si no tenemos ya la Torre de Babel en construcción en América, por artífice de todas las lenguas, que no se confundieron al construirla, sino que siéndolo y persistiendo en conservar las de su origen, no pudieron entenderse entre sí, y la grande esperanza del mundo de contar un nuevo cataclismo y diluvio pasado, porque no se hace patria sin patriotismo por cemento, ni ciudad sin ciudadanos que es el alma y la gloria de las naciones, se disipara al soplo de los acontecimientos vulgares, seca prolongada, una guerra extranjera o intestina.[12]
El pedido de toma de conciencia que hacía a la comunidad extranjera residente en el territorio nacional era incesante. Temía que no se lograra conformar una sociedad nacional donde se fusionaran los nacionales y los extranjeros, unidos por la condición ciudadana, la cual fuera capaz de otorgar a todos ellos un sentido de pertenencia a una misma nación, y ante la cual todos por igual se comprometieran a defenderla y hacer de ella una nación próspera y digna. En El Diario del 12 de septiembre, volvió a insistir en la idea de que la inmigración en ambos extremos de la América era diferente, y que distintos eran los resultados de la inserción de los inmigrantes en América del Norte y en América del Sur, especialmente en el Río de la Plata.
Con respecto a la inmigración hacia los Estados Unidos, manifestaba lo siguiente:
De tan poca consecuencia es allí que se naturalicen los extranjeros o no, que no se sabe cuántos son los nacionalizados por año y en dónde, y sólo se los encuentra confundidos con los naturales en las elecciones nacionales, haciéndose notar su número por las fuerzas que revistan los caudillos alemanes o irlandeses, en las elecciones presidenciales. Es tal la majestad del patrocinio, que sería ridículo que nadie fuese a erguirse con la calificación de extranjero, pues todo interés, tradición, recuerdo o antiguo patriotismo, se disipan como si se destiñesen y borrasen ante la realidad tangible, práctica, esplendente, de todas las horas y en todos los sentidos, de manera de acabar por sentirse cada uno después de llegado, propietario de aquella grandeza, que hace el efecto de espléndido edificio que habitamos o el lujo de la mesa a que somos invitados por nuestros iguales, para enaltecer al huésped ante sus propios ojos, y sentirse como en casa.[13]
Esta descripción contrasta de manera tajante con aquella que hacía de la realidad del proceso inmigratorio en la Argentina, respecto de la cual además señalaba que no solo era una cuestión de los receptores –concretamente, los encargados de diseñar las leyes inmigratorias en el país–, sino también de los arribantes, quienes, a pesar de provenir en ambos casos del continente europeo, tenían distintas características culturales. En dicho artículo, destacaba también los beneficios que trajo la llegada de los inmigrantes al país –todos ellos beneficios materiales y económicos de desarrollo y progreso, que estaban a la vista de todos–.
En contraposición a este progreso y desarrollo, resaltaba lo que la inmigración que llegaba a nuestras costas no traía: educación política. Era esta falta de educación cívica la que ponía en peligro las instituciones republicanas, en esencia debido a la falta de representación política que esto implicaba. Al respeto, argumentaba:
Pero estos extranjeros que pagan con su trabajo en el solo ramo de comercio, pues abolidos de los derechos de exportación, el de importación paga en las aduanas en dinero contante y sonante los que sus cajas recogen de la venta al menudeo, no están representados en el Congreso que aumenta ad libtum los gastos, ni sabe de antemano quién será el individuo, y para qué fines, qué otros que ellos [los consumidores] elegirán. Tenemos, pues, un pueblo que contribuye a sostener a otro pueblo encargado de gastarle el dinero sin su anuencia, pero sí con su consentimiento tácito.[14]
En cuanto al buen funcionamiento de la república, la ruptura que percibía entre riqueza y participación cívica le preocupaba más que la aún pendiente integración de las masas rurales en la estructura republicana. En el mismo artículo, dejaba entrever dicho malestar:
Pero sucede en Buenos Aires lo que no sucede en parte alguna de la tierra, y que los comerciantes dueños del comercio que pagan las rentas no votan en las elecciones, y con su abstención dejan en minoría a cuatro mil setecientos siete comerciantes y dependientes argentinos honrados en propósitos, pero incapaces por su limitado número de hacer respetar sus intereses y los de los mismos comerciantes extranjeros, que los abandonan a la de Dios que es grande, y reciben lo que les dan, contentándose con echarle maldiciones al país (nunca al Gobierno) de lo que no es sino efecto de la propia ignorancia en que se criaron en Europa con respecto al mecanismo de las instituciones políticas. […].
Éstas son verdades demostrables como el sol, y la prueba que los extranjeros, absteniéndose de ser hombres, ciudadanos, por creerse sólo buenos para hacer de esponjas, de limas, y de tintas para cambiar la forma y los colores de las materias, son la causa única de la destrucción de las instituciones republicanas, que son sin embargo la garantía de esas mismas riquezas que acumula el trabajo material, pero que sólo la libertad regida por instituciones conserva.[15]
Semejantes declaraciones tuvieron una fuerte repercusión en la prensa extranjera local, e inmediatamente se generó una dura polémica. A los pocos días de publicada la carta en El Diario, Sarmiento realizó una defensa de su persona y de sus ideas a través de las páginas del mismo periódico, bajo el título “¡Siempre la confusión de lenguas!”. Allí destacaba que esos diarios –que se jactaban de ser extranjeros por estar escritos en otra lengua– eran diarios argentinos, ya que así lo demostraban su redacción, sus tácticas y sus maneras de proceder. El siguiente párrafo del artículo lo manifiesta:
Es argentino criollito, eso de irse al cuerpo de Sarmiento, cuando dice esas enormidades (léase barbaridades) que tantos provechos han hecho hacer al país en su tiempo, como aquello de abrir la puerta a la inmigración que fue el primero en proponerla, con la libre navegación de los ríos que sostuvo a capa y espada, con la expropiación de la extensión a lo largo de los ferrocarriles para dar a la emigración y que hoy es ley en el Estado de Buenos Aires, etc., etc. Todo esto le valió el dictado de loco, de que aprovecharon hasta los Guerrin; pero como sucede que sólo los cuerdos se mueren, y sólo Gladstone, Sarmiento (perdón la vanidad senil) quedan en la brecha para dar su puesto a irlandeses y emigrados en la sociedad política de que forman parte, el título de loco lo han cambiado por el de chocho, olvidándose que en política la razón es como el vino: cuantos más años tiene más pureza y valor adquiere.[16]
Sarmiento destacaba en dicho artículo las críticas que los periódicos escritos en otro idioma –principalmente el italiano– habían realizado con respecto al daño que le producía al país que los inmigrantes no optasen por la ciudadanía, y además sostenía que carecían de educación política y respondía con mucha ironía en su defensa:
¿Saben los diarios aludidos dónde está el quid pro quo? En que ellos mismos, como que sus redactores se han criado entre nosotros, como que en Italia no han gozado de los derechos políticos, no tienen educación política, y por tanto no saben qué es educación política, en las masas populares, en las campañas que las forman, en las emigraciones. Hay más, y es que no queriendo confesar que tienen mucha razón los nacionales y extranjeros en desear establecerse y vivir como hombres, dueños del país que habitan, toman a Sarmiento para presentarlo como una aberración, o como una decadencia mental, pues sólo estando demente se puede desear que todos los vecinos cuidemos de nuestros intereses. Diremos, pues, a los escritores italianos, que en lo que no se muestran argentinos como lo son hasta en sus maulas, es en persistir en aquella vejez de la locura y de la chochera de Sarmiento que está anticuada y abandonada hasta por los argentinos.
Esta carta era mucho más que una defensa de su persona. En ella no solo planteaba una cuestión trascendental de la situación social del país –esa inmensa brecha que se estaba creando entre quienes tenían las herramientas para generar el progreso y el desarrollo económico y quienes tenían en sus manos el voto, que era la herramienta principal para conformar el poder político–, sino que además proponía una solución. En el texto destacaba que eran millones los emigrados que, con el sudor de su trabajo, soportaban las cargas públicas, la mala administración de gobiernos patrios, los derroches del Congreso, y todo ello como consecuencia de su desvinculación voluntaria con el ámbito político. A todos ellos Sarmiento les pedía:
Ahora nosotros decimos a los extranjeros dueños de esos dos mil millones de pesos, adquieran el derecho de elegir presidente, diputados, gobernadores, para defender sus propios intereses, pues que reunidos con los argentinos en minoría, hoy que pagan por setecientos millones, constituirán una mayoría de votantes respetable y respetada.
¿Qué les pedimos en este caso a los residentes con comercios, bienes, familia, etc.? Que no sean tilingos, dejándose desplumar por quienes no tienen quien les vaya a la mano. […]. En la República Argentina la existencia de un comercio extranjero que no está representado en el Congreso que impone las contribuciones y las malgasta, es un depósito de guano, de donde se saca cuanto dinero se quiere, sin que el depositario pueda decir dónde le duele, porque no es ciudadano, porque no nombra representantes, ni elige gobierno.
¿De qué se quejaría, si él sólo es autor de su desgracia?
Ésta es la cuestión y no la ciudadanía que abandonaron en el país de su nacimiento porque no les daba derechos, y les imponía cinco, siete años de servicio militar al principar la carrera. Aquí tiene diez años de excepción de servicio al llegar y tomar la ciudadanía.
Intentaba comprender por qué motivo los inmigrantes no se naturalizaban, cuando era sabido que el ciudadano argentino no tenía más cargas que el residente no ciudadano. Por otra parte, como se lee en el párrafo anterior, la ciudadanía exoneraba a los nacionalizados del servicio de las armas durante diez años, y, como se trataba de los años de su juventud, una vez transcurridos ya había pasado la época de convocarlos. Para él, la responsabilidad de que los extranjeros no se naturalizaran radicaba en la influencia negativa que ejercían sobre ellos ciertos sectores malintencionados que pretendían obtener ventajas de su abstención política. El hecho de mantenerlos al margen de la política evitaba que los millares de inmigrantes controlaran y realizaran reclamos a las políticas del gobierno, lo que daba así vía libre a las autoridades para decidir sobre el destino de los fondos que obtenían del fruto del trabajo de esa gran masa de extranjeros en estado pasivo.
Al cierre de la nota, y en relación con la imposibilidad de los emigrantes de ver en la nacionalización el remedio a este mal que aquejaba a la sociedad argentina, Sarmiento planteaba el siguiente interrogante:
Sería comprender mal nuestros pensamientos suponer que contamos con que los residentes naturalizados fuesen en masa de un partido y contra algún gobierno. Lo que queremos es que el voto sea una realidad de Buenos Aires, votando en las elecciones municipales y políticas, aquellos que teniendo propiedad y manejando capitales propenderán siempre porque prevalezcan las ideas de orden, honradez y economía en el manejo de los caudales públicos. El voto a favor de la mala inversión, y de la mala política puede ser número y constante en fuerza de la incapacidad electoral de las muchedumbres, sin iniciativa, sin inteligencia de los fines del sistema electoral, y predispuestos por tradición de raza y sumisión colonial anterior a obedecer a impulsión ajena.
Es un hecho único el reconocido en esta América, y es que el voto es forzado, y que no hay verdadera elección de funcionarios. Hay adopción de un nombre que ya viene designado. Con la nacionalización de residentes, en las condiciones de moral, inteligencia y propósitos en que se encuentra el comercio en Buenos Aires, su número agregado al de los argentinos que se encuentran en las mismas condiciones de moral, inteligencia y propósitos, constituirá una mayoría respetable y respetada que devuelva a la gran ciudad la influencia y el rango que le han hecho perder la falta de número que oponer a las intrigas de los ambiciosos. ¿No querrían en estas condiciones ser ciudadanos los residentes, que debilitan a la ciudad por no ser ciudadanos y no poder mantenerla en su rango, por falta de personería política?…[17]
La ilusión de que todo pasado siempre fue mejor es –según Sarmiento– una constante entre muchos inmigrantes. Los recuerdos de su país de origen, de sus tradiciones, de sus familias generaban en sus corazones cierta añoranza por recuperar aquello que hoy era tan lejano. El 16 de septiembre de 1887, publicó en El Diario una nota para demostrar que ese sentimiento de retornar a la madre patria era simplemente una ilusión que, una vez materializada, daba por tierra con todo aquel mundo de ensueño que se fue construyendo en la mente de cada uno de ellos. Tal es el caso del matemático Sr. Rosetti, quien regresó a Buenos Aires desde su ansiada Italia porque echaba de menos a su patria, a su ideal. En ese artículo, Sarmiento relata la experiencia vivida por Rosetti, quien, habiendo retornado a Italia y visitado los lugares de su memoria, notaba que todo seguía allí donde estaba, y lo único que sentía es que él no estaba donde debería estar. Se daba cuenta de que era otro hombre, absolutamente diferente del joven inexperto que dejó Italia hacía 30 años, y reconocía que su lugar estaba al otro lado del Atlántico, donde se sentía en casa.
El siguiente párrafo pone de manifiesto lo que Sarmiento trataba de hacerles entender a los inmigrantes que se rehusaban a optar por la nacionalización utilizando como excusa aquellos sentimientos de arraigo y patriotismo hacia su país de origen, el cual habían abandonado hacía muchos años:
Ésta es la historia de los repatriados de Europa. Todos vuelven […]. Vuelven a Europa a ver que sus recuerdos los engañaban, y que ellos han avanzado en América, educándose, desplegando cualidades, y su aldea, su ciudad se ha quedado donde estaba, con alguna calle o boulevard más, si lo han abierto, para hacer desparecer las fealdades, oscuridad y miseria que se anidaban en barrios pobres y malsanos. Cuando Rosetti llegue a Buenos Aires no va a reconocer su calle, su antiguo alojamiento, porque ha sido sustituido por un palacio. Viene en buena hora Rosetti a decirles a los residentes empedernidos, al oído, que el patriotismo de la memoria, es una solemne pavada, que nos hace despreciar la felicidad de ser dueños de casa en nuestra verdadera patria de América, persiguiendo un ideal quimérico.[18]
Los mecanismos que utilizó para llegar a los inmigrantes fueron diversos, así como lo fueron las estrategias usadas a través de los periódicos. No solo intentó persuadirlos con las ventajas que suponía ser ciudadano, sino que también lo hizo apelando a lo emotivo, a través de relatos de experiencias personales como la del profesor Rosetti, entre otros. El hecho de que los inmigrantes no se nacionalizasen generaba un desajuste en la representación política de los habitantes del país, pues, como bien lo señala en una nota publicada en el mismo periódico al día siguiente (17 de septiembre), eran estos residentes quienes con su apatía miraban “desde sus talleres y almacenes pasar las manifestaciones de pretendidos votantes, ocupando el lugar que deberían ocupar ellos”.[19]
En dicho artículo Sarmiento hace un análisis crítico de aquellos que eran, en definitiva, los que elegían a los gobernantes. Allí intenta explicar que las ventajas de no ser ciudadano no eran tales, pues hacía casi dos décadas que el país no iba a la guerra y, por ende, no se convocaba a los nacionales a alistarse al servicio de las armas. Por otra parte, destaca que –al igual que en el resto del mundo– quienes más tenían eran quienes más pagaban, y, por lo tanto, eran los extranjeros residentes en el país quienes mayormente sustentaban, con su dinero, las dilapidaciones y los derroches de las autoridades del Gobierno. Al respecto sostiene:
… Cuando se mira la situación de los extranjeros bajo el punto de vista de la contribución y su empleo, da lástima ver millares de personas de juicio, creándose y teniendo a título de honor, una situación vergonzante, de gente rica gobernada por los necesitados que forman pueblo aparte, que es la que según el decir del comisario de inmigración, aquella “cuya mayor parte toma asiento en la primer fila social, en todas las ramas del movimiento social e industrial, científico y literario, burocrático y profesional, y es la más arraigada”.[20]
Sarmiento se pregunta por qué motivo estos sectores sostenían “posición tan insostenible a los ojos de la razón y el buen sentido”. Y se responde:
… porque las contribuciones son indirectas, y como no ven ni sienten cuándo se las sacan del bolsillo, se dicen para sí: ¿a mí qué me va en ello? Pero lo repito: esos cincuenta y dos mil comerciantes e industriales de Buenos Aires tienen familias, y se honran de trabajar para sus hijos. Para sus hijos y para su fortuna están desde ahora cavando el abismo.[21]
Según los datos del censo de 1869, la proporción de extranjeros residentes que no votaban, pero que podían hacerlo de optar por nacionalizarse superaba a la población nativa con derecho al voto. Con esa información, Sarmiento retoma la discusión sobre el otorgamiento universal de la ciudadanía propuesto por algunos legisladores en 1879, entre ellos Antonio Cambaceres. Al respecto, dice lo siguiente:
No es cuestión de argentinos ésta, sino de hombres, de ciudadanos, de europeos descendientes de romanos que extendieron por Europa el sistema electoral, de ingleses y teutones que lo completaron con el sistema representativo. El hombre moderno, que se sustrae a este sistema de gobierno, que no se gobierna a sí mismo y delega inconscientemente en extraños la facultad de disponer de sus bienes, es algo tan nuevo, que no tiene ejemplo en la historia, si no es con judíos y gitanos, y no debe crearlo aquí, donde hay al fin gente honorable a quien dañan con sus vicios políticos y degeneración de sus propios países. Lo hemos probado, y lo siente todo el mundo, la degradación en que van cayendo las instituciones que son la salvaguardia, proviene de la indiferencia y retraimiento de sesenta mil europeos de diversas naciones que poseen comercio, la industria, las artes y los capitales de la más culta y grande ciudad de América, y el día que necesita renovar sus autoridades, en mesas desiertas, porque no hay electores, sólo se ve la bayoneta del soldado, como en tiempos de Rosas el puñal del esbirro, para reducir la importancia a minoría de gente honrada. El presidente Roca lo dijo. En Buenos Aires no está la Nación, porque es una provincia de extranjeros, y es la verdad.[22]
El tema de la nacionalización de los inmigrantes siguió siendo central en sus manifestaciones públicas. En una nota publicada en El Diario con fecha 16 de noviembre de 1887, Sarmiento manifestó su opinión, por cierto adversa, a la solicitud presentada por el exdirector de elecciones, Antonio Cambaceres, para que se otorgase la ciudadanía “sin solicitarla” a los extranjeros. Sarmiento acusó a Cambaceres de no tener dignidad por haber planteado un reclamo semejante, pues la entrega de la ciudadanía “sin solicitarla” equivalía a “crear un derecho propio al inmigrante a gobernar esta sociedad por solo el hecho de llegar a sus playas”.[23]
Sarmiento no podía creer que se le diese tan poca importancia al hecho de ser ciudadano; destacaba lo celosas que habían sido otras culturas, como la ateniense, con respecto a conceder la ciudadanía a los extranjeros. Las naciones europeas ponían toda clase de trabas a los extranjeros para hacerse ciudadanos, mientras que solo América del Sur recibía inmigrantes sin trabas y les otorgaba los mismos derechos civiles que a los nacionales. Por su parte, tanto la América del Norte como la del Sur otorgaban los derechos políticos a todo aquel inmigrante que manifestase su voluntad de ser ciudadano. Para Sarmiento, ser ciudadano “sin solicitarlo” era lo mismo que decir “El que venga a América y resida dos años gobierna sui jure”.
Este tipo de peticiones no hacía más que confundir a la población, pues en primera instancia no era lo mismo el extranjero que el inmigrante. El primero solamente estaba de paso por el país, y lo que le pedía al Gobierno nacional era que le permitiera abocarse a sus quehaceres y le diera tránsito libre, ya que no tenía ningún interés en participar políticamente. El segundo, en cambio, ya establecido en el país y con idea de quedarse a vivir y trabajar en él, debía tener la voluntad y el deseo de hacerse ciudadano, como también estar preparado para ejercer la ciudadanía.
De nada le servían al país –agregaba Sarmiento– cientos de miles de inmigrantes sin la preparación necesaria para ejercer su civismo, ya que su ignorancia y falta de compromiso con el Gobierno nacional solo fomentarían la corrupción electoral. Hacía referencia a las ya amplias exenciones que nuestra Constitución les otorgaba a los extranjeros, y señalaba el peligro de esta propuesta, que no haría otra cosa que poner el país a merced de los politiqueros, quienes sacarían ventaja de esta masa de europeos ignorantes en materia política, ya que no fueron ciudadanos activos en su país, y que estarían dispuestos a comercializar sus derechos políticos si es que percibiesen la posibilidad de sacar algún provecho de ello.
La Constitución debía ser reformada, señalaba, para poner al alcance de los extraños “sin solicitarlo” los derechos civiles del ciudadano; por lo tanto, la petición “sin solicitarla” debería ser dirigida a una Convención Constituyente y no a los poderes públicos:
… suprimiendo del artículo 20 la carta de ciudadanía, otorgada a personas determinadas, pues para no poner en una Constitución el vergonzoso sin solicitarla basta suprimir en el artículo 20 el adjetivo civiles, con lo que queda: “los extranjeros gozan de todos los derechos del ciudadano, que es necesario solicitar”.[24]
Sarmiento argumentaba que, sin tomar las precauciones legales necesarias –que se habían tomado en toda la América– para verificar, con documentos judiciales escritos, quiénes tenían de antemano el derecho del ciudadano, podía ser que un día de elecciones se echasen sobre las mesas electorales, manipulados por partidarios poco escrupulosos, millares de votantes obtenidos subrepticiamente, y que sucediera como en Nueva York, donde el voto ignorante pudo sostener durante 15 años a una banda de ladrones que se apoderaron del Gobierno.
En relación con esta petición –que supuestamente era para salvaguardar la dignidad de los extranjeros–, Sarmiento respondió:
En todo el mundo el hombre moderno, ilustrado, aspira a ser libre, es decir a ser ciudadano. Aquí hay una secta que pretende ser ciudadanos místicos, de imaginación, cifrando su dignidad en lo que es a todas luces indigno.
Indigno es vivir en casa ajena, pudiendo vivir en la propia, siendo ciudadano; es indigno hacerse gobernar por otros que nuestros representantes, cuando tenemos en nuestras manos gobernarnos a nosotros mismos; es indigno deshonrar a sus hijos, dejándoles creer que son menos dignos que su padre, como será siempre indigno el constituirse en parásito político, aprovechando de la prosperidad que el esfuerzo ajeno crea por las instituciones políticas, y maldiciendo de los errores, vicios e incapacidades de los que gobiernan.
La dignidad es mantenerse extranjero, ayudando a que la barbarie indígena nos domine y aplaste; y cuando se resuelvan a honrarnos con su concurso, exigen que la Constitución más pródiga de favores y exenciones al extranjero, sea todavía puesta bajo el pie de las muchedumbres ignorantes europeas, que viven ignorándolo todo en materia política, con pocas excepciones, pues no fueron ciudadanos activos allá, dispuestos a comerciar sus derechos, si algún provecho pueden sacar de ello. La ciudadanía sin solicitarla por dignidad del solicitante, pone al país de derecho a merced de los politiqueros y, añadiremos, de los traidores, nacionales o extranjeros, que especulan sobre la credulidad pública. Para ser ciudadano de cualquier país del mundo, es preciso renunciar por acto solemne a la allegiance a otro soberano: La petición pide que pueda conservarse sus vinculaciones el solicitante con otros gobiernos.
Éste es precisamente el mayor de los excesos que contiene el programa de los peticionarios. El ciudadano argentino sin solicitarlo, es decir, sin previa declaración de su voluntad, podrá conservar los vínculos que lo unen a otro gobierno, lo que excluye de nuestra legislación el delito de traición, pues no traiciona a un país el que conserva sus dependencias de otro. La carta de ciudadanía contiene declaración del postulante de renunciar a la allegiance a otro gobierno, en virtud de lo cual será condenado por traidor, toda vez que le preste ayuda y confort, si llegaren a estar en guerra.[25]
Una vez más, Sarmiento retomaba el tema de la importancia de educar al ciudadano, pues de nada servía ejercer la ciudadanía si uno no lo hacía desde su deseo sincero de participar en busca de lo que consideraba mejor para el país, y no simplemente guiado por la codicia personal de mejorar su situación económica, sin evaluar el daño que esta conducta egoísta les provocaba a las instituciones republicanas. Esta falta de compromiso y educación –sumada al otorgamiento indiscriminado de la ciudadanía– era para él un arma letal, que, con el correr de los años, haría del sistema democrático un mercado de compraventa de votos.
El periódico italiano publicado en Buenos Aires La Patria Italiana era para Sarmiento un elemento nocivo, ya que intentaba –a través de sus páginas– “retraer a los emigrados de ser parte de la sociedad política” en que gozaban “de mayor suma de felicidad que en el país de donde salieron”.[26] La continua propaganda propulsada por la línea editorial de dicho periódico –y, según Sarmiento, protegida por el mismísimo presidente Pellegrini– incitaba a los residentes italianos a alejarse de la vida política del país que los albergaba, y a transmitir ese mismo desarraigo incluso a sus hijos nacidos en el país que los hacía ciudadanos.
En una nota publicada en El Diario el 20 de diciembre de 1887, Sarmiento hace referencia a la cuestión de la educación, y pone de manifiesto el intento de implementar lo que él demoniza como “protectorado” por parte del Gobierno italiano en Buenos Aires. En dicho artículo, explica cómo en 1876 el propio Parlamento italiano se declaró incapaz de proveer por ley un sistema general de educación, pero no obstante semejante fracaso logró en 1880 el subsidio necesario para que
[…] una vez emigrados los súbditos italianos, y establecidos en algún país, les provee de ligerísimas subvenciones para que sus hijos, que no suponen pertenecerán a otra nación, conserven el amor de sus padres a la Italia que abandonaron. Si esta previsión tiene mucho de poética y literaria, los resultados prácticos la condena como ilusoria y perjudicial a la misma Italia […].[27]
Esto hacía que los italianos fueran –según los datos que analizó Sarmiento– los europeos residentes en el país que poseían menos y que comercializaban en menor escala, fruto de que no habían recibido la educación necesaria en Italia.
El hecho de contar con escuelas italianas en el territorio nacional llevaba a que los hijos de italianos no fueran parte del “vasto sistema de educación universal, gratuito, obligatorio para los hijos de toda clase de habitantes”.[28] Este alejamiento del sistema educativo nacional no beneficiaba a nadie, pues, al ser la mayor población infantil del país de origen italiano, se estaba educando fuera del ámbito nacional a futuras generaciones de argentinos que no iban a sentirse parte de su propia patria. Es esta falta de educación cívica la que Sarmiento destacaba como una de las principales causas de la posible inestabilidad de las instituciones republicanas.
En relación con la falta de educación cívica del pueblo y el ventajismo de codicia de aquellos interesados únicamente en su situación personal, hace referencia al texto de la Constitución Nacional en una carta que publicó en el periódico El Diario en 1888, donde sostiene lo siguiente:
… Pero esta Constitución reposa sobre la capacidad del pueblo para elegir magistrados y el saber de los que han de dirigir el Gobierno, y exige que todos reciban cierta instrucción sin que la gran mayoría quede ignorante e inepta para el Gobierno porque entonces en esa mayoría indiferente o sumisa se apoyan los que quieren subvertir el Estado. Es tan cierto esto que la falta de este lastre hace oscilar la Nación como un buque que por faltarle se inclina hacia un lado, hasta estar a punto de zozobrar…[29]
Durante la etapa final de su vida (y analizando las declaraciones hechas por Sarmiento con relación al tema estudiado), sus palabras hacia los inmigrantes que no optaban por adquirir la ciudadanía eran cada vez más duras. En el artículo mencionado anteriormente, se refiere a la indignidad de los extranjeros que vivían en casa ajena pudiendo vivir en la propia y que se dejaban gobernar por otros cuando tenían a su alcance la posibilidad de gobernarse a sí mismos.
Al igual que Alberdi, Sarmiento valoraba los aportes de los inmigrantes en materia de industria y la importante contribución que hicieron en relación con el progreso material, pero también destacaba cómo la falta de educación política de estos contribuyó a despojar a la nación de las libertades adquiridas y abrió un nuevo espacio a las tiranías. El silencio de la masa de inmigrantes, su falta de compromiso político con el país ataba de pies y manos a una minoría de argentinos honrados que, por su limitado número, se tornaban incapaces de hacer respetar sus intereses y los de los mismos inmigrantes. Decía Sarmiento:
… la prueba que los extranjeros absteniéndose de ser hombres, ciudadanos, por creerse sólo buenos para hacer de esponjas, de limas, y de tinta para cambiar la forma y los colores de las materias, son la causa única de la destrucción de las instituciones republicanas, que son sin embargo la garantía de esas mismas riquezas que acumula el trabajo material, pero que sólo la libertad regida por instituciones conserva.[30]
Al final de su vida, Sarmiento llegó al punto de acusar a los habitantes más prósperos del país de ser “los responsables” de la corrupción del pueblo, ya que en millones de oportunidades pisotearon a la ciudadanía. Los definió como “parásitos políticos, zánganos para quienes el bien de todos era un problema irrelevante”.[31] Era de esperar, entonces, que, con el accionar de estos propietarios sin virtud, de esta oligarquía, se allanase el camino para que las tiranías pudiesen oprimir a los pueblos ignorantes. En su último discurso en Asunción, selló su lucha de años con la frase “Educación para todos. Esto es la libertad, la república, la democracia”.[32]
Las ideas tanto de Sarmiento como de Alberdi fueron principalmente consecuencia de sus propias experiencias más que de la influencia que pudieran haber tenido sobre ellos los clásicos pensadores de su época. A pesar de ser ambos grandes lectores, su pensamiento y sus ideas fueron delineados por las experiencias vividas a lo largo de sus viajes por el mundo. Las visitas realizadas tanto al continente europeo como a los Estados Unidos –y el exilio de ambos en Chile– influyeron significativamente en la conformación de sus respectivas ideologías.
Los dos sabían que, para alcanzar el progreso tan deseado, el país necesitaba un considerable aumento de la población local –ya que la pobreza numérica de esta imponía grandes limitaciones–. La inmigración europea era para la Generación del 37 la herramienta necesaria e indispensable para alcanzar el progreso de la nación.
En este punto, Alberdi y Sarmiento estaban de acuerdo: ambos creían en la necesaria participación del inmigrante en el desarrollo del país, y compartían la idea de la importancia de la inmigración para poblar el vasto y rico territorio nacional y lograr, con la combinación de ambos elementos, el progreso de la nación. A pesar de la concordancia en este punto, la opinión de los dos hombres fue disímil con relación a la nacionalización del inmigrante. La polémica entre ellos comenzó básicamente luego de la publicación de Bases… por parte de Alberdi, que llevó a que Sarmiento respondiese con la publicación de Comentarios sobre la Constitución de la Confederación Argentina.
En dicha obra, Sarmiento criticaba las condiciones excesivamente liberales que Alberdi otorgaba en su trabajo a los inmigrantes que llegaran al país, como una manera de atraerlos hacia estas tierras. Para Sarmiento, este tipo de garantías y derechos no generaba más que ciudades sin ciudadanos. El sanjuanino no compartía la idea de que el compromiso ciudadano vendría solo después de un tiempo; por el contrario, era partidario de exigirles a los extranjeros un compromiso con el país que los recibía, el cual se daba con la adquisición de la ciudadanía.
Sarmiento ponía el ejemplo de los Estados Unidos, donde en la Constitución se les exigía a los inmigrantes la ciudadanía estadounidense para poder gozar de diversos derechos civiles y políticos. Este compromiso temprano por parte de los inmigrantes generaba en la sociedad un sentimiento cívico importante que a su vez se traducía en un sólido patriotismo, el cual fortalecía las instituciones democráticas del país.
Tanto Alberdi como Sarmiento creían que la educación era una herramienta fundamental para el desarrollo del país, pero, si Alberdi apoyaba –en mayor grado– la educación técnica, Sarmiento priorizaba la educación cívica, pues consideraba que sin esta era muy difícil mantener el progreso material de la nación. Asimismo, Sarmiento sostenía que los inmigrantes debían educarse cívicamente para poder adoctrinar a sus hijos y hacer de ellos ciudadanos responsables y comprometidos con la actividad política del país.
La postura del sanjuanino con relación al tema de la nacionalización de los inmigrantes se mantuvo relativamente estable a lo largo de los años, aunque se pueden percibir ciertos cambios en cuanto a los motivos por los cuales la naturalización de los extranjeros era importante para sostener las instituciones republicanas. A pesar de las diferencias, los motivos giraban en torno al daño que la falta de compromiso político por parte de los inmigrantes le generaba a la república, pues esta actitud egoísta e irresponsable fomentaba el fortalecimiento de las tiranías –que tanto mal le habían hecho y le hacían al país–. No delegaba la responsabilidad de esta falta de compromiso directamente sobre los inmigrantes, sino que en esencia responsabilizaba a los agentes de los gobiernos extranjeros y a la prensa internacional que actuaba en el país, los cuales incentivaban esta conducta distante y sin compromiso de los inmigrantes, destacaban las ventajas personales que esta postura tenía para ellos y dejaban de lado el mal que dicha actitud le hacía al país que los albergaba sin pedir nada a cambio.
La otra parte de la responsabilidad recaía sobre los constituyentes de 1853 a cargo de la redacción de la Constitución Nacional, la cual les había otorgado a los inmigrantes los mismos derechos civiles que a los nativos, pero sin exigirles ningún tipo de obligaciones. Sarmiento intentó incesantemente promover la reforma de la Constitución con relación a este punto, pero, a pesar de los esfuerzos realizados, no lo logró.
Sarmiento se empeñó en persuadir a los inmigrantes de que optaran por la ciudadanía nacional mostrándoles las ventajas que esto implicaba no solo para cada uno de ellos, sino también para la nación argentina. Su mayor preocupación era la falta de representatividad que se generaría en el corto plazo, pues cada vez eran más los inmigrantes que se radicaban en el país y que no participaban en las decisiones políticas, pues, al no ser ciudadanos, no tenían derecho al sufragio. Por ende, y dado el creciente número de inmigrantes que habitaban el suelo nacional, los representantes del pueblo representaban a una minoría que él calificaba como la masa más atrasada e inculta de la sociedad, que poco tenía que ver con el desarrollo y el progreso argentinos.
En cuanto al periódico El Censor, se cree que Sarmiento utilizó ese matutino como medio para castigar y manifestar su oposición a la administración de Julio A. Roca, no solo en relación con el tema que nos compete en este trabajo, sino en todos los aspectos de la gestión de Gobierno. Sarmiento acusaba a Roca de revivir la ya superada rivalidad entre Buenos Aires y el resto de las provincias, con sus reiteradas agresiones contra los inmigrantes y contra los pobladores de Buenos Aires, al decir que los habitantes de la ciudad capital no representaban al país ya que la gran mayoría eran extranjeros. Pero las palabras altamente despectivas que Sarmiento utilizaba para describir a los habitantes del interior, ¿no podían despertar también ese resentimiento y esa rivalidad?
La pasión que Sarmiento ponía en sus discursos y escritos por momentos se tornaba violenta; su temperamento explosivo se dejaba entrever en sus palabras. No tenía reparo a la hora de expresar su opinión, ya fuera desde las páginas de un periódico, desde sus obras literarias o desde sus discursos públicos. Siempre dijo lo que pensaba sin preocupase por ser políticamente correcto. A pesar de la defensa que hacía de los extranjeros que se radicaban en el país frente a las descalificaciones de Roca, Sarmiento los responsabilizaba de apañar y dar apoyo a las tiranías con su silencio y falta de compromiso.
En definitiva, tenía la esperanza de que, a través de la implementación de ciertos cambios en la Constitución Nacional, y con un compromiso mínimo por parte de los inmigrantes –quienes debían despertar el espíritu cívico que había en ellos–, las instituciones republicanas podrían subsistir y superar las reiteradas agresiones que habían sufrido como consecuencia de los gobiernos despóticos.
El silencio de los millones de inmigrantes y su falta de compromiso no solo perjudicaban sus propios intereses y los de sus hijos, sino que interferían en la consolidación de la democracia en la Argentina al permitir que ciertos sectores políticos traspasaran el límite de la legalidad y utilizaran esta acción egoísta en favor de la corrupción para llegar al poder.
- El Censor, 11 de diciembre de 1885.↵
- El Censor, 17 de diciembre de 1885. ↵
- El Censor, 17 de diciembre de 1885.↵
- José Posse nació en San Miguel de Tucumán en marzo de 1816 y murió en dicha provincia en abril de 1906. Fue comerciante, periodista y político; ejerció como gobernador de la provincia de Tucumán entre 1864 y 1866. Fue el más conocido amigo y confidente de Domingo F. Sarmiento.↵
- Epistolario entre Sarmiento y Posse, Carta de Sarmiento a José Posse, pp. 507-509. ↵
- Epistolario entre Sarmiento y Posse, Carta de Sarmiento a José Posse, pp. 565-566.↵
- El Censor, 12 de enero de 1886. ↵
- Botana, Natalio, La tradición…, ob. cit., p. 466.↵
- El Censor, 31 de marzo de 1886. ↵
- Diego Barrios Arana fue un destacado pedagogo e historiador chileno durante el siglo xix. Hombre de ideas políticas liberales, se opuso fuertemente a Manuel Montt, y por ello debió exiliarse. Volvió a Chile en 1861 y se desempeñó como académico de la Universidad Nacional de Chile, cargo que ocupó por solo dos años, ya que fue nombrado rector del Instituto Nacional, cargo que mantuvo durante diez años. A partir de 1870, prestó importantes servicios a Chile en las negociaciones diplomáticas por cuestiones limítrofes con la Argentina. Su obra capital es La Historia General de Chile, compuesta por 16 tomos que abarcan desde la época precolombina hasta 1833, la cual terminó de escribir en 1902, después de 20 años de trabajo. Era amigo personal de Sarmiento. ↵
- Carta microfilmada en papeles personales de Sarmiento en el Museo Sarmiento, registro n.º 3.574 bis, con fecha 18 de enero de 1883.↵
- Sarmiento, Domingo Faustino, Obras completas, tomo 36, ob. cit., p. 156.↵
- Sarmiento, Domingo Faustino, Obras completas, tomo 36, ob. cit., p. 163.↵
- Sarmiento, Domingo Faustino, Obras completas, tomo 36, ob. cit., p. 166.↵
- Sarmiento, Domingo Faustino, Obras completas, tomo 36, ob. cit., p. 167.↵
- Sarmiento, Domingo Faustino, Obras completas, tomo 36, ob. cit., p. 171.↵
- Sarmiento, Domingo Faustino, Obras completas, tomo 36, ob. cit., p. 175.↵
- Sarmiento, Domingo Faustino, Obras completas, tomo 36, ob. cit., p. 176.↵
- Sarmiento, Domingo Faustino, Obras completas, tomo 36, ob. cit., p. 179.↵
- Sarmiento, Domingo Faustino, Obras completas, tomo 36, ob. cit., p. 180.↵
- Sarmiento, Domingo Faustino, Obras completas, tomo 36, ob. cit., p. 180.↵
- Sarmiento, Domingo Faustino, Obras completas, tomo 36, ob. cit., p. 182.↵
- Sarmiento, Domingo Faustino, Obras completas, tomo 36, ob. cit., p. 147.↵
- Sarmiento, Domingo Faustino, Obras completas, tomo 36, ob. cit., p. 151.↵
- Sarmiento, Domingo Faustino, Obras completas, tomo 36, ob. cit., pp. 152-153.↵
- Sarmiento, Domingo Faustino, Obras completas, tomo 36, ob. cit., p. 183.↵
- Sarmiento, Domingo Faustino, Obras completas, tomo 36, ob. cit., p. 187.↵
- Sarmiento, Domingo Faustino, Obras completas, tomo 36, ob. cit., p. 190.↵
- Botana, Natalio, La tradición…, ob. cit., p. 462.↵
- Sarmiento, Domingo Faustino, Obras completas, tomo 36, ob. cit., p. 167.↵
- Botana, Natalio, La tradición…, ob. cit., p. 466.↵
- Sarmiento, Domingo Faustino, El último discurso. En una manifestación de las escuelas en la Asunción. 30/6/87, Obras completas, tomo 22, ob. cit., p. 335.↵