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3 Antecedentes constitucionales y legislativos sobre la condición ciudadana del extranjero en la Argentina

La preocupación por la inmigración estuvo presente en todo momento, pero las consecuencias de las profundas transformaciones socioeconómicas producidas por la Revolución Industrial, suscitada en Inglaterra durante la segunda mitad del siglo xviii, y los cambios en la percepción de los individuos dentro del ámbito político ejercieron una fuerte influencia sobre los pensadores y la elite política nacional. Estos nuevos enfoques no solo se sintieron en las ideas, sino que paulatinamente se fueron materializando en la legislación local. Por ello, para comprender la posición de Sarmiento frente a la necesidad de naturalizar a los inmigrantes, es preciso ahondar en el desarrollo de las instituciones republicanas del país, y realizar un repaso de la reglamentación constitucional al respecto –desde el Estatuto Provisorio de 1815 hasta la promulgación de la Ley Sáenz Peña en 1912–.

Entre 1810 y 1815, la legislación no dejaba en claro quiénes podían participar de la elección de autoridades, ya que los términos utilizados eran de un grado tal de ambigüedad que se prestaban fácilmente a la manipulación por parte de quienes presidían y tenían a su cargo la convocatoria y el control de dicho proceso.[1] Las continuas modificaciones, así como las reiteradas disoluciones de la Asamblea General, llevaron a que la práctica electoral fuese poco confiable y estuviese siempre cubierta por un manto de sospecha.

Con respecto a los derechos políticos, especialmente el derecho al sufragio, la situación de los extranjeros fue confusa desde un comienzo. Los reglamentos no establecían pautas de juego claras respecto de cuál era el grado de participación que los extranjeros podían tener en la arena política. En algunos casos la simple residencia por un par de años, la posesión de bienes por un monto determinado o incluso el ejercicio de un oficio u arte considerado de utilidad para el país habilitaba a los extranjeros a participar activamente en el proceso electoral.

El Estatuto Provisorio[2] del 5 de mayo de 1815 –que entró en vigencia en 1816– fue el primer intento por poner en claro quiénes iban a elegir a los representantes y cómo lo harían, entre muchas otras reglas de convivencia. Con relación al tema de la ciudadanía, en el capítulo 3 artículo 1, se explicitaba quiénes eran considerados ciudadanos: “Todo hombre libre, siempre que haya nacido y resida en el territorio del Estado, […]: pero no entrará al ejercicio de este derecho, hasta que haya cumplido 25 años, o sea emancipado”.[3]

En los artículos 3-7 del mismo capítulo, se hace referencia al tema de los extranjeros y a su condición de ciudadanos. Allí se enumeran los distintos requisitos que debían cumplir para ser considerados ciudadanos y se fijan los criterios de participación. El artículo 3 es el más significativo, ya que establece:

Todo extranjero de la misma edad, que haya residido en el País por más de cuatro años, y se haya hecho propietario de algún fondo, al menos de cuatro mil pesos, o en su defecto ejerza arte u oficio útil al País, gozará del sufragio activo en las Asambleas, o comicios públicos, con tal que sepa leer y escribir. [4]

A diferencia de lo que sucedía con los ciudadanos nativos, el ciudadano naturalizado tenía requisitos censatarios, y el voto era calificado, pues, para adquirir la ciudadanía, debía saber leer y escribir y poseer un cierto capital o ejercer un trabajo que aportara utilidad al país, condiciones que en muchos países del continente europeo eran exigidas a los ciudadanos nativos. Este no era el caso de la Argentina, que, desde principios del siglo xix, estableció el voto universal masculino, característica que no era común en los países vecinos –como por ejemplo Brasil[5] y Chile,[6] donde existía el voto censatario y calificado como en Europa–.[7]

Volviendo entonces a la legislación argentina, el artículo 4 del Estatuto de 1815 hace referencia al derecho al voto pasivo (derecho a ser elegido) de los extranjeros, el cual era adquirido luego de diez años de residencia, y aclara que podían ser electos para los empleos de la República, pero no para los de gobernador, y que, para gozar de ambos sufragios –el activo y el pasivo–, debían renunciar a toda otra ciudadanía. Se excluye en el artículo 5 a los españoles europeos del derecho al sufragio activo y pasivo, “mientras los derechos de estas Provincias” no fueran “reconocidos por el Gobierno Español”.[8] No obstante ello, el artículo 6 establece que aquellos españoles que, “decididos por la libertad del Estado”, hubieran “hecho servicio distinguido a la causa del País” gozarían de la ciudadanía”,[9] debiendo obtener la correspondiente carta.[10]

Como podemos apreciar, las restricciones para los extranjeros eran muy pocas, ya que básicamente la mayoría de ellos eran considerados ciudadanos, y que incluso “los nacidos en el país originarios de cualquier línea de África”, cuyos mayores hubieran sido “esclavos en este continente”, tendrían sufragio activo, “siendo hijos de padres ingenuos”, y pasivo los que ya estuvieran “fuera del cuarto grado respecto de sus mayores”.[11] El grado de alfabetización exigido por la normativa no era siempre un factor de exclusión determinante, ya que era fácilmente manipulado por las autoridades encargadas de coordinar los comicios.

No obstante, y aunque era sabido que la ley no se respetaba a rajatabla, en un artículo publicado en El Diario el 10 de septiembre de 1887, Sarmiento destaca la sabiduría de los responsables de la redacción del Estatuto Provisorio de 1815, y considera que la cláusula de saber leer y escribir impuesta para que los extranjeros adquirieran la ciudadanía era una manera de proteger al país de la corrupción del sistema político. Al respecto, decía lo siguiente:

… los patriotas que abrieron desde 1810 las puertas al advenimiento de todos los pueblos y pobladores, entendidos y previsto el caso, y es de admirar cómo la primera Constitución del Río de la Plata, el Estatuto Provisorio de 1815, provee cuerdamente a la incorporación de los nuevos arribantes en el nuevo Estado. Su tenor serviría de correctivo a las confusas nociones que pasan por espíritus preocupados, olvidando que ellos mismos son los que necesitan garantir sus fortunas adquiridas, y para lo futuro la suerte de sus propios hijos, a quienes dejarían expuestos a los trastornos de un caos que tiende a tomar formas orgánicas duraderas. ¿Qué harán dentro de algunos años, cien mil ciudadanos con diez millones de habitantes a gobernar, si no son esclavos, ilotas, siervos o turbas estólidas?[12]

La Constitución de la República Argentina de 1826, sancionada por el Congreso General Constituyente reunido en Buenos Aires el 24 de diciembre de ese año, en la sección segunda, artículo 4.º, establecía:

Son ciudadanos de la Nación Argentina: primero todos los hombres libres nacidos en su territorio, y los hijos de éstos, donde quiera que nazcan: segundo los extranjeros que han combatido, o combatieren en los ejércitos de mar y tierra de la República: tercero, los extranjeros establecidos en el país desde antes del año 16, en que declaró solemnemente su independencia, que se inscriban en el registro cívico: cuarto, los demás extranjeros establecidos, o que se establecieren después de aquella época, que obtengan carta de ciudadanía.[13]

Los constituyentes de 1826 redujeron de manera considerable los requisitos necesarios para que los extranjeros pudiesen ser considerados ciudadanos, eliminando las cláusulas que exigían un determinado capital o un trabajo, y aquella que demandaba saber leer y escribir para poder adquirir la ciudadanía. El país abría de esta manera sus puertas a los inmigrantes y no exigía nada a cambio de recibirlos; dejaba en sus manos la decisión de acatar la ciudadanía del país. Ya no era necesario ningún requisito para obtener la condición de ciudadano, simplemente la voluntad personal de serlo.

Ya 30 años después, al triunfo de la Confederación Argentina sobre Buenos Aires en 1852, siguió la proclamación de la Constitución de la Confederación Argentina el 1.º de mayo de 1853. Dicho documento modificó una vez más los requisitos necesarios para que los extranjeros fuesen considerados ciudadanos. El artículo 20.º del primer capítulo –Declaraciones, derechos y garantías– de la primera parte de la nueva Constitución determinó:

Los extranjeros gozan en el territorio de la Confederación de todos los derechos civiles del ciudadano; pueden ejercer su industria, comercio y profesión: poseer bienes raíces, comprarlos y enajenarlos; navegar los ríos y costas; ejercer libremente su culto; testar y casarse conforme a las leyes. No están obligados a admitir la ciudadanía, ni pagar contribuciones forzosas extraordinarias. Obtienen nacionalización residiendo dos años continuos en la Confederación: pero la autoridad puede acotar este término a favor del que lo solicite, alegando y probando servicios a la República.[14]

En el artículo 21.º, que hace referencia a la defensa de la patria y de la Constitución, se establece para el caso de los extranjeros: “Los ciudadanos por naturalización son libres de prestar o no este servicio por el término de diez años contando desde el día en que obtengan su carta ciudadana”.[15] En aquel entonces no se observaba en el país un proceso de inmigración masiva, pero, no obstante, se comenzó a percibir tal tendencia.[16]

Durante el período constitucional de 1853, las políticas inmigratorias fueron claramente un factor social determinante para concretar las ideas de progreso y civilización de las elites ilustradas. Halperín Donghi sostiene que fue la Generación del 37 la que dio origen al proyecto inmigratorio al ligar la idea de inmigración con la de progreso. A pesar de los esfuerzos realizados previamente por Rivadavia para romper con “las degradantes habitudes de los españoles”, este no logró otorgar a los extranjeros un lugar de privilegio en la formación de la nación,[17] mientras que, por otro lado, la nueva generación de dirigentes tuvo la capacidad de ubicar el problema en las grandes extensiones de tierra despobladas, y percibió al inmigrante como una fuente de civilización y progreso.

Las críticas de Sarmiento a estas concesiones son anteriores a la sanción de dicha Constitución. Radicado en Chile por ese entonces, libró desde el país trasandino una fuerte polémica con uno de los principales ideólogos de la Carta Magna Argentina de 1853 –Juan Bautista Alberdi–, tema al cual se hará referencia en los siguientes capítulos.

El 6 de septiembre de 1857, fue sancionada la Ley n.º 140 del Régimen Electoral Nacional, con el objeto de regular el derecho al sufragio en todo el territorio nacional. Esta introdujo mecanismos novedosos en relación con la confección de padrones electorales y la elección de autoridades, pero sin modificar el principio de voto. A pesar de ser un intento unificador y clarificado, la situación de los extranjeros no quedó definida de manera concreta. En el capítulo 2, Del Registro Cívico, el artículo 2 establece:

El Poder Ejecutivo Nacional en el territorio federalizado, y los Gobiernos de las provincias, en ellas; treinta días antes, ordenarán la convocación de todos los ciudadanos, para que concurran a las juntas calificadoras a inscribir sus nombres en el Registro Cívico.

En los artículos 7 y 8, respectivamente, se especifica quiénes tenían derecho al voto. En el artículo 7, se determina quiénes no podrían ser inscriptos en los registros cívicos; quedaban excluidos los menores de 21 años, los dementes y los sordomudos, los eclesiásticos regulares, los condenados a pena infamante, así como aquellos que tuvieran suspendida la ciudadanía. El artículo 8, por su parte, hace referencia a la situación de los extranjeros, y sostiene: “Los ciudadanos por naturalización serán inscriptos en el Registro, mediante la manifestación que hicieren de su carta de ciudadanía, ante la Junta Calificadora”.

Cada provincia se manejaba con sus propios criterios a la hora de determinar el otorgamiento de la carta de ciudadanía a quienes lo solicitasen. Asimismo, en cuestión de otorgamiento del derecho al sufragio, no había homogeneidad en las Constituciones provinciales. En Mendoza, Córdoba, San Luis y La Rioja, por ejemplo, el sufragio quedó restringido a los pudientes; en Salta, a quienes supiesen leer y escribir, y en Tucumán no podían sufragar los jornaleros ni los hijos de familia que viviesen con sus padres.

Por su parte, la Ley n.º 145 de Ciudadanía, sancionada el 19 de septiembre de 1857,[18] hace referencia a la cuestión de la ciudadanía, y define de manera concreta la situación de los extranjeros. El artículo 1 determina: “[…] los argentinos para el goce y ejercicio de los derechos políticos se distinguen en argentinos simples y ciudadanos”. Del artículo 2 al 8 de dicha ley, se establecen los requisitos para ser argentino. El artículo 2 determina que eran argentinos los nacidos en el territorio argentino, los hijos de madre o padre argentino nacidos en el extranjero, a menos que prefirieran optar por la nacionalidad del país donde habían nacido, y los extranjeros que hubieran obtenido la carta de naturalización, según lo dispuesto en el artículo 20 de la Constitución de 1853, al cual se hizo referencia en los párrafos anteriores.

Los artículos 4, 5 y 6 son de suma importancia, ya que explican en qué consistía el procedimiento para obtener la carta de nacionalización. Allí se especifica que los extranjeros que desearan obtenerla, siempre y cuando cumplieran con los requisitos establecidos en el ya mencionado artículo 20, debían presentar su solicitud ante el juez federal de Primera Instancia de la provincia o el territorio donde estuvieran domiciliados o ante el juzgado ordinario de igual clase de la respectiva localidad. La autoridad ante la cual se presentara la solicitud otorgaría al interesado el certificado correspondiente, con el cual podría solicitar del Poder Ejecutivo Nacional su carta de naturalización. La carta sería firmada por el presidente de la Confederación, refrendada por el ministro del Interior y timbrada con el sello de las armas nacionales. El artículo 7 determina que se perdía la calidad de argentino ante la naturalización en país extranjero.

La sección segunda de dicha legislación determina quiénes eran ciudadanos. El artículo 9 manifiesta que lo eran, por un lado, “los argentinos mayores de 21 años o antes si fuesen emancipados” (aquí entraban los extranjeros naturalizados) y, por otro,

los extranjeros que el 9 de julio de 1853 ya eran reputados ciudadanos en cada Provincia, debiendo para continuar en el goce y ejercicio de este derecho, pedir su carta de ciudadanía dentro de un año, desde la promulgación de esta ley.[19]

Los artículos 10, 11 y 12 establecen los motivos por los cuales se perdía la ciudadanía, que eran los mismos que se mencionan en la Constitución.

Esta ley reafirma lo establecido en la Constitución del 53, al determinar que los extranjeros podían o no optar por naturalizarse. El hecho de no hacerlo no los perjudicaba en ningún aspecto; por el contrario, no naturalizarse los liberaba de ciertos deberes y obligaciones tales como ir a la guerra, pagar impuestos y participar en los procesos electorales, que, por su parte, eran de carácter obligatorio para los argentinos naturales. El 1.º de julio de 1859, la ley n.º 207[20] introdujo modificaciones en la legislación. Estas no se relacionaban con la cuestión del derecho al voto; fue en ese entonces cuando se estableció la lista completa y el voto público pero no obligatorio.

Por último, queda mencionar que la inclusión final de Buenos Aires en la Confederación Argentina en 1860, que llevó a la reforma del texto original de la Constitución de 1853 (que se sancionó como la Constitución de la República Argentina en 1860) no modificó sustancialmente los artículos 20 y 21 mencionados anteriormente, dejando así establecidos los derechos y las garantías de los extranjeros residentes en el país. El texto quedó estipulado de la siguiente manera:

Artículo 20º. Los extranjeros gozan en el territorio de la Nación de todos los derechos civiles del ciudadano: pueden ejercer la industria, comercio y profesión; poseer bienes raíces, comprarlos y enajenarlos; navegar los ríos y costas; ejercer libremente su culto, testar y casarse conforme a las leyes.
No están obligados a admitir la ciudadanía, ni a pagar contribuciones forzosas extraordinarias; obtienen nacionalización residiendo dos años continuos en la Nación; pero la autoridad puede acotar este término a favor del que lo solicite, alegando y probando servicios a la República.[21]

Con respecto al artículo 21, que hace referencia a la defensa de la patria, se mantuvo igual, sin modificación alguna, ya que los ciudadanos por naturalización no estaban obligados a prestar servicio militar por diez años desde el día en que obtuvieran la carta de ciudadanía.

Todos estos artículos dejan en claro, como bien lo planteó Alberdi en Bases y puntos de partida para la organización política de la República Argentina ya en 1852 desde su exilio en Chile, que un país sin población como la Argentina debía abrir sus puertas a los inmigrantes europeos, no solo para poblar tan vasto territorio, sino para que ellos aportaran el progreso y la fuerza para hacer de la Argentina una gran nación. Pero ¿tendría costos futuros una apertura a la inmigración sin restricciones ni requisitos? Para Sarmiento, los costos de una estrategia semejante serían inmensos; el hecho de no exigir un cierto compromiso cívico a los inmigrantes generaría un país sin ciudadanos. Para otros, tal es el caso de Alberdi, este tipo de políticas no tenía costo alguno; por el contrario, eran puro beneficio para el país, ya que atraerían a los emigrantes europeos, y dicha inmigración sería la herramienta que le daría al país la posibilidad de progreso y desarrollo.

La Argentina fue, desde sus inicios, uno de los países en cuyo suelo habitó mayoritariamente una población extranjera. Tanto las elites políticas e intelectuales, como los textos constitucionales que forjaron el proyecto de nación ponen de manifiesto la opción por una política de hospitalidad: se recibió al extranjero, a quien se consideraba un instrumento fundamental e indispensable para el desarrollo de la nación moderna y la formación de la ciudadanía.

Sarmiento, aunque compartía la creencia de Alberdi acerca de que la inmigración era clave para el progreso del país, sostuvo desde un principio que esta falta de compromiso de los inmigrantes debilitaría –en el corto y mediano plazo– las instituciones republicanas, de manera que crearía una ciudad sin ciudadanos y, por ende, sin representación política. Así lo manifestó en muchos de sus textos; entre ellos se destaca la nota publicada en el periódico El Diario titulada “El mito babilónico”, que apareció el 9 de septiembre de 1887.[22]

Alberdi, quien fuera un gran referente para los constituyentes de 1853, era partidario de que los inmigrantes no se nacionalizaran,[23] pues de este modo podían vivir y trabajar en el país sin tener que renunciar a su ciudadanía de origen; estimaba que de esta manera se cooptaría un mayor volumen de extranjeros. Lo que Alberdi proponía era otorgarles a los extranjeros todos los derechos y librarlos de las obligaciones: las inherentes al ciudadano nativo, las obligaciones fiscales, el derecho al voto y el de armarse en defensa de la patria.

Dicha argumentación y su posterior materialización en la Constitución de 1853 despertaron en Sarmiento un brutal rechazo; esto lo llevó a entablar con Alberdi una polémica interminable, y por momentos muy dura, sobre la importancia de la nacionalización de los inmigrantes. Para Sarmiento, el compromiso cívico de los extranjeros era la clave del éxito de la república, y, por ende, de la democracia.

Ya con la incorporación de la provincia de Buenos Aires al Estado federal, se dictó la Ley Electoral n.º 75, promulgada el 13 de noviembre de 1863 como una medida tendiente a ordenar y dar garantías al proceso electoral. Se reguló de qué manera debían formarse el registro cívico (padrón) y las asambleas electorales. Al igual que en la década del 20, las mesas electorales debían conformarse en los atrios de las parroquias, pero, a partir de la Ley Electoral Nacional de 1863, y con el objeto de evitar las batallas a la hora de ganar las mesas, se decretó que cada mesa debía estar presidida por un juez de paz y cuatro vecinos designados por sorteo entre los presentes el día de la elección y dos nombrados por la Legislatura, elegidos también por esa vía, pero de una lista de 20 vecinos.

El padrón electoral no existía como tal antes del 63; a pesar de que los ciudadanos que deseaban participar del sufragio debían tener un domicilio reconocido en la parroquia correspondiente, la posibilidad de cumplir con el derecho al voto quedaba en manos de las autoridades de mesa. Si un individuo era considerado parte del grupo de los incluidos y, por lo tanto, aceptado como votante, este sufragaba públicamente y su voto se consignaba en dos registros. Para evitar estas arbitrariedades, la Ley Nacional de 1863 creó el Registro Cívico, donde se inscribían con anticipación a la fecha de la elección los adultos de cada parroquia que deseaban votar allí. Así se conformaba el padrón electoral, que tenía que ser debidamente exhibido e incluía el nombre de los inscriptos aceptados por la Junta Calificadora para sufragar. Aunque existía un padrón, hasta el momento el voto continuaba siendo público.

En relación con los votantes, se redujo la edad mínima para ejercer el voto a 18 años –esta fue una manera de ampliar el electorado que incluía tanto a ciudadanos nativos como a los nacionalizados–. No se modificó la situación de los extranjeros, pero el artículo 6 dejaba fuera del derecho al voto a todas aquellas personas que fuesen soldados, cabos y sargentos de tropas de línea o que debieran estar enrolados en la Guardia Nacional y, por distintas circunstancias, no lo estuviesen.

A los pocos años, el 5 de octubre de 1866, se dictó la ley n.º 209, con el objetivo de modificar ciertos aspectos de la legislación anterior. Los cambios no fueron sustanciales, giraban principalmente en torno a los procedimientos generales para la realización del acto eleccionario. No hubo modificaciones en torno a la figura del votante.

Para 1873, y debido al fraude generalizado que se registraba en las elecciones, se sancionó el 18 de septiembre la Ley Electoral n.º 623. Las modificaciones más significativas –para dar mayor transparencia al proceso de elecciones– fueron el artículo 2, donde se determinó que el registro cívico se confeccionaría cada cuatro años, y que cada renovación dejaría sin efecto el registro anterior, y el artículo 7, donde se establecía que el padrón estaría integrado por todos los ciudadanos domiciliados en la sección electoral que lo solicitasen personalmente y que fuesen mayores de 17 años. Se bajó la edad necesaria para votar y se facilitó la manera de registro de los electores; ambas medidas permitían, en teoría, que un mayor número de ciudadanos se encontraran en condiciones de sufragar.

Dentro del seno del Congreso de la Nación, se generó una discusión en torno al secreto o no del voto. A pesar de que los diputados Manuel Montes de Oca, Bernardo de Irigoyen, Rafael Igarzábal y Pedro Goyena, entre otros, se manifestaban a favor del voto secreto como una manera de evitar el clientelismo y la manipulación del electorado, el proyecto sancionado determinó que el voto continuase siendo público. Se eliminó el voto oral, como una medida para evitar el fraude, pero este seguía siendo público, pues la norma sancionada establecía la existencia de un registro de votantes en que se debía asentar el nombre de la persona por la cual votaba cada uno de los sufragantes inscriptos en el padrón. El fraude electoral continuó existiendo, en parte como consecuencia de las debilidades de la ley n.º 632. Por ese motivo, la coalición triunfante entre liberales y autonomistas dictó en 1877 la Ley n.º 893, que dispuso que para toda elección nacional se debía hacer previamente la inscripción de los registros cívicos en el Registro Cívico Nacional.

Hubo durante las últimas décadas del siglo xix otras modificaciones menores a la Ley Electoral: la ley n.º 893 del 16 de octubre de 1877; la ley n.º 1012 del 7 de octubre de 1879; la ley n.º 1024 del 22 de julio de 1880; y la ley n.º 2742 del 6 de octubre de 1890. No obstante, las reformas más resonantes fueron las que se efectuaron a comienzos de 1900, cuyo objetivo principal era dar un marco regulador legítimo que hiciese del proceso electoral un proceso limpio, transparente y por sobre todo democrático.

Tanto la reforma electoral de 1902, como la de 1912 fueron propuestas por el Poder Ejecutivo. En el primer caso, la redacción de la nueva Ley Electoral estuvo a cargo del ministro del Interior, Joaquín V. González, quien, entre otras cuestiones, proponía el sufragio voluntario y secreto con el fin de reducir el fraude y el control del voto. En su discurso ante la Cámara de Diputados en el Congreso Nacional del 27 de noviembre de 1902, argumentaba que bajo ningún concepto se debía recurrir al sufragio censitaire[24] como mecanismo para reducir el fraude, sino que, por el contrario, había que reivindicar el sentido común de los analfabetos.[25] Sostenía:

… es, por lo tanto, la responsabilidad de las clases dirigentes la que debemos mirar en el ejercicio de estos derechos, ya que a ellas, por selección natural, les corresponde esa especie de tutela sobre los que saben menos o pueden menos.[26]

Para Joaquín V. González, aún no estaban dadas las condiciones necesarias para aplicar el voto obligatorio, aunque consideraba que este era el ideal. La realidad social del país, así como la extensión del territorio y la dispersión de la población, hacían imposible la efectivización de la sanción penal por no cumplir con la obligación de ir a votar.

El proyecto original enviado por el Poder Ejecutivo al Congreso Nacional para su tratamiento era ambicioso. Con respecto al voto de los extranjeros, que es el eje central de esta investigación, el artículo 4 del proyecto original posibilitaba que los extranjeros de 22 años de edad que supiesen leer y escribir, con más de dos años de residencia, propietarios o que ejercieran profesión liberal, acreditada por diploma nacional o revalidado, pudieran presentarse a las juntas de distrito, oficinas de registro civil o comisiones inscriptoras de la sección y manifestar verbalmente que deseaban ser inscriptos en el padrón cívico, circunstancia que debía ser justificada.

El proyecto, en este punto, provocó una ferviente discusión dentro del recinto de la Cámara de Diputados. El diputado Mariano de Vedia, partidario del PAN (Partido Autonomista Nacional) y director del diario La Tribuna, aunque apoyaba el proyecto, presentó una fuerte oposición en el dictamen de la Comisión de Negocios Constitucionales a la cuestión establecida en el artículo 4 mencionado anteriormente. Para suspender dicho artículo, argumentaba los siguientes motivos:

En primer lugar, ha suprimido los artículos que se refieren a la facultad de inscribirse y votar a los extranjeros; y lo ha hecho porque no consideró que era oportunidad para que a un extranjero se le ocurriera adoptar la nacionalidad, precisamente aquella en que debía empezar a intervenir, desde luego, en la formación del Gobierno de la República, y sería en realidad la causa determinante de su naturalización, que más tendría de adquisición hecha por un partido en lucha, que por la nación misma.[27]

Al analizar las distintas posturas de los legisladores respecto de este punto durante el debate parlamentario, se pone claramente de manifiesto cómo el sector político en su mayoría comprendió que una concesión de esas características hubiera implicado la entrega del poder a un significativo grupo de inmigrantes arraigados en el territorio nacional. El diputado Lucero, opositor al proyecto, presentó en su intervención una cantidad de datos que permiten entender cuál era la magnitud de la inmigración en el país, y los riesgos que habría implicado una legislación semejante:

… el problema de la naturalización de los extranjeros, que es ya premioso, se haría angustioso. Con cinco millones de habitantes tenemos más de un millón de extranjeros; y delante de seiscientos mil electores, hay quinientos mil extranjeros en iguales condiciones. Si nos circunscribimos a doscientos mil, ¡qué peligro para la política genuinamente argentina, delante de los ciento veinte mil extranjeros que existen en el país, propietarios desde hace más de dos años, es decir, ¡desde ya constitucionalmente aptos para la ciudadanía![28]

Antonio Argerich, diputado por la Capital, proponía calificar el voto al exigir a los sufragantes el hecho de saber leer y escribir. Esta propuesta fue rechazada por la gran mayoría de los legisladores. El diputado Mujica alertó en su discurso a sus colegas respecto de los peligros de imponer dicha limitación:

La restricción del sufragio en un país de inmigrantes como es el nuestro, en el que tenemos pendiente la solución del gran problema relativo a la naturalización de los extranjeros […] hace que sea peligroso sancionar disposiciones como las que propone el diputado por la Capital. […] tendríamos este fenómeno constante: que iría aumentando el número de electores extranjeros al paso que iría disminuyendo el número de los electores nacionales.[29]

Frente a esta propuesta, el diputado Lucero propuso una calificación al ciudadano naturalizado sobre la base de su propiedad, lo que inhabilitaría a quienes se encontrasen en la siguiente situación:

Los ciudadanos nativos que no sepan leer y escribir; y los ciudadanos naturalizados que no sean casados en el país o no tengan hijos nacidos en el país; o que paguen menos de veinticinco pesos de contribución directa por propiedad territorial rural o menos de cincuenta pesos de contribución directa por propiedad urbana.[30]

Y aclaraba, seguidamente, que bajo ningún concepto estas circunstancias garantizaban que no se generasen políticas antinacionales en el seno del grupo de electores ciudadanos naturalizados.

En estas discusiones se ponen de manifiesto, una vez más, los temores de Sarmiento de tener un país sin ciudadanos y del hecho de que, con restricciones censitarias de estas características, tanto educacionales como económicas, el país terminaría siendo gobernado por la población de origen extranjero, ya que serían estos, mayormente, quienes tendrían los requisitos necesarios para poder acceder al derecho al voto. Finalmente, el proyecto de ley se aprobó con enmiendas que terminaron desvirtuando los propósitos de apertura que había tenido originalmente.

El artículo 1 de la ley n.º 4.161,[31] sancionada el 30 de diciembre de 1902 y promulgada el 6 de enero de 1903, amplió una vez más el grupo de los incluidos al establecer: “Para ser elector nacional se requiere: ser argentino o ciudadano naturalizado, y tener 18 años de edad”. El grupo de los excluidos quedaba en esta nueva ley establecido de manera tal, que se reducía considerablemente la zona gris que existía en las leyes electorales anteriores, la cual permitía el control del electorado por parte de los grupos dirigentes a cargo del proceso electoral. El artículo 5 de dicha ley enumera detalladamente quiénes no eran electores nacionales, mientras que en el artículo 6 se mencionan los motivos por los cuales se estaba excluido de la condición de elector; las especificaciones, en ambos casos, son claras y concretas. Se dejaba de lado la utilización de aquella terminología tan ambigua como “hombres libres”, que ya no aparece en el texto de la nueva ley.

La reforma electoral, como se dijo, se centraba en un puñado de puntos básicos; uno de ellos era la modificación del mecanismo de registro de electores vigentes, con el objetivo de evitar el fraude. La propuesta de Joaquín V. González consistía en la creación de un registro electoral permanente, compuesto por comisiones inscriptoras constituidas por tres ciudadanos extraídos de una lista de 20 que fuesen los mayores contribuyentes de cada circunscripción, quienes, a su vez, distribuirían el trabajo censal en divisiones inferiores de sus respectivos territorios y realizarían en el plazo de tres días el empadronamiento de los ciudadanos a domicilio. En su discurso ante la Cámara de Diputados en 1902, González argumentaba que dicha tarea debía ser “responsabilidad de las clases altas”, que según él debían “velar por una inscripción sincera y leal”, pues en su opinión la reforma debía darse desde dentro de la clase social que ejercía el poder político.[32]

Como promotor del proyecto de ley de 1902, J. V. González tenía una posición muy firme frente a la necesidad imperante de establecer el secreto del voto como una herramienta clave para poner fin al fraude electoral. En su defensa del proyecto ante los legisladores, argumentaba:

[Esta es] la única forma de asegurar la independencia del sufragante, la manifestación personal, íntima y exclusiva del ciudadano respecto del elector, y en cuyo instante rompe con todo linaje de servidumbre o de dependencia para ser el intérprete primario de la voluntad popular.[33]

En el Senado, encontró una gran resistencia a su propuesta de voto secreto. Carlos Pellegrini, el principal opositor, argumentó:

El voto secreto […] supone el voto consciente, y el voto consciente es el del hombre capaz de apreciar por quién va a votar, y el sufragio universal supone más a la inmensa masa de analfabetos, o de votos inconscientes, que no van en nombre de ideas o propósitos propios, sino en nombre de ideas, de simpatías, de arrastres de opiniones que dividen a la masa en distintas fracciones y en tendencias: de modo que el voto secreto, aplicado a las masas de nuestro país, sería, señor Presidente, una mistificación.[34]

A pesar de la lucha benévola de González en defensa de los derechos de los analfabetos, la Ley de Reforma Electoral n.º 4.161 de 1902[35] sancionó el voto oral. Natalio Botana destaca el alto grado de contradicción en el pensamiento de Pellegrini, quien en 1902 defendió el voto oral –una forma de aferrarse a muchos de los mecanismos de control típicos del roquismo– y, cuatro años más tarde, criticó abiertamente la realidad política gestada a partir de 1880, en especial el tema del fraude electoral.[36]

La posterior reforma electoral (ley n.º 8.871) de Sáenz Peña e Indalecio Gómez de 1912, conocida como Ley Sáenz Peña,[37] sancionada el 10 de febrero y promulgada a los tres días, el 13 de febrero de 1912, tomó varios elementos que se esbozaron en la discusión parlamentaria acerca del sistema electoral en 1902: el sufragio obligatorio y secreto, el padrón permanente basado en el padrón militar, y el sistema de lista incompleta que otorgaba representación a la primera minoría.

La nueva legislación no introduce modificaciones con respecto a la edad mínima de los electores, pero sí determina en el primer artículo que eran “electores nacionales los ciudadanos nativos y los naturalizados desde los diez y ocho años cumplidos de edad”, siempre y cuando estuvieran “inscriptos en el padrón electoral”.[38] Este cambio en el procedimiento de inscripción era una herramienta clave para poner fin –o al menos intentarlo– a la manipulación inescrupulosa de los registros de votantes. En el artículo 2, se especifica quiénes estaban excluidos del derecho al voto:

Están excluidos los dementes declarados en juicio. Por razón de su estado y condición; los eclesiásticos y regulares, los soldados, cabos y sargentos del ejército permanente, los detenidos por juez competente mientras no recuperen su libertad, los dementes y mendigos, mientras estén recluidos en asilo público. Por razón de su indignidad: los reincidentes condenados por delito contra la propiedad, durante cinco años después de la sanción.

Nada se dice en la flamante legislación acerca de la situación de los extranjeros: estos seguían al margen del juego político nacional. Era solo la voluntad y el deseo lo que los llevaba a participar de él, a través de la adquisición voluntaria de la ciudadanía. Durante la década del 80, se fomentó fuertemente la inmigración europea, y, como consecuencia de ello, arribaron al territorio nacional millones de extranjeros. Las cifras que revelan tanto el censo de 1869 como el de 1895 son por demás elocuentes; el primero registra una población de 1.830.214, mientras que en el segundo esta asciende a casi cuatro millones de habitantes. De ese total, la mitad eran extranjeros, de los cuales un porcentaje muy reducido optaba por nacionalizarse. Esta masa de inmigrantes era dueña de la mitad de las propiedades de la provincia de Buenos Aires; en Santa Fe más de la mitad de las propiedades estaban en manos de los inmigrantes, y lo mismo sucedía en la capital de país. Claramente, la inserción de los inmigrantes se ponía de manifiesto en el terreno económico, pero no así en el político.

Por otra parte, la Ley Sáenz Peña implementó el voto obligatorio y secreto. Su principal impulsor fue Indalecio Gómez, quien proclamaba que, gracias a dichas modificaciones, se lograría establecer un procedimiento libre y limpio de la influencia, lejos del manejo electoral por parte de las elites políticas. Argumentaba que, si bien dar por tierra con esta práctica resultaba una utopía para muchos, al menos con estas medidas se lograba lo que expresaba con estas palabras:

… poner en manos del que vende la facilidad de redimir su propia falta burlándose del comprador, dejando a este en situación de no poder saber si el dinero que pagó por un voto tuvo o no el efecto que se propuso.[39]

El artículo 41 del proyecto, sancionado luego en ley, presentaba todos los requisitos necesarios para asegurar el secreto del sufragio –entre ellos, una cartilla para cerrar puertas, tapiar ventanas, etc., medidas que dieron origen a lo que hoy se conoce como “cuarto oscuro”–.

Las modificaciones en la legislación electoral poco incidían en el lugar que se le otorgaba al extranjero dentro del proceso electoral; más bien estaban ligadas a buscar la manera de dar transparencia y legitimidad a la elección de las autoridades, haciendo del país un sistema más democrático y representativo. La norma no siempre se respetaba en la práctica. Nada se decía ni en la Constitución ni en la legislación electoral acerca de la nacionalización de los inmigrantes; estos tenían la libertad de optar o no por la ciudadanía argentina y, de hacerlo, ser parte activa a través de su participación cívica, del proceso político que fortalecería la democracia y el republicanismo, tan deseado por muchos, en la época.

Como ya es sabido, los cambios políticos siempre fueron en la Argentina más lentos que los económicos y sociales,[40] pero, a pesar de ello, se fueron produciendo. La clase política de nuestro país se vio obligada a adaptarse a las nuevas reglas de juego que iban surgiendo en la sociedad como consecuencia de los cambios mencionados, porque, de no hacerlo, corría el riesgo de quedar fuera de la esfera del poder.

Con respecto a la participación ciudadana en la elección de los representantes, podemos observar un avance ininterrumpido basado en la implementación de legislaciones electorales que buscaban de manera constante reforzar la legitimidad de los representantes. A su vez, se hace evidente –a lo largo de todo el período– el esfuerzo realizado por la elite política para lograr dar a la representación un marco cada vez más legítimo, pues era gracias a dicha legitimidad gracias a lo que se podía mantener en el poder.

Para el pensador italiano Raffaele Romanelli, es la práctica en sí misma la que va dando las pautas de cómo conformar las normas a quienes tienen la habilidad de poder implementar dichas modificaciones, producto de la movilización política de la sociedad por medio del voto. Son los políticos, en el rol de líderes, quienes tienen la capacidad de articular el vacío dejado por las normas electorales a favor de su causa. Es por ello por lo que en su obra Romanelli destaca la importancia de la actividad electoral más allá de la normativa legal.

A medida que transcurrían los años, se hacía más evidente que la llave para el triunfo electoral reside en el voto. Por eso las fuerzas interesadas en llegar al poder –o mantenerse en él– ponían toda su energía en conquistar al electorado, implementando mecanismos cada vez más sofisticados, pero a la vez más democráticos. A raíz de la gran competencia que se daba entre los distintos grupos, se comenzó a regular la rivalidad, a limitar legalmente el poder y a buscar mecanismos legales para mejorar el sistema de representación.

Los cambios que se mencionaron en las páginas anteriores trajeron consigo un ininterrumpido aumento de la participación política (aunque por momentos muy sutil) del conjunto de la ciudadanía, pues esta se fue sintiendo cada vez más integrada a la vida política, y principalmente cada vez más respetada y considerada por la clase dirigente. El ciudadano común comenzó a involucrarse en el quehacer político, no solo a través del voto, sino también mediante otras vías de participación que fortalecieron el vínculo entre el ciudadano y el político.

Todas estas modificaciones tenían un mismo objetivo: darle un marco de legitimidad al sistema representativo para poder, a través de este, crear un sistema de gobierno con reglas claras que permitieran el desarrollo de una nación que comenzaba a forjarse luego de vivir durante muchas décadas bajo el dominio español y la guerra civil. Las continuas reformas realizadas a las leyes electorales no eran otra cosa que el reflejo del aprendizaje que daba la práctica político-electoral, como también fueron consecuencia de los constantes cambios socioculturales que se fueron generando a lo largo de todo el siglo en la sociedad argentina.

La temática de la importancia de la nacionalización de los inmigrantes está ausente tanto en los textos constitucionales analizados como en la legislación electoral. Para Sarmiento, esa omisión tendría, en el corto y mediano plazo, consecuencias negativas sobre el sistema de representación –consecuencias que indefectiblemente repercutirían en la consolidación del sistema republicano–.

Se puede argumentar que el sufragio, con todo lo que ello implica, es un importante canal de movilización y, por lo tanto, un generador de la práctica política en la sociedad. Romanelli sostiene que lo social ingresa en el ámbito político por medio de la práctica electoral; es por eso por lo que en su trabajo no analiza únicamente el acto de votar, sino todo lo que ello implica, desde la compleja construcción de las normas –que se refieren a la delimitación de aquellos que tienen derecho al voto, a los procedimientos para individualizarlos, para colocarlos o no en la condición de votar o para regular el desarrollo de las elecciones, etc.– hasta las prácticas concretas, que son las que finalmente dan cuerpo a las normas o bien las vacían de su significado original y les asignan uno nuevo.[41] Para dicho autor, es claramente lo social lo que da forma a lo político a través de la gimnasia electoral.

En cuanto al grado de relevancia que tenían las elecciones para el grueso de la sociedad, dada la baja participación que se registró a lo largo del siglo, son varios los historiadores, entre ellos Hilda Sábato, que plantean que estas eran poco significativas, ya que la idea de representación era abstracta, y además porque existían otras formas de intervenir en política. El voto no era, para ella, la única manera de participar en política. La ciudadanía contaba con otros derechos que le permitían hacerlo, como por ejemplo la libertad de asociación, la libertad de expresión y la libertad de prensa.

Por su parte, hay quienes creen que, a pesar del fraude y de la escasa participación, las elecciones eran legitimadoras de los elegidos, y que eso le otorgaba cierta estabilidad al Gobierno. Sostienen que, pese al bajo número de participantes, la composición del grupo era una muestra fiel de la sociedad en su conjunto, ya que –según los datos de la época– concurrían a las urnas integrantes de todos los estratos sociales.[42] Hay que tener presente que quedaba fuera de este juego un porcentaje significativo de los habitantes del territorio –los inmigrantes– que, por voluntad personal y conveniencia, preferían ser ajenos a él, y actuaban como simples espectadores del desarrollo político del país que los albergaba.

El análisis realizado en este capítulo nos permite ver que ninguna sociedad nace sabiendo, sino que debe ir haciéndose camino a través de la prueba y el error, experimentando en la práctica distintos métodos que le permitan, en la medida de lo posible, llegar a buen puerto. En dicho proceso, los diferentes actores deben tener la capacidad de adaptarse y, por sobre todo, de ceder ante sus pares para lograr alcanzar la armonía necesaria para crecer como nación.

El sufragio, con su autonomía funcional, es el mecanismo por medio del cual se verifica la reproducción política del cuerpo social. Las elecciones son el proceso mediante el cual los grupos sociales y de poder experimentan estrategias de control y relación; allí se da un intercambio que lleva a pensar a los grupos de poder o a las elites políticas como estructuras intermedias entre el Estado y la sociedad, y se establece así el canal de movilización y relación entre sectores sociales con realidades diferentes.

El hecho de que la oligarquía política se mostrase preocupada por lograr la apertura de la participación y conseguir implementar elecciones lo más limpias posibles refuta la clásica teoría que sostiene que la apertura fue consecuencia del cansancio y los vicios de la clase política. José Luis Romero y Gino Germani son partidarios de esta última teoría, mientras que Natalio Botana y Zimmermann integran el grupo de los que sostienen la visión más optimista, aquellos que ven la reforma electoral como parte de un paquete de modificaciones producto del progreso y la madurez política tanto de los dirigentes como de los ciudadanos.

Son las reformas electorales de 1902 y 1912 las que alcanzaron finalmente la democratización del poder político, al aumentar la calidad de la representación e introducir el sufragio secreto, así como también mediante modificaciones en el trazado de las circunscripciones, en la inclusión de las minorías a través del sistema proporcional, en la conformación de padrones electorales, etc.; todas medidas que llevaron a mejorar el sistema representativo y, por ende, a respaldar la gobernabilidad y la democracia. A pesar de dicho progreso, continuó siendo una deuda pendiente en la legislación establecer normas que llevasen a los inmigrantes a nacionalizarse.

Sarmiento fue un gran visionario en estos temas, y destacó desde un principio la importancia que tenía discutir y legislar sobre la cuestión de la nacionalización de los inmigrantes. Sus temores se mantuvieron latentes en parte de la elite política que lo sucedió; esto se ve claramente en los debates parlamentarios a los que se hizo referencia en párrafos anteriores. El miedo a tener un país sin ciudadanos, un país donde la representación no era real, un país con una escasa conciencia cívica, un país sin un sentimiento de patriotismo fuerte estuvo presente en todo momento; no obstante, la voluntad de la clase política, en su conjunto, por darle una solución no tuvo la misma fuerza.

Es así como, hacia el final de su vida, Sarmiento no logró ver plasmado su deseo de nacionalizar a los inmigrantes y así generar un fuerte sentimiento cívico y patriótico, y con ello un país más representativo y democrático, pues la legislación electoral, a pesar de sus avances en otras cuestiones, no pudo encauzar la discusión de manera que se pudieran superar estos escollos, que siguieron presentes en el proceso electoral nacional y que, hasta principios del siglo xx, no pudieron ser superados.


  1. Para ampliar el tema de cómo era la selección de autoridades en dicho período y cuál fue la legislación que guio el proceso eleccionario, ver los trabajos de Sáenz Valiente, José María, Bajo la campana del Cabildo, Buenos Aires, Guillermo Kraft, 1952; Rodríguez O., Jaime E., La independencia de la América Española, México, Fondo de Cultura Económica, 1996; y Zorraquín Becú, Ricardo, La organización política Argentina en el período Hispánico, Buenos Aires, Perrot, 2.º edición, 1959.
  2. Estatuto Provisorio de 1815, en Archivo Gral. de La Nación, Sala 10, folio 3, 9, 5.
  3. Estatuto Provisorio de 1815, capítulo 3, artículo 2, en Archivo Gral. de la Nación, Sala 10 folio 3, 9, 5.
  4. Estatuto Provisorio de 1815, capítulo 3, artículo 2, en Archivo Gral. de la Nación, Sala 10 folio 3, 9, 5.
  5. Al respecto, la Constitución brasileña de 1824 era de corte liberal, y en lo tocante a la participación electoral, aparecía como muy de avanzada, a pesar de establecer el voto censatario. Según la ley, tenían derecho al voto –el cual era obligatorio– la mayoría de los hombres mayores de 25 años, mientras que no podían sufragar los hijos mayores que vivían en casa de sus padres, ni tampoco los criados, porque se suponía que votarían como el señor de la casa. Contrariamente, sí podían votar los agregados; generalmente, los propietarios tenían muchos agregados que vivían gratuitamente en sus tierras, lo cual garantizaba un cierto número de votos. Por otra parte, la ley exigía para poder votar una renta anual mínima de 100 mil reis, monto que garantizaba la independencia económica del votante. No había restricciones en cuanto al grado de instrucción, y, por lo tanto, los analfabetos estaban habilitados para votar. Con la excepción de los esclavos y las mujeres, que no eran considerados ciudadanos, todos los varones que cumplían con dichos requisitos tenían la obligación de votar. Las limitaciones impuestas por la Constitución eran relativas. Con respecto a la edad, había excepciones, ya que el límite de edad bajaba a 21 años en el caso de los jefes de familia, así como de los oficiales del ejército, los bachilleres, los clérigos y los empleados públicos; en definitiva, en el caso de todo aquel que fuese independiente económicamente. En cuanto a la restricción económica, esta era poco relevante, ya que la mayoría de la población en aquella época ganaba más de 100 mil reis al año, lo que significaba que la población más pobre no estaba excluida. El hecho de que gran parte de la población de Brasil no sabía leer y escribir (factor que facilitaba el manejo del electorado por parte de las distintas facciones políticas) llevó a que en 1881 se les quitara el derecho a sufragar a los analfabetos.
  6. En Chile desde un comienzo el voto también fue censatario, como en Brasil, pero, a diferencia de este último país, el Nuevo Reglamento Chileno privó –desde un principio– del derecho al sufragio a los analfabetos, aunque durante los primeros años no lo hizo de manera tan explícita. En 1828 se dio una breve ampliación del voto a los sectores más populares, como estrategia de la dirigencia liberal para facilitar el control de las elecciones por parte del Gobierno. Finalmente, en la Constitución de 1833, se estableció el requisito de saber leer y escribir para poder acceder al sufragio (a pesar de que dicho requisito solo entró en vigencia a partir de 1840). El artículo 8 de la Constitución de 1833 establecía que eran ciudadanos activos con derecho a votar los chilenos mayores de 25 años solteros, y de 21 años si eran casados, que, sabiendo leer y escribir, cumpliesen alguno de los siguientes requisitos: “1. Una propiedad inmóvil, o un capital invertido en alguna especie de giro o industria. El valor de la propiedad inmóvil, o del capital, se fijará para cada provincia de diez en diez años; 2. El ejercicio de una industria o arte, o el goce de algún empleo, renta o usufructo, cuyos emolumentos o productos guarden proporción con la propiedad inmóvil, o capital de que se habla en el número anterior”. El alto nivel de analfabetización de la población de Chile, sumado al requisito de renta necesario para poder votar, redujo considerablemente el tamaño del electorado.
  7. Para ampliar el tema de cómo se llegó al voto universal masculino en Chile y Brasil, ver el trabajo “Evolución del proceso electoral en Brasil y Chile hasta la implementación del sufragio universal”, presentado en el vii Congreso Argentino-Chileno de Estudios Históricos e Integración Cultural, realizado en Salta en abril de 2007.
  8. Estatuto Provisorio de 1815, capítulo 3, artículos 3-7, en Archivo Gral. de la Nación, Sala 10 folio 3, 9, 5.
  9. Estatuto Provisorio de 1815, capítulo 3, artículos 3-7, en Archivo Gral. de la Nación, Sala 10 folio 3, 9, 5.
  10. Esta era expedida por el jefe del Congreso General de cada partido asociada al ayuntamiento de su capital.
  11. Estatuto Provisorio de 1815, capítulo 3, artículos 3-7, en Archivo Gral. de la Nación, Sala 10 folio 3, 9, 5.
  12. Sarmiento, Domingo Faustino, Obras completas, tomo 36, Buenos Aires, Universidad Nacional de La Matanza, 2001, p. 160.
  13. San Martino de Dromi, María Laura, Documentos constitucionales…, ob. cit., pp. 2413-2414.
  14. San Martino de Dromi, María Laura, ob. cit., p. 2531.
  15. San Martino de Dromi, María Laura, ob. cit., p. 2531.
  16. Ver anexos 1 y 2 con datos censales 1.º y 2.º Censos Nacionales.
  17. Halperín Donghi, Tulio, “¿Para que la inmigración? Ideología y políticas inmigratorias en la Argentina…, ob. cit., p. 196.
  18. El Registro Nacional indica el 29 de septiembre de 1857, fecha en que el veto parcial del Poder Ejecutivo quedó aceptado por ambas Cámaras.
  19. Ley n.º 145 del 19 de septiembre de 1857, Ciudadanía. Leyes nacionales, p. 160.
  20. Estuvo vigente hasta 1912, con la excepción del período 1902-1904, cuando se aplicó el sistema uninominal por circunscripción.
  21. San Martino de Dromi, María Laura, ob. cit., p. 2561.
  22. Dicha nota se transcribe de manera completa en la tercera parte, capítulo 9 de este libro.
  23. En España, la nacionalización de los extranjeros no era una obligación, pero sí era muy sencillo adquirirla durante la primera mitad del siglo xix. La Constitución de 1837 establecía que eran españoles todas las personas nacidas en territorio español; los hijos de padre o madre españoles, aunque hubieran nacido fuera de España; los extranjeros que hubieran obtenido carta de naturaleza; los que sin ella hubieran ganado vecindad en cualquier pueblo del territorio español. Ahora bien, los hijos de extranjeros nacidos en territorio español, para gozar de la nacionalidad (ciudadanía) española, debían manifestarlo así a los funcionarios españoles encargados de los registros civiles. En cuanto a la adquisición de la nacionalidad por vecindad, se recurrió a las Partidas y a la Novísima Recopilación. Se ganaba vecindad por establecer residencia fija en España, por casarse con mujer natural de “estos Reynos”, el que se arraigara adquiriendo posesiones, el que se estableciera para ejercer un oficio, el que ejerciera oficios mecánicos o tuviera abierta tienda al por menor, en todo caso el que moraba diez años en casa poblada. Por lo que se refiere a la “moranza de diez años” de las Partidas, de la Novísima Recopilación y en la Constitución de 1812, hemos de decir que la vecindad era causa de que al extranjero domiciliado se le impusiera la condición de “vasallo o súbdito”, con lo que se establecía una diferencia entre estos y los “naturales o ciudadanos. En la Constitución de 1837, se suprimía aquella “sumisión” del extranjero avecindado y se concedía una facultad y un derecho de adquirir la condición de nacional español. Esta concepción pasó al texto original del Código Civil, que, en su artículo 17.4, declara la nacionalidad española de los extranjeros que, sin carta de naturaleza, hubieran ganado vecindad en cualquier pueblo de la monarquía. El requisito de la inscripción no se consideraba imprescindible, si bien posteriormente se reguló la forma de justificar la vecindad adquirida, de manera que, ganada la vecindad y acreditada en forma, la administración desarrollaba una función meramente declaratoria de tal circunstancia. La vecindad, pues, para devenir eficaz, requería una actuación pública de constancia y declaración oficial. La concurrencia de los requisitos legales originaba ex lege la facultad de obtener la condición de español. Para profundizar sobre la cuestión, ver el trabajo de Ramón Viñas Farré Evolución del derecho de nacionalidad en España, Continuidad y cambios más importantes, Universidad de Barcelona.
  24. El voto o sufragio censitaire consiste en la dotación del derecho a voto solo a la parte de la población que está inscripta en un censo. Este censo suele tener ciertas restricciones: generalmente son económicas (como la posesión de un determinado nivel de rentas u oficio) o relacionadas con el nivel de instrucción (leer y escribir) o social (pertenencia a determinado grupo social) o el estado civil (casado).
  25. Botana, Natalio, El orden conservador, ob. cit., p. 260.
  26. González, Joaquín V., “Discurso en la Cámara de Diputados, en la sesión del 22/XI/1902”, en La reforma electoral argentina, Buenos Aires, Imprenta Didot, 1902, p. 48.
  27. Diario de Sesiones de la Cámara de Senadores de la Nación, 17 de octubre de 1902, debate ley 4.161.
  28. Diario de Sesiones de la Cámara de Senadores de la Nación, 17 de octubre de 1902, debate ley 4.161.
  29. Diario de Sesiones de la Cámara de Senadores de la Nación, 17 de octubre de 1902, debate ley 4.161.
  30. Diario de Sesiones de la Cámara de Senadores de la Nación, 17 de octubre de 1902, debate ley 4.161.
  31. No obstante, la reforma más significativa de la ley n.º 4.161 fue la instauración del sufragio uninominal por circunscripción, sistema que nuevamente fue sustituido por la lista completa en la reforma a la Ley Electoral de 1905 impulsada por Manuel Quintana (ley n.º 4.578). La defensa de este sistema por parte del entonces ministro del Interior de Julio Argentino Roca, Joaquín V. González, fue feroz. En el capítulo 2 de la ley, apartado 1, titulado “De las divisiones territoriales”, se explica detalladamente cómo se implementaría la división del territorio nacional en circunscripciones electorales.
  32. González, Joaquín V., “Mensaje del Poder Ejecutivo del 27 de agosto de 1902”, en La reforma electoral…, ob. cit., p. 164.
  33. González, Joaquín V., “Mensaje del Poder Ejecutivo del 27/8/1902”, en La reforma electoral…, ob. cit., p. 150.
  34. “Discurso del miembro informante en la Cámara de Senadores, sesión del 20/XII/1902”, en La reforma electoral…, ob. cit., p. 327.
  35. Principalmente con la reforma electoral de 1902, concretamente con el sistema de circunscripciones uninominales, se buscaba que los partidos políticos fuesen el resultado de la asociación voluntaria de representantes locales, donde la circunscripción sería un “recinto geográfico apto para generar una suerte de participación directa sin aparatos organizativos que la desfiguren u obstaculicen”. J. V. González pretendía un sistema de partidos diferente del establecido en la nación; aspiraba a un país gobernado por notables cuya autoridad estuviese legitimada por el voto y el apoyo locales. Como se señaló anteriormente, este sistema uninominal solo rigió para la elección de 1904, ya que la reforma de 1905 volvió al sistema de lista completa. La ley n.º 4578 establecía que, a partir de 1905, tanto la Capital como las provincias se consideraban “como distritos electorales de un solo estado para elegir electores calificados de senador por la Capital, diputados al Congreso y electores calificados de presidente y vicepresidente de la nación”. Cada distrito elegiría, por lo tanto, el número de electores a presidente y vicepresidente, a senador y los diputados que le correspondieran, teniendo que votar cada ciudadano habilitado para hacerlo por la cantidad de diputados o electores calificados que le correspondían al distrito de pertenencia.
  36. Botana, Natalio, El orden conservador…, ob. cit., p. 267.
  37. También en la Ley Sáenz Peña de 1912 se estableció el procedimiento de la lista incompleta, combinando los principios de pluralidad y proporcionalidad con un mecanismo plurinominal que determinaba de antemano la representación que les correspondía a las minorías. En el artículo 44 del proyecto, la proporcionalidad asignada a cada elector para la elección de diputados nacionales determinaba que, de elegirse uno o dos diputados, cada elector solo podría votar por el número igual de candidatos, en caso de elegirse más de dos, cada elector solamente podría votar por las dos terceras partes del número a elegir en dicha elección, y en caso de quedar una fracción de ese número, lo haría por un candidato más. Y quedaba así establecida la regla de los dos tercios.
  38. Ley n.º 8.871. Régimen electoral, en Anales de Legislación Argentina, tomo 1, Buenos Aires, La Ley, 1941, pp. 844-845.
  39. Gómez, Indalecio, “Discurso en la Cámara de Diputados, sesión del 8/11/1911”, en Los discursos de Indalecio Gómez, Estadista, Diplomático, Parlamentario, vol. 2, p. 379.
  40. En su libro Historia de la inmigración en la Argentina, Fernando Devoto explica claramente y de manera extensa esta diferencia en los tiempos de los cambios políticos respecto de los económicos y sociales durante el siglo xix y principios del siglo xx en el país.
  41. Romanelli, Raffaele, “Le regole del gioco…”, ob. cit.
  42. Alonso, Paula, Entre la revolución y las…, ob. cit., p. 218.


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