Los modos de ser (del) humano
y las prácticas de salud
José Ricardo Ayres[2]
Relato de un caso
“Salí del consultorio y caminé por el pasillo lateral hasta la sala de espera, con la tarjeta de identificación en la mano, para llamar a la próxima paciente. Era el final de una agotadora mañana atendiendo en el área de salud del adulto de la Policlínica. Mientras caminaba, me puse a pensar en cómo estaría el humor de la paciente ese día, porque el mío en aquel momento ya estaba pésimo.
En cuanto la llamé, la Señora Violeta vino a mi encuentro,[3] de nuevo, quejándose de la larga espera, de la incomodidad, del atraso de vida que era esperar tanto tiempo. Yo, que usualmente en ese momento, siempre repetido, trataba de comprender la situación de la paciente, solidarizarme con su impaciencia y responder con una planeada serenidad, ese día, por algún motivo, sentí algo distinto. En un lapso de segundos tuve deseos de contestarle, por el tono grosero y agresivo del que siempre era blanco. Y casi en ese mismo lapso, me sentí sorprendido y hasta decepcionado con ese impulso, que era la antítesis de lo que siempre consideré debía ser la actitud de un verdadero terapeuta, sea cual sea su profesión o especialidad. Ese vértigo causó muchos efectos en mí. Pero uno de ellos marcó especialmente la escena. En lugar de la calculada y técnica paciencia habitual, fui invadido por una productiva inquietud, un inconformismo repleto de energía constructiva.
Entré en el consultorio con la Sra. Violeta, me senté y esperé a que ella también se acomodara. Cerré la historia clínica que estaba consultando poco antes y pensé: ‘Esto no va a ser muy útil. Hoy tendré con la Sra. Violeta un contacto totalmente distinto’.
Sí, porque me asustaba cómo la escena de ese encuentro (¡¿encuentro?!) se había repetido tantas veces, con la misma secuencia, sin nunca haber logrado dar ni un paso más allá. Incluso desde el punto de vista terapéutico, ya que siempre era la misma paciente hipertensa descompensada que, independientemente del fármaco prescrito, dietas o ejercicios, estaba frente a mí en intervalos regulares. Siempre la misma hipertensión, el mismo riesgo cardiovascular; siempre el mismo malhumor, siempre la misma queja sobre el sinsentido de la larga espera. La única diferencia hoy había sido la súbita pérdida de mi autocontrol habitual; lamentable por un lado, pero condición para que se estableciera una relación inédita, por el otro.
Para espanto de mi enojada paciente, no empecé con el tradicional ‘¿Cómo ha estado desde la consulta anterior?’. En lugar de eso, con la historia clínica cerrada y el bolígrafo en el bolsillo, la miré bien a los ojos, y le dije: ‘Hoy quiero que me cuente un poco de usted, de su vida, de las cosas que le gustan, de las que no le gustan… En fin, de lo que tenga usted deseos de hablar’.
Mi aturdida interlocutora me miró como nunca lo había hecho. Poco a poco fue superando la sorpresa, tanteando el terreno – quizá para cerciorarse de que había entendido bien, quizá para, también ella, encontrar otra posibilidad de colocarse ante mí. En pocos instantes, el rostro de aquella mujer, ya anciana, con aspecto cansado, acentuado por su humor característico, se iluminó y empezó a contarme su historia como inmigrante. Me habló de todas las dificultades que encontró al llegar al nuevo continente junto con su compañero, también inmigrante. Como enlace de cada capítulo de su historia se destacaba una casa, su casa— el gran sueño, de ella y de su esposo – construida con el sudor de ambos: ingenieros y arquitectos autodidactas. Después de muchos años, la casa estuvo lista y entonces, cuando podían disfrutar juntos del sueño materializado, su esposo falleció.
La vida de la Sra. Violeta quedó repentinamente vacía, inútil – la casa, todos los esfuerzos, la migración. Impresionado con la historia y con el modo tan “literario” con el que me la había narrado, le pregunté, en tono de sugerencia, si nunca había pensado en escribir su historia, aunque fuera para sí misma.
Ella entendió perfectamente la sugerencia, y la acató enseguida y con decisión. No me acuerdo de que se volviera a quejar por demoras, atrasos, etcétera. Lo que sé es que ya una consulta no era igual a la otra, y empezaron a ser realmente “encuentros”, lo cual ocurría cada vez que venía a la clínica. Juntos, durante el corto tiempo en que, por cualquier razón, mantuvimos contacto, se desarrolló una delicada y exitosa relación de cuidado. Recetas, dietas y ejercicios continuaron presentes. La novedad allí éramos ella y yo.”
Acerca del objetivo y los presupuestos de esa reflexión
El relato anterior es una experiencia del autor en su labor como médico en una clínica de atención primaria de la salud. Abrir el presente ensayo con esta narración tiene un doble propósito. El primero es buscar, a través de la narrativa, un acercamiento, ante todo estético, del lector al tema a abordar: el (ser) humano y el cuidado en las prácticas de salud. Se trata de llamar la atención del lector sobre este asunto, incluso antes de hacer un abordaje desde una ángulo más conceptual. El segundo propósito es utilizar el caso como guía de la discusión, dado que lo que se percibe más inmediatamente en la narrativa es esencialmente lo que se intenta explorar de manera más sistemática a lo largo del ensayo: algunos aspectos que pueden transformar un encuentro terapéutico en una relación de cuidado, desde una perspectiva que trate de relacionar activamente el aspecto técnico con los aspectos humanistas de la atención a la salud.
Al tiempo en que experimentan notable desarrollo científico y tecnológico, las prácticas de salud han enfrentado, desde hace algunos años, una discreta crisis de legitimación (Schraiber, 1997). Y por ello es comprensible el surgimiento en el campo de la salud de diversas propuestas para su reconstrucción, desde estructuras nuevas o renovadas, tales como la integralidad, promoción de la salud, humanización, vigilancia sanitaria, etcétera (Czeresnia y Freitas, 2003). Una reconstrucción de esa envergadura requiere, para su realización, de esfuerzos colectivos y pragmáticos, entendidos en el contexto habermasiano de un proceso público de interacción entre diversas pretensiones, exigencias y condiciones de validez de las distintas proposiciones e intereses en disputa (Habermas, 1988). Están en marcha, en la salud colectiva brasileña, procesos de esa índole relacionados con la reconstrucción de las prácticas de salud, muy especialmente el que tiene que ver con las propuestas de la llamada humanización de la atención de la salud (Deslandes, 2004).
El presente ensayo tiene el propósito de contribuir a ese debate desde una perspectiva reflexiva que se estructura alrededor de la noción de cuidado, una serie de principios teóricos y prácticos considerados relevantes para iluminar muchos de los retos conceptuales y prácticos para la humanización de la atención de la salud.
Debemos hacer una aclaración importante antes de continuar que se refiere a las pretensiones de validez del mismo. En su calidad de ensayo reflexivo, no tendría sentido postular, en la argumentación a ser desarrollada aquí, alguna verificación puramente factual o lógica de las proposiciones. No se trata de aceptar o rechazar enunciados asertivos de ningún tipo, sino de invitar al lector a examinar la coherencia argumentativa y su significado y validez práctica. En otras palabras, tiene que ver menos con tratar de conocer determinado aspecto de la realidad que con tratar de entenderlo (Gadamer, 1996). Siguiendo por el camino del saber de corte hermenéutico que constituye la herencia de las llamadas “humanidades”, se busca una relación de construcción compartida, una comprensión que es, simultánea e inmediatamente, “formación” de lo que se entiende sobre algo que concierne a sus propias identidades construidas histórica y socialmente (Gadamer, 1996) .
Sería también prudente, en estas consideraciones iniciales, establecer cierta delimitación terminológica que minimice la polisemia de expresiones que han marcado el proceso de reconstrucción de las prácticas de salud en Brasil. Afortunadamente algunos trabajos han realizado un estudio conceptual de esos términos de forma muy competente, a los cuales remitimos al lector interesado en profundizar más, como los citados estudios de Deslandes (2004) y Czeresnia y Freitas (2003).
A éstos podríamos agregar los debates sostenidos y organizados por Pinheiro y Mattos (2001) acerca de la integralidad. A los efectos de este ensayo, se asume la centralidad lógica y la prioridad ética de la noción de humanización con relación a las otras, tratando de trabajar con ésta en el sentido genérico de un conjunto de proposiciones cuya orientación ética y política es el compromiso de las tecnociencias de la salud, en sus medios y fines, con la realización de valores relacionados de manera contrafáctica a la felicidad humana y democráticamente validados como bien común.
Se destaca, en la definición supra, en primer lugar, la ampliación del horizonte normativo por el que se considera deben guiarse y juzgarse las prácticas de salud, ampliándolo de la referencia a la normalidad morfofuncional, propia de las tecnociencias biomédicas modernas, a la idea más amplia de felicidad (Luz, 1988).
La idea de felicidad intenta, por otro lado, evitar tanto la restricción de la conceptualización de la salud a este horizonte tecnocientífico estricto como la ampliación excesivamente abstracta de dicho horizonte establecida en la definición clásica de la salud como “estado de completo bienestar físico, mental y social” difundida por la Organización Mundial de la Salud a finales de la década de 1970 (Alma-Ata, 1978).
Al considerar la salud un “estado” de cosas se inmoviliza su realización como horizonte normativo, ya que éste, como cualquier horizonte, debe moverse continuamente, tal y como nosotros mismos nos movemos, y nunca puede estar “completo”, ya que, al trasladarse los horizontes, las normas asociadas a la salud deberán reconstruirse constantemente. Por su parte, la noción de felicidad remite a una experiencia valorada positivamente, experiencia que, en general, no depende de un estado de completo bienestar o de perfecta normalidad morfofuncional. Es justamente esa referencia a la relación entre experiencia vivida y su valor, y entre los valores que orientan positivamente la vida con la concepción de salud, que parece ser la más esencialmente nueva y potente entre las propuestas más recientes de humanización.
Por otro lado, debemos tener siempre presente el carácter contrafactual, es decir, contrario a cualquier intento de definición a priori, pero accesible siempre y únicamente a partir de obstáculos concretos de la realización de los valores asociados a la felicidad, si queremos evitar cualquier tipo de fundamentalismo o, en el otro extremo, de idealismo paralizante, en su separación de la vida real. Ese carácter pragmático parece ser también una marca de las actuales perspectivas reconstructivas. Siguiendo esa misma línea pragmática, queda claro hoy que, si bien se acepta que la felicidad humana es, en esencia, una experiencia de carácter singular y personal, de lo que se trata cuando se discute la humanización de la atención de la salud como una propuesta política, que contempla también a las instituciones del Estado, es de la validación democrática de valores que puedan aceptarse públicamente como promotores de esa experiencia de felicidad.
Por último, otro aspecto importante que debe destacarse en estas consideraciones preliminares es el presupuesto, que se desea asumir aquí, acerca del carácter contradictoriamente central de las tecnociencias de la salud en la búsqueda de la humanización de las prácticas. Es decir, si las tecnociencias biomédicas han construido y se han orientado por un horizonte normativo restricto y restrictivo con respecto a lo que se desea entender hoy por salud, es también verdad que son ellas las que construyen una parte significativa de las experiencias en relación a las cuales se construyen las concepciones de salud, o los horizontes de felicidad. Con la explicación de dicho presupuesto, se desea delimitar la distancia tanto de proposiciones que limitan el desarrollo y el acceso científico-tecnológico – el camino hacia la superación de los límites actuales de las prácticas de salud – en un mesianismo cientificista insostenible, como de las que ven en el desarrollo científico-tecnológico una especie de negación de los valores humanistas de la atención de la salud. Oscilando hacia el polo opuesto, se cae en un anticientificismo que parece ignorar que los creadores y mantenedores de las tecnociencias son los mismos seres humanos. Ya sea con respecto a sus finalidades o en lo que se refiere a los medios técnicos o gerenciales de su aplicación, lo que se ve en este ensayo como orientación y reto central de la humanización es la progresiva elevación de los niveles de conciencia y dominio público de las relaciones entre los presupuestos, métodos y resultados de las tecnociencias de la salud y los valores asociados a la felicidad humana.
El cuidado: de la ontología a la reconstrucción de las prácticas de salud
La Sra. Violeta, protagonista del caso narrado al inicio de este ensayo, es paciente asidua de una clínica de salud pública. No falta nunca, pero nunca está satisfecha. El servicio y el profesional que la atienden, por su parte, tampoco se sienten satisfechos.
Y no pueden estarlo, tanto por el elevado nivel de hostilidad que presenta siempre la usuaria como porque, desde los puntos de vista clínico y epidemiológico, la eficacia de la intervención es muy baja. ¿Cómo entender, entonces, por un lado, la ineficacia de la intervención y, por el otro y por muy contradictorio que parezca, la sólida reiteración de esa intervención poco eficaz – aun más asombrosa si consideramos la escala en que situaciones como ésa se repiten a diario en los diversos servicios de salud? Por otro lado, ¿qué hizo que cambiara la calidad del encuentro terapéutico a partir de la situación crítica descrita en el inicio del texto, y por qué?
La respuesta a la primera pregunta, por sí sola, sería suficiente para llenar todo el espacio de este artículo, por la riqueza y complejidad de las cuestiones involucradas, pero, en un necesario esfuerzo de síntesis, se puede señalar la situación de encuentro no materializado, es decir, de un potencial de interacción que no se realiza en plenitud, como el núcleo contradictorio de la crisis enfrentada en dicha relación terapéutica, como la crisis de legitimidad por la que pasan las prácticas de salud en general. La reiteración de la demanda no deja dudas sobre el interés legítimo en el espacio de la asistencia, pero la esterilidad mecánicamente vivida y repetida refleja también que las bases de esa legitimidad todavía (o ya) no se encuentran fundadas en bases reconocidas y aceptadas por los participantes de la situación. Es como si las tecnociencias de la salud constituyeran recursos deseables, pero que ni usuarios ni profesionales saben manejar satisfactoriamente. Con seguridad cada uno sabe, a su modo y con diferentes grados de dominio técnico, para qué sirven esos recursos. Lo que quizás falte es la respuesta sobre el sentido de ese uso, sobre el significado de esos recursos para la vida cotidiana del otro.
Ahora estamos en mejores condiciones para contestar la segunda pregunta, o empezar a responderla: lo que cambió fue que se empezó a buscar, en ese momento, el sentido y el significado de diagnósticos, exámenes, controles, fármacos, dietas, riesgos, síntomas.
Más que eso, o como base de eso, se empezó a buscar el significado de la propia presencia de uno frente al otro: la Sra. Violeta y su médico, en ese espacio, en ese momento. La catarsis de ese (des)encuentro propició precisamente la posibilidad de advertir sobre la falta de sentido de que se cumplan tan mecánicamente las funciones de médico y de paciente, orientados, ambos, por una lógica que, en sí misma, no puede atribuirle sentido a nada: la lógica clínico-preventivista del control de riesgos y de la normalidad funcional. Lo que se hizo posible por la línea de fuga abierta con la percepción vertiginosa de aquel nonsense, tan en desacuerdo con la importancia de lo que debería hacerse en aquel espacio, fue la búsqueda de la totalidad existencial que permitía dar significados y sentido no sólo a la salud, sino al mismo proyecto de vida que, por razones biográficas trágicas, la Sra. Violeta tenía tanta dificultad de reencontrar. Lo que creó las condiciones para la reconstrucción de la relación terapéutica a partir de ese momento no fue una técnica, un concepto: fue una sabiduría práctica,[4] puesta en acción por la mezcla de circunstancias, deseo y razón de los que se encontraron.
El final de la guardia, el cansancio, los ánimos a flor de piel, la insatisfacción ya crónica de ambos y tantos otros elementos difíciles de identificar, todo eso se unió para que irrumpiera lo nuevo. Pero cuando examinamos lo ocurrido más atentamente, a pesar de la dificultad de saber exactamente qué causó qué, parece bastante evidente que hubo un elemento fundamental para la reconstrucción del encuentro terapéutico que había tenido lugar allí. Fue el proyecto de felicidad que la Sra. Violeta había concebido un día, interrumpido violentamente y recuperado ahora lo que la hizo aparecer finalmente en el espacio de la consulta y, al mismo tiempo, hizo que su médico surgiera ante ella. Es como si ese proyecto, revalorizado, reconocido, pudiera retomarse en un nuevo plano, dándole un nuevo significado a todo lo que la rodea, incluso y especialmente, al cuidado de sí.
Este es el elemento que se desea destacar: el proyecto de felicidad en esa doble perspectiva, de ser proyecto y de tener la felicidad como propósito. El aspecto felicidad, ya se discutió anteriormente, se refiere a un horizonte normativo que se arraiga efectivamente en la vida de las personas, lo que ellas quieren y creen que debe ser la salud y la atención de la salud. Pero el aspecto proyecto no es menos importante. Remite a una característica que parece un trazo constitutivo del modo de ser (del) humano y que establece un puente entre una reflexión ontológica, sobre el sentido de la existencia, y las cuestiones más directamente relacionadas con la experiencia de la salud y de la atención de la salud.
No por casualidad la ontología existencial de Heidegger (1995) recurre a la expresión “Cuidado”,[5] tan ampliamente usada en la salud para referirse a las relaciones entre esa centralidad de los proyectos en el modo de ser de los humanos, los modos de comprenderse a sí mismo y a su mundo y sus modos de actuar e interactuar.
Heidegger, uno de los filósofos que más radicalmente propuso una ontología, una comprensión de la existencia, basada en los límites establecidos por la capacidad autorreflexiva humana, designa como cuidado el propio ser del ser del humano (ser-ahí, da-sein). En su búsqueda por un fundamento no fundamentalista para la comprensión de este ser, señala la situación al mismo tiempo temporalizada y atemporal, determinada y abierta, colectiva y singular del ser humano. Estas y otras polaridades se vuelven posibles e indisociables porque el humano es el “ser que concibe al ser”, facultad esta que, a su vez, forma parte de su propio existir. Heidegger demostró que esa circularidad no tiene nada de viciosa, sino que es la condición de la posibilidad de pensar en la existencia humana sin tener que escoger entre explicaciones apoyadas en fundamentos imposibles de ser verificados o la restricción auto impuesta a la positividad lógico-formal y empírica, según los moldes de las ciencias naturales (Stein, 2002a). Establece, de ese modo, las bases para, con Kant, contra Kant y más allá de Kant, darle finalmente a la filosofía moderna no sólo la fundamentación secular que perseguía ya desde el siglo XVII, sino también las cuestiones y procedimientos filosóficos pertinentes a la situación humana en la Modernidad (Stein, 2002b).
Con su fenomenología hermenéutica y su analítica existencial, Heidegger, especialmente en Ser y tiempo (1996), invita a pensar el modo de ser de los humanos como una continua concepción / realización de un proyecto, al mismo tiempo determinado por el contexto donde están inmersos, antes y más allá de sus conciencias, y abierto a la capacidad de transcender esas contingencias y a partir de ellas e interactuando con ellas, reconstruirlas. La temporalidad de la existencia, es decir, las experiencias de pasado, presente y futuro, no son otra cosa que expresión de ese estar proyectado y proyectando que marca ese modo de ser (del) humano – el futuro siendo siempre la continuidad del pasado que se ve desde el presente y el pasado aquello que vendrá a ser cuando se concrete el futuro que vislumbramos. Es eso lo que autoriza a Heidegger, en Ser y tiempo, a nombrar como cuidado el ser del humano, en una referencia a esa “curaduría” que éste está ejerciendo siempre sobre su propia existencia y la de su mundo, nunca como un acto enteramente consciente, intencional o controlable, sino siempre como resultado de una autocomprensión y acción transformadoras (Heidegger, 1995).
No será posible, ni necesario, recorrer las mediaciones que llevan del carácter abstracto del cuidado como categoría ontológico-existencial hacia el plano de las actividades y preocupaciones prácticas del cuidado de la salud. Los interesados pueden remitirse a Foucault (2002), en cuya genealogía pueden encontrarse valiosos apoyos, tanto para la fundamentación histórica de la comprensión de la existencia humana a modo de cuidado, como sobre la forma en que el “cuidado de sí” (cura sui), desde las raíces griegas de las sociedades occidentales contemporáneas, pasó a integrar la preocupación por la salud con las determinaciones más centrales de la construcción de los proyectos existenciales humanos. Por otro lado, Gadamer (1997), en una serie de ensayos sobre la salud, demuestra cómo la totalidad hermenéutica de una reflexión existencial puede arrojar luz sobre los significados de enfermarse, del conocimiento científico en salud y de las técnicas y artes de curar. Lo que cabe destacar aquí de dicho vínculo entre la ontología existencial y la reflexión sobre las prácticas de salud es el carácter mutuamente esclarecedor, el potencial hermenéutico de aplicar la noción de proyecto a las prácticas humanas, lo que tiene riquísimas implicaciones para el reto práctico de reconstruir las prácticas de salud.
Con la breve incursión filosófica en la ontología existencial heideggeriana sólo se quiso fundamentar lo que, por todo lo demás, ya permitía percibir una mirada más atenta sobre el caso de la Sra. Violeta. Fue la recuperación de su proyecto existencial lo que permitió establecer un vínculo terapéutico efectivo y dar pistas a un trabajo de manejo de la salud que empezó a tener sentido, y a darle sentido a preocupaciones anteriores, como el control de la hipertensión. Como ya se vio, la irrupción de ese elemento en el encuentro terapéutico, tanto en la elucidación del proyecto de vida de la Sra. Violeta, como en la definición de un nuevo significado de ese proyecto con el recurso a otro pequeño proyecto (o “metaproyecto”) – el de narrar literariamente su historia de vida – propició la reorientación de la asistencia en dirección a su humanización, entendida en los marcos definidos más arriba.
Pero no sólo el proyecto sino también el cuidado deben ser valorados en ese recurso de la ontología existencial.
Heidegger destaca muy positivamente el hecho de que si el ser del humano es un estar lanzado ¿proyectado? en el mundo, en una reconstrucción constante de sí mismo y de ese mundo, elucidado por la idea de cuidado, será justo asumir que las prácticas de salud como parte de ese estar lanzado ¿proyectado?, como de los movimientos que lo reconstruyen, también se elucidan como cuidado.
También en el plano operativo de las prácticas de salud es posible designar por cuidado una actitud terapéutica que busque activamente su sentido existencial, tal como ocurrió en el caso en discusión. Este encuentro terapéutico de otra calidad, más “humanizado”, ciertamente presenta características técnicas distintas de las que se realizaban anteriormente.
Aunque la oscilación de uno a otro modelo haya sido fruto de razones y acciones que no deben limitarse a una técnica, en cuanto la relación terapéutica se asienta en nuevas bases, se reclaman nuevas mediaciones técnicas con el propósito de garantizar técnicamente que se pueda repetir el éxito práctico que justifica el encuentro terapéutico. Claro que éxito técnico y éxito práctico no son lo mismo (Ayres, 2001). El éxito práctico, la consecución de la felicidad en un sentido existencial, fue más allá, en el caso de la Sra. Violeta, que el éxito técnico del control de la hipertensión arterial. Pero este éxito técnico fue lo que justificó y fomentó el encuentro del éxito práctico. Siendo así, es necesario entender que lo importante para la humanización es precisamente la permeabilidad de lo técnico a lo no técnico, el diálogo entre esas dimensiones interrelacionadas.
Ese diálogo permitió dirigirse a un plano de mayor autenticidad y efectividad del encuentro terapéutico; fue la posibilidad de hacer dialogar a la normatividad morfofuncional de las tecnociencias médicas con una normatividad de otro orden, derivado del mundo de la vida (Habermas, 1988), que (re)definió el significado de salud, servicio, médico. Por ello se defiende aquí que humanizar, más allá de sus implicaciones para formular políticas de salud, para la gestión de los servicios, la formación y supervisión técnica y ética de los profesionales, significa también transformar las acciones asistenciales propiamente dichas. La estructura propia del hacer en salud también se reconstruye cuando la guía es la humanización. Por ese motivo, se denominará cuidado a esa conformación humanizada del acto asistencial, distinguiéndola de las que, por razones diversas, no buscan esa ampliación y flexibilización normativa en la aplicación terapéutica de las tecnociencias de la salud.
De esa manera, aunque la categoría cuidado, en la filosofía heideggeriana, no se refiera a cuidar o descuidar en el sentido operativo del sentido común y mucho menos en una perspectiva estrictamente médica, se adopta aquí el término Cuidado como designación de una atención de la salud inmediatamente interesada en el sentido existencial de la experiencia del enfermarse, física o mentalmente, y por consiguiente, también de las prácticas de promoción, protección o recuperación de la salud.[6]
Acogimiento, responsabilidad, identidades
Una vez asumidas las implicaciones del cuidado para las dimensiones propiamente técnicas de las prácticas de salud, se plantea en el análisis otro aspecto importante a ser explorado en el caso narrado. Se dijo antes que la inflexión experimentada por la relación terapéutica de la Sra. Violeta con su servicio y su médico se debió fundamentalmente a la búsqueda de sentidos y significados implicados en su situación de salud y de vida.
Se vio, además, que las condiciones que determinaron esta inflexión están implicadas en la complejidad de un devenir catártico, que no tiene mayor interés en sí mismo, sino en la naturaleza de las motivaciones y condiciones que puso en juego allí. En ese sentido, la presencia de una sabiduría práctica puesta en operación de modo no calculado y no calculable (de lo contrario no sería una sabiduría práctica) se identificó como el factor decisivo que hizo posible el movimiento de humanización de ese encuentro terapéutico y su transformación en Cuidado. Ahora, cuando se trata de sacar las consecuencias de ese acontecimiento para realizar una reconstrucción técnicamente organizada y orientada por el ideal de Cuidado, se deben identificar, entre los complejos determinantes, las condiciones de posibilidad para la presencia deseable de una sabiduría práctica en medio y por medio de las tecnologías del encuentro terapéutico.
No parece difícil aceptar que tal vez la más básica condición de posibilidad de la inflexión haya sido privilegiar la dimensión dialógica del encuentro, es decir, la apertura a un auténtico interés en escuchar al otro.
Eso se debe a que, en dicho momento, al profesional le fue posible escucharse a sí mismo y hacerse escuchar, sin conformarse con el papel exclusivo de portavoz del discurso tecnocientífico. Poder escuchar y hacerse escuchar, polos indisociables en cualquier legítimo diálogo, fue el elemento que hizo surgir el médico y su paciente, la paciente y su médico.
Esta capacidad de reconocimiento y diálogo se ha relacionado con un dispositivo tecnológico de destacada relevancia en las propuestas de humanización de la salud: el acogimiento. Como muestran diversos autores (Silva Jr. et al., 2003; Teixeira, 2003), el acogimiento es recurso fundamental para que el otro del cuidador surja positivamente en el espacio asistencial, haciendo efectivas sus demandas como guía de las intervenciones propuestas, en sus medios y finalidades. Esos autores también destacan que el acogimiento no puede confundirse con recepción, ni siquiera con emergencia, como se llega a considerar en la situación descrita por Teixeira (2003). Es en el proceso continuo de la interacción entre usuarios y servicios de salud, en todas las oportunidades en donde se presente la posibilidad de escuchar al otro, que ocurre el acogimiento, el cual debe tener entre sus cualidades esa capacidad de escuchar.
Fue efectivamente el escuchar distinto lo que transformó el contacto de la Sra. Violeta con el servicio. Sin embargo, en los contactos anteriores de la usuaria también había una preocupación activa con el escuchar, cierto tipo de escucha. Presuponiendo la insatisfacción y los reclamos que vendrían, se ofrecía siempre un escuchar continente y paciente, que trataba de reconocer su insatisfacción y no dejar que ese estado de ánimo interfiriera en la evaluación de la hipertensión, la cual justificaba su presencia allí. Entonces no es el escuchar en sí lo que marca la diferencia, sino la calidad de dicho escuchar. Y no calidad en el sentido de buena o mala, sino de la naturaleza misma del escuchar, de lo que se desea escuchar.
Es aquí donde es absolutamente fundamental prestar atención al horizonte normativo que orienta la interacción terapéutica, ya que de acuerdo con él se modulará el tipo de escucha que se busca. Cuando el horizonte normativo es la morfofuncionalidad y sus riesgos, la escucha estará orientada a la obtención de recursos objetivos para monitorearlo y de ese modo, los aspectos vinculados a la situación existencial del sujeto que busca la atención de la salud serán considerados como elementos paralelos de ese monitoreo, o incluso como distractores. En el caso de la Sra. Violeta, su insatisfacción, su “malhumor”, era tan sólo un dato incidental, que iba siendo hábil y cuidadosamente esquivado para que la consulta pudiera efectuarse. Sin embargo, al ampliarse el horizonte normativo a una dimensión existencial, al desencuentro habitual se lo entiende como expresión de una “in-felicidad”, que, no por casualidad, se manifestaba allí en el espacio asistencial.¿Habría otras posibilidades de reacción del profesional de la salud a la “crisis de humor” narrada? Sí, seguramente. Una de ellas sería seguir apoyándose en la paciencia calculada y eludir lo más rápidamente posible el “ruido” para la evaluación médica. En el otro extremo, una reacción también desmedida podría decretar la imposibilidad del diálogo, en esa consulta o en forma definitiva, algo tan común en los relatos de usuarios y profesionales en sus experiencias en las instituciones. Sería posible, también, convocar a otro profesional para intervenir en la situación, como un psicólogo, al que a menudo se recurre cuando algún “paciente” tiene “dificultades de interacción”. Todas esas soluciones girarían, no obstante, alrededor del mismo eje: evitar la información paralela en la conversación y concentrarse en lo que “realmente interesa”.
Pero el eje fue abandonado, o reconstruido, y paciente y médico aceptaron participar en otro diálogo, o mejor dicho, decidieron tenerlo. Esa decisión es un rasgo bastante significativo. Ante cualquier circunstancia, tomar una decisión es, como sugiere la ontología existencial heideggeriana, actuar en función de (Heidegger, 1995: 259), es tender a una posición ampliamente determinada por una situación que precede al momento de la decisión, pero que se reestructura para y por el sujeto de la decisión a partir del momento en que, junto al otro, actualiza su proyecto existencial en la decisión tomada. Decidir es deliberar, tanto como determinar (Ferreira, 1986: 524), al mismo tiempo que remite a cortar – del latín caedere (Cunha, 1982: 241).
Está, ya presente en la decisión, por lo tanto, lo que ésta permite que suceda, pero que se reestructura en una nueva totalidad existencial cuando se rompe con algo, cuando se corta y abandona otro poder-ser. Pues bien, ese tomar para sí el propio ser, “abandonándose” a una posibilidad suya suscitada por y ante un otro, remite a dos aspectos mutuamente implicados, que asumen en el Cuidado, como actividad de la salud, un lugar destacado: responsabilidad e identidad.
Entre las posibilidades destacadas más arriba, para reaccionar a la “crisis de humor”, lo que permite comprender la elección efectivamente realizada es la responsabilidad que uno asume ante el otro, en el sentido de responder moralmente por algo. Fue el asumir radical de las responsabilidades de terapeuta lo que permitió huir de la “comodidad” estéril del estar haciendo “correctamente” la (conocida y segura) parte técnica del trabajo. Es también porque se responsabiliza por el espacio de la interacción terapéutica que la Sra. Violeta se propone reinvertir energías y confianza en una invitación absolutamente nueva, pero deseada en el fondo, para aquella antigua (y también conocida y segura) relación. Esa activa vinculación moral redunda en que cada uno se convierte en aval de efectos voluntarios e involuntarios de sus acciones. Ese movimiento será más fácil cuanto más se confíe en que el otro hará lo mismo, pero, en su sentido más rotundo, la responsabilidad prescinde de ese aval. Es decir, responsabilizarse implica correr el riesgo de hacerse cargo de sus propias acciones.
La responsabilidad asume relevancia para el cuidado en salud en diversos niveles, desde aquel que tiene que ver con la construcción de vínculos servicio-usuario, con la garantía del control social de las políticas públicas y la gestión de los servicios, hasta el plano en donde se ubica aquí la discusión. Es necesario que profesionales de la salud, o el equipo de salud, funcionarios o formuladores de políticas, se cuestionen por qué, cómo y cuánto se responsabilizan por los proyectos de felicidad de las personas cuya salud cuidan, preocupándose, al mismo tiempo, por hasta qué punto esos individuos son conocedores y partícipes de tales compromisos.
Tomar para sí determinadas responsabilidades en la relación con el otro, implica, por su parte, cuestiones de identidad. Esta conclusión es relativamente intuitiva, pues preguntarse por qué, cómo y cuán responsable se es por algo es como preguntarse quién se es, qué lugar se ocupa ante el otro. Esa reconstrucción continua de identidades en y por el Cuidado, tanto desde el punto de vista existencial como desde el punto de vista de las prácticas de salud, es otro aspecto al que se debe prestar atención cuando se trata de humanizar la atención a la salud.
La construcción de identidades es un tema difícil y complejo, que no puede abordarse en profundidad aquí. Pero tampoco se puede reflexionar sobre la cuestión de la humanización sin pasar por ese aspecto, ya que en el momento en que se actúa en-función-de algo, haciéndose, por lo tanto, garantía para ese algo, se está diciendo inmediatamente quién se es o se intenta ser.
Volviendo más atrás en el desarrollo de la reflexión, la búsqueda activa de proyectos de felicidad de las personas a las que se cuida, trae al espacio del encuentro terapéutico, potenciándolo, un proceso de (re)construcción identitaria que implica mutuamente a profesionales y usuarios.
Aunque, se insiste, no sea propósito aquí teorizar sobre procesos de construcción identitaria, resulta necesario destacar que una afirmación como la anterior sólo es posible cuando se toma como fundamento la ipseidad o identidad-ipse (Ricoeur, 1991), es decir, la compresión de la identidad como un proceso de continua reconstrucción reflexiva, tallada por el encuentro con la alteridad. Tal concepción se contrapone a la visión más tradicional, que Ricoeur llama identidad-idem, que designa mismidad, lo que es idéntico a sí e inmutable a través del tiempo. En otras palabras, se respalda la comprensión de que el ser más propio de cada uno no es siempre el mismo, sino por él mismo. Es en lo cotidiano de las interacciones que cada uno se va “re-apropiando” de su propio ser, que, como nos mostró Heidegger (1995), es siempre ya “ser en” y “ser con”. En los encuentros que se van estableciendo a lo largo de la vida esas referencias identitarias se van transformando, reconstruyendo continuamente la percepción del sí mismo y del otro. Existe un proverbio de origen sudafricano, de la etnia Zulú, que se refiere exactamente a esa mutualidad y carácter procesal de la construcción de identidades-alteridades. Dice: “Yo soy lo que veo de mí en tu rostro; yo soy porque tú eres.”[7]
Son muchas las implicaciones de esos procesos para repensar y reconstruir las prácticas de salud (Ayres, 2001), partiendo del hecho de que no es posible enfrentar cualquier relación terapéutica como si empezara exactamente allí en el primer encuentro. El profesional que aparece ante un usuario que ya está repleto de significados, de una alteridad determinada, en estrecha relación con la manera en que el usuario se identifica como paciente. Del mismo modo que los profesionales también se comprenden como tales en la presencia de ese otro que esperan encontrar: el paciente.
Por consiguiente, cuando se establece una interacción no se la inicia, en rigor, se la “retoma”. Pues bien, es fundamental que se tenga eso en cuenta cuando se busca hacer de la interacción terapéutica un diálogo, en el sentido más pleno del término, ya que mientras más se busca expandir la intervención para llevarla más allá del terreno de la pura tecnicidad, mientras más se busca la flexibilización y permeabilización de la normatividad morfofuncional de nuestros horizontes terapéuticos, se revestirá de mayor significado e interés la deconstrucción de las identidades-alteridades que intermedian y subsidian los encuentros desde un inicio.
Ese proceso, claro está, no es sencillo. Se observó, en el caso narrado, cómo fue necesaria una experiencia límite para que el médico pudiera permitirse que se construyera de forma más rica e interactiva su identidad como terapeuta, así como, en un primer momento, a la Sra. Violeta, también le extrañó y se resistió a la repentina invitación a reconstruir su identidad-paciente cuando una nueva alteridad-médico surge frente a ella.
Cuando se trata de identificar potencialidades tecnológicas inscritas en esos procesos identitarios, lo fundamental parece ser abrir espacio, de modo sistemático, hacia una discursividad más libre, o sea, donde el diálogo trate activamente de renunciar, al menos de forma temporal, a dejarse guiar como una anamnesis, en el sentido estricto. Tal procedimiento evita la tendencia monológica, en la que el habla del paciente se limita a ser casi exclusivamente (porque nunca lo será integralmente) una extensión, una complementación del discurso del profesional, sólo completando los elementos que le faltan para recorrer un camino que es sólo suyo. De esa forma, surgen posibilidades más ricas no sólo de volverse más claro – para los dos lados de la relación terapéutica – el sentido del cuidado que busca actualizarse en ese encuentro, su significado existencial, sino también de traer elementos capaces de hacer más precisos los recortes objetuales (sistemas morfofuncionales, riesgos, determinantes) que por casualidad resulten necesarios para los procedimientos de cuidado y autocuidado.
Asimismo, cabría destacar, entre las posibilidades de reproducción técnica elucidadas por la situación relatada, el enriquecimiento también de las posibilidades terapéuticas, incluyendo soluciones heterodoxas para el manejo de situaciones, como lo fue el estímulo a la recuperación biográfica y narración literaria en el caso de la Sra. Violeta.
De esa manera, componer “diagnósticos” y “terapéuticas” vinculados a situaciones existenciales, con proposiciones prácticas que se salgan del estricto ámbito morfofuncional, o que las articulen a acciones de otra naturaleza o propósito, es también una alternativa inscrita entre los cambios que pueden humanizar las prácticas asistenciales. A propósito, esta heterodoxia puede comenzar en el ámbito de la terapéutica médica misma. El uso de parámetros diagnósticos, fármacos, dosis y combinaciones puede seguir criterios más singularizados, distintos de la norma convencional, siempre que el manejo práctico de la situación particular demuestre que varía favorablemente con relación a comportamientos esperados a partir de promedios (como dosis farmacológicamente activas, efectos benéficos o adversos efectivamente producidos, interacciones con medicamentos, representaciones de laboratorio sobre constantes fisiológicas o normas morfológicas, etcétera). Esa singularización del abordaje diagnóstico y terapéutico – por cierto ya célebre en la máxima clínica de que “cada caso es un caso” – ha sido frecuentemente olvidada, llevándose a la indistinción entre caso como situación particular de cierto(s) universal(es) de origen científico y caso en el sentido de situación singular de un paciente (Gadamer, 1997). Paradigmática, en ese sentido, es la situación de la medicina basada en evidencias (MBE). La MBE es un recurso contemporáneo de grandes potenciales y riesgos, simultáneamente. Si con ella fuera más fácil ver, con el auxilio de una experiencia médica ampliada y organizada científicamente, modos de manejar mejor la singularidad del proceso de enfermar de quien cuidamos, estaría entonces contribuyendo efectivamente en la dirección racionalizadora y humanizadora de su proposición inicial (Sackett et al., 1997). Pero si ocurre lo inverso, es decir, si las evidencias acumuladas llevan a la correspondencia exacta entre el caso en cuestión y el promedio de los casos estudiados por la comunidad científica, entonces estaremos condenando el manejo clínico a un cientificismo bastante problemático, recientemente condenado por los propios mentores de la propuesta de la MBE (Castiel y Póvoa, 2001).
Otras heterodoxias terapéuticas deben pensarse más allá del ámbito estricto de los servicios de salud, aunque articulados a este. Apoyo a la escolarización y adquisición de competencias profesionales, desarrollo de talentos y vocaciones, actividades físicas y de vivencias corporales, actividades de ocio y socialización, promoción y defensa de derechos, protección legal y policial, integración a acciones de desarrollo comunitario y participación política, todo eso pensado tanto en materia de individuos como de poblaciones, son ejemplos de posibilidades menos ortodoxas de intervenciones orientadas por el Cuidado en salud. Por supuesto que una tal heterodoxia reclama una decidida inversión en equipos interdisciplinarios en los servicios de salud, en articulaciones intersectoriales para desarrollar acciones (salud, educación, cultura, bienestar social, trabajo, medio ambiente, etcétera), y en la interacción entre horizontes normativos diversos, como lo demuestran los importantes avances realizados en los diálogos entre salud y derechos humanos. De todas maneras, aunque tales inversiones se muestren todavía incipientes, lo que cada profesional de salud consiga fecundar de su pensar y hacer de interdisciplinaridad, intersectorialidad e internormatividad, ciertamente lo colocará ya en mejor posición para la heterodoxia propuesta, así como colocará esa heterodoxia en mejores condiciones de ampliarse como práctica.
Por último, lo que no debe olvidarse de ninguna manera, y que también se demostró en el caso relatado, es la flexibilidad y el dinamismo de la técnica. Es necesario que la experiencia que se transformó en tecnología no se cristalice como tal. Como dice Mehry (2000), las tecnologías ligeras, o sea, la dimensión en que operan las interacciones humanas en el trabajo en acto en la salud, deben ser permeables al cambio, a lo nuevo, a la reconstrucción. Se podría añadir: deben estar abiertas y ser sensibles a la interferencia de lo no-técnico, a la sabiduría práctica, tal como vimos en la situación de la Sra. Violeta. Para lograr esa apertura no cabe exactamente una nueva tecnología, pues, como ya se mencionó antes, la racionalidad práctica no es de naturaleza teórica ni técnica. Pero quizá la apertura de lo técnico a esa racionalidad pueda beneficiarse con prácticas sistemáticas de supervisión y discusión de casos, en los servicios, y de un modelo de formación de recursos humanos, en las instituciones de educación, en que se promueva siempre la reflexión sobre los significados éticos, morales y políticos de las prácticas de salud.
El cuidado, la salud y los colectivos humanos
No sería posible concluir el presente ensayo sin hacer referencia a un aspecto de suma importancia pero frecuentemente dejado a un lado cuando se trata de pensar o discutir la cuestión del Cuidado. Se trata de la aplicación de este concepto a colectivos humanos, por un lado, y de la dimensión social de los procesos de enfermarse y la construcción de respuestas a dichos procesos, por el otro.
Casi siempre que se habla de Cuidado, humanización o integralidad se hace referencia a un conjunto de principios y estrategias que orientan, o deben orientar, la relación entre un sujeto, el paciente, y el profesional de salud que lo atiende, como fue el caso de la situación práctica que guió este estudio reflexivo.
Sin embargo, al retomar la definición aquí adoptada acerca de humanización, en el sentido de su compromiso con valores contrafácticos validados como bien común, se hace evidente la inseparabilidad de este plano individual del plano social y colectivo.
En primer lugar, porque la idea de valor en sí sólo se concibe en la perspectiva de un horizonte ético, que sólo tiene sentido en la convivencia con un otro, en el interés por compatibilizar finalidades y medios de una vida que solamente se puede vivir en común. En segundo lugar, porque la propia construcción de las identidades individuales, las que plasman los proyectos de felicidad en cuyas singularidades se debe transitar en la perspectiva del Cuidar, se hace, como ya se ha señalado antes, en la interacción con el otro, en las numerosas relaciones en que está inmerso cualquier individuo, incluso ya antes de nacer. En tercer lugar, y lo que interesa especialmente destacar en estas últimas líneas es que no sólo los horizontes normativos que orientan los conceptos de salud y enfermedad se construyen socialmente, sino que los obstáculos a la felicidad que permiten identificar estos horizontes son también fruto de la vida en común y sólo colectivamente se logra construir efectivamente respuestas para superarlos.
En efecto, desde la aurora de la Modernidad emergió, junto a una conciencia histórica de la existencia humana, la conciencia de que el enfermarse era algo también histórica y socialmente configurado; de que tanto los determinantes del enfermarse como los saberes e instrumentos técnicamente dirigidos a su control son fruto del modo socialmente organizado que tienen hombres y mujeres para relacionarse entre sí y con su entorno (Rosen, 1994). Por ello, no tiene sentido pensar en los valores contrafácticos asociados a la salud sin el carácter social de esa experiencia. Los hechos en función de los cuales se construyen esos valores sólo pueden comprenderse en relación con los contextos de interacción de donde emergen, sus mediaciones simbólicas, culturales, políticas, morales, económicas y ambientales. Las respuestas técnicas y políticas al proceso de enfermarse también son resultado de esos mismos contextos, reclamando el mismo tipo de comprensión. La distribución de los recursos para la protección contra las enfermedades, la recuperación a partir de ellas o la minimización de impactos negativos sobre la vida, tanto como la propia concepción y operación de dichos recursos, son igualmente productos de la vida social, en la cual finalidades y medios son continua e interactivamente reconstruidos.
Por ello, para la construcción del Cuidado, tan importante como invertir en la reflexión y transformación de las características de las interacciones interpersonales en los actos asistenciales y a partir de los mismos, es sumergirse, una vez más y cada vez más, en las raíces y significados sociales de las enfermedades en su condición de obstáculos colectivamente puestos a proyectos de felicidad humana y de forma articulada, de la disposición socialmente dada de las tecnologías y servicios disponibles para su superación. En ese sentido, en la producción sobre el Cuidado, se considera de fundamental relevancia la articulación de iniciativas teóricas y prácticas que vinculen los cuidados individuales a aproximaciones de corte sociosanitario (Ayres et al., 2003; Paim, 2003).
Ya sea pensando en diagnósticos de situación, planificación de acciones y monitoreo de procesos y resultados relativos a determinado problema o situación de grupos poblacionales específicos, o enfocando la organización de los servicios y las estructuras tecnológicas para respuestas sanitarias en un sentido más general, un abordaje sociosanitario guarda estrecha relación con las perspectivas reconstructivas del Cuidado, y viceversa.
Por un lado, las transformaciones orientadas por la idea de Cuidado no podrán concretarse como tecnologías ampliadas sin cambios estructurales que garanticen las reclamadas condiciones de intersectorialidad e interdisciplinaridad. La propia interacción propuesta entre diferentes normatividades tendrá condiciones más limitadas de realizarse si no se traen a escena horizontes necesariamente colectivos o sociales en su concepción y expresión, como los configurados en el campo de los derechos, la cultura, la política, etcétera. Asimismo, si la organización del sector de la salud no se prepara para responder a los proyectos de vida (y sus obstáculos) de los diversos segmentos poblacionales beneficiarios de sus servicios, la posibilidad de Cuidar de cada individuo no pasará de utopía, en el sentido negativo.
Cuando se busca, por otro lado, una aproximación no tecnocrática a las cuestiones de diagnósticos e intervención en salud a escala colectiva, cuando se busca democratizar radicalmente la planificación y la gestión de las instituciones de salud y sus actividades, cuando se busca, en fin, una respuesta social a los diversos retos de la salud, no se puede prescindir del diálogo con los sujetos “de carne y hueso” que constituyen esos colectivos.
Por eso, se afirmó al comienzo, que la humanización pasa por la radicalidad democrática del Bien común.
No se Cuida efectivamente a individuos sin Cuidar poblaciones y no hay una verdadera salud pública que no pase por un atento Cuidado de cada uno de sus sujetos.
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- Publicado originalmente en Saúde e Sociedade v.13, n.3, p.16-29, sep-dic, 2004.↵
- Docente, Profesor Asociado, Departamento de Medicina Preventiva de la Facultad de Medicina de la USP – Universidad de San Pablo – Brasil E-mail: jrcayres@usp.br↵
- Nombre ficticio.↵
- Concepto derivado de la filosofía aristotélica, que ha repercutido en nuestros días por la hermenéutica filosófica, que se refiere a un saber conducirse ante las cuestiones de la praxis vital que no sigue leyes universales o modos de hacer conocidos a priori, pero se desarrolla como phronesis, es decir, como un tipo de racionalidad que nace de la praxis y a ella se dirige de forma inmediata a buscar la construcción compartida de la Buena Vida (Gadamer, 1983).↵
- Del alemán Sorge, también traducido como Cura o Preocupación.↵
- Por esta razón se emplea la forma de sustantivo propio (con mayúscula) cada vez que se hace referencia a esa concepción y como sustantivo común cuando se trata de actividades y procedimientos en el sentido común.↵
- Citado en la sesión de clausura de la XIII International Aids Conference, en Durban, Sudáfrica, julio de 2000.↵