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10 La dimensión afectiva

Tipología y polaridad de los sentimientos

La afectividad es el sentido humano del valor. Es una forma peculiar de percibir la realidad en la que ésta se nos da como no indiferente, como algo que nos afecta. En el lenguaje de Max Scheler, la «estimativa» cumple la función de ese sensor. En los actos de estima el valor de las cosas nos arranca de la indiferencia hacia ellas. Produce evaluaciones inmediatas, tal vez en primera instancia borrosas y elementales, pero que pueden acabar reforzando las convicciones sobre lo valioso. Los estados afectivos, sobre todo los de mayor profundidad –los sentimientos–, cuando se estabilizan, quizá después de una primera aparición emotiva, consolidan nuestras adherencias o repugnancias, de acuerdo con la polaridad del valor a la que nos referíamos en el Capítulo 6, comentando ideas de ese filósofo alemán.

Las vivencias afectivas pueden darse en grados de intensidad variada, que suele estar en proporción inversa a su extensión –duración– y profundidad. En términos muy generales podemos distinguir dos tipos: las emociones y los sentimientos. Las primeras son más efusivas y volcánicas, los segundos son en apariencia más débiles y mortecinos, pero en realidad reflejan mejor el rostro interior de la persona, los rasgos más íntimos de su carácter.

Aristóteles y Tomás de Aquino hablan de las pasiones como una forma de afecto peculiarmente intenso. Son movimientos del apetito que revisten o implican cierta conmoción corporal. Ambos autores coinciden en que son once: seis del apetito concupiscible (amor, odio, alegría o gozo, tristeza, deseo y aversión), y cinco del apetito irascible (esperanza, desesperación, audacia, temor e ira). El amor y el odio son las pasiones primitivas porque de la atracción al bien, presente o ausente, así como de la repulsión al mal, también presente o ausente, surgen respectivamente, el gozo, el deseo, la tristeza y la aversión. También las pasiones, sobre todo cuando remite un poco la conmoción, dejan ver un poso que revela rasgos muy distintivos de la persona; a cada uno le retrata bien aquello que le apasiona.

La psicología entra en más detalles y establece tipologías del carácter y la personalidad más pormenorizadas, que tienen en cuenta factores endógenos y exógenos, psicosomáticos y ambientales. Pero al objeto de una Teoría antropológica de la educación basta con lo indicado para abordar una cuestión decisiva desde el ángulo educativo.

La madurez afectiva

En general, los afectos no son ni buenos ni malos; su cualidad humana depende de su objeto. El amor, el apego o la pregnancia es bueno cuando está dirigido a lo valioso y atractivo, y el odio, el desapego o la repugnancia lo son también cuando atañen a lo disvalioso y repulsivo. Ya lo vimos al comentar ideas de Scheler. Lo importante es tener sentimientos que se ajusten, que hagan justicia a la realidad, y un síntoma de que alguien ha madurado afectivamente se aprecia cuando lo bueno le parece bien y lo malo mal. Pero el sentimiento mismo no puede suministrar el criterio para discernir lo que en verdad es amable u odioso. Sólo puede proporcionar fuerza, pulsión, pero no la orientación justa para ese impulso. De ahí que las filias y las fobias no sean lo más adecuado para llevar la batuta de nuestra conducta. Ha de ser más bien la razón y el juicio de valor, contrastado, quienes lleven los mandos. Eso no significa que la razón deba reprimir la pasión, sino que ha de ser la instancia que en último término decida darle un curso u otro.

Es difícil pensar que sea auténticamente humana una vida vivida con absoluto desapasionamiento, con entera indiferencia estoica. Pero es igualmente inhumano –impropio del animal racional– que el piloto de la vida sea la pasión. La conveniencia de secundarla o no dependerá en todo caso de la cualidad de su objeto. Una cosa es no caer en el racionalismo que Nietzsche detesta, y otra bien distinta incurrir en un vitalismo irracionalista. El frenesí del artista arrebatado por la musa inspiradora puede conducirle a una creación sublime en un momento de lucidez espléndida, pero hay entusiasmos que amenazan cegar el entendimiento, y eso no siempre es bueno para un ser racional. El «criterio» de hacer en la vida sólo y todo lo que en cada caso uno se siente inclinado a hacer, generalmente conduce a la tumba antes de tiempo, y puede llegar a salpicar bastante a quienes tiene uno cerca. A veces lo que uno «siente» es ganas de retorcerle el pescuezo a alguien, y viene bien en tales ocasiones disponer de recursos para «reprimir» ese sentimiento. Las bestias salvajes no se reprimen, y por eso hay que encerrarlas en una jaula.

Me parece un error el planteamiento de que la educación afectiva ha de orientarse a que la gente sea capaz de expresar todo lo que siente sin inhibiciones de ningún tipo. Dar «rienda suelta» a todo lo que uno siente es más bien un rasgo típico del inmaduro. Hay afectos que conviene soltar y otros a los que vale la pena estrechar el cerco, o incluso desechar de un manotazo; hay entusiasmos que es razonable alentar, y otros que no tanto.

De cara al desarrollo afectivo interesa no perder de vista que, en todo caso, lo importante no es lo que sentimos, sino lo que hacemos con nuestros sentimientos. Como todo ser viviente, el humano es más activo que pasivo, es más lo que se hace ser a sí mismo que lo que pasivamente es porque se lo hacen ser las circunstancias, o las otras personas. En los sentimientos somos principalmente pasivos: son la forma en que metabolizamos o somatizamos circunstancias por las que pasamos, o situaciones que nos pasan, y a las que no podemos ser ajenos, naturalmente. Pero cualquiera que sea su coloración, positiva o negativa, y la intensidad con la que nos afecten, son más aquello en lo que estamos que aquello que somos.

La madurez afectiva también se mide por la forma en la que una persona logra responder a lo que le pasa, concretamente por la manera en que alcanza a integrarlo en su propio proyecto de vida. A veces no es fácil esto, pero en alguna medida siempre es posible incorporar lo que nos pasa en lo que somos, en lo que queremos ser y hacer, en nuestra propia narrativa autobiográfica.

Esta interacción entre lo que nos pasa y lo que somos es interesante. Naturalmente, no tenemos iniciativa sobre todo lo que nos pasa, i.e no todo lo que nos pasa es consecuencia de lo que hacemos. A veces sí; pueden ocurrirnos cosas que no queremos como consecuencia de algo que hemos puesto en nuestra vida queriéndolo. Por ejemplo, podemos atropellar a alguien, sin quererlo, si nos ponemos al volante habiendo bebido más de la cuenta. Pero, a la inversa, nada de lo que hacemos nosotros es ajeno a lo que nos pasa. Buena parte de nuestra conducta es reactiva. Y aunque no tengamos iniciativa en mucho de lo que nos pasa, sí que la tenemos en la forma de responder –reaccionar– frente a eso (fuera de los reflejos puramente animales, ajenos a toda reflexión).

La madurez afectiva, por tanto, estriba en el grado de control –nunca podrá ser total– que alcanzamos sobre nuestros afectos, y el modo en que conseguimos que converjan –a menudo sólo lograremos que no diverjan demasiado– con nuestro proyecto vital, con lo que entendemos que debemos ser, que en el fondo es lo que queremos ser. Esa madurez implica no ser esclavo de lo que nos pasa, por dentro o por fuera, i.e poner algún orden en nuestros afectos, de manera que nos ayuden a estar inteligentemente en la realidad.

La autoestima

Lo que se acaba de consignar no supone detrimento alguno al valor humano de la afectividad; tan sólo muestra la importancia de poner orden ahí, empresa difícil que, con todo, constituye la clave de que una persona tenga, en la medida de lo posible –y siempre es esto posible en alguna medida– su vida en sus propias manos. Tal es la condición del individuo que Aristóteles calificaba de autarkés, la persona que se basta a sí misma, que ha alcanzado a ser principio de su propia conducta, digamos –en una traducción un poco libre– piloto de su vida.

Pese a lo que algunos dicen en relación al supuesto «intelectualismo» aristotélico, el gran filósofo griego pensaba que los sentimientos son muy importantes. Naturalmente, a la razón le reconoce un alto valor, pero en la Política dice que la seña de identidad de una persona educada estriba en que ha aprendido a sentir rectamente. Esto le da a la inteligencia un papel decisivo, como hemos visto, pero el peso específico, el valor profundo de la persona no está tanto en lo que ha alcanzado intelectualmente como en la calidad de sus afectos. Es lo que Agustín de Hipona resume en el lema: amor meus, pondus meum. (Ya nos referimos a ello en el Capítulo 4).

El ideal de la educación es que nos termine gustando lo que debemos ser y hacer. Nada tiene eso que ver con el narcisismo impostado de quien está «encantado de haberse conocido», o con poses que tratan de exhibir «la mejor versión de ti mismo», tan del gusto anglosajón. Más bien se trata de encontrar acomodo (habitaculum) en las propias tareas, llegar a sentirlas efectivamente como propias. Tal apropiación afectiva es la que se consigue precisamente mediante los hábitos, que nos centran y concentran en la realidad de lo que somos y en la mejor realización de nuestras posibilidades. Ahora bien, para que a uno le acabe gustando lo que hace es preciso no dejarse llevar por la «ley del gusto». Ésta conduce a la disipación, a distraer la atención de la realidad. Pero, a la larga, evadirse de la realidad nunca es tan satisfactorio como azacanarse en ella y vivirla en toda su plenitud. Por emplear el lenguaje freudiano –aunque en sentido distinto al que Freud aludía–, el «principio de realidad» es mucho más placentero que el propio «principio de placer».

En la empresa de educar es importante comprender que la autoestima, que en alguna medida es necesaria para empeñarse seriamente en tareas de envergadura humana, suele ser directamente proporcional al nivel de compromiso y autoexigencia con que se afrontan, y, al revés, dicha autoexigencia a menudo está en proporción inversa a la condescendencia que uno tiene consigo mismo. Las personas muy jóvenes están ávidas de «mejorar el mundo». Quizá les falta aún «cabeza» para hacerlo, pero les sobra «corazón». Ese plus energético es muy saludable, y hay que saberlo aprovechar educativamente para ayudarles a crecer como personas, pues no hay ninguna forma de «mejora» que no sea, en primer término, «automejora».

Los jóvenes son especialmente sensibles para captar la importancia de esos empeños magnánimos. Aunque por razones bien comprensibles traten de ocultarlo, se crecen cuando se les exige y, por el contrario, sienten gran desazón cuando no se les piden esfuerzos extraordinarios. A mi juicio, constituye un error descomunal pensar que ponerles metas muy altas les va a traumatizar. Es justo al contrario. Hoy muchos educadores están inclinados a abandonar sus deberes, por la falsa representación de que pedir a alguien un esfuerzo serio es exponerle al fracaso si no da la talla. Cuando la meta es alta, y grande el esfuerzo requerido para lograrla, es lógico que muchos no la alcancen al primer intento, pero lo normal entre la gente joven no es «tirar la toalla» tras un primer fracaso, sino disponerse a intentarlo de nuevo, redoblando el esfuerzo, las veces que sea necesario. A eso colabora una exigencia alentadora. Una de las pasiones más fuertes del ser humano es la esperanza, el deseo de ir a más, o de que las cosas vayan a mejor. Y es una pasión que moviliza muchas energías, no sólo en la gente joven, pero especialmente en ella.

Naturalmente, hay formas irracionales o descerebradas de exigir. Pero cuando las personas se sienten invitadas con sentido positivo a un esfuerzo serio, por alta que sea la meta, refuerzan su autoestima: ―Quien esto me pide –piensan– confía en que pueda llegar hasta ahí (por eso me lo pide); y si la meta que me pide es alta, es que en alta estima me tiene quien me la propone. ―Temen más defraudar la confianza de quien les pone un objetivo exigente que la eventual frustración que sufrirán ellos si no lo alcanzan. Mas tampoco tiene que «venirse el mundo encima» ante un fracaso, aunque sea reiterado. Quien no logra generar algún grado de tolerancia a la frustración no puede decirse que haya madurado. Cualquier persona que ha crecido un poco sabe que precisamente de los fracasos es de lo que más se aprende.

Humanamente no es posible crecer sin superarse. Y para superarse hace falta no conformarse con lo ya ganado, es preciso cobrar conciencia de que uno puede dar más de sí. Educar es invitar paulatinamente a un esfuerzo cada vez mayor de superación, introducir a una realidad que no se deja dominar fácilmente, y que sólo puede incrementar nuestro ser en la medida en que nos abrimos más a ella. Si nos supera, es que nos exige superarnos. La educación no es compatible con el conformismo, porque crecer significa ir a más. Poco tiene esto que ver con la verborrea triunfalista sobre motivation y leadership que despachan muchos expertos del llamado management. Una cosa es «entrenar» a las personas para que «triunfen», y otra ayudarles a crecer como personas, y a vivir una vida humanamente plena. No digo que ambas cosas sean incompatibles, pero sí que son distintas. Y la tarea de un educador tiene más que ver con lo segundo que con lo primero.

La afectividad sexual

Como hemos visto, la afectividad es una manera peculiar de percibir la realidad en la cual ésta se nos muestra teñida de valor. Las vivencias de carácter afectivo cobran un relieve particular cuando atañen a otras personas. Nos muestran la realidad como algo que no nos es indiferente, pero aún menos si se trata de realidades personales, de los otros. El ser humano está hecho de la relación que mantiene con sus semejantes. Dicha relación posee sin duda componentes afectivos de variada especie, que revisten significados particulares en el caso de la amistad. Nos afecta lo que son y lo que les pasa a nuestros amigos: sentimos con ellos, nos alegra lo que les alegra, nos entristece lo que a ellos les entristece. Pero hay una forma singular de amistad, la relación de pareja, en la que adquiere un significado específico la dimensión sexual de la persona.

En virtud de la profunda compenetración entre lo somático y lo anímico, la condición sexual en el ser humano se sitúa en un nivel capaz de expresar un tipo peculiar de afecto, el afecto conyugal, que va más allá de la amistad corriente entre dos personas. En el resto de la escala zoológica, el emparejamiento sexual responde a una lógica perfectamente fijada por la biología, y concretamente por el instinto que cada especie induce en los respectivos individuos para que se comporten de una forma ajustada al objetivo de perpetuarse. En unos casos con conductas más complejas, y en apariencia rituales, en otros de forma más elemental, los animales buscan pareja sexual con ese fin. El caso de los humanos no es, naturalmente, una excepción, pero incorpora algunos elementos excepcionales que resulta obligado tener en cuenta para comprender la conducta sexual humana sin simplificaciones que la mutilen. En concreto, el abrazo sexual entre humanos –además de la significación obvia que reviste desde la biología– está capacitado para ser un gesto expresivo de esa peculiar relación afectiva, aquella en la que entran un varón y una mujer que deciden destinarse mutuamente, i.e vincular sus respectivas biografías en un proyecto de vida común, dándose recíprocamente. El argumento expresado en esa peculiar forma no verbal es triple. Con independencia de otras cosas que puedan tener en la cabeza, o que puedan decirse entre sí quienes lo expresan, confirmando o desmintiendo la «semántica» específica del gesto sexual, lo que el propio gesto «dice» –lo que está en su misma estructura significativa– podría verbalizarse en tres claves:

  1. Totalidad. La mutua donación que de ese modo se expresa es total. No es cuestión de dar tiempo, o dinero, u otro don que uno puede hacer a otra persona por amistad, u otras razones. No se regala algo, sino que uno mismo se convierte en regalo para la otra persona. También en la estructura misma del gesto de regalar está la gratuidad (no se espera nada a cambio), y por tanto la perpetuidad (lo que se da no se quita). Uno puede dar un rato de su tiempo, pero no puede «darse» sólo para un rato. El regalo no es un préstamo con derecho a devolución. Otra implicación de la totalidad significada en esta relación es la diferencia sexual (uno con una). El don es real cuando el donante aporta realmente algo que supone un efectivo incremento para el que lo recibe, y ese don es mutuo cuando se efectúa en el contexto de una simbiosis en la que lo que uno aporta al otro le falta, y viceversa.
  2. Exclusividad. Es consecuencia de lo anterior. Si me doy del todo, no puedo compartirme o repartirme entre varias personas: del todo sólo puedo darme a una. Además de la diferencia sexual –que no está en la estructura de la amistad, pero sí en la de la conyugalidad– esta característica singulariza la relación conyugal respecto de la amistad corriente, que no exige exclusividad. Tener un amigo –incluso un buen amigo, un íntimo amigo– no excluye tener, además, otros; más bien invita a ello. La amistad tiene una lógica expansiva: «los amigos de mis amigos son también mis amigos», suele decirse, y con mucha razón.
  3. Incondicionalidad. Se afronta esta relación con todas las consecuencias, previstas o imprevisibles, agradables o desagradables. El inmenso bien que para un ser humano supone, aunque paradójicamente, ser incapaz de tolerar la vida sin su compañero/a de viaje (de yugo: eso significa cónyuge), compensa todos los demás bienes que quizá haya que sacrificar para no perderlo/a. Alguien ama incondicionalmente a otra persona no sólo cuando lo pasa bien con ella, sino –y sobre todo– cuando está dispuesto a pasarlo mal por ella.

Naturalmente, hay otros significados que el ser humano puede introducir en la relación sexual, convergentes o divergentes con los que he mencionado. Y está claro que las posibilidades de enfocar esa relación con unos argumentos u otros son variadísimas. Pero las que no encajan en la «semántica» que he descrito, en último término coinciden con la posibilidad –evidentemente abierta a los seres humanos– de un doble lenguaje. El gesto sexual expresa lo que expresa, que es algo más que lo que se «dicen» los gatos cuando se aparean. Si uno no pretende decir con ese gesto algo más que lo que se dicen los gatos, naturalmente puede hacerlo así porque es libre, y los gatos no. Los gatos machos no tienen ningún problema para emparejarse un día con una hembra y al día siguiente con otra. Un humano puede autosugestionarse –nunca puede llegar a creérselo del todo– hasta el extremo de ver como algo natural el comportarse como los gatos. Pero en el caso de los humanos, el gesto sexual dice lo que dice, aunque uno pueda desmentirlo con otros gestos contrarios, o con palabras falaces. Otro ejemplo de doble lenguaje: si a ese gesto le añado la condición de que no vengan hijos –a estorbar nuestra relación, a entrometerse entre nosotros– estoy poniendo una cláusula incompatible con la incondicionalidad, i.e estoy diciendo una cosa y su contraria, me estoy contradiciendo. Lo mismo si añado una cláusula temporal, un plazo: mientras resulte simpático el romance, mientras no te salgan arrugas, o manías, etc.

Dado que el ser humano no es sólo biología sino también biografía, el desarrollo madurativo de una persona –en el que juega un papel importante su identificación sexual– posee factores diversos, además de la genitalidad biológica, y, desde luego, la sexualidad humana involucra igualmente al corazón, la inteligencia, la voluntad, los sentimientos, la cultura, el arte, en su caso la religión… Es un fenómeno tremendamente poliédrico, con muchos ángulos y planos, de una riqueza antropológica extraordinaria. Hacer de él una presentación exclusivamente biológica, sin mostrar su singularidad respecto a lo que ocurre entre los gatos o los leones marinos, supone dar una visión reduccionista que mutila la realidad. Por ejemplo, resulta de un simplismo abrumador reducir la sexualidad humana al sexo gonadal, o articular la educación sexual en las escuelas en torno al suministro de una información detallada acerca del dinamismo reproductor, o de las formas más eficaces de rentabilizarlo hedónicamente. A ciertas edades en las que comienza a despertarse el impulso sexual, los escolares tienden a banalizar una información supuestamente aséptica. Pero es difícil que madure en serio una persona que se ha acostumbrado a ver la sexualidad en clave trivial, desconectada de su dimensión más plenamente humana.

La presión banalizadora es muy fuerte en nuestro contexto cultural, y llega con medios poderosos a todos, jóvenes y adultos. Por esta razón entiendo que lo que a ciertas edades –cada vez más tempranas– la gente haya de saber sobre este tema es conveniente que lo sepa, en primer término, a través de sus padres. En el entorno familiar es más fácil garantizar que la información sea acogida en una clave afectiva, no trivial. Como en otros aspectos de la educación, también en este conviene que la escuela colabore con las familias. Y lo que en este terreno haya que hacer en la escuela entiendo que ha de ser prolongación de lo que hacen los padres y las madres en el hogar; en ningún caso es bueno, a esas edades tempranas, que los niños y niñas reciban mensajes divergentes en esos dos entornos educativos. Está en juego un aspecto decisivo del crecimiento personal, a saber, integrar bien la sexualidad en el orden de lo afectivo.

En definitiva, un enfoque acertado de esta dimensión del desarrollo humano consiste en ayudar a las personas a introducirse en el misterio y la riqueza del amor humano, que es lo que más enriquece a la persona. Aprender a amar de verdad implica dos cosas: 1) ampliar nuestra aptitud para la amistad, potenciar nuestra capacidad para hacer amigos, y 2) reservarse para compartir algo especial con alguien especial, lo cual igualmente pide esperar a estar en condiciones de asumir ciertos compromisos serios, de envergadura humana.

Sólo quien ha aprendido a dominar sus afectos –lo cual no significa reprimirlos, sino encauzarlos inteligentemente– llega a comprender, también en la práctica, en sus formas concretas de conducirse en la vida, que la persona es sujeto de donación, no objeto de apropiación.



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