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9 La dimensión moral y social

Lo público y lo privado

Aristóteles dijo que el hombre es «animal político» (zoón politikón), i.e por naturaleza conviviente. Una traducción posible de esa expresión griega es «urbanita», animal de ciudad. El hombre es ciudadano, no puede vivir solo. Al hablar de la naturaleza racional ya vimos que el ser humano es un ser relacional, y vive su ser-en-relación en tres ámbitos o ambientes:

  1. la relación consigo mismo, que demarca el espacio ético;
  2. la relación con sus familiares, que articula el espacio de la vida doméstica o familiar;
  3. la relación con sus conciudadanos, que constituye la vida política.

Respectivamente, la ética, la economía –esta palabra significa literalmente, en griego, «gobierno doméstico»–, y la política constituyen las tres esferas en las que se desarrolla la vida humana. No son compartimentos estancos, sino que están en estrecha conexión. Esto implica que toda virtud tiene una dimensión ética, otra económica y otra política; es decir, lo que nos mejora como personas, perfecciona también nuestra relación familiar y nos hace mejores ciudadanos. Obviamente, los protocolos de actuación son distintos en cada uno de esos ámbitos (éthoi): no son los mismos deberes los que tengo como persona que como padre, madre, hijo, esposo, y tampoco coinciden con los que tengo a título de vecino, jefe o empleado, magistrado o súbdito. Pero el ser humano no es una percha neutra donde pueden colgarse roles sucesivos y alternativos; la persona es precisamente ese núcleo unitario que está más allá de los roles que desempeña.

Esta representación de la vida humana como dotada de una unidad intrínseca, que en Aristóteles es diáfana, hoy en buena parte se ha perdido en la cultura europea. La atmósfera sociocultural que respiramos ha consolidado una ruptura entre la llamada vida privada y la esfera pública. Muchos piensan que ambas son, no sólo distintas –cosa que Aristóteles admite sin problema– sino radicalmente impermeables entre sí. Este planteamiento conduce a incoherencias hoy muy visibles, por ejemplo, en la actitud de algunos personajes públicos. A menudo discurren, si son políticos o parlamentarios, en forma tal que por un lado va lo que piensan y valoran –sus convicciones morales íntimas– y por otro, no pocas veces polarmente opuesto, lo que hacen en su actuación pública. Con frecuencia se les oyen reflexiones de este tenor: ―No piensen ustedes que estoy de acuerdo con esta ley, o que me parece bien que se apruebe, pero como legislador no permitiré que mis convicciones personales interfieran en mi tarea legislativa. ―Es como si dijeran: «No hago lo que pienso, y tampoco pienso lo que hago».

Aunque a estas alturas pueda parecer anacrónico, me parece interesante llamar la atención sobre la idea de Aristóteles en este punto. Por otro lado, hay síntomas indudables del agotamiento cultural al que conducen ese tipo de esquizofrenias. Pocos dudan de la conveniencia de distinguir el espacio público del privado, y quienes aún conservan la cabeza sobre los hombros entienden la necesidad de respetar la esfera de la vida íntima (privacy, la llaman los norteamericanos). Tampoco hay dificultad en admitir como significativa la noción de una esfera de lo público. (Desde luego, Aristóteles no encontraría ninguna: todo lo contrario). Lo que a mi juicio carece de toda cordura es pensar ese dominio público como algo hipostáticamente separado, e independiente, del tenor de vida personal de quienes lo habitan.

Aunque en lo que sigue me ocuparé de manera diferenciada de algún aspecto del desarrollo moral y del cívico, es interesante no perder de vista que se trata de ámbitos indisociables del crecimiento de la persona.

La educación moral

El quehacer educativo es, de suyo, una tarea moral, toda vez que el tipo de relación humana que la acción de educar establece entre quienes intervienen en ella también lo es. El fin último que persigue cualquier tarea educativa es el mejoramiento de las personas. Cualquiera que sea el argumento de ella, o el contenido que se trata de transmitir, quien transmite algo educativamente lo que pretende es que la persona a la que ayuda sea mejor persona, y mejorar él mismo como persona prestando esa ayuda.

Ahora bien, dicho esto, me parece que interesa concretar las condiciones de legitimidad de una intervención educativa explícitamente moralizante, en un sentido algo más restringido que el que acabo de mencionar, i.e aquel con el que nos referimos a una acción asertiva que se propone algo parecido a transmitir algunos valores morales concretos. Son fundamentalmente las que siguen.

  1. La ejemplaridad. La virtud no se enseña, se aprende. Y se aprende, sobre todo, por contagio.
  2. El educador ha de procurar que las pautas o reglas que propone se transformen en principios prácticos, criterios libremente asumidos por el sujeto.
  3. Teniendo en cuenta la edad y el nivel de madurez de los educandos, y naturalmente dentro de unos límites razonables, el educador ha de tratar a todos con equidad, cualquiera que sean sus opciones morales.
  4. En este aspecto de lo educativo, quizá más que en otros, interesa enfatizar la importancia de que el educador no subordine a otros intereses el compromiso por una búsqueda no ideológica de la verdad y del bien, concretamente de aquello que mejor contribuya al desarrollo humano del educando.

La promoción de una cultura del diálogo, objetivo de la educación cívica

En la Política, Aristóteles señala la estrecha relación entre la naturaleza social humana y la capacidad lingüística. Las nociones de «animal parlante» (homo loquens) y de «animal político», vienen a ser sinónimas en el universo de discurso aristotélico. El hecho social no se debe a la materialidad de estar cerca de nuestros semejantes y «pacer en el mismo campo», sino a tener temas comunes de conversación, acerca de los cuales nos interesamos y discutimos. La «república» se articula en torno a la conversación sobre los asuntos que nos afectan a todos (de re publica), y la «amistad política» se teje con el hilo de esa conversación –sobre lo bueno, lo bello, lo justo y sus contrarios–, constituyendo el elemento conector más fuerte entre seres humanos, desde luego más adherente que las alianzas comerciales o militares, que como mucho pueden conducir a un acercamiento estratégico.

Es notable el énfasis que pone el filósofo en mostrar el valor de la palabra significativa (logos semantikós), y la importancia que para la política tiene preservar el sentido de las palabras. Las características principales que, según él, ha de poseer toda comunidad humana (koinonía) digna de ese nombre, ponen de relieve, directa o indirectamente, el papel de la palabra como conectivo entre los seres humanos:

  • La polis ha de ser un entorno propicio para la aristobía, la mejor vida, la vida buena y virtuosa, que sobre todo es la que hace posible la amistad (los amigos sólo pueden serlo en el bien; si les une la maldad entonces no son amigos sino cómplices). A su vez, la amistad se establece y consolida en la conversación; amigos son quienes comparten interés por temas que suscitan entre ellos el diálogo y el contraste de pareceres.
  • La nomocracia –imperio de la ley– es la única forma de gobierno digna de una comunidad humana. A diferencia del decreto –que también puede ser necesario en ocasiones de urgencia excepcional–, la ley emana de un parlamento, de un acuerdo dialogado.
  • Ciudadanía es politeia, buena educación. La correcta dirección de la vida ciudadana no es posible a gritos –eso es lo que necesita la grey, el rebaño, la piara–, sino con buenas palabras y buenas formas. El argumento convincente, no la fusta, es el instrumento adecuado para gobernar a los seres humanos.
  • La ciudad ha de estar bien ordenada, también desde el punto de vista urbanístico, y disponer de espacios libres. Ha de ser grato estar en la calle para encontrarse con los amigos y disfrutar de la conversación. Es lo que evoca la palabra griega cosmópolis.

Entre otros retos que cabe considerar, la educación cívica ha de afrontar el desafío de preparar a las personas para una ciudadanía auténticamente reflexiva y dialógica: formarse criterio –capacidad de discernimiento– para intervenir en la conversación significativa, aprender a discutir con razones, a contrastar los diversos puntos de vista y sopesar su valor de verdad. Para que se abra camino una auténtica cultura del diálogo –necesaria para abordar las principales cuestiones sociopolíticas– pienso que hoy es preciso superar dos dificultades:

  1. Una deficiente noción de tolerancia que viene a identificarla con el respeto a la opinión discrepante. El respeto se debe siempre a la persona y a su libertad, pero no propiamente a sus opiniones. Si se confunde el respeto al opinante con el respeto a su opinión, cualquier forma de discrepar de la opinión de otra persona, lógicamente acaba viéndose como una falta de respeto hacia la persona que discrepa. Esto contrasta con la experiencia, amplísima, que tenemos de discrepancia respetuosa, incluso amistosa.
  2. El relativismo, que prohíbe afirmar algo como incondicionalmente verdadero. Si la verdad no existe –o si es imposible alcanzar certeza racional alguna, como propone el escéptico–, entonces la discusión misma carece de sentido. Toda opinión es una pretensión de verdad, que se satisfará o no en lo que pretende –ser verdadera– con independencia de que sea mía o tuya. Lo que interesa en una discusión seria es el valor de verdad de las opiniones o propuestas que comparecen en ella, no los dorsales que exhiben los interlocutores. Si la discusión no es una búsqueda cooperativa de la verdad –en la mayoría de los casos, de la verdadera o mejor solución a un problema práctico–, entonces la razón queda cancelada en su papel fundamental, y la ventaja la tendrá no quien aduzca mejores razones sino quien grite más. A esta situación se ha referido Joseph Ratzinger con una paradójica locución: la «dictadura del relativismo». Tal vez la paradoja es tan sólo aparente, pues si la verdad no existe –eso dice el relativista– toda discusión sobra. Pasando por alto su intrínseca inconsistencia –pues quien lo sostiene precisamente lo sostiene por considerarlo verdadero–, en el supuesto relativista es tan vano aducir argumentos como escuchar los que otros aducen. Lo único «consistente», entonces, es la «contundencia» de las posiciones de fuerza –aunque sea la de los votos–, la estrategia de los hechos consumados, la «ley del embudo» o la violencia de los gritos y lemas pancarteros. Ahora bien, si el razonamiento deja de ser argumentativo para convertirse en punitivo –es lo que a menudo se ve en muchos «debates» en los que los interlocutores no se escuchan entre sí– aquello se convierte en una pura puesta en escena, o en una pelea de gallos. Hay quienes pueden tener interés en aparentar que son dialogantes, pluralistas y democráticos. Pero si son relativistas, en el fondo sólo les interesa «escenificar» un diálogo para salir al final en la «foto de familia»; acuden ahí a echar un pulso para ver quién puede más. Es, a la letra, la imagen que von Clausewitz presentaba de la política: la guerra, pero con otros medios. Tampoco cabe esperar una idea más noble de la política en quien piensa, como Thomas Hobbes, que el hombre es un lobo para el hombre –homo homini lupus– y que el estado natural de la sociedad es la «guerra de todos contra todos» (bellum omnium contra omnes). También en esto Aristóteles me parece más convincente.


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