El centinela, el coro, Creonte, Antígona

Centinela

Pues ella es la que ha cometido el crimen. La hemos sorprendido dándole sepultura. Pero ¿dónde está Creonte?

Coro

Ahí le tienes, que sale a punto de su palacio.

Creonte

¿Qué ocurre de nuevo? Llego en hora oportuna de enterarme.

Centinela

¡Oh, príncipe! Al hombre no le es dado jurar nada, pues con frecuencia nos convence de nuestro error una reflexión posterior. Yo juraba que jamás volvería a comparecer ante ti: de tal modo me habían aterrado tus amenazas; y, sin embargo, por una inesperada felicidad (a ninguna dicha del mundo comparable) vuelvo ante tu presencia (a pesar de mis juramentos) trayéndote a esta joven a quien he sorprendido preparando la tumba para el cadáver. Esta vez no ha sido preciso echar suertes: el descubrimiento ha sido mío, únicamente mío. Ahora tú la cogerás y la examinarás y convencerás según te parezca. En cuanto a mí, me creo ya con derecho a ser declarado libre y absuelto.

Creonte

¿Cómo y en qué lugar has encontrado a esta joven que me traes presa?

Centinela

Se hallaba ella enterrando al muerto: ya lo sabes todo.

Creonte

¿Y tú sabes bien lo que te dices? ¿Te consta que es verdad?

Centinela

Como que la he visto yo mismo dando sepultura al difunto, a pesar de la prohibición. ¿Lo quieres con más claridad?

Creonte

¿Y cómo se la ha visto? ¿Cómo ha sido cogida in fraganti?

Centinela

El hecho ha ocurrido así. Bajo el terror de tus tremendas conminaciones, llegamos allá y barrimos la tierra que cubría el cadáver. Después que dejamos enteramente descubierto aquel cuerpo ya en corrupción, subimos a sentarnos en lo alto de las colinas, al abrigo del viento y huyendo de los fétidos miasmas. Nos animamos unos a otros a la vigilancia, conminando a todo el que pudiera descuidar la faena. En tal estado permanecimos hasta el momento en que el disco brillante del Sol llegaba al promedio de su carrera, despidiendo fuego abrasador.

Súbitamente un furioso huracán levanta en remolino una polvareda que llegaba hasta las nubes e, invadiendo la llanura, arrancaba las hojas a los árboles, extendiéndose la tormenta por el anchuroso cielo. Nosotros, con los ojos cerrados, soportábamos aquel divino castigo. Pasado el temporal, al cabo de largas horas, percibimos a esa joven, dando gritos agudos y lamentables, cual pájaro que no encuentra a su tierna cría en el desierto nido. De tal modo, al mirar al difunto despojado de la tierra que le cubriera, prorrumpía en gemidos y lanzaba imprecaciones contra los autores de tamaño ultraje. Seguidamente coge con sus propias manos árida tierra con la que cubre el cadáver, honrándole hasta tres veces con fúnebres libaciones, que vierte del fondo de una preciosa copa de bronce.

Tan pronto como vimos esto, nos arrojamos sobre ella y la prendimos. Y en verdad, ella permaneció impávida. La interrogamos sobre sus actos anteriores y por el que acababa de consumar, y nada negó absolutamente; confesión que fue para mí grata y dolorosa a la par: gratísima, porque me libertaba del castigo; dolorosa, porque siempre causa tormento exponer a los amigos. Pero, ante todo, es lo natural que miremos cada cual por nuestra salvación.

Creonte

Oh, tú, que inclinas la frente hacia la tierra: ¿declaras haber ejecutado esa acción, o lo niegas?

Antígona

Confieso que lo he hecho: no lo niego.

Creonte

(dirigiéndose al centinela), márchate de aquí: quedas libre de la tremenda sospecha que sobre ti pesaba. (Se marcha el guardia) Pero tú (a Antígona), sin rodeos y en pocas palabras, contéstame: ¿conocías el edicto que yo había hecho publicar prohibiendo ejecutar un acto semejante?

Antígona

Conocías tus órdenes. ¿Cómo había de ignorarlas, si se habían publicado?

Creonte

¿Y a pesar de ello te has atrevido a infringir la ley?

Antígona

Semejante ley no ha sido decretada por el exceso Zeus, ni por la Justicia, compañera de los dioses manes: ellos jamás impusieron leyes tales a los hombres, y yo no pude creer nunca que tus pregones tuvieran fuerza superior a la de las leyes no escritas, pero infalibles y eternas de los dioses[1]. Eternas, porque las leyes divinas no son de hoy ni de ayer, sino de siempre y de todos los tiempos, ni hay nadie en el mundo que sepa cuándo comenzaron a regir. Yo no debía, pues, por temor a las amenazas de un mortal, exponerme a la venganza de los dioses. Antes de tu decreto, sabía que estaba condenada a la ley del morir (¡destino a todos inevitable!). Si muero antes de tiempo, será una dicha para mí. ¿Qué cosa hay entre tan grandes males como afligen mi vida que no me haga mirar la muerte como un bien? Por lo tanto, la suerte que me espera no me causa ningún dolor; pero, ¡ah!, lo sentiría vivo y profundo si hubiera dejado sin sepultura al hijo de mi madre. No estoy de modo alguno pesarosa de lo que he hecho. Si tú calificas de locura mi conducta, me consideraré juzgada de insensata por un insensato.

Coro

En ese carácter indomable bien se conoce a la hija del inflexible Edipo: jamás se dejará abatir por las desgracias.

Creonte

Pues sabe que estas almas tan fieras con facilidad se rinde, como se rompe el acero más fuerte y bien templado: y yo sé bien que con débil freno se sujetan los corceles más fogosos. Pensar con tal soberbia no es tolerable en quien se halla sometido a los demás. No le ha bastado a esta insensata haberme ultrajado, violando mis decretos, sino que a este crimen añade un segundo ultraje, glorificándose y regocijándose de su acción. ¡Por los cielos! Dejaría yo de ser hombre, y entonces el hombre sería ella, si tamaña audacia quedara sin castigo.

Aunque sea la hija de mi hermana, aunque se hallara unida a mí por vínculo más estrecho, ni ella ni la hermana suya se han de escapar de una muerte terrible, porque sin duda la otra ha de haber sido su cómplice. Que la hagan venir inmediatamente. No ha mucho la vi dentro de palacio irritada y fuera de sí. ¡Ah! El que medita un crimen a la sombra con frecuencia se hace traición a sí mismo antes de ejecutarlo. Pero, sobre todo, detesto a los que, sorprendidos en el negro crimen, pretenden con palabras darle colorido.

Antígona

¿Necesitas tú algo más que mi muerte?

Creonte

No: tu muerte me basta.

Antígona

¿Pues qué te detiene? Ningún discurso tuyo me es agradable, ni lo podría ser jamás, ni las palabras mías pueden ser gratas para ti. En cambio, ¿qué gloria más pura para mí que la de haber dado sepultura a un hermano? Todos cuantos me escuchan elogiarían mi proceder si su lengua no estuviera encadenada por el terror. ¡Privilegio de los tiranos! Ellos pueden solos decir y hacer lo que les place.

Creonte

Tú eres la única descendiente de Cadmo que piensa de ese modo.

Antígona

Todos piensan como yo, pero tu presencia les sella los labios.

Creonte

¿Y no te avergüenzas de obrar de distinto modo que ellos?

Antígona

Jamás podrá causar rubor el honrar a un hermano.

Creonte

¿Y no era también hermano tuyo el que pereció combatiendo contra él?

Antígona

Hermano carnal: de la misma madre y del mismo padre.

Creonte

Entonces, di: ¿por qué has tributado al otro esas honras impías?

Antígona

No lo afirmaría así el que yace en la tumba.

Creonte

¿Cómo no, si tú ofreces a un impío los mismos honores dispensados a él?

Antígona

Es que no murió siendo su esclavo, sino su hermano.

Creonte

El uno trajo la desolación a su patria, mientras que el otro combatió por ella valerosamente.

Antígona

Plutón, sin embargo, pide iguales ritos para todos.

Creonte

El crimen y la virtud no deben recibir lo mismo.

Antígona

¡Quién sabe! Allá en el reino de la muerte, tal vez sea santificada mi acción.

Creonte

El enemigo, ni aun después de morir, debe ser estimado como amigo.

Antígona

Yo he nacido para compartir el amor, pero no el odio.

Creonte

Anda a los infiernos; y, puesto que tan amorosa eres, puedes ir a amar a los profundos. Mientras yo viva, no consentiré que una mujer nos dicte la ley.

Coro

Ved ahí a Ismene en el dintel del palacio: viene llorando de compasión por su hermana; una nube cubre su frente y desfigura su rostro ruborizado, regando de lágrimas sus hermosas mejillas.


  1. Antígona invoca la Justicia de las deidades infernales ofendidas por el inhumano decreto del rey de Tebas: llama a estas leyes divinas no escritas, expresión empleada por Sócrates en los Memorables de Jenofonte (IV, 4, 19-21) y por Platón (Leyes VIII, 795), Aristóteles (Política III, 18), etc.


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