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El coro, Creonte y Hemón

Creonte

Al punto lo sabremos con más certeza que si fuéramos adivinos. Supongo, hijo mío, que no vendrás enfurecido contra tu padre por la sentencia definitiva que acaba de recaer contra tu futura esposa; y que, cualquiera que haya sido mi modo de obrar, seré siempre querido para ti…

Hemón

Padre mío, sometido estoy a tus mandatos: tus prudentes consejos son los que me guían, y dispuesto me encuentro a seguirlos. No hay himeneo que deba yo preferir a ti, que con tanto acierto me diriges.

Creonte

Sí, hijo mío: todo debe sacrificarse a la voluntad de los padres: esos son los sentimientos que deben inculcarse en tu corazón. Por esto se afanan los padres: por tener hijos dóciles que sepan vengar con ellos ofensas de sus enemigos, y para que honren, a la par que ellos, a los que hayan sido sus amigos.

¡Ay! El que ha dado el ser a un hijo perverso ¿qué ha hecho sino engendrar un martirio para él y un objeto de júbilo para sus contrarios? Que jamás, hijo mío, el aliciente del amor de una mujer turbe tu razón, ni olvides nunca que son de hielo las caricias de una esposa cuando esta es una mujer depravada. ¿Qué calamidad más grande que un indigno amigo? Destierra, hijo, de tu corazón a esa mujer como cruel enemiga y déjala que vaya a buscar marido a los infiernos.

Y, puesto que está convicta de haber sido la única entre los tebanos que ha infringido insolentemente mis decretos, no he de ponerme yo en contradicción ante los ojos de los ciudadanos: morirá, así implore a Zeus protector de los derechos de la sangre. Si yo aliento la rebeldía en mis parientes, ¿qué será de los extraños? El hombre que sabe dirigir con energía sus asuntos de familia sabrá del propio modo gobernar en el Estado con justicia; un hombre tal (hay que confesarlo) sabrá en toda ocasión mandar y obedecer; en los peligros de la guerra permanecerá siempre en su puesto, siendo de sus camaradas un defensor fiel y valeroso. Pero el que insensatamente infringe las leyes, el que pretende mandar en los que gobiernan, ¿cómo ha de merecer nuestros elogios?

Aquel que la república ha elegido por jefe, en todo, así en lo grande como en lo pequeño, en lo justo como en lo que no lo parezca, debe ser obedecido. No hay calamidad más tremenda que la anarquía, como que ella es la que arruina los pueblos, la que lleva la desolación a las familias y en los combates produce la confusión en los guerreros y ocasiona las deserciones. En cambio, en la obediencia está la salvación y la seguridad de todos. Sepamos, pues, mantener el orden en el Estado y no toleremos que una mujer se nos imponga. Nos dejaremos vencer, en caso necesario, por un hombre; pero que se diga que somos más débiles que mujeres… ¡jamás!

Coro

Si la edad no hace que nos engañemos, parécenos muy puesto en razón tu discurso.

Hemón

Los dioses, padre mío, han dotado a los hombres de la razón, el más precioso sin duda de todos los bienes. Si ella acaba de hablar por tus labios, no soy yo quien puede ni quiere negarlo. Pero, como algún otro pudiera también pensar con no menos prudencia, deber mío es expiar en interés tuyo cuanto con relación a ti se hace o se dice o se murmura. Los ciudadanos se aterran ante tu presencia y no se atreven a pronunciar palabra, temerosos de irritarte; pero a mi me es fácil recoger sus secretas conversaciones y sé cuánto llora Tebas la suerte de esa joven[1]. ¡Una doncella, la más inocente del mundo, por una acción que merece toda alabanza, ha de ser castigada con muerte tan horrible! Pues qué, ¿no es digna de admiración una joven que no consiente que quede insepulto, y para ser presa de los perros y de los buitres, el cadáver de un hermano que sucumbió en el combate? Tal es el secreto sordo rumor que circula por el pueblo.

En cuanto a mí, no encuentro bien más precioso que tu prosperidad, pues ¿qué honor más grande para un hijo que la gloria de su padre, ni para un padre que la de sus hijos? Por esto, pues, te ruego que no te ciegues, creyendo solo bueno tu modo de sentir y no otro alguno: los que pretenden poseer solos la prudencia, la elocuencia y la razón, puestos en evidencia, se ve muy frecuentemente que no las tienen. El hombre, por sabio que sea, jamás debe ruborizarse de aprender, y no debe llevar la contra más allá de lo razonable. El árbol flexible, azotado por el engrosado torrente, se conserva con su ramaje; pero, ¡ay!, aquel que resiste se ve arrancado de cuajo hasta la raíz: tal el que se obstina en navegar a vela desplegada contra viento y marea se encuentra después, mísero náufrago, obligado a bogar sobre los pedazos del esquife destrozado.

Calma tu cólera, padre mío, y revoca tu decreto. A pesar de mi juventud creo poseer alguna reflexión, y opino que el primero de los mortales es aquel en el que abunda la sabiduría; pero también juzgo que en los casos en que nuestra razón se halla ofuscada (como acontece frecuentemente) bueno y honroso es el aprender de los que hablan con prudencia.

Coro

¡Oh, rey! Te conviene no desoír lo que hay de justo en ese discurso; y tú escucha a tu padre también, que los dos os expresáis con suma rectitud.

Creonte

¿Conque a mis años he de recibir yo lecciones de un mozo de esta edad?

Hemón

Me parece que nada he dicho fuera de razón. Soy joven ciertamente, pero no es mi edad lo que conviene examinar, sino mi consejo.

Creonte

Y todo tu consejo se reduce a que miremos con consideración a los que desobedecen las leyes.

Hemón

Jamás he pretendido que mires con respeto la maldad.

Creonte

¿Y no es esa la enfermedad de nuestra prisionera?

Hemón

No lo creen así los ciudadanos de Tebas.

Creonte

¡Los tebanos! ¿Y son los tebanos los que han de imponerme a mí las órdenes que yo debo dictar?

Hemón

¿Lo ves, padre mío? Acabas de hablar como un mancebo.

Creonte

¿Pues quién sino yo tiene derecho a gobernar en este país?

Hemón

Una ciudad no es ciudad desde que se la mira como propiedad de uno solo.

Creonte

¿Pues no se tiene como dueño de una ciudad al que la gobierna?

Hemón

En buena hora; pero en ese caso reinarás en un país desierto.

Creonte

Este se ve que aboga por la mujer.

Hemón

En verdad, si tú eres una mujer, pues ante todo yo no me intereso más que por ti.

Creonte

¡Oh, el más vil de los hombres! ¡Tú has venido a acusar a tu padre!

Hemón

Porque te veo pecar con injusto motivo.

Creonte

¡Cómo! ¿Es una cosa injusta el que yo mantenga mis derechos?

Hemón

No los sostienes al conculcar el respeto debido a los dioses.

Creonte

¡Miserable corazón subyugado por una mujer…!

Hemón

Jamás, nunca me verás ceder a pasiones vergonzosas.

Creonte

¿Pues todo tu discurso no se reduce a hablar en pro de ella?

Hemón

Y también por ti y por mí y por los dioses infernales.

Creonte

Pues a esta te prometo que no la gozarás viva por esposa.

Hemón

Morirá: sea; pero alguien perecerá también con ella.

Creonte

¡Cómo! ¿Llevas tu insolencia hasta amenazarme?

Hemón

¿Qué amenaza hay en rebatir tus fútiles sentencias?

Creonte

¡Insensato! ¡Cuántas lágrimas te han de costar tus lecciones de sabiduría!

Hemón

Si no fueras mi padre, diría que habías perdido el juicio.

Creonte

¡Vil esclavo de una mujer, no me importunes más con tus garrulerías!

Hemón

Tú dices lo que se te antoja; y, después que hablas, no quieres a tu vez oír.

Creonte

¿De veras? Pues acuérdate, y lo juro por el Olimpo, que no me has de haber ultrajado impunemente. ¡Ola! Que se lleven al punto a esa mujer aborrecible, y que inmediatamente sucumba ante los ojos y en presencia de su amante.

Hemón

No. Ante mis ojos, en mi presencia, no morirá, ni tampoco tú me volverás a ver: te dejo ejercer tus furores en medio de los cobardes amigos que los sufren.

   

(Se va con airada precipitación).


  1. Hemón pone hábilmente en boca del pueblo lo que él no se atreve a decir directamente a su padre. Aristóteles cita este pasaje en su Retórica (III c. 17) como ejemplo de artificio oratorio.


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