Mediaciones histórico-sociales para la liberación popular
La tarea permanecerá siempre inconclusa; las vías, inéditas. El hombre habitará, en cada caso, de maneras diferentes; lo que equivale a decir: el hombre está, en su quehacer-se, abierto. Ese es su modo de existir. De allí que no haya fórmulas ni recetas sobre cómo ha de vivir. En razón de ello es que debe preguntarse constantemente por qué, para qué, hacia dónde. Preguntas que guían la marcha y ponen al existente humano bajo su verdadera luz, la única que puede llenar de alegría su corazón. Parafraseado a Gracián, podríamos decir: Hombre sin preguntas,
hombre a oscuras.Ardiles, Osvaldo, El exilio de la razón (1989a: 304)
El estudio de la dimensión hermenéutica de la cultura popular nos puso en el camino de la crítica constructiva hacia un proyecto de liberación político y social en nuestra América. Corresponde ahora ahondar en la tarea de construir caminos para dicha liberación. Esta tarea fue entendida por Ardiles como parte de un proceso revolucionario. En un escrito referido a las “mediaciones histórico-sociales”, Ardiles distinguió dos tipos de necesidades para “hacer la Revolución”: la objetiva, de fundamentación; y la subjetiva, de motivación o del compromiso con el proceso revolucionario. De ellas, a la filosofía le corresponde encarar, en claro tono marcuseano, la tarea objetiva fundamentadora, orientada a “dilucidar las condiciones de posibilidad de una crítica social fecunda susceptible de articularse efectivamente en una praxis liberadora; pues, en nuestra opinión, el fundamento de la crítica debe coincidir con el de la revolución” (Ardiles, 1980: 209).
Abordaremos a continuación los “criterios básicos” con que Ardiles establece la fundamentación o necesidad objetiva del proceso histórico de Liberación y de Revolución. Desde su punto de vista, tales vocablos “evidencian su específica función ideológica. […] Son productos sociales destinados a actuar sobre la realidad que los originó. Pero, a pesar de su carácter conceptual, insistimos en que no lo dicen todo, ni dan adecuada razón de sus fundamentos” (Ardiles, 1980: 207).
Analizaremos, primero, la crítica social como punto principal de apoyo para la indagación de los criterios que explora en su potencialidad de mediaciones (la ideología, la utopía y la racionalidad social –las “mediaciones histórico-sociales”), y a los cuales establece como contenedores de “posiblidades reales” para develar esta “ontocracia elitista” en sus mecanismos culturales del temor reificado y reificante. En esta tarea colectiva y crítica, “lo estético” en tanto mediación liberadora cobra un papel fundamental. Lo anterior abre el camino para abordar más propiamente los elementos construidos por Ardiles en la segunda parte de Vigilia y utopía, titulada “Dialéctica y liberación” (Ardiles, 1980: 153-235). Estos planteamientos serán evaluados desde la “comprensión dialéctica de las mediaciones que componen el proceso de liberación latinoamericana” en el objetivo de delinear “una propuesta-conclusión de elaborar interdisciplinariamente una nueva racionalidad abierta al Novum de la Revolución que actúa como utopía concreta (en la terminología de Bloch) fundadora de la esperanza” (Ardiles, 1980: 155). Objetivo y enfoque que perfilan la “negatividad concreta y visualizada en la perspectiva de una dialéctica destotalizadora y desacralizadora de los fetiches del statu quo”.
En concreto, ensayaremos una ubicación de las “filosofías de la liberación y los enfoques pluridisciplinarios” (A) que nos permita dimensionar y evaluar “la propuesta de Osvaldo Ardiles: un proyecto de filosofar interdisciplinario” (B) “para una fundamentación filosófica de las mediaciones histórico-sociales” (C) y avanzar así hacia la apuesta ardilesiana “desde la negatividad y el horizonte utópico en nuestra América” (D).
Filosofías de la liberación y enfoques pluridisciplinarios
Cierto es que la problemática del abordaje filosófico a la cuestión de la “liberación” implicó desde sus inicios necesarios esfuerzos teóricos en donde se dieron cabida distintas disciplinas y saberes, incluida la filosofía misma, dando con ello una serie de sentidos novedosos al latinoamericanismo filosófico hasta entonces existente. Los esfuerzos “se vieron obligados a optar” entre dos enfoques metodológicos distintos. Tales enfoques establecen los criterios básicos que orientan la investigación, con base en los cuales se organizan las técnicas y los procedimientos. Siguiendo a Paul Ricoeur, Juan Carlos Scannone (1974) los caracterizó como dos vías de acceso a lo real: una “vía corta” in-mediata (ontológica) y una “vía larga” mediata (hermenéutica).
Conviene indicar que tales enfoques han sido construidos de una forma que podemos llamar “pluridisciplinaria”. Es decir, a partir de la construcción epistemológica de distintas disciplinas configuradas en función de problemas específicos. Como hemos examinado en otro trabajo, hay un debate en torno a los términos vinculados a lo disciplinar –inclusive en los enfoques llamados “de la complejidad”, podemos distinguir lo “multi-disciplinario” (una suma de distintas disciplinas), lo “inter-disciplinario” (la integración e interacción de distintas disciplinas), lo “trans-disciplinario” (integración disciplinar y conformación de otra disciplina a partir de tal integración) (Lima, 2015g). Pero además, cabría evaluar en qué medida se construyen “verticalmente” cada uno de estos tipos, es decir, desde el punto de vista “privilegiado” de una o más disciplinas (en este caso, se trata de la teología o de la filosofía). En el caso de las filosofías de la liberación, se plantearon elementos con un carácter mayormente interdisciplinario, si bien cada uno de sus integrantes denominó a ellos desde sus propias perspectivas y hasta se dieron en ocasiones tintes “verticalistas” (a pesar de los autonombramientos).
Así, diversos fueron los abordajes pluridisciplinarios hechos en los dos sentidos metódicos indicados; incluso algunos de los filósofos han proyectado sus enfoques autoconsiderándolos expresamente –más allá de que lo lograsen– como “interdisciplinarios” (Juan Carlos Scannone) o “transdisciplinarios” (Mario Casalla), o ya connotadamente interdisciplinarios (como el caso de las historias de las ideas desde enfoques como los de Horacio Cerutti –desde una “meta-filosofía”– o la “ampliación metodológica” del maestro Arturo Roig) (Lima, 2013a). Inclusive, el tópico de las mediaciones, en terminología ceruttiana, ha sido denotado en este sentido sobre todo por el “sector crítico del populismo”, entre quienes están Cerutti y Roig, y también por algunos del “sector populista”[1], entre quienes están (como ha destacado el mismo Cerutti) Alberto Parisí, Juan Carlos Scannone y, sobre todo, según veremos enseguida, Ardiles (Cerutti, 2006: 342-343, nota 52 y 348). Siendo Ardiles quien ha dado, como puntualizó con acierto Cerutti, un paso decisivo en el tratamiento de la mediación del “cara-a-cara”.
Como escribe el citado filósofo y teólogo Scannone, al presentar las Actas de las Segundas Jornadas Académicas de la Universidad del Salvador y abordar las formas de acceder a la problemática latinoamericana de la opresión y la liberación, en el plano de la filosofía:
El primer camino, aunque partiendo de la historia ([Enrique] Dussel) o de la crítica a proyectos históricos latinoamericanos (Scannone), fue a plantear el problema hasta y desde su radicalidad ontológica, con el peligro de no terminar de mediarse en categorías de análisis social y político. El segundo camino ([Hugo] Assman), partiendo de éstas, trasuntaba exigencias de concreción, y praxis, aun hasta los niveles de opción ideológico-política y estrategia-táctica, con el peligro de no criticar teológica y/u ontológicamente hasta su raíz del horizonte de comprensión de donde esas categorías han sido tomadas. Quedó entonces planteado un problema metodológico de radical importancia para toda la filosofía o teología de la liberación. Ese problema se puede caracterizar como el del puente o mediación dialéctica entre ambos caminos metodológicos (que deberían incluirse dialécticamente). Ambos parecen imprescindibles para que la liberación latinoamericana sea radicalmente pensada y practicada, y para que ese pensamiento y praxis no queden encerrados en una dialéctica de la totalidad, que en la práctica política tienda a hacerse totalitarismo (Scannone, 1972: 4[2]).
Este “puente o mediación dialéctica entre ambos caminos metodológicos” podría constituir la mejor caracterización de la propuesta dialéctico-filosófica de Osvaldo Ardiles. Sin embargo, a diferencia de la consideración scannoniana sobre la totalidad como necesariamente “totalitaria”, Ardiles, según hemos visto, afirmó dicha categoría. En efecto, para Ardiles, la “totalidad” tiene una doble faz: es tanto totalidad “totalizada”, como expresión de una totalidad reificada (quizá equivalente a lo que Scannone ubica como “totalitarismo”) y a partir de un disciplinamiento (particularmente filosófico-ontológico de tinte heideggeriano), como “totalidad concreta”, noción ésta con la que trabaja nuestro filósofo. El abordaje de la “totalidad concreta” plantea un dimensionamiento ontológico de los fenómenos sociales en pos de ahondar en ellos desde dicha dialéctica en tanto método interdisciplinario para la des-reificación y consecuente apertura a la historicidad humana de la totalidad en cuestión. Quedamos así en condiciones de presentar las ideas de Ardiles a este respecto.
La propuesta de Osvaldo Ardiles: un proyecto de filosofar interdisciplinario
En la segunda parte de Vigilia y utopía, Ardiles aborda la pluridimensionalidad del proceso mismo de liberación latinoamericana. Ésta es abordada a partir del enfoque dialéctico, tal como lo anuncia y enuncia desde el título. A partir de allí, el filósofo distingue las que considera son las mediaciones implicadas en el proceso liberacionista de nuestra América. Una de ellas, la de la “cultura del temor”, ha sido abordada en el apartado previo. Dicho abordaje nos permitió poner en la mesa un elemento de diagnóstico cultural que dimensiona la situación de la cultura popular vista desde un juicio existencial de resistencia. A partir de allí, es denotado un proceso de liberación de dicha cultura, donde está implicada la intelectualidad, para conformar por medio de una conexión sentimental (o pasión conceptual, en los términos de Ardiles), junto a los sujetos políticos de la cultura popular, un “bloque histórico” que luche por la hegemonía y potencie esta liberación de la praxis para superar la necesidad.
En su estudio “Contribuciones para una elaboración filosófica de las mediaciones histórico-sociales en el proceso de liberación latinoamericano”, Ardiles reflexionó en torno a la posibilidad de abordar el proceso de liberación desde mediaciones histórico-sociales y culturales cuyo carácter político permitiría, como apunta en el epígrafe a dicho texto, abordar estructuralmente la posibilidad de construir nuevas naciones, potenciando dicho proceso en la dirección de una transformación más humana, digna y creativa de nuestra América (Ardiles, 1973c).
Horacio Cerutti indica en Filosofía de la liberación latinoamericana que la propuesta de Ardiles reflexiona en torno a la necesidad de “mediar” sociopolíticamente la relación “cara-a-cara”. Esa relación había sido establecida por el “subsector analéctico” de estas filosofías (siguiendo lo planteado por Levinas) como una relación principalmente inmediata (Cerutti, 2006: 79-83, 348). Con ello, “[l]a consideración del rostro del pobre no sería ya fenomenológica como en Levinas, sino ‘social y estructural’” (Cerutti, 2006: 348).
Es a partir de esto que se expresa una suerte de “salto epistemológico” desde la “vía corta” en camino [?] (¿medio?) hacia una “vía larga”. Por ello cabe reconocer en la obra de Osvaldo Ardiles un esfuerzo filosófico de la liberación que aporta reflexiones importantes a los ámbitos metódico y metodológico con un enfoque expresamente interdisciplinario.
En este punto conviene preguntarnos lo siguiente: la propuesta de Ardiles ¿mantiene necesariamente el enfoque “asociado a la posición analéctica”, como ha expresado Cerutti?, ¿en qué medida plantea esta “mediación sociopolítica” del “cara-a-cara” levinasiano y en qué se avanza con ello para el análisis del proceso de liberación latinoamericana? De acuerdo a lo que venimos viendo, podemos decir que, para Ardiles, si bien no es imprescindible el abordaje fenomenológico al modo levinasiano, sí es necesario para abordar la realidad, aunque precisa complementarse con el enfoque dialéctico de una ontología del ser histórico-social.
Ardiles trabaja, como veremos a continuación, la propuesta de ejercer la filosofía en su tarea fundamentadora del proceso de liberación latinoamericano como expresión de un proceso de conscientización intelectual. Esto “implicaría, utilizando los términos de Ricoeur, tanto una función reductora como recolectora” y crítica que “efectúa el paso de la consciencia inmediata y enajenada a la consciencia genuina que sepa dar cuenta de las mediaciones histórico sociales” (Ardiles, 1989b: 407-408).
Para una elaboración filosófica de las mediaciones histórico-sociales
Si la reificación cultural está signada por el temor, lo propio y supuesto para la constitución teórica de esta praxis liberadora será, desde la filosofía, la elaboración de las mediaciones “que van surgiendo en el devenir estructural del proceso de cambio” y que neutralizan tal temor (Ardiles, 1980: 209). Para ello, más que de establecer las mediaciones, se trata de aclarar cuáles pueden ser las “pautas que permitan emprender fructíferamente esa ineludible tarea [de la liberación]” (Ardiles, 1980: 209). La tarea requiere de toda la creatividad y de la crítica, del ámbito lúdico, reflexivo y ocioso humano para este proyecto de liberación que Ardiles entiende como popular. Por ello, es necesario trabajar en las mediaciones “estructurales” inmersas en la des-reificación de la totalidad histórico-social entendida como dependencia.
A continuación, abordaremos los “criterios básicos” con los que Ardiles establece la fundamentación o necesidad objetiva del proceso de Liberación, entendida ésta como Revolución. Analizaremos, primero, el pensamiento político en su vínculo con la realidad social como punto principal de apoyo para los siguientes criterios en que explora su potencialidad de mediaciones (a), para luego analizar propiamente las pautas mediadoras del proceso estructural de la liberación. En segundo lugar, procederemos al análisis de la ideología, la utopía y la racionalidad social en tanto “mediaciones histórico-sociales” que estructuran el desde dónde de la crítica social (b). Lo cual nos llevará, dentro del apartado posterior que hemos titulado “Desde la negatividad y el horizonte utópico en nuestra América”, al tópico de la negatividad dialéctica como elemento fundamental desde el cual se ejerce una crítica (c). Finalmente, analizamos las implicaciones de una mediación ardilesianamente fundamental: “Lo estético”, cuyo papel ha sido considerado por Ardiles como una “mediación liberadora” (d). Dicha mediación guarda un papel importante en la tarea colectiva y crítica en cuestión, poniendo en situación el carácter “estructural del cara-a-cara” al que ha aludiera Cerutti. Con ello, procuraremos establecer una dimensión más adecuada del tratamiento ardilesiano de la categoría de “lo estético”, en tanto campo de sensibilidad. En Ardiles, esta categoría (que tiene su relación justamente con el “cara-a-cara”) es abordada no ya desde un horizonte levinasiano, sino más bien de uno cercano a Marcuse. La consideración de estas mediaciones permitirá evaluar la finalidad de la revolución examinada a partir del desde dónde de la crítica social. Es decir, desde su lugar de enunciación situado como condición de posibilidad de toda crítica social para una praxis liberadora efectiva. Estos planteamientos serán examinados en relación al objetivo ardilesiano de elaborar una crítica a la racionalidad moderna anclada a la creatividad de la Revolución estructural en su carácter utópico-concreto, esto es, en su condición de utopía sustentada en posibilidades reales de transformación de la realidad para constituir la esperanza de los oprimidos. Se trata de abordar, desde la filosofía, la tarea fundamentadora de la crítica. Podemos agregar que, más que de “fundamentos”, parece tratarse propiamente de las mediaciones en tanto “criterios” de tales condiciones de posibilidad. Por ello, la intención de la constitución teórica de tales mediaciones, como indica Ardiles, “se limitan temáticamente al estudio de algunos criterios básicos que posibiliten el trabajo concreto del acontecer latinoamericano” como pautas para la ineludible tarea de la liberación, ya que “apuntamos a una región por explorar y no a un casillero por rellenar” (Ardiles, 1980: 209, 223).
En otras palabras, se trata de un trabajo netamente exploratorio que pretende establecer criterios (como un primer paso de su objetivo fundamentador) para la crítica en su tensión con la realidad social a la que se debe en el proceso estructural de la liberación de nuestra América. De ninguna manera se trata del establecimiento de verdades inamovibles (que son “a-dialécticas” en último término).
A continuación abordaremos tales mediaciones. La consideración de sus implicaciones nos permitirá profundizar, finalmente, en el planteamiento de una “nueva racionalidad”, que será profundizada en el último capítulo.
Pensamiento político y realidad social
Si, como hemos sugerido, abordar la pregunta sobre el por qué de la liberación y de la revolución implica para Ardiles reexaminar su desde dónde, podríamos afirmar que el diagnóstico de la posibilidad de la revolución requiere de la evaluación de la situación desde donde se elabora tal diagnóstico. Esto es, primeramente abordar el lugar desde dónde se enuncia y diagnostica para criticar y anunciar todo proyecto de transformación de la realidad presente.
Siguiendo a Ardiles, es desde este lugar de enunciación que se encuadra el pensamiento, mismo que hace el papel de mediación entre dicho lugar enunciativo en términos sociales y su ejercicio operativo. Lo cual implica “la actividad social de construcción de la realidad y en las relaciones que los hombres contraen en dicha actividad” (Ardiles, 1980: 209). De este modo, las ideas gestadas históricamente, indica Ardiles, no son meros reflejos mecánicos de la subjetividad ni ocurrencias individuales.
En Ardiles, para una “correcta comprensión del devenir del pensamiento humano” es menester distinguir las dos lecturas ideológicas de la Modernidad: la mecanicista y la idealista. Ambas lecturas requieren ser “superadas” desde la óptica óntico-ontológica, pues imposibilitan la “primera condición de posibilidad para una empresa humana de liberación integral: la experiencia del ser como historia creativa, esto es, radicalmente abierto a lo nuevo adviniene, translúcida al reconocimiento de su auténtico sujeto y constitutivamente cuestionadora de toda construcción intramundana” (Ardiles, 1980: 210)[3]. Se trata pues de una experiencia ontológica de la historia como un proceso de creación continua, emergencia enriquecedora de nuevos seres y de procesos que, en su dialecticidad, están constituidos por “la profunda validez del principio goethiano: Alles, was entsteht,/ Its, wert, dass es zugrunde geth (todo lo que nace merece perecer)” (Ardiles, 1980: 210)[4].
Por lo anterior, para Ardiles, las ideas y doctrinas sociales de una época son producto de “resultados parciales” de una “praxis teórica”, cuya comprensión tiene que darse desde la “praxis fundamental del existente humano”: esto es, desde la creatividad. Tal “praxis fundamental” implica entonces un ámbito donde el hombre se reconoce en su actividad y en sus productos, percibe el carácter humano de ambos y puede producirlos para verse a sí mismo como sujeto de su propia historia y no como objeto de historia ajena (Ardiles, 1980: 211). Es aquí que se encuadra la meta ardilesiana de “liberar la praxis histórica de su expropiación para superar la necesidad” que hemos examinado en el apartado anterior. Como hemos sugerido, la creatividad implica este ámbito existencial humanizado y, por eso mismo, liberado de la necesidad-escasez y la enajenación social. Ardiles unifica al “ocio” con el “trabajo” para intentar “superar falsa dicotomía fruto de la división clasista del trabajo” (Ardiles, 1980: 211).
Por ello, ha podido decir Ardiles que el hombre que vive inmerso en la enajenación es un extraño tanto para los demás como para sí mismo, al vivir bajo una consciencia “dual” que “ha internalizado las pautas objetivas de la opresión ejercida por sus propias acciones cristalizadas en un poder ajeno al agente de la historia” (Ardiles, 1980: 212). Es aquí que se genera la “falsa consciencia” como expresión de una estructura “reificada y reificante” desde donde el hombre mismo ve su propia condición como una “consciencia desdichada”.
Como hemos visto antes, al examinar la “ontología desde el ser histórico-social” ardilesiana, la reificación implica la capacidad objetivadora de la consciencia y sus desarrollos concretos en cada contexto histórico-social. Las relaciones sociales dadas reificadamente se ejercen desde una enajenación y “son consideradas como entes autónomos desvinculados de la actividad humana que los generó” (Ardiles, 1980: 213).
Si todo concepto, idea o doctrina social tiene su referencia al “ser histórico-social” y a su dinámica estructural, por la cual son captados, se entiende que Ardiles defina que “la índole de las relaciones entre las ideas y las épocas que las vieron nacer es dialéctica, del tipo estímulo-respuesta” (Ardiles, 1980: 213)[5]. Esto es, el estímulo de los sucesos históricos y la respuesta racionalizadora humana ante ellos (interpretación posiblemente originada en ciertas lecturas zeístas de la historia[6]). En este sentido, las doctrinas sociales, en su construcción conceptual, “traducen […] los conflictos y acuerdos propios de los correspondientes intereses sociales y políticos; constituyen las respuestas que la razón da a los problemas que su momento histórico plantea” (Ardiles, 1980: 213)[7]. Esta “respuesta” (la razón humana constituida en ideas y doctrinas sociales) al los conflictos históricos puede ser de dos tipos:
- Enmascaradora (ideológica, en el sentido peyorativo, y de falsa consciencia) de lo real, por lo que también niegan e ignoran el ámbito estructural del ser histórico-social (reificantemente), o bien
- Develadora (entendida como “toma de consciencia” de la historia).
Surge entonces la pregunta: ¿cómo es posible el surgimiento de estas posturas? Ardiles es claro en afirmar que “de uno u otro modo, esta respuesta de la razón se halla siempre inscripta en y surge de un determinado campo ideológico (en el sentido más amplio del término)”. Mismo que a su vez es producto de una praxis social y que, según hemos visto al tratar la noción ardilesiana de cultura, puede darse de forma enmascaradora y mistificada (reificante) o bien expresar el verdadero sustento de la vida manifiesta en la cotidianidad concreta (liberadora). Según el tipo de praxis, entonces, se dará pie a una determinada teoría social. Así, la teoría tiene una primacía lógica, mientras que la praxis es primada ontológicamente. La consideración dialéctica teoría-praxis implica también la de la primacía lógico-ontológica establecida en una relación tensionante. Aquí se distinguen diferentes momentos de la praxis que, en tanto expresiones de la creatividad histórica humana, poseen especificidad propia y pueden diferenciarse analíticamente como sigue:
- Praxis teórica, que en su textura ideológica puede ser filosófica, científica o artística
- Praxis política
- Praxis socio-económica
- Praxis pedagógica
Ellas se dan de forma integrada en un mismo proceso histórico, como el de la transformación revolucionaria. Es por ello que “no hay acción revolucionaria sin teoría revolucionaria, ni ésta sin aquella”:
en la unidad dialéctica de ambas la praxis política necesita articularse a nivel de ciencia y consciencia en una praxis teórica que, ante los obstáculos presentados, ilumine el proceso y efectivice la acción. […] Supuesta tal relación dialéctica, es posible aseverar que la práctica teórica condiciona la práctica política y, al mismo tiempo, está permanentemente sometida a los reclamos y rectificaciones de ésta (Ardiles, 1980: 214).
En este punto es posible distinguir la necesaria interacción de las mediaciones, como las de ideología y utopía. Ellas permiten expresar las respuestas que plantean las doctrinas sociales determinadas por el “ser histórico-social” y donde la noción de “consciencia” resulta fundamental (ya como falsa, ya como efectiva) en la asunción histórica de tales mediaciones desde la praxis social. Ejercida desde la “negación determinada”, dicha asunción permitirá, según Ardiles, diagnosticar los conflictos sociales y las posibilidades reales de los procesos de liberación. Esto nos lleva a considerar una forma liberadora de relación social donde está implicada la mediación de “lo estético” como una “mediación liberadora” y un horizonte utópico para una “nueva racionalidad”.
Es claro que en su planteamiento de las mediaciones Ardiles plantea un distanciamiento crítico de posturas levinasianas que afirman la in-mediatez de la relación social producida en la situación “cara a cara”. Más aún, Ardiles establece una posición crítica en relación con la postura levinasiana, sobre todo en lo que concierne a la sensibilidad, la cual constituye una relación únicamente in-mediata. La pregunta por las mediaciones histórico-sociales es la pregunta por la sociabilidad y la sensibilidad. A continuación analizamos la perspectiva ardilesiana de dichas mediaciones y sus implicaciones en el proceso de liberación de nuestra América.
Para una fundamentación filosófica de las mediaciones “histórico-sociales” o el carácter estructural del “cara a cara”
En la “Contribución para una elaboración filosófica de las mediaciones histórico-sociales en el proceso de liberación latinoamericana” de Ardiles, Horacio Cerutti ha distinguido un planteamiento social y estructural del “cara-a-cara”. Podemos convalidar el hallazgo de Cerutti atendiendo a la siguiente afirmación ardilesiana, tomada de los pasajes finales del texto citado:
La relación social producida en la situación “cara a cara” no es primeramente inmediata. Ella pasa por pautas y esquemas tipificadores que pueden llegar a la reificación; por el sistema de roles, las tipificaciones anónimas y las instituciones que preordenan la comprensión y conducta del otro. En dicha relación, está actuante toda la estructura social y su complejo de objetivaciones. De allí que la crítica necesite hacerse cargo de la totalidad de este entramado que vincula estructuralmente la persona con las circunstancias sociales. Por esta vía, las mediaciones logran ocupar una ubicación nodal en su consideración, y su lectura dialéctica abre la posibilidad de superar las categorías antinómicas o reductivas de la modernidad (Ardiles, 1980: 228)[8].
El párrafo citado es sumamente sugerente y alumbrador en cuanto al horizonte en que Ardiles vislumbra la necesidad de plantear las mediaciones para las relaciones sociales. Asimismo, pone sobre la mesa su distancia crítica en relación a posturas cercanas al planteamiento levinasiano del “cara a cara” como una situación inmediata. Aquí se juega todo un debate relativo a las implicaciones de la “sensibilidad” entendida al modo de Levinas.
Esto no puede ser abordado directamente; antes es preciso revisar las mediaciones que se dan en el “ser histórico-social”, las cuales se relacionan indirectamente con el planteamiento de levinasiano sobre la sensibilidad. No obstante, directa o indirectamente, no cabe duda que, en Ardiles, las mediaciones de las relaciones sociales son proyectadas desde una lectura dialéctica. Sin embargo, a pesar de que su tarea consiste en cuestionar las dicotomías y antinomias reductivas gestadas en la modernidad (noción que, como hemos visto, implica para Ardiles la época que inicia a fines del siglo XV con el capitalismo y una cultura de dominación motorizada por la guerra), no queda claro por qué identifica a la modernidad solamente con los modos dicotómicos y antinómicos de interpretación de la realidad. Porque, podemos legítimamente preguntar: ¿acaso la dialéctica en la que se inspira Ardiles no es también “moderna”? ¿no es –si se quiere– hasta más antigua? y ¿no se trata de una construcción no americana? Ardiles no parece considerar este elemento, por el cual circunscribe su consideración de la “modernidad” a lo producido desde antinomias y dicotomías. Por ello, más que de una “superación” de tales antinomias, quizá sea más adecuado para nosotros plantear la necesidad de abordarlas críticamente, destacando sus elementos positivos para la situación de nuestra América.
Podríamos entonces introducir las siguientes preguntas problemáticas: ¿en qué medida estas mediaciones transforman la noción de “sensibilidad” relacionada con la categoría del “cara a cara” levinasiana y qué implicaciones se juegan en el seno de esta “relación social” abordada de esta forma mediata?, ¿cómo es entonces posible la sociabilidad del ser humano para Ardiles y qué mediaciones están implicadas en ella?
A la primera pregunta, ubicada en el ámbito de la transformación de la sensibilidad levinasiana, responderemos indirectamente en este apartado. Lo haremos por medio del abordaje de las mediaciones “histórico-sociales”, el cual nos brindará pautas para tratar, en el inciso siguiente, la mediación de “lo estético”, donde podremos ahondar con más detalle y de forma directa la cuestión de la sensibilidad explanada de forma mediata para una forma de sociabilidad que posibilite el proceso de liberación nuestroamericana.
Respondiendo entonces a la segunda pregunta, diremos que las mediaciones implicadas en el proceso de socialización histórica son, para Ardiles, principalmente tres: la ideología, la utopía y la racionalidad social.
Ideología
Hemos visto que la respuesta dada por la razón a las necesidades histórico-sociales planteadas por cada época se da en un determinado campo ideológico. Luego es posible afirmar que dicho campo ideológico está conformado por distintas, diversas y hasta conflictivas manifestaciones ideológicas, teóricamente expresadas como una respuesta enmascaradora o develadora a la situación histórico-social.
En este sentido, interesa retener que Ardiles configura dos nociones de “ideología”: ya como “campo”, ya como “manifestación”. Si la primera es totalizante, la segunda es selectiva, y remite a la relación de la ideología con un determinado orden y proyecto social. En efecto, las “manifestaciones” ideológicas configuran proyectos que son, a su vez, racionalizadores. Aquí juegan un papel los siguiente factores: “consciencia social, falsa consciencia, enajenación, reificación, utopía abstracta y concreta”, los cuales estructuran sus modelos de proyección social.
Es menester atender a todas estas “diversas y, aparentemente contradictorias caracterizaciones del fenómeno ideológico [que] exigen que se precise su perfil teórico mediante el logro de una noción básica que pueda ser utilizada como denominador común de sus diferentes interpretaciones” (Ardiles, 1980: 215). De allí que la ideología como un “campo” sea definida en los siguientes términos:
Desde sus orígenes, el vocablo ideología aludió a la dependencia y relatividad existencial de las formaciones noológicas. Las historizó y enmarcó socialmente pretendiendo sacar a la luz sus mecanismos ocultos y develar sus reales motivaciones. Intentó indagar los nexos entre pensamiento y acción social; en un esfuerzo por racionalizar los elementos estructurantes del edificio histórico.
La ideología, entendida como un instrumento conceptual destinado a la transformación o conservación de un determinado orden social, es generada en el marco de un proyecto colectivo de racionalización social (Ardiles, 1980: 215)[9].
El pasaje permite apreciar los distintos elementos implicados por la noción ardilesiana de ideología. Abstractamente dicho, en tanto “campo” que alude a una definición totalizante, uno de esos elementos es justamente la racionalidad. A partir de ella y de los proyectos colectivos (de “racionalización social”), es que se plantea la presencia de un orden social a mantener o a transformar. De allí que ella denote el ámbito social e histórico de constitución implicado en toda “formación noológica” para denotar las estructuras que anexan “pensamiento” y “acción social”. En el marco de la modernidad, opera como un logos y, en tal sentido, según hemos visto, como una instancia mantenedora de la permanencia, que puede operar como encubrimiento o como develamiento de una realidad social. Es decir que, en este último punto, la ideología puede operar “selectivamente” de modo reificante (encubridora de la realidad social, de las mediaciones o nexos entre el pensar y su producción socio-histórica) o de modo crítico y creativo (develadora de la realidad social y de sus nexos con la producción social de las ideas). Es por ello que la ideología está íntimamente relacionada con la racionalidad, en tanto que ésta le permite a aquélla configurar su crítica a la relativización del conocimiento por medio de su situacionalidad histórico-social (cuestión que hemos ya abordado). Así, la ideología permite la construcción y la operativización de la racionalidad socialmente estructurada como un proyecto de racionalización que construye socialmente una realidad ordenada desde su mantenimiento o su transformación. Pero, ¿qué es la racionalidad para Osvaldo Ardiles y qué implica en relación con la modernidad?
Racionalidad social
En Ardiles, el “proyecto de racionalización social” ha sido posible “desde el momento en que el hombre cae en la cuenta de que no sólo la naturaleza sino también la historia puede ser sometida al dominio de la razón” (Ardiles, 1980: 215)[10]. Si la razón es el horizonte de orientación y sentido del proyecto, la racionalidad “vertebra la estructura o modelo social”. En tal sentido, podemos afirmar que todo “proyecto de racionalización social” está estructurado por una cierta “racionalidad” y es orientado por el horizonte de una cierta “razón”. Pero, según hemos visto al examinar la noción de cultura ardilesiana, hay distintos modelos de racionalidad, por lo que también hay distintas formas de “razón”. ¿Qué es entonces la razón para Osvaldo Ardiles? Vimos ya que define a la razón como el “órgano de la producción social de sentido” (Ardiles, 1989b: 360). Ésta se ha articulado en el proyecto de racionalización social de la modernidad que estructuró, según Ardiles, un “modelo científico-técnico”, caracterizado por los siguientes elementos:
- Posibilitación del más alto grado de desarrollo factible de la creatividad humana en la historia.
- [La mediada por la] “promoción” y plena utilización de las fuerzas productivas. Este factor es fundamental, pues justamente la irracionalidad implicaría “aquella estructura social que obstruya [o limite] la expansión sin traba de las capacidades productivas” y de las capacidades del hombre, frenando con ello la dinámica histórica (Ardiles, 1980: 216).
- Optimización del uso de los medios para alcanzar niveles más creativos, de modo tal que haya una relación intrínseca entre optimización de medios y nivel de creatividad humana.
En este proyecto racionalizador subyace, a juicio de Ardiles, una ideología de la voluntad de dominio (como voluntad de poder y de riqueza). Es justamente este tipo de ideología, definida a partir de las leyes de mercado, la que subsume tanto al saber (tornándolo en dominación) como a los sujetos (cosificándolos, constituyendo sus entidades como reificadas). El capitalismo campea en toda su expresión como proyecto racional: su criterio noético no está implicado por la producción y creatividad cultural, sino por “la operatividad de sus conceptos y la instrumentalización de sus contenidos” hasta matematizarlos. De allí que pueda definirse el proyecto de la modernidad como una “concepción patronal-contable del ser”.
Basten estos elementos como líneas centrales de la noción ardilesiana de racionalidad. En el siguiente capítulo ahondaremos en el lugar de la racionalidad en el proyecto ardilesiano de filosofía de la liberación. Por lo pronto cabe indicar que la dimensión ideológica fue racionalmente gestada bajo un proyecto de modernidad y operó del siguiente modo:
En el curso dialéctico de la modernidad, la ideología se manifestó como un esquema colectivo de ideas-fuerza orientado a la práctica social (aquella práctica por la que una sociedad produce y reproduce su vida y organización históricas). Asumió un carácter doble: de logos de-velador o de logos encubridor; según haya sido expresión de consciencia social o enmascaramiento de una realidad (Ardiles, 1980: 217)[11].
Como hemos visto, en el proyecto de racionalidad moderna se verifica una ambivalencia de la ideología. Para Ardiles, ella puede ser develadora o encubridora de la realidad. La ideología entonces actúa aquí con un “doble signo”, ya de preservación o de cambio, sobre una realidad de igual naturaleza y desde una racionalidad determinada en un cierto proyecto. Todavía más, puede distinguirse en los signos ideológicos un mismo “fundamento entitativo del complejo ideológico” que es situado, según Ardiles, en la “diferencia entre esencia y fenómeno, entre realidad y apariencia” (Ardiles, 1980: 218). Esto se da “[i]nclusive [en] las sociedades socialistas que hayan abolido la división y venta sociales del trabajo o tiendan a ello”. Citando El principio esperanza de Ernst Bloch, afirma que el socialismo implica una “ideología del proletariado revolucionario” la cual es “sólo consciencia verdadera”.
De manera que la diferencia entre “esencia y apariencia” está imbricada en la constitución estructural de la sociedad y sus funciones. Siguiendo la afirmación de Theodor Adorno según la cual “la sociedad teje necesariamente su propio velo”, afirma Ardiles que dicho velo es tejido desde una realidad diurna y además es destejido “en el claro de luna que abre la noche de la utopía concreta que se hace cargo de los husos de la historia” (Ardiles, 1980: 218)[12]. Es de este modo que la utopía aparece como una dimensión relacionada tanto con la ideología como con la racionalidad. Ante tal afirmación conviene preguntarnos ¿cuáles es su especificidad?, ¿qué relación guarda con las otras dos dimensiones (ideología y racionalidad)?
Utopía y función utópica de la historia
Hemos visto que la utopía es considerada por el propio Ardiles como un factor de la estructura modélica de la ideología como “campo”. Con ello, Ardiles se distancia de la sociología del conocimiento de Mannheim, que consideraba, según sabemos, a la ideología como contrapuesta a la utopía. Siguiendo a Ardiles, cabría pensar a la utopía desde un “horizonte de comprensión de la ideología” en una perspectiva claramente blochiana (Ardiles, 1980: 218). Pues Ardiles da un paso más y aborda, no ya la “utopía” a secas, sino la “función utópica” al modo como Ernst Bloch (1885-1977) la entendió, es decir, un ejercicio de tensión dialéctica con la realidad. Como ha planteado José Antonio Gimbernat:
La utopía penetra el presente y es capaz de hacer explotar revolucionariamente la reificación producida en la sociedad capitalista […] La utopía no se halla, en la concepción blochiana, separada cartesianamente de la ideología, sino que la penetra […] El efecto de la función utópica permite desligar las utopías sociales de su hogar propio condicionado y limitado históricamente (Gimbernat, 1983: 15, 25).
Es en este sentido que Pierre Furter (1979: 201-208) distingue funciones de la utopía en la obra de Bloch, las cuales sintetiza en tres elementos principales que citamos en el orden gradual por él establecido:
- Manifestar a los otros la existencia de lo posible a través de las tendencias de lo real
- Permitir a la inteligencia visualizar lo real, de manera de descubrir las perspectivas de su transformación
- Introducir la exigencia de la radicalidad a partir de una realidad transformable.
Ardiles, por su parte, concibe tales “funciones” a partir de considerar la utopía como método, agregando además el siguiente elemento:
- La posibilidad de la transformación de la realidad puede realizarse racionalmente, por lo que
- es no solo posible y deseable, sino necesario tener esperanza en el futuro.
De allí que, siguiendo a Ardiles, la utopía tenga ecos de lo que Levinas llamaba el impulso metafísico de lo “en otra parte” y “de otro modo”, pues ella “manifiesta, muchas veces, lo soterrado y lo reprimido”. La razón del hombre evoluciona dinamizada interiormente por la función utópica, constituyéndose así una razón utópica que transforma al ser histórico-social en su tendencia (ser según posibilidad) y su latencia (ser en posibilidad): “[l]a razón utópica ejerce su crítica a lo vigente apelando a lo posible, cuyos derechos reivindica a través de la imaginación y del sueño en vigilia” de las “aspiraciones racionalizadas, de las creencias conceptualizadas” (Ardiles, 1980: 218-219). Es en este sentido que Ardiles se refiere a la construcción imaginativo-literaria de sociedades ideales, cuyo valor estriba en la puesta en cuestión, clamor y sátira de un orden social injusto. Se trata aquí de un ejercicio de crítica donde la estética juega un papel importante, pues hay una dimensión lúdica que, a partir del juego mismo de las imágenes construidas, plantea prospectivamente el reino de lo posible.
De allí que, citando a Pierre Furter en su Educación y reflexión (1970), se pueda afirmar que tal operatividad utópica es una forma de “distancia en relación a la historia, para poder reflexionar dialécticamente sobre ella” y gestar así imágenes utópicas. Las cuales no implican una mera ensoñación o vacíos de creatividad, sino que se relacionan con lo real “por su entronque con el deseo puro que impulsa metafísicamente lo mismo hacia lo otro”. Aquí podremos ver quizá un influjo levinasiano en su tratamiento de la utopía, donde el deseo “puro” implica tales “funciones” de lo utópico mismo.
Por lo anterior, Ardiles aborda la cuestión de la utopía como una forma de acción y no como una mera interpretación de la realidad. Vista desde Ardiles, la utopía se distancia de lo que Pierre Furter ubica como visión utopista, posicionándose más bien en lo que el mismo autor designa como pensamiento utópico. Siguiendo a Furter, el primero “es una manera de soñar el futuro (o un pasado a reconquistar)” (como ucronía) por lo que “se caracteriza por su tendencia a la abstracción y a lo estático”, mientras que el segundo, “el pensamiento utópico, [se distingue por] su preocupación por descubrir en el presente los puntos de apoyo para el futuro deseado. […] Por eso, Bloch defiende un cierto tipo de utopía: la utopía concreta […] que conduce siempre al frente del Novum” (Furter, 1979: 205, 208)[13]. Es precisamente en este sentido que Ardiles distingue dos nociones de la utopía en cuanto caracteres ideológicos:
- Lo utópico-abstracto, referido a una mera idealización, desconectada de la dinámica objetiva del proceso histórico-social, de algunos supuestos rasgos del pasado y/o del presente (utopía del status quo), proyectado como modelo cerrado, capaz de satisfacer las necesidades básicas del hombre social, y
- Lo utópico-concreto, entendido como “horizonte de comprensión crítico-libertador del status quo, que se funda sobre las posibilidades reales producidas en el hoy de la historia”: aunque Ardiles indica que, por definición (por tratarse de un “horizonte”), no puede ser alcanzado, él orienta la marcha a partir de nuestro concreto poder-ser cuyo fin último es la felicidad y la dignidad humanas.
Aquí, en esta concepción de la utopía como mediación histórico-social para un proceso de liberación, es donde más claramente se aprecia la raigambre blochiana del pensamiento de Ardiles. La utopía como utopía concreta no es entonces la antesala del paraíso o de un idilio, ni mucho menos una apelación a la perfección total. Es, en cambio, el “fin de un comienzo”, que pone en cuestión al presente y postra a la utopía hacia un tiempo futuro a partir de lo que Ernst Bloch llamara “el principio esperanza”. En ella no están excluidos posibles fracasos, pero aún allí la dimensión de lo posible juega un papel fundamental, incluso individualmente (y, siguiendo a Ardiles, también biológicamente, en tanto que “su razón [la del hombre] evoluciona dinamizada interiormente por la función utópica” [Ardiles, 1980: 219[14]]). Siguiendo a Furter, “[e]l principio de la esperanza hace de la crítica de lo actual, y en particular de los fracasos de nuestras actuaciones, el momento decisivo de la construcción de una utopía militante y concreta. [...] Su verdad no puede ser encontrada [...] sino, como proponía Roger Bastide, en su forma. La utopía es un modo de pensar el mundo” (Furter, 1979: 210)[15]. Tal como indica Gimbernat, la esperanza “no es sólo concebida como un movimiento anímico, sino ‘consciente y sabido como función utópica’. [...] La utopía es entonces definida como utopía concreta. En la esperanza se condensan todos los elementos de la teoría, la práctica y la antropología del sistema de Bloch” (Gimbernat, 1983: 61-62).
Ahora bien, teniendo presente que la obra misma de Bloch, como nos advierte y afirma Furter, “se refiere siempre a Europa” (Furter, 1979: 119), ¿cómo concibe Ardiles esta utopía concreta en la situación del proceso de liberación de nuestra América?[16] Porque, en efecto, Ardiles adopta las categorías blochianas para pensar la situación de nuestra América. Situación que, vista desde la utopía así entendida, implica para Ardiles una “utopía como horizonte dinámico de la praxis” que sólo puede tornarse en utopía concreta en su “relación mediata o inmediata con la praxis social de un pueblo”, lo cual “garantiza la constitución de una utopía concreta como el testimonio del todavía no de sus expectativas” (Ardiles, 1980: 220)[17].
Lo anterior nos lleva justamente a la cuestión de la militancia, tan importante para Ardiles según sabemos. Es desde esta óptica, la utópica-concreta, que la militancia ardilesiana juega un papel fundamental: volvemos a encontrarnos con el motivo de la colaboración del trabajo intelectual con un proceso de liberación como el de nuestra América. Es la militancia, como dice Furter, la que “no sólo nos compromete personalmente, sino [la] que rompe, además, con el aislamiento en el cual vivían la mayor parte de los utopistas. El proyecto personal se inserta en el optimismo militante” (Furter, 1979: 208).
Por ello, el encuadre social del pensamiento nos conduce hacia una dimensión crítica que ha sido potenciada por la negación de la propia realidad presente y opresiva como única posible. En tal punto, una utopía concreta permite potenciar esta negación desde una “praxis teórica” filosófica militante en la tarea de constituirla como una “negación determinada” que permita proyectar su liberación.
Desde la negatividad y el horizonte utópico en nuestra América
Corresponde a continuación abordar lo que Ardiles ha llamado el “desde dónde de la crítica”, que es además último apartado de su artículo sobre las mediaciones. Su consideración nos permitirá avanzar en el dimensionamiento de la mediación que el filósofo de la liberación considera como fundamental: la mediación estética.
Examinaremos los elementos que, siguiendo a Ardiles, permiten configurar una crítica social. Es decir, se trata ahora de abordar las dimensiones desde las que las mediaciones ya analizadas operan en la realidad social, fundamentando el rol de la razón en la historicidad situacional para un diagnóstico y crítica de su situación de dominación. Son estas dimensiones, si se quiere, las condiciones de posibilidad que, de acuerdo a la posición dialéctico-marxiana de Ardiles, permiten una crítica social efectivamente militante en y desde un ámbito utópico concreto. No olvidemos que para Ardiles se trata de una serie de elementos en ciernes, de criterios e “hipótesis de trabajo a verificar” gestados en una situación histórica concreta más que de axiomas o principios. Por eso mismo, no tienen que considerarse como acabados o históricamente cerrados.
Hacia la negación determinada desde nuestra América
Si, como sugiere la obra ardilesiana, toda crítica, para ser efectiva, requiere de la creatividad humana, ya que ella es la dimensión práxica fundamental de la existencia que constituye a la historia, podemos afirmar que la posibilidad de construcción creativa precisa de una lectura no reificante del pasado. Es decir, de una lectura ejercida desde una dimensión utópica concreta, de acuerdo a lo examinado en el apartado anterior. Para Ardiles, “debemos releer el pasado desde la novedad emergente de un futuro que se manifiesta ya como ‘posibilidad real’ actuante en la concretez de la historia” (Ardiles, 1975a: 12).
¿Qué implica esto? Puesto que la “posibilidad real” ancla un esclarecimiento crítico al más exaltado sueño anticipatorio, se trata de “una categorización de las estructuras materiales del ser histórico-social [...] que deben presidir la elaboración de las mediaciones a tematizar. Ellas fijan el rumbo a la creatividad humana” (Ardiles, 1980: 221). Por ello, “creatividad” y “posibilidad real”, al engarzarse integralmente, configuran un “ámbito liberado y liberador” que es dado por “el conjunto de los condicionamientos óntico-temporales dados y posibilitar la apertura ontológica del frente histórico en cuestión” (Ardiles, 1980: 221). Ardiles tiene presente que sus reflexiones son más bien exploratorias, configuradas en un campo abierto a la construcción de camino, por lo que inmediatamente afirma que
toda reflexión histórico-especulativa deba cimentarse en el explícito reconocimiento de la existencia previa y de la primacía óntico-ontológica, de la materialidad del proceso histórico-objetivo que viven nuestros pueblos. Dicha materialidad es de índole socio-económica, es decir, denota el proceso dialéctico por el cual la sociedad produce y reproduce la estructuración de sus medios de vida (Ardiles, 1980: 221)[18].
Es decir que la temporalidad, como una mediación óntica ineludible de la creatividad humana, configura la proyección de la actitud des-reificadora de ésta para un ámbito procesual de liberación como dimensión ontológica anclada en la situación material de nuestros pueblos en tanto sujetos políticos y de constitución de dicha utopía concreta de vida digna y liberada de las necesidades.
En este punto, es necesario visualizar la “analítica de las mediaciones” desde la referida perspectiva de la materialidad del ser histórico-social, es decir, sin favorecer diagnósticos realizados desde una o unas disciplinas principales, pues ello implicaría caer en “ismos” esterilizantes de la actitud filosófica planteada por Ardiles. La materialidad a la que se refiere implica la “concretez sensible y objetiva” de una historia que, aunque no lo parezca siempre, es una obra de los hombres, una obra humana. Por ello, las estructuras materiales son también aprehendidas por Ardiles como “determinaciones óntico-ontológicas”, pues están configuradas por el tiempo y los proyectos históricos de reproducción vital. Su reflexión se propone dar cuenta del topos donde se sitúa la morada del hombre en la historia, el el cual se articulan los “diversos y específicos momentos que constituyen orgánica y dialécticamente este morar”, pues “según dónde y cómo more el hombre serán las posibilidades reales abiertas a su creatividad” (Ardiles, 1980: 222).
De este modo la posibilidad real asume un papel decisivo para la crítica social. Es la que permite la concreción de la utopía (nuevamente, en el sentido blochiano del término). Es la que brinda “los eventuales espacios de apertura hacia lo Nuevo” desde una materialidad sensible y objetiva. “Si se prescinde de ella [de la posibilidad real], la crítica decae en un discurso moralizante, la ideología en un inoperante doctrinarismo y la utopía en una abstracta ensoñación. [...] Por ello, con la expresión posibilidades reales de la materialidad de la historia, apuntamos a una región por explorar y no a un casillero por rellenar” (Ardiles, 1980: 221, 223)[19]. De este modo, parafraseando a Ardiles, el pensamiento negativo y cuestionador adquiere un contenido práctico potenciador de su capacidad crítica y radicalizador de sus opciones históricas. Se configura así una negatividad vinculada a una utopía concreta.
Como han destacado Michel Löwy y Max Blechman:
En realidad, negatividad y utopía son dialécticamente inseparables. Realmente no podemos criticar la realidad social sin haber, implícita o explícitamente, un pasaje de deseo (Wunschlandschaft) –la expresión es de Ernst Bloch–, la imagen, incluso abstracta, incluso puramente negativa –“imagen dialéctica” (Adorno) o “imagen de deseos” (Bloch)– de una realidad diferente, es decir una utopía. E inversamente: no puede existir una utopía auténtica sin el trabajo de la negatividad, sin esa “ciencia sublime de los amigos simples” (Rousseau) que, al nivel mismo de la consciencia, es ya “crítica radical de todo lo que existe” (Marx). [...Se trata de] un grande, un inmenso campo de luz: la negatividad de la utopía, la utopía de la negatividad (Löwy y Blechman, 2008: 3, 5)[20].
Por ello la crítica de Ardiles se distancia de críticas posicionadas desde “morales” de distinta índole. Críticas morales donde la persona sería el germen interpelante “en el rostro del pobre; y la respuesta correspondiente la denuncia profética”, es decir, el “cara a cara” levinasiano y el profetismo como respuesta que busca la justicia del rostro del Otro (Ardiles, 1980: 224). Ardiles pone en tela de juicio algunas actitudes en las cuales dicha denuncia profética lleva a descartar una actitud política del filosofar, a saber:
- Donde lo político es asimilado a lo ético y absorbido por la relación de hombre a hombre donde se consuma el misterio de la libertad, se posibilita la historia como novedad y se asienta la justicia como origen de la actividad cívica. Esta postura deja de lado el conflicto o la lucha como puntos originarios.
- Donde hay una exigencia moral de transformar las estructuras o destruir el sistema para crear un mundo más humano. Ante la lentitud de los procesos, los adherentes a tal postura se dedican a su vida profesional con a una eventual actividad filantrópica.
Estas actitudes, como hemos abordado en otro lugar (Lima, 2013c), dejan de lado la problemática de las mediaciones histórico-sociales para lograr una auténtica “crítica científica” de la realidad histórico-social, con lo cual su profetismo filosófico es reducido a un voluntarismo moralizante que se queda en una posición moralista edificante. Ambas actitudes “tienden a oponer estática y antidialécticamente a la constatación del hecho de la opresión, una denuncia de índole moral que puede parcializar el quehacer cuestionador” (Ardiles, 1980: 225).
El profetismo debe estar acompañado, para Ardiles, de una crítica científica que torne al filosofar un filosofar encarnado y comprensivo para un “nuevo registro teórico”. De este modo, podrá configurarse un filosofar “subversivo”, crítico de las ontocracias, capaz de dar cuenta de lo óntico-ontológico, es decir, del sujeto concreto y corporal, para poder encaminar una “filosofía de la liberación” hacia un proyecto popular de liberación en una “filosofía en la liberación”.
En este punto, la denuncia utópica renuncia a todo profetismo determinista que indique a los humanos como deberían vivir. La crítica, en este sentido, cobra eficacia al tornarse “hermenéutica de nuestra cuotidianeidad”, atenta a las tendencias objetivas del proceso socio-político. Desde las “funciones” de la utopía concreta dicha hermenéutica será la “que detecte el surgimiento de fuerzas y situaciones nuevas portadoras de valores radicales y progresistas tendientes a la transformación de la realidad en que brotaron” (Ardiles, 1980: 226). Sólo así la negación de lo vigente se torna determinada.
Se trata entonces de una “negación determinada”, capaz de vincular el orden de la opresión con los elementos que la perpetúan y las posibilidades reales de su superación utópicamente evaluadas (en el sentido concreto blochiano del término):
se fundamenta, entonces, en el análisis de los conflictos y posibilidades reales generados por la práctica social en el seno de las mediaciones histórico-sociales propias del proceso objetivo en curso [...visto desde la] libertad de la creatividad [...cuya] novedad consiste en la experiencia de un tiempo abierto a la imprevisibilidad de un futuro que adviene cuestionador de todo lo dado (Ardiles, 1980: 226-227).
La crítica es dialéctica al encuadrarse en este modo de interpretar la realidad. La crítica es un momento de la interpretación “de la sospecha” (al modo de Ricoeur) de esta realidad en una perspectiva utópica y dialéctica. En tal sentido, las mediaciones histórico-sociales son el lugar de la crítica y el campo de la acción liberadora. En el dominio de las mediaciones histórico-sociales es que “hay que decidir sobre el rumbo que se quiere hacer tomar a la historia”. Dialécticamente consideradas, son ellas las que permiten ubicar la totalidad del entramado que vincula estructuralmente a la persona con las circunstancias sociales (Ardiles, 1980: 227). Por ello, el enfoque de dicha “negación determinada” tiene tintes hegelianos. Siguiendo a la filósofa Susana Raquel Barbosa, con ello
enfrenta Hegel al escepticismo [...] lo que significa el reconocimiento progresivo de “verdades parciales” y la crítica de todo concepto para su posterior incorporación [subsunción] en una acabada imagen de la totalidad, proceso en el que de ninguna manera se clausuran los aspectos individuales sino se niegan a la vez que se preservan como un “momento de verdad” del proceso del conocimiento (Barbosa, 2003: 133).
De manera que la tarea implica también la superación de “las categorías antinómicas o reductivas de la modernidad”. Es decir, el paso a una “nueva racionalidad”, donde la “superación” no es pensada como una clausura total y final de las “dicotomías de la modernidad”, sino como su resolución negativa y dialéctica. Visto desde nuestra América, esto implica abordar a “la dependencia como rasgo dominante de la vida socio-cultural” (Ardiles, 1980: 228), cuestión que ahondaremos en el siguiente y último capítulo de la presente obra.
La negación determinada denota la dependencia y su articulación con la opresión y la explotación como una triada que requiere de una nueva categorización para su cabal elucidación. Es aquí que se denota la necesidad interdisciplinaria de las “mediaciones histórico-sociales”, pues con ellas Ardiles postula la necesidad de
el análisis interdisciplinar de realidades tales como el neocolonialismo, las ilusiones desarrollistas y el círculo vicioso del subdesarrollo estructural en el marco general del modelo capitalista; sacando a la luz la razón la razón profunda, celosamente ocultada por los ideólogos del status quo, de las tensiones que anidan en el interior de nuestra realidad social, así como las posibilidades objetivas de resolverlas (Ardiles, 1980: 229).
Abordar los andamiajes ideológicos del colonialismo es el problema a resolver por la filosofía. Con sus reflexiones, Ardiles pretende contribuir a esta tarea de develamiento de los mecanismos de opresión, y así esclarecer el sentido global del proceso histórico-social para poder dimensionar “la experiencia de vivir creativamente el ser como historia [...y] existir en la novedad continua de un tiempo creador”. Es aquí que se denota la praxis teórica de la filosofía, que, “si es genuina, deberá irse articulando en las mediaciones concretas de los escalones estratégicos y tácticos propios de la praxis política propulsada por la dialéctica liberadora” (Ardiles, 1980: 230).
Se trata de la liberación como un programa ético-estético: ético, al abordar, desde las mediaciones histórico-sociales, el “cara-a-cara” del “pobre” como extranjero, como exterioridad óntico-ontológica (aquél sujeto que, a pesar de no poder asir totalmente con los parámetros de nuestro mundo, es humanamente digno), y así conformar relaciones sociales donde lo personal esté co-implicado consecuentemente con lo social desde un proyecto históricamente abierto que permita a cada sujeto ser y reconocerse como tal; y estético, en tanto ámbito de la sensibilidad cuya represión “ontocrática” estará en proceso de liberación por medio de la creatividad histórico-social cuya expresión de belleza y negatividad dialéctica sea referencia de un tiempo des-reificado conformador de un conocimiento no racional en liberación colectiva. Podemos apreciar más claramente ahora el engarzamiento de la negatividad y la utopía ardilesianas. Se trata de una ontología no del ser ni, tampoco, de una ontología del ser del ente, sino de una ontología del “ser-que-viene-pero-todavía-no-es”, en un sentido tanto ardilesiano como blochiano. Podríamos definirlo como un ser cuyas instancias filosóficas son dos: la del “ser ad-viniente” de un “presente grávido de futuro” (en terminología ardilesiana), y la del “todavía-no-es” como expresión del “aun-no-siendo” en el sentido de Bloch. ¿A qué nos referimos con esta última cuestión?
Siguiendo a la filósofa María del Rayo Ramírez Fierro, podemos hablar de una “ontología del devenir”, misma que conceptualiza al ser como un no-ser-todavía (noch-nicht-sein). Refiere entonces al fundamento ontológico del “aún-no-siendo” que, siguiendo a Pierre Furter, alude justamente a la realidad en devenir, esto es, no como algo perfecto y consumado, sino como imperfección y posibilidad y, por eso mismo, histórico y contingente. Por ello, no puede reducirse a un simple movimiento de lo real, sino que es también el fundamento ontológico de la conciencia anticipadora y del principio de la esperanza (y, por ende, de la utopía concreta), la cual tiene implicada en su seno el aún-no que, explayado en el devenir, se torna como el aún-no-siendo. La esperanza se realiza no sin obstáculos, sino que justamente se radicaliza en función del obstáculo (el cual opera más como trampolín que como impedimento). En este punto, el fracaso puede ser siempre posible también, aunque ha de tomarse, no como la finalización de la utopía concreta, sino desde la luz del aún-no, como el final del comienzo de la esperanza y no como el término de ésta en la nada. Como momento a ser superado, el fracaso es parte de la esperanza. Por ello, a nivel individual, la propia muerte como evento límite de mi existencia, es el punto en el cual brota la esperanza en tanto que ella (mi muerte) se ancla en un valor colectivo y, en tal sentido, la esperanza trasciende mi muerte para y por la vida de los otros no dejando espacio para el nihilismo (en tanto negación llana de la vida) (Furter, 1979: 165-169). La esperanza pasa del no nihilista al aún-no.
Por ello, considerados desde el principio esperanza, los obstáculos son más bien pruebas necesarias que impulsan la espera misma. La espera, no como recuerdo nostálgico, sino como espera de alguna cosa. Esperar es, como dice Furter, “sentirse provocado, hasta la parte más íntima de su existencia, por su situación actual. Así la esperanza es una contestación radical” (Furter, 1979: 168). Es la contestación del aún-no de una situación presente inaceptable, cuya negación tiene la certeza, mediante la conciencia anticipadora, de poder cambiar la situación. Alude a una totalidad a ser realizada ya que el aún-no se realiza en perpetua superación desde sus posibilidades reales (que no son sólo formales). “Es la total afirmación humana de todas sus posibilidades; el descubrimiento infinito en una afirmación cada vez más plena dentro de los límites de nuestra condición” (Furter, 1979: 169). Por ello María del Rayo Ramírez Fierro (2012: 20) ha podido afirmar que
tanto la utopía como lo utópico son condiciones de la acción humana en la historia, que intervienen en los procesos de la reproducción cultural y que forman parte del propio proceso de formación y realización de las personas. Una cultura donde no cabe el futuro para sus miembros es una cultura que no existirá por mucho tiempo, porque no asume su propia existencia histórica y porque no tiene como fin la realización plena de sus integrantes por todo ello, necesariamente se justifica el derecho de anhelar y hacer posible la construcción de un mundo donde los seres humanos puedan concebir sus proyectos y actuar para su realización.
Es decir que, al hablar del “ser-que-viene-pero-todavía-no-es” Ardiles se refiere a un ser utópico concreto, al “hombre nuevo” anclado en cada posibilidad irredenta de utopía y potenciado por esta conciencia anticipadora desde la que la realidad no es sólo lo que se afirma oprimentemente como “lo vigente”, sino que persiste en ella una apertura desde la creatividad en liberación mediata de la represión. Quizá es aquí donde cabe encontrar justamente una dimensión ontológica fundamental del “principio de exterioridad” ardilesiano que permita dinamizar a la totalidad reificada por la necesaria relación mediata con el “cara a cara”, con el otro hecho pueblo: un “hombre nuevo”, producto de un proyecto popular (ideológico, utópico y racional), donde la creatividad histórica y la sensibilidad como formas de conocimiento no racionales se engarcen a la co-implicación y mutuo reconocimiento social-personal. En el camino del “ser-que-viene-pero-todavía-no-es” no hay un final, ni mucho menos una garantía de libertad desde esta sola perspectiva. Se trata de un proceso de liberación, de construcción de caminos, abierto siempre a la contingencia de la historia (al “novum de la historia”, diría Ardiles). De modo que dicho “ser-que-viene-pero-todavía-no-es” no representa una meta a alcanzar; opera, más bien, como un horizonte que regula nuestra acción de liberación por una América en verdad nuestra. De este modo, podemos enmarcar la lectura ardilesiana de la utopía en lo que Ramírez Fierro ha denominado utopología (Ramírez Fierro, 2012).
Cabe ahora preguntarnos cuál es la instancia en la que la sensibilidad del “cara a cara” de los otros se presenta como mediadora ante nuestra mirada. Éste es el punto en el cual Ardiles enfoca la cuestión de “lo estético” como mediación liberadora. La analizaremos en el siguiente apartado. Por esta vía nos situaremos ante la mediación constituyente del horizonte utópico del “ser-que-viene-pero-todavía-no-es”.
Una mediación liberadora: “lo estético” como horizonte utópico
En La liberación indígena contemporánea en Bolivia (2009) el filósofo argentino Gustavo Cruz afirma: “Si bien no hubo un desarrollo estético en la plural filosofía de la liberación, sí hubo un interés estético en algunos de sus representantes”, como serían Arturo Roig y Horacio Cerutti (Cruz, 2009: 279)[21]. Siendo cierta para los casos que él cita e incluso también para otros, la afirmación de Cruz[22] encuentra en el filósofo Osvaldo Ardiles y su estudio “‘Lo estético’ como mediación liberadora” este posible “desarrollo estético” que gira en torno al papel dialécticamente elaborado de dicha mediación para un proceso de liberación social en su carácter pluridimensional.
Quizá no sea casual entonces que Ardiles haya dispuesto colocar dicho estudio, escrito hacia 1971 para el emblemático II Congreso Nacional de Filosofía celebrado en Córdoba (Argentina) (Ardiles, 1980: 14), como el trabajo de apertura interdisciplinar a la segunda sección de Vigilia y utopía en su proyecto filosófico de y para la liberación (recordemos que esa segunda parte se titula “Dialéctica y liberación”) (Ardiles, 1980: 157-188). El carácter destotalizador y desacralizador de los fetiches del status quo implicado por esta dialéctica en constante vigilia nos da la apertura hacia la utopía como horizonte de “aquello que aún-no-tiene-lugar” en la liberación integral de los oprimidos, y que tiene en “lo estético” una dimensión fundamental que se constituye en la creatividad humana con un carácter utópico-concreto.
Como venimos viendo, una de las problemáticas fundamentales de las filosofías de la liberación reside en establecer una relación con una alteridad entendida como el pueblo en tanto sujeto del filosofar, principalmente desde una lectura levinasiana desde la categoría de exterioridad –como lo es, en cierto sentido, la postura ardilesiana aunque también, como ya precisamos para el caso específico de Ardiles mismo, de raigambre marcuseana– (Varios, 1973: 271-272). Esta problemática se dimensiona en el citado estudio sobre “‘Lo estético’”, elaborado desde una perspectiva claramente marcuseana. Cabe insistir sobre este punto, pues en el horizonte de las filosofías de la liberación y, más aún, del “grupo” compartido con Dussel y Scannone, Ardiles fue el único que cultivó la apuesta marcuseana de la dimensión estética para filosofar en torno a un proyecto liberador[23]. Esta apuesta de Ardiles fue debida, muy probablemente, a sus estudios de doctorado sobre “El pensamiento dialéctico-marxiano en el jóven Herbert Marcuse” (bajo la dirección de Jürgen Habermas entre 1969 y 1971 en la Alemania Federal) (Ardiles, 2002c: 134).
La dimensión de “lo estético” sería entonces la mediación que permitiría la relación con tal alteridad popular. En este punto la militancia es una necesaria mediación que acompaña a “lo estético” en la crítica para “integrar las prácticas liberadoras, aprovechando todos los espacios disponibles (denuncia en el exterior, desarrollo conscientizador en las estructuras políticas del movimiento popular, en el estudiantado, en organizaciones populares, etc.)” (Ardiles, 1989a: 297). Lo anterior denota que, en Ardiles, el semblante de la sensibilidad no se sitúa en la perspectiva levinasiana. Ello en tanto que dicha perspectiva se relaciona con una “proximidad” como “el hecho de estar 'frente-a-frente' con alguien” y donde la sensibilidad permanece en toda “experiencia de 'contacto' con el otro” (Sánchez, 2006: 253), quedando relegada, al parecer, y como lo ha destacado Carlos Ham (2015: 96-98), al ámbito privado de la vida. Como hemos apuntado y desarrollaremos a continuación, en el tratamiento del tema de la sensibilidad por Ardiles predomina no un cariz de “proximidad” levinasiana sino una construcción más cercana al ámbito marcuseano de “la dimensión estética” (Marcuse, 2007).
El estudio citado de Ardiles, “‘Lo estético’ como mediación liberadora”, muestra, además y dicho a modo de hipótesis, que el horizonte utópico de la transformación social tiene una dimensión onto-antropológica asentada en la sensibilidad como ámbito de conocimiento no racional y que estructuraría, a su vez, este contacto con el “rostro del otro” de forma mediata a través de la obra de arte como expresión de su ser cultural y para una racionalidad “abierta al Novum de la Revolución que actúa como utopía concreta (en la terminología de Bloch) fundadora de esperanza” (Ardiles, 1980: 155). Cuestión esta última que, digámoslo una vez más, dimensiona críticamente esta presentación in-mediata “y sin intermediarios” del levinasiano rostro del Otro (Sánchez, 2006: 211[24]. Con ello, encara el carácter fenomenológico y epifánico del “cara-a-cara” al proponer –en contraste con otras posiciones de estas filosofías[25]– su mediación sensible-estructural para una “filosofía de la liberación”.
Es en tal sentido que distingue “lo estético” como una teoría de la sensibilidad óntico-ontológica que media esta relación con el “Otro”. Para ello, primeramente, afirma una perspectiva con-cluyente (no in- ni ex- cluyente, pues son “falsas opciones” temporales), es decir, capaz de considerar la simultaneidad temporal (la sincronía histórica) en un sentido que asuma la simultaneidad de la diacronía del contexto ontológico con la sincronía de sus tiempos diferentes entre sí y estructuras cualitativamente heterogéneas como abiertos.[26] De allí que esta simultaneidad de tiempos (residuales, presenciales y anticipatorios) tenga una dimensión onto-antropológica. Es precisamente en el arte que Ardiles encuentra un “caso privilegiado” para apreciar tal simultaneidad. Uno de los tiempos residuales está constituido por la “estética evasiva de creación exenta” de todo compromiso histórico y poiéticamente libre. Por eso, afirma Ardiles, “la obra de arte nace en el misterio, se desarrolla en el misterio y en el misterio se pierde” (Ardiles, 1980: 159); “la plenitud ontológica del misterio permite que la inteligencia se sumerja en él sin agotarlo jamás”, pues el misterio “es de lo que se puede hablar indefinidamente” (Ardiles, 1969a: 65, nota 2). Aludiendo así al “misterio ontológico del ente”, cuya importancia radica en que es iluminado por la imaginación artística que expresa en imágenes ese mundo posible como finalidad del arte (Ardiles, 1980: 179).
Pero tal misterio evocador de una libertad intrínseca tiene que ser situado, “para ser correctamente entendido”, en un tiempo de presencialidad dentro de un ámbito histórico-cultural. Teniendo en cuenta que, para Ardiles, la comprensión del ser del hombre sólo se da con el conocimiento del otro y del mundo en vínculos estructurales. Es decir, en el “ser-con”, que es lo propio de la existencia humana: ser-con-el-otro-en-el-mundo, podríamos agregar nosotros, (en lugar de sólo “ser-en-el-mundo”) a través de su historia existencial por medio de la cultura entendida como antropologización de la naturaleza. Por ello, señala, “su ámbito de relaciones constitutivas es doble: con el hombre y con la naturaleza. A través de la apropiación productiva, desarrolla y co-crea su propio ser. Al captarlo [en sus relaciones interpersonales] se expresa a sí mismo” (Ardiles, 1980: 161).
Se puede afirmar así que las relaciones humanas trascienden las relaciones con los objetos (S/O), constituyendo relaciones, por medio de objetos, con unos Otros que son también Sujetos (S/O/S). Es mediante la cultura que el hombre integra, en su pro-yecto existencial con un “ideal de humanidad y de humanización”, a las cosas y “las ilumina en su densidad ontológica” al transformarlas en productos culturales. El arte es uno de esos productos, y se halla “anclado” al artista. De este modo, “[l]a obra de arte [...] traduce, en su peculiaridad, las determinaciones ontológicas del ser histórico-social en su máxima concretez. Tal el horizonte dialéctico, en el que debe inscribirse toda consideración de lo estético” (Ardiles, 1980: 164[27]). Es decir, la particularidad material que es expresada en su concreción en relación con la universalidad del ser del hombre en su forma de la humana naturaleza pues: “Todo arte expresa, manifiesta la presencia del todo en su producto. [...] El arte es aprehendido, por consiguiente, como un fenómeno total; reproductor, en su microcosmos, de las determinaciones óntico-ontológicas del existente humano” (Ardiles, 1980: 163 y 183, nota 3).
Establecida la obra de arte en la temporalidad del presente, ¿cómo se vinculan las actividades culturales (el arte como una de ellas) y las estructuras histórico-sociales (civilizatorias)? En este punto, Ardiles se apoya principal, aunque no exclusivamente, en el Marcuse “maduro” (Ardiles, 1989a: 104-106), particularmente el de Cultura y sociedad (1965), El futuro del arte (1968) y El arte en la sociedad unidimensional (1968). A partir de lo anterior establece una distinción entre “cultura” y “civilización”. La primera sería entendida en el ámbito del Ocio y la Fiesta donde las labores intelectuales y el pensamiento no operacional tienen cabida (ubicado como “el Reino de la Libertad”), mientras la segunda se desarrolla en el espacio del día laborable y el trabajo mediante el pensamiento operacional. En estos elementos de un sistema reificado, el progreso técnico permite la absorción de los bienes culturales en el mecanismo utilitario de los medios. Transfigura la cultura de un fin a un medio subsumido sistemáticamente a esta racionalidad civilizatoria que deviene en un sistema cada vez más totalitario. Así, la reificación cultural tiene cabida y, con ella, la “desontologización del correspondiente orden entitativo [...] produciendo un tipo de hombre que juzga el valor de todas las cosas por su utilidad. [...] De allí el servilismo de su ser” (Ardiles, 1980: 167). Es decir que, en el plano civilizatorio, se utilitariza la existencia misma al reificarse.
Si la utilidad de una actividad cultural implica su reificación, ¿cómo entonces distinguir una actividad cultural no reificada? Ardiles es enfático: “nosotros creemos que la identificación de lo valioso con lo útil no puede ser justificada. [...] Por lo tanto debemos distinguir entre actividades finalistas y actividades instrumentales” (Ardiles, 1980: 168). Las segundas se basan en el criterio de utilidad, pues tienen un fin que les viene de fuera y por él se justifican; mientras las primeras se basan en su in-utilidad o utilidad intrínseca, pero tampoco representan un orden de “fines últimos” pues su ejercicio se ordena conforme al autor que las realiza y “es el caso del arte, de la filosofía –[entendida como] saber de liberación–, la cultura en general, la amistad y el amor” (Ardiles, 1980: 169). Pues, como dice en su joven escrito Ingreso a la filosofía, “una actividad es más valiosa cuanto más in-útil sea” (Ardiles, 1969: 27).
Entendiendo entonces a la filosofía como un saber de liberación, es que Ardiles afirma: “Quienes han ingresado en la tarea de liberación, saben apreciar y vivir estas actividades finalistas del modo apropiado. [...] son unos inútiles fundamentalmente ociosos” (Ardiles, 1980: 170[28]). Un ejemplo es el del pensador alemán Karl Marx (1818-1883), cuya vida fue patente prueba de ello. Ardiles expone el caso de la libertad de expresión, donde Marx interviene ante los escritores burgueses al afirmar que “El escritor debe, sin duda, ganar con su trabajo lo necesario para poder existir y escribir, pero jamás existir y escribir para ganar”, como hacen los escritores de la industria (Marx, citado en Ardiles, 1980: 172).
Por tanto, el arte tiene una instrumentalización social en su carácter finalístico, pues tiene una función liberadora que lo relaciona con el ocio y las actividades finalistas. De allí la trascendencia del arte que es realmente arte de los objetivos que se plantea el establishment. Es el carácter cuestionador de la expresión de lo posible. De modo que el arte pro-yecta mundos posibles, cuyo carácter implica un poder radical y liberador que “ha sido eficazmente elucidado por Herbert Marcuse [...] La función liberadora del arte está en correlación con la negatividad y creatividad de lo estético visto marcusianamente como ‘una categoría existencial y sociológica’. En este sentido el arte tiene un sentido político” de liberación de la percepción y sensibilidad necesarias para la transformación social y convertirlas en una obra de arte (Ardiles, 1980: 175).
En tal sentido, Ardiles distingue lo Bello en sentido marcuseano: “armonía anticipatoria de un orden existencial no-represivo a crear por el hombre, donde la razón resplandezca en la sensibilidad y sus objetos” (Ardiles, 1980: 183, nota 3). Por ello, esta mediación se desarrolla en el ámbito del ocio y su aporte se presenta en la tensión dialéctica establecida en el ámbito de la dominación.
Cuando dicha tensión se pierde, estamos ante las obras de arte funcionales (como el pop art), vehículos distensionantes de adaptación (parafraseando a Marcuse) que no pueden expresar ni el horror del presente ni la promesa del futuro posible. Para Ardiles no toda obra de arte es, per se, liberadora, puesto que la lógica de mercado dis-tensiona y cosifica a la obra misma, coartando lo creativo crítico de la misma en su inclusión reificada. En este sentido afirma: “Siempre hubo un universo exterior a la cultura, que comprendía al Enemigo, al Otro, al Extranjero, al Paria, etc. [...] no todo ha sido absorbido por el aparato” (Ardiles, 1980: 165, 177[29]).
La cita previa es nodal: aquí se denota más claramente que la exterioridad implica, para Ardiles, este “universo exterior a la cultura” (de la cultura totalitaria) en un sentido claramente marcuseano[30]. Por ello, la totalidad reificada es referida por Ardiles como “totalidad totalizada” desde, en este caso, la cultura reificada y opresora. Ante ello, la posibilidad de una “totalidad abierta” se da con el ya referido por nosotros “principio de exterioridad” como dinamizador de la “totalidad totalizada” en tanto principio des-reificado y creativo. La posibilidad real de una totalidad históricamente situada se perfila en la liberación de la represión totalitaria y donde la “exterioridad” es, en definitiva, “exterior” al “aparato cultural” “totalizado” de la totalidad (y en este sentido es “exterior a la cultura”), aun cuando parte de dicha totalidad en tanto concreción histórica y social de la que forma parte, aunque su existencia sea negada por el tal “aparato cultural”.
Para Ardiles, una expresión de obra de arte tensionante y capaz de dimensionar el ámbito lúdico del trabajo es el Martín Fierro, poema narrativo de José Hernández, escrito en 1872. El poema desarrolla la imagen de un mundo del gaucho donde “trabajo, juego y fiesta se aunaban permitiéndole ser y sentirse él mismo en el desarrollo armonioso de sus aptitudes creativas” (Ardiles, 1980: 212)[31].
El arte es entonces fundamentalmente una imaginación creadora en su carácter de negación dialéctica que crea mundos figurativos posibles (los configura). Siguiendo a Marcuse, Ardiles advierte en la imaginación una facultad cognoscitiva que tiene la capacidad de-veladora y re-presentativa de verdades trascendentes al ámbito institucional. Por ello, no se trata de una dimensión de “lo estético” en un sentido arte-centrista, sino de otra cosa:
El arte continúa su búsqueda afanosa de un lenguaje de desafío, de acusación y de protesta, que se haga cargo de realidades nuevas, emergentes del seno de nuevas necesidades y anhelos de satisfacción. Estas necesidades se definen como negaciones del sistema vigente, reificado y reificante [de esta “cultura del temor” –OL– ...y lo dirigen hacia] un universo susceptible de recibir la impronta de las formas [...] El arte debe anticipar expresivamente tal universo. [...] Lo que hay en él [en lo estético] de imaginario-ilusorio y posible se debe al sistema represivo y vigente (Ardiles, 1980: 178, 180 [1989b: 180-181, 183][32]).
En las reflexiones ardilesianas sobre “lo estético” ardilesiana podemos notar también su idea de filosofía: “[La filosofía es una] reflexión crítica sobre lo real visualizado como totalidad abierta en movimiento hacia lo nuevo adviniente que ilumina la medianoche del mundo que no podemos aceptar. [...] La Sabiduría consiste en saber cómo sacarse de encima semejante mundo, careciendo de la paciencia necesaria para aceptar lo que no se puede cambiar” (Ardiles, 2006, II: 53).
A esta dimensión, Ardiles le asigna una “pascual tarea” (que implica, en el mito mosaico –del Moisés bíblico–, el paso de la esclavitud a la libertad en un éxodo de –o quizá sin– tierra prometida a la vista) de la negatividad de todo proceso dialéctico: su función crítico-liberadora en el cuestionamiento y de-velación de todo lo que pretende paralizar a la historia.
En este punto se puede destacar la dimensión que la “Exterioridad” meta-física (en un sentido levinasiano, como un “más allá” de la “phýsis”, del “ser”) tiene como fuente dinamizadora de y negada por esta totalidad reificada. En tal sentido, la exterioridad es esa totalidad situada –en un sentido – más allá de, fundamentadora de y dinamizadora de dicha “totalidad” ontológica. Se trata de una exterioridad que forma parte de la realidad, aunque no sea parte de la “visión” de la totalidad “vigente”. Una realidad, agregamos nosotros, óntico-ontológica que es, afirma Ardiles, una “totalidad situada” más allá de la reificación totalizada.
Por ello, el artista, el esteta en general, es un “vigilante alerta” de esta posibilidad futura cuya función ontológica discierne el carácter entitativo de lo utópico-concreto exterior a la “totalidad totalizada” en tanto existente en un ámbito no reificado posible (del “ser-que-viene-pero-todavía-no-es”), en el sentido blochiano del término (como hemos visto previamente). Pues para Bloch, como ha destacado Furter, “la mediación estética participa del mismo proyecto paradójico de la conciencia utópica que es el de introducir el pensamiento de la separación”, pues la estética está “en todo lo que hace reflejar lo que no está aun claramente consciente”, no como una apología de lo nuevo (anclada en el futurismo) sino como anticipación y “expresión fragmentaria de lo que es necesario construir” (Furter, 1979: 22-25).
La obra de arte trasciende entonces el quehacer arte-centrista, implica la vida social misma y así la creatividad ociosa tiene una tarea en la proyección de la liberación, entendida ésta como una articulación con la praxis liberadora del pueblo oprimido. Es vigilia y utopía en el proceso de liberación, pues su función ontológica exigente de un tiempo “existencialmente abierto a la irrupción de lo Nuevo, se mediatiza ónticamente en la obra de arte [...] De este modo puede, paradójicamente, hacer belleza [... entendiendo] lo Bello, como el testigo de lo por-venir y la anticipación de mundos posibles” en un orden no represivo (marcuseanamente dicho) dentro de la novedad del mundo de la América indo-ibérica (Ardiles, 1980: 180, 182).
Por eso es que la obra de arte es, para Osvaldo Ardiles, a diferencia de la consideración heideggeriana (Ramos, 2006: 505-520), una mediación óntica de un proyecto ontológico que expresa un tiempo residual. Se ubica en un tiempo presente que tiene ya, en su seno, un tiempo futuro: porque el arte es un “sensible logos develador” convertido en praxis histórica que “conscientiza y abre senderos hacia un mundo en el cual la cultura manifiesta la plenitud de sus posibilidades al hacerse transparente de sus orígenes y sentido humanos. [... Y] por haber cristalizado lo sido en un presente al que no quiere reconocerle su preñez de novedad ad-viniente” (Ardiles, 1980: 181 [1989b: 184-185]). Así, la obra de arte se inserta estéticamente como óntico-ontológica en esta “ontología del histórico-social” que “acaece en lo óntico” (Ardiles, 1989a: 62).
En tal sentido, parafraseando a Ardiles, podemos decir que lo utópico-concreto del arte y de lo estético se encuentra en el rico hontanar de lo posible. El arte es esta “mediación óntica” de la experiencia ontológica de la liberación utópica-concreta. Por eso mismo, “lo estético” en el marco de un proceso de liberación es ético sin por ello ser eticista. Se trata de fundar
en unión de teoría y praxis una nueva ética aprehendida como estética, en que lo personal co-implicaría conscientemente lo social, ambos resueltos en un proyecto abierto que permite a cada hombre ser y reconocerse como tal, esto es, como co-creador libre en la historia de un mundo expresivo que no anulase lo ontológico-adviniente en un orden clauso de facticidades sometidas a manipuleo y control (Ardiles, 1980: 184-185, nota 8 [1989b: 165, nota 8]).
Por lo que lo estético es una mediación que implica al conjunto social todo, no sólo en los ámbitos únicamente estructurales o interpersonales, involucrando un carácter utópico como un horizonte dinámico de la praxis hacia un futuro posible des-reificado. El arte tiene una dimensión imaginaria-ilusoria, posible sólo debido al sistema represivo vigente, por lo que “[p]ara permitir su efectivización, el arte puede liberar la sensibilidad, lo consciente y lo insconsciente, de modo que el hombre vea, escuche, hable, sienta de una manera nueva para un mundo nuevo” (Ardiles, 1980: 180).
Podemos afirmar entonces que Ardiles sigue el marcuseano entendimiento del arte en su virtud liberadora desde una lectura de la negatividad dialéctica (Ardiles, 1989a: 107-152). Sin embargo, considera al sujeto productor del arte más bien en un doble sentido: históricamente, como sujeto popular de la América indo-ibérica y, filosóficamente, como un Otro negado y reprimido por la “totalidad totalizada” (por eso mismo “exterior” a ella, como hemos visto, sobre todo en el ámbito cultural), exterior en un sentido, por lo aquí escrito, cultural y con ciertos tintes levinasianos pero principalmente marcuseanos.
El ámbito primordial, pero no exclusivo, de la temporalidad y de la cultura asentadas en la utopía del ser histórico-social en un sentido blochiano son puntos nodales: la temporalidad futura, que es posible por ser crítica, en tanto racionalmente utópica, de lo vigente; la cultura, entendida como antropologización de la naturaleza y fuente del ser histórico-social. Estos elementos, en su conjunto, dan cuenta del crucial papel de la consideración estética de lo utópico y su proyección racional, así como de su contribución para una ontología del ser histórico-social en su proceso de constitución “óntico-ontológico” culturalmente dado.
En este punto, la obra de arte, al ser también una manifestación cultural, guarda para el filósofo argentino un papel de mediación óntica en tanto traductora de las determinaciones ontológicas del “ser histórico-social”. Ardiles parece dejar abierto el campo a cualquier obra de arte, pues la posiciona a partir de la creatividad, el tiempo de ocio y el trabajo en un sentido lúdico como utopía marcuseana para expresar la liberación de las potencialidades reificadas y enajenadas. Esta última cuestión presenta una dificultad cuando se considera su efectivización, debido, como lo ha destacado María Rosa Palazón (2006: 276), a la relación del trabajo con el salario como un medio para la reproducción de la vida misma. Sin embargo, según hemos visto, Ardiles resalta al juego y al ámbito lúdico en su conjunto, más que como un fin en sí mismo, como un signo de la liberación y de la des-reificación de las relaciones sociales.
La mediación de “lo estético” se plantea así, en un tono primordial aunque no exclusivamente marcuseano, como configuración crítico-liberadora y creativa de mundos posibles, asentada en tanto mediación de un Yo con un Otro y la Naturaleza, que a su vez lo constituyen. Como dice José-Francisco Yvars: “La belleza debe libertar al hombre de las condiciones de existencia inhumanas: el juego y el placer serán los signos de la libertad cuando haya desaparecido la coacción de la miseria y la necesidad [o de la “cultura del temor” reificada, en palabras de Ardiles, OL]” (Yvars, 2007: 33). El ámbito de liberación de la creatividad, potencial reprimido por la enajenación en la “cultura del temor”, requiere, para Ardiles, un tratamiento interdisciplinario que es ya dimensionado en la mediación de “lo estético”. Esto implica también un campo utópico-concreto donde la imaginación y la sensación juegan un papel fundamental.
Podemos decir que “lo estético” no es sólo un tema de interés para Ardiles –recordando lo planteado por Gustavo Cruz en la cita inicial del presente apartado– sino una mediación liberadora. Quizá sea cierto que no hay en Ardiles un “desarrollo estético” en sentido estricto, pero sería difícil negar que esta dimensión posee una centralidad fundamental en tanto horizonte utópico para una crítica social con carácter revolucionario (Ardiles, 1980: 205-235). ¿Hacia dónde se dirige esta crítica? Justamente hacia una transformación cualitativa de nuestra realidad dependiente. Con esto se transita, una vez más, hacia la necesaria interdisciplinariedad del filosofar donde “la filosofía podrá explicitar al mismo tiempo que su ineludible naturaleza política, los elementos ideológicos que actúan en ella, desmistificando sus contenidos e integrándose con disciplinas afines para posibilitar, en unión de teoría y praxis, el advenimiento del hombre nuevo” (Ardiles, 1980: 230)[33].
Corresponde abordar ahora, con base en lo ya dicho sobre las mediaciones y el enfoque interdisciplinar del filosofar, la propuesta ardilesiana de una “nueva racionalidad” para un proyecto de liberación de nuestra América.
- Véase al respecto la definición que recientemente ofreció Parisí de “diferencia”, la cual, aunque la usa en otro sentido del que le asigna Dussel, en último término puede bien inscribirse en la línea discursiva que Cerutti ha denominado “subsector analéctico” del “sector populista” (Parisí, 2005: 189-199).↵
- Itálicas nuestras.↵
- Itálicas nuestras; negrita en el original.↵
- Itálicas originales.↵
- Negrita en el original.↵
- Como hemos visto al explorar la “Idea de filosofía” en Osvaldo Ardiles, parte de sus influencias teóricas en su periodo de “americanización” ha sido la consideración sobre la “conciencia americana” de Leopoldo Zea. En este sentido, el filósofo Guillermo Hernández Flores, en Del circunstancialismo filosófico de Ortega y Gasset a la filosofía mexicana de Leopoldo Zea (México, UNAM, 2004, p. 207 y ss.), hace referencia a una dialéctica como “teoría del estímulo-respuesta de Toynbee” en la interpretación del maestro Leopoldo Zea sobre la historia de México para dar cuenta de sucesos históricos como, por ejemplo, la independencia como respuesta al estímulo colonial español. Encontrar tales elementos en la consideración ardilesiana citada de su “dialéctica estímulo-respuesta” puede dar pie a un trabajo de mayores proporciones imposibles de desarrollar aquí pero de imprescindible consideración.↵
- Nuestras itálicas.↵
- Nuestras itálicas.↵
- Itálicas y negritas originales.↵
- Negrita original.↵
- Negritas originales.↵
- Itálica en el original.↵
- Itálicas originales.↵
- Esto denota las bases antropológicas y materiales de la utopía, como son su carácter de función utópica (en el sentido que hemos mencionado) y su constitución por un principio esperanza, donde el hambre juega un papel material y social importante para la confección existencial de los afectos y los sueños diurnos, en vigilia. Siguiendo tanto a Pierre Furter (1979: 121-223) y, sobre todo, a Gimbernat (1983: 53-64), esto remite al debate entre el Ernst Bloch de El Principio Esperanza con las posturas y teorizaciones de Hegel (en su abstracción de los afectos frente a la materialidad de los mismos pulsionados por el hambre) y de Freud (en su consideración de lo inconsciente como lo reprimido –los “sueños nocturnos” expresables de lo no más consciente en Bloch (Gimbernat, 1983: 54)– frente a los “sueños diurnos” como expresión de lo nuevo “por venir” o “adviniente” –en términos de Ardiles– como lo pre-consciente cuyo “contenido consciente se encuentra todavía no manifiesto, sólo alboreará en el futuro”).↵
- Itálicas originales.↵
- Importante, en este punto, es el trabajo de la filósofa María del Rayo Ramírez Fierro, Utopología desde nuestra América, donde se exploran las propuestas de algunos de los más destacados teóricos que han reflexionado sobre la utopía desde nuestra América (Ramírez Fierro, 2012).↵
- Itálicas originales.↵
- Itálicas originales.↵
- Itálicas originales.↵
- Itálicas originales. La traducción del francés es nuestra. Los autores apuntan a un tema sugerente y sin duda fecundo de relación de reciprocidad entre Theodor Adorno y Ernst Bloch sobre la dialéctica de la negatividad y la utopía.↵
- Este apartado formó parte de una clase impartida en la III Cohorte de la Diplomatura en Filosofía de la Liberación, organizada por la Universidad Nacional de Comahue, la Universidad Nacional de Jujuy y la Asociación de Filosofía y Liberación, en septiembre de 2018.↵
- Nuestro profesor y amigo Gustavo Cruz cita textos de Arturo Roig (“Juan Llerena y el Manifiesto Romántico de 1849. Una contribución para la historia de las ideas estéticas en Cuyo” de 1959 y “Arte impuro y lenguaje. Bases teóricas e históricas para una estética motivacional” del 2004) y de Horacio Cerutti (“Elementos para una historia de las ideas estéticas en Nuestra América” del 2006) (Cruz, 2009: 279-280). Habría que considerar también los estudios de Enrique Dussel titulados “Estética y ser” de 1969 (escrito en un marcado tono ontológico) y “Arte cristiano del oprimido en América Latina (Hipótesis para caracterizar una estética de la liberación)” de 1980 (publicado por primera vez en Concilium 16, 1980, no. 252, pp. 215-231) e incluidos en su recientemente reeditada Filosofía de la cultura y transmodernidad (Dussel, 2015: 177-185, 231-255). Así también, los trabajos de Rodolfo Kusch, particularmente “Anotaciones para una estética de lo americano” (1986) (Kusch, 2007, IV: 779- 815) y otros escritos citados por Nerva Borda de Rojas Paz en su estudio sobre este filósofo (1997: 109- 126). Igualmente algunos acercamientos del filósofo y teólogo Juan Carlos Scannone, como “Poesía popular y teología: contribución del ‘Martín Fierro’ a una teología de la liberación”, incluido en su Teología de la liberación y doctrina social de la iglesia (Scannone, 1987: 133-144), antes publicado con un título ligeramente distinto en la revista Concilium (no. 115, mayo de 1976: 264-275); así también, la entrevista “Hermano de Hombre Soy. Entrevista al P. Juan Carlos Scannone, S. I., sobre la mediación de la filosofía en el diálogo entre literatura y teología” (Avenatti et al., 2010) (agradezco enormemente a Guadalupe Estefanía Arenas, estudiosa del pensamiento de Scannone, la mención de este valioso punto). A pesar de todos estos estudios, hay quienes actualmente, de una forma des-historizada y descontextualizada hablan de “filosofía de la liberación” de una forma homogénea o considerando solamente alguna de sus manifestaciones. Ejemplo de ello es la obra en dos tomos titulada La filosofía de la liberación hoy, que plantea tópicos y problematizaciones (ciertamente sugerentes) en torno a la estética desde y para una filosofía dusseliana de la liberación: estas son el estudio “La estética de la filosofía de la liberación” de Jimmy Centeno en el tomo 1 (Gandarilla y Zúñiga, 2013: 271-287) y, colectivamente, en el apartado “El ‘otro’ y la imagen. Hacia una estética de la liberación” en el tomo 2 (Gandarilla y Reyes, 2014: 193-248).↵
- En el opúsculo “Influencia del pensamiento norteamericano” de su Filosofía de la liberación latinoamericana, Horacio Cerutti destacó una lectura “quirúrgicamente” hecha de Marcuse que les dejaría, a los “filósofos populistas de la liberación”, por medio de las críticas del marxista norteamericano Paul Mattick (Crítica de Marcuse, de 1974), un esquema semi-estético/ético que deja en manos de los intelectuales y la juventud (como los verdaderos “otros”) la realización de la utopía (Cerutti, 2006a: 260-263). No obstante, Cerutti dejó de lado la cuestión de que la dimensión de lo estético, tan cultivada por Marcuse, fuera trabajada por uno de aquellos filósofos de la liberación. Cabe recordar, nuevamente, que para entonces Cerutti no había tenido acceso al estudio de Ardiles que aquí consideramos, pues este había sido, a decir de Ardiles, excluido de las Actas del II Congreso Nacional de Filosofía (Ardiles, 1980: 14 [1989b: 14]). Por otro lado, esta ausencia de un planteamiento estético ha sido recientemente denotada por el filósofo argentino Gustavo Cruz, como ya lo hemos señalado al principio del presente opúsculo. Por ende, el estudio de Osvaldo Ardiles aquí reseñado tiene una importancia nodal para una re-lectura problematizada de las filosofías de la liberación.↵
- Afirma el padre Francisco Xavier Sánchez que “La filosofía que privilegia la luz es una filosofía del Mismo. El ser en sí (trascendente) no debe necesitar de la luz para presentarse, porque él tiene su propia luz. Se trata del rostro del otro que se presenta […] él mismo y sin intermediarios” (Sánchez, 2011: 210- 211). Nuestras itálicas.↵
- Se ha destacado ya la excepcional distinción que hace Cerutti al afirmar la mediación “estructural” en el “cara-a-cara” con el Otro que elabora Ardiles (Cerutti, 2006a: 348), en contraste con los otros integrantes del “grupo” con quienes el mismo filósofo santiagueño se reconoció –Enrique Dussel y Juan Carlos Scannone– (Asselborn et al. 2009: 318-319). Véase, por ejemplo, la noción misma que Dussel presenta de “mediaciones” en un sentido ontológico en el proceso de “revelación del oprimido” como una epifanía en sentido levinasiano (y con las consecuentes implicaciones teológicas de fondo) (Dussel, 2011: 62-76).↵
- En este sentido, consideramos que, cuando Ardiles afirma a la in-clusión y la ex-clusión como “falsas opciones” temporales, indicando la necesaria “conclusión” (como opción temporal verdadera, por contrapartida), se refiere, siguiendo la definición que da Joan Corominas en su Breve diccionario etimológico de la lengua castellana (Corominas, 1987: 164), a que la “conclusión” refiere tan sólo a ‘cerrar’ o ‘cerrar en’, ‘terminar’, mientras que la “inclusión” refiere a ‘encerrar dentro de algo’ y la “exclusión” a ‘cerrar fuera’. Es decir, que abordar la sincronía de la historia desde la “conclusión” implicaría, en tales términos ontológicos, que todo suceso histórico se da de forma temporalmente “cerrada” en un mismo “contexto ontológico” (en los términos ardilesianos ya vistos en el capítulo 5), pero no encerrada desde fuera (exclusión) ni encerrada en una sola instancia temporal (inclusión) o mucho menos recluida en sí misma (oclusión).↵
- Nuestras itálicas. Percibimos aquí un tratamiento de estas cuestiones al modo del joven Marcuse, desde un marxismo heideggeriano: es solamente una hipótesis a desarrollar; detenernos ahora en ella rebasa nuestros objetivos aquí.↵
- Itálicas y negrita originales.↵
- Itálicas y negrita originales.↵
- En efecto, el pensador alemán Herbert Marcuse escribió en su ensayo “Comentarios acerca de una nueva definición de la cultura” (incluido en su Cultura y sociedad, traducido al español como Ética de la revolución) una cita parafraseada por Ardiles. La cita completa de Marcuse (el resaltado es nuestro) es la siguiente: “La validez de la Cultura estuvo limitada a un universo específico, es decir, establecido por una entidad étnica, nacional, religiosa, etc. (En caso contrario, no pasa de ser ideológica). Siempre ha habido un universo ‘foráneo’ para el cual los fines culturales no tenían validez: el enemigo, el otro, el forastero, el proscrito, conceptos éstos que no se refieren primariamente a individuos, sino a grupos, a religiones, ‘modos de vida’, sistemas sociales. Frente al enemigo (que también puede surgir dentro del universo propio) la Cultura queda en suspenso, o incluso es prohibida –con lo cual se allana y facilita el camino a la inhumanidad.” (Marcuse, 1970: 158).↵
- Cabe tener en cuenta que el Martín Fierro ha ocupado un lugar importante como literatura de protesta en el mundo intelectual argentino de fines del siglo XIX. Como ha destacado el maestro Arturo Roig, se inserta en “la discontinua línea de una literatura de espíritu antihegemónico que puede ser considerada asimismo como literatura de protesta, la que se expresó justamente en el siglo XIX en aquel Martín Fierro tan largamente ignorado” (Roig, 1993: 282-283).↵
- Itálicas originales.↵
- Nuestras itálicas.↵