Esta obra se dedicó a estudiar la influencia de la Primera Guerra Mundial en la Marina Argentina entre 1914 y 1928. Los ejes de la investigación estuvieron puestos en conocer cómo el conflicto impactó en la Fuerza, tanto en lo material como en lo operacional y organizacional. También interesó estudiar las repercusiones en el personal, específicamente entre los oficiales, para conocer sus observaciones y apreciaciones sobre la guerra y los posicionamientos que tomaron frente a ella. Las conclusiones a las que arribamos son las siguientes.
A comienzos de 1914, la Armada Argentina era ya una institución sólida y organizada, con más de un siglo de existencia. Importantes modernizaciones y transformaciones desarrolladas durante el final del siglo XIX le valieron un lugar preponderante en el esquema de poder naval sudamericano, y el disponer de su propia cartera ministerial, desde 1898, la convirtió en un actor político importante y le facilitó un diálogo directo con el presidente de la Nación. Sin embargo, también existían ciertas debilidades estructurales. La Flota navegaba haciendo uso de carbón importado de Gran Bretaña, no poseía submarinos ni una fuerza aeronaval organizada y gran parte de los buques presentaban ciertos niveles de obsolescencia. El estallido de la Primera Guerra Mundial no hizo más que acentuar esos problemas.
Por entonces, la Marina esperaba renovar parte de su Escuadra. Mediante la Ley de Armamento Naval 6.283, de 1908, se habían firmado contratos con astilleros estadounidenses y europeos, por 2 acorazados y 12 destructores. Pero el inicio de la guerra interrumpió ese proceso y todos los buques, salvo los acorazados y 4 destructores, fueron requisados por los beligerantes. Además, la guerra llevó al cierre del mercado mundial de armamentos y Argentina, que no disponía de una industria naval de envergadura, se quedó sin alternativas de compra.
La situación general se tornó más compleja cuando las potencias emprendieron una carrera tecnológica que causó una pérdida de valor militar en la flota nacional. Los buques que mostraban cierta antigüedad o algunas limitaciones operativas para entonces habían quedado casi completamente obsoletos. Sin acceso al mercado de armas, no fue posible reacondicionarlos y los más comprometidos terminaron desactivados o en condición de desarme. Otro factor que perjudicó a la Armada fue la decisión de Gran Bretaña de prohibir sus exportaciones de carbón por considerarlo material estratégico. El poco material existente en el país fue utilizado con sumo cuidado, reduciendo al mínimo los movimientos de la Escuadra, lo que repercutió negativamente en las prácticas y entrenamientos del personal, en las maniobras y ejercicios navales, y en los patrullajes de soberanía que se realizaban sobre aguas territoriales. Estos últimos eran fundamentales para defender los intereses nacionales en el contexto bélico imperante.
La Gran Guerra afectó la economía, el comercio y la navegación de Argentina, que dependía principalmente de la producción agropecuaria que vendía a Europa y los ingresos aduaneros sobre los productos importados. Ambos circuitos se realizaban mediante transportes de compañías navieras extranjeras. Ese perfil atlántico, con dependencia externa, hizo que los impactos de la faceta naval del conflicto fueran especialmente agudos porque los beligerantes se disputaban los principales accesos oceánicos y tomaban por estrategia el bloqueo marítimo. Por su parte, la guerra también tendría sus repercusiones sobre la neutralidad argentina, que necesitó ser defendida en reiteradas oportunidades. En esa tarea, el Ministerio de Marina, mediante varias disposiciones y reglamentaciones, y la Armada, con vigilancias y patrullajes casi al límite de sus capacidades, tuvieron un activo rol que buscó atenuar el efecto propagador de la guerra sobre los mares y costas nacionales.
Respecto a los impactos entre los oficiales, no existieron polarizaciones entre germanófilos y aliadófilos, o entre neutralistas y rupturistas. Estos cuadros mantuvieron un estricto profesionalismo y se abstuvieron de dar a conocer opiniones que pudieran comprometer la posición del país en el concierto internacional, incluso en momentos de gran tensión, como, por ejemplo, durante los incidentes provocados por las campañas submarinas alemanas y la publicación de los telegramas secretos del conde Karl von Luxburg. Las fuentes de algunos diplomáticos extranjeros dan cuenta de lo difícil que fue sondear la postura de los marinos argentinos, aunque algunos datos parecen confirmar que existió una leve tendencia hacia el bando aliado. Llegamos a esa afirmación por la influencia que en ese entonces Francia, Gran Bretaña y Estados Unidos sostenían sobre el modelo profesional y educativo de la Marina; además, porque esas naciones habían sido las de mayor presencia en las actividades sociales –reuniones, banquetes, ágapes, centenarios y conmemoraciones de índole histórica– que solían realizar los círculos navales. La relación con Estados Unidos fue la más significativa. Muchos le reconocieron haber sido el único país que no rescindió los contratos por los buques y el único que aceptó oficiales en sus flotas y escuadras.
En líneas generales, los cuadros superiores de la Armada fueron activos observadores de la guerra. Se la consideró un acontecimiento singular y una oportunidad para comprobar el desempeño y eficiencia de las tácticas, estrategias y armas más modernas de su tiempo. Del análisis de todo ello, se extrajeron lecciones y enseñanzas que fueron luego difundidas en libros y publicaciones especializadas. No existió una visión homogénea respecto a cuál había sido la mejor y más eficiente arma empleada o con cuáles elementos debería contar una flota. Algunos trabajos resaltaron la importancia del acorazado y el poderío naval de superficie, y otros hicieron lo mismo con el submarino y el aeroplano. Pero, pese a todo ello, sí existió una línea de pensamiento común respecto a algunas cuestiones. Por un lado, los oficiales entendían que los miles de kilómetros que separaban a la Argentina de los principales campos de batalla ya no eran garantía de seguridad y sostenían que poco importaba la distancia cuando se estaba frente a un conflicto global, que se expandía rápidamente y con facilidad. Por otro lado, se mostraron escépticos frente a un derecho internacional que en reiteradas ocasiones era impunemente violado por los beligerantes y compartían la idea de que solo mediante una flota moderna, eficiente y poderosa sería posible defender la soberanía y los intereses argentinos. Por último, los oficiales también coincidieron en que la Armada no estaba en condiciones de proteger al país frente a un mundo desgarrado por la guerra y reclamaron un programa de adquisiciones y modernizaciones que debería materializarse en base a las enseñanzas del conflicto, contemplando la realidad geográfica y estratégica de la Nación.
El análisis de la documentación muestra que entre los oficiales se acentuó una conciencia industrialista, vinculada al desarrollo militar y energético, y una mentalidad ligada a los intereses marítimos. Cobraron fuerza ideas que promovían la exploración y explotación de los recursos carboníferos y petrolíferos locales, la transformación de los buques de la Flota al consumo de petróleo y el desarrollo de una industria naval capaz de fletar pequeños transportes y realizar ciertas reparaciones y acondicionamientos. Asimismo, se reafirmó la importancia que tenía el mar en el entramado económico y geopolítico del país y en lo fundamental que era contar con una flota mercante de bandera, que pudiera trasladar por vía ultramarina la producción agropecuaria argentina al mundo.
Cuando terminó la Gran Guerra y el mercado de armamentos comenzó a normalizarse, los oficiales creyeron que el momento de la modernización había llegado. La expectativa era muy grande y creció aún más cuando se conoció el complejo y ambicioso programa naval que el radicalismo había anunciado en 1918. La compra de gran variedad de unidades y la construcción y puesta en funcionamiento de numerosas bases e instalaciones prometía poner fin a la obsolescencia de la Armada y a su dependencia energética con el exterior. Sin embargo, el proyecto no prosperó y, si bien el gobierno de Yrigoyen logró incorporar cierto material de aviación y algunos buques auxiliares, no encaró ningún programa militar de envergadura.
La inmediata posguerra coincidió con un contexto de pacifismo y desarme, que no encontró eco en los oficiales argentinos. Por el contrario, persistieron en sus reclamos y pedidos de modernización, porque consideraban que la Primera Guerra Mundial había sido obra del fracaso de la comunidad internacional por garantizar la paz y la seguridad, y porque entendían que las fuerzas militares eran el único medio real capaz de defender la soberanía y los intereses del país. En realidad, más que ideas a adoptar, los oficiales vieron al pacifismo y al desarme como una oportunidad para alcanzar sus objetivos. La Armada podría renovarse, adquiriendo a bajo precio el material que las grandes potencias, comprometidas por tratados de limitación de armamentos, estaban obligadas a vender.
Marcelo Torcuato de Alvear llegó a la presidencia en 1922 y desde el principio se mostró receptivo a los reclamos de la Marina. En sus mensajes al Congreso mencionó varios de los impactos que la guerra había tenido en la Fuerza y manifestó la necesidad de tomar medidas para revertir el estado de antigüedad de los buques. Eran los mismos argumentos que los oficiales navales habían sostenido en años anteriores, aunque el respaldo presidencial les otorgó un renovado vigor y permitió su cumplimiento.
La modernización se concretó mediante dos leyes, que fueron debatidas, votadas y aprobadas entre 1923 y 1926. Por la ley 11.222 se atendió a la demanda más urgente: la actualización del núcleo del poder naval, conformado por los acorazados clase Rivadavia y los cuatro destructores clase Catamarca. La ley 11.378, más extensa y ambiciosa que la anterior, contempló la compra de nuevas unidades y la construcción de varias bases y dependencias, que se concretaron a lo largo de varias etapas. Los últimos buques llegarían en la década de 1930. Sin embargo, la sanción de ambas leyes no puso fin a todas las demandas. En particular, todavía pendía la creación de una flota mercante del estado y el desarrollo de una industria naval local, pues, salvo algunos trabajos menores, las leyes 11.222 y 11.378 se habían cumplido a expensas de firmas y astilleros extranjeros.