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3 La gestión del Estado

Una mirada que transita
de lo disyunto a lo complejo

Beatriz Figallo

1. A modo de introducción

Afrontar el análisis de la gestión y administración del Estado encuentra una vía sugerente de reflexión en las contribuciones del pensador francés Edgar Morin[1], permitiéndonos pensar conceptos que anidan en las prácticas, en las operaciones y en las relaciones estatales. Se trata de explorar un acercamiento que sea capaz de problematizar la cuestión, aquella que engendra la duda y el espíritu crítico/autocrítico, para intentar la empresa de religar saberes fragmentados y atravesar hiperespecializaciones temáticas: pensar el Estado, en su dimensión temporal y espacial, en la disyunción –dotado de fenómenos que están conectados entre sí por innumerables interacciones y retracciones– y en el reconocimiento de su complejidad, en sus facetas tanto multidimensionales, como antagónicas o contradictorias (Morin, 2022: 103).

La convergencia de miradas disciplinares ayudan a reconocer la sucesión de modos de gestionar el Estado, en particular el argentino, con una perspectiva histórica que parte de su constitución institucional a mediados del siglo xix hacía un largo presente que ha tejido una trama funcional por efecto de diferentes procesos evolutivos y disruptivos[2]. La formación del Estado pide observar el bucle recursivo –idea básica para entender multiplicidad de fenómenos que circulan (Luengo González, 2016: 70)[3], como la relación Estado-sociedad-gestión– que entrelaza, genera y regenera los cambios y las modernizaciones estatales con sus crisis e intermitencias.

En la dinámica entre el hacer y el poder que sustenta al Estado, lo regula e impulsa a un funcionamiento que lo va identificando, un importante eje articulador de las vías de acercamiento a su conocimiento radica en gran medida en sus protagonistas. Gestores de los asuntos públicos con rostro humano –administradores, funcionarios, agentes gubernamentales, empleados públicos, burócratas– le han permitido al Estado cumplir sus funciones históricas y políticas, tal como amparar al país de los peligros externos, velar por el orden público, impartir justicia, hacer progresar los intereses nacionales, para sí y para vincularse con el mundo (Mazuel, 1995: 35-36). Como estructura o individualizándolo, en palabras de Bob Jessop, “el Estado no es un sujeto unificado ni un instrumento neutral, sino un terreno institucional asimétrico en el que diversas fuerzas políticas (incluidos los administradores estatales) disputan el control sobre el aparato del estado y sus capacidades distintivas” (Jessop, 2014: 3)[4]. Alerta además que

el Estado no ejerce el poder: sus poderes (siempre en plural) se activan a través de la agencia de fuerzas políticas definidas en coyunturas específicas. No es el Estado el que actúa, se trata siempre de grupos específicos de políticos y funcionarios estatales ubicados en sectores y niveles específicos del sistema estatal. Son ellos los que activan los poderes y las capacidades específicas del estado, inscritos en instituciones y organismos particulares (Jessop, 2014: 34).

Al decir de Germán Soprano, el Estado es así una institución más bien heterodoxa, que permitiría reconocer que las elites que controlan las agencias estatales y sus dispositivos de gobernación pueden orientar su acción de acuerdo con sentidos plurales, definidos en interlocución con diversos actores localizados dentro y fuera del ámbito estatal (Soprano, 2007: 20).

Aunque los distintos casos particulares de gestión develan formas concretas y situadas en que se desenvuelven las conformaciones de los Estados y actúa el funcionariado, los técnicos y los expertos, interesa asomarse a las redes, tramas y conexiones que terminan por constituir pequeños mundos interrelacionados y evolutivos, inmersos en la sociedad. En palabras de Morin, los seres humanos constituyen máquinas no triviales, de los que la vida social demanda un comportamiento rutinario. Sin embargo, no es posible conocer toda su información, no se trata de un aparato o artefacto del cual podemos predecir todo su accionar. En la administración pública, los automatismos se resquebrajan cuando advienen las disrupciones, se incrementan las incertidumbres y disminuye lo predecible. Las personas advierten que no alcanzan sus metas, irrumpe el cambio, surge lo nuevo y se impone el momento de la decisión: lo trivial se convierte en no trivial, y ello ocurre recurrentemente frente a la sucesión de crisis políticas, económicas y sociales. Entonces, “es necesario abandonar los programas, hay que inventar estrategias para salir de la crisis”, renacimientos que impactaran al corazón de los Estados (Morin, 1994: 74).

La investigación de la realidad pasada y presente del funcionamiento estatal apela al proceso recursivo que lo constituyó y fue a la vez singularizando su existencia. ¿Puede aplicarse analíticamente una mirada compleja en tensión con una disyunta para su examen? Sucesivos modelos de organización de la gestión del Estado a lo largo del tiempo, momentos normativos, explicativos, reconstruidos por plurales miradas disciplinares, habilitan a explorar movimientos que constituyeron realidades, oportunidades de ejecución, renovadas etapas estratégicas, y asentarse frente a “un sistema observador [que] identifica, selecciona y abstrae aspectos, relaciones, datos e informaciones de la realidad empírica para construir una experiencia como problema” (Rodríguez Zoya, 2016: 137).

2. Disyunción y complejidad

La racionalidad clásica cartesiano-positivista que marca el ritmo del grandioso progreso del conocimiento científico desde la modernidad y los principios de disyunción, junto con los de reducción y abstracción, postula como verdad las ideas “claras y distintas” (Morin, 1994: 15-16). Sin desconocer que el proceso del conocimiento requiere de la distinción y el análisis, la disyunción generada tiende a separar por principio, a escindir sin relacionar, a aislar los objetos de estudio y descontextualizarlos (Morin, Ciurana y Motta, 2002: 40). Se constituye un “pensamiento disyuntivo que concibe nuestra humanidad de manera insular por fuera del cosmos que lo rodea, de la materia física y del espíritu del cual estamos constituidos” (Morin, 1990: 18). Con ocasión de la crisis global que expandió la epidemia de coronavirus a principios de 2020, Morin observó la preeminencia en la política y la economía del pensamiento disyuntivo y reductor, “formidable carencia” que ha conllevado errores de prevención, de análisis, de prospección, así como “decisiones aberrantes […] órdenes contradictorias” (Morin, 2020: 39).

La reducción a lo simple –necesaria para aprehender y transmitir conocimiento, incluso para explicar lo complejo– puede transmutar en simplificación. Es que, frente a los fenómenos sociales y políticos que ocurren, simplificamos el mundo porque no somos capaces de situarnos en el horizonte que nos pide su comprensión: a la hora de explicar, no podemos separar niveles, sino que hemos de apelar a más registros explicativos que se interrelacionan (Ciurana, 1999).

[Mientras que] el pensamiento simplificante elimina el tiempo, o bien no concibe más que un solo tiempo (el del progreso o el de la corrupción), el pensamiento complejo afronta no solamente el tiempo, sino el problema de la politemporalidad en la que aparecen ligadas repetición, progreso, decadencia (Morin, 2004b: 4)[5].

La complejidad es una idea que ha estado más diseminada en el vocabulario común que en el científico hasta que en el siglo xx la física y la cibernética lo introdujeron en la ciencia como concepto fundamental[6]. La trama misma de lo que llamamos “realidad” no es simple, sino compleja (Malaina, 2016: 55). Esta noción conllevaba una connotación negativa, considerando que era lo que se oponía a lo simple, aludiendo a lo confuso, a lo mezclado, invitando al entendimiento a eliminarla para poder pensar correctamente, para ganar así en rigurosidad y claridad. Lo que se reconocía como complejidad era lo complicado que dificultaba o impedía razonar correctamente[7], sin legitimar, mientras que existe otra dimensión, la que se refiere a la realidad misma y a otra forma de entender la racionalidad. Este concepto no comprende solo cantidades de unidades e interacciones que desafían nuestras capacidades de cálculo; contiene también incertidumbres, indeterminaciones, “está así ligada a una cierta mezcla de orden y de desorden” (Morin, 1984: 213). La complicación tiene la posibilidad de ser reducida por descomposición a lo simple, que ambiciona controlar y dominar lo real; mientras que la complejidad no puede despojarse de la heterogeneidad, de lecturas plurales, del conflicto, de la indeterminación, de las contradicciones y de la incertidumbre, buscando un pensamiento dispuesto a dialogar y a negociar con lo real (Morin, 1995: 22). No aparecen como residuos que eliminar por la explicación, sino como constituyentes no separables de esa comprensión. Así, “el pensamiento complejo no desprecia lo simple, critica la simplificación” (Morin, Ciurana y Motta, 2002: 50).

Los puntos de vista y la polisemia de significados que admite la complejidad han habilitado procedimientos intelectuales diversos, con reflexiones filosóficas, enfoques e investigaciones empíricas de distintos sistemas, visiones del mundo, programas de acción, prospección de realidades alternativas a las prevalentes o planteo de un horizonte proyectivo de complejidad hacia el cual caminar (Malaina, 2016: 59). Se debe ello tanto a que se lo aplica con el herramental argumentativo que proviene de diferentes disciplinas, como a que, al no sujetarse a un discurso homogéneo y disciplinario, se lanza a trazar marcos y horizontes mentales amplios. Los principios organizadores que lo componen, entre lo ya gestado y lo que urge construir, introducen al sujeto, crítico, intérprete y protagonista, planteando fenómenos no reductibles a los esquemas simples del observador.

Los rasgos en los que se reconoce el pensamiento complejo –aceptación de la contradicción; asociación del objeto a su entorno; necesidad de regeneración; dialógica cultural como la aptitud de pensar en un mismo espacio mental pluralidad de puntos de vista–[8] posibilitan encuentros, confrontación de opiniones, que permiten la convivencia de los contrarios en una complementariedad comprensiva de las diferencias, pero que no renuncian al antagonismo constructivo, siendo lo suficientemente hábiles como para permitir el enriquecimiento de lo que es diverso, un otro (Ciurana, 1999). Asimismo, sus principios nos permiten reencontramos con algunos términos excluidos por la visión tradicional de raíces positivistas. De los más ricos, sin duda, el concepto de “crisis”, al cual Thomas Kuhn le otorgó un rol fundamental en los procesos de cambios de paradigmas, como preludio al surgimiento de nuevas teorías (Kuhn, 2000). El concepto está conformado por una constelación de rasgos o nociones interrelacionados: la idea de perturbación, que puede ser tanto de un acontecimiento o accidente desencadenador, o aquellas que surgen de procesos en apariencia no perturbadores, como el crecimiento demasiado rápido de una variable, que produce una sobrecarga incapaz de ser resuelta por el sistema, es decir, crisis por ausencia de solución; la de progresión de las incertidumbres; la de parálisis y la rigidez de aquello que constituía la flexibilidad organizativa del sistema, de los dispositivos de respuesta y regulación (Morin, 2000: 164). En las sociedades en que vivimos en la actualidad, la transformación es acelerada, con una complejidad tal que va acompañada de no pocas inestabilidades y desórdenes. Pero, a la vez, se trata de estructuras evolutivas afortunadas en cuanto son capaces de cambiar, y, por tanto, un presente de crisis “no es el puerto de arribo final” (Hobsbawm, 2000: 20). El carácter incierto y ambiguo de las crisis hace que su superación no sea segura, puede producir retrocesos o acrecentarse, de allí que resulte indispensable estudiar en concreto la propia complejidad de cada crisis, para elegir alternativas de acción y estrategias factibles.

Otro concepto no menos trascendente que propone la complejidad es el de “incertidumbre”, y, al aceptarlo, estamos admitiendo que el conocimiento se sitúa en las fronteras, desdibujando seguridades y garantías, viviéndose más bien dentro de un tiempo de turbulencias sin prescripción de renovación profunda (Morin, 1998: 59).

La modalidad de un conocimiento fragmentado impide, a menudo, operar el vínculo sistémico-autoorganizador entre las partes y las totalidades, siendo incapaz de aprehender los objetos de conocimiento en sus contextos, conjuntos y complejidades, lo que acarrea una segmentación de los problemas de la realidad. Por ello, la perspectiva metodológica pide una apuesta fuerte por la interdisciplinariedad o por la transdisciplinariedad, términos surgidos con la finalidad de corregir cierta esterilidad acarreada por disciplinas excesivamente compartimentadas y sin comunicación: se trata a la vez de un proceso y de una filosofía de acción (Morin, 1994; Motta, 2000; Rodríguez Zoya, 2014). Ello permite el juego de las articulaciones, las religaciones que vitalizan las solidaridades que responden a la complejidad de lo real. Se advierte en el mundo académico que ciertas nociones circulan y a veces atraviesan clandestinamente las fronteras sin ser detectadas por los “aduaneros”, se trata de ideas migradoras que fecundan un nuevo campo donde se arraigan, engendrando tensión, para entrar en interrelación (Morin, 1998: 28).

3. El Estado en acción: el papel de la burocracia

En las sociedades históricas, distingue Morin “tres lógicas en acción”, donde el desarrollo del Estado nación somete al individuo, pero a la vez le aporta seguridades y libertades (Morin, 2006: 295): una lógica del desarrollo de las sociedades –organización que reúne a los congéneres– como Estado nación, siendo ambiguo en su principio, pues domina y subyuga, pero también puede emancipar a los seres humanos; la lógica del desarrollo de la individualidad humana, que contiene la complejidad social, tiende a afirmarse en sus derechos irreductibles y a reivindicar libertades frente a los constreñimientos sociales, familiares e incluso biológicos; y la lógica del desarrollo de la cuasi ecoorganización social, que se despliega en la vida urbana, aportando libertades de movimiento, intercambios, decisiones, pero también la posibilidad de explotaciones y dominaciones. Estos “tres desarrollos son complementarios, concurrentes y antagónicos, de manera incierta y cambiante. Cada una de las lógicas trabaja a la vez, por y contra las otras, por y contra sí” (Morin, 2006: 295). Afirma Morin: “Toda organización comporta, potencial o activamente, antiorganización […] toda organización viviente comporta desorganización y desórdenes a los que combate, tolera, utiliza”, que ningún esquema racionalizador podría eliminar “sin eliminar la vida por ello” (Morin, 2006: 378).

El siglo xx ha sido espectador-partícipe de una fenomenal concentración del poder del Estado; por un lado, de un Estado-Providencia, asistencial, protector, fuente de legalidad a la vez que de sometimiento (Morin, 2006: 294), que es totalizante –que no totalitario, aunque lo ha sido muchas veces y lo puede ser en ocasiones– y se extiende por todas las dimensiones de la existencia humana, y tras la Segunda Guerra Mundial, el dado por los notables desarrollos de la informática[9], que posee la doble condición que beneficia con posibilidades de descentralización y desconcentración comunicacional a los individuos, pero le otorga al aparato central del Estado la posibilidad de disponer de la totalidad de las informaciones sobre un individuo (Morin, 2006: 296).

El análisis de la administración y la organización de los poderes públicos a través de la burocracia –del francés, bureaucratie, que deviene de bureau, ‘oficina’, ‘escritorio’, y cratie, gobierno’– tiene una antigua genealogía en el pensamiento moriniano. Después de fundar en 1957 la revista Arguments, Morin le dedicó en el primer trimestre de 1960 un número monográfico, el 17, que llevó por título La Bureaucratie, con artículos que apelaban a pluralidad de definiciones, así como otros a las sociologías de las burocracias, a los sistemas administrativos y la civilización técnica, a su incidencia en la cultura, y a la relación con el marxismo, recuperando textos de Max Weber y con contribuciones de Simone Weil, Robert Paris, Pierre Naville, Claude Lefort, Alain Touraine, entre otros[10].

Aunque no siempre una acción obedece ineluctablemente a las intenciones de quien la decide, sino muchas veces a interretroacciones del ambiente en el que interviene (Morin, 2020: 37), la articulación entre Estado y sociedad vincula la práctica política pública y el aporte grupal y personal de los gestores estatales. En su obra El Método, Tomo 2 (París, 1980), Morin señaló que la eficacia de una organización exigía que fueran mejor empleadas las cualidades de los individuos que trabajan en ella, aptitudes que se inhiben bajo el efecto de la centralización, de la jerarquía y de la especialización, “aunque desde luego no se puede concebir una administración estatal privada de centro, exenta de jerarquía y desprovista de competencias especializadas”. Su propuesta de entonces era desarrollar modos de organización dotados de la capacidad de decisión de varios centros, en diferentes ámbitos y niveles, así como una parte “acéntrica” donde los agentes dispondrían de un margen de libertad y responsabilidad en casos imprevistos y en condiciones críticas (Morin, 2004a: 1-2). Se trata de un proceso “a la vez ordenado, organizado y aleatorio”, pero donde no hay certidumbre absoluta, donde hay desorden, “irregularidad, desviación con respecto a una estructura dada, elemento aleatorio, imprevisibilidad”, que se opone al orden, “que es repetición, constancia, invariabilidad, todo aquello que puede ser puesto bajo la égida de una relación altamente probable, encuadrado bajo la dependencia de una ley” (Morin, 1994: 81).

En su clásico libro Introducción al pensamiento complejo (París, 1990), Morin enfatizó en el problema que la burocracia contiene para la sociedad: un doble ángulo parasitario y racional a la vez, donde conviven desorden y flexibilidad, pues la voluntad de imponer desde una planificación central y al interior de una organización un orden implacable e hiperminucioso no es eficiente, siendo necesario dejar una parte de iniciativa a cada escalón y a cada individuo. Si en la cima del nivel priman las órdenes rígidas, por lo bajo impera una anarquía organizativa espontánea: “El desorden constituye la respuesta inevitable, necesaria e incluso, a menudo, fecunda, al carácter esclerotizado, esquemático, abstracto y simplificador del orden” (Morin, 1994: 83). Y advierte:

Cuanto más compleja es una organización, más tolera el desorden. Eso le da vitalidad, porque los individuos son aptos para tomar una iniciativa para arreglar tal o cual problema sin tener que pasar por la jerarquía central. Es un modo más inteligente de responder a ciertos desafíos del mundo exterior (Morin, 1994: 84).

Todas las fases producen innovación, creación, evolución, la que es propia de la vida humana, aunque el puro desorden es incompatible con la conformación y el funcionamiento de las organizaciones: la manera de luchar contra la descomposición es la aptitud del conjunto de regenerarse y reorganizarse, a través de varias estrategias que proyecten uno o varios escenarios posibles. La burocracia plantea también incertidumbres y ambivalencias: es racional porque aplica reglas impersonales válidas para todos y asegura la cohesión y la funcionalidad de una organización, pero puede ser también un puro instrumento de decisiones que no son necesariamente racionales (Morin, 1994: 80-81).

¿Gobernabilidad y burocracia son inherentes? Más allá de las prescripciones weberianas –que entiende burocracia como “el medio de administración más adecuado para asegurar la eficacia, eficiencia y efectividad de la acción organizacional” (Contreras, López, Garay y Roca, 2019: 207)–, ello se asume como complejo cuando confronta un concepto holístico e integral con estructuras burocráticas organizadas por sectores y funciones que carecen de esa visión omnicomprensiva, o que actúan según enfoques reduccionistas o disyuntivos, siguiendo “puntos de vista exclusivamente técnicos, económicos, sociales, culturales, políticos o administrativos” (Grün, 2019: 133). Frente a premisas que determinan que su actividad principal es el control y la represión (Casilli, 2012), al Estado le corresponde la dual función de arbitraje frente a las corporaciones y de alivianar el peso de la burocracia que paraliza la sociedad (David, 1987: 24)[11]. Llevado al territorio de preocupación por el presente, Morin y Kern han recordado algo bastante obvio: la conjunción de especialistas, comisiones y administraciones no aseguran por sí mismas las respuestas. Arriesgan ambos autores, al contrario, que la toma de decisiones puede ser nefasta e incluso llegar a la tragedia, pues la inteligencia compartimentada, mecanicista, reduccionista destruye el complejo del mundo en fragmentos desunidos, fracciona los problemas, separa lo que está unido, unidimensionaliza lo multidimensional (Morin y Kern, 2004: 183-184). En ese sentido, discurre Morin: “La inadecuación no ha dejado de crecer entre nuestros saberes parcelados, compartimentados entre disciplinas y los problemas multidimensionales, transnacionales, globales, planetarios” (Morin y Viveret, 2011: 13).

4. Y más allá

Cuando hablamos de lo disyunto y lo complejo en la gestión del Estado, aludimos a una doble hélice, a dos sentidos: a la curva unilateral que considera el abordaje de la realidad histórica en sus singularidades, sus protagonismos, dotada de especificidades que tuvieron una vocación común, pero accionaron de modo centrífugo, se le añade el estudio de la organización y el desorden que se han combinado en el curso del tiempo, incorporando las pluralidades y heterogeneidades adquiridas con la experiencia, con los cambios políticos, con las modificaciones de los proyectos nacionales y con el devenir de la mundialización, lo que generó un presente de extraordinaria complejidad. Uno y otro permiten arriesgar algún tipo de regularidad que penetra contingencias o intenta una teorización que dé cuenta de la trama de complejidad actual, donde no solo se imponen las uniformidades y las analogías, sino donde también caben diferencias y oposiciones.

Seguidores del pensamiento moriniano advierten que la dimensión de los problemas presentes conducen a una crisis de escala de las instituciones que tradicionalmente aseguraban una respuesta eficiente a las preocupaciones emergentes, demandando una reorganización global de la sociedad involucrada y no meras correcciones o acciones que obedezcan a estrategias fragmentadas (Motta, 2017: 7); otros señalan que el Estado nación

se ha hecho demasiado pequeño para ocuparse de los grandes problemas que se han convertido en planetarios (también es verdad que, por otro lado, se ha hecho demasiado grande para ocuparse de los problemas singulares y concretos de los ciudadanos) (Soto González, 1999: 399).

Respuestas posibles estarían en las estrategias participativas, en las interacciones solidarias, en asociaciones planetarias más vastas.

No son pocos los retos que hoy desafían el funcionamiento de los Estados –las demandas de mayor eficacia del ámbito público; la “empresarialización” de la administración estatal; la insuficiencia de los mecanismos de toma de decisiones basados solo en criterios algorítmicos–. La intervención humana puede proveerse de válidas herramientas para enfrentar estos dilemas y lidiar con los permanentes cambios tecnológicos que la sociedad global está experimentando, motivados por la consigna de mejorar la vida de los ciudadanos. Podría optarse por que los sistemas complejos permitan a sus elementos actuar de modo espontáneo para lograr el orden natural que existe detrás del caos (Lombardo, 1992: 23), o, más activamente, confrontar los desafíos mediante la observación en su contexto y el análisis histórico de diversos modelos culturales de gestión de lo público, para entonces actuar. Aunque puede ser inicio de un proceso incierto y aleatorio, existe también la posibilidad de reformas, concebidas dentro del esquema de bucle recursivo –devenido en bucle reformador–, siendo cada una producida por la otra y productora de nuevas:

Las reformas no son únicamente institucionales o sociológicas, son reformas mentales que necesitan un pensamiento distinto, una revisión de los términos aparentemente evidentes de la racionalidad, de la modernidad, del desarrollo […]. Reforma de la educación y reforma del pensamiento se estimularían mutuamente en un círculo virtuoso. La reforma del espíritu es un componente absolutamente imprescindible para todas las otras reformas, incluyendo la del Estado. Contribuiría a restaurar el espíritu de solidaridad y de responsabilidad (Morin, 2004a: 6-7).

Morin se arriesgaba a vaticinar a principios del siglo xxi que, como había ocurrido en el pasado, una reforma del Estado aparecería de un modo marginal o incluso periférico, pronosticando que quizás viniera de un país de América Latina “donde la reforma del Estado es tan urgente y las capacidades intelectuales y espirituales son tan grandes” (Morin, 2004a: 8). Sin embargo, lo improbable surgió, a través de la pandemia, y muchas reformas necesarias entraron en parálisis. Es cuestión de que vuelva a tomar impulso el giro que agita el ciclo.

Referencias bibliográficas

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  1. Edgar Morin (París, 1921), filósofo y sociólogo, es considerado el creador de la teoría del pensamiento complejo. Desarrolló la mayor parte de su carrera profesional en el Centro Nacional de Investigaciones Científicas de Francia, del cual es director de investigación emérito. Galardonado con casi cuarenta doctorados honoris causa, es autor de más de sesenta obras. En la valoración de los aportes de Morin, soy deudora del trabajo intelectual compartido con la epistemóloga Josefa García de Ceretto, con quien hemos escrito conjuntamente “Historia y complejidad. La Historia del Tiempo presente” (2003) y La Historia del tiempo presente. Historia y epistemología en territorios complejos (2009).
  2. Un interdisciplinario equipo de trabajo de investigadores en ciencias sociales y humanidades de la Unidad Ejecutora en Red IDEHESI (Instituto de Estudios Históricos, Económicos, Sociales e Internacionales) viene analizando diversas estrategias de la gestión estatal argentina en el tiempo a través de la Idea Proyecto Conicet 2018/0003 titulada “El Estado argentino y sus gestores. Trayectorias, identidades y disrupciones, 1852/3-2010. De lo disyunto a lo complejo”.
  3. Grinberg define al bucle recursivo como “un circuito generador/regenerador donde la producción produce un producto que la produce y reproduce […] los productos y los efectos son ellos mismos productores y causales de lo que producen” (Grinberg, 2002: 120).
  4. Ver también Jessop (2017).
  5. Este texto corresponde a la traducción, autorizada por Morin, de las páginas 43-77 de L’intelligence de la complexité (1999), editado por L’Harmattan, París, y escrito en colaboración con Jean-Louis Le Moigne.
  6. Refiere García de Ceretto (2002: 73): “La raíz significa trenzar, enlazar y remite a construcción de cestas. El agregado del prefijo ‘com’ añade el sentido de dualidad de dos elementos opuestos que se vinculan íntimamente, pero sin anular su duplicidad. Igualmente, remite a complexo, complecti que significa enlazar, tanto lo opuesto a lo simple o sencillo, como el conjunto o la unión de dos o más cosas. El freno más significativo para el pensamiento complejo es que debe afrontar el entramado, la bruma, la incertidumbre, la contradicción y la solidaridad de los fenómenos entre sí”.
  7. Previene Malaina en la misma página: “La ciencia compleja confunde a menudo ‘complejidad’ (no algoritmizable, irreductible) con ‘complicación’ (algoritmizable, reductible) […] los sistemas vivientes y sociales reales son sistemas complejos, es decir, sistemas cuyo conocimiento global por el observador es inseparable de una ignorancia fundamental profunda de una información que no poseemos”.
  8. El pensamiento dialógico se relaciona con el complejo debido a que “une dos principios o nociones que deberían excluirse entre sí pero que son indisociables en una misma reali­dad”. Es decir, por medio de la visión dialógica, coexisten y “conversan” las partes y el todo (Morin, 2007: 100).
  9. Más de setenta años después, la Unión Europea y su Parlamento avanzan en discusiones sobre el desarrollo ético y confiable en torno a la inteligencia artificial en la era digital, ver bit.ly/3Xywu5x [en línea: 1/10/22]. No sucede así en todo el orbe.
  10. El debate que se generó en diversos números de Arguments en torno a la burocracia y a los trabajadores intelectuales, en algunos casos equiparados a los tecnócratas, a sus relaciones de afinidad y antagonismo, dio origen luego al texto publicado en 1976, La bureaucratie, con prefacio de Morin (Cruz, 1987: 123).
  11. Editada en Buenos Aires, en Vuelta Sudamericana, publicación mensual que replicaba la mexicana dirigida por Octavio Paz, Morín afirmaba en la entrevista realizada por Catherine David: “Hay ciertamente dos formas de oponerse al Estado: una, la de la derecha, que se opone a cualquier idea de solidaridad, de redistribución y de equidad para que los mecanismos económicos actúen plenamente (sin embargo este anti estatismo económico puede reclamar al mismo tiempo un crecimiento incontrolado de los poderes del Estado-gendarme); la otra, que a mi juicio es de izquierda, se opone a los excesos del Estado, a sus accesos de omnipotencia, a su empresa omnipresente, a su anonimato sin entrañas”.


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