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1 Los tiempos de militar el Estado

Mabel Thwaites Rey

La primera versión del artículo que se reproduce en este libro data de 2001[1] (la segunda, de 2004[2]) y da cuenta de las transformaciones operadas en el sector público como consecuencia de las reformas estatales de los años noventa. Allí partíamos de la clásica dicotomía entre política y administración y poníamos el foco en la irrupción, en los ámbitos decisivos de gestión gubernamental, de tecnócratas formateados en los criterios neoliberales en boga, que se superponían y entraban en tensión con el personal profesional de línea de la administración pública central. Sosteníamos en el artículo que estos expertos no eran simples poseedores de saberes técnicos específicos y “neutrales”, sino portadores de fuertes valoraciones políticas puestas en juego en su accionar institucional. Como contrapartida, advertíamos la continuidad de formas tradicionales de inserción en la administración pública de funcionarios políticos sin ninguna relación temática o funcional con las áreas a su cargo, con criterios de política clientelar –o “pequeña política”, como le gustaba decir a Gramsci– prevalecientes en la ocupación de los aparatos estatales. El resultado previsible de las llamadas “reformas del Estado noventistas” fue la conformación de algunos núcleos de “burocracias paralelas”, financiadas con préstamos internacionales específicos, que se intersectaron con las plantas permanentes y que, lejos de trasferir mejoras sustantivas en el funcionamiento general de la administración pública, agravaron sus clásicos problemas. Los aparatos administrativos permanecieron fragmentados, con disímil dotación de recursos y personal, caracterizados por lo que Oscar Oszlak alguna vez llamó “síndrome de sobra-falta”, que describe la coexistencia de organismos sobrecargados de agentes sin funciones claras o relevantes con otros aquejados de una carencia sistemática de personal calificado y recursos. Si bien este rasgo tecnocrático fue declinando con el tiempo, la utilización de los espacios de gestión como mecanismos de acumulación política –partidaria o personal– sin atender a mínimos criterios funcionales, en tanto, permaneció irreductible.

A comienzos del nuevo siglo, la insatisfacción popular en América Latina desembocó en el desplome de las recetas neoliberales típicas, junto a las opciones políticas y gubernamentales que las sustentaban. Se abrieron agendas económicas y sociales con énfasis en atender las necesidades apremiantes de los más necesitados y en impulsar la producción, el mercado interno y el empleo, que demandaron un papel más activo del Estado en esos planos. En la Argentina, tras la crisis de los años 2001-2002, se abrió un proceso de ampliación y fortalecimiento del Estado, que se consolidó durante los gobiernos de Néstor Kirchner (2003-2007) y Cristina Fernández de Kirchner (2007-2015). El cambio en el lugar asignado a la intervención estatal supuso nuevos involucramientos en áreas antes descuidadas o inexistentes, aunque tales modificaciones ocurrieron sin que se acudiera a una transformación integral y planificada de las agencias públicas encargadas de implementarlas. Aunque en esta etapa hubo una revitalización del empleo público, no se volvió a los niveles previos a la reforma del Estado encarada por Carlos Menem en los años noventa. De hecho, la Administración Pública Nacional representaba, en 2015, poco menos de la mitad (43 %) de lo que era la planta de empleados en 1989 (Astarita y De Piero, 2017). En términos cualitativos, lejos de las convocatorias a reformas del Estado, tan asociadas a la prédica del eficientismo neoliberal, las prácticas concretas sobre el aparato estatal del kirchnerismo asumieron tanto la continuidad de lo heredado como algunos intentos de innovación, tales como la legitimación de las llamadas “burocracias militantes”.

1. Burocracias plebeyas

Durante el kirchnerismo se expandió con fuerza la reivindicación del compromiso político en la gestión pública, con el propósito declarado de romper las inercias burocráticas que paralizan o dificultan el despliegue de proyectos gubernamentales de cambio. En una vuelta de tuerca sobre las permanentes tensiones entre política y administración, y entre privilegiar la confianza personal o la idoneidad objetiva en las funciones de gobierno, el kirchnerismo hizo explícita su defensa de la prioridad de la adhesión política por sobre los antecedentes profesionales para lograr compromisos plenos con los planes gubernamentales. La voluntad política implicada en la gestión de gobierno se legitimó como atributo fundamental del funcionariado. Esta perspectiva arraiga en la constatación de un hecho irrefutable: las burocracias no son completamente neutrales y están atravesadas por intereses sectoriales y políticos con los que hay que lidiar en la gestión. Por eso, disponer de cuadros con adhesión política es siempre deseable para los gobiernos. Como sostiene Coutinho, en todo el mundo los funcionarios políticos buscan designar agentes para obtener mayor control en el proceso de políticas públicas y en su implementación. Este tipo de “politización” “no supone la ausencia de profesionalización y tampoco implica necesariamente designaciones partidarias. En este sentido, la pregunta a formular no es si politización o no politización, sino en qué grado y de qué manera” (Coutinho, 2015: 26). Una cosa es el compromiso político con cuestiones de agenda de gobierno, muy importantes para materializarlas, y otra distinta es la adscripción partidista, entendida no ya como legítimo sostén gubernamental, en términos genéricos, sino como expresión de microlealtades y rivalidades de grupos internos en disputa por la mera ocupación de cargos para acumular poder. Este es el tipo de politización más problemática para cualquier gestión, porque subordina las necesidades funcionales al imperativo de acumulación política ajena al área en cuestión.

En el marco de la politización encarada por el kirchnerismo, emergieron las figuras de la “burocracia plebeya” y la “burocracia militante”, que dan cuenta tanto de un involucramiento más consciente y directo de los agentes públicos con la actividad encomendada, como del ingreso a la función pública de dirigentes sociales. El cambio en el papel del Estado y el inicio de un ciclo de políticas sociales de amplia cobertura produjeron innovaciones en las formas de gestión. Por casi una década de movilización y lucha, las organizaciones populares venían acumulando un gran desarrollo en materia de promoción comunitaria y economía social. La proximidad política con el gobierno de varias de ellas facilitó que se les abrieran las puertas del Estado, no ya solo para satisfacer sus reclamos, sino para alcanzar un lugar importante en el diseño y la gestión de planes y servicios (Gradin, 2014). Este nuevo papel redefinió las relaciones políticas y el marco de alianzas de los movimientos y del propio gobierno, lo que impactó en las mediaciones entre el Estado y la sociedad, al quedar instituidos como un nuevo canal de vinculación entre ambos (Perelmiter, 2016; Cura, 2014).

De modo que tempranamente ingresaron a la gestión de las áreas sociales dirigentes y activistas de los movimientos sociales, tales como Barrios de Pie, el Movimiento Evita y la Federación Tierra, Vivienda y Hábitat (FTV), que aportaron su gran conocimiento del territorio y su perspectiva de cómo debía ser la construcción política “desde abajo” en apoyo de las líneas de gobierno que se impulsaban. Esta incorporación en amplia escala constituyó una novedad y expresó una forma de gestión política que autoras como Perelmiter (2016) llaman “burocracia plebeya”, para reforzar el carácter popular de los cuadros que se incorporaron al sector público con rasgos bien específicos y diferenciados de otros actores estatales. Con base en un estudio de campo etnográfico realizado en la Secretaría de Organización y Capacitación Popular (SOCP) del Ministerio de Desarrollo Social de la Nación, Perelmiter analizó el papel que desempeñaron los cuadros de Barrios de Pie en la gestión pública, y puso foco en sus límites y contradicciones. Según la autora, los militantes aportaron las destrezas y los atributos específicos que los constituían en un grupo diferenciado en el marco de la estructura gubernamental. La inclusión de los militantes en la estructura funcional era reivindicada en función de tres atributos propios y exclusivos que Perelmiter señala: “a) particularismo colectivo y desinterés personal; b) mística militante y contrato político; y c) saber territorial y arraigo comunitario” (2016: 150). A diferencia de la lógica burocrática clásica, que interpreta el desinterés como una forma de neutralidad necesaria para aplicar medidas universales, en este caso el desinterés es entendido como sacrificio altruista por parte del agente-militante. Y la universalidad abstracta de la burocracia se trastoca en la vocería de intereses particulares, que no son individuales, sino colectivos: los del conjunto de personas representadas por los movimientos. Estos atributos, reivindicados por los movimientos, producían en la gestión estatal un clivaje entre militantes y no militantes, que daba lugar a “una competencia por los criterios legítimos de asignación de recursos (técnicos, ideológicos, políticos-partidarios) y de inclusión/exclusión de los agentes en ámbitos de circulación de información y autoridad” (Perelmiter, 2016: 146).

Más allá de que algunos miembros de los movimientos sociales con funciones públicas poseían credenciales profesionales, el sentido de su inserción en el MDSN no estaba dado por el despliegue de sus competencias técnicas, sino por ejercer una práctica militante en el seno mismo del Estado, trabajando “a convicción” y no “a reglamento”, sin horarios ni días de trabajo rígidos (Perelmiter, 2016: 152). Subyace aquí la concepción de que ya no solo las transformaciones más profundas, sino la mera práctica cotidiana en el Estado requiere, para ser efectiva, contar con un plus de entrega de la que carecería, por definición, la burocracia clásica y que solo lo darían la convicción y el compromiso político.

En el ámbito de las políticas sociales, donde están en juego necesidades muy básicas y urgentes de la población de menores recursos –lo que implica que afloren profundos y complejos problemas colectivos e individuales–, la acción del Estado presenta aristas que requieren abordajes muy específicos. Cómo dar respuesta efectiva a las múltiples demandas individuales y colectivas es un desafío permanente que entraña, a su vez, concepciones diversas sobre lo que debe ser la labor profesional del trabajador social, quien se forma académicamente para la función. Como analiza Perelmiter en su libro (2016), desde el MDSN –encabezado por la trabajadora social Alicia Kirchner–, también se reivindicó la politización como un plus adicional de la gestión, aunque desde una concepción del servicio social con sentido “misional”, que interpelaba directamente a las y los profesionales del campo en cuanto tales. Pero no en un sentido de militancia política de tipo partidario, sino como resultado naturalizado de una forma de entender la profesión misma del trabajo social en línea con la tradición de la Fundación Evita. Tal estilo de politización encontraba su fuente de legitimación en la idea de entrega personal y afectiva de quien asiste para resolver, con el mayor compromiso posible, cada problema concreto de cada persona necesitada. De acuerdo con la perspectiva que emanaba desde la conducción ministerial, asistir era “comprometerse con la gente” y suponía “renunciar a las ambiciones personales de prestigio y dinero y fundar la satisfacción propia en el alivio del sufrimiento ajeno. Contrastaba, en ese sentido, con las motivaciones que orientarían las ‘carreras’ personales, profesionales o políticas” (Perelmiter, 2016: 133). Esta concepción de individualización de la asistencia no solo entra en tensión con la mirada universalista y general de la burocracia clásica, sino con la que pone el eje en la dimensión colectiva sostenida por los movimientos sociales. Para esta última, la resolución de los problemas individuales se tiene que dar en el marco de la inserción comunitaria, porque es la organización, de modo colectivo, la que define e implementa las respuestas que le llegan a cada persona. De ahí que la perspectiva profesional del trabajo social con sentido misional e individualizador de las demandas muchas veces entrara en cortocircuito con la reivindicación de la solución desplegada en términos comunitarios.

Lo destacable es que, en toda la acción pública del MDSN, primaba la construcción de la figura del “militante” como opuesto al “tecnócrata”, y la pura técnica no era reivindicada como principio de autoridad por casi ningún agente estatal, con independencia de sus trayectorias y credenciales. Como señala Perelmiter, “militar el Estado”

se constituía, así, en una máxima contraburocrática, y si bien era la ética práctica que fundaba la pretensión de legitimidad de los agentes estatales pertenecientes a organizaciones territoriales y luego, progresivamente, al espacio político kirchnerista, esta pretensión también estaba presente en el relato de otros agentes (Perelmiter, 2016: 154).

La experiencia de los movimientos en el Estado, en cuanto a su capacidad de introducir cambios cualitativos significativos y durables en la gestión, no es unívoca ni ofrece conclusiones definitivas. Por empezar, los movimientos desarrollaron una capacidad mediadora que le dio un nuevo sentido a la intervención estatal en los sectores populares. Se instituyeron en lo que Gradin llama “nuevas ventanillas del Estado en el territorio”, que “recuperaron y re-significaron, organizaron y canalizaron demandas de los sectores populares, a la vez que le permitieron al Estado, en sus diferentes niveles, reconstruir su capacidad de despliegue territorial y social” (Gradin, 2014: 69). Sin embargo, esto tensionó las relaciones políticas con los aparatos de los partidos tradicionales en el territorio y también con la propia dinámica institucional del Estado, por lo que no pudieron sostener su participación con el grado de autonomía que creían imprescindible para concretar sus aspiraciones en cuanto movimientos.

La inserción de una lógica de acción colectiva sectorial en la dinámica de funciones que, necesariamente, tienen que pensarse como generales generó cortocircuitos de lealtades en los funcionarios/militantes. Lo explica bien Perelmiter (2016) cuando refiere al incómodo carácter de portavoces del Estado que tienen que cumplir los funcionarios/militantes cuando llevan la política pública a los territorios. Porque introducir en el seno del Estado una reivindicación particular no significa su satisfacción inmediata ni directa, ya que tiene que atravesar los canales que, por más desburocratizados que puedan llegar a ser, implican procedimientos más estandarizados y, por ende, más impersonales. No todas las normas y los mecanismos son puro obstáculo burocrático que sería factible y deseable remover para satisfacer demandas de modo más directo y rápido. Muchas disposiciones condensan procesos necesarios para, además de procurar controles públicos básicos del uso de recursos, garantizar su efectividad. Los procedimientos son la forma misma de entregar resultados y por eso no es posible ni deseable obviarlos, en la medida en que su contrario puede ser el diletantismo, el azar y la arbitrariedad.

En el proceso de gestionar, los movimientos incorporaron conocimientos claves para procesar las demandas, y eso puede considerarse un activo importante para la organización misma y un efecto de transferencia desde el Estado que no debe desdeñarse[3]. A la vez, les generó contradicciones con relación a su propio lugar de militantes sociales y políticos que ingresaban al Estado para cambiarlo a favor de sus bases. Actuar dentro del Estado implica convertirse en empleados públicos, dependientes de los nombramientos, los salarios y la continuidad laboral, que, de por sí, cobran un sentido muy específico para la labor, no siempre compatible con las exigencias militantes de los movimientos. Como observa Rocca Rivarola, la profesionalización estatal de la militancia o la generalización de las carreras políticas contribuyen, en algunos casos, a generar lógicas individuales difíciles de desanudar. La profesionalización de la militancia, entendida como la dedicación a tiempo completo y la obtención de un sustento por esa tarea, puede traer efectos paradójicos para las expectativas de la organización cuando esa renta es obtenida de un cargo público (Rocca Rivarola, 2019: 38). Porque una cosa es que una agrupación política tenga militantes rentados con sus propios recursos una tradición dentro de partidos de izquierda– y otra es que los salarios recibidos provengan de labores a realizar dentro de la estructura estatal. La duplicidad de lealtades y la dependencia económica pueden combinarse de un modo perjudicial, para la autonomía tanto de los movimientos y su capacidad de movilización, como de la gestión misma. En el caso de las organizaciones sociales arraigadas en sus territorios, el ingreso al Estado de sus principales líderes y dirigentes trae como consecuencia indeseada el debilitamiento de la propia organización, que debe seguir trabajando en la formación de nuevos cuadros con menos brazos para hacerlo. Este es un aspecto importante que, si bien excede la cuestión de la gestión pública en sí misma, tiene impacto en la conformación de la energía social necesaria para impulsar transformaciones políticas relevantes “desde abajo”. Por eso puede entendérselo como algo a tener en cuenta a la hora de pensar no solo en diseños institucionales participativos y arraigados en las necesidades sociales, sino en la propia construcción política que los haga posibles.

Cuando se piensa en instancias estatales permeables a las necesidades sociales y se estimula el involucramiento activo de las propias comunidades en la resolución de sus problemas públicos –y no en la mera consulta como remedo de la participación efectiva en la toma de decisiones–, es importante considerar tanto el tipo de funcionariado con compromiso político que se impulsa, como las expectativas que se conforman desde las propias organizaciones sociales. El compromiso en la gestión para ser genuino y duradero debería serlo con la dimensión pública y democrática general y no meramente con la agrupación política a la que se pertenece. El problema es que cada organización –social o política– usualmente interpreta que su organización encarna la dimensión pública y democrática por excelencia, algo inherente a toda lógica de construcción política y, por ende, siempre disputable.

Por otra parte, en el caso de las organizaciones sociales y su ingreso a la función pública en cargos decisivos, es preciso advertir que la concepción política que impulsaba Néstor Kirchner no suponía una ampliación sustantiva de la participación de los movimientos en los espacios de decisión ni la conformación de un nuevo tipo de democracia popular que requiriera formas de organización de la gestión pública cualitativamente muy distintas a lo heredado.

Cuando Kirchner definió a su programa de gobierno como proyecto nacional lo hizo en tanto Estado de derecho, de su orientación al bien común, de su rol de articulador social y de vigencia de la democracia. Es decir, en relación a la tradición pluralista emergente en los ochenta que reivindicaba a la democracia como garante de derechos (Natalucci, 2014: 167).

Como señala Natalucci citando a Pérez, el kirchnerismo no apuntaba al retorno del pueblo en cuanto comunidad de experiencias

determinadas en el mundo del trabajo y estructurado en un dispositivo institucional homogéneo de presión corporativa y penetración político-institucional –la columna vertebral del peronismo clásico–, sino un “pueblo principio” [reconocido en el] conjunto de derechos que fundan la igualdad y la integración, articulando la pertenencia a la comunidad con la afirmación de la singularidad de distintas experiencias individuales y colectivas (2014: 60).

2. Burocracias militantes

La idea de “militar el Estado” no se circunscribió al MDSN, sino que se desplegó en otras áreas del sector público, muy especialmente a partir de la conformación de la agrupación juvenil kirchnerista La Cámpora durante el primer gobierno de Cristina Fernández de Kirchner. Si bien la presencia de militantes políticos en cargos estatales no fue una novedad introducida por el kirchnerismo, sí lo fue la reivindicación del carácter militante en la función pública y el “contar con bases de sustentación activa organizadas y movilizadas que se insertaran en el Estado” (Rocca Rivarola, 2019: 11). Néstor Kirchner tempranamente concibió la idea de formar cuadros políticos juveniles para consolidar una base de acción propia, pero fue recién tras el enfrentamiento con las patronales agropecuarias, en 2008, y la derrota oficialista en las elecciones legislativas de 2009 cuando cobró verdadero impulso. A partir de ese año, se empezó a notar más la presencia de la agrupación en el gobierno –que se constituye en la “organización oficial del kirchnerismo” (Vommaro y Vázquez, 2012: 155)–, con la designación de referentes en ámbitos como la Subsecretaría para la Reforma Institucional y Fortalecimiento de la Democracia, la recientemente estatizada Aerolíneas Argentinas y la Corporación Puerto Madero. Más tarde alcanzarían cargos en el directorio de Siderar y ALUAR, la Jefatura de Gabinete, la Secretaría de Comunicación y el sistema de medios públicos. En 2011, un camporista asumió el cargo de secretario de Justicia y luego se sumarían la Secretaría de Política Económica y Planificación del Desarrollo, e importantes subsecretarías del Ministerio de Economía, además de la Secretaría de Relaciones Económicas internacionales y varias subsecretarías y direcciones de la Cancillería (Rodríguez, 2013). Según Rocca Rivarola, “la fotografía del organigrama estatal en abril de 2013 mostraba, por lo menos, alrededor de 40 militantes y dirigentes de esa agrupación a cargo de Secretarías, Direcciones y Presidencias o vicepresidencias de organismos descentralizados”, número que aumentaría con la llegada de Axel Kicillof al Ministerio de Economía, en 2013, y de Eduardo “Wado” de Pedro a la Secretaría General de la Presidencia, en 2015 (Rocca Rivarola, 2019: 53).

Con presencia en las listas de candidaturas legislativas avalada desde la Presidencia (muy visible desde las elecciones de 2011), y este acceso privilegiado a dependencias estatales, La Cámpora se convirtió en una organización con perfil propio dentro del universo oficialista y con mucho poder e influencia en múltiples ámbitos de gestión. Con una deliberada y paradójica ausencia como voces públicas en los medios de comunicación (Rocca Rivarola, 2014: 259), la agrupación fue ocupando puestos en el Estado en puja permanente con otros espacios oficialistas (como el Partido Justicialista, las organizaciones sociales o la CGT), entre los que se ganó la fama de ser una militancia muy bien remunerada que se construyó de arriba hacia abajo. Más allá del número de funcionarios y agentes que logró incluir la agrupación en la estructura estatal, lo que podría relativizarse al compararlo con la cantidad total de funcionarios públicos dentro de todos los niveles del Estado, importa señalar los aspectos cualitativos que se ponen en juego al analizar el significado del “compromiso político” en la gestión estatal.

En el artículo de los 2000, planteamos la importancia de articular la voluntad política transformadora y comprometida con la gestión pública con las capacidades técnicas y burocráticas para llevar a la práctica proyectos democráticamente validados. Valoramos, en tal sentido, la idea de aportarles a las tareas de gestión la energía de la vocación política por producir cambios capaces de sacudir la modorra burocrática, que siempre favorece al statu quo. En tanto en el campo de la política se confrontan intereses y proyectos, lo que implica disputas, negociaciones y conflictos, resulta relevante lograr la conducción de las oficinas del Estado a través de las cuales se pueden materializar políticas específicas. Es comprensible, en ese sentido, el interés por conducir áreas del Estado por parte de quienes son portadores de un proyecto gobernante. Esto no significa que el involucramiento político, realizado de cualquier manera, redunde en eficacia en la gestión o en la consecución efectiva de los objetivos propuestos. Precisamente, porque, si se pone mayor empeño en la disputa por los lugares en sí antes que en impulsar las formas más idóneas de diseño e implementación de la política pública, es difícil que los resultados sean los esperados. Más bien, ocurrirá lo contrario.

En el caso de La Cámpora, la legitimidad del compromiso militante con la transformación estatal parece haberse jugado de un modo en el que muchas veces terminó primando la lucha interna por los cargos, en competencia no ya con burócratas real o potencialmente obstaculizadores del proyecto político, sino con otros sectores del oficialismo. Las consecuentes disputas en los espacios de gestión implicaron “una especie de división interna al interior de ciertos ministerios (y disposición de suertes de “cotos de caza”) entre la planta de empleados que respondía al funcionario preexistente y quienes habían ingresado como parte de La Cámpora y bajo el ala de un funcionario nuevo perteneciente a esa agrupación” (Rocca Rivarola, 2019: 22).

No nos es posible discernir la validez de las razones de unos y otros para pujar por la conducción de un espacio de gestión y, menos aún, determinar quienes tenían la mejor propuesta o estrategia en cada caso concreto. Lo que sí sabemos es que la disputa política interna en las coaliciones de gobierno es un clásico, que en la historia política argentina se ha dirimido al interior de las oficinas de administración, sumando mucha complicación a la gestión. Es decir, la pulsión de lo que llamamos “lógica punteril”, que significa la ocupación de cargos de gestión que requieren conocimientos sin poseerlos y al solo efecto de acrecentar el poder político partidario o personal, ha seguido vigente. Más allá de credenciales universitarias que detentaban muchos funcionarios designados políticamente –fueran de La Cámpora o de otros espacios del oficialismo–, estas no siempre se correspondieron con conocimientos de las áreas en las que estos se incorporaron. Porque los repartos de las oficinas públicas entre tribus políticas diversas no se hacen teniendo en cuenta pertinencias funcionales, sino el peso político específico en la estructura interna. Es decir, si a un determinado espacio político se le asigna un área del Estado, tenderá a ocuparla con las personas de su confianza o compromiso, sin importar si realmente cuentan con conocimientos para desempeñarse en tal puesto. La ausencia de estos saberes no es una circunstancia obviable sin mella para la propia gestión. Porque, si a la desconfianza muy habitual– sobre la disposición y lealtad del personal de línea se le suma la carencia de conocimientos en el área que se conduce, la torpeza, ineficiencia o parálisis en la gestión se vuelven recurrentes y difíciles de desarraigar para encarrilar procesos virtuosos en la función pública. Lo central de este problema es que no solo impide el despliegue de una buena gestión en las áreas donde este tipo de comportamiento se reproduce, sino que la desaprensión con la eficacia en el hacer público redunda en efectos políticos negativos para los gobiernos.

3. Precarización en continuado

Uno de los rasgos que se introdujeron en los noventa y que permaneció sin grandes alteraciones fue la flexibilización de la planta de personal. Ya atisbada en los ochenta, pero implementada desde mediados de los noventa, la modalidad de contratos por tiempo determinado comenzó a crecer y fue sustituyendo cada vez más a los cargos permanentes. Lejos de frenarse, esta característica se consolidó en los años 2000, durante los cuales continuaron los contratos temporarios bajo distintas modalidades, como los financiados por organismos multilaterales de crédito –muy relevantes en algunas áreas y con altas remuneraciones–, los contratos de locación de servicios o de obra y el uso extendido del mecanismo de las horas cátedra, utilizado mucho más allá que en la docencia (López y Zeller, 2007).

Son rasgos notables la continuidad del aspecto precarizador del empleo público heredado del menemismo y la ausencia de interés consistente por modificarlo. Fuera para mantener a raya los números de la dotación fija del Estado, o para disponer de mayor flexibilidad funcional, o para asegurar discrecionalidad política en el manejo del personal como modalidad de conducción, en los años del kirchnerismo se ampliaron los programas de acción pública con agentes contratados a través de las más diversas modalidades (Rameri y otros, 2015). Tras una década de gobiernos kirchneristas, la Administración Pública Nacional (APN) tenía el 17,6 % del total de los empleados públicos de la Argentina, lo que representaba un incremento del 40 % en el total de planta permanente y del 252 % en el número de contratados, ya fueran “monotributistas, terciarizados u otros bajo un régimen particular conocido como Artículo 9 de la Ley Marco de Empleo Público, esto es, contratados con derechos similares a un empleado de planta permanente” (Grandes, 2015: 19). La proliferación de contrataciones con distinta denominación, remuneración y estabilidad implicó grandes inequidades para las personas que estaban por fuera de los estatutos de personal, ya que además se los privaba de un horizonte previsible de progreso. A la vez, estas modalidades inestables fueron “en desmedro de la consolidación de equipos de trabajo comprometidos con las áreas donde se desempeñaban” (Bernaza, 2016). Sin embargo, lo paradójico es que, si bien proliferaron los contratos “transitorios”, la situación salarial de estos fue ampliamente mejor que aquella de la planta permanente, que sufrió (y continuó sufriendo) un deterioro salarial muy importante. Puede decirse, entonces, que la planta también “se precarizó” en algún sentido, lo que se agudizó con las gestiones de Macri y la actual de Fernández.

Tampoco hubo avances significativos y sistemáticos en la regularización de la planta permanente a través de concursos, un mecanismo que, si bien genera reparos atendibles, no fue mejorado para revertir los cuestionamientos. Por ejemplo, en 2015 la planta con Funciones Ejecutivas (FE) –de nivel equivalente a dirección nacional o general– estaba conformada en un 77 % por la modalidad transitoria y solo el 6 % estaba concursada. Por contraste, “en mayo del 2003, solo el 24 % de las FE estaban asignadas transitoriamente, y un 56 % asignado por concurso” (Zuvanic, 2015: 22). El acceso a cargos ejecutivos a través de designaciones transitorias, como tendencia imperante, es consistente con un modelo de conducción estatal que privilegia un alto componente político, como señalamos más arriba. Si bien la alta proporción de estudios de grado y posgrado de las personas con FE (83 %) parecería contradecir la existencia de un sistema totalmente tomado por el partido o de botín, permite inferir que el desarrollo informal y la selección competitiva privilegian las competencias políticas por sobre las capacidades gerenciales (Zuvanic, 2015: 22). Como señala Zuvanic, “la flexibilidad, como ha pasado en otras etapas, le ganó al mérito y a la igualdad de acceso, y las competencias directivas quedaron subordinadas a las competencias políticas” (Zuvanic, 2015: 23).

Ese modelo de politización, en sí mismo nada novedoso, puede leerse como una continuidad de los rasgos presentes en la historia de la relación política y administración en la Argentina. Es decir, implicó que las necesidades de recursos y de personal para encarar las clásicas y las nuevas tareas del Estado se cubrieran según la capacidad de maniobra y negociación del funcionariado político a cargo de ellas y no de la importancia relativa de la actividad en sí misma. Esto supuso el traslado de las pujas políticas a las agencias burocráticas, con las consecuentes disputas entre áreas para capturar espacios de poder y fuentes de financiamiento. Tales confrontaciones no tienen que ver con la capacidad de las propias burocracias para reproducirse, como se lee en la literatura anglosajona, sino con las contradicciones y competencias político-partidarias que se trasladan a la gestión. No queremos decir con esto que la conducción política, en cuanto portadora de un proyecto validado democráticamente, deba quedar acotada a los altos niveles de la estructura funcional, porque sería ignorar por completo las preferencias y tensiones ideológicas y políticas que atraviesan a toda burocracia, para nada un cuerpo inanimado de ejecución de ideas ajenas. A lo que apuntamos es a señalar los problemas que en la gestión se derivan de la disputa política misma por y en los cargos de conducción y en la gran volatilidad que presentan, imposibilitando el despliegue de proyectos con consistencia política e institucional y una mínima duración para ser concretados.

Lo cierto es que este proceso impactó negativamente en la estabilidad del servicio público y profundizó las tendencias noventistas: generación de estructuras paralelas superpuestas, introducción de formas de flexibilidad laboral contractual, reducción de salarios indirectos y distorsión de la pirámide salarial. Al finalizar el mandato de Cristina Fernández de Kirchner, en 2015, un tercio de los agentes públicos de la administración nacional tenía contratos precarios. La alta inestabilidad institucional y laboral que esto generó la pagó el propio personal con los despidos masivos que le fue tan fácil concretar al gobierno de Mauricio Macri ni bien asumió (Rocca Rivarola, 2019). De un plumazo y sin anestesia, eliminaron programas y dotaciones de empleados contratados de modo precario. El proceso que encaró el macrismo se llevó a cabo sin ningún diagnóstico previo razonado, sino a partir de la suposición prejuiciosa –pero que había logrado sustento en la opinión pública– de que todo trabajador estatal era el sostén de un espacio político de la gestión anterior (Bernaza, 2016: 33), que no realizaba ninguna tarea socialmente relevante y que tenía, por ende, un beneficio espurio a costa de los contribuyentes.

Decimos en el artículo que se incluye en este volumen que en los noventa, junto al desembarco de cuadros tecnocráticos, continuó gravitando en el sector público la figura del dirigente político que maneja una pequeña o mediana estructura de poder partidario territorial (“puntero”), que ocupa –personalmente, o a través de sus seguidores o allegados– cargos en la estructura estatal que no tienen que ver con sus saberes profesionales, ni aun con sus competencias “políticas” específicas. Este tipo de reparto del manejo de la estructura estatal en función de criterios partidocráticos, patrimonialistas o clientelares no se alteró durante el kirchnerismo, ni tampoco durante la gestión de Mauricio Macri, pese a que en esta se dio un ingreso importante de personal procedente de la actividad privada, con nula experiencia en el sector público, junto a otros que contaban con antecedentes en el gobierno de la Ciudad, gobernada por el PRO desde 2007.

4. Modernización no tan moderna

Llamó la atención que, en el primer gabinete de gestión lanzado a fines de 2015, se encontrara una gran proporción de altos directivos de empresas privadas, varios de los cuales dejaban cargos importantes, de privilegio, “para ‘descender’ a las ‘ingratitudes’ de la gestión pública” (Canelo, Castellani y Gentile, 2019: 118). Esto era especialmente destacado como un valor en sí mismo, que reforzaba la idea de capacidad tanto como de desinterés y garantía de honestidad en el ejercicio de las funciones. En las ponderaciones –que abrevan en la ingenua y falaz creencia de que “el rico no necesita robar”–, se omitía algo tan sustantivo como el conflicto de intereses de personas que, provenientes de una empresa de un sector determinado, toman decisiones que las podrían favorecer. La expresión “puerta giratoria” con que se describe una situación frecuente se refiere a la rotación de personas entre el sector privado y el público en áreas decisivas, que se complementa con la poca escrupulosidad estatal para fiscalizar situaciones de riesgo y, así, evitar no solo conflictos de intereses, sino también enriquecimientos ilícitos. Pero, además de directivos del sector empresario, se incorporaron al sector público personas procedentes de organizaciones de la sociedad civil (OSC) –mayoritariamente confesionales católicas– y otros ámbitos privados para cargos de diversa jerarquía, bajo la concepción casi mitológica –tan arraigada entre las derechas sociales y políticas– de que la eficiencia de gestión es un atributo exclusivo del sector privado y que al Estado debe manejárselo como a una empresa (Canelo, Castellani y Gentile, 2019).

Un objetivo explícito del gobierno de Macri fue modernizar el Estado, para lo cual se proponía impulsar una transformación cultural en el sector público y en la sociedad toda (Caravaca, 2021). Partía del diagnóstico de que el aparato estatal es anticuado, lento e ineficiente, y que está rezagado con relación a los sectores más dinámicos del campo privado. Su precariedad e ineficiencia, además, es atribuida a que está capturado por motivaciones partidistas, ajenas al interés general (Astarita, 2018: 65). De ello se desprende la idea de que existe una dimensión técnica, profesional y objetiva que es obstaculizada por la política –in toto–, como expresiva de intereses particulares y ajenos al bien común. Tan central fue este propósito que se creó el Ministerio de Modernización de la Nación y se lanzó un Plan de Modernización del Estado (Decreto 434/2016) que contenía “elementos de un paradigma que en la administración pública se conoce como la Nueva Gestión Pública, cuyo punto liminar es justamente la incorporación de herramientas y prácticas que han dado éxito en el sector privado” (Astarita, 2018: 65).

El proyecto de modernización estatal impulsado por el MMN tenía tres facetas: una estaba enfocada en la identidad, la conducta, la capacitación y el desempeño de la planta de empleados públicos; la segunda, de carácter tecnológico, consistía en informatizar todas las operaciones involucradas en la gestión pública; y la tercera apuntaba a incidir en los procesos de trabajo de la administración pública, mediante la incorporación de herramientas de gestión por resultados, monitoreo y evaluación (Caravaca, 2021: 7). Como señala Caravaca, esta reforma estatal no era demandada por ningún sector social específico y fue, antes bien, introducida por el propio gobierno, que supo articular demandas sociales dispersas de participación, transparencia, agilidad y eficiencia y que, en su puesta en marcha, no encontró “resistencia de actores que pretendieran establecer o siquiera disputarle la definición del camino a recorrer en la empresa de transformación estatal” (Caravaca, 2021: 12). Es decir, no la enfrentó un sector o bloque de intereses articulado –dentro o fuera del Estado–, que demandara otro tipo de enfoque o reclamara medidas concretas. Sí hubo resistencia puntual por parte de los gremios estatales frente a despidos y arbitrariedades, pero sin llegar a constituirse como un polo de impugnación que adquiriera volumen político significativo.

El plan modernizador de Cambiemos, pese a sus declamaciones publicitadas, no planteaba una agenda de trabajo completamente novedosa ni en el plano de las actividades propuestas (digitalización, informatización, capacitación del empleado público), ni en las herramientas de gestión de cuño privatista que pretendía introducir en la administración pública (gestión por resultados, evaluación de desempeño, incentivos económicos, tableros de control, etc.) (Caravaca, 2021: 13). Gran parte de aquellas ya se venían aplicando desde los noventa y, aunque con retóricas diferenciadas, siguieron en vigencia durante la gestión kirchnerista. En su prédica refundacional, el plan no reconocía los antecedentes existentes, ni refería a las discusiones sobre profesionalización de los recursos humanos del Estado y estatuto del empleo público desarrolladas en los años previos (Bernazza, 2016). En todo caso, lo que sí pretendía como propósito fundacional novedoso era cambiar toda una cultura de concepción de lo público que resituara la importancia de la iniciativa individual para el despliegue de una sociedad bien arraigada en la lógica mercadocéntrica. En el sector público, específicamente, se trataba de disciplinar a los trabajadores e incidir sobre su subjetividad, es decir, tal como plantea Caravaca (2021), tuvo una dimensión “cultural”, que va mucho más allá del menemismo, entre otras cuestiones, porque la tecnología contemporánea lo permite (desde el control biométrico de asistencia hasta la digitalización de expedientes, que son formas de control muy fuertes).

En el informe oficial El estado del Estado (Presidencia de la Nación, 2015: 34, 36), se dibujaba un cuadro de situación caracterizado por “estructuras organizativas anacrónicas”, ausencia de “planificación estratégica”, “división de funciones sin una lógica organizacional ni retribución acorde”, un total “descontrol de la Administración Nacional” y falta de “planeamiento en la cantidad y calidad de las dotaciones”, además de la incidencia del favoritismo político, la corrupción y la falta de transparencia (Caravaca, 2021: 12). Como es fácil advertir, este tipo de diagnósticos es una constante en el estudio de la realidad estatal argentina, aunque sus causas y posibles soluciones difieren de acuerdo al perfil ideológico y político de quien lo formula. No es el desconocimiento de los males que aquejan al aparato estatal lo que conspira contra su modificación, sino la naturaleza misma de los problemas y de los actores sociales que disputan el sentido final de sus acciones en cada espacio y en cada coyuntura histórica. La pregunta de qué Estado para qué proyecto de país no solo es recurrente, sino que cada intento de responderla involucra la movilización de profundas fuerzas sociales en permanente disputa. Porque las disputas no son por cuestiones técnicas, sino por definiciones sustantivas que ponen en juego el propio orden social. El uso de herramientas tecnológicas por sí mismo no soluciona problemas estructurales, porque la supuesta modernización de equipos y lenguajes no gira en el vacío, aunque resuene como jerga común en ámbitos y redes internacionales.

Transferir capacidades empresariales al sector público ha sido y es un sueño recurrente de las perspectivas mercadocéntricas, tanto como son recurrentes los fracasos de sus intentos de implementación. Sin conocimientos relevantes del funcionamiento de la administración pública como para siquiera pensar estrategias mínimamente viables, la llegada de estos profesionales a la gestión de Cambiemos redundó en torpeza, morosidad, marchas y contramarchas o directa parálisis funcional en muchas de las áreas donde se asentaron. Y la paradoja es que la reivindicación del tecnocratismo eficientista y el orgullo privatista muy pronto se transmutó en la utilización del aparato estatal para fines partidarios o personales. Los permanentes cambios de la estructura ministerial y de los niveles inferiores, la incorporación masiva de personal, las disputas e incongruencias son muestras de que la realidad de la gestión pública es algo mucho más complejo que las fantasías de importar calidad privada.

En términos funcionales, el gobierno de Macri generó sucesivas reestructuraciones del organigrama ministerial que estuvieron lejos de producir los resultados proclamados. En la primera organización de ministerios, se verificó un gran crecimiento de la estructura jerárquica y, por lo tanto, de los puestos con mayores salarios del organigrama estatal. La contrapartida fue el despido de miles de empleados de bajas categorías, lo que impactó “directamente sobre las capacidades del Estado para desplegar políticas públicas, sobre todo en aquellas áreas vinculadas a lo social, a políticas de redistribución y a aquellas prioritarias para el desarrollo” (Campana, 2018: 6).

Como señala Caravaca en su estudio sobre el Ministerio de Modernización Nacional, pero que puede hacerse extensivo a otras áreas, la formación en gestión pública no fue una exigencia para los perfiles de agentes –jóvenes, en gran proporción– reclutados. Antes bien, las muy clásicas cercanía política y confianza personal fueron los rasgos gravitantes a la hora de conformar las altas cumbres del ministerio y, también, hacia abajo. “Aunque se promocionó como el gobierno de los equipos técnicos, la alianza Cambiemos no innovó ni se apartó de la conducta de los partidos políticos tradicionales cuando acceden a manejar las estructuras del Estado” (Caravaca, 2021: 32). En tal sentido, los lazos de confianza, la lealtad y la dependencia personal con respecto al líder fueron lo más valorado por sobre los declamados principios de mérito, experiencia y competencias específicas para el ejercicio de la función.

En el ámbito del Ministerio de Desarrollo Social, se produjo el desembarco de un conjunto de referentes –directores ejecutivos o altos cargos– de organizaciones de la sociedad civil (OSC) que llegaban por primera vez al Estado a ocupar altas posiciones en el Ministerio. El tipo de funcionariado elegido por el gobierno implicó un cambio rotundo con relación al perfil que había incorporado el kirchnerismo en el área, a los sujetos que considera idóneos para las tareas. En esta selección, la conducción del PRO expresa “su visión sobre las capacidades y cualidades valoradas para gestionar lo social” (Archidiácono y Luci, 2021: 84). Entre esos cuadros se destaca la impronta de la doctrina social de la Iglesia y el catolicismo de base parroquial, lo que conlleva formas de entender lo social y lo político y el propio rol del Estado de una manera característica. A diferencia de los años noventa, cuando el papel de las organizaciones no gubernamentales (ONG) en la ayuda social se planteaba en directa oposición al denostado Estado, estos cuadros se alejan, como sostienen Archidiácono y Luci, de los discursos idealizadores sobre sociedad civil y no desestiman el rol del Estado, al que le atribuyen importancia como el actor que marca la diferencia en la política social. “Es esa centralidad lo que los motiva a ingresar a la función pública reservando para la OSC el lugar de articulación y co-gestión con el Estado” (Archidiácono y Luci, 2021: 97).

Para los movimientos sociales piqueteros, la inclusión en el Estado significaba un reconocimiento del papel insoslayable de las organizaciones en el entramado de la vida cotidiana de los sectores populares mismos. Su afinidad política con el gobierno no impedía, como vimos, que tuvieran tensiones sobre las modalidades y líneas de gestión y, sobre todo, con relación a su autonomía en cuanto movimientos sociales. Para los funcionarios procedentes de las OSC, la participación en el gobierno de Cambiemos era la oportunidad de llevar al Estado y amplificar su labor de corte misional católico, desde una perspectiva socioeconómica y política muy distinta a la de los piqueteros. Aunque muchos de estos funcionarios, como muestran en su trabajo Archidiácono y Luci, no se reconocieran políticamente integrantes del gobierno y destacaran su participación solo como conocedores de la labor social (en un sentido, “técnica”), lo cierto es que su pertenencia a una red amplia y densa de articulación de sujetos, relaciones sociales y familiares en una trama de conocimiento y confianza recíprocas los enmarcaba claramente en el universo de politización expresado por Cambiemos. En suma, mientras que el kirchnerismo incorporó a la gestión estatal a la militancia social, políticamente afín, y reforzó el compromiso político del cuerpo profesional de trabajadores sociales del MDS, Cambiemos apeló a la red de entidades benefactoras de tipo confesional y socialmente vinculadas a su espacio político para encargarse de la “cuestión social”. Mientras que el kirchnerismo se apoyó en el saber de las organizaciones de base surgidas del propio mundo popular que padece la pobreza, el macrismo se recostó sobre el conocimiento de quienes se acercan al mundo de los pobres a partir de su vocación caritativa de inspiración religiosa.

5. A modo de cierre

Hace dos décadas analizábamos las formas que iba adoptando la clásica tensión entre política y administración en el Estado argentino, a la luz de las imágenes aportadas por el texto de Aberbach y Rockman. Vimos entonces que, junto a la emergencia de los perfiles tecnocráticos de corte neoliberal, persistía la lógica punteril de ocupación político-partidaria del Estado, con las disvaliosas consecuencias para la acción de gobierno. Ya en el nuevo siglo, a la clásica burocracia distante y cansina, se le opuso la imagen del militante social y político en la administración pública, caracterizada por su involucramiento y compromiso activo con la gestión gubernamental. Sin embargo, este nuevo tipo de funcionariado militante no logró materializar estructuras administrativas de nuevo tipo, ni producir cambios sustantivos y duraderos en el estilo de gestión pública, ni tampoco diferenciarse por completo de las lógicas punteriles de la política tradicional. Los cuatro años de Cambiemos en el gobierno, por su parte, mostraron tanto otro intento fallido de reintroducir en el sector público la perspectiva empresarial y los valores asociados a esta, como la persistencia de la lógica partidocrática en los cuadros de gestión. Aunque no hemos relevado la trayectoria del gobierno actual de Alberto Fernández y Cristina Fernández de Kirchner, la complejidad del reparto de espacios de gestión –mucho más engorrosas en los gobiernos de coalición, que deben equilibrar la presencia de distintos sectores– más las tensiones sucesivas en la alianza no permiten inferir que exista un formato de gestión cualitativamente muy distinto a los de sus predecesores.

La cuestión recurrente a lo largo de los años es la tensión entre política y administración, pero en un sentido que excede la idea de meros compartimientos estancos que, en todo tiempo y lugar, operan con lógicas difíciles de armonizar. La dificultad mayor que se advierte en la Argentina es la persistente imposibilidad de consolidar una estrategia económica, política y social en función de la cual diseñar aparatos estatales que funcionen de modo democrático, con transparencia, rigor y solidez para lograr los objetivos planteados. Mientras exista una suerte de veto recíproco entre un núcleo social y político que pretende un papel estatal más restringido a funciones esenciales y otro que aboga por un despliegue más amplio del sector público y una presencia estatal más activa, es muy difícil que se avance en el diseño de estructuras de gestión más sólidas y duraderas. La urgencia de la disputa política permanente por acceder al gobierno que se da entre proyectos políticos que proponen estrategias muy divergentes no parece otorgar incentivos suficientes para conformar una planta de personal más estable, profesionalizada y con un profundo compromiso político con lo público. Justamente este tipo de politización, en directa relación con las demandas y necesidades sociales, es la que se necesita para consolidar una administración pública capaz y eficiente.

Un proyecto que se proponga jerarquizar lo público tiene que empezar por reconocer que no partirá de la nada, ya que en el Estado hay numerosos núcleos de profesionales y funcionarios de distinta jerarquía que han elegido desempeñarse en él por decisión vocacional y convicción ideológica y política, entendida en términos generales y no acotadamente partidarios. Es un prejuicio la creencia de que las personas no elijen trabajar en el sector público, sino que “caen” allí por falta de otras oportunidades mejores en el campo privado, porque no cuentan con calificaciones suficientes o porque no tienen voluntad de trabajo duro. Esta simplificación desdeñosa subyace en las posiciones antiestatistas, por cierto, pero también en otras que, aunque en teoría confían en la intervención estatal, en la práctica subestiman a los agentes públicos “realmente existentes”. Por eso, en lugar de fortalecerse los perfiles del personal encargado de las distintas áreas, asegurando la “buena politización” en lo público y creando oportunidades de desarrollo laboral, se opta por la superposición de plantas transitorias a las que se presume más ágiles, flexibles y comprometidas. La práctica de precarización de la función pública, aun la mejor paga, es nociva en términos de las personas que la padecen, pero sobre todo es disfuncional y conspira contra cualquier plan de gobierno.

Cuarenta años de funcionamiento del Estado en democracia nos enseñan la multiplicidad de facetas que se despliegan en ese archipiélago variopinto de funciones, tareas, recursos y personas aglutinados en las oficinas públicas. Cada uno de estos espacios tiene una historia particular de nacimiento y despliegue, atravesada por los lazos con la sociedad y el sistema político, y requiere ser tratada de modo específico. En conjunto, todas ellas conforman la materialidad de una idea general: el Estado, condensación de prácticas, intereses y disputas. Creemos que una nueva “imagen” de la relación política-administración debería emerger para acercar esa multiplicidad estatal a las necesidades sociales más profundas, a partir de reivindicar la “politización” de lo público en cuanto mecanismo de producción de aquello que anhela la sociedad. Sería algo así como provocar conscientemente que la burocracia se desprenda de su lugar rígido como agente de la reproducción de lo dado, para rescatar su sentido funcional como portador de saberes que es preciso volcar a la transformación democrática y popular. Que esa imagen emerja dependerá, por cierto, de los entramados políticos y sociales que la hagan posible. En eso estaremos.

Referencias bibliográficas

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  2. Capítulo 3 del libro Entre tecnócratas globalizados y políticos clientelistas. Derrotero del ajuste neoliberal en el Estado argentino, de Mabel Thwaites Rey y Andrea López (editoras), Buenos Aires, Editorial Prometeo, 2005.
  3. Aprendieron “a construir y gestionar asociaciones civiles sin fines de lucro, a diseñar y gestionar proyectos sociales vinculados a sus actividades territoriales, a cargar planillas de datos y asistencias, a gestionar el CUIL y el DNI a los beneficiarios potenciales, a organizar equipos de trabajo, a gestionar frente al Estado en sus diferentes niveles, a reclamar a través de canales formales y a ‘protestar’ en la calle para presionar a sus interlocutores” (Gradin, 2014: 59).


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