Chile: Ramón Díaz Eterovic
Ramón Díaz Eterovic es uno de los escritores latinoamericanos que han expresado claramente que la novela negra podría ser una posibilidad de hacer literatura de crítica social, involucrando el crimen, el poder y las violencias, asimismo como un evocar de pasados abrumadores[1].
Desde La ciudad está triste, publicada en 1987, hasta sus últimos libros, como La cola del diablo, de 2018, sigue un hilo de expresar reconversiones de la violencia, las mutaciones del espacio urbano de Santiago de Chile, donde navega en los bares antiguos –el Zíngaro, Café Real Madrid, El Quitapenas, la taberna del Círculo de Periodistas–, los “cafés con piernas”, algunas casas de mala muerte –Caribe Show, La Candela, Los Cuatro Dedos–. Deambula, aún, por algunas otras ciudades chilenas –del norte al sur–, la reubicación de esbirros de la dictadura con las organizaciones criminales y las nuevas conflictividades, desde el crimen organizado hasta los efectos ecológicos de las minerías.
La obra de Díaz Eterovic es una polifonía de textos literarios: Ernest Hemingway, George Simenon, Rodolfo Walsh, José Saramago, Abelardo Castillo. Recure a incontables poetas, como Idea Vilarino y Ennio Moltedo. Escucha la música de Ray Charles, rememora pinturas de El Greco. El crítico Clemens Kurzen subraya:
Díaz Eterovic se auto comprende dentro de la tradición literaria de la novela negra norteamericana, que agrega a los dos elementos clásicos (“misterio” y “análisis”) de la novela policial de intriga (Poe, Conan Doyle, Chesterton, etc.), la “acción” violenta como tercer elemento (Kurzen, 2000[2]).
La ciudad está triste, de 1987, introduce el detective Heredia, expolicía, investigador privado, lleno de libros en su descalabrado departamento, con fúgidos y trágicos amores –Andrea–, y tiene como compañía el gato Simenon, con lo cual establece diálogos existenciales. Es un aficionado de las carreras de caballos, donde suele ganar algunas veces una buena plata. También suele le gustar el vino, algunos peleón y el whisky. Y a veces recure a actitudes violentas para alcanzar sus fines: “De seguro provenía de los años en que dejé de estudiar leyes, porque comprendí que la justicia se movía por otra parte, amparada por la complicidad del dinero y del silencio” (Ramón Díaz Eterovic, La ciudad está triste, p. 10).
El personaje femenino es Marcela Rojas, que lo busca para encontrar a Beatriz, su hermana menor; Dagoberto Solís, su amigo detective de la policía; el amigo de Beatriz, Pancho Francisco Valverde. Fernando Leppe, quien influenció a Beatriz, alias América (ella “empezó a hablar de cosas como democracia, justicia, derechos humanos, y se metió en asuntos no muy bien vistos en este tiempo”, p. 30). Fernando fue secuestrado, cuenta su padre:
Su hijo venía llegando a la casa, acompañado de Carlos y América, cuando fueran interceptados por un grupo de hombres que se movilizaban en do vehículos lujosos. Portaban metralletas y sin explicación alguna procedieran a subirlos a uno de los autos, menos a Carlos, que forcejeó con sus captores, logró zafarse y corrió hasta la casa (pp. 32-33).
Descubren el cadáver torturado de Fernando muy pronto (p.39).
Heredia ya identifica los poderes con los cuales se enfrentaría:
Quienes dirigían la ciudad se reservaban el juego sucio entre las manos y no se necesitaba mucha imaginación para saber de dónde provenía la violencia. El poder avasallaba la verdad y yo tendría que verme las caras con ese poder” (Ramón Díaz Eterovic, La ciudad está triste, p. 37).
Algunos tipos le dan una paliza en la calle. Entonces, su amigo Pony Herrera le dice:
Los muchachos fueran detenidos por un grupo de los servicios de seguridad. Los hombrones cuidan sus lenguas, pero a la sexta copa cantan bonito. Se dice algo de un tal Maragaño, de una clínica clandestina y de una mujer que se fue de lengua por alguna mala jugada que le hizo el mentado Maragaño (Ramón Díaz Eterovic, La ciudad está triste, p. 47).
En seguida, Heredia va a encontrarlo asesinado: “Le habían clavado un cuchillo en medio del vientre, y sus ojos, fijos, miraban hacia un cielo inexistente” (p. 49). Pero le deja escrito en un folletín de carreras algunos nombres. Solís los conocía:
Maragaño es uno de los jefes de operaciones de Cortés, el mandamás de los Servicios de Seguridad. Mala gente. Tipos que están con mierda hasta el cuello y no se incomodan por ponerse encima un poco más. Bombas a políticos de oposición, degüellos, torturas a estudiantes y asesinato de periodistas son sus ocupaciones favoritas (Ramón Díaz Eterovic, La ciudad está triste, p. 50-51).
Muy pronto Heredia descubre al médico Gerardo Beltrán, relacionado con Maragaño:
Hace un año, Maragaño se enteró que en la clínica se efectuaban aborto. Vigiló un tiempo y cuando estuvo seguro se presentó en la consulta. Me tenía en sus manos y no tuve otra alternativa que acceder a sus deseos. Al principio no sabía para qué ocupaba la clínica, pero después me hizo participar en los interrogatorios. Debía aplicar inyecciones a los detenidos o comprobar si podían seguir recibiendo más castigo (Ramón Díaz Eterovic, La ciudad está triste, p. 59).
Y Bertrán le cuenta el destino de Beatriz: “Esa misma noche Maragaño llevó una muchacha a la clínica. La torturaron hasta que murió, y cuando quisieron deshacerse del cadáver no encontraron otro mejor método que despedazarla y arrojarlas por partes a un río” (Ramón Díaz Eterovic, La ciudad está triste, p. 59).
Al momento, tres hombres atacan a Heredia, matan a Beltrán, pero el detective consigue zafarse y dispara a sus atacantes, uno de los cuales antes de morir cuenta dónde encontrar a Maragaño, en el Cuatro Dedos. Al ahí llegar, tres matones lo subyugan. Entonces, Solís lo salva y prenden fuego al cabaré, consiguiendo Heredia a matar a Maragaño.
La novela va a terminar con un comentario que la distingue de las novelas detectivescas del enigma, pues no más hay misterio sino impunidad. Dice Heredia:
Ya no hay misterio que descubrir. En verdad, nunca existió ningún misterio. Todo no es más que un crimen, un sucio, asqueroso y maldito crimen. Las pistas que revelan al culpable en la última página son para las novelas; en realidad los asesinos ostentan sus culpas con luces de neón. Se conocen sus nombres y apellidos, pero nadie hace nada por juzgarlos (Ramón Díaz Eterovic, La ciudad está triste, p. 67).
Ramón Díaz Eterovic, en la novela El ojo del alma, de 2001, retorna con Heredia, el detective privado, ahora cada vez más solitario, pero con la presencia sabia del gato Simenon y sus felinas conversaciones. De cuando en cuando, las copas lo llevan a sitios extraños, persiguiendo los enigmas.
Al investigar la misteriosa desaparición de uno de los amigos de universidad y de quien se piensa pudo ser un informante de los organismos de seguridad de la dictadura de Pinochet, se sumerge en los recuerdos:
El pasado, mi pasado y todo lo que me rodeaba, estaba impreso en mí, como una segunda huella digital, y nada de lo que hiciera en el futuro podía estar desligado de ese tiempo, en que vivir tenía la fragilidad de una vela encendida en la intemperie (Ramón Díaz Eterovic, El ojo del alma, p. 35).
Las fotografías le permiten volver a los fragmentos y fisuras de una sociedad pendiente de las brumas del pasado. Al mismo tiempo, camina por las calles de una ciudad llena de pobres, de cartoneros, de cines convertidos en templos evangélicos, de un urbanismo que recoge el pasado en nuevos crímenes. De los blanqueadores:
Los que eran uniformados, fueron pasados a retiro, asumieron cargos secundarios dentro del Ejército o se les envió como agregados militares en embajadas de bajo perfil. Los civiles fueron ubicados en bancos, financieras, cadenas de supermercados, grandes casas comerciales, salmoneras y empresas forestales. Casi siempre en labores de seguridad o relacionadas con la administración del personal. Otros, se suponen, que están en lo mismo de antes, ya que la seguridad militar sigue intacta, y también está (Ramón Díaz Eterovic, El ojo del alma, p. 87).
Los personajes: Marcos Campbell, su amigo periodista; Domingos Viñas, exdirigente estudiantil de izquierda; el político Andrés Traverso, desaparecido; Alicia, alias Érika Véliz; Joaquín Pérez, abogado, cuya habitación era su viejo coche; Roberto Osorio, asesinado; la vecina Manuela, de amores tibios y caricias breves; el Escriba, de fugaz presencia; los funcionarios esquivos de la Embajada norteamericana, Paul Benton y Frank Drake; Francisco Serón, exactivista clandestino;
El tema de los desaparecidos –tal cual Pablo Durán, activista estudiantil– o la de cadenas de asesinatos, tan recurrente en América Latina, se hace aquí presente: la violencia una vez más. Andrés Traverso, al final, se revela agente de la dictadura infiltrado y es asesinado.
Cita, entonces, a Fernando Pessoa: “Hoy, en este ocio incierto / Sin placer ni razón, como un túmulo abierto / cierro mi corazón. / En la inútil conciencia de que todo es vano, lo cierro a la violencia de este mundo inhumano” (Ramón Díaz Eterovic, El ojo del alma, p. 5).
El amante de la música vuelve con Bach, Mahler, los tangos, Santana, Gardel, Piazzolla. Sin embargo, a lo largo de las páginas, la biblioteca se perfila: Cervantes, Charles Dickens, Alejandro Dumas, René Vergara, Sartre, Hemingway, Saramago, Conan Doyle, Simenon, Juan Carlos Onetti y Raymond Chandler. El Escriba puntúa con agudeza fantasmas y enigmas:
Al fin de cuentas, entre investigar un crimen y escribir una novela, no hay mucha diferencia. Escribir también es descubrir un misterio, buscar pistas en el inconsciente, seguir las huellas de las palabras o de un sentimiento. El novelista, como el detective, sólo intuye sus finales; y cada uno de sus personajes ocultan una historia por desvelar (Ramón Díaz Eterovic, El ojo del alma, p. 120).
En La oscura memoria de las armas, de 2008, el detective Heredia viene, nuevamente, a deleitarnos con paseos por un Santiago que se nos muestra lleno de bares y hoteles de mala muerte, por donde circulan los excéntricos personajes que rondan su imaginario.
Heredia, el detective privado cincuentón, se encuentra sin trabajos ni casos que resolver, hasta que Griseta, su novia, le presenta el caso de Germán Reyes, hermano de Virginia Reyes, quien fue asesinado por dos sujetos, aparentemente sin razones ni pistas. Recure a su amigo el periodista Marcos Campbell. Montegón, policía, puede ayudarlo, y llega a salvarlo algunas veces. Ana Melgoza, la psicóloga, es conocedora de un diario revelador. Encuentra a Dionisio Terán, del Centro Cultural América:
Fuñar significa dejar en evidencia, y lo que nosotros hacemos es desenmascarar a los torturadores que viven en la impunidad. Si no hay justicia, hay fuña. No usamos la violencia. Nos apoyamos en el arte para denunciar a los criminales y generar consciencia en la gente (Ramón Díaz Eterovic, La oscura memoria de las armas, p. 57).
Aparecen sus recuerdos literarios: Marco Aurelio, Julio Cortázar, Osvaldo Soriano, Raymond Chandler, Dashiel Hammett, Mankell. Al mismo tiempo, no duda en apostar en los caballos.
Como es de esperarse, nuestro personaje comienza una extraña aventura que incluye fantasmas del pasado, olvidos, miedo, complicidad, torturas y torturadores de la época de la dictadura: la Villa Grimaldi. Su reconversión cuando empieza la democracia al tráfico de armas les garantizó recursos importantes para mantener una vida confortable (p. 271).
Reencuentra varios, algunos le dan palizas, todos de escasa memoria mas atentos al su alrededor. Pero las muertes se suceden en los oscuros departamentos de personajes del pasado. Brumas que retornan, insólitas coincidencias, y presencias de una violencia transmudada.
La novela La música de la soledad, de 2014, trae a la escena el pequeño pueblo Cuenca, en el norte de Chile, que sufre la contaminación que provoca una empresa minera. Los pobladores son obligados a dejar sus tierras, y unos pocos deciden resistir, para lo cual contratan a un abogado, que es asesinado al poco tiempo de iniciar su trabajo.
Lo llama Raquel Donoso para contarle que su esposo, el abogado Alfredo Razetti, antiguo compañero de Heredia en la Escuela de Derecho, defensor de detenidos políticos, había sido asesinado en su oficina. Raquel Donoso quiere aclarar la misteriosa muerte de su marido, y recurre a Heredia, cuya investigación lo llevará a conocer los problemas ambientales que afectan a ciertas zonas del país y que se originan en el afán de lucro desmedido que orienta a algunos sectores empresariales de la minería. Heredia hace la oración fúnebre de su amigo. Va a visitar la oficina y encuentra a Héctor Sanhueza, abogado que trabajaba con Alfredo.
Vuelve la rapsodia literaria, con novedades: Dickens, Dumas, Rodolfo Walsh, el novelista y periodista argentino, muerto por la dictadura militar; algunos poetas chilenos actuales; José Saramago; Abelardo Castillo; Patricia Highsmith y Horace McCoy.
Los principales personajes son Heredia, el narrador; el quiosquero Anselmo; el periodista Campbell y la comisaria Doris Fabra, la última pasión de Heredia. También el Escriba (“quien insistía en relatar mis pesquisas en sus novelas, probablemente el único indicio que daría de mí”, p. 11). El policía Ruperto Chacón, su amigo. En Cuenca, el abogado Vicente Benavides, Julián Becerra, Santiago Escobar, Adriana Mercado, Milton Montes –el empresario– y Héctor Sanhueza, abogado del bufete de Alfredo Razetti, con imprevistos desenlaces en la trama.
Doris Fabra fue muy atizada:
Había algo entre nosotros y por eso me atreví a proponerte que viviéramos juntos. No era mucho lo que deseaba; simplemente saber que en alguna hora del día podía contar contigo y que teníamos un lugar donde encontrarnos más allá del azar que a ti tanto te gusta mencionar, o de las ganas que podíamos tener el uno del otro (Ramón Díaz Eterovic, La música de la Soledad, p. 113).
Luego, le comunica que iba a trabajar en la provincia, y se va del bar; vuelve a su casa algunas veces. Pero fue acribillada por sicarios:
El segundo hombre se acercó a su lado y apuntándola al pecho le descargó una ráfaga de la metralleta que portaba. […]. Di unos pasos y me arrodillé junto a ella; la tomé entre mis brazos y luego de unos segundos cerré sus ojos. Minutos después, los policías me obligaron a separarme de Doris (Ramón Díaz Eterovic, La música de la Soledad, p. 317).
El amor difícil se transformó en brutal muerte. Heredia, entonces, tuvo que recordar a su lúcido interlocutor, el gato Simenon, consejero sentimental:
Porque estás acostumbrado a la soledad –respondió Simenon que limpiaba sus bigotes tendidos sobre la cubierta del escritorio–. La vida te ha hecho creer que los afectos son pasajeros. […]. Temes volver al tiempo de los afectos efímeros. Te has acostumbrado a postergar tus deseos y te conformas con asumir los dolores de tus clientes; sus historias que por unos días te permiten olvidarte de ti mismo (Ramón Díaz Eterovic, La música de la Soledad, p. 38).
Heredia repite los detectives del enigma contemporáneo: no son más héroes sino antihéroes, de amores difuminados, viviendo en un mundo que se fragmentó.
La novela Los fuegos del pasado, de 2016, transcurre en el sur. Heredia atiende a la solicitud de un amigo, pues el vecino de él descubrió que había sido un niño adoptado, lo que lo lleva a viajar una vez más al sur de Chile para rastrear las huellas de una adopción ilegal. Quizás el recuerdo del padre de Heredia, Buenaventura Dantés, a quien tanto le costó reencontrar, lo hubiese movido a aceptar el trabajo que Renato Batista, el vecino, le pidió. Él había recibido una carta anónima que decía que debería procurar a Clarisa Valdés, en Villarrica, sur de Chile.
Su destino, pues, fue la tranquila y hermosa ciudad de Villarrica, con su volcán cerca, y su única pista es el nombre de la matrona jubilada que se niega a conversar con él. El gato Simenon, perezoso pero hablador, lo estimula a esa aventura.
Hay un pasado que tarda a pasar en el mundo del detective Heredia, lleno de miedos y control de la prensa:
Mi ruta se volvió más incierta, sombría, acorde con la época ingrata que me tocaba sobrevivir, a lo sones de las bandas militares que intentaban acallar los gritos de las víctimas, y con el horror acechando a la vuelta de la esquina. Aún hoy no deja de inquietarme el sonido de una sirena o unos golpes inesperados en mi puerta. Un puedo evitar las huellas del pasado, como no puedo dejar de respirar o alegrarme de ver el sol cada mañana (Ramón Díaz Eterovic, Los fuegos del pasado, p. 11).
Desde el inicio, Ramón Díaz Eterovic sitúa el contexto social de su relato:
Los grandes delitos no ocurrían en las calles ni en los callejones mal iluminados, sino que, al interior de los salones palaciegos, en los despachos empresariales y del gobierno de turno; lugares donde imperaba la corrupción que los rateros y miserables ocultaban, invocando razones de Estado o simplemente llamando a cerrar los ojos o mirar hacia otro lado para aquietar sus sucias conciencias (Ramón Díaz Eterovic, Los fuegos del pasado, p. 9).
Eso significa que había una cuestión de poder, y de dominación por el dinero, “es lo que más mueve al mundo, ¿no le parece? (p. 97), acumulados por la colaboración de propietarios con los militares, “el peso del poder y la bruma el pasado” (p. 130); “aunque no faltaban los desconfiados que pensaban, a la manera de Balzac, que ‘detrás de cada fortuna hay un delito’” (p.166). Además, con la expropiación de los mapuches en La Araucanía:
Golpear a las personas no es nada nuevo en La Araucanía. Pregunte a los comuneros mapuches qué pasa con ellos y sus familias cuando los carabineros allanan sus viviendas. Detenciones, hombres con impactos de perdigones, mujeres golpeadas, niños atemorizados. Toda la violencia en contra de quienes no tienen recursos para defenderse (Ramón Díaz Eterovic, Los fuegos del pasado, p. 129).
Varios son los personajes: Olga Bester, la enfermera, que le ayuda en la investigación, y le proporciona un fugaz amor; La Monja, Clarisa Valdés Terranova, la secuestradora a sueldo; Genaro Menchaca, funcionario del hospital; el comisario Adán Pantoja; Líbero Quilodrán, policial jubilado; Carmen Pitol, una muchacha violada; Leopoldo Encina, doctor; el escritor Escriba, personaje aleatorio que escribía novelas sobre mujeres apasionantes; Gustavo Gruber, de inusitado desenlace en la trama; Santana, excarabinero, beneficiario de terrenos fiscales por parte de los militares, y el ladrón y sicario de terratenientes Dimas Gallardo.
La narrativa del detective privado está llena de referencias literarias: Francisco de Quevedo, Dumas, Balzac, George Simenon, Ellery Queen, Rex Stout, Fredric Brown, García Lorca, Julio Cortázar, Hemingway, Neruda, Marcial Lafuente Estefanía, Raúl Argemi, Juan Carlos Onetti y los cuadros de mundos fragmentados de Edward Hopper.
Poco a poco, la trama llega a la resolución del enigma, y Renato Batista viene a conocer su padre. Heredia realiza su trabajo, una investigación que le permite descubrir la verdad oculta tras las apariencias, siguiendo pistas con paciencia y perspicacia. Puede volver a su casa, comentar con el gato Simenon los acontecimientos y prepararse para una nueva investigación.
La reciente novela de Ramón Díaz Eterovic, La cola del diablo, de 2018, nos trae a Heredia regresando a Punta Arenas, respondiendo al llamado de una antigua pasión, Yazna Matic, que requiere sus servicios para encontrar a Marta, una muchacha desaparecida al término de una animada fiesta estudiantil.
El detective inicia su trabajo, y lo que podría ser la fuga de una liceana enamorada se convierte en un enigma que compromete a predicadores con pies de barro. Las muertes se acumulan.
Muy rápido, reanuda la relación amorosa con Yazna. Conoce a Rosaura, la madre; el padre Basso y Lozano; Tom Hooper, el presunto suicida, y a algunos otros en la ciudad austral.
El detective no puede quedar indiferente a la verdad que poco a poco va develando con la ayuda del hijo de una antigua enamorada, de un vendedor de flores, de Gardel Artigas, un expolicía que odia los tangos, y de su gato Simenon, con quien, desde la distancia, imagina diálogos que serán claves para la resolución del caso.
Descubre el feminicidio, y secretos bajo las sotanas:
… aunque el más probable es que estemos frente a una red organizada para proteger a los curas que cruzan los límites de la moralidad que predican. No importa el mal que ocasione uno de ellos, siempre habrá otra dispuesto a defenderlo o brindarle una ruta de escape. Es una historia que se arrastra por siglos, tan vieja como el mal (Ramón Díaz Eterovic, La cola del diablo, p. 239).
Al cabo, reafirma la literatura como reflexión sobre la vida social:
… investigar un crimen y escribir una novela tienen similitudes. Se parte casi do nada y poco a poco aparecen las ideas o los hechos que dan vida a una historia. Los enigmas de las escenas criminales y el de la página en blanco son similares (Ramón Díaz Eterovic, La cola del diablo, p. 244).
Los personajes que se repiten a lo largo de su obra son el detective Heredia, lector, amante de la música; su gato llamado Simenon, con quien discute los casos, y el presunto escritor Escriba, su alter ego. Además, las referencias literarias y musicales se acumulan como un concierto iluminado.
Trae la descripción del urbanismo de crímenes violentos, sea en Santiago, sea en longincuas ciudades provinciales, del norte al sur, dejando, en detalles pequeños que va dibujando, trazos de melancolía, nubes del pasado que no se disipan, y la búsqueda de una justicia quizás imposible. Ramón Díaz Eterovic actualiza la novela negra, ahora con las tintas rojas de la violencia política, económica y clerical.
- Ramón Díaz Eterovic realizó sus estudios básicos y secundarios en Punta Arenas (Instituto Salesiano Don Bosco y Liceo Fiscal de Hombres). En 1974 se trasladó a Santiago para estudiar Ciencias Políticas y Administrativas en la Universidad de Chile, donde se tituló de Administrador Público. También siguió estudios de literatura en su alma mater. Está casado con la escritora chilena Sonia González Valdenegro. Tiene tres hijos. Fue director de la revista de poesía La Gota Pura (1980-1995) y presidente de la Sociedad de Escritores de Chile (1991-1993).
Fue uno de los creadores y comisario del Festival Iberoamericano de Novela Policial Santiago Negro, organizado por el Centro Cultural de España, con sede en Chile, los años 2009 y 2011. Es uno de los fundadores de la revista digital de narrativa policial La Negra. Recibió varios premios literarios. En la Serie Heredia, ha publicado:
La ciudad está triste, Editorial Sinfronteras, Santiago, 1987 (LOM, Santiago, 2000); Solo en la oscuridad, Editorial Torres Agüero, Buenos Aires, 1992 (Chile: LOM, Santiago, 2003); Nadie sabe más que los muertos, Planeta, Santiago, 1993 (LOM, Santiago, 2002); Ángeles y solitarios, Planeta, Santiago, 1995 (LOM, Santiago, 2000; Txalaparta, España, 2004); Nunca enamores a un forastero, La Calabaza del Diablo, Santiago, 1999 (LOM, Santiago, 2003; Txalaparta, España, 2006); Los siete hijos de Simenon, LOM, Santiago, 2000 (Seix Barral, Barcelona, 2001); El ojo del alma, LOM, Santiago, 2001; El hombre que pregunta, LOM, Santiago, 2002; El color de la piel, LOM, Santiago, 2003; A la sombra del dinero, LOM, Santiago, 2005; Muchos gatos para un solo crimen, cuentos, LOM, Santiago, 2005; El segundo deseo, LOM, Santiago, 2006; La oscura memoria de las armas, LOM, Santiago, 2008; La muerte juega a ganador, LOM, Santiago, 2010; El leve aliento de la verdad, LOM, Santiago, 2012; La música de la soledad, LOM, Santiago, 2014; Los fuegos del pasado, LOM, Santiago, 2016; La cola del diablo, LOM, Santiago, 2018.↵ - Kurzen, Clemens A. Franken (2000). “Ramón Díaz Eterovic como representante de la novela negra chilena”. Revista Signos, 33(48), 13-19.↵