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Consumos culturales,
medios de comunicación
y nuevas tecnologías en Cuba

Pedro Emilio Moras Puig

Resumen

El consumo es una noción que ha originado múltiples polémicas, sobre todo en su vinculación con las investigaciones culturales, debido a su impronta económica. Sin embargo, cada vez más ha devenido en un eje de análisis que permite comprender actitudes, comportamientos y desigualdades en la realidad social. En correspondencia, se privilegia el análisis de su lugar creciente en la configuración de las identidades colectivas o de clase y en la permanencia de las posiciones de ventajas y desventajas.

El tema del consumo cultural se ha consolidado en las agendas investigativas de las ciencias sociales latinoamericanas. Las investigaciones permiten distinguir patrones similares de consumo cultural, que develan rasgos integradores, que sirven para comunicar e interconectar a las personas, en relación con prácticas e intereses comunes a todas por igual. Así, vemos que la mayoría se vincula a la cultura masiva, en especial a la televisión y a la radio, y el hogar constituye el espacio cultural por excelencia.

A pesar de estas coincidencias, se observa una diversidad al interior de cada grupo poblacional, expresada en diferentes intereses, hábitos y expectativas. Ello posibilita definir conjuntos poblacionales con particulares formas de interconectarse con los circuitos de la cultura, indicadores de múltiples identidades que conviven en la sociedad, como reflejo de su complejidad. En este sentido, en la población cubana se constatan fragmentaciones que hablan de distintos niveles de consumo cultural y jerarquizaciones implícitas, por parte de los sujetos, con relación a los tipos de bienes con que interactúan.

Dos encuestas nacionales de consumo cultural realizadas en Cuba permiten identificar, en el consumo de medios de comunicación masiva y en el uso de espacios públicos y privados sobre las instituciones de la cultura, las prácticas que caracterizan a la población cubana. No obstante, se evidencia también un incremento en el uso de nuevas tecnologías. Se trata de un tránsito asociado, entre otros, al auge de las tecnologías de la información y las comunicaciones (TIC) y la facilidad que introducen en la producción, distribución y consumo de productos y servicios culturales, lo que les permite a los sujetos configurar de manera autónoma sus consumos culturales.

El trabajo presenta resultados de la más reciente encuesta realizada en Cuba, así como de investigaciones cualitativas que indagan en las significaciones atribuidas a los comportamientos culturales de grupos poblacionales diversos.

Palabras clave

Consumo cultural; medios de comunicación; tecnologías digitales.

Introducción

Cada vez existe una mayor coincidencia en considerar que el crecimiento de los países no puede medirse únicamente por indicadores económicos, sino también por factores culturales. Este eje del desarrollo engloba el conjunto de componentes sociopsicológicos, que concurren, con el mismo derecho que los económicos, técnicos y científicos, al mejoramiento de las condiciones de vida material y moral de las poblaciones. Así la cultura se ha asumido como un elemento vital de la calidad de vida, y es evaluada con una visión abarcadora, no solo para la preservación de la identidad, sino también para la gobernabilidad, la ciudadanía, la cohesión social y la creatividad (Unesco, 1996).

Estos preceptos han guiado el proyecto social cubano. El Estado ha destinado importantes recursos a diferentes instituciones e impulsa un movimiento político a favor de una amplia socialización de la cultura. Para ello, se empeña en materializar acciones concretas dirigidas a difundir y promover los valores de la cultura nacional y universal y garantizar a todos los ciudadanos el acceso a los bienes y servicios de este ámbito. Además, crea las condiciones sociales –a través de programas sistemáticos de formación general y especializada, con la intervención del conjunto de actores sociales– para que la población disponga de los recursos, habilidades y competencias necesarias para relacionarse con estos bienes y tenga la capacidad de comprender, apreciar y valorar los códigos más novedosos y compenetrarse con las exigencias y los lenguaje de las distintas manifestaciones artístico-literarias. Esto subraya la necesidad de que la sociedad asuma la cultura como un instrumento de liberación, elemento central en el quehacer político, en la defensa de nuestra identidad, en el perfeccionamiento de la sociedad y la democracia, en la voluntad de modificar aquellas estructuras que reproducen la inequidad económica y social.

Junto con la significación que adquiere la cultura, otro de los temas centrales es el de la participación. Al margen de cualquier diferencia de interpretación conceptual o metodológica, existe consenso en considerarla un elemento primordial para el perfeccionamiento de la democracia, el medio para enfrentar colectivamente los retos del desarrollo, que impone la coyuntura histórica actual y el único camino para lograr que las bases sociales se conviertan en el espacio estratégico para la toma de decisiones. Relacionado a este término, abordamos el consumo cultural como un nivel legítimo de la participación y que, a su vez, tipifica a la población que tiende a interactuar básicamente con la cultura como público y beneficiario de acciones elaboradas por otros.

En este contexto, se reflexiona sobre el consumo cultural como escenario de homogenización, pero también de desigualdades en tanto accesos diferenciados a bienes y servicios culturales. A partir de una amplia experiencia investigativa[1], se han podido consolidar ejes conceptuales y empíricos estratégicos para evidenciar la emergencia de estos fenómenos en el contexto cubano.

El problema de investigación del presente estudio va dirigido a responder a la siguiente pregunta: ¿cuáles son las prácticas de consumo cultural de la población cubana actual?

Los objetivos de este trabajo son:

  • analizar resultados de investigaciones en Cuba que muestran tendencias de consumo cultural a escala nacional;
  • exponer evidencias que denotan el rol de los medios de comunicación masiva y de nuevas tecnologías digitales en las prácticas de consumo de la población cubana.

Se trata de una investigación concluida, en tanto se presenta una sistematización de resultados realizados en una década de trabajo, a través de dos encuestas nacionales y múltiples investigaciones cualitativas.

Marco teórico

Cultura, participación y consumo: acotando un campo

Cada uno de los elementos que se abordan constituye nociones abarcadoras y complejas, tanto por los procesos a los que hacen alusión como por la ausencia de consenso sobre su definición, lo que dificulta su aprehensión empírica. Enfrentando estos retos, se acotarán algunos conceptos que, a nuestro juicio, resultan indispensables.

Cultura

Alrededor de las definiciones de cultura aún no existe un consenso y son múltiples las dimensiones privilegiadas en cada una de ellas. Sin embargo, es vital asumir su autonomía relativa. Esto supone, por una parte, concebirla como un campo especializado, con sus instituciones, actores y lógica específica, que la legitiman como un objeto de investigación en sí mismo. Por la otra, guarda interconexión con el resto de las esferas de la sociedad, como la política y la económica. Son vínculos que, lejos de ser mecánicos, unilaterales o dependientes, son dinámicos e interdependientes.

Las ideas anteriores son deudoras del pensamiento de Bourdieu (1990) y Williams (1992). Para el primer autor, la cultura es un campo del sistema social, en tanto ámbito de la acción humana que se articula según una ley específica y que a su vez define una posición en el conjunto de la sociedad, en relaciones no solo de interdependencia, sino también de subordinación y dominación con los otros campos. Para el segundo, la cultura tiene un carácter manifiesto y otro latente. Lo manifiesto remite a las prácticas activas, o sea la acción directa y conscientemente actuada (se escribe una novela, se va al teatro, se ve televisión, etcétera). Los estados mentales, expresión de lo latente, reflejan una coherente red de significados compartidos, que los individuos generalmente no cuestionan y se admiten como marcos útiles presentes en sus interrelaciones. De forma tal que los mismos se objetivan en comportamientos, objetos y rituales, que configuran la piel del contexto institucional y que se asumen como imprescindibles e incuestionables, por su carácter previo a la intervención de los agentes. Por lo tanto, la cultura será entendida como un sistema significante de autonomía relativa y carácter manifiesto y latente, que nos proporciona datos, nos dice cómo es y está el mundo, brinda instrucciones de cómo actuar en él, metas y valores a alcanzar o utopías por construir.

De esta manera, no es posible comprender las prácticas desligadas de dichos estados mentales, en tanto están mediatizadas por una serie de factores que la reconstruyen. Entre ellos, los sistemas de creencias, valores, habitus[2], el sentido común, etcétera.

Ariño (1997) plantea que a lo largo del desarrollo histórico, el término “cultura” ha sido usado en tres sentidos fundamentales. El humanista[3], que la enfatiza como proceso adquirido mediante un entrenamiento a lo largo de la vida, de carácter selectivo, normativo, carismático, jerarquizador, vulnerable y restrictivo. El antropológico recalca su naturaleza constitutiva, inclusiva, colectiva, práctica, plural y relativa; mientras que el sociológico integra de manera crítica los aportes de las otras dos, agregándole su carácter de campo específico de relativa autonomía con respecto al resto de las esferas sociales.

El sentido humanista supone una visión jerárquica, donde solo algunas actividades humanas son realmente creativas, identificadas con el cultivo de facultades del espíritu, del gusto y la sensibilidad, distantes de la vida cotidiana. En consecuencia, se convierte en un atributo que permite clasificar tanto a las obras en sí como a los sujetos, grupos, sociedades y civilizaciones, en una escala de valor cultural. Asociados a esta noción, están los conceptos de alta o baja cultura, legitimidad, capital cultural y la responsabilidad social de determinadas instituciones en su preservación.

En cuanto al enfoque antropológico, parte del carácter cultural de todo acto humano. Asume que los diversos modos de vida de un pueblo o grupo social no deben ser sometidos a ninguna clasificación de superioridad e inferioridad: “(…) cada cultura humana es tan singular que no existe ningún criterio o norma para comparar unas con otras. Ninguna es más alta o más baja, más rica o más pobre, más grande o más pequeña que otra” (Rosaldo, 1993: 96, citado por Ariño, 1997). Se defiende, así, el carácter universal, relativo y dignificador de las diferencias.

Coincidimos con Ariño (1997) en que estas dos posiciones van de un “culturalismo” a un “relativismo” extremo y la manera de superarlo es la opción sociológica. Esto es, tener en cuenta los procesos sociales que subyacen en cualquier formación simbólica, tales como: su valoración, legitimación, distribución desigual de bienes y diferenciación funcional del campo cultural, su organización interna y articulación con otras esferas sociales. A esto, el autor añade que la cultura se produce en un contexto social donde los bienes simbólicos operan como un tipo de recurso, distribuidos de manera asimétrica, en dependencia de diversas variables, y que tales relaciones de desigualdad ocurren en planos inter e intra culturales. La aparición de artistas y otros mediadores culturales; de instituciones, prácticas particulares y relaciones sociales nuevas; de géneros y tipos de consumidores, con sus maneras de apropiación de los bienes simbólicos, producen formas institucionalizadas en la acumulación del capital cultural y diferencias entre el trabajo manual e intelectual, y entre el tiempo de trabajo y de ocio. Todo lo cual se hace sobre la base de jerarquizaciones, en el marco de luchas por la legitimación y la consagración cultural, que sitúan a los actores y sus estrategias culturales en posiciones específicas.

Participación

La participación es una palabra de uso común, que se define como acción y efecto de participar, y a esta última, como dar, tener y tomar parte. Se manifiesta en la vida económica, política, cultural y familiar. También, en los procesos de producción, consumo e intercambio de información, opiniones y creencias. Asimismo, en las expresiones colectivas más disímiles, como reuniones, organizaciones y en todo un conjunto de decisiones, con mayor o menor trascendencia para nuestra existencia.

Esta noción, vinculada a las estrategias de desarrollo, es considerada como medio para el reparto equitativo de los beneficios, así como elemento de transformación y modernización autosostenida de la sociedad. A su vez, es interpretada como un medio de acercamiento entre quienes deciden y ejecutan, la posibilidad de incrementar y redistribuir las oportunidades de tomar parte en el proceso de toma de decisiones.

La participación en el ámbito específico de la cultura supone la posibilidad de acceder, interactuar, apropiarse y ejercer el control sobre los recursos y bienes simbólicos propios de esta esfera. En consecuencia, implica tomar parte en el consumo, la creación o la gestión de los mismos. En este último sentido, lograr que los sujetos propongan proyectos de desarrollo, que –tal como nos sugiere Bonfil (1988)– estimulen resistencia, apropiación e innovación, en aras del enriquecimiento del universo de lo propio.

Todo proceso de participación se expresa en distintas formas, niveles y espacios[4]. Las formas aluden a las maneras en que se concreta el proceso. El público o beneficiario se refiere al rango de audiencia, con más o menos compromiso personal en el hecho cultural. Como artista, a aquella persona que practica alguna actividad artístico-literaria, ya sea como aficionado o profesional. Los sujetos pueden estar aprendiendo o practicando algún hobbie o afición de cualquier manifestación cultural o deportiva. El estudioso o investigador es aquel que estudia o investiga una materia cultural de manera formal o informal. El colaborador apoya, da criterios o ejecuta actividades y proyectos que las instituciones patrocinan. El promotor, organizador o gestor de iniciativas socioculturales es quien, por responsabilidades de trabajo o por voluntad propia, propone, estructura, convoca o dirige planes y proyectos de acción cultural. El asesor o evaluador es el que participa sistemáticamente en la valoración de acciones a implementar o de las ya realizadas. Por último, el decisor interviene en la administración de actividades culturales, en la toma de decisiones, en la configuración de políticas y en la elaboración proyectos culturales.

Los niveles se refieren a los grados en que los actores sociales deciden sobre su vida cultural, tanto de manera individual como colectiva. Estos pueden ser ordenados en un espectro que va desde el consumo hasta acciones que remiten a una mayor actuación e implicación. Así tenemos el nivel de consumo, en el que se disfrutan y utilizan los bienes y servicios culturales disponibles. El nivel movilizativo supone la ejecución de tareas asignadas para apoyar proyectos elaborados en sus aspectos esenciales fuera de su radio de acción y sobre el cual no se tienen atribuciones para modificar o influir sobre los objetivos y alcance del mismo. En la consulta, discusión y/o conciliación, los proyectos de acción están elaborados en sus aspectos esenciales y se pide el parecer, opinión y contribución de los sujetos. Aquí se concilia y se llega a acuerdos o incluso, a decidir algunas alternativas de elementos, pero no vitales. La delegación y control implica la transferencia de poder para aplicar y controlar un proyecto ya elaborado en sus líneas esenciales; en él se pueden hacer variaciones de acuerdo a las condiciones particulares del escenario en cuestión, siempre que no se traicionen sus postulados fundamentales. Por último, la responsabilidad compartida y codeterminación entrañan la intervención en la toma de decisiones, que incluye desde la identificación de las necesidades y los problemas, hasta la articulación de los objetivos, la formulación y negociación de propuestas para la solución, ejecución y evaluación de las acciones y el reparto de los beneficios.

Los espacios de participación serían aquellos ámbitos, sectores o áreas de la sociedad caracterizados por una dinámica particular de interrelación, en los que se suceden estos procesos. Tales escenarios pueden tener distinto alcance y posición en la organización social, de acuerdo a las esferas en que se desarrollan y la naturaleza intrínseca de los mismos. Como espacios públicos, encontramos: parques, plazas y áreas abiertas de las ciudades. Los privados incluyen lugares de sociabilidad organizados en posesiones privadas, como los propios hogares de los sujetos. El asociativo responde a una unión voluntaria o convocada de personas con intereses y aficiones comunes, de manera estable y sistemática, en torno a un proyecto de acción común. Mientras que el institucional contempla las ofertas de organizaciones tanto públicas como privadas. Estas últimas, de reciente irrupción en el panorama cultural de nuestras ciudades, lo que complementa o contradice la oferta estatal, en tanto operan en una dinámica más próxima a estrategias de mercado y crean en el imaginario popular destinos ideales de consumo cultural.

Entendemos que la participación cultural, a través de las formas, niveles y espacios en que se manifiesta, debe convertirse en un proceso formativo de respeto a la pluralidad, sin discriminación de culturas. Esto implica reconocer diversas identidades culturales a partir de rasgos, prácticas y cosmovisiones comunes de grupos en contextos de democracia cultural; en ellos, los sujetos implicados, desde su diversidad, deben asumir roles protagónicos en procesos de creación, gestión y consumo de los bienes culturales que se producen en la sociedad.

De esta manera, la vida cultural de las ciudades se vincula a la dinámica e interrelación de espacios culturales de diferente naturaleza y a las posibilidades de consumo y de escenarios de participación que estos ofrezcan. No obstante, la forma de manifestación por excelencia de la participación cultural es el consumo.

Consumo cultural

El consumo es una noción que ha originado múltiples polémicas, sobre todo en su vinculación con las investigaciones culturales, debido a su impronta económica. Sin embargo, cada vez más ha devenido en un eje de análisis que permite comprender actitudes, comportamientos y desigualdades en la realidad social. Esto ha favorecido un incremento de su atención investigativa. Se considera que en la vida de la gente gana espacio el uso material (de bienes y servicios) y el simbólico (de conocimientos, información, imágenes, entretenimiento, íconos) al punto que se afirma que estamos pasando de la sociedad basada en la producción y la política a la sociedad basada en el consumo y la comunicación (Hopenhayn, 2007). En correspondencia, diversos autores han privilegiado el análisis de su lugar creciente en la configuración de las identidades colectivas o de clase y en la permanencia de las posiciones de ventajas y desventajas.

El tema del consumo cultural se ha consolidado en las agendas investigativas de las ciencias sociales latinoamericanas. Dichos estudios se propusieron conocer los comportamientos culturales de esa población, a través del uso del tiempo libre, de los bienes culturales clásicos o del equipamiento doméstico vinculado a los mismos.

Para García Canclini (1992), concebir el consumo cultural como el lugar de lo suntuario y lo superfluo es reducir su capacidad explicativa de las sociedades actuales, de sus procesos (integración/diferenciación), de la estructura política y cultural, además de negar la capacidad que el sistema social le concede para integrarse a sí mismo. En la selección y apropiación de los bienes, se define lo que se considera públicamente valioso, así como las maneras en que se integran y distinguen las personas. Propone una sistematización, que resalta las dimensiones más importantes de este concepto, en la que conecta las interpretaciones ofrecidas por las distintas teorías. Las agrupa en seis modelos, que asumen al consumo como: un proceso ritual; espacio de reproducción de la fuerza de trabajo y de expansión del capital; pugna por la apropiación del producto social de los grupos y las clases; diferenciación social y distinción simbólica entre los grupos sociales; integración y comunicación entre clases y grupos; y objetivación de los deseos e impulsos indefinidos.

Este autor considera que estos modelos son aplicables a todo tipo de consumo y llevan implícito su carácter cultural. Considera al consumo cultural como: “El conjunto de procesos de apropiación y usos de productos en los que el valor simbólico prevalece sobre los valores de uso y de cambio, o donde al menos estos últimos se configuran subordinados a la dimensión simbólica” (García Canclini, 1992: 34).

Ahora bien, ese consumo se expresa en prácticas concretas –lo que remite a a la acción directa, en tanto se escribe una novela, se va al teatro, se ve televisión, etcétera (Williams, 1992)–, las que varían en función de los individuos, los grupos y las sociedades. Esto se conecta con otro de nuestros presupuestos teóricos: el carácter activo del consumo. En respuesta a los debates que cuestionan tal afirmación, consideramos que este no es una mera manipulación o integración total del individuo en un mundo de representaciones que lo coartan, lo domestican, lo enajenan y lo distorsionan. Por el contrario, implica la construcción de identidades y la proyección de sentidos.

En relación con esto, De Certeau (1979), tratando de eliminar los prejuicios sociales que la palabra “consumidor” tiene, prefiere usar “practicante”. Ello supone centrar la mirada en el proceso de producción de sentido que ocurre en la interacción del sujeto con los bienes culturales. Lo que las personas hacen con determinado objeto o imagen no se ve a simple vista, ya que a “los practicantes” les es imposible “marcar” lo que hacen con los productos recibidos; “(…) las huellas del consumidor se borran” (De Certeau, 1979: 267). El análisis de este proceso no puede encontrarse solo en los bienes que se ofrecen, sino en las maneras específicas en que se emplean: “A la producción de los objetos y de las imágenes, producción racionalizada, centralizada, ruidosa y espectacular corresponde otra producción disimulada en forma de consumo, una producción astuta, dispersa, silenciosa y oculta, pero que se insinúa por doquier” (De Certeau, 1979: 267).

En el caso cubano, el consumo cultural, si bien no ha constituido una prioridad en la agenda de investigación, ha estado presente de una manera u otra en el transcurso de los años. Aunque no se haya apelado explícitamente a esta noción como tal, se ha mantenido un interés por examinar cuestiones asociadas a la misma. Ello se evidencia en el abordaje del tiempo libre (de 1959 hasta los ochenta); las audiencias y el uso de bienes culturales clásicos (los ochenta); consumos culturales, procesos subjetivos y recepción (de 1990 hasta la actualidad) (Rivero y Linares, 2008).

En la última etapa de los estudios, nuestro equipo de investigación ha estado inspirado en García Canclini (1992), al considerar el consumo cultural como una práctica en la que se construyen significados y sentidos del vivir, lo que lo hace un espacio clave para comprender los comportamientos sociales; de ahí su afirmación de que sirve para pensar. Al seleccionar los bienes y apropiarnos de ellos, definimos lo que consideramos públicamente valioso. Se trata de una apropiación colectiva, resultado de relaciones de solidaridad y distinción con otros, de bienes que dan satisfacciones biológicas y simbólicas que sirven para enviar y recibir mensajes.

Así, ha sido prioridad trascender la descripción de los comportamientos culturales y adentrarse en su comprensión a partir de causales y análisis de contextos que las condicionan. Todos los ejes conceptuales anteriormente esbozados han tenido un correlato en la práctica investigativa sobre este tema.

Participación cultural en Cuba: evidencias empíricas

La primera encuesta nacional de consumo cultural (1998) constituyó un esfuerzo por conocer los intereses y hábitos culturales de la población de las zonas urbanas del país. Este estudio se diferencia de los realizados en épocas anteriores, en los que el concepto esencial era el de tiempo libre, por centrarse en el consumo cultural. En correspondencia, no solo se identificaron las principales actividades culturales que eran realizadas con mayor frecuencia por la población, sino también sus intereses y expectativas, mediados por variables sociodemográficas (sexo, edad, nivel de escolaridad y ocupación). Todos estos elementos permitieron obtener una visión más abarcadora del fenómeno estudiado e identificar prácticas que homogenizan a todos los grupos poblacionales y otras que los distinguen.

Esta perspectiva fue retomada en una investigación posterior de carácter provincial, en la que igualmente se analizó el consumo, pero esta vez como expresión de la participación de la población en el desarrollo cultural. En congruencia, además de los hábitos, intereses y expectativas artístico-culturales, se consideraron las formas, espacios, niveles y estructuras de esa participación, atendiendo a las variables sociodemográficas anteriormente mencionadas.

En el contexto de las condiciones sociohistóricas específicas, se identificaron similitudes y diferencias que hablan, en cierta medida, de limitaciones y potencialidades para intervenir, bien como consumidor o como actor de transformación en esta esfera y transitar de mero beneficiario o usuario de políticas a real protagonista. En las indagaciones se han considerado como ejes centrales: las necesidades, discursos, repertorio de conocimientos y significaciones, junto a las conductas que modelan y orientan las maneras en que los sujetos sociales se apropian de determinados bienes.

En este quehacer, las investigaciones han acumulado resultados que permiten conocer las formas y niveles de participación de la población y, en especial, las particularidades del consumo cultural. Se ha podido delinear un mapa global sobre la interacción de los distintos grupos sociales con los bienes simbólicos, así como identificar algunas de las mediaciones que pueden estar incidiendo en la misma. La combinación de las lógicas cuantitativas y cualitativas ha sido la base de las propuestas.

Los resultados de esta labor permiten distinguir patrones similares de consumo cultural. Estos develan rasgos integradores que sirven para comunicar e interconectar a las personas, en relación con prácticas e intereses comunes a todas por igual. Así, vemos que la mayoría se vincula a la cultura masiva, en especial a la televisión y a la radio, y el hogar constituye el espacio cultural por excelencia.

A pesar de estas coincidencias, se observa una diversidad al interior de cada grupo poblacional, expresada en diferentes intereses, hábitos y expectativas. Ello posibilita definir conjuntos poblacionales con particulares formas de interconectarse con los circuitos de la cultura, indicadores de múltiples identidades que conviven en la sociedad, como reflejo de su complejidad. En este sentido, en la población cubana se constatan fragmentaciones que hablan de distintos niveles de consumo cultural y jerarquizaciones implícitas, por parte de los sujetos, con relación a los tipos de bienes con que interactúan y que a su vez marcan accesos asimétricos a partir de mediaciones culturales y también económicas.

Los datos indican que el consumo cultural descansa sobre una estructura compleja y opera con una lógica dictada por los más diversos factores, como: trayectorias profesionales, géneros, edades, matrices consolidadas de intereses, hábitos, expectativas, formas de participación, así como de necesidades y significaciones relacionados con la cultura. En este sentido, dichos estudios profundizaron en el universo de necesidades de los sujetos, caracterizado por estar estrechamente ligado a la realización personal, la familia y el trabajo, en la búsqueda de satisfactores materiales de sustento, que les impiden trascender los planos existenciales más inmediatos de su cotidianidad.

Al indagar sobre los significados otorgados a la noción de cultura, se observa el predominio de un contenido que la relaciona con la creación, arte y sensibilidad, en estrecho vínculo con la educación, conocimiento y desarrollo. Los sujetos distinguen así una alta cultura, más elaborada, que exige ciertas competencias y asumen que existe un gusto legítimo y superior. Esta forma de representación constituye un factor diferenciador y jerárquico, en detrimento de otras prácticas de su vida cotidiana, en las que también se despliegan capacidades, habilidades, creatividad y originalidad. Así, las personas portadoras de estos sentimientos pueden sentirse excluidas ante determinadas propuestas, subestimarse al autocatalogarse como incultas, y llegar a desarrollar estereotipos o prejuicios que coartan cualquier tentativa de interacción con estos bienes.

Hay que destacar que el predominio en la subjetividad social, de este sentido de la cultura, construye y reproduce a diario categorías afines a un modelo jerarquizador, que –de manera consciente o no– sigue siendo el dominante en las estrategias que se implementan, tanto por los medios de comunicación, las políticas culturales y educativas como por la familia. Este responde a categorías predeterminadas, que delinean cada campo artístico por separado y definen la estética, por la belleza que albergan las grandes obras de arte, lo que los sujetos heredan y sedimentan como verdades indiscutibles (Willis, 1999).

La valoración anterior implica una separación entre el consumo y la producción; una visión de que la cultura, en su elaboración y disfrute, es exclusiva de grupos con competencias y entrenamientos específicos.

Medios de comunicación: consumo cultural informal y nuevas tecnologías

Como ya señalamos, ver televisión es la práctica más relevante de los cubanos; la radio, por su parte, es más distintiva de las zonas rurales, pero no despreciable en las zonas urbanas. Las tecnologías digitales enriquecen estos consumos y complementan las preferencias de los sujetos.

En el contexto cubano actual, el consumo cultural se ha desplazado hacia ámbitos no institucionales. Este tránsito está asociado, entre otros, al auge de las tecnologías de la información y las comunicaciones (TIC) y la facilidad que introducen en la producción, distribución y consumo de productos y servicios culturales. Por ello, es oportuno mostrar las tácticas y estrategias que ponen en juego los sujetos para configurar de manera autónoma sus consumos culturales, lo que puede estar reflejando la capacidad e ingenio de los mismos para acceder a niveles de participación más activos.

En Cuba la interacción con las TIC adquiere matices específicos. Existe una infraestructura débil, obsoleta y aún en construcción que configura un panorama distante de las sociedades del conocimiento. El acceso y penetración de estas tecnologías es limitado (López García, 2013; Palacio, 2012). Sin embargo, se producen tácticas creativas que reflejan la participación del sujeto común en la elaboración, distribución y disfrute de productos audiovisuales y digitales.

Las prácticas de consumo cultural informal en la población cubana están centradas en productos audiovisuales, musicales y en el uso de espacios de la ciudad. Con respecto al primero, se destaca el llamado “Paquete semanal”[5], que se disfruta en el espacio privado del hogar. Dentro del ámbito de la música, sobresale el videoclip, preferiblemente del género reggaetón. Asimismo, predominan, en los más jóvenes, actividades citadinas generadas por los proyectos audiovisuales de la capital (Fiestas House, Fiesta Havana y Sarao) y la articulación en redes informáticas a nivel de barrios.

Las prácticas de consumo cultural informal se han mantenido en el tiempo, y su principal atractivo es que los individuos tienen el control sobre la elección, el momento y el modo de consumo del bien o servicio cultural elegido. Se trata de la autonomía y libertad que les otorgan a los sujetos para escoger programas, crear un espacio y delimitar el tiempo de consumo (Echemendía, 2015; Márquez Cicero, 2015).

Es necesario destacar que, en un contexto desfavorecido tecnológicamente, nuestra población juvenil ha adquirido las habilidades tecnológicas necesarias para interactuar con tecnologías digitales. Esta ha logrado apropiarse de las competencias necesarias para hacer un consumo crítico y creativo de bienes y servicios culturales propios de los mercados informales, pero también para configurar sus propios consumos culturales, que denotan prácticas de participación de mayor implicación. No obstante, estas prácticas muestran accesos diferenciados a partir de la tenencia a nivel personal de determinadas tecnologías, economía familiar o personal distintiva y residencia en zonas urbanas, entre otros factores.

Conclusiones

La vida cultural de las ciudades conecta los temas de las ofertas, los consumos y otras formas de participación. La democracia cultural implica reconocer la participación de los sujetos en la construcción de la vida cultural, tener al menos en cuenta sus necesidades y demandas, sin deslegitimar su acceso como público de la oferta cultural, que es la forma predominante y que tradicionalmente tipifica el acceso a la cultura.

El hecho de que la participación cultural de la población cubana, en las instituciones culturales, no sobrepase el nivel de consumo no indica que en otros escenarios los sujetos alcancen formas diferentes de acceso a la cultura que expresan legítimos procesos participativos, tal es el caso de parques, plazas, del propio ámbito doméstico y de algunos escenarios comunitarios. Por otra parte, en la dinámica de nuestras ciudades, aparecen cada vez nuevos objetos y formas de relación con la cultura, que se conectan con demandas de la población. Tal es el caso del llamado “Paquete semanal”, propuesta no institucionalizada, que ofrece un cúmulo importante de información y la oportunidad para que los sujetos diseñen su propio espacio audiovisual en el ámbito doméstico, así como las redes que integran a los jóvenes con el uso de computadoras y de internet.

De cualquier manera, el estudio de la participación y el consumo cultural nos remite a fenómenos complejos que tienen como principal reto profundizar en las significaciones atribuidas a las prácticas y a la diversidad cultural que subyace a las mismas. La modernidad parece imponer pautas a los hábitos y prácticas de los sujetos, en las que predomina la recepción de la cultura a través de los medios y otras tecnologías electrónicas, en detrimento de la utilización de las instituciones públicas. Esta lógica se convierte en un patrón que asemeja a las diferentes ciudades, al margen de sus particularidades. Es así que investigaciones similares en otras provincias de nuestro país y procedentes del ámbito internacional describen procesos semejantes.

¿Por qué se repiten patrones de conductas, tanto en las grandes ciudades como en las pequeñas, independientemente de sus diferentes ofertas y servicios, de las poblaciones que la habitan, de los sistemas económicos que la rigen o de las circunstancias históricas que la atraviesan? En el intento de dar respuesta a estos problemas, se alude a las consecuencias del nuevo orden comunicativo, la disfuncionalidad de las instituciones existentes, el predominio de la cultura oral, los procesos de hibridación, globalización, migración, desurbanización, nuevas relaciones de los ciudadanos con sus ciudades, reordenamiento de las categorías de lo público y lo privado, así como el surgimiento de nuevas formas de sociabilidad. Además, se reconoce el papel de los medios masivos y su influencia en las dinámicas culturales cotidianas, en tanto pasan a formar parte del tejido constitutivo de lo urbano y lo público, de la producción de imaginarios e integración de la experiencia de los ciudadanos.

Otras matrices importantes son las significaciones atribuidas a los conceptos de cultura y participación. En el primer caso, las nociones que prevalecen la identifican con instrucción, desarrollo intelectual y espiritual. Mientras que en cuanto a la segunda, en concordancia con la forma en que se manifiesta, la concepción predominante es la de consumo de bienes culturales. Ello explica, de alguna manera, que los individuos no se reconozcan a sí mismos como protagonistas, sino que adjudiquen esa responsabilidad a especialistas, técnicos y funcionarios de las instituciones y del gobierno. Tal percepción podría ser interpretada a la luz de una concepción de la cultura como un campo, cuya proyección no le compete, por el hecho de asumirla solo en su disfrute, en momentos de descanso y relajación, sin implicación directa en la conducción y organización de las políticas que la rigen.

La manera de asumir la labor cultural, a veces inconsciente, deja afuera y deslegitima otras creaciones de la experiencia cotidiana, en las cuales igualmente se reflejan las capacidades, agudeza, imaginación, destrezas e inventivas de los sujetos. La creatividad y el talento humano no son inherentes y exclusivos de lo artístico-literario, sino que se manifiestan en la utilización, disfrute y apropiación de los más variados objetos y espacios sociales. Se trata de usos generadores de significados, que llevan consigo un proceso de clasificación, elección, compromiso y negociación en la configuración del sentido personal. De esta manera, la interacción con cualquier objeto significante comporta una cuota de inteligencia, intuición e inspiración, que lo confirma como acto cultural y supera los límites de aquella concepción tradicional de cultura.

Esto supone el desafío de asegurar a todos el acceso a las bellas artes, así como educarlos en las habilidades, capacidades y disposiciones básicas, para el entendimiento de sus principales códigos y símbolos. Todo ello sin menospreciar e ignorar lo que hay de creativo en cualquier práctica social, aun en sus apariencias más simples, corrientes, naturales y supuestamente intrascendentes, desde el punto de vista cultural.

Es una visión que reconoce además la multiplicidad de identidades que conforman el entramado social. Más allá de las identidades fuertes, se encuentran las débiles, no instituidas y novedosas, que se producen al margen de las instituciones escolares, culturales y familiares. Identificadas como lo “social invisible”, lo fronterizo, que se manifiesta en grupos que han luchado por dignificar y legitimar sus específicas formas de ser en la vida pública, a saber: religiosos, homosexuales, transexuales, rockeros, raperos, rastas y creadores de los campos culturales. A partir ello, el éxito y la vitalidad de la(s) política(s) se fecundarían al asumir el reto de habitar la identidad y dar cuenta de la emergente diversidad de la sociedad cubana y los desafíos que se plantean en términos simbólicos, lo que exige una mirada a lo fronterizo, a lo híbrido del comportamiento existencial de los outsiders (Basail, 2006).

Es preciso contribuir a que las personas sean capaces de reconocer sus potencialidades y a partir de ellas, activarlas e impulsarlas como actores de desarrollo, así como realzar la significación social de sus acciones. Esto no debe implicar una renuncia, por parte de la política cultural, en sus empeños por conquistar la equidad en el acceso y asimilación de los bienes culturales, a la vez de extender y formar un público, pero sí hacerlo desde el protagonismo de la población, en la configuración de su propia cultura, haciendo posible, como nos dice Martín Barbero (1989), la experimentación cultural, la experiencia de apropiación y de invención, además del movimiento de recreación permanente de su identidad.

El consumo cultural se mueve así de prácticas que homogenizan a la población a otras que la diferencian a su interior en múltiples segmentos, donde la diversidad cultural subyace como elemento importante, pero también capitales culturales y económicos a nivel individual, grupal y comunitario marcan diferencias que expresan desigualdades de acceso, formación e interacción con la cultura.

Bibliografía

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  1. Dos encuestas nacionales de consumo cultural, tres investigaciones provinciales y más de diez estudios de casos territoriales.
  2. El concepto de habitus vincula lo social con lo individual, al asumirlo como un sistema de disposiciones duraderas que le da a la conducta un marco de referencia. El mismo se configura a partir de las condiciones de existencia de las personas, que pueden ser muy variadas y estar sometidas a múltiples influencias.
  3. El término “humanismo” se usa con gran frecuencia para describir el movimiento literario y cultural que se extendió por Europa durante los siglos XIV y XV y subrayaba el valor que tiene lo clásico, más que por su importancia en el marco del cristianismo. En filosofía, se refiere a la actitud que hace hincapié en la dignidad y el valor de la persona, cuyo principio básico es que se trata de seres racionales, que poseen en sí mismos capacidad para hallar la verdad y practicar el bien. Utilizamos esta noción atendiendo a la interpretación y tratamiento que de la misma hace Ariño (1997).
  4. Estos conceptos fueron tomados fundamentalmente de Linares, Correa y Moras (1996).
  5. Compilación digital que circula por todo el país a través de discos duros externos. Incluye telenovelas, series, películas, videos musicales, documentales, música, videojuegos, catálogos, publicidad, noticieros, revistas, libros, actualizaciones de antivirus, reality shows, aplicaciones para móviles, entre otros.


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