María Gabriela D’Odorico
Si la construcción del futuro y la invención de una forma
perennemente actual no es obligación nuestra, tanto más
evidente resulta que tenemos que actuar sobre el presente.
KARL MARX, “Carta a Ruge”, 1843
Cada vez que se acepta el reto de volver a leer los textos de Karl Marx, son muchos los fantasmas que se agitan. Y como si continuaran su recorrido por la actual geografía, de inmediato desplazan cualquier interés erudito o análisis filológico con los que se suelen abordar las lecturas históricas. Las dudas acerca de su actualidad se disipan con celeridad. Se trata de una escritura que interpela al pensamiento contemporáneo, que genera nuevos problemas en relación con prácticas y saberes considerados indiscutidos e indiscutibles. Son ideas que representan un acontecimiento irreversible que no se limitó a engendrar un nuevo punto de vista teórico, una metodología diferente para abordar la realidad o una economía y una política inéditas. Marx produjo una auténtica transformación en la práctica filosófica a partir de un irreverente y original modo de concebir lo real. Se atreve a afirmar sin tapujos, por ejemplo, que los mejores acercamientos a la realidad social provienen de la literatura antes que de la filosofía o la economía de la época. Porque los escritores de la Inglaterra victoriana “exhibían al mundo más verdades sociales y políticas que las que eran pronunciadas por políticos profesionales, publicistas y moralistas juntos” decía en una carta de 1843.
Entre quienes encarnaron la denuncia de la injusticia, los abusos y la miseria que se multiplicaba con la avanzada imparable de la industrialización inglesa se destacó Charles Dickens. En su novela Tiempos difíciles (1854) presenta una dura radiografía del capitalismo industrial y describe el “realismo práctico” o utilitarismo radical como una nueva máquina social que educa al hombre para el trabajo eficiente y para el beneficio económico de sus actos. La nueva sociedad reposa en el catecismo del interés propio desde el cual, eventualmente, se puede contribuir al interés general. La novela ofrece una ajustada caracterización de los obreros de las fábricas textiles inglesas del siglo XIX. Allí se los homologa a insectos que en grandes grupos salen y retornan a sus moradas, son sometidos a un exigente programa de trabajo, reciben un pago miserable y van perdiendo poco a poco su vitalidad. Son sólo brazos o manos de los telares mecánicos que, con los movimientos acompasados a los que los habituó la máquina, se trasladan entre las volutas serpenteantes de humo fabril. Sus destinos están sometidos a las leyes de la oferta y la demanda. Sus cuerpos adelgazan con el encarecimiento de los cereales y sus vidas se multiplican regularmente con el porcentaje de delincuentes y de indigentes. Pero también pueden encresparse como el mar causando destrozos y pérdidas y refutar la racionalidad económica instituida por el capitalismo industrial. Estos seres, considerados por la economía capitalista simples “mercancías” abundantes con las que se amasan fortunas, ocultan algo del orden de lo imprevisible. La reducción de la complejidad social a unas cuantas relaciones numéricas es inútil para la comprensión de la realidad y ridícula para esta literatura testimonial. En cada brazo o mano se esconde algo no medible, ni cuantificable como la capacidad para el bien o el mal, para el amor o el odio o para convertir las virtudes en vicios y los vicios en virtudes. Esa indeterminación es una de las grietas que comienzan a abrirse dentro del orden de las sociedades industriales.
Dickens presenta un diagnóstico y una condena moral en sintonía con las ideas de los socialistas utópicos, para quienes el dinero o la propiedad privada tienen la democrática capacidad de convertir a cualquiera, sin distinción, en un ser execrable e indigno. Por eso la economía “racional” capitalista es la causa principal del hundimiento moral de los hombres. Así exhiben el absoluto divorcio entre las ideas de dicha economía y la materialidad cambiante de las relaciones económicas. Denuncian la desconexión entre el conocimiento que producen la ciencia y la filosofía de la época y las experiencias vitales que provoca el trabajo industrial.
El lugar y función de las ideas en un sistema de evidente irracionalidad preocupó a Marx desde su época de estudiante. La densidad y la potencia que cobra la dimensión emocional y volitiva de los hombres sobre sus propias prácticas nunca fue minimizada en sus análisis. Lo muestra el carácter vacilante con el que utiliza el concepto de “ideología”. Esto es resultado de las múltiples discusiones y luchas que el autor protagoniza dentro de los procesos histórico-políticos y frente a las interpretaciones teóricas que la época hace de los mismos. En el seno de esos procesos la noción de “ideología” irrumpe asociada a la filosofía, se desarrolla al punto de ser el título del grueso volumen de 1844, desaparece como concepto en sus escritos económicos a partir de 1850 o reaparece como déjà vu en el “fetichismo de la mercancía”.[1] Con el periplo de la noción de “ideología” queda escrita la búsqueda de la fuente productora de esa magia perversa con la que el capitalismo cautiva a los hombres. El nacimiento, muerte y resurrección de la “ideología” sólo se comprende desde este acontecimiento radical posteriormente denominado “materialismo histórico”.
1. Idealismo, materialismo e ideología
Las denuncias sobre la irracionalidad manifiesta del capitalismo están testimoniadas en la prolífica literatura política decimonónica. Su valor consiste, según Marx, en haber desenmascarado la escisión entre las ideas de la época y la experiencia brutal del trabajo asalariado. Sin embargo no alcanzan para transformar las condiciones materiales que posibilitaron esa realidad. El desafío principal que se instala a partir de ese momento y de una vez para siempre es el de comprender las relaciones entre el proceso de industrialización y los ideales y valores de la naciente burguesía en expansión. La fábrica y el perfeccionamiento del automatismo mecánico forjaron una fe inquebrantable en la incipiente tecnociencia, en el progreso ilimitado y en el aumento del control y dominio de nuevos aspectos de lo “real”. Mientras la burguesía se afianza como clase dominante, los trabajadores de las fábricas se constituyen como otra clase, el proletariado industrial, que transforma su modo de trabajo y su percepción sobre lo “real”. Así queda al descubierto la paradoja según la cual el aumento de la aspiración tecnocientífica desarrolla, a su vez, múltiples manifestaciones de la alienación o enajenación humana.[2] De esa paradoja surge el desajuste entre, por un lado, las ideas de la filosofía y de las teorías económicas y, por el otro, la irrefutable experiencia vital de los hombres. Se trata entonces de pensar el vínculo entre el cielo de las ideas y la praxis de la vida terrenal.
En el Prólogo a La ideología alemana Marx habla de un hombre que pensó que las personas se hundían en el agua y se ahogaban simplemente porque se dejaban llevar por la idea de la gravedad. Creía que ni bien se quitasen esa idea o superstición de sus cabezas quedarían a salvo de morir ahogados. Esto lo llevó a dedicar su vida a luchar contra la ilusión de la gravedad de cuyas nocivas consecuencias las estadísticas le proporcionaban nuevas y abundantes pruebas. Este hombre es, para Marx, la caricatura del joven filósofo revolucionario que sigue pensando la transformación social como un cambio en el orden de las ideas.
La contraposición entre la libertad efectiva de los hombres y el orden social que impone nuevas y violentas determinaciones conmocionó todo el pensamiento de fines del siglo XIX. Por eso la relación entre el hombre y la realidad es una de las discusiones más importantes a las que Marx debe lanzarse. En primer lugar se enfrenta a toda la filosofía alemana de su época intoxicada con el veneno del idealismo asfixiante de Hegel (1770-1831). Comparada con la política de Francia e Inglaterra que contaban con la experiencia de una revolución burguesa, Alemania presentaba una atmósfera anacrónica y estática. La misma forjaba la ilusión de que las personas no eran afectadas por los cambios ni necesitaban modificar la economía o la política reinantes. La filosofía era el lugar de retiro para la reflexión, limitada a una hermenéutica de escalpelo, sobre los textos de Hegel. Dentro del colosal sistema construido por el célebre filósofo, que incluye todos los aspectos de lo real, se privilegiaban las lecturas específicamente metafísicas. De ellas nace, según Marx, la anacrónica “historia de los sueños” de Alemania. Sin embargo algunos hegelianos jóvenes comienzan a conjugar la crítica al idealismo con una participación activa en la izquierda política.[3] Sustentan su posición en una particular lectura de la filosofía práctica de Hegel que contempla especialmente la función del Estado.[4] Esas ideas empiezan a cobrar un estado público que sacude la siesta teutona. Ellas van a dinamizar la inmovilidad imperante con la que la filosofía, ejercida por los conservadores y “viejos” hegelianos, continuaba soñando la realidad alemana.
Un incipiente materialismo alemán, encabezado por Feuerbach, hablaba de la necesidad de reducir toda la especulación idealista a la experiencia ordinaria. Marx comparte algunas premisas de este giro filosófico y por eso invoca a este autor en el título del capítulo inicial de La ideología alemana. Feuerbach presenta su filosofía como una negación de las ideas de Hegel al desplazar la centralidad del pensamiento filosófico y religioso y colocar en ese lugar al hombre material. La subjetividad humana está enteramente determinada por la realidad natural externa que afecta sus órganos sensoriales. Por eso el contexto natural produce las ideas filosóficas y religiosas de los hombres. Feuerbach reemplaza la conciencia, en tanto falsedad, por la verdad depositada en el individuo vivo y real que es sólo un conjunto de condiciones materiales que lo fabrican o producen.[5] Feuerbach construye esta especie de antropología naturalista porque cree que es posible efectivizar en la tierra lo que la filosofía y la religión buscaban en el cielo. Basta con hacer un análisis genético de las ideas para desentrañar el origen de todo pensamiento. Este procedimiento instaría sin dilaciones a actuar por la concreción de una existencia humana libre. La liberación del hombre de las determinaciones naturales de su existencia realizaría materialmente el concepto feuerbachiano de “ser o esencia genérica” (Gattungswesen) de la especie humana.
Pero Marx encuentra que Feuerbach sigue pensando la actividad humana como un producto más de la conciencia. Tanto la sujeción como la emancipación de los hombres ocurren en el campo de las ideas y de las representaciones.
Feuerbach no se da por satisfecho con el pensamiento abstracto y recurre a la contemplación (Anschauung); pero no concibe lo sensorial como actividad sensorial-humana práctica.[6]
Marx critica el olvido feuerbachiano del “trabajo humano”, elemento primordial en el desarrollo de la historia y en las manifestaciones de la conciencia dentro de la filosofía monumental de Hegel.[7] Porque, para el hombre, el objeto aparece primero como objeto de deseo y debe ser configurado y apropiado para satisfacer una necesidad humana. En el proceso de apropiación el objeto se manifiesta como lo “otro” del hombre. El hombre no está “consigo mismo” cuando trata con los objetos de su deseo y de su trabajo sino que depende de un poder externo, sea la naturaleza, el azar o los intereses de otros propietarios. Por eso la relación entre la conciencia y el mundo objetivo constituye un proceso social de la conciencia.[8] Dicha relación siempre conduce, inicialmente, al total “extrañamiento” en el que el hombre se ve abrumado por las cosas que él mismo hizo. Pero la realización de la razón implica la superación de ese extrañamiento, el establecimiento de una condición en la que el sujeto se conoce y se posee a sí mismo en todos sus objetos. Esta dimensión histórico-política no es incluida por Feuerbach en su filosofía. Porque si lo hiciera debería concluir con Marx que la realidad humana es también la materialidad de su trabajo, su praxis empírica.
De este modo, el surgimiento de un materialismo con carácter histórico provino, por un lado, de librar la gran batalla contra el gigantesco idealismo hegeliano en el que todas las categorías culminaban en una desarrollada declaración de los principios burgueses existentes. Cuando Marx niega la filosofía de Hegel está negando ese orden burgués en vigencia. Su crítica radical del idealismo filosófico supone una importante apuesta materialista.
Por otro lado, la propuesta materialista de Marx es producto de un combate más difícil debido a las afinidades políticas con su contrincante. Marx se enfrenta con Feuerbach quien concibe una “filosofía del futuro” como culminación de la filosofía de Hegel, pero negada. Feuerbach reduce el hegelianismo a un antropologismo naturalista, transformación hecha sólo dentro del ámbito del pensamiento. Este nuevo materialismo alemán con pretensiones revolucionarias intenta revivir, con su naturalismo, el pútrido cadáver del idealismo. Dice Marx, respecto del axioma feuerbachiano, que los sentidos permiten captar las evidencias de la naturaleza:
Hasta los objetos de la “certeza sensorial” más simple le vienen dados solamente por el desarrollo social, la industria y el intercambio comercial. Así es sabido que el cerezo, como casi todos los árboles, fue trasplantado a nuestra zona hace pocos siglos por obra del comercio y, tan sólo por medio de esta acción de una determinada sociedad y de una determinada época, fue entregado a la “certeza sensorial” de Feuerbach.[9]
Por más natural que pueda considerarse un objeto siempre contiene alguna huella política o humana que lo ha producido, dispuesto, utilizado, sometido o rechazado. Hasta la naturaleza de un árbol de cerezas ya es política. En el mundo de los hombres y, especialmente, con el advenimiento del capitalismo ya no hay nada natural. La naturalización, como formación de la conciencia, es un producto social que se expresa en esa conciencia práctica que es el lenguaje. El proceso de naturalización de la realidad que lleva a cabo el lenguaje, además, tiene pretensiones universales. En esa pretensión, el lenguaje oculta y disfraza las relaciones históricas y humanas. Roland Barthes dice, en relación con este pasaje de Marx, que la operación de naturalización se produce a través de una verdadera narración mitológica producida en la dimensión lingüística.[10] En definitiva el fragmento sólo refiere a un “cerezo narrado” en primer lugar por Feuerbach que lo capta en su certeza sensorial y, en segundo lugar, por Marx que lo encuentra como un producto de la industria. El gran problema de la narración naturalizada es que, además, es mitológica. Se constituye como mito en la medida en que es una de las formas de narración elegidas por la historia entre un sinnúmero de otras posibilidades. Su carácter mitológico, incluso, proviene de convertirse en la narración que se repite indefinidamente. De modo que el lenguaje en tanto narración no surge, como pretende el materialismo antropológico naturalista, de la “naturaleza” de las cosas. La narración de Feuerbach sobre la naturalidad del cerezo comparte la mitología del idealismo alemán que sustrae el contenido histórico a lo real. Barthes habla de una operación de “robo” de las condiciones prácticas que hicieron posible esa modalidad mítica del lenguaje. Y por esta operación de naturalización en el lenguaje narrado, Feuerbach sigue manteniendo el viejo divorcio idealista entre teoría y praxis. Por eso para Marx este materialismo continúa dentro de la tradición de la “ideología alemana”.
De este modo Marx no sólo termina de explicar su “ontología de la praxis” anunciada en la Ideología alemana sino que expone una verdadera “ontología de la producción”. El materialismo se hace histórico cuando se aleja de las abstracciones especulativas de los ideólogos y trata con los individuos reales, con su praxis, con sus condiciones materiales de existencia. El materialismo histórico capta el proceso real de producción partiendo de la producción material de la vida y de la forma de intercambio que corresponde a cada modo de producción. Y sólo tomando este punto de partida se pueden explicar los productos teóricos y las formas de la conciencia como la religión, la moral o la filosofía. Esa es la base material que origina toda producción espiritual e ideológica.
Marx sentó las bases para desarrollar una teoría acerca de la conformación de la subjetividad humana dentro de la universalización de la barbarie que representa el capitalismo. Sobre estos cimientos concibió una teoría sobre la “ideología” más allá de las ambigüedades, las contradicciones y las omisiones con las que la presenta en su obra. Las fluctuaciones evidencian la dificultad de la temática pero interpelan de una manera radical nuestro actual pensamiento político.
2. Metáforas de la “ideología”
La “ideología” aparece de un modo vacilante a lo largo de los textos de Marx, casi como un síntoma de la honda preocupación por articular teoría y praxis. Una serie de metáforas cambiantes aluden a las producciones espirituales y teóricas de la conciencia humana y dan cuenta del esfuerzo por estar a la altura de la profundidad filosófica del problema. En términos generales, Marx presenta a la “ideología” como un conjunto de ideas, conceptos y creencias destinados a convencer universalmente acerca de una verdad que obedece a intereses particulares, es decir, a los intereses de una clase que se presenta como dominante. Estas ideas producen una conciencia deformada y oscurecida cuya falsedad reposa en un proceso de inversión u ocultamiento de lo real. La praxis humana genera en su seno y expulsa de su esfera todo un mundo de sombras cuyo efecto impide el acceso al orden de lo real. Es por esta razón que la crítica deberá provocar una nueva transformación metodológica (inversión o desocultamiento) sobre esa conciencia falsa. Así se va a restablecer la fuente verdadera de la actividad humana que no es ya la conciencia sino la praxis.
“El hombre no es un ser abstracto, agazapado fuera del mundo real; el hombre es el mundo del hombre: Estado, sociedad. Este Estado y esta sociedad producen la religión, que es una conciencia invertida del mundo, porque ellos mismos, Estado y sociedad son un mundo invertido.”[11]
Esta primera formulación crítica centrada en el problema de la religión va a extenderse en 1844, con La ideología alemana, al derecho, la política, la ética y el arte. Estas otras esferas, en las que hay una inversión semejante a la religiosa, serán incluidas en la “ideología”. El recorrido por los textos presenta a la “ideología” en alguna relación, sea de diferenciación o de comparación, con la praxis humana como núcleo de interpretación de lo real. En la búsqueda de precisiones conceptuales, sin embargo, es posible tropezar con varias referencias de orden metafórico. Las mismas pueden dar lugar a controversias respecto de la supuesta racionalidad que exhibe la economía capitalista. Este trabajo se ocupa de tres de las metáforas que fueron objeto de análisis y de importantes discusiones dentro del pensamiento del último siglo.
a) La imagen invertida o la negación de lo real
Esta metáfora de carácter biológico-fisiológico presenta a la “ideología” como un proceso de inversión semejante a la producción de las imágenes visuales. Con ella se enfatiza la contradicción en la que las producciones de la ideología se hallan frente a lo real.
“Y si en toda la ideología y sus relaciones los hombres aparecen invertidos como en una cámara oscura, este fenómeno responde a su proceso histórico de vida, como la inversión de los objetos al proyectarse sobre la retina responde a su proceso de vida directamente físico.”[12]
Marx enumera una serie de actividades intelectuales y espirituales consideradas “imágenes invertidas” de la realidad con las que exhibe la generalización de la conciencia invertida del mundo. Parte, para ello, del factum de la economía política que descubre que la riqueza se crea por el trabajo humano y no, como sostenían los fisiócratas, por la fertilidad natural del suelo. Este hecho histórico identificado por Adam Smith tiene varias consecuencias. En primer lugar la agricultura es una parte de la industria porque la productividad y fertilidad natural del suelo es tal sólo si se le aplica trabajo humano. En segundo lugar, con el alza del lucro del capital, las utilidades de la tierra, que en tanto tierra eran los réditos para la economía clásica, ahora desaparecen. En tercer lugar la tierra queda identificada como una forma particular del capital, puesto que tiene la misma relación que el capital móvil, mudable, con los beneficios de su poseedor.
“La realización del trabajo es su objetivación. Esta realización del trabajo aparece en el estadio de la Economía Política como desrealización del trabajador, la objetivación como pérdida del objeto y servidumbre a él, la apropiación como extrañamiento, como enajenación.”[13]
Quedan así expuestos como términos en oposición el extrañamiento o enajenación frente a la apropiación, entendiendo por esta última el volver a hacer propio aquello que se había hecho ajeno. Con este análisis se disuelven las dudas respecto de la ambigüedad que encierra el concepto de propiedad tal como lo concibe la economía clásica. Los “hechos” de los que parte la economía política no son otra cosa que inversiones en las que se revela la pérdida del “ser o esencia genérica” (Gattungswesen) feuerbachiana. Lo que debería ser la objetivación del trabajo humano como algo esencial al hombre aparece, en cambio, como la pérdida o extrañamiento de su realización. Marx desarrolla una hermenéutica crítica de la economía capitalista en la que desoculta con audacia la alienación propia del proceso de trabajo. Por eso recurre a la idea de extrañamiento, la misma terminología con la que analizaba la religión en sus primeros textos. Desocultar la alienación que se da en el proceso de trabajo supone reconocer un proceso de extrañamiento en el capital.
El trabajo enajenado no sólo transforma a la naturaleza y al hombre en sí mismo en cosas ajenas sino que, principalmente, enajena al hombre en tanto especie. La vida de la especie se convierte en un medio para la vida individual. El trabajador alienado invierte la relación entre la conciencia y la animalidad. El ser humano conciente hace de su actividad vital, de su “ser genérico” (Gattungswesen), sólo un medio para su existencia. El hecho de que el objeto de la producción sea robado o expoliado con el trabajo enajenado priva al hombre de su vida de especie. De este modo aquello que supone una ventaja de la vida humana sobre el animal, se convierte precisamente en su opuesto. La vida como especie se convierte en un medio de subsistencia y, entonces la enajenación afecta a la especie en su conjunto, a toda la humanidad. Los seres humanos están enajenados entre sí del mismo modo en que cada uno de ellos está alienado de su ser humano. Cada uno ve al otro tal como él mismo se ve en el trabajo. Lo que el ser humano pierde, el producto de su trabajo, no pertenece a los dioses o a la naturaleza, sino a otros seres humanos.
La alienación en el trabajo esconde y desconoce el hecho primordial de que la humanidad se autoafirma y se produce objetivándose o exteriorizándose. El carácter de la especie humana está contenido en su propia actividad libre y viva que se objetiva, a partir de su trabajo, en la transformación del mundo natural. Así la naturaleza se manifiesta como obra del hombre. Se produce, entonces, la identidad entre la objetivación y la autocreación de la humanidad.[14] Identidad que justamente queda oculta e invertida con la ideología en el capitalismo.
El origen de la inversión ideológica está en Adam Smith a quien Marx atribuye el descubrimiento de la esencia subjetiva del capital al interiorizar el poder de la propiedad y el trabajo asalariado. Así como Lutero había logrado internalizar la obediencia externa que exigía la Iglesia católica, Smith produjo un proceso de trascendencia internalizada. Ésta hace que aquello que debería interpretarse como el proceso para la autoafirmación aparezca vinculado únicamente a la mera supervivencia física. Estas ideas generalizadas de la economía política constituyen la inversión ideológica que impide interpretar al trabajo humano como alienado o enajenado. Lo que define esencialmente al hombre, su “ser genérico” (Gattungswesen), existe sólo para el hombre social para la humanidad como totalidad. De allí que toda actividad intelectual se vuelva abstracta si se la capta y se la interpreta falsamente separada de lo social, de la humanidad como totalidad vinculada por el trabajo humano. Por eso la actividad intelectual “a secas” coincide con la ideología. Nada podría manifestarse en la esfera intelectual que no tenga sus raíces en la praxis.
b) El reflejo o eco distorsionado de lo real
En esta descripción de la metáfora de la “inversión” hay presente otra, ya no fisiológica, sino física. La ideología es un reflejo como el de la luz o un eco como el que produce el sonido. En tanto brota como reflejo para la vista o repercute en la audición la ideología remite, de una manera falsa, al proceso real en el que se dirime la vida práctica. Así la noción parece perder el carácter negativo que le daba la metáfora de la inversión para manifestarse, en tanto es un reflejo, como una alternativa a lo real. La realidad y la vida práctica, lo real y la praxis son esos elementos alternativos. Ahora lo determinante va a ser un actuar que hace que la realidad se represente en el cielo de las ideas de una manera falsa y con una significación supuestamente autónoma. Lo que aparece reflejado mediante representaciones es un mundo distorsionado respecto del acontecer histórico en el que se cuentan la actividad, las condiciones que posibilitan el actuar y la historia de las necesidades o de la producción humana. Las deformaciones de la ideología ocurren en la medida en que olvidamos que nuestros pensamientos son una producción.
“Los hombres son los productores de sus representaciones, de sus ideas, etc, pero los hombres reales y actuantes, tal y como se hallan condicionados por un determinado desarrollo de las fuerzas productivas y por el intercambio que a él corresponde, hasta llegar a sus formaciones más amplias.”[15]
Por eso es la vida lo que determina la conciencia, es ella la que tiene la capacidad de proyectar objetos, de organizar un mundo objetivo en la representación y de atribuir esas representaciones al mundo fenoménico. De este modo Marx inaugura para la filosofía la difícil discusión acerca de la vinculación entre la Vorstellung (representación) y la praxis.[16] Las Vorstellungen (representaciones, concepciones, ideas) son los modos de concebirnos a nosotros mismos y no las maneras en que hacemos, obramos o somos. Con la metáfora del reflejo Marx profundiza su crítica al idealismo que persiste en la idea de que para modificar la vida de los hombres basta con modificar sus pensamientos. Esas modificaciones no podrían escapar, en tanto son pensamientos acerca de lo real, de la trampa de la ideología.
Marx exhibe esa sutil reciprocidad que se da entre la actividad y la dependencia humanas. Los seres humanos obran para producir sus condiciones materiales de vida pero, a la vez, están determinados y dependen de esas condiciones. La conciencia, entonces, nunca cobra independencia como sostenía el idealismo. Tampoco se trata de pensar en la autonomía de las condiciones. Una condición lo es siempre de una cierta manera de obrar. Por eso no puede haber una historia de la ideología porque toda historia procede del desarrollo de las fuerzas productivas. Si bien la vida no tiene historia, como no hay una historia de las abejas o las hormigas sí hay, en cambio, una historia de la producción humana.
La metáfora del “reflejo” fue privilegiada por Lenin en su defensa del carácter científico del materialismo de Marx.[17] Inauguró múltiples discusiones, tanto epistemológicas como políticas, que no pueden considerarse resueltas hasta el día de hoy. En ellas viejos problemas filosóficos, especialmente vinculados a la verdad y a la objetividad, cobran inusitada actualidad respecto de la capacidad transformadora de los hombres.
c) Lo imaginario como alternativa a lo real
Una nueva metáfora, ahora de extracción psicológica, se desprende de lo expuesto. En ella la ideología se asocia con uno de los posibles usos de la facultad de la imaginación. La ideología es lo imaginario, el modo en que una época imagina o piensa lo que es. El desarrollo de las fuerzas productivas es acompañado por la evolución de las ideas correspondientes. El “oscurecimiento” sobre el proceso de vida real se explica como la elaboración teórica de las ilusiones de una clase. Es por ello que la historia de las ideas tal como se presenta hasta el momento:
se ve obligada a compartir especialmente, en cada época histórica, las ilusiones de esta época. Por ejemplo, una época se imagina que se mueve por motivos puramente ‘políticos’ o ‘religiosos’, a pesar de que la ‘religión’ o la ‘política’ son simplemente las formas de sus motivos reales: pues bien, el historiador de la época de que se trata acepta sin más tales opiniones. Lo que estos determinados hombres se ‘figuraron’, se ‘imaginaron’ acerca de su práctica real se convierte en la única potencia determinante y activa que dominaba y determinaba la práctica de estos hombres.[18]
La dimensión histórica que atraviesa este análisis transforma los conceptos filosóficos del idealismo. Los mismos adquieren una singular fuerza histórica.[19] El paso de las manufacturas a la gran industria capitalista originó una particular división del trabajo dentro de la que se contempla a la ideología como una nueva especialidad ejercitada por ideólogos profesionales. Éstos se abocan a contraponer, al proceso de las vidas reales, una distorsión construida con las quimeras de la producción y reproducción capitalista. Son ideólogos los que trabajan con el conocimiento, quienes sistematizan e interiorizan las ilusiones, las hacen activas y las potencian. Así reconstruyen la historia no por lo que cada época es sino a partir de lo que ellas dicen de sí mismas.
Pero mientras las elaboraciones teóricas de los ideólogos de profesión son interiorizaciones concientes no se identifican con “las ilusiones de la época”. Estas últimas son el resultado de la ignorancia o el ocultamiento de las distintas circunstancias de vida, producción y relación de los hombres. La ideología alemana, en particular, es el modo en que los alemanes se imaginan ilusoriamente lo que están haciendo en este mundo. Las ilusiones de los alemanes son “ilusiones del espíritu puro” principalmente religiosas y muy alejadas de la realidad. Por eso la relación existente entre la conciencia y la existencia social, para Marx, es falsa y debe ser superada por su negación para que la verdadera relación quede al descubierto.
Marx se comporta como una especie de ideólogo de la vida real. En primer lugar se apoya en un lenguaje de la vida real, luego en la realidad de la praxis y, por último, en algunas abstracciones que le permiten construir esa ciencia. Pero todos estos factores refieren a un origen que es el humano, el de los hombres en su vida práctica. Así la conciencia con sus representaciones no es más que un punto de llegada de todo el recorrido que recupera la dimensión de la historia.
Con esta metáfora Marx pudo escapar de la encrucijada en la que estaba atrapado el pensamiento moderno de la Ilustración. Uno de los argumentos ilustrados remite a la ignorancia de las masas o a la debilidad de la naturaleza humana que transforman a la verdad en algo de difícil acceso para todos los hombres. El otro argumento esgrime la necesidad de construir una especie de “vanguardia” que ilumine las injusticias y despierte a los hombres para actuar en función de la verdad universal. Estos argumentos le sirvieron al Iluminismo para combatir los resabios de la religiosidad heredada de la Edad Media. Marx pudo escapar de la encrucijada ilustrada combinando dos tipos de ideas de procedencia diferente. Por un lado recurrió a la “alienación” de Hegel, en su versión feuerbachiana, que mostraba la escisión de la existencia real seguida por la proyección y autonomización de un “reflejo fantástico” comparable al de las criaturas imaginarias de la teología o de la magia negra. Por otro lado apeló a la idea de individualidad como una relación social que está en una transformación histórica permanente. De la combinación surge su particular modo de definir la ideología como conjunto de ilusiones de una clase. Ésta es la existencia alienada de la relación entre los individuos. Así se infiere el carácter de clase que tiene la conciencia. El marco del horizonte intelectual refleja los límites de la comunicación impuestos por la división de la sociedad en clases. De ello dan cuenta las formas de conciencia correspondientes a las etapas de la propiedad y del Estado tal como se desarrollaron a lo largo de la historia.
La ideología pensada como “ilusión” o lo “imaginario” de una clase pierde su carácter negativo o despectivo respecto de lo real. A la inversa profundiza, aún más que la metáfora precedente, los interrogantes acerca de la verdad, la objetividad y la cientificidad del conocimiento. Esta metáfora fue la que adoptó especialmente Althusser y con ella se atrevió a una lectura inédita de los textos de Marx.[20] La novedad que posibilitó su propuesta estructuralista avivó una serie de polémicas, nunca zanjadas, respecto de la función de la ideología en un Estado capitalista.
3. De la ideología al “fetichismo de la mercancía”
El uso de la ideología para explicar los fenómenos históricos gana oscuridad a medida que la obra de Marx florece. Hacia 1852 los trabajos sobre economía representaron la semilla para la frondosidad inconclusa que representaría El Capital. Las relaciones que caían bajo la denominación de “ideología” son redefinidas y puestas en otro lugar del pensamiento. Ahora se presentan como una alternativa a la ciencia y ya no tanto a la praxis o a la producción. La ciencia es el cuerpo de conocimientos expuestos, con una radicalidad paradigmática, en esta obra clave del pensamiento contemporáneo. Sin embargo, dentro de ella, la “ideología” como concepto queda reducida a la denominación de especificidades ideológicas particulares.
El análisis de la mercancía que inaugura El Capital no se limita a desenmascarar los elementos que intervienen en los procesos de intercambio que describía la economía política. Se trata de dar cuenta de las pasiones humanas extremas que se desatan cuando dichos procesos invaden todo el orden de lo real. Las mercancías pueden despertar tanto el deseo irrefrenable, la aversión ascética, el terror a su posible abandono o la conversión a su servilismo. Son ellas las que pueden avivar esa pasión inextinguible que los romanos conocían como la auri sacra fames.[21] Y, como si una religión primitiva hubiera retornado con el avance tecnológico, el raro hechizo que producen las mercancías aparece como el único motor que guía los comportamientos humanos en el capitalismo.
En su obsesión por desentrañar el modo en que opera la “ideología” Marx encuentra la idea de “fetichismo” utilizada, en textos antropológicos, para explicar las conductas animistas de ciertas culturas. Desde el siglo XVIII, el “fetichismo” denominaba la actitud o creencia específica frente a un determinado objeto artificial dotado de algún sortilegio. Los estudios de la teología y la etnología decimonónicas abandonaron la idea de que sólo los africanos usaban fetiches.[22] El “fetichismo” es un neologismo que cobra rasgo académico y significado generalizado cuando, en 1756, en Francia, se define como una religión cuyos objetos de culto son animales o seres inanimados dotados de virtudes divinas como oráculos, amuletos o talismanes.[23] Marx se vale de estas lecturas para desmontar la naturaleza cautivante de las mercancías en el capitalismo.
La crítica a la economía capitalista que presenta el “fetichismo” posee un significado alejado de la “ideología” como “ilusión” que “invierte” o “refleja” la realidad. Ahora se trata de una extraña quimera que opera en el centro mismo del proceso real de producción social. El momento del pasaje del “valor de uso”, que responde a necesidades individuales y colectivas, al objeto-mercancía en el que aparece el valor de cambio inmaterial y cuantificable es el que explica ese “carácter fetiche”.
Se modifica la forma de la madera, por ejemplo, cuando con ella se hace una mesa. No obstante, la mesa sigue siendo madera, una cosa ordinaria, sensible. Pero no bien entra en escena como mercancía, se trasmuta en cosa sensorialmente suprasensible. No sólo se mantiene tiesa apoyando sus patas en el suelo, sino que se pone de cabeza frente a todas las demás mercancías y de su testa de palo brotan quimeras mucho más caprichosas que si, por libre determinación, se lanzara a bailar.[24]
El secreto de toda la producción capitalista tiene como motor a la mercancía. El carácter fetichista es diagnosticado por Marx como “místico” o “enigmático” porque la mercancía es una forma a la vez visible e inasible. El misterioso comportamiento se convierte en un síntoma del capitalismo moderno, un modo de producción que sigue presentándose oscuro.
Es en el mundo encantado e invertido, el mundo al revés donde el señor Capital y la señora Tierra, a la vez caracteres sociales pero al mismo tiempo simples cosas, bailan su ronda fantasmal.[25]
La novedad radical con la que se interpreta el pasaje del feudalismo al capitalismo le hace decir a Jacques Lacan que Marx inventó el “síntoma”. Porque una verdadera fascinación despertó la noción de “fetichismo” en el orden del conocimiento en general pero, en particular, de las ciencias sociales.[26] Con el uso del “fetichismo” aplicado al conocimiento se propone una de las críticas más profundas al saber institucionalizado de la modernidad. Ya no se ataca a la religión y a la filosofía idealista alemana como en los primeros textos. El carácter fetichista incluye todo enfoque precientífico de la vida social, entre ellos, la sociología precientífica, la psicología objetivista, la sociología positivista y hasta los reclamos morales del socialismo“emocional”, romántico o de denuncia. Como una nueva fetichización, puede advertirse el entusiasmo por el uso extensivo del término “fetichismo”. La vastedad y diversidad de escritos que sigue produciendo la noción corrobora lo intacta que está su capacidad de seducción.
El “fetichismo de la mercancía” puede ser analizado de acuerdo con una doble modalidad.[27] El primero es el de la reificación del mundo burgués en el que la “mercantilización” generalizada incluye también las actividades sociales. Así la relación entre hombres se presenta reemplazada por una relación entre cosas. Pero éste es un efecto derivado del tipo de relación que se produce con el fetichismo. Por eso, desde otra modalidad de análisis, se hace evidente que el proceso de intercambio implica un modo de sujeción iniciado con la fascinación que la mercancía despierta.
Lo que aquí adopta para los hombres, la forma fantasmagórica de una relación entre cosas, es sólo la relación social determinada existente entre aquéllos.[28]
El carácter místico de la mercancía no deriva de su valor de uso ni tampoco de las determinaciones de su valor. Esta cualidad inmaterial que es el valor, transformado en valor de cambio, es cuantificable, se expresa en un precio o suma de dinero cuando se lo ve en movimiento en el mercado. La variación en el tiempo y en el espacio en función de la competencia y otras fluctuaciones parecen agregar cierta objetividad a la mercancía. Porque la fluctuación de los valores de las mercancías no se produce por la decisión de los individuos que acuden e intervienen libremente en el mercado como lo describe la economía política. Para Marx el proceso es el inverso. Las fluctuaciones de los valores de las mercancías son las que determinan las condiciones en que los individuos tienen acceso a las mismas. Los hombres deben buscar en ciertas “leyes objetivas” de la circulación de las mercancías los medios para satisfacer sus necesidades, interactuar, trabajar o habitar juntos una comunidad. La objetividad elemental que aparece en esta primigenia relación con las mercancías en el mercado es el punto de partida y el modelo de la objetividad de los fenómenos y las leyes de la economía. La economía política emula la objetividad de las leyes de la naturaleza. Por eso busca leyes de la economía en la realidad del mismo modo que Galileo Galilei encontraba las leyes del movimiento ocultas en la naturaleza. La búsqueda de leyes económicas desconoce el trabajo humano productor de mercancías. Y el carácter fetichista es el que lo oculta.
En el análisis del fetichismo, el dinero como condición de la circulación de mercancías, merece una particular atención. El dinero se presenta como el “valor de cambio en sí mismo”, aquello cuya propiedad intrínseca es la de convertirse en un patrón mediante el cual las mercancías se vuelven comparables, aquello que otorga a cada mercancía su propia especificidad. El valor de una mercancía se mide en cantidad de dinero. Pero el dinero es la encarnación y materialización de una red de relaciones sociales y el hecho de que funcione como un equivalente universal de todas las mercancías está condicionado por la posición que ocupa en el tejido social. Para los individuos es natural que el dinero se presente como una encarnación de la riqueza y, por eso, lo toman como algo que posee su propia realidad material. En el hacer, en la actividad social y en el acto de intercambio de mercancías la guía es la ilusión fetichista. El dinero es buscado para su atesoramiento como un objeto de necesidad universal. De allí que Marx describa la percepción del mundo de las mercancías en términos de realidades “sensibles suprasensibles” en las que coexisten aspectos de lo natural y lo sobrenatural. La mercancía es un objeto “místico lleno de sutilezas teológicas” cuyo encantamiento es el de los objetos de valor y de los valores objetivados.[29] El ocultamiento de las relaciones sociales que posibilitan la mercancía, con la ilusión fetichista en el dinero, llega a su máximo grado.
El punto de apoyo de la relación entre el dinero y las mercancías es el acto individual de compra y venta entre individuos intercambiables en los que no intervienen aspectos particulares de la personalidad. Esa relación puede representarse como el efecto de un poderío “sobrenatural” del dinero que crea y anima el movimiento de las mercancías y encarna un valor perenne en el cuerpo perecedero de las mismas. Pero es también un efecto “natural” de la relación de las mercancías entre sí que instituye una expresión de sus valores y de las proporciones en que se intercambian por medio de instituciones sociales. Estas dos representaciones asimétricas e interdependientes están presentes en el carácter fetichista de la mercancía. Y aunque se desarrollen juntas corresponden a dos momentos diferentes en la experiencia que los individuos tienen de su vida económica.
Si pudieran hablar, las mercancías dirían: nuestro valor de uso puede interesar verdaderamente al hombre; en cuanto a nosotras, en tanto objetos, bien que nos burlamos de él. Lo que nos incumbe es nuestro valor.[30]
Es por ello que el “fetichismo” expresa una doble ruptura tanto con la utilidad y el “valor” como entre ambos tipos de valor. Así produce una artificialidad y naturalización de las relaciones sociales en las que las mercancías, del mismo modo que los fetiches, poseen una energía que les es propia. De aquí que los problemas vistos a la luz de la noción de “ideología” aparecen redefinidos en una teoría sobre el fetichismo con otra lógica explicativa.
4. La ideología en el Estado capitalista
Hasta aquí dos modalidades diferentes de pensamiento parecen coexistir en Marx. Por un lado, hay una teoría de la ideología que remite a las relaciones entre los individuos y el Estado. Por el otro, una teoría sobre el “fetichismo” de la mercancía refiere a las relaciones de esos individuos en el mercado capitalista. Según Balibar, los desarrollos sobre la ideología constituyen una “teoría del Estado” mientras que su caracterización del fetichismo presenta una “teoría del mercado”. Una primera comparación entre ambas teorías hace surgir una diferencia sustancial respecto del criterio explicativo que en cada una de ellas opera. Mientras con la teoría sobre el fetichismo Marx enfatiza la dimensión subjetiva para explicar comportamientos individuales frente al mundo de mercancías con la teoría de la ideología, en cambio, pretende dar inteligibilidad al modo en el que se produce la dominación dentro del Estado capitalista.[31] De modo que la teoría marxista del Estado es la otra cara de la moneda de una teoría de la ideología. De allí el carácter indivisible que Estado e ideología presentan en gran parte del pensamiento político posterior.
La íntima relación entre “ideología” y Estado, sin embargo, no implica una identidad. Es necesario recordar que, para Marx, no hay división histórica del trabajo sin instituciones y en particular sin un Estado. La organización social y el Estado brotan constantemente del proceso de vida real, del actuar y del lugar en la producción que ocupan los individuos que constituyen la clase que ejerce la dominación. Frente a cierto elemento espontáneo de la sociedad que hace surgir las funciones dirigentes y la reflexión que transforma la espontaneidad en funciones administrativas o jurídicas, además, aparece el elemento considerado “ilusorio”. Éste va a ser de una importancia central ya que bajo el velo de la ideología el poder del Estado se ejerce aparentando imparcialidad e independencia. Las funciones administrativas y jurídicas se realizan de acuerdo con los intereses de la clase dominante. El Estado se convierte en un instrumento o herramienta mediante la que dichas clases se afianzan, velan por la propiedad privada y propagan sus ilusiones de clase. El Estado es una primera potencia ideológica que fabrica las abstracciones necesarias para fortalecer la ficción del consenso que plasmará una unidad armónica de clases. Pero como el supuesto consenso no es más que la imposición de los intereses de una clase la contradicción se hace flagrante. La universalización de una particularidad es la contrapartida de la constitución del Estado. El origen de un contrasentido como este se encuentra en que el Estado parte de una comunidad ficticia y, valiéndose de su poder de abstracción, sustituye a la comunidad real gestada en las relaciones prácticas entre los individuos.
Como el Estado es la forma bajo la que los individuos de una clase dominante hacen valer sus intereses comunes y en la que se condensa toda la sociedad civil de una época, se sigue de aquí que todas las instituciones comunes tienen como mediador al Estado y adquieren a través de él una forma política. De ahí la ilusión de que la ley se basa en la voluntad, y además en la voluntad desgajada de su base real, en la voluntad libre. Y, del mismo modo, se reduce el derecho, a su vez, a la ley.[32]
En el Estado los diferentes intereses particulares se hacen compatibles en el nivel superior del interés general que ofrece la materia y las condiciones de su actividad reflexiva. Ya no es la “cultura” la que puede explicar ciertas disposiciones psíquicas o subjetivas del comportamiento de los individuos en la sociedad. El Estado, que es el que resume tanto el arte de gobernar como la organización del poder y la violencia física, es el que puede ofrecer explicación.
La sofisticada relación entre Estado e ideología contempla, como un caso particular, la función de los intelectuales del capitalismo o ideólogos profesionales. Marx profundiza la visión hegeliana según la cual los intelectuales tienen determinada su función por el Estado. Ellos ejercen la mediación o representación para lograr que la universalidad abstracta llegue al plano de la conciencia de sí en el orden de la sociedad. Con este análisis se anticipaba el sentido que los estados contemporáneos le dieron a la producción administrativa y escolar, al desarrollo de las estructuras universitarias, de investigación científica y, por supuesto, a la opinión pública. Del desarrollo de estas producciones estatales depende el aumento de la capacidad de “regulación” social del Estado.
Las relaciones de producción, representadas fundamentalmente por el marco jurídico, el sistema de propiedad o el sistema de salarios son las que instituyen las reglas sociales dentro de las que desarrollan todos los procesos teóricos y tecnológicos. Las fuerzas productivas siempre están atrapadas en el marco jurídico que construye un Estado. Y dentro del Estado capitalista los intelectuales sólo producen el sometimiento, mantienen la división del trabajo, profundizan las diferencias de clase y generalizan la injusticia. Son quienes propagan los intereses de una clase bajo la forma del interés universal.
Frente a la universalización del Estado burgués queda abierta la pregunta acerca de si es posible alguna organización institucional alternativa que lo contrarreste o lo reemplace. Marx se ocupa de este problema a partir de 1870. Así introduce la noción de transición para explicar que entre la sociedad capitalista y la sociedad comunista hay un período de transformación revolucionaria que explica el pasaje. En ese período de transición política el Estado no podrá ser más que la dictadura revolucionaria del proletariado. Porque hay dos fases en la sociedad comunista. Una de ellas es aquella en la que impera el intercambio de mercancías y la forma salarial como principio de organización del trabajo social. Pero en la otra habrá desaparecido la subordinación de los individuos a la división del trabajo y el trabajo perderá su carácter alienado o enajenado. Se producirá, entonces, la superación definitiva de las limitaciones impuestas por el Estado y el derecho burgueses. Las relaciones sociales serán reguladas por un principio de distribución en el que se tendrá en cuenta de cada uno según sus capacidades y a cada uno según sus necesidades[33].
De este modo Marx está abriendo una tercera vía frente a la disyuntiva tradicional respecto de la democracia. Para ella las alternativas eran, por un lado el ejercicio temperado de la democracia como la reducción de ésta a la condición de marco político insuperable. Por el otro, se solía hablar de la “ilusión” democrática que entiende la democracia como una forma de dominación tanto más perniciosa cuanto se esconde bajo la apariencia de libertad. Para Marx el sentido de la democracia es la desaparición de la dominación. Un Estado efectivamente democrático sería contradictorio y dialéctico porque, antes que reconciliar las diferencias, expresaría la lucha de clases. En este sentido, la verdadera democracia pondría todas sus energías en la destrucción del Estado, esa formación que representa a la dominación en la modernidad. De modo que en la transición al comunismo se produce la extinción del Estado. Ese es el momento histórico en el que se desplegará una política de masas cuyo contenido es dicha extinción. En una sociedad sin clases se confirma el carácter prescindible, superfluo y obsoleto de una institución que media en los conflictos de clase. La contradicción entre una sociedad igualitaria y la existencia de un Estado devela y acentúa el carácter circunstancial y provisorio de tal proceso de “transición”. Sólo en esos términos la formación estatal puede ser admitida.
El modo en que se institucionalizó dicha “transición” en los procesos revolucionarios posteriores despertó, durante el último siglo, un especial interés sobre la relación entre Estado e ideología. Althusser trabajó sobre esa relación en el marco de su propuesta “estructuralista”, esa particular interpretación del materialismo histórico, según el cual la realidad funciona sobre la base de fuerzas anónimas e impersonales. Por eso es ideológico, en un sentido pre-científico, sostener que hay injerencia de los agentes humanos sobre la historia. La ciencia marxista, para Althusser, afirma que existe una efectividad similar a la causal entre la base o infraestructura (fuerzas anónimas) y la superesturcutra (cultura, arte, religión, derecho). Esta superestructura es ideológica, pero a la vez, tiene la capacidad de reaccionar contra la infraestructura. En definitiva un acontecimiento político no es producto solamente de la base, sino que está afectado también por elementos superestructurales y por lo tanto está también “sobredeterminado”. Althusser, siguiendo a Marx, afirma que no hay división del trabajo sin instituciones, en particular sin aparatos de Estado. Porque el Estado, además de sus aparatos represivos y de coacción, cuenta con aparatos ideológicos como la religión, la educación, la familia, el sistema político, las comunicaciones o la cultura.[34] Con ellos el Estado acompaña y complementa su función coactiva para mantener la dominación.
Sobre estas cuestiones, la filosofía política actual multiplica sus discusiones. En ellas se mantiene viva la preocupación por la relación entre la función del Estado y el orden de la conciencia tal como se presenta en la ideología. Althusser dijo radicalizar la crítica marxista al antropologismo feuerbachiano. Por eso combatió cualquier resabio humanista en el pensamiento de Marx. Tomar como punto de partida para la política una definición de esencia humana no es más que ideología humanista con la que se obstaculiza todo proceso de emancipación. “Sólo se puede conocer algo acerca de los hombres a condición de reducir a cenizas el mito filosófico (teórico) del hombre.”[35] Y más allá de que esta frase interprete o traicione el pensamiento de Marx, lo que pone en evidencia es la vitalidad con la que la ideología continúa su devenir en el Estado capitalista.
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- La ideología alemana (1844) es una compilación publicada completa en 1932. En 1850 Marx ya trabajaba en su teoría económica que aparecería en El Capital (1867). ↵
- Cfr. especialmente el “Tercer manuscrito” en MARX, K. (1984). ↵
- Bruno Bauer (1809-1882), Max Stirner (1806-1856), Ludwig Feuerbach (1804-1872), David Strauss (1808-1874). ↵
- se leían especialmente la Fenomenología del Espíritu (1806) y la Filosofía del Derecho (1819). ↵
- cfr. en especial FEUERBACH, L. (1995). ↵
- “Tesis sobre Feuerbach, 5” en MARX, K. (1985), p. 667. ↵
- cfr. “Independencia y sujeción de la autoconciencia: señorío y servidumbre” en HEGEL, G. (1985), pp. 113-121. ↵
- MARCUSE, H. (1984), pp. 254-256. ↵
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- BARTHES, R. (1989), pp. 193-194. ↵
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- MARX, K. (1984), p. 145 y ss. ↵
- MARX. K. (1985), p. 26. ↵
- RICOEUR, P. (2001), p. 117. ↵
- cfr. en particular el famoso texto de LENIN, V. (1974). ↵
- MARX, K. (1985), pp 41-42. ↵
- RICOEUR, P. (2001), p. 79. ↵
- cfr. especialmente ALTHUSSER, L. (1970). ↵
- “maldito hambre de oro” VIRGILIO, Eneida, III, 57. ↵
- El portugués feitiço (artificial, hechizo, sortilegio, embrujo) y el latín facticius (facticio) son el doble origen de “fetichismo”, sinónimo de animismo o adoración de objetos a los que se les atribuyen poderes sobrenaturales. ↵
- Aparece primero en DE BROSSES, CH. (1756) Historia de las navegaciones a las tierras australes y es definido como neologismo en DE BROSSES, CH. (1760) Del culto de los dioses fetiches. ↵
- MARX, K. (1987), p. 88. ↵
- MARX, K. (1987), p.768. ↵
- cfr. en especial “¿Cómo inventó Marx el síntoma?” en ZIZEK, S. (2008) ↵
- BALIBAR, E. (2000), p. 66. ↵
- MARX, K. (1987), p. 89. ↵
- BALIBAR, E. (2000), pp. 64-68. ↵
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- BALIBAR, E. (2000), p. 87. ↵
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- MARX, K. (1973), p. 49 y ss. ↵
- cfr. especialmente ALTHUSSER, L. (1986). ↵
- ALTHUSSER, L. (1970), p. 190. ↵