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Prólogo

Marx y Weber, o la modernidad en su laberinto

Eduardo Grüner

Un conjunto de textos de miembros de una cátedra o de un equipo de investigación (y toda cátedra debería ser un equipo de investigación) es un artefacto extremadamente escurridizo, y por eso mismo, extraordinariamente interesante. Como en esos bricollages de los que habla Lévi-Strauss, la propia heterogeneidad de sus “retazos” de texto da la textura de una unidad secreta. Y ya que invocamos el nombre de ese gran antropólogo, podríamos también tomar en préstamo, metafóricamente, su idea de que a un mito se puede ingresar por cualquiera de sus “versiones”. Al final, se habrá atisbado una estructura que (como decía Sartre de esas ciudades en las que la urbe entera está presente por ausencia en cada esquina) insiste en cada una de sus diferencias. La polifonía de voces y estilos (algunos más enfáticos, otros más contenidos, otros aún buscando con tiento un equilibrio) vuelve difícil, si no imposible, la tarea de hablar de todos y cada uno de ellos: sería siempre una injusticia para alguno, y lo que es quizá más importante, para el “espíritu” del conjunto. Elijo, pues, hablar de ese “espíritu”, facilitado en la empresa por un anuncio de Oscar Moreno en su Introducción: “El punto de partida para la construcción y el desarrollo de dos paradigmas de interpretación, cuya importancia fue decisiva para pensar el siglo XX, lo constituyen los pensamientos de Karl Marx y Max Weber”. Anuncio que, no me cabe duda, en su parquedad enunciativa constituye un programa y –¿qué otra cosa es un “programa”?– una posición teórico-política. Esto último me gustaría enfatizarlo: cualquiera, en una facultad como la de Ciencias Sociales, puede imaginarse un “programa” desde Marx y Weber. Es casi obligatorio –como si dijéramos que un programa de la facultad de Psicología se piensa desde Freud, por ejemplo–. Pero otra cosa muy distinta es aplicarle el rigor de una posición teórica y política. Es decir: sacarlo del simple tema para transformarlo en el motivo de una reflexión “polifónica” sobre la modernidad (el capitalismo, el Estado y la democracia son las paredes del laberinto de la modernidad, y de ese laberinto todavía no hemos encontrado la salida, por más post que se crean muchos). Pero no quisiera, como se dice, irme por las ramas –algo que, para el que escribe esto, es ya casi un rasgo de estilo–: como en cada uno de los ensayos de este bienvenido libro encuentro ese “espíritu” (es una palabra que le gustaba a Weber, como se recordará; Marx, en cambio, prefería “fantasma”: son los extremos de un campo semántico) aunque no siempre aparezcan los nombres, voy a hablar, como pueda, de esos dos nombres, aunque lo que me estará soplando al oído será, todo el tiempo, el “espíritu” de este libro.


Hay una novela de un gran escritor checo contemporáneo de Max Weber –murió apenas cuatro años después que el pensador alemán–, de enorme resonancia para la literatura del siglo XX, de enorme resonancia para la teoría (no solamente) weberiana, y de enorme y particular resonancia para un lector argentino, ya desde su propio título. Me refiero, por supuesto, a esa extraordinaria novela de Franz Kafka llamada El Proceso. Quisiera empezar este prólogo, pues, un tanto intempestivamente, parafraseando dos pasajes a mi juicio particularmente significativos de esa novela, y tratando, a partir de esa paráfrasis, de pensar “en voz alta” –aunque estemos escribiendo en silencio– las consecuencias de esta pequeña constelación para lo que se ha llamado la tragedia de la modernidad. Porque, anticipando lo que debería ser una conclusión de este prólogo (ya se sabe que, como recomendaba Horacio Quiroga a los jóvenes cuentistas, conviene siempre tener primero la última frase para luego hacer que todo converja hacia ella), se me ocurre que, más allá de los tópicos particulares que cada autor/a aborda, un tema central de este libro es precisamente ese: la tragedia de la modernidad, o, mejor aún: la modernidad como tragedia (¿imposible?).

En el primero de esos pasajes de El Proceso, el señor K (ese oscuro burócrata acusado por la justicia sin que jamás, ni siquiera después de cerrar el libro, nos enteremos por qué) acude por primera vez a la sala del tribunal donde se le sustanciará el proceso. Allí encuentra que el público que colma el recinto lo recibe con burlas soeces, los jueces encaramados en su solemne estrado miran fotos pornográficas que llevan escondidas entre las páginas del código, un ujier está violando a una empleada en un rincón del tribunal, y así sucesivamente. El segundo pasaje es la escena final de la novela, en la cual el señor K, condenado a muerte siempre sin que él ni nosotros (ni Kafka, presumiblemente) sepamos cuál ha sido, si lo hubo, su delito, es arrastrado para su ejecución a las afueras de la ignota ciudad, a una suerte de terreno baldío o basural abandonado, donde es arrojado a un pozo y ejecutado a cuchilladas por dos esbirros del gobierno de un país que, por supuesto, no sabemos cuál es. Y vale la pena recordar aquí, antes de proseguir, que en la notable trasposición de esta novela al cine hecha en 1964 por el genial Orson Welles, el director hace un cambio significativo: en lugar de ser pasado a cuchillo, el señor K es ejecutado con un cartucho de dinamita, cuya explosión adopta la nítida forma, en el cielo negro, de un hongo atómico.

Esta novela, y en particular estos dos pasajes, han sido interpretados de las más diversas formas, sin que esa proliferación hermenéutica pueda, de ninguna manera, agotar la inacabable multiplicidad de sentidos sugeridas por ese texto inquietante y enigmático. No tenemos aquí ni el espacio ni la competencia para siquiera repasar superficialmente esa inmensa bibliografía. Nos limitaremos pues –con todos los riesgos de reduccionismo esquemático a que esa limitación obliga– a proponer una sucinta fórmula interpretativa: se trata, en estos pasajes, de la verdad obscena de la dominación legal-burocrática de Max Weber; se trata de una cierta verdad oculta, en efecto, en el corazón del triunfo moderno de la “racionalidad formal” en la cultura política (no sólo, pero sí principalmente) occidental y capitalista. Y la palabra ob-scena, desde ya, está aquí tomada en su sentido estrictamente etimológico: aquello que, debiendo permanecer fuera de la escena es, sin embargo, mostrado; o aquello que es dicho cuando no debería poder decirse.

“Obsceno” es, por ejemplo, que la abstracta majestad de la Ley –epítome, según Weber, de la “racionalización” moderna de la justicia– se concrete en esas acciones repugnantes a las que se asiste en la sala del tribunal. “Obsceno” es, también, que la abstracta autoridad ética y burocrática del Estado ya teorizada por Hegel –una idea que sin duda tuvo una gran influencia sobre la sociología política de Weber– se concrete, a su vez, en una ejecución que podríamos llamar semi-clandestina, llevada a cabo al amparo de la oscuridad, en un basural hediondo, totalmente despojada de la simbología ritual que tradicionalmente se asocia a un acontecimiento de tal magnitud, y que una vez más no puede dejar de remitir a los momentos más igualmente hediondos de la historia (no sólo, pero también) argentina. Y “obsceno” es, claro está, ese hongo atómico de Orson Welles, en el cual ya no queda ni siquiera aquella fatal intimidad entre el cuchillo y la carne de la poesía de Borges, sino que toda la sofisticación de la racionalidad instrumental de occidente ha sido puesta al servicio del genocidio.

Muy a menudo, la obra de Kafka ha intentado ser reducida a una mera parodia de la burocratización administrativa del Estado y/o de la empresa capitalista modernos. En este sentido ha podido decirse, medio en broma medio en serio, que si Kafka hubiera sido un escritor argentino, no hubiera pasado de ser un mero cronista de costumbres. Pero aquí, en la simple descripción de estos pasajes de El Proceso, podemos sospechar que hay mucho más, algo mucho más terrible que eso, algo que hace que en cierto modo Kafka sea el escritor del siglo XX, así como hace que Weber sea el sociólogo de ese mismo siglo. No me consta (pero estoy muy lejos de ser un erudito en la cuestión) que Kafka y Weber se hayan leído mutuamente. Pero no cabe duda de que hay –si se nos permite robar el título célebre de Goethe– una afinidad electiva entre ciertos temas de ambos autores que nos permite, un poco irresponsablemente, hablar de Kafka como el Weber de la literatura, y de Weber como el Kafka de la sociología.

Para empezar, en el imaginario cruce entre ambos hay un extraño poder premonitorio, casi podríamos decir profético: se trata de llevar a su límite de familiaridad siniestra (y aquí estamos citando a otro gran contemporáneo de ambos, Sigmund Freud) las posibilidades implícitas de la “racionalización” aplicada a la maquinaria del poder, de esa banalidad del mal, para hacer otra cita canónica, que ha sido efectivamente el resultado trágico –y tendremos que volver enseguida sobre esta palabra– de las formas de dominación en el siglo que acaba de terminar, y que promete ser incluso peor en el que acaba de comenzar. Y también está en ambos, cómo no, aunque de muy distintas maneras, el tema dramáticamente metafórico de la muerte de Dios que los dos heredan de Nietzsche: en el judío Kafka, dramatizado más aún por la afirmación de Dostoievsky de que no es simplemente que Dios haya muerto, sino que nosotros lo hemos matado (que este mundo, transformado en la maquinaria “desencantada” de la racionalización, lo ha matado), lo cual genera una irremisible Culpa universal frente a la cual, otra vez, parece banal intentar siquiera saber cuáles son nuestras pequeñas y obscenas culpas particulares; en el calvinista Weber, tan conocedor de los fundamentos sociológico-políticos de los textos testamentarios, es una ausencia sustituida por ese “politeísmo de los valores” que está por detrás de lo que Nietzsche hubiera llamado el nihilismo trivial de la racionalidad formal; y no es improbable que la verdadera obsesión weberiana, expresada en su sociología de las religiones, por encontrar el origen y la lógica de la “racionalización” de lo religioso en las instituciones eclesiásticas sea como si dijéramos la otra cara, la contrapartida “científica” de la obsesión kafkiana con la Culpa originaria y el asesinato del Padre simbólico. En todo caso: en ambos la modernidad en su conjunto, así como la propia razón moderna, se presenta como un campo de batalla en el que los valores humanos, por ahora, van perdiendo.

No se me escapa que, aún dentro de los límites de esta comparación, haya diferencias importantes, pero de estilo y de expresión antes que de sensibilidad profunda: por un lado, todas estas cuestiones están poéticamente explícitas en Kafka, forman parte de la nervadura misma de su literatura, mientras que en Weber son el sustrato filosófico más o menos tácito de una obra que se quiere científicamente rigurosa y axiológicamente neutral; por otro, no se puede ocultar que allí donde en la sarcástica alegoría kafkiana puede escucharse claramente un desgarrador y angustiante grito de rebeldía desesperada, en muchos momentos de la obra weberiana parece primar, si se me permite el oxímoron, una resignada celebración del triunfo de la racionalización, con lo que dicho triunfo pudiera implicar de una organización y una forma de dominación más “legal” y más “legítima”, menos arbitraria y despótica que las variantes tradicionales y carismáticas, si bien afectada por cierta pérdida de valores que las otras dos aún abrigaban. En los momentos más “optimistas”, incluso, puede entreverse un voto de confianza, y hasta una apuesta esperanzada, en la potencial conjunción entre la lógica de los fines del ethos burocrático-legal y la lógica de los valores del ethos carismático. No sin un dejo de amarga ironía, puede decirse que Weber tuvo la triste prudencia de dejar este mundo antes de poder ver los efectos concretos de esa conjunción, en su propio país, en el fatídico año de 1933.

Ahora bien: con ser importantes, estas diferencias son menos trascendentes –al menos para nuestros propósitos en esta ponencia– que las semejanzas subterráneas localizables en un registro que no nos quedará más remedio que llamar (parafraseando a ese gran discípulo heterodoxo de Weber y Marx que es Georg Lukács) el de la ontología del ser social en la modernidad. Es decir, un modo de ser de las formas moderno-burguesas de dominación cuya (onto)lógica esencial es la del sacrificio de la materialidad particular y concreta del sujeto humano en el altar de la abstracción universal y abstracta de la maquinaria “racional” del poder, sea el político, el económico o el “micro-físico”. Para regresar a nuestro apólogo kafkiano: es en cierto sentido perfectamente lógico que no importe de qué cosa, si es que de alguna, es culpable el señor K, porque lo que realmente importa es que el sistema formalizado de medios y fines funcione, utilizando a los sujetos y a sus valores como meros pre-textos de ese funcionamiento, con ese mecanismo tan adecuadamente nombrado por Hegel como la “astucia de la razón”.

La universalidad abstracta de la Ley y del Estado racionalizado segrega, expulsa, sus momentos irreductiblemente particulares a una exterioridad marginal, a una tierra baldía de la Ciudad con la que nada quiere saber, pero que –precisamente por esa expulsión– se transforma en la verdad íntima, obscena, como decíamos, de esa abstracción. Y la operación –como no podría ser de otra manera, dado el “racionalismo” omnipotente y tiránico que la motiva– es en última instancia fallida: como hubiera dicho el ya citado Freud, el “momento particular” retorna de lo reprimido de la peor manera posible, con toda esa violencia que parece asaltar a la Ciudad inesperadamente, desde “afuera”, cuando en verdad es el producto “perverso” de ese propio funcionamiento “sistémico”. Y Weber lo sabe muy bien, aunque nunca termine de decirlo todo lo apasionadamente que quisiéramos escucharlo: en sus momentos menos “optimistas”, insinúa sin lugar a equívocos que la hegemonía de esa racionalidad calculadora no puede conducir a otra parte que a una muy material pérdida de la libertad, de la autonomía, incluso de la dignidad humana.

Es aquí, en este núcleo duramente filosófico y existencial del cruce entre Kafka y Weber, donde se presenta la cuestión central de la tragedia de la cultura moderna, como la llamará célebremente Georg Simmel. Porque en efecto se trata, en esta cuestión central, del conflicto trágico –es decir, por definición irresoluble en las condiciones actuales– entre la racionalidad instrumental y la racionalidad material, entre la universalidad abstracta y la particularidad concreta, entre la pretendida unidad del pensamiento racionalizante y la fragmentación de las esferas de la experiencia vivida, en fin, para decirlo de la manera más sencilla y rápida, entre la calculabilidad del Concepto y la inconmensurabilidad del Sujeto.


Y aquí la convergencia ya no es solamente con Kafka, sino con esos otros dos “científicos sociales” (y sus respectivas categorías) que ya hemos nombrado, y que sin embargo a Weber no terminaban de gustarle del todo: el Marx del fetichismo de la mercancía y el Freud de la conciencia dividida. En ambos casos, la abstracción homogeneizadora de un “equivalente general” –llámese valor de cambio o cogito cartesiano–, con su lógica de expulsión, fuera de la escena, del “momento” de la particularidad concreta –llámese fuerza de trabajo o pulsión inconsciente–, hacen eco anticipado a la preocupación weberiana, que puede casi ser calificada de proto-existencialista, por la experiencia vivida de los sujetos, que reencontraremos en pensadores tan diferentes a Weber y entre sí como Heidegger, Jaspers o Sartre. Este substratum filosófico “cálido” (como diría Ernst Bloch) puede leerse sin excesivo forzamiento por detrás del armazón científico “frío”, a veces incluso seco, del concernimiento con el sentido vivido (y no sólo “mentado”) de la acción –y otra vez vale aquí recordar a Goethe, el que se atrevió a sustituir la primera frase de la Biblia por su “en el principio fue la acción”–, un concernimiento que luego daría tan ricos resultados no solamente en las sociologías más o menos funcionalistas de la acción, sino en la microsociología de Erving Goffman o en la escuela “simbólico-ritualista” de antropólogos como Clifford Geertz, Victor Turner o Walter Burkert, con su metáfora de la dramaturgia de lo social. Pero si de “drama” se trata, hay todavía otro “nombre de autor” –como diría Foucault– que debemos introducir aquí, por ser el que, partiendo de la articulación entre las categorías de Marx, Weber y Freud, lleva a un punto de radicalidad extrema el tema de la tragedia de esa razón moderna contaminada por la voluntad de poder de Nietzsche: nos referimos, por supuesto, a Theodor W. Adorno. Él es, sin duda, quien extrae las consecuencias más críticas de las antinomias –intuidas por Weber en sus pasajes más sombríos– de la falsa totalidad ideológicamente configurada por ese pensamiento identitario de la razón instrumental, empeñado en la disolución de la particularidad concreta bajo la abstracción del raciocinio calculador. Y la consecuencia más trágica, como sabemos, tiene un emblemático y espeluznante nombre propio: Auschwitz. No se trata aquí tan sólo de la burocratizada “banalidad” del mal, sino de que la propia estructura de la razón formal contiene entre sus potencialidades esa actualidad extrema de la racionalización masiva del crimen. Y si ello es así, si como decía Weber la racionalización es una lógica constitutiva del funcionamiento de la maquinaria capitalista moderna, entonces Auschwitz no es un horror llegado del espacio exterior en forma sorpresiva y anómala, sino el síntoma más terrible de aquel “retorno de lo reprimido” por la racionalidad formal del propio capitalismo. Es algo que siempre puede suceder –aunque se exprese de muy distintas maneras– cuando se renuncia a sostenerse en una dialéctica negativa que sepa reconocer la tensión, irreductible a ninguna Aufhebung, entre el Universal y el Particular, cuando el pensamiento calculador se empeña en un absolutismo de la Razón que tarde o temprano conduce al Terror.

Pero incluso sin llegar a este borde abismal, aunque respondiendo a la misma lógica intrínseca, también es Adorno, junto a Max Horkheimer, quien mejor supo aprovechar y elaborar críticamente la lección weberiana sobre el conflicto entre el mundo de los fines y el mundo de los valores, si bien “marxistizándola” con su basamento en la dominación de clase: en primer lugar, mostrando cómo la racionalizada Ilustración, en su afán omnipotente por liquidar al Mito, y por no reconocer ella misma la lógica de lo reprimido que retorna, había terminado por transformarse en el peor Mito: el de la dominación a ultranza de la Naturaleza –incluida en ella los propios hombres–, que pone en cuestión, como lo venimos observando cada vez más a menudo, la propia supervivencia física de lo humano; y en segundo lugar, mostrando asimismo cómo la racionalización de la cultura desemboca en el “engaño de masas” de una Industria Cultural que ya no sólo produce objetos, sino sujetos plenamente sometidos a lo que Adorno y Horkheimer llaman la “sociedad de administración total”, como expresión efectivamente totalizante de la “jaula de hierro” weberiana.

Probablemente Weber, de haber vivido lo suficiente, no habría sacado estas consecuencias tan extremas de sus propias premisas acerca de las antinomias de la Razón, aunque quizá sí habría terminado por reconocer en ellas esa tensión entre Kant y Nietzsche –para darle sus nombres propios paradigmáticos– que se agitaba en su pensamiento. Pero probablemente, insistimos, no hubiera llegado al extremo de replicar la famosa pregunta de Adorno sobre si es posible seguir haciendo poesía después de Auschwitz, con la pregunta por si es posible seguir haciendo sociología después de Auschwitz. Su confianza racional en la ciencia era demasiada como para permitirle el pecado de desesperación antirracionalista (pecado en el que, justo es decirlo, tampoco cayó Adorno: precisamente, el núcleo de coraje verdaderamente crítico que hay en su pensamiento es el que apunta a la denuncia insobornable de esas antinomias sin por ello renunciar a la razón misma: eso también lo aprendió de Marx, de Freud… y de Weber).

Pero, ¿hay acaso algún otro lugar en el que pueda sospecharse una convergencia entre Weber y Adorno, y más aún, una convergencia que permita imaginar, no decimos tanto como una salida, pero al menos una esperanza de resistencia al pathos de la voluntad de dominio de la razón instrumental, de algún simbólico “reencantamiento” del mundo en sentido positivamente experiencial? Con cierta autoasumida ligereza –puesto que no vamos a tener el tiempo de desarrollarla– formularemos aquí la hipótesis de que ese lugar es el arte. Y estamos, pues, donde empezamos: porque, gracias a un feliz azar, resulta que uno de los ejemplos privilegiados de ese arte autónomo que levanta Adorno en tanto resistencia de la particularidad contra el despotismo del concepto instrumental, es la literatura de, entre otros, Franz Kafka, ese poeta “weberiano” por excelencia. Y todavía más, otro ejemplo privilegiado –y aquí sí hay una convergencia explícita entre Adorno y Weber, aunque se trate de uno de los territorios menos explorados del continente weberiano–, otro ejemplo privilegiado, digo, es el de la música. Justamente porque la música aparece como la más “etérea” y “abstracta” de las artes, la más alejada de la representación de lo real, es la que más eficazmente crea su propia particularidad, su propia materialidad concreta que en modo alguno admite ser subordinada a ningún Concepto generalizador de la industria cultural, como queda claro en la contraposición adorniana entre Schoenberg y Stravinsky, en ese texto fundacional de la teoría musical moderna que es la Filosofía de la nueva música. Y en cuanto a Weber, ese último capítulo de Economía y Sociedad titulado “Los fundamentos racionales y sociológicos de la música”, si bien siempre en su estilo contenido por la obsesión erudita y el rigor metodológico, deja perfectamente en claro la tensión entre el indetenible proceso de racionalización de la música occidental, paralelo a sus relaciones cambiantes con el poder político y social, y el universo mucho menos calculable de los valores estéticos y emocionales singulares que hacen a la recepción, pero sobre todo a la así llamada interpretación (y no es una palabra cualquiera, tratándose de Weber) de la música. Y quizá sea involuntariamente propiciatorio que ese capítulo haya sido llamado “Apéndice”, como indicando una marginalidad, un “resto” suplementario que, justamente por su particularidad, contiene como si dijéramos el secreto de la totalidad.

En Adorno y en Weber, pues, aunque sea mucho más explícitamente en uno que en otro, el arte tiene su propia política, a condición de que entendamos esto en el sentido no de las políticas al uso –que, en el mundo de la jaula de hierro, están necesariamente sometidas a la racionalización instrumental– sino de lo político como tal: es decir, de esa dramaticidad fundante de lazos sociales en permanente conflicto con el dominio de la pura técnica. Como decíamos hace un momento, no es que el arte sea postulado como la solución política a las antinomias de la razón dominante: ello significaría una suerte de estetización idealista de lo político y lo social de la que tanto Weber como Adorno abominarían. Pero sí puede ser, el arte, una matriz metafórica eficaz para ilustrar un espíritu de resistencia al instrumentalismo de la razón, en tanto su función “utópica”, en el mejor sentido del término, es la de esa paradoja de la memoria anticipada de la cual hablaba Ernest Bloch, del todavía-no que está ya mostrando lo que podría ser una sociedad emancipada del dominio instrumental, pero que, puesto que esa sociedad aún no existe, mientras tanto debe sostener la dialéctica negativa que conserve la autonomía de los valores.


Después de Auschwitz, entonces, y como conclusión imaginaria que puede extraerse de este diálogo imaginario entre Weber y Adorno a través de Kafka, no sólo existe la posibilidad, sino incluso la obligación ética y política de seguir haciendo arte y ciencia social; pero a condición de que, además de saber que con eso no alcanza, sepamos que el arte y la ciencia social que realmente importa es ese capaz de llevar a sus últimas consecuencias un postulado del presente que sea un programa para el futuro: el programa que invocaba, entre otros, un Lukács, cuando convocaba a la “insobornable insubordinación de lo concreto contra la tiranía de lo abstracto”.

Esa insubordinación tanto teórica como práctica es a la que viene convocando el nombre de Marx desde hace más de un siglo y medio, más allá de los avatares que ese nombre ha sufrido, y de la “moda”, persistente en las últimas décadas, que ha pretendido (“por derecha”, como es obvio, pero a veces también “por izquierda”) transformar ese nombre en el de un perro muerto –como hubiera dicho el propio Marx sobre Hegel–. ¿Y no es extraordinariamente paradójico –pero, por supuesto, “paradoja” es el eufemismo con el que a veces se habla de la ideología –que se pueda decir al mismo tiempo que el capitalismo ha terminado por triunfar totalmente, y que por lo tanto, Marx y el marxismo están “acabados”? Porque, veamos, ¿no es el marxismo, ante todo, la crítica radical –la que “toma por las raíces”, decía Marx– del capitalismo? ¿Cómo podría, entonces, estar acabada esa crítica en la precisa época del triunfo global de lo que critica, y no, al revés, estar más activa que nunca, ser más que nunca, para redundar una vez más en la célebre expresión de Sartre, “el horizonte insuperable de nuestro tiempo” (esa es la paradoja, el impasse lógico, la aporía de la derecha neoliberal: si honestamente creen que el capitalismo es insuperable… deberían también creerlo del marxismo)? Se trata, tal vez, de un malentendido –otra formación ideológica, cuando no se lo quiere reconocer como tal–: los contendientes de ese debate no están en el mismo registro (ni siquiera en el mismo registro “lógico”): la derecha neoliberal cree que el capitalismo es insuperable, Marx no; por eso su crítica es inmediatamente práctica, es al mismo tiempo “interpretación” y “transformación” (esos dos términos de la Tesis XI no están en relación de oposición, sino de complementariedad), es transformación porque es interpretación, y viceversa.

El problema es que, para poder hacer eso, hay que elegir: hay que, como se dice, “tomar partido”. En Marx, la “objetividad científica” es precisamente lo contrario de la “neutralidad valorativa” weberiana: es porque sé del lado de cuáles valores estoy, es porque sé que estoy “interpretando” desde la posición de esos valores que me impulsan a la transformación, que puedo decir que soy “objetivo”; es decir, que puedo hacer “consciente” –para hablar rápido, mi no “neutralidad valorativa”–, y no engañarme respecto de no se sabe qué olímpica exterioridad a ese politeísmo de los valores (que no obstante, ya lo hemos visto, obsesiona a Weber). Como en su momento lo dijo Althusser con una fórmula sólo en apariencia paradójica, nadie está más atrapado en la ideología que aquel que se imagina estar fuera de ella; al revés, el que sabe que está en ella ya ha tomado un paso de distancia.

Es evidente que esta perspectiva tenía que dar una imago de la modernidad muy diferente, y aún opuesta, a la de Weber. Ya no estamos en el mundo kafkiano de la pesadilla burocrático-estatal en el cual la “fragmentación de las esferas” genera pantallas, o espejos deformantes, que impiden comprender las conexiones de la pesadilla con la lógica de la racionalidad instrumental capitalista; sino, si podemos decirlo así, en el mundo prometeico de una transformación permanente cuyo conocimiento es justamente el develamiento de que la “fragmentación de las esferas” es el efecto de superficie de una fractura fundante y fundamental (llámesela contradicción entre producción social y propiedad privada, lucha de clases, etcétera). Es un mundo histórico, porque está orientado hacia un futuro que permita sepultar el pasado (“que los muertos entierren a los muertos”, dice el XVIII Brumario) y no a un presente ominoso, desolado, ininteligible, “kafkiano”.

Proyectado al pasado desde este presente, desde la perspectiva de Marx ya no se trata en abstracto del crecimiento y dominación de la mera racionalidad formal: esto es un efecto y no una causa. Y sin embargo…

Y sin embargo, ya sabemos: ha sido casi siempre irresistible la tentación de imaginar una convergencia entre Marx y Weber, o, al menos, hacer de cada uno un suplemento del otro –en el sentido deleuziano–. La tentación –contra la cual sería petulante decir que estamos plenamente inmunizados– es comprensible. Finalmente, este mundo no es, todavía, el que previó, al que apostó Marx. “Kafka” (traduzcamos: lo que ese nombre, reducido para la ocasión, representa) está aquí, reinando a sus anchas, o a sus angostas: la opacidad de la fragmentación es la nebulosa des-conciencia de lo real en que existimos, al tiempo que la omniabarcadora información escupe sangre, cuerpos muertos, hambre y catástrofe ecológica como espectáculo y telón de fondo. Se sabe, también, por dónde, por qué categoría venerable pero decretada en desuso, se juntan (nos lo enseñó magistralmente, entre otros, Karl Löwith) Marx y Weber: la alienación. En esa juntura, la modernidad capitalista no es un problema –aunque fuera dramático– económico y social y político y ético: es un estado de “civilización” que compromete, que pone en juego, el ser de lo humano en su totalidad. Justamente, la “fragmentación de las esferas” –que es absolutamente real, en tanto experiencia vivida, aunque no críticamente pensada– es el último truco para mantener la conciencia escindida de lo que la Escuela de Frankfurt (ese extraordinario lugar de cruce, ya lo dijimos, entre Marx y Weber, con Freud mirando de reojo) hubiera llamado la sociedad de administración total. Es necesario, al contrario, mostrar, denunciar, que no hay tal fragmentación: que aquella experiencia alienadamente vivida es el efecto “ideológico” de una unidad del “modo de producción” cuyo cemento (para retomar la famosa metáfora althusseriana) es la racionalidad del cálculo (si se lo quiere decir con Weber), o la metafísica de la técnica (si es con Heidegger) o la razón instrumental (si es con Adorno). Pero también, de manera más simple y “literaria”, se lo puede decir con Marx, cuando, pese a que su inevitable “evolucionismo” le hacía celebrar el progreso que a pesar de todo significaba el capitalismo, no por ello dejaba de observar lúcidamente, en los Gründrisse, que “en la sociedad precapitalista, la producción es el medio y el Hombre es el fin; en la capitalista, es lo contrario”. Y ya Kant, tan estimado por Weber, hacía un imperativo categórico irrenunciable para su ética de que el hombre no fuera jamás un mero medio; pero Hegel viene después de Kant, y desde su “historización” del pensamiento atisbamos que la astucia de la Razón moderno-burguesa se las arregla para rescatar del kantismo el sujeto trascendental, pero no el conflicto irresoluble que supone, en su nombre, la destrucción material y moral de la humanidad.

Weber alcanza, cómo no, a ver todo esto. Sabe muy bien que todas las “esferas de la experiencia” social están “racionalizadas” en este sentido “kafkiano”. Pero no alcanza a sacar todas las consecuencias, porque parte del mundo abstracto de la Razón. Sin embargo, registra el conflicto irresoluble, la tragedia de la modernidad, la “tragedia de la cultura” de la que hablaba Simmel. Marx, antes que él, ya había arriesgado la explicación de ella, aunque sin dejar de recurrir –como en una oscura intuición de las dificultades futuras– también a la metáfora de la tragedia y de la farsa (alguna vez alguien –yo no– tendrá que pensar hasta el fondo qué significa que los más decisivos pensadores de la modernidad –de Marx a Freud, de Nietzsche a Adorno, de Weber a Heidegger– hayan necesitado recurrir al concepto de tragedia para “disparar” sus respectivas hipótesis).


Es obvio, pues (pero esa “obviedad” no minimiza sus alcances, sino que, al contrario, da testimonio de cuán poco se interrogan las “obviedades” en el seno de la Academia) que una materia como la de Oscar Moreno, y este libro que –en el sentido estricto– la re-presenta para un público más amplio, tenía que estar presidida por los nombres de Marx y Weber. Si alguna vez se pudo decir (mal, pero no vamos a entrar en esa discusión ahora) que toda la cultura occidental es un comentario a pie de página de Platón y Aristóteles, no estaría de más decir ahora (bien, y este libro es una demostración) que toda la crítica de la modernidad es un comentario a pie de página de Marx y Weber. Leyendo los puentes –subterráneos y conflictivos, pero puentes al fin– que se tienden entre ambos, pero leyéndolos bien (es decir: sometiendo a la interrogación crítica más implacable la propia lectura) se pueden trazar las coordenadas del mapa de una modernidad desgarrada que no es la de los “grandes relatos” que alguna vez se ha creído poder recusar (cayendo, irónicamente, en un sometimiento por la negativa a las versiones “oficiales” de la modernidad), sino la de un relato que está aún por construirse, y que es el de la praxis crítica de la modernidad. Explícita o implícitamente, las problemáticas de todos los autores que aquí se examinan provienen de o reaccionan contra Marx y/o Weber. Eso puede parecer evidente para los casos de Gramsci o de Poulantzas, e incluso para el de Keynes (del cual habría que pensar si en términos políticos no representa una alternativa “weberiana” al marxismo) o para Negri / Hardt y Holloway (cuyas teorías son una posición ante Marx y también, en cierto modo, ante Weber: otra cosa que alguien –yo no– alguna vez deberá pensar es cuánto le deben esas visiones del contra-poder a una concepción del poder como la weberiana, “filtrada” a través de un Foucault al que siempre le costó reconocer su propia deuda). Pero debería ser igualmente evidente para los casos de Hayek o Friedman. Finalmente, el edificio entero del neoconservadurismo liberal puede entenderse como una lucha por mantener la “fragmentación de las esferas” –aunque lavándolas de la tragicidad sorda que puede entreverse en Weber–, tanto como por desplazar la idea de aquélla fractura básica que atraviesa a la modernidad, todo para ilusionarnos con la peor de las alienaciones: la de una fantasmagórica transparencia del mercado (traicionada en su propio discurso, en un curioso lapsus, por la metáfora de la “mano invisible”) que no nos pide, en última instancia, sino que nos identifiquemos con esa fragmentación alienada: que vivamos la pesadilla kafkiana como si fuera el mejor de los mundos posibles.

Este libro, por fortuna, juega otro juego. Sus autores y autoras se han complicado (quiero decir: se han hecho cómplices) en una empresa de desmontaje (y de rearticulación) de las grandes líneas de pensamiento crítico sobre la modernidad, sin someterse a las facilidades bienpensantes de un “progresismo” moralmente tranquilizador pero intelectualmente estéril. Habrá más de un lector que se los agradezca. Me alegra y me halaga ser el primero.



2 comentarios

  1. Fernando Zamora Águila 26/06/2017 6:13 am

    Son excelentes los trabajos publicados en esta colección. Llegué a ellos buscando el concepto de ‘modernidad’ en Max Weber.

    No soy sociólogo. Investigo desde la filosofía cómo se dio el paso de una “premodernidad” a una “modernidad”, y cómo sería el paso a una “postmodernidad”. Mi tema es el desarrollo de las imágenes y las diferencias entre las imágenes gnósticas y las imágenes epistémicas.

    Me gustaría saber cómo se llama el libro en el que están publicados los textos, para tratar de conseguirlos en México.

    Saludos cordiales.

  2. librolab 26/06/2017 7:54 am

    Estimado Fernando,
    Muchas gracias por su comentario. En este link encontrará más información sobre el libro: https://www.editorialteseo.com/archivos/182/pensamiento-contemporaneo/
    (El libro puede adquirirse en formato PDF desde el sitio, y en formato papel desde Amazon.com).
    saludos!

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