Esteban Magnani
La primera pregunta que cualquier lector, probablemente, se haga al leer el título de este capítulo sea la de por qué se incluye a un economista en un libro dedicado a la teoría política, aun cuando una mayoría de pensadores reconocen la importancia de la economía en el desarrollo y el mantenimiento de cualquier sistema político. Si bien, como se explica a lo largo del artículo, el pensamiento keynesiano se adoptó parcialmente, muchas de sus propuestas para lograr el resurgimiento del capitalismo en un contexto de crisis fueron determinantes para la forma particular que tomó el sistema político en buena parte de la segunda mitad del siglo XX. De ese reacomodamiento económico también surgió un nuevo equilibrio político y una nueva legitimidad dentro de sectores que anteriormente habían cuestionado las premisas básicas del capitalismo como los socialdemócratas.
Lo mejor para comprender sus ideas e impacto es comenzar por entender el contexto de amenaza en el que se encontraba el capitalismo en el período de entreguerras (entre la I y II Guerra Mundial), en el que John Maynard Keynes desarrolló buena parte de su pensamiento, finalmente plasmado en su principal obra: Teoría General de la ocupación, el interés y el dinero, publicada por primera vez en 1936.
1. El contexto histórico de entreguerras
A fines del siglo XIX y comienzos del XX había una confianza muy profunda y generalizada en un progreso casi inevitable. La civilización, al menos la occidental y capitalista, vivía un período inusitado de bienestar económico y estabilidad ininterrumpido. El optimismo acerca del futuro, conocido como la Belle Époque (la “época bella”, en francés) terminó abruptamente con la guerra más sangrienta que se hubiera conocido y que tuvo lugar en el corazón de la civilización occidental: Europa. Ciudades que hasta hacía poco habían sido íconos de los avances intelectuales, las artes y el desarrollo científico, fueron arrasadas en un lapso de cuatro años por los bombardeos y las invasiones de los países vecinos. La I Guerra Mundial (1914-18) fue el resultado de, entre otros factores, el enfrentamiento entre países con vocación imperialista que debían enfrentarse para poder continuar su expansión y que estaban atravesados por intereses económicos en constante competencia. El resultado fue un desgaste en los países más desarrollados del mundo que los retrotrajo a los niveles de pobreza de décadas anteriores, sin contar las cerca de 20 millones de muertes directas que causó.
Este fue uno de los primeros golpes al imaginario capitalista de comienzos del siglo XX que creía en una suerte de fin de la historia en el que las reglas de juego ya estaban planteadas de una vez y para siempre. Pero la Guerra no sería lo único: varias cosas más cambiarían en rápida sucesión en los años siguientes.
En primer lugar, y antes de que terminara la I Guerra Mundial, en 1917, la revolución Bolchevique derrocó al Zar y luego de una guerra civil relativamente breve comenzó a conducir a uno de los países más rezagados económicamente, pero también uno de los más grandes del planeta hacia un régimen distinto del capitalismo. El nuevo sistema socialista implantado estaba organizado en forma centralizada, a contramano del pensamiento liberal que parecía instalado para quedarse. Una vez estabilizada la situación política interna, hacia mediados de la década del 20’, el Partido Comunista de la flamante URSS comenzó a establecer fuertes vínculos con los partidos comunistas de los países centrales europeos que lograban, en muchos casos, atraer a las masas de trabajadores. Para hacer el desafío aun más grande, la economía planificada de la flamante URSS pondría al país en una senda de crecimiento a marcha forzada que lo llevaría de la pobreza precapitalista a ser uno de los Estados más poderosos del planeta aunque, cabe aclarar, que se llevó adelante con un costo social cuya magnitud sólo se conocería en el mundo décadas más tarde.
En segundo lugar, la I Guerra Mundial, entre otros factores, favoreció un desarrollo y estandarización de la producción en serie basada en la tecnología, la reducción de los tiempos muertos, la inclusión de la fuerza de trabajo femenina y la línea de producción. Estos factores aumentaron la capacidad productiva de los países desarrollados hasta puntos que resultaban desconocidos con anterioridad. Las fábricas que antes producían en serie cascos y armas, podían dedicarse luego a la producción de alimentos, productos de consumo masivo y hasta autos. El crecimiento de la producción, sumados a una especulación cada vez mayor que daba mucha volatilidad a los mercados, llevó a los países desarrollados, sobre todo a EE.UU., a lo que se conoce como una crisis de oferta: los bienes eran producidos, pero no había quién los consumiera, ya que la pobreza generada en la I Guerra Mundial, sobre todo en Europa, aún no había sido superada y en cualquier caso el sistema no era capaz de generar suficientes consumidores para esa masa de productos. La crisis, cuyo inicio suele ubicarse en el crack de la bolsa de New York en 1929, hizo que las contradicciones del capitalismo se expusieran como blanco sobre negro: por un lado se tiraban los alimentos que nadie podía comprar y por el otro miles de desocupados no tenían qué llevarse a la boca. Era la última crisis de sobreproducción. Si bien en el Reino Unido esta crisis fue más suave, se puede decir que había comenzado ya a finales de la I Guerra Mundial, por lo que cuando golpeó con toda su fuerza a los EE.UU. el británico Keynes ya estaba alerta respecto de muchos de los síntomas típicos de la misma.
En tercer lugar, se dio un fenómeno nuevo alimentado, en parte, por las consecuencias de la I Guerra. En particular uno de los países perdedores, Alemania, que había sido el corazón industrial de Europa, no podía salir del caos económico y social, en buena medida, a causa de las indemnizaciones comprometidas junto a su rendición de 1918 en el marco de lo que comúnmente se llama el Tratado de Versailles. Keynes mismo, en su libro Las consecuencias económicas de la paz, de 1919, auguraba los problemas que sufriría Europa por haber dejado a Alemania sumida en una deuda de la que no podría salir nunca. Según postulaba Keynes entonces, y como se pudo comprobar después, una Alemania en crisis permanente arrastraría consigo a Europa occidental en su totalidad. Así las cosas, la sociedad alemana, que no veía una salida posible para su situación, se permitió entregarse a los sueños de grandeza que prometía un populismo dictatorial y chauvinista que apelaban a lo peor del racismo. Adolf Hitler llegó al poder en Alemania en 1933, instaurando el régimen nazi que conduciría a ese país a la II Guerra Mundial. Ya existía el antecedente de un ex-socialista, Benito Mussolini, líder del fascismo personalista y totalitario que gobernaba Italia desde 1922. También surgieron otras formas de dictaduras, especialmente basadas en la coerción directa y generada como reacción frente al avance en la concientización de la clase obrera. Eso ocurrió, por ejemplo, en España con Franco o en Portugal con Salazar. En cualquier caso estas salidas totalitarias que salvaban al capitalismo a costa de abandonar principios democráticos básicos también cosechaban, al menos en algunos países, resultados económicos positivos.
Este conjunto de situaciones puso en jaque al capitalismo liberal. No sólo existían alternativas como el totalitarismo fascista o nazi o incluso el socialismo soviético, sino que estos sistemas se mostraban como más exitosos mientras que el capitalismo occidental parecía derrumbarse. Alemania, en cesación de pagos de la deuda desde 1923, y en los ’30 con una economía manejada férreamente por los nazis y un pueblo dispuesto a cualquier sacrificio, crecía en poderío rápidamente. La industria nacionalizada por los bolcheviques y manejada por un Estado todopoderoso bajo la pesada mano de Stalin, sobre todo luego de iniciado el primer plan quinquenal en 1928, también crecía a marcha forzada con un costo social altísimo pero sin verse afectada por el derrumbe del comercio internacional a partir de la crisis del 29’.
En este contexto, el capitalismo occidental estaba en una encrucijada. El laissez-faire de la receta única liberal, que supuestamente debía permitir que el mercado encontrara un nuevo equilibrio para poder crecer, no parecía dar resultados. La crisis se profundizaba cada vez más en un círculo vicioso de aumento de desempleo que generaba caída de la demanda, lo que a su vez generaba más desempleo. El nuevo punto de equilibrio, si es que existía, parecía ubicarse más allá de lo que la sociedad estaba dispuesta a aceptar sin colapsar. Frente a esta situación de lo que parecía una evidente incompatibilidad entre capitalismo y democracia, algunos capitalistas parecían volcarse por abandonar la democracia, mientras que los sectores de izquierda consideraban que el capitalismo había encontrado sus límites y era el momento de abandonarlo para llegar a una sociedad dirigida por los trabajadores. La situación política era, evidentemente, muy inestable.
Mientras tanto algunos gobiernos intentaron tomar medidas para paliar la crisis y generar algo de trabajo. Fueron intentos aislados y poco sistemáticos, como el I New Deal de Franklin Roosevelt en los EE.UU., que no dieron demasiados frutos. Es en este contexto de crisis económica, pero también política, es que el pensamiento de Keynes, una teoría económica, permitió conciliar al menos por algunas décadas el conflictivo matrimonio entre capitalismo y democracia.
2. Quién era
John Maynard Keynes (1883-1946) era un economista que tenía un pie en la sociedad británica del siglo XIX, confiada en el progreso eterno, aunque muy conservadora, y otro, en la rebeldía de un librepensador. La Inglaterra Victoriana que recordaba a la Reina Victoria (1819-1901) como símbolo de su siglo era un lugar ideal para que las mentes libres de los intelectuales como Keynes y muchos de sus amigos ejercieran su rebeldía. Pero con la llegada del siglo XX las cosas comienzan a cambiar drásticamente; el fin de la era victoriana también marca el comienzo del fin del Reino Unido como primera potencia global, decadencia que se profundiza aún más con la I Guerra Mundial primero y luego con la crisis del 29’ y la II Guerra Mundial. La primera mitad del siglo XX marcó fuertemente a la sociedad británica y su optimismo respecto del futuro, y Keynes no fue la excepción. La modernización y la ruptura con las tradiciones de la era victoriana, sumados a las profundas y persistentes crisis económicas, lo hicieron preocuparse por la falta de cohesión social. En una carta de 1934 le decía a su amiga Virgina Wolf:
Comienzo a percibir que nuestra generación, la tuya y la mía […] debió mucho a la religión de nuestros padres. Los jóvenes […] que son educados sin ella, nunca le sacarán provecho a la vida. Son triviales como perros en lujuria. Nosotros gozamos de lo mejor de ambos mundos. Destruimos el cristianismo pero disfrutamos de sus ventajas.[1]
Paradójicamente, alguien insospechado de fe religiosa, un verdadero ateo militante, que se dedicó sobre todo en su juventud a romper los moldes de los comportamientos sociales, valorizaba la estructura sólida del pensamiento religioso como cohesionador social y fuente de un sistema de jerarquías.
La preocupación sobre la falta de autoridad en la sociedad en general lo hizo desear una clase política de elite que pudiera actuar de acuerdo con principios racionales independientes de los estados de ánimo sociales, una suerte de “mandarinato”, un gobierno de las clases ilustradas para beneficio del conjunto. Por otro lado, cabe aclarar, Keynes descreía del socialismo como vía revolucionaria hacia la superación del capitalismo; más bien pensaba que el socialismo surgiría como la culminación del control de las crisis económicas del mismo capitalismo, una extraña coincidencia con el pensamiento marxista.
Keynes tuvo varias conexiones laterales con el régimen bolchevique: en 1925 se casó con una bailarina rusa y visitó ese país para luego publicar Una breve mirada sobre Rusia. Sus conclusiones principales eran que no había ninguna mejora económica que se pudiera aprender de ese régimen y que, en cambio, la revolución violenta ponía en peligro muchas de los avances logrados con tanto sacrificio. Descartada la alternativa socialista y, obviamente, la fascista, la cuestión para Keynes era salvar al capitalismo de sus crisis cíclicas.
Keynes consideraba que los tiempos habían cambiado. En los comienzos del capitalismo la desigualdad por engaño o coerción había sido necesaria para acumular suficiente capital fijo para beneficio de todos, pero en los tiempos de Keynes esa desigualdad ya no era sostenible ni necesaria: “Las inmensas acumulaciones de capital fijo que con gran beneficio de la Humanidad se constituyeron durante el medio siglo anterior a la guerra, no hubieran podido nunca llegar a formarse en una sociedad en la que la riqueza se hubiera dividido equitativamente.”[2]
Vista de esta manera, la acumulación originaria por la explotación había sido un mal necesario, un sacrificio de la clase trabajadora para beneficio del conjunto de la humanidad futura. Paradójicamente, la gran capacidad productiva lograda por la inversión en tecnología había generado grandes masas de desempleados, “paro tecnológico”, como lo llamaba Keynes, problema que creía que debía solucionarse para el beneficio de todos y la estabilidad del sistema.
Evidentemente el pensamiento de Keynes excedía el campo estrictamente económico y, de hecho, no pensaba que su especialidad pudiera ser considerada aisladamente. En su ensayo sobre Marshall decía que un buen economista “debe ser en cierto grado un matemático, un historiador, un estadista, un filósofo. Ha de entender símbolos y hablar con palabras”.[3] Es decir que la economía, lejos de poder aislarse de los factores políticos e históricos, estaba cruzada por éstos. La diferencia con sus colegas fue y seguiría siendo enorme.
3. El enemigo es el ahorrador
Keynes publicó su obra fundamental, Teoría general de la ocupación, el interés y el dinero, más conocida como Teoría General, en 1936, cuando ya comenzaba a hacerse evidente que la crisis había llegado para quedarse y el capitalismo temblaba bajo su falta de soluciones. Si bien Keynes había escrito otras obras, ésta es, sin duda, la que intenta cerrar todos los lazos abiertos con anterioridad. Que lo haya logrado efectivamente, es en general rebatido por el pensamiento económico mainstream, y no son pocos los autores que sugieren una lectura recortada de su obra, evitando ciertos capítulos que no tendrían relevancia o serían demasiado confusos. Por el contrario, otras lecturas[4], consideran que estos recortes tienen la finalidad ideológica de permitir sumar a la teoría clásica algunas de las herramientas del keynesianismo, sin necesidad de socavar las bases del viejo edificio teórico, las que el economista de la Teoría General cuestionó por inconsistentes o incapaces de adaptarse a los cambios en la economía del siglo XX.
Es que la teoría económica de Keynes nace en buena medida del rechazo de la teoría clásica, denominación que utiliza para aglutinar pensadores bastante variados pero con, según nuestro autor, una matriz común que hacía hincapié en la importancia del libre mercado para encontrar un equilibrio en la máxima capacidad productiva y el pleno empleo. Según esta línea de pensamientos, alcanzaba con dejar actuar al mercado para que toda la maquinaria productiva se pusiera en funcionamiento sin dejar a nadie afuera.
Keynes atacó esta idea con la furia de un converso: “Yo mismo defendí durante años con convicción las teorías que ahora ataco y creo no ignorar su lado fuerte”[5]. Era consciente de que lo que estaba en juego era mucho más que una teoría económica: era la supervivencia del capitalismo. Los constantes conflictos sindicales de la década del 20’ eran para él una señal de que el abandono de los pobres a su propio destino, mientras los ricos se dedicaban a disfrutar de su posición, no harían sino acelerar la caída del sistema en su conjunto. Era necesario reformar el capitalismo para asegurar su supervivencia.
Uno de los principios básicos de la corriente del pensamiento económico clásico y blanco preferido de Keynes en sus críticas, es la Ley de Say que dice que “toda oferta genera su propia demanda”. Esto quiere decir que cuando se oferta algo en el mercado es porque previamente se compró algo, lo que puso a circular dinero que se transformará eventualmente en nueva demanda. En definitiva, la demanda es resultado de la producción previa: la oferta de bienes actuales será demandada por el dinero que circuló gracias a la producción de esa oferta. Sostenía Say: “El dinero no es más que un vehículo del valor de los productos”[6], o lo que es lo mismo, los productos en última instancia se pagan con productos. Los eventuales excesos de oferta se aplacarán al bajar los precios y orientar la inversión hacia otros nichos en los que los precios hagan la producción más rentable, llevando todo naturalmente a un nuevo equilibrio al máximo potencial.
Por otro lado, según la teoría clásica, si un individuo decide no comprar y quedarse con el dinero, igualmente está consumiendo una mercancía ya que el dinero lo es. Este supuesto está basado en una deficiente teoría del dinero que no sirve ya para reflejar la realidad en la que el dinero es tanto un instrumento de cambio como un depositario de valor. Siempre, según Keynes, los clásicos concebían al dinero como una mercancía más, cuyo valor estaba relacionado con aquello que representaba, generalmente oro y plata. En la visión de los clásicos citados por Keynes, como Alfred Marshall, el dinero terminaría siendo consumido directamente o a través del banco en el que se colocaba y que lo prestaría para que alguien le diera uso.
El problema era, entre otros, que el tipo de cambio fijo (en el que el dinero representa una cantidad de oro efectivamente depositado en el Banco Central de cada país emisor de papel moneda) resulta cada vez menos frecuente y los países emitían dinero sin importar la cantidad real de metal en las arcas. Es decir que la Ley de Say podía no cumplirse ya que alguien que vendía algo no necesariamente estaba comprando otra cosa al mismo tiempo, como sí ocurriría en una sociedad cuya economía estuviera basada en el trueque o, aunque más no fuera, en una economía en la que el papel representara una cantidad fija de oro, un bien concreto, una mercancía en última instancia. De esta manera, quien vendiera podía muy bien quedarse con el dinero sin más, ahorrarlo, retirarlo del mercado, lo que achicaba la economía y quitaba medios para que llegara su máximo potencial y se restableciera el pleno empleo que los clásicos auguraban como tendencia inevitable.
Justamente el desempleo, al menos el involuntario como consecuencia de la fe en la Ley de Say, era imposible para los clásicos. En síntesis, según ellos, simplificando un poco, siempre que alguien aceptara recibir un salario menor a lo que era capaz de producir, podría encontrar trabajo ya que el empleador podría obtener un beneficio de contratarlo. Si alguien no aceptaba ese tipo de salario era porque no deseaba trabajar, es decir, que elegía no hacerlo. Keynes sostenía que esta conclusión estaba basada en la creencia de que la economía tendía naturalmente a ocupar todos los recursos disponibles y que alcanzar ese punto era sólo una cuestión de tiempo, algo que la realidad de crisis y desempleo hacía evidentemente falsa. “Mucha gente está intentando solucionar el problema del desempleo con una teoría que se basa en el supuesto de que no hay desempleo”.[7] Por eso intentaría demostrar que el desempleo involuntario puede darse (como era evidente en los años 30’) cuando la oferta y la demanda se equilibran en un punto lejano al pleno empleo porque, por ejemplo, la tendencia a conservar los ahorros líquidos, en dinero, son muy fuertes y la inversión se mantiene estable o decrece sin generar más puestos de trabajo. De hecho, la pregunta fundamental que busca responder Keynes en su Tratado General es “descubrir lo que determina el volumen de la ocupación”.[8]
Otra de las diferencias de la economía del siglo XX con los modelos de los clásicos era que el capitalista ideal que se dedicaba a maximizar sus propios recursos invirtiendo de la mejor manera posible se había transformado en una rareza. Más bien los roles se habían desdoblado y lo que había era empresarios por un lado e inversores por el otro, estos últimos con una capacidad de movilizar su capital con una rapidez que nada tenía que ver con los supuestos de los clásicos: “Con la separación entre la propiedad y la dirección que prima hoy, y con el desarrollo de mercados de inversión organizados, ha entrado en juego un nuevo factor de gran importancia, que algunas veces facilita la inversión pero que también contribuye a veces a aumentar mucho la inestabilidad del sistema.”[9]
Mientras el viejo capitalista inversor asumía un compromiso estable con su inversión, el nuevo inversionista, separado del empresario gestor de los bienes, tenía la capacidad de retirarse rápidamente y volver a disponer de su dinero en forma líquida, lo que daba una gran volatilidad a los mercados. Eran los inversionistas, eternos perseguidores de la ganancia más rápida y sin compromiso con un tipo de producción u otro en particular, los que decidían el volumen total de la inversión, no más los empresarios. Poco quedaba ya en la gran empresa o incluso en la empresa monopólica, de aquellos individuos clásicos compitiendo con otros para beneficio de la sociedad. El resultado era más bien una especulación que podía beneficiar a los individuos pero perjudicaba al conjunto de la sociedad. La mirada “macro” de la economía (por eso es que se lo considera el padre de la macroeconomía), indicaba que el ahorro de un individuo implicaba la falta de demanda de otro, algo que los clásicos, con su mirada micro no podían analizar siquiera. El ahorro y la inversión dejaban de ser la causa de la demanda, como en la Ley de Say, para pasar a ser las resultantes de la misma. Es decir que proponía de alguna manera invertirla: es la demanda la que genera la oferta; se debe estimular la primera para generar la producción.
Este y otros problemas hacían que desde la teoría clásica no se pudiera ver que el equilibrio no se restauraría solo, con la simple espera. Por el contrario, en los tiempos de la publicación de la Teoría General resultaba bastante evidente que había que hacer algo además de esperar; de lo contrario el comunismo y el nazismo con su crecimiento económico no demorarían en dejar atrás a las democracias capitalistas de occidente, además de invadirlas militarmente. De hecho, antes de que Keynes publicara su sistema, en algunos países como los EE.UU., el Estado comenzaba a hacer algunos intentos de inyectar un poco de ímpetu a sus economías por medio de alguna obra pública incluso con el apoyo, en algunos casos, de importantes pensadores que adscribían a la ortodoxia económica. Es decir que más allá del valor intrínseco de la obra de Keynes, estaban dadas las condiciones para que el Estado dejara de ser un espectador frente a los ciclos económicos. Faltaba la receta teórica desde la que intervenir y el economista británico la daría.
4. La receta
¿Qué era lo que tenía para ofrecer Keynes como alternativa para salir de la crisis del capitalismo? En primer lugar, un diagnóstico distinto. Básicamente Keynes, lejos de pensar que toda oferta genera su propia demanda, creía que había que estimular la demanda para generar una mayor oferta, y así iniciar el círculo virtuoso de la economía.
La primera gran ruptura que proponía, como se dijo, era la intervención sistemática del Estado en la economía para generar las condiciones de su crecimiento hasta lograr el pleno empleo. Keynes distaba mucho de ser un socialista o una amante de una economía centralizada al estilo soviético, sin embargo, era conciente de que el poder de los inversionistas para decidir qué hacer con su dinero era determinante para el conjunto de la sociedad y por eso corrió, en primer lugar, el foco de atención hacia ellos. Hasta entonces los capitalistas se quejaban de que los trabajadores querían ganar demasiado y los últimos se quejaban de lo mismo respecto de los primeros. Para Keynes, en cambio, el enemigo de todos ellos era el ahorrador: es que al quitar el dinero del circuito económico y guardarlo por miedo al futuro privaba a toda la sociedad de la inversión necesaria para salir adelante. Peor aún, al ahorrar producía un achicamiento de la economía que hacía que otros también retiraran su dinero del mercado, lo que generaba un círculo vicioso. Es que el dinero en estado líquido, es decir en moneda, es un resguardo frente a la incertidumbre y queda en manos del que lo posee guardarlo o invertirlo.
En esto también la teoría era revolucionaria. Los clásicos pensaban en actores económicos aislados que contaban con toda la información como para tomar decisiones racionales. Keynes, en cambio, consideraba que los comportamientos en la sociedad se afectaban mutuamente y generaban fenómenos considerados a priori como extraeconómicos. Tal era el caso del pesimismo que eran capaces de generar las profecías que se autocumplían con sólo un número suficiente de personas que creyera en ella.
Ahora bien, si el enemigo era el ahorrador ¿cómo se lo podía obligar a dejar de ahorrar? En primer lugar, se debía lograr que fueran más optimistas respecto del futuro, es decir que confiaran en que si invertían su dinero obtendrían más con poco riesgo. Con el fin de lograrlo, creía que el Estado era un actor fundamental que debía inyectar demanda en el mercado. Para hacerlo tenía varias herramientas.
En primer lugar se debía utilizar la obra pública para generar trabajo. El Estado, al iniciar la construcción de una ruta, una central eléctrica o un puerto no sólo estaba mejorando la infraestructura, sino que también contrataba desocupados que recibían salarios que utilizaban para comprar cosas que antes no podían adquirir. Es decir que se estimulaba la demanda por encima de los valores anteriores y se estimulaba al empresario a producir más para satisfacerla, para lo que tenía que adquirir más materia prima, más trabajo y, a su vez, sus proveedores debían hacer lo mismo. Cada peso invertido de esta manera generaba un efecto dominó sobre el mercado. Este fenómeno había sido estudiado por otro economista británico, Richard Kahn, quien demostró que cada peso se multiplicaba al infinito excepto por una pequeña porción que se iba perdiendo en el camino como ahorro.[10]
Lo bueno de distribuir más equitativamente la riqueza, por ejemplo, generando empleo, era que el nivel de necesidades insatisfechas de los desocupados aseguraba que el dinero volviera rápidamente al circuito económico. Para financiar esas obras el Estado podía cobrar un impuesto a la ganancia extraordinaria o endeudarse en el exterior. En cualquier caso, el crecimiento mismo de la economía haría cada vez más innecesaria la intervención sistemática del Estado y aumentaría la recaudación de impuestos lo suficiente como para pagar las deudas.
La otra gran herramienta era bajar la tasa de interés lo suficiente como para estimular la inversión aún en aquellos sectores de la economía que no fueran tan rentables. Es que si las tasas de interés son demasiado altas, el riesgo de no ganar lo suficiente como para cubrirlos desincentiva la inversión, en tanto que si el dinero es “barato” es más probable que se pueda recuperar la inversión y pagar su costo. Por eso Keynes abogaba por el fin del dinero convertible a oro, para que las autoridades financieras pudieran tener más margen de maniobra para estimular la economía.
5. El impacto del keynesianismo y el Estado de Bienestar
Algunas de las herramientas señaladas que se desprenden de la Teoría General se transformaron en la base de las economías occidentales de posguerra y dieron lugar a lo que normalmente se conoce como la época dorada del capitalismo que va aproximadamente desde los 50’ hasta comienzos de los 70’. El sistema económico permitía un matrimonio de conveniencia entre sindicatos (representantes de los trabajadores) y los empresarios, con el Estado como árbitro. Los primeros resignaban sus consignas más radicales sobre el cambio social para comenzar a pedir otras compatibles con el capitalismo, como salarios más altos, vacaciones pagas o aguinaldos, entre otras. Los empresarios debían a cambio, por su parte, aceptar mejorar las condiciones de trabajo cediendo parte de sus tasas de ganancia. El Estado pasaba a ser una especie de garante de que ambas partes cumplieran sus compromisos. De esta manera, el capitalismo recuperaba legitimidad para los trabajadores que mejoraban su situación material concreta, mientras que los empresarios, si bien resignaban parte de su tasa de ganancia, podían aumentarla en términos absolutos ya que el volumen de la producción había aumentado enormemente gracias a una demanda con crecimiento sostenido. El modelo keynesiano parecía dejar a todos satisfechos.
Este acuerdo, que generalmente fue tácito, permitió a algunos gobiernos de signo socialista tener un plan de gobierno alternativo a la improbable estatización de los medios de producción que figuraba en sus plataformas. En el mejor de los casos, creían que este acuerdo era un camino más largo pero también más pacífico hacia un socialismo real al que se llegaría armoniosamente en una sociedad sin conflictos y donde la riqueza se redistribuyera equitativamente. Así fue que la propuesta keynesiana se revistió de una “segunda capa” de derechos universales como la salud o la educación, de los que no había hablado el británico pero que resultaban funcionales a su teoría. Si los trabajadores no necesitaban ahorrar para los tiempos de enfermedad o para el estudio de sus hijos, podrían volver más rápidamente ese dinero al consumo. Por otro lado, trabajadores mejor educados y con mejor salud eran más productivos, algo que beneficiaba a ambas partes de la ecuación económica. Esta política más universalista, de mejora de las condiciones sociales, fue la que se llamó Estado de Bienestar y excedió los principios económicos propuestos por Keynes.
Gracias a esta teoría económica el matrimonio democracia-capitalismo resurgió de su crisis más profunda con una fuerza que era desconocida hasta entonces. Keynes no pudo verlo ya que había muerto en el 1946 luego de una humillante negociación con los EE.UU. para que facilitara la salida británica y europea de la crisis generada por la II Guerra Mundial. A su muerte era ya uno de los economistas más respetados de su tiempo.
6. La crisis del keynesianismo y la llegada del neoliberalismo
Pero nada es para siempre. En la década del 70’ varias cosas cambiaron desequilibrando lo que tanto había costado establecer. En primer, lugar la amenaza comunista no era un factor de peso. La URSS se había volcado hacia sus propios problemas y no parecía interesada ni capaz de generar conflictos en los países capitalistas, cuyos partidos comunistas encontraban serias dificultades para crecer o estaban directamente en vías de extinción. El movimiento obrero mismo había cambiado mucho en las tres décadas anteriores y había perdido casi toda radicalidad, además de haberse fragmentado. Los nuevos trabajadores se identificaban más por su consumo que por su condición de obreros.[11]
Por otro lado, en 1973, los países de la OPEP (Organización de Países Exportadores de Petróleo) decidieron dejar de someterse a los precios que le imponían los países más poderosos y establecerlos ellos mismos. El aumento en el precio del petróleo, un insumo que está en la base productiva del capitalismo, impactó en casi todos los productos afectando a los bolsillos de los trabajadores y la tasa de ganancia de los empresarios, que ya venía golpeada por décadas de aceptar aumentos cada vez mayores de salarios y costos laborales.
Para hacer las cosas aun más complicadas, la gran cantidad de innovaciones técnicas que permitían compensar la caída de la tasa de ganancia con aumentos en la productividad, estaban mostrando por la misma época signos de agotamiento. Ya no era tan fácil producir más para satisfacer la creciente demanda de los trabajadores/consumidores.
La inflación fue el síntoma principal del fin del pacto keynesiano y no hizo sino echar más leña al fuego a la relación cada vez más conflictiva entre sindicatos y empresarios, y estos últimos, dejaron de invertir. Así fue que comenzó a generarse nuevamente un fenómeno que parecía desterrado del capitalismo: la desocupación. Es que los capitalistas en lugar de invertir para poder satisfacer una demanda siempre en aumento, comenzaron a aumentar los precios para producir lo mismo pero aumentar su ganancia, lo que a su vez estimulaba a los sindicatos a exigir aumentos acordes para que no se resintiera el salario real, lo que estimulaba aún más la inflación en un círculo vicioso. La respuesta a la crisis de los gobiernos occidentales, muchos de ellos de signo social demócrata, fue en muchos casos estimular la economía aumentando la demanda con una típica receta keynesiana, pero al no haber un incentivo suficiente para aumentar la oferta en forma similar por la caída de la tasa de ganancia, lo que se producía era aún más inflación.
Pero para comprender este cambio de actitud de los empresarios que luego impactaría en los gobiernos, hay que entender que la situación política también era muy distinta: el capitalismo había salido airoso y no tenía grandes competidores a la vista, sobre todo a partir de 1989 con la caída explícita de los socialismos reales. De alguna manera y como proponen algunos autores[12], la burguesía podía finalmente terminar su revolución y sacarse de encima el pacto que había firmado en forma tácita o explícita con los trabajadores que ya no eran una amenaza real para el capitalismo. El objetivo, a partir de entonces, sería volver a disciplinar a la clase trabajadora para que aceptara condiciones de trabajo peores que permitieran mejorar la tasa de ganancia. La primera herramienta de esta nueva oleada neoliberal, cuyos precursores serían Margaret Thatcher en el Reino Unido a partir del 79’ y Reagan en los EE.UU. del 80’, sería la desocupación.
7. Conclusión
El equilibrio económico que brindó Keynes a partir de su teoría permitió reconciliar al capitalismo y la democracia en una de sus cíclicas crisis. Hasta tal punto ese objetivo se logró que no fueron pocos los que pensaron que finalmente se había llegado a una solución estructural para este dificultoso matrimonio. Se producía tanto, que los trabajadores tenían acceso a niveles de consumo que no hubieran sido soñados por las enormes masas migratorias de un par de generaciones atrás, que habían recorrido miles de kilómetros en el intento de asegurarse un plato de comida. También es cierto que una vez terminado el pacto, los principales beneficiarios, los trabajadores de las economías desarrolladas, difícilmente pudieran volver a aceptar las mismas condiciones de vida que sus antepasados. Para lograrlo, se hizo necesario implementar sistemas políticos e ideológicos que redujeran las expectativas de las masas que antes se habían visto beneficiadas. Sin embargo, luego de varias derrotas de la clase trabajadora, en los últimos años del siglo XX y los primeros del XXI, surgieron nuevas formas de lucha para reclamar lo que la población consideraba como condiciones básicas de vida. Incluso se intentó extenderlas a países del tercer mundo que no habían conocido las ventajas del keynesianismo o sólo lo habían hecho parcialmente.
Desde los inicios del capitalismo la puja se da una y otra vez por apropiarse del excedente y esta lucha está determinada por las cambiantes condiciones en la correlación de fuerzas. En pocos momentos las contradicciones se exponen tan claramente como en los momentos de crisis, una de las cuáles logró resolver la propuesta keynesiana durante el nada despreciable período de casi tres décadas.
Bibliografía
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KEYNES, J. (1997) Las consecuencias económicas de la paz, Editorial Folio. Barcelona.
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SKIDELSKY, R. (1988) “Decadencia de la política keynesiana” en CROUCH, C. (compilador) Estado y Economía en el capitalismo Contemporáneo, Madrid, Centro de Publicaciones del Ministerio de Trabajo y Seguridad Social.
- Keynes, J. citado por SKIDELSKY, R. (1988), p 19. ↵
- KEYNES, J. (1970), p 19. ↵
- SKIDELSKY, R. (1988), ), p 26. ↵
- cfr. KICILLOF, A. (2007). ↵
- KEYNES, J. (1970), p. 17 (prefacio). ↵
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- KEYNES, J. (1970), p. 89. ↵
- KEYNES, J. (1970), p. 133. ↵
- A este efecto teórico se lo conoce como el Multiplicador de Kahn. ↵
- cfr. SKIDELSKY, R. (1988). ↵
- cfr. SKIDELSKY, R. (1988). ↵