Paula Lenguita
Introducción
La trágica vida de Antonio Gramsci es tal vez el hecho biográfico causal de su singularidad intelectual. Sobre esa experiencia se monta su dictamen desalentador y sincero sobre el porvenir revolucionario en Occidente, que lo lleva a afirmarse en un futuro perplejo. Una tarea conducente con un predominio inquebrantable de su ser político, fuente y sustento del sello intelectual que lo caracteriza. Su tenacidad frente a la dificultad, cualquiera fuera su signo y razón, lo afirma en la necesidad de desprenderse de las ataduras autoritarias en el ejercicio del liderazgo, y lo ubica en la firme convicción de un activismo crítico como salida y principio de la lucha contra la opresión en general.
La emancipación fue su horizonte y anhelo. En dicho afán se sumó a otros marxistas alemanes prestigiosos que vieron también la tragedia del presente y, tan sólo, en el futuro vislumbraron un resguardo para la prosperidad del oprimido. Por tomar solamente un parangón, Gramsci se asimila a los frankfurtianos cuando asumen, conjuntamente, un diagnóstico desalentador del presente que les tocó vivir. En esa tragedia convergen y se afirman para aclamar la atención de un marxismo empeñado en olvidarse de la esfera política del cambio social. En sus días, se enfrentaron a una corriente intelectual dominada por la intención de condenar al socialismo, sin quererlo quizás, a la retaguardia del economicismo más vulgar del que parecía no tener retorno.
Sin embargo, Gramsci toma distancia de los miembros de la Escuela de Frankfurt cuando condiciona los límites posibles de la revolución proletaria, y, particularmente, cuando delinea las estrategias de la lucha por la resistencia a ese orden social. Por ende, Antonio Gramsci logra robustecer la perspectiva marxista en caminos más complejos que los empleados por una simple premisa intelectual. Así alcanza a producir una obra que es enriquecida por su experiencia de vida. En él existe una consagración inusual hacia la adecuación de criterios políticos con prácticas revolucionarias reformadoras. Incluso, su singularidad como militante apasionado limita, en la actualidad, cualquier homenaje póstumo a su legado. Esta última afirmación presenta un desafío nada sencillo pero, sin dudas, estimulante. A siete décadas de su desaparición, es pertinente realizar una conmemoración reflexiva a un pensador y militante político de la talla de Antonio Gramsci.
Quizá este trabajo se sume a la larga lista de revisiones que el autor ha promovido. En particular, aquí la motivación está en tender lazos de continuidad entre Lenin y Gramsci que recuperen aquella mirada hacia la transformación del “bloque histórico”, un cambio capaz de suscitar la revolución en Occidente. En la clave de los lineamientos generales de la materia que aglutina a los autores de este libro, se pretende recuperar una perspectiva marxista que renueve los clásicos enfoques sobre el Capitalismo y el Estado.[1]
Sin dudas, se renovará así, una vez más, un interés por un pensamiento vivo por su carácter fundacional para la práctica política en cualquier gravitación ideológica. La razón del entusiasmo está, acaso, en que ofrece principios teóricos germinales para la interpretación de la vía revolucionaria de las sociedades occidentales contemporáneas; posiblemente porque, a su vez, permite comprender los instrumentos de poder que emplea dinámicamente la clase burguesa para su predominio y el atractivo se halle en la forma de articular las nociones de hegemonía e ideología, instancias indudablemente presentes en la coyuntura reciente.
Seguramente, todo lo expuesto hace de este homenaje una fuente de inagotable pertinencia para comprender el pasado, el presente y el futuro que nos toca vivir. La distinción reflexiva aquí propuesta debe ser considerada alejada de la pretensión de revelar una teoría definitiva sobre el autor. Más sinceramente se halla aquí la humilde convicción de encontrar en Gramsci un legado para interpretar la acción política de la resistencia popular, siempre contrapuesta a un orden burgués que, por su violencia y destrucción, impone (como en el pasado) una reacción inclaudicable.
El Marxismo de Antonio Gramsci[2]
La determinación tomada por Antonio Gramsci en pos de la problemática revolucionaria le hace desentrañar la lucha política juntamente con la disputa económica. Una premisa intelectual que también asumen, con sus diferencias, otros marxistas contemporáneos en Europa. Me refiero, en particular, a los hombres de la Escuela de Frankfurt, quienes también admiten con profundo pesimismo los límites de extrapolar la experiencia soviética. En todos se halla un empeñoso esfuerzo por otorgar predominio a las esferas extraeconómicas del mundo social. Como señala Laso Prieto (1992), la tesis del filósofo polaco Adam Scaff sobre el fracaso, no ya del socialismo extendido sino del propio socialismo real, es el énfasis concluyente sobre la imposibilidad de la vía revolucionaria sin el consenso mayoritario de la sociedad. Sin embargo, la similitud descripta entre los marxistas de Frankfurt y Gramsci no alcanza para comprender la singularidad del segundo a la hora de establecer los criterios del problema: el consenso necesario para el cambio social se realiza en el campo cultural, y sólo allí se hace carne la búsqueda por ampliar la hegemonía intelectual del nuevo enclave social emergente.
No obstante, al considerar la especificidad de Antonio Gramsci en la tradición marxista se debe tomar en cuenta su originalidad ligada a una refundación de la práctica revolucionaria, adecuada a los lineamientos renovados de la clase subalterna. Unánimemente, y a partir de hacer alusión a su particularidad histórico-política, es posible incorporarlo a la larga lista de intelectuales que componen la corriente teórica del marxismo. Tal como apunta Perry Anderson, el curso occidental de esa experiencia, por paradójico que parezca, es sinónimo del fracaso de la revolución fuera de la Unión Soviética. Aunque para ser sensatos, la actitud de Gramsci no ha contribuido en lo más mínimo hacia dicha derrota. Antes bien, es pertinente su inclusión marxista si se hace mención de su singularidad como miembro de esa corriente de pensamiento: un representante marginal que, ante la adversidad de la mayoría marxista, propone dar prioridad al territorio cultural como esfera de actuación de la acción insurgente.
La renovación gramsciana del marxismo requiere de una consideración exclusiva sobre su intervención militante en la práctica y en la letra de los sucesos radicales que tuvo ocasión de vivir en las dos primeras décadas del siglo pasado. Por ende, no puede ser considerado un teórico de la vía pacífica al socialismo, sino un sagaz intérprete de la situación peculiar del primer cuarto de siglo en Occidente: huérfano de un “asalto al poder” como en el octubre rojo. Para el autor, tal posibilidad es factible a través de un prolongado proceso que compromete a todo el cuerpo social subalterno.
En suma, no es paradójico suponer que Gramsci se instala en el corazón de los marxistas preocupados por la vía alternativa de la revolución en Occidente sin, con ello, simbolizar un camino academicista en la consideración de esta respuesta. La Primera Guerra Mundial lo toma en una posición consagrada como un activista de los levantamientos sociales de su país, y la Segunda Guerra Mundial lo encuentra como un referente político habilitado, incluso, para cuestionar los procesos de burocratización de la Revolución Rusa. Por ello, su consagración dentro del mapa intelectual del marxismo debe hacerse sosteniendo una diferencia sustantiva en tanto comunista occidental.[3]
Los sucesos desalentadores de la guerra, el fascismo y el comunismo real hacen de su obra algo más que lo que ha podido ser publicado. Para dimensionar en toda su envergadura a este autor es fundamental reclamar una consideración que distinga su trascendencia más allá de lo escrito por él. Concretamente, Gramsci es parte de un marxismo reflexivo desde la derrota. Pero, a su vez, es indicativo de una práctica política no academicista ni dogmática, frente a la cual no ha dudado en ofrecerse como firme rival. Incluso su antagonismo interno lo llevó a revitalizar su corriente de pensamiento al integrarla con aportes venidos del mundo liberal, con el fin de emancipar al materialismo histórico del yugo positivista y vincularlo con lo más agudo de la intelectualidad burguesa.
La figura de Gramsci ha sido ligada a un marxismo que no lo representa. Su preocupación constante por la práctica política de la clase subalterna no se detuvo ni por la marcha de los acontecimientos ni por una disposición a trascender intelectualmente. Cuando otros se formaban en contra de las dictaduras antipopulares, él ya era un participe pleno del activismo nacional en los levantamientos obreros del binomio rojo. Cuando otros advertían las consecuencias de la burocratización estalinista en la experiencia del socialismo real, él ya era un consagrado dirigente comunista que transgredía la imposición del partido. Otros evaluaban mientras él actuaba. Un contraste que no debe perderse de vista porque es concluyente de una praxis unificada. Ser consecuente con la palabra es una tarea que Gramsci supo poner en práctica.
La unidad orgánica del pensamiento y la acción son, en este militante, una referencia ilimitada de la expresión de qué hacer marxista. Si bien asume una herencia que ya estaba en Marx, Gramsci extrema la capacidad de articulación entre práctica y teoría revolucionaria, sin que la historia contemporánea pueda dar cuenta de ello en toda su dimensión. Más allá de un revisionismo romántico, que nos tienta por su envergadura política, es imprescindible dar a conocer la naturaleza intelectual de un hombre entregado a su acontecer revolucionario. Para hablar de él dentro del marxismo occidental, es prioritaria la distinción de su relieve como dirigente, sin cuyo señalamiento no alcanza a explicarse su “activismo teórico”, por paradójico que esto signifique. Su notable compromiso con la lucha popular puede resumir acertadamente el lugar que Gramsci ocupa en esta corriente intelectual. Alejado de las luces de una abstracción que condenó sin luchar la expansión revolucionaria, fue un protagonista inclaudicable de la resistencia al orden capitalista, desde lo cual adquiere pertinencia su aporte conceptual. Por ello se niegan las críticas a sus atajos e incongruencias teóricas, ya que esos territorios son necesarios para superar el acontecer en la lucha revolucionaria. Una intervención que no puede ser juzgada en la letra sino interpretada en la marcha de una intelectualidad comprometida con el devenir.
Entonces, sí es posible considerar el trasfondo político que posibilitó su testimonio sobre las resistencias obreras de los consejos de fábricas en Turín. Sí es posible considerar los debates radicales que significaron los vaivenes del comunismo en marcha. Sí es posible considerar la violencia desatada por las dictaduras contra la militancia por la liberación popular. Político, dirigente y militante debió sobreponerse a una realidad aniquiladora para la consigna de la revolución, sobre la cual se afirmó su obra inconclusamente escrita.
Por estos elementos, así considerados, se sostiene que su aporte incomparable hacia el marxismo rebasa lo dicho en los Cuadernos de la Cárcel. Su crítica radical al orden revolucionario impuesto por el estalinismo le permitió establecer criterios divergentes para analizar el carácter de la dominación burguesa en el capitalismo desarrollado. Un aporte insustituible de las temáticas clásicas del materialismo histórico que, en él, se consigue con el pleno compromiso con la lucha social concreta.
La grandeza de encarnar la unidad revolucionaria con la práctica política le da su excepción al interior de pensamiento comunista. Su creatividad política irreverente lo llevó al activismo insurreccional de los obreros italianos contra el fascismo. Luego, la pugna abierta con la influencia del estalinismo, le otorga un protagonismo relevante en los procesos más íntimos de la revolución concreta. Por estas razones, la obra más representativa, involuntariamente conocida como “escritos de reclusión” responde naturalmente a un hombre castigado por su participación en la lucha popular. Más aún, siguiendo a Perry Anderson, esta posibilidad intelectual delinea una imagen profética del aislamiento que rodeó a los teóricos marxistas posteriores, librados a la merced de un alejamiento constante de la lucha de clases. En ese sentido, el lenguaje del marxismo occidental quedó sujeto a un reproche histórico más amplio: el abismo abierto durante casi cincuenta años entre el pensamiento socialista y el suelo de la revolución popular.
Gramsci es un autor enfáticamente historicista, toda interpretación de su hacer es deudora de un reconocimiento sobre su praxis social, sus alegatos escritos no tienen sentido fuera de los procesos determinados que le tocó vivir. Expresa en ese contexto de realización su origen y función. Sus ideas son producto de las luchas revolucionarias que tuvo ocasión de dirigir, por ello, no es un teórico de la superestructura; los elementos ideológicos que considera son la expresión manifiesta de la realidad social alcanzada. Los segmentos materialistas de su historicismo se articulan con el sentido pragmático de la lucha proletaria en un tiempo y en un lugar.
La Política del Proletariado[4]
En Gramsci existe un dilema que tortura sus escritos de la cárcel hasta los límites de lo decible. La obsesión se expresa en resolver la continuidad de la revolución en la Europa Occidental de entreguerras. Reflexiones en las que tiene un papel revelador el acontecer del Partido Comunista Internacional, en todo lo que se dio en llamar el Tercer Período, sus desaciertos programáticos fueron la voz que alertó a Gramsci sobre los caminos posibles de la lucha política fuera de Rusia.[5]
En 1928, el mismo año en que fuera condenado a prisión por dos décadas, fue un tiempo sombrío también para la Internacional Comunista. En el encierro carcelario Gramsci recibe información sobre la “nueva política del partido”; una perspectiva de la Internacional que abandona la táctica del “frente único”[6], cuando establece la política de ultra izquierda de “clase contra clase”.[7] En lo que se dio en llamar VI Congreso esta organización comunista se proclama por la intensificación de la lucha proletaria, alcanzando así a condenar incluso a la socialdemocracia.[8] La embestida se expresa en la denominada “lucha frontal” entre las clases antagónicas en la que los comunistas, como representantes del proletariado, se enfrentan a toda otra expresión disidente, incluso aquellas de variante proletaria. Tal manifestación, llamada por Perry Anderson “precipitación general hacia el desastre” hizo que Gramsci se opusiese a la posición oficial del partido, envuelto en una contradicción insalvable; esta vez apoyando la posición del “frente único” que contradijo unos años antes, cuando se niega a asumir la implicancia popular en una reacción contra el fascismo en su país.[9] Su nueva perspectiva aspiraba a la unificación de fuerzas entre comunistas y socialdemócratas, en firme contradicción con la postura estalinista que impone una unificación contra la fracción enemiga: la socialdemocracia de izquierda. Comienza a configurar así la noción de alianzas como la columna vertebral del problema del consentimiento de clases subordinadas. Tal como lo sostiene Perry Anderson: “El frente único, en otras palabras, representaba la necesidad de un trabajo político-ideológico profundo y serio entre las masas, desprovisto de sectarismo, antes de que la toma del poder pudiera incluirse en el orden del día”[10].
Además, Gramsci admite, aún con pesimismo, que la eficacia de la alianza partidaria (en la que confluyan comunistas y socialdemócratas contra el fascismo) no presupone un reaseguro frente a la revolución, ya que la burguesía posee la “vía parlamentaria” para reestablecer su control ante los avances de la organización popular. Por ende, siguiendo a Gramsci, la derrota proletaria en Occidente se explica, en parte, por la incapacidad dirigente de delimitar los márgenes de la fortaleza hegemónica de las clases dominantes en el capitalismo desarrollado. Es por este error de diagnóstico que no se obtuvo una programática alternativa del “asalto al poder”, fructífero en Oriente pero no en Occidente. El reconocimiento de tal error programático lo llevó a imponer una alternativa estratégica para la política internacional. Menos respecto a Trotsky o a Rosa Luxemburg, las críticas avanzan sobre el Tercer Período de la KOMINTERN. “Esta me parece la cuestión de teoría política más importante planteada por el período de la posguerra, y la más difícil de resolver acertadamente. Está relacionada con las cuestiones suscitadas por Bronstein [Trotsky], el cual puede considerarse, de un modo u otro, como el teórico político del ataque frontal en el período en el cual ese ataque sólo es causa de derrotas. Este paso en la ciencia política no está relacionado con lo ocurrido en el campo militar, sino indirectamente (mediatamente), aunque, desde luego, hay una relación, y esencial, entre ambos”[11].
Un elemento medular en la especificidad gramsciana en cuanto a las estrategias políticas revolucionarias es el carácter pendular de su consideración sobre la traslación del socialismo real. Y, principalmente, respecto a las lecturas de la situación realizadas por el propio Lenin. La puesta en relación de los alegatos en uno y otro sentido muestran cuál es el marco de indagación partidaria sobre el “qué hacer revolucionario tras la URSS”. Desde ya, los alegatos no replicativos fueron censurados y cuando no reprimidos por las posiciones estalinistas. Pero, también es cierto que la posición leninistas reduce la distancia entre esta experiencia y la proyectada para Italia y el resto de Europa. La falta de consentimiento sobre el devenir comunista, lejos de distanciar a Lenin y Gramsci, los ubica en un sitio privilegiado desde el cual divisar los aciertos sin desatender las particularidades en cada tiempo y lugar. La asimilación de uno y el otro puede suponerse a través del empleo de las tesis de “frente único”, en palabras del propio autor: “Me parece que Ilich había comprendido que era necesario pasar de la guerra de maniobra, aplicada victoriosamente en Occidente en 1917, a la guerra de posición que era la única posible en Occidente donde, como observa Krasnov, en breve lapso los ejércitos podrían acumular interminables cantidades de municiones, donde los cuadros sociales eran de por sí capaces de transformarse en trincheras muy provistas. Y me parece que éste es el significado de la fórmula del “frente único”, que corresponde a la concepción de un solo frente de la Entente bajo el comando único de Foch […] En Oriente el Estado era todo, la sociedad civil era primitiva y gelatinosa; en Occidente, entre Estado y sociedad civil existía una justa relación y bajo el temblor del Estado se evidenciaba una robusta estructura de la sociedad civil. El Estado sólo era una trinchera avanzada, detrás de la cual existía una robusta cadena de fortaleza y casamatas; en mayor o menor medida de un Estado a otro, se entiende, pero esto precisamente exigía un reconocimiento de carácter nacional”[12].
Incuestionablemente, más que un rechazo de Gramsci hacia los lineamientos teóricos reconstruidos por Lenin en la voz de la revolución de su país, lo que se pone en evidencia es la entrega de Gramsci a la aventura de pensar el cambio también en Occidente, un tiempo y lugar que no puede ser comparable. No existen diferencias de sentido sino signos distintivos que hacen la diferencia. Se puede hablar de continuidades y complementariedades, en donde los países de Occidente asumen la estrategia del frente único como la opción externa a la revolución en URSS.
De la Guerra al Consenso
En 1929, y a un año de la condena carcelaria impuesta a Gramsci, la interpretación del partido comunista agudiza sus desaciertos cuando alude a una crisis mundial del capitalismo (basada en los indicios de la catastrófica caída de la bolsa de Nueva York, sus reflejos de retracción comercial a escala internacional y la manifestación cierta de una depresión económica que se desató en la década del treinta). Bajo esos lineamientos, la radicalización del partido llevó a la conducción a determinar erróneamente los límites del capitalismo.
En ese contexto, la voz de Gramsci se alzó en contra de la posición dominante del partido cuando estableció una caracterización desalentadora pero eficaz: la clase burguesa en Occidente está en condiciones de resistir incursiones adversas en el terreno económico en la medida en que se ha preparado culturalmente para su combate. Gramsci desentona dentro del coro del comunismo oficial cuando sostiene que los riesgos económicos pueden ser superados por la clase dominante en la medida en que no alcanzan al corazón del poder hegemónico de clase. “La misma reducción debe ser realizada en el arte y la ciencia política, al menos en lo que respecta a los Estados más avanzados, donde la sociedad civil se ha convertido en una estructura muy compleja y resistente a las “irrupciones” catastróficas del elemento económico inmediato (crisis, depresiones, etc.): las superestructuras de la sociedad civil son como el sistema de trincheras en la guerra moderna. Así como en éste ocurría que un encarnizado ataque de la artillería parecía destruir todo el sistema defensivo adversario, cuando en realidad, sólo había destruido la superficie exterior y en el momento del ataque y del avance los asaltantes se encontraron frente a una línea defensiva todavía eficiente, lo mismo ocurre en la política durante las grandes crisis económicas[13].
Avanzando en la argumentación, reconoce que se vuelve estéril un conjunto de artillerías robustas que parece destruir de una vez al esquema adversario, cuando en realidad, puede sólo perforar superficialmente ese poder y, contrario a sus propósitos, ser el marco de reactivación de líneas defensivas más eficientes. Cuando establece como plan analítico la comprensión de las diferencias coyunturales del comunismo, en el orden regional de la depresión económica y política, Gramsci es consecuente con la posición leninista del frente único.
La ligazón entre Lenin y Gramsci muestra una yuxtaposición entre los ciclos históricos y las coyunturas en cada país. Una serie de relaciones complementarias no dejan de aparecer entre ambos analistas: se puede hablar también de rupturas y continuidades en la lucha programada a partir de recortes diacrónicos y sincrónicos sobre el escenario de transformación. La consigna de frente único impulsada por Lenin y adoptada con un vuelo teórico mayor por Gramsci supone oponerse a la interpretación dominante del “Tercer Período”, y, básicamente, a toda forma de sectarismo de clase. Y admitir, resueltamente con ello, lo imperioso de sostener una batalla sin tregua contra las ideologías reinantes, sin callejones oscuros provocados por disputas extremistas del qué hacer proletario. Para reconocer como antecedente directo de esta asimilación está la interpretación ya clásica de Hugues Portelli, expuesta en su teoría sobre el “bloque histórico”, según la cual la clase dominante requiere de un ensanchamiento de su base social para poder construir el consenso suficiente que permita la estructura de poder, independientemente de los desequilibrios coyunturales dispuestos en todo modo de producción. “Al mostrar que el Estado no es sólo la sociedad política, sino la combinación sociedad civil-sociedad política, y al insistir en la base de clase de este Estado, Gramsci desarrolló considerablemente el análisis de Lenin”[14].
Sin embargo es forzoso señalar que la perspectiva del frente único leninista no es estrictamente la consigna lanzada por Gramsci para pensar la salida occidental hacia el socialismo. En principio es una táctica viable para la Italia fascista que demandaba una alianza de las distintas fracciones de representación popular, contra la dictadura que las reprime. Una salida política del obrerismo europeo, frente a un contexto de entreguerras que le era adverso con la represión de dictaduras nacionales y la ofensiva sin tregua del estalinismo partidista. Autores como Perry Anderson permiten sostener esta posición parcial, sin los apremios partidarios de aquellos días. “Para aclarar el alcance del cambio en la perspectiva política que intentó teorizar, Gramsci construyó el precepto de “guerra de posición”. Válida para toda una época y una zona entera de lucha socialista, la idea de una guerra de posición tuvo pues una resonancia mucho más amplia que la de la táctica del frente único, defendida en otro tiempo por la KOMINTERN. Pero fue en ese delicado punto de transición en el pensamiento de Gramsci, donde buscaba una solución estratégica superior, cuando se metió de cabeza en el peligro”[15].
Dentro de este esquema interpretativo renovado por los errores del Partido Comunista, la consideración gramsciana sobre los aciertos leninistas se vuelve cada vez más notoria. En tal acercamiento se puede hallar, sin dudas, la configuración del esquema comparativo bélico, y el establecimiento de los criterios de disputa revolucionaria bajo la denominación de “estrategia de posición” y “estrategia de maniobra”. Ambas fórmulas anudan una perspectiva consagratoria de apropiación de las divergencias estructurales entre Occidente y Oriente, respectivamente. Por ende, es una terminología que se inicia en la comprensión de su partido nacional, asfixiado por el fascismo y que luego alcanzará una implicancia internacional para comprender la estrategia del partido en Europa de entreguerras.
Entre los aportes intelectuales gramscianos está, sin dudas, la opción alternativa a la experiencia consagrada por la revolución real. Alzó la voz para señalar una brusca distinción entre la experiencia de la URSS y el resto de los sucesos comunistas en los países capitalistas del continente. Se extiende así el abanico de estrategias de sublevación tomadas en cuenta, generosas en variantes políticas siempre ancladas en coyunturas con ritmo y expresión propias. Su perspectiva es la rúbrica necesaria entre las posiciones diferenciales del partido comunista hacia el advenimiento del estalinismo. Con este viraje gramsciano sobre la alianza de clase señala la necesidad de compromisos partidarios para alcanzar un consenso ideológico, base de todo cambio político de insurrección clasista. Por extraña que parezca la expresión, la burguesía actúa en el campo coercitivo bajo el esquema fascista, pero lo hace también ella misma en el campo del consenso en cuanto aplica criterios de dominación parlamentaria. Ambas fisonomías de una misma expresión de poder sin enemistarse se emplean según la situación particular. Ni una ni otra puede ser menospreciada, en la perspectiva de Gramsci: la contundencia de la fuerza no puede presuponerse como superior a la fortaleza ideológica de los instrumentos de poder. La contundencia en el ejercicio de la captación de intereses adversos tiene una invisibilidad que no atenúa su eficacia. Por ello, la dominación en clave ideológica es consecuente con la idea de “alianza de clases”, presente entre el marco de problemas que supone la estructuración de los partidos comunistas y socialdemócratas para hacer frente al fascismo. Pero, incluso, esa expresión de acuerdos proletarios no puede desvanecerse ni bien el enemigo se vuelve sutil y no cruento. No se validaría en este marco un menoscabo de formas no-violentas en el ejercicio del poder capitalista.
En otro orden argumental, y siguiendo con el espíritu comparativo, se han realizado estudios sobre la correspondencia entre la noción gramsciana de “guerra de maniobra” y la célebre perspectiva de Trotsky denominada “Revolución Permanente”[16]. No obstante, es imprescindible reconocer aquí que Trotsky junto con Lenin fueron los autores del ataque a la generación teórica de la “ofensiva revolucionaria” en el Tercer Congreso de la KOMINTERN. Por ende, se debería aludir a la complementariedad de las estrategias de posición/ maniobra en palabras gramscianas, y no a la oposición de una u otra en el plano de la exclusión. Más allá de los usos en el plano militar o político, la expresión maniobra/posición habla más de momentos y ritmos de intervención revolucionaria que de estilos aplicados a planos nacionales o internacionales según un orden de complejidad invariable entre los distintos territorios.[17]
“La teoría de la revolución permanente exige en la actualidad la mayor atención por parte de todo marxista, puesto que el rumbo de la lucha de clases y de la lucha ideológica ha venido a desplazar de un modo completo y definitivo la cuestión, sacándola de la esfera de los recursos de antiguas divergencias entre los marxistas rusos para hacerla versar sobre el carácter, el nexo interno y los métodos de la revolución internacional en general”[18].
Por ende, la alusión de Gramsci a la revolución permanente permitió la emergencia de una noción sustituta y superior: la hegemonía civil, en donde el movimiento reactivo del proletariado debía ser el camino entre la guerra de maniobra/guerra de posición. Movimiento en el cual la ideología se vuelve un gendarme del poder de clase en la medida en que, parafraseando al autor: se prepara para la guerra “minuciosa y técnicamente” en tiempos de paz. En ese orden de continuidades, se pasa de la noción de frente único/guerra de posición, tránsito empujado por la adopción de la KOMINTERN en el Tercer Congreso internacional ante la condena de la teoría de la ofensiva “clase contra clase” para convalidar un accionar de trincheras que permita consenso popular, con una organización paciente y constante hacia la lucha proletaria. “En la política se tiene guerra de movimiento mientras se trata de conquistar posiciones no decisivas y, por tanto, no se movilizan todos los recursos de la hegemonía del Estado; pero cuando, por una u otra razón, esas posiciones han perdido todo valor y sólo importan las posiciones decisivas, entonces se pasa a la guerra de cerco, comprimida, difícil, en la cual se requieren cualidades excepcionales de paciencia y espíritu de invención”[19].
El paralelismo mayor está en la relación entre lucha política y lucha militar; una representación metafórica que alude a dos planteos estratégicos en el orden de la disputa revolucionaria, se refiere más a instancias gradualmente distinguibles y no simétricamente opuestas. Las expresiones elegidas para hacer evidente este tipo de estrategias en Occidente son variadas y dinámicas en su desenvolvimiento, sí suponen una elección definitiva en cuanto a la adopción obrera del cambio y sus repercusiones inciertas, básicamente a raíz del desgaste y la prolongación de esos actos. La dilación, a diferencia del esquema de enfrentamiento abierto, impone sacrificios en la disciplina y la consecución del proyecto revolucionario. “[Guerra de posición que] organice permanentemente [la] “imposibilidad” de disgregación interna, con controles de todas las clases, políticos, administrativos, etc., consolidación de las posiciones hegemónicas del grupo dominante”[20].
La sumisión ideológica de la clase proletaria es el objetivo central de esta lucha en el tiempo, siempre en contra de un aventurismo defectuoso, más bien abonando la lógica del frente único como alianzas concluyentes ante las necesidades de la clase subordinada. No obstante, Gramsci no renuncia a la perspectiva del asalto al Estado, tan ampliamente desarrollada por Marx y Lenin, siendo principios fundamentales que quedan oscurecidos por la fórmula de posición. El esquema de contradicción alcanza a afirmar un argumento falaz: posición/maniobra no son opciones contrarias sino complementarias, por ende, consentimiento/coerción no están disputando la forma hegemónica del ejercicio del poder burgués. De tal manera, la esfera del consentimiento de clase no es la última barrera de la lucha socialista, sino, tan sólo, la lucha de la clase subalterna para obtener el consenso suficiente y configurar la hegemonía en ese campo político. Formular una estrategia proletaria esencialmente como guerra de posición es olvidar el carácter necesariamente repentino y volcánico de las situaciones revolucionarias, que, por la naturaleza de estas formaciones sociales, no se pueden estabilizar por largo tiempo y precisan, por lo tanto, de la mayor rapidez y movilidad en el ataque para aprovechar, con audacia, las oportunidades políticas”[21]. “He aquí por qué en estas formas mixtas de lucha, cuyo carácter militar es fundamental y el carácter político preponderante […] Otro elemento digno de tener presente es el siguiente: en la lucha política es preciso no imitar los métodos de la lucha de las clases dominantes, para no caer en fáciles emboscadas […] Fijarse en el modelo militar es una tontería: la política debe ser, también aquí, superior a la parte militar. Sólo la política crea la posibilidad de la maniobra y del movimiento”[22].
En ese punto se encuentra con toda claridad el problema conceptual de mayor desarrollo en Gramsci y, también paradójicamente, su límite teórico para alcanzar mayor trascendencia política. Si teóricamente la guerra de posición es un momento superior de la acción revolucionaria, y, en definitiva, la distancia en la posibilidad de acción coercitiva para la toma del poder, se pueden aplicar así argumentos que debilitan la estrategia militar que da razón, tradicionalmente en el marxismo, para el cambio revolucionario. La pregunta es cuándo está configurado el entramado contra-hegemónico de la clase subalterna que oriente el nuevo ciclo de la intervención militar, un interrogante sustantivo que amerita avanzar sobre la cuestión de la hegemonía.
La Cuestión de la Hegemonía
Cuando la noción de hegemonía cobra vida entre las expresiones carcelarias de Gramsci ya contaba con antecedentes significativos en los debates políticos de la Internacional Comunista, en los preludios de la Revolución Rusa. Según Perry Anderson, existe evidencia que muestra el empleo de la noción de hegemonía en los primeros congresos de la Internacional a fin de sostener la naturaleza del “liderazgo” de la clase proletaria respecto al resto de los sectores explotados; más aún, dos décadas antes de la Revolución Rusa, Plejanov[23] diferenció las estrategias de lucha económico-corporativa frente a los patrones de aquellas político-hegemónicas desplegadas contra los zares, como las claves de la avanzada bolchevique. Es así como en los dos primeros congresos de la Tercera Internacional, la KOMINTERN adoptó una serie de tesis que, por primera vez, internacionalizaron la utilización rusa de la consigna de hegemonía. Y en ese sentido, era deber del proletariado ejercer la dirección ético-política sobre los otros grupos explotados que eran sus aliados de clase en la lucha contra el capitalismo; así, su “hegemonía posibilitará la elevación progresiva del semi proletariado y el campesino pobre”[24].
Las distinciones antecedentes fueron resignificadas por Lenin con el objetivo de advertir no sólo líneas en disputa sino los campos específicos en los cuales había que establecer la contienda de clase. La necesidad de dirigir los intereses del conjunto de los oprimidos, sin el atajo de expresiones gremialistas estrechas para alcanzar el estatus de clase revolucionaria, impone ciertos compromisos entre los dominados, incluso las obligaciones de los acuerdos llegan hasta la necesidad de “sacrificios” de la clase hegemónica respecto a sus aliados; negándose así cualquier expresión sectaria y corporativa ya que es restrictiva para los alcances de la revolución. En la constitución política que hace Lenin sobre el proletariado pretende considerar las formas centrales de comportamiento de esta clase frente al resto de las clases: señalando la fase corporativa y la hegemónica. La acción política hegemónica es aquella a través de la cual la clase obrera es capaz de relacionarse con todas las clases y con el Estado, donde la lucha económica en todos los países libres se llama lucha gremial sindical. Así vuelve prioritaria la superación de la acción económica por la acción política, con el objetivo de organizar los distintos niveles de comportamiento subalterno y dirigirlos con la finalidad de comprender a las clases populares como un bloque unificado en sus intereses y cristalizado en sus instituciones; donde sindicato, partido y clase se articulen para el desarrollo de la experiencia revolucionaria, siempre, cabe aclarar, bajo la dirección de la clase obrera. Así, en el Cuarto Congreso, en 1922, el término hegemonía se extendió –según parece por primera vez– a la dominación burguesa sobre el proletariado. Es el caso en el que la burguesía logra confinar al proletariado a un papel corporativo, induciéndolo a aceptar una división entre luchas políticas y económicas en su práctica de clase. Se presume que los documentos de la KOMINTERN ponen a Gramsci en conocimiento de los debates descriptos por su participación en el Cuarto Congreso Mundial, y los asume inclinando aún más la balanza hacia una definición superadora de la “alianza” de compromisos entre el proletariado y el campesinado en oposición a la burguesía. “La guerra de posiciones en política corresponde al concepto de hegemonía, que solo puede nacer del advenimiento de ciertas premisas, a saber las grandes organizaciones populares de tipo moderno, que representan como las ‘trincheras’ y las fortificaciones permanentes de la guerra de posiciones”[25].
Gramsci reconoce el mérito de Lenin en haber utilizado por primera vez la noción que él jerarquiza. Tal es así que explícitamente parte de los primeros significados promovidos por Lenin para la experiencia en Rusia y potencia su sentido en un sustento argumentativo donde la noción de hegemonía puede ser un instrumento teórico, siempre a partir de sufrir una mutación de sentidos y distanciamientos de su precursor original. Sin embargo, estas alusiones consecuentes expresan también un cúmulo de contrariedades. Aun conteniendo las proximidades con Lenin, la versión que Gramsci construye sobre la noción de hegemonía está distanciada en la preeminencia de la dirección cultural e ideológica en el campo de la lucha política. En fin, mientras Lenin insiste en el carácter político de la hegemonía e incluso admite el determinante de la lucha violenta sobre el aparato del Estado, Gramsci señala la preponderancia de la cultura sobre la política.
Gramsci distingue entre hegemonía y dictadura del proletariado. Esta última es “dirección” a la vez que “dominación” de la sociedad, vale decir, control de la sociedad civil y de la sociedad política. Este resultado sólo puede ser obtenido si la clase obrera ensancha la “base social” de su dirección, gracias a un “sistema de alianzas” con otras clases subalternas –en el caso del campesinado, del que habría tenido el “consentimiento”-. Queda clara la distancia interpretativa entre la posición leninista sobre la construcción hegemónica en el plano estratégico del accionar político y la propuesta de Gramsci que profundiza esa construcción política hasta configurarla como una perspectiva a largo plazo y en el plano cultural. Para este último no se impone como el accionar directriz en la configuración del poder, sino, como una consecuencia histórica de prácticas democráticas para alcanzar el consenso espontáneo de las masas dominadas. De tal manera, la clase proletaria podrá ser dirigente en la medida en que establece compromisos articuladores entre el conjunto de los trabajadores, ejerciendo una autoridad en el pensamiento y la acción, consecuentes con los cuestionamientos a la burguesía. Tal supremacía es sinónimo de dominio frente a los adversario burgueses que deben ser sometidos, incluso hasta liquidados, y lo es también del liderazgo cultural respecto a los sectores económicamente subordinados. La hegemonía de la clase proletaria, para Gramsci, es posible en la medida en que ésta configuración pueda desprenderse de intereses corporativos para establecer criterios de disputa que contengan otros intereses aliados. Como señala Perry Anderson, existen dos campos de extensión de la hegemonía, respecto a las clases dominadas configurando un nuevo bloque histórico y respecto a las antagónicas en las que se examina un consentimiento voluntario y activo de las clases subordinadas. “Si consideramos un bloque histórico, es decir, una situación histórica global, podemos distinguir, por una parte, una estructura social -las clases-que depende directamente de las relaciones de fuerza productiva y, por la otra, una superestructura ideológica y política. La vinculación orgánica entre estos dos elementos la efectúan ciertos grupos sociales cuya función es operar no en el nivel económico sino en el superestructural: los intelectuales”.[26]
El proletariado debe constituirse como una clase nacional, aunque sus intereses sean internacionales. Si bien esta interpretación apunta a comprender la noción de hegemonía, desde la perspectiva gramsciana (como un dominio en el campo intelectual y moral diferente al que se ejerce en el campo de la coerción) tal dirección tienen raíces estructurales para ser efectiva: la clase hegemónica necesariamente debe ser la clase principal dentro de la estructura de la sociedad, pudiendo ser progresista al realizar los intereses de conjunto.
El sistema hegemónico de poder burgués en Occidente, según Gramsci, se define a partir del consenso que la clase dominante alcanza de los sectores populares, y la consiguiente disminución de la aplicación de mecanismos coercitivos para reprimirlas. La hegemonía señala el modo en que el poder gobernante se gana el consentimiento de aquellos a los que sojuzga; aunque en ocasiones utiliza este término para referirse a la vez a consentimiento y coacción, síntesis de dirección y dominación, de consentimiento y fuerza, de capacidad de dirección de clase y fuerza en el sometimiento de adversarios. Su riqueza está en que abarca prácticas y producción simbólicas en la medida que refiere a la dirección ético-moral, política, ideológica y cultural de determinadas clases, donde, la producción del sentido común, la naturaleza de clases y las concepciones abstractas de lo económico-corporativo se incluyen en su tratamiento. Además, permite analizar la construcción de la ideología dominante desde una mirada de la praxis social en la producción de saberes no desligada de su inscripción material en prácticas e instituciones sociales. Finalmente, frente a una idea estática de la dominación, la hegemonía es un devenir que constantemente se reformula y se redefine, un espacio de conflicto permanente entre lo subalterno y lo hegemónico por la apropiación del sentido; territorio social donde es posible dar cuenta y, a su vez, reflexionar sobre las construcciones políticas dominantes y contra-hegemónicas.
La hegemonía será un concepto usado por marxistas como Lenin, para indicar la dirección política del proletariado en la revolución democrática; pero Gramsci lo convierte en una herramienta de análisis sobre la revolución social de sociedades complejas donde predominan formas de control aparentemente no coercitivo. Esta forma de dominio ideológico, a través de una hegemonía cultural, se expresa en los valores burgueses del “sentido común”[27].
En la cultura burguesa del consentimiento ampliado, los sectores subalternos se afirman en valores de la clase dominante en vez de resistirse y combatir el estatus quo. Cualquier clase que desee dominar tiene que ejercer la dirección intelectual y moral, estableciendo alianzas y compromisos con la variedad de fuerzas sociales existentes, desarrollando un nuevo bloque histórico que sea consecuente con la conformación del bloque intelectual que lo hace culturalmente posible.[28]
En síntesis no se adquiere de una vez la hegemonía cultural de clase, no es una condición estática sino resultado de una praxis permanente. Tal es así que Gramsci piensa que si las clases dominantes descuidan el trabajo de consolidación hegemónico, tales proyecciones adversas maduras pueden dar lugar a la emergencia de un nuevo bloque histórico. Por ello la crisis de hegemonía, como producto de una consolidación del nuevo orden, daría lugar al uso militar como herramienta política de la clase subalterna ante la toma del poder público. Existe así una “necesidad” manifiesta entre estructura social y hegemonía, en cuyo lazo está la concesión de la clase dominante para reclamar un consenso a favor de preservar la hegemonía cultural.[29]
Apuntes finales sobre los intelectuales
La hegemonía cultural gramsciana delimita una mirada sobre la dirección clasista del proletariado que no está sólo en el control de los aparatos represivos del Estado sino también en la dominación ideológica, derivada de su supremacía intelectual en el terreno de la educación y los medios de comunicación –ambos son estratos privilegiados para la obtención y sostenimiento del consentimiento social–. Por ende, el problema que instala Gramsci es cómo las clases subalternas pueden constituirse como clase hegemónica, en cuanto pueden asumir el ejercicio de las funciones de dirección intelectual del conjunto social. ¿Cómo una clase subalterna se convierte en dirigente para asumir el liderazgo en el ejercicio del poder político, a sabiendas que, la articulación cultural de los grupos subordinados se ve siempre anticipada por la iniciativa de la clase dominante?.
La hegemonía es ejercida unificando un bloque social, cuyas alianzas políticas conforman un conglomerado de clases sociales diferentes, atravesada por una ideología que impide los contrastes. Las crisis hegemónica se manifiesta cuando, aunque mantenga el dominio, la clase políticamente dominante no logra ser dirigente. No logra resolver los problemas colectivos e imponer su concepción del mundo al resto de la sociedad. La reconfiguración del bloque histórico se da tan sólo si la clase subalterna alcanza a solucionar problemas sustantivos. El proceso de transformación es producto del accionar de una elite intelectual que se vuelva orgánica y consecuente con tal elaboración conceptual y teórica. “El problema de la creación de un nuevo grupo intelectual consiste, por lo tanto, en elaborar críticamente la actividad que existe en cada uno en cierto grado de desarrollo, modificando su relación con el esfuerzo nervioso-muscular en un nuevo equilibrio, y logrando que el mismo esfuerzo nervioso-muscular, en tanto elemento de una actividad práctica general, que renueva constantemente el mundo físico y social, llegue a ser el fundamente de una nueva e integral concepción del mundo”[30].
Como se trató anteriormente, la construcción hegemónica de la clase impone el accionar de vías de formación y concientización de otras clases populares aliadas, por ende es capaz de minar el desarrollo intelectual dominante de fuerzas opositoras a la revolución. Los objetivos de esta guerra de posición son los aparatos del Estado, represivos o normativos, y la estructura cultural de reproducción social en el ámbito familiar, escolar y sindical. Sin el uso de la coacción se materializa una disputa ideológica que es necesario comprender específicamente, y bajo la conciencia de los propios intereses corporativos, superarlos en sacrificios hacia el conjunto de los grupos subordinados. Ésta es la fase más estrictamente política, que señala el tránsito neto de la estructura a la esfera de las superestructuras complejas, un período en el cual las ideologías, primero germinales, se convierten en “órganos” intelectuales generales. De tal modo, todas las cuestiones se agrupan en torno a la lucha popular, no corporativa, en la cual se vislumbra un sector hegemónico dentro de los grupos subordinados.
El modo de ser del nuevo intelectual ya no puede consistir en la elocuencia motora exterior y momentánea de los efectos y de las pasiones, sino en su participación activa en la vida práctica, como constructor, organizador, “persuasivo permanentemente”, no como simple orador, y, sin embargo, superior al espíritu matemático abstracto; a partir de la técnica-trabajo llega a la técnica-ciencia y a la concepción humanista-histórica, sin la cual se es “especialista” y no se llega a ser “dirigente” (especialista † político)[31].
La táctica de aislamiento del sector dominante respecto a sus aliados anticlases requiere de la conformación de un bloque ideológico, integrado por intelectuales orgánicos de la clase emergente (incluso atrayendo tras de sí a otros provenientes del campo tradicional para dirigir a la sociedad hacia formas de consenso de las clases subalternas). Tal bloque histórico es un complejo de fuerzas heterogéneas y contradictorias que pueden estallar si no las agrupa una ideología contenedora y directiva. Evidentemente ese es el camino en la toma de conciencia de las rupturas económicas, suficiente para dar un nuevo rumbo de sentidos a la sociedad en su conjunto. Como se observa, la actividad intelectual es imprescindible para orientar los “sacrificios” y desvíos estructurales del grupo dirigente, en un mapa de contrasentidos que demanda también reclutar subalternos hacia una concepción crítica del cambio de rumbo. Por ende, el problema central está en la dualidad de la ideología[32] en tanto el trabajo intelectual provee de una práctica de la clase subalterna, como actividad de denuncia hacia la opresión reinante. “Una de las características más relevantes de cada grupo que se desarrolla en dirección al dominio, es una lucha por la asimilación y la conquista “ideológica” de los intelectuales tradicionales, asimilación y conquista que es tanto más rápida y eficaz cuando más rápidamente elabora el grupo dado, en forma simultánea, sus propios intelectuales orgánicos”[33].
Las ideologías no cambian las estructuras sociales, sino a la inversa, la solución política, al ser ideológica, es insuficiente para cambiar las estructuras pero no es pura apariencia y ahí está el problema. Es indispensable distinguir entre ideologías históricamente organizadas y las arbitrarias e intencionales. Mientras las primeras otorgan conciencia de la realidad social las segundas la obstaculizan polemizando entre instancias de términos sin jerarquía. La diferencia puede hallarse en que quedan definidas históricamente como orgánicas cuando expresan la contradicción estructural, cuando la clase subordinada reclama la función de un nuevo sistema de producción. Sin embargo, la nueva cultura no puede formarse sin una contra-hegemonía. El elemento novedoso está en la dirección política, intelectual y moral, dada por el papel que adquiere la ideología. Dicha noción no comprende un sistema de ideas, ni la falsa conciencia en sentido tradicional, sino un todo organizado y relacional encarnado en aparatos e instituciones del nuevo “bloque histórico”. Gramsci identifica a los intelectuales en el centro de esta escena política, como grupo social que despliega esa tarea hacia el conjunto. Existen al respecto intelectuales tradicionales, fuera de la clase imperante, y otros, los intelectuales orgánicos, salidos de las propias filas de las clases fundamentales. “Los intelectuales son “empleados” del grupo dominante para el ejercicio de las funciones subalternas de la hegemonía social y del gobierno político, a saber: 1) del “consenso” espontáneo que las grandes masas de la población dan a la dirección impuesta a la vida social por el grupo fundamental dominante, consenso que históricamente nace del prestigio (y por lo tanto de la confianza) que el grupo dominante deriva de su posición y de su función en el mundo de la producción; 2) del aparato de coerción estatal que asegura “legalmente” la disciplina de aquellos grupos que no “consienten” ni activa ni pasivamente, en previsión de los momentos de crisis en el comando y en la dirección, casos en que no se da el consenso espontáneo”[34].
Como afirma Gramsci, cada grupo social crea orgánicamente capas de intelectuales que le otorgan homogeneidad y conciencia de su propia función económica y política. Si bien amplía la categoría de intelectual a todos los productores o creadoras más allá de su función selectiva, también sostiene que los intelectuales se organizan en torno a las clases, en particular a las clases dominantes, para estabilizar el ejercicio ideológico y coercitivo sobre las clases subalternas. En tanto “funcionarios de la superestructura” deben organizar la estructura económica, aportar concepciones sociales homogéneas, estableciendo su liderazgo bajo un consenso voluntario que ofrezca disciplina popular. Concretamente el intelectual orgánico de la clase progresistas debe contar con ideologías tradicionales, es decir, de otros grupos que han dejado de ser dominantes, a los que debe integrar a su concepción de mundo. “La difusión de la cultura fomentaría la iniciativa y la autonomía de la clase intelectual proletaria. Por lo tanto, los términos de disciplina, organización y cultura son claves en el período de su producción intelectual y su política de intervención. La organización y la disciplina permitirían al movimiento socialista apropiarse de la cultural y, por tanto, sentar las bases para una cultura autónoma, propia de la futura ciudad proletaria, de manera de librar a las masas del despotismo de los intelectuales de carrera”.[35]
Es fundamental desentrañar cuál es el papel de los intelectuales en la producción y reproducción del orden socio-cultural. En un caso tienen un rol de críticos que denuncian y atacan los mecanismos de dominación existentes; en los otros extremos, manipulan a las masas explotadas a través de complejos ideológicos para subordinarlas pasivamente. Al abogar por el carácter orgánico de la práctica intelectual Gramsci señala la necesidad de vinculación permanente con el grupo social de referencia, por intermedio de órganos de “difusión” que naturalicen su propia concepción del mundo. Los segmentos intelectuales se vuelven “intérpretes” del conjunto al ejercer la función de dirección hegemónica. Son mandatarios de la cultura que ejercen su tarea pedagógica en la formación de las clases. “La relación entre los intelectuales y el mundo de la producción no es inmediata, como ocurre con los grupos sociales fundamentales, sino que es “mediata” en grado diverso en todo el tejido social y en el complejo de las superestructuras, en los que los intelectuales son los “funcionarios”. Se podría medir a la “organicidad” de los diversos estratos intelectuales y su conexión más o menos estrecha con un grupo social fundamental, fijando una gradación de las funciones y de las superestructuras de abajo hacia arriba (desde la base estructural hacia arriba)”.[36]
En conclusión, la clase que se embarque en la conquista hegemónica del bloque histórico tendrá que realizar un objetivo fundamental: representar los intereses del conjunto de los subordinados, aun en aquellos resquicios donde se puedan presentar oposiciones manifiestas. En esa virtud, sin artificios demagógicos, están los “nuevos” intérpretes del bloque ideológico, quienes deben saber orientar los sacrificios propios de la clase dirigente hacia una autoridad general de lo popular.
Bibliografía
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- Muchos de los señalamientos incorporados en el presente artículo son fruto de agudos debates producidos entre los miembros del colectivo docente de la materia Principales Corrientes de Pensamiento Contemporáneo, dictada en la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de Buenos Aires y cuyo titular es el Profesor Oscar Moreno. Por ende, aprovecho estos márgenes introductorios para hacer mención a esa deuda intelectual, si bien los dichos aquí expuestos son absoluta responsabilidad de quien escribe. ↵
- El presente apartado ha sido reconstruido a la luz de los comentarios, desarrollos y análisis comparativos realizados por Perry Anderson en su libro Consideraciones sobre el Marxismo Occidental (1998). Sin embargo los resultados expuestos se distancian de la obra señalada, ya que rescatan una perspectiva centrada en Antonio Gramsci y no en el marxismo occidental. Para ser más precisos, aquí la pregunta se invierte; se consideran los productos intelectuales de Antonio Gramsci que son recuperados por el Marxismo Occidental. ↵
- Nótese que existe un tratamiento contemporáneo que objeta esta posición, señalando particularmente cómo Gramsci puede ubicarse dentro de un opuesto al marxismo occidental que es denominado marxismo soviético. Particularmente esta consideración es resuelta por la relación entre la figura del autor italiano y Lenin, en esa simetría de intereses intelectuales se halla la posibilidad de ubicar a Gramsci fuera de las perspectivas eurocomunistas, tal como lo hace Perry Anderson. Véase NUÑEZ, E. Y ESCUSA, A. “Gramsci y el marxismo occidental”, URL:
http://www.nodo50.org/cubasigloXXI/politica/nunez_310305.pdf ↵ - Para la elaboración del presente apartado ha sido de vital importancia una obra publicada el año pasado titulada Para leer a Gramsci de Daniel CAMPIONE. Su empleo ofreció una riqueza singular en la comprensión del Gramsci hombre, sin dejar de señalar la sutileza de su hacer variado en término de la perspectiva política y práctica militante que funda. Por tal razón, esta intervención autorizó una posición paralela entre la experiencia biográfica, en un contexto histórico-político de demarcación, y la experiencia bibliográfica limitada también concreta y estratégicamente por la cárcel. ↵
- La Internacional Comunista llamada también Tercera Internacional o KOMINTERN, por su abreviatura en ruso, fue una organización comunista internacional fundada en 1919 por iniciativa de Lenin y el Partido Comunista Ruso (Bolchevique). Una organización que agrupaba a todos los partidos comunistas del mundo y que pretendía luchar por la superación del capitalismo, el establecimiento de la dictadura del proletariado y la Republica Internacional de los Soviet. Y en ese orden alcanzar la abolición de las clases y la realización del socialismo, un primer paso hacia la lucha comunista fijado de tal modo en los primeros estatutos de la organización. Su creación permite romper definitivamente con los elementos reformistas que, según los socialistas revolucionarios, habían traicionado a la clase trabajadora tal como lo manifiesta la caída de la Segunda Internacional. El Tercer Período es el símbolo de la interpretación radical del colapso capitalista, a partir de admitir los elementos concretos que dieron forma a lo que mundialmente se consideró como la Depresión de la década del 30´. ↵
- En el III Congreso Mundial de la Internacional Comunista llevado a cabo entre junio y julio de 1921, en Moscú, se combatieron las posiciones ultra izquierdista cuando se asume la base reformista del “frente único”. El establecimiento de este frente supone la unidad de clase en la acción nacional e internacional y configura un arma defensiva y ofensiva contra el fascismo. ↵
- La adopción del esquema “clase contra clase” es revisada en 1934 por el partido en Italia. En su reemplazo se adopta una posición de frente popular contra el fascismo, que integra las experiencias del partido comunista y socialista. ↵
- En este punto es imprescindible señalar que tal acentuación fue reactiva de dos ofensivas intensas contra el comunismo internacional, en particular se deben señalar la derrota del movimiento revolucionario chino, con su correspondiente matanza de militantes, y el allanamiento de oficinas soviéticas en Londres ↵
- En 1921 Lenin lanza la Nueva Política Económica en el plano local y la táctica del Frente Único en el plano internacional. En marzo del año entrante, en el marco del II Congreso del PCI, desarrollado en Roma, Gramsci enfrenta públicamente este designio leninista, apoyando la posición de la mayoría bordighiana en oposición bajo el argumento de asumirla sólo en el plano sindical pero no partidario. ↵
- ANDERSON, 1999, p. 99. ↵
- GRAMSCI, 1990, p. 330. ↵
- GRAMSCI, 1990, p. 339-340. ↵
- IBID, p. 338. ↵
- PORTELLI, 1997, p. 68. ↵
- ANDERSON, 1999, p. 99. ↵
- Es posible incluso establecer una comparación, si se quiere arbitrariamente, en la oposición guerra de maniobra/posición y la polémica alemana entre Rosa Luxemburg y Kart Kautsky, y la configuración de los términos de “estrategia de derrocamiento” y “estrategia de desgaste”. Para un detalle de esta relación, véase ANDERSON (1991). Además, a propósito de la definición divulgada sobre Rosa Luxemburg, Gramsci realiza la siguiente referencia: “Este folleto (y otros escritos de la misma autora) es uno de los documentos más significativos de la teorización de la guerra de maniobra aplicada al arte político. El elemento económico inmediato (crisis, etc.) es considerado como la artillería de campaña que, en la guerra, abre una brecha en la defensa enemiga, brecha suficiente como para que las tropas propias irrumpan y obtengan un éxito definitivo (estratégico) o al menos importante en la dirección de la línea estratégica” (GRAMSCI, 1990, p. 336). ↵
- Para un estudio comparativo positivo sobre la relación entre guerra de posición y revolución permanente, entre las figuras concluyentes de qué hacer marxista véase: ALBAMONTE, E. y ROMANO, M. (2003). ↵
- TROTSKY, 1988, 1930. ↵
- GRAMSCI, 1990, p. 330-331. ↵
- TROTSKY, 1988, p. 184-185. ↵
- ANDERSON, 1999, p. 121-122. ↵
- GRAMSCI, 1990, p. 334-335. ↵
- Georgi Valentínovich Plejánov fue un teórico y propagandista de la Revolución Rusa, fundador del Partido Obrero Socialdemócrata de ese país. Luego de la división del segundo congreso de 1903 se agrupó a la fracción y tras la Primera Guerra Mundial se enfrentó resueltamente a los bolcheviques que se oponían a la guerra. ↵
- ANDERSON, 1999, p. 35. ↵
- GRAMSCI, 1986, p. 224. ↵
- Una cita de Portelli que, por esquemática, no afecta el nudo analítico en el cual debe ser insistente la discusión entre las continuidades y rupturas de Lenin y Gramsci, véase: PORTELLI, (1997). ↵
- En Gramsci la dirección intelectual de ese “sentido común” es la razón de la transformación de una clase en clase fundamental, es la expresión del pasaje entre clase dominante y dirigente. ↵
- Para un reconocimiento claro de los ejes principales del esquema de transformación del bloque histórico, y, por tanto, volver a centrar la discusión en ese terreno conceptual y no respecto a la noción de hegemonía véase: PORTELLI (1997). ↵
- Aquí se pone en evidencia la potencialidad de la nación como artilugio ideológico de la clase burguesa para generar una identificación entre explotados y explotadoras opuesta a un “enemigo” externo al territorio de referencia. Síntesis precisa de la configuración de un bloque hegemónico amalgamando las clases detrás de un interés burgués. ↵
- GRAMSCI, 1984, p. 13. ↵
- IBID, p. 14. ↵
- Para profundizar el problema teórico-conceptual de la ideología puede extenderse la perspectiva a los propios tratamientos de Marx en El 18 Brumario, Sobre la cuestión Judía, y también a formulaciones contemporáneas como el giro althusseriano y las continuidades y rupturas de Zizek. ↵
- GRAMSCI, 1984, p. 14. ↵
- GRAMSCI, 1984, p. 16. ↵
- Viera, 1999, p. 55, la traducción es nuestra ↵
- GRAMSCI, 1984, p. 16. ↵
Excelente texto. Gracias.