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10 Instituciones comunes,
experiencias singulares

Configuraciones relacionales de las identidades, las (in)justicias y lo público

Pablo Francisco Di Leo y Ana Josefina Arias

Introducción

Tal como reseñamos en la introducción del libro, en este proyecto de investigación nos proponemos encontrar en las experiencias institucionales de personas jóvenes y adultas relatos, sentidos y prácticas relacionados con los derechos y la idea de justicia. Por nuestros análisis anteriores (Arias y Di Leo, 2020), sabemos que estos conceptos se articulan y construyen junto con las relaciones de identidad y de alteridad, con las nociones sobre quiénes somos y quiénes son las/os otras/os. Para continuar ampliando la mirada en torno a estas dimensiones, en esta etapa de nuestro estudio describimos y analizamos prácticas y experiencias en lugares que consideramos muy interesantes, analítica y políticamente potentes: instituciones educativas de gestión estatal que, a su vez, se proponen formar agentes que trabajen sobre los otros en otras instituciones. Esto nos permite acercarnos a un ángulo de observación muy interesante: el lugar reflexivo de los actores y actrices sobre sus prácticas, y también sobre sus expectativas de futuro como trabajadoras/es y estudiantes en el actual momento de nuestra sociedad.

Dentro de los múltiples interrogantes de nuestra investigación –abordados en los capítulos anteriores–, aquí nos centramos en las siguientes preguntas-problema: ¿qué formas y mediaciones entre la alteridad interpersonal y la alteridad institucional se ponen de manifiesto en estas experiencias institucionales? ¿En torno a qué sentidos de los derechos, de lo justo/injusto y de los sujetos –tanto quienes trabajan como aquellos sobre los que trabajan– se conforman y sostienen estas instituciones? ¿Cómo se presentan las tensiones entre desinstitucionalización y reinstitucionalización, entre lo singular y lo común? ¿Qué sentidos y configuraciones adquiere lo público? Para responderlas, analizamos las entrevistas realizadas a docentes, estudiantes y personal no docente en los cinco institutos de educación superior no universitaria de gestión estatal en los que desarrollamos nuestro trabajo de campo, ubicados en distintos barrios del Área Metropolitana de Buenos Aires (AMBA), Argentina[1].

En estas instituciones nos encontramos con respuestas que esperábamos, pero también con otras que nos sorprendieron. No sin dudas y tensiones, observamos experiencias y articulaciones novedosas en torno a lo singular y lo común, escuchamos a actores y actrices fuertemente reflexivos sobre sus prácticas. Aquí lo institucional, lo (in)justo y lo público aparecen en lugares novedosos y complejos, ya que los sujetos participan de los dos lados de la ventanilla de los tradicionales repartos institucionales escolares: las/os estudiantes se preparan para ser –y muchas/os ya trabajan como– docentes; y, a su vez, las/os docentes trabajan con estudiantes para que sean –o, si ya lo son, sean mejores– docentes. En estos escenarios, lo singular y lo común o, mejor dicho, sus vínculos, constituyen (como adelantamos en la introducción del libro), una clave de lectura central para analizar las actuales formas de hacer, habitar y defender las instituciones públicas.

Organizamos el capítulo de la siguiente manera: en la primera sección hacemos un recorrido por algunas herramientas conceptuales de la teoría social contemporánea que nos ayudan a desplegar nuestro problema de investigación. Luego desplegamos nuestro análisis de los relatos de estudiantes y trabajadoras/es alrededor de tres categorías que identificamos como centrales en sus experiencias institucionales: identidades y alteridades; las (in)justicias y sus sujetos; lo público, entre singularidades y autonomías. A modo de cierre (y apertura) del texto, sintetizamos y articulamos los principales hallazgos en torno a tres grandes gramáticas institucionales –que, a la vez, tensionan y construyen puentes entre lo singular y lo común–, y proponemos algunas reflexiones y nuevos interrogantes para futuros abordajes.

Herramientas conceptuales

El concepto de identidad remite a dos grandes conjuntos de sentidos contrapuestos. Por un lado, las posturas ontológicas esencialistas la asocian a lo que permanece, continúa, es similar a sí mismo, se mantiene idéntico, fuera del tiempo. En el plano lógico, esta perspectiva postula que las categorías universales, las esencias, garantizan que los seres permanezcan idénticos a través del tiempo, su mismidad (Ricoeur, 1996; Dubar, 2002). Esta concepción esencialista está presente en la conformación de las ciencias modernas y, en particular, de las ciencias sociales. Como sintetiza Bruno Latour (2008), la sociología de lo social, que ocupa un lugar dominante a lo largo del siglo XX, parte de la premisa de que existe un dominio, un material, un estado de cosas estabilizado –la sociedad, el orden social, la estructura social, las instituciones– diferenciado ontológicamente de otras realidades (lo biológico, lo psicológico, lo económico, lo político) y que puede ser puesto en juego para explicar ciertos fenómenos específicamente sociales. Para esta tradición sociológica naturalista, funcionalista o clásica, la sociedad es un objeto, una realidad y, simultáneamente, es un mecanismo regulador, un marco que explica la vida social. Es decir, lo social explica lo social (Dubet, 2013).

Desde esta perspectiva –que sigue siendo dominante en muchas investigaciones sociológicas– la identidad social es sinónimo de categoría de pertenencia: la pertenencia objetiva de los individuos a una categoría “(especialmente de ingresos) determina, de manera más o menos decisiva, lo que Durkheim llama las ‘maneras de hacer, sentir y juzgar’ (Dubar, 2002, p. 16). Las identidades y las acciones sociales son manifestaciones de un orden, un sistema socio-cultural, más o menos oculto e integrado. Para estas corrientes, las instituciones dedicadas a la socialización –especialmente la escuela– ocupan un lugar central, ya que son las encargadas de la interiorización subjetiva de la sociedad, es decir, “transformar valores y principios universales en subjetividades y personalidades, con la finalidad de producir los sujetos de la sociedad y establecer la correspondencia más íntima entre el individuo y esta última” (Dubet, 2013, p. 98).

Desde un segundo conjunto de definiciones –que pueden rastrearse a la filosofía presocrática de Heráclito–, la identidad no se asocia a lo idéntico, sino al devenir, al cambio y a los procesos de identificación contingente:

Es el resultado de una doble operación lingüística: diferenciación y generalización. La primera es la que tiende a definir la diferencia, la que incide en la singularidad de algo o de alguien en relación con los otros: la identidad es la diferencia. La segunda es la que busca definir el nexo común a una serie de elementos diferentes de otros: la identidad es la pertenencia común. Estas dos operaciones están en el origen de la paradoja de la identidad: lo que hay de único es lo que hay de compartido. […] Desde esta perspectiva no hay identidad sin alteridad. Las identidades, tanto como las alteridades, varían históricamente y dependen del contexto de su definición (Dubar, 2002, p. 11).

Esta perspectiva conlleva rupturas ontológicas y epistemológicas en las ciencias sociales. Lo social deja de concebirse como una realidad homogénea para vincularse a otra de sus raíces etimológicas –exploradas, entre otros, por Gabriel Tarde (2011) y Georg Simmel (2014)–: a las asociaciones. Desde esta propuesta, la sociología no se ocupa de develar el funcionamiento de una realidad, un objeto preexistente, una estructura independiente de los individuos y de otras realidades “no sociales”, sino fundamentalmente de rastrear conjuntos de asociaciones entre elementos heterogéneos que permiten explicar los orígenes y las transformaciones de los fenómenos, las instituciones y las identidades sociales (Latour, 2008). Dicho de otra manera, se propone analizar las prácticas, las identidades y las instituciones a partir de los múltiples vínculos entre personas, edificios, recursos y símbolos que las conforman y sostienen históricamente.

Estos desplazamientos en la mirada están vinculados histórica y conceptualmente a un proceso de crisis y transformación profunda de las instituciones modernas encargadas de la socialización de los individuos. François Dubet (2006; 2013) denomina a este proceso como declive del programa institucional. La escuela jamás recibió a tantos estudiantes durante tanto tiempo, el trabajo social jamás intervino sobre poblaciones y problemáticas tan amplias y complejas como en la actualidad. Sin embargo, esta ampliación en la participación de las instituciones que trabajan sobre los otros es paralela al debilitamiento del programa institucional[2], debido a cuatro grandes transformaciones históricas interrelacionadas entre sí, con variaciones de profundidad y alcances en cada país:

  1. Los procesos de desencantamiento y racionalización del mundo que caracterizan a la modernidad –o, mejor dicho, siguiendo a Danilo Martuccelli (2020), las múltiples modernidades– debilitan los fundamentos y la unidad de los valores y los principios sagrados que dominaban el programa institucional. “[…] Ya no podemos concordar sobre principios de justicia homogéneos y coherentes […]. Entretanto, las instituciones combinan principios de justicia diferentes y están sometidas a más críticas a medida que refuerzan su influjo sobre la vida de la gente” (Dubet, 2013, p. 106).
  2. El trabajo sobre los otros ya no se encarna en la concepción tradicional de la vocación: no se busca salir del mundo y consagrarse a valores superiores. En cambio, debe adecuarse a exigencias de formación y acreditación constantes, exigencias burocráticas de dar cuenta de lo que se realiza, a la mayor protocolarización de la tarea, cumplir con la estadística, etc.
  3. La ampliación de los alcances e influencias de las instituciones generaron una creciente pérdida de control de sus fronteras, un desmoronamiento del santuario. Con el ingreso de nuevas/os estudiantes también entra todo lo que la escuela clásica ignoraba: las juventudes, los problemas sociales y personales. Las instituciones educativas y las intervenciones sociales crecientemente se singularizan en función de demandas, realidades, problemáticas sociales y territoriales complejas, y en función de las cuales deben rendir cuentas.
  4. Con las citadas críticas a las concepciones esencialistas de las identidades personales y sociales, también pierde consistencia la imagen del individuo, el alumno, que debe ser formado, modelado como una cera blanda por las instituciones. Desde finales del siglo XX las instituciones son objeto de críticas, acusadas de disciplinar, sofocar, controlar, negar a los individuos para identificarlos con lo universal, el Estado, la sociedad. “En todas partes se pide que los profesionales tengan en cuenta la singularidad de los individuos y los pongan en movimiento, en vez de encuadrarlos y regimentarlos” (Dubet, 2013, p. 112).

Estas transformaciones en el trabajo institucional implican una mutación en los procesos de socialización: hay una transferencia desde la institución a los individuos. Como las identidades y relaciones ya no son reguladas de antemano por las instituciones, las/os docentes, trabajadoras/es sociales y enfermeras/os deben construir y sostener por sí mismas/os sus relaciones con las/os usuarias/os:

Cuando el sentido de la socialización ya no viene de arriba, no puede sino venir de abajo, de los propios individuos. Así, el trabajo sobre los otros es más exigente, más agotador, más estresante para quienes lo ejercen y quienes lo sufren. Unos y otros están obligados a movilizarse subjetivamente cuando sus roles ya no tienen una vinculación directa con valores y principios indiscutibles (Dubet, 2013, p. 114).

La socialización, la conformación de las identidades sociales deviene así un trabajo constante, una coconstrucción de los otros y de uno mismo. Una negociación cada vez más activa ya que los roles sociales se multiplican, las biografías son inestables, las pruebas se complejizan y las identidades se superponen (Dubar, 2002; Martuccelli, 2007; Dubet, 2013).

Uno de los conceptos y valores que ocupan un lugar central en el programa institucional y que, a partir de los procesos señalados, es cuestionado, desacralizado y, simultáneamente, crecientemente disputado por numerosos actores individuales y colectivos es la justicia. Agnes Heller (1994) distingue entre dos grandes conjuntos de definiciones de dicho concepto presentes a lo largo de la historia de Occidente. Por un lado, las definiciones formales y estáticas de justicia, basadas en enunciados universales. Estas entran en crisis a lo largo de la modernidad, debido en gran parte a los citados procesos de transformación y des-sustancialización en los sentidos de lo estatal, lo social, las identidades y las instituciones socializadoras. En consonancia con la creciente complejización y singularización de las sociedades contemporáneas, la filósofa húngara propone establecer un concepto ético-político incompleto de justicia, común para diferentes formas de vida, pero que no pretende amoldarlas en una única pauta ideal:

Ningún concepto ético-político incompleto de justicia puede pretender ser capaz de diseñar la mejor forma de vida posible. Si suponemos que hay muchas formas de vida, siendo cada forma de vida respectiva, la “mejor posible” para quienes la viven, debemos renunciar, y de hecho hemos renunciado, al ambicioso proyecto del concepto ético-político completo de justicia (Heller, 1994, p. 281).

Esta propuesta de justicia dinámica exige tener en cuenta para su continuo trabajo de redefinición a las interrelaciones de diversos sujetos individuales y colectivos, espacios sociales e instituciones públicas. Dubet (2011; 2013) aborda esta problemática a partir de sus recientes investigaciones empíricas e intervenciones públicas en torno al sistema educativo y a las desigualdades crecientemente singularizadas en Francia, desarrollando una sociología de los sentimientos de injusticia, que define como

[…] la vertiente moral, normativa o ética –poco importa cómo se la designe– de cualquier experiencia social. De hecho, es manifiesto que si bien los individuos no suelen estar en condiciones de decir en qué consistiría una sociedad justa, a no ser de manera muy imprecisa, en cambio son perfectamente capaces de decir en qué les parece injusto. En este sentido, la experiencia de la injusticia es primordial (Dubet, 2012, p. 78).

En sus estudios sobre los sentimientos de injusticia en el mundo del trabajo, el sociólogo francés identifica una sintaxis común, basada en tres grandes principios de justicia: igualdad, mérito y autonomía. Las/os trabajadoras/es quieren que se las/os trate como iguales, que se reconozcan sus méritos y que les permitan desarrollar plenamente sus posibilidades personales en el trabajo. La coexistencia, la poliarquía de estos y otros principios de justicia llevan a un permanente trabajo de los individuos y de las instituciones para combinar principios que a menudo aparecen como contradictorios (Dubet, 2012).

Estos debates tienen derivas diferentes en el análisis de las realidades institucionales si se interroga desde las interpelaciones decoloniales y/o feministas que otorgan a la situacionalidad de los planteos una mayor importancia, así como también permiten evidenciar otras relaciones en las construcciones de la alteridad y la identidad (Dusell, 2012; Pombo, 2019). El concepto de otredad identifica en las experiencias históricas latinoamericanas un lugar relevante. El otro, en tanto indígena, negro, pobre, mujer, excluido, se transforma en el gran otro de la intervención de las instituciones coloniales y disciplinadoras. Si la escuela sarmientina fue la institución necesaria para civilizar la barbarie fue porque el principal otro de la institución no era el esperable, no era el “normal” (Tedesco, 2003; Fiorucci, 2014). El carácter de excepción de los otros, la barbarie, se asociaba a su presunta incapacidad de incorporación en los códigos del pensamiento europeizante (Svampa, 2006).

Desde aquí, cobra especial importancia la recuperación de las historias institucionales para comprender las complejas tensiones que se alojan dentro de estas. El carácter necesariamente situado para el análisis de lo institucional es un requisito central para entender las actuales transformaciones y disputas dentro del campo de lo público en general, y de lo público estatal en particular. En la actualidad la construcción de lo público y su relación con la justicia y la injusticia se encuentra en otra etapa que la de finales del siglo pasado. Existe consenso en que las nuevas dinámicas no son similares a las de la década de los noventa. Sin embargo, dicho concepto sigue siendo un objeto cuestionado y sus redefiniciones, objeto de experiencias políticas diversas. Las instituciones estatales son un blanco de ataque de los proyectos y gobiernos neoliberales, mientras que muchas acciones de defensa de los sistemas de protección parten de las demandas y movilizaciones políticas populares. Pero, fundamentalmente, el rol de lo público en su sentido más integral, como lo común, lo universal, lo que es de todas/os, está fuertemente cuestionado, permeando sentidos comunes que transforman las dinámicas de construcción política (De Souza Santos, 2009; Vilas, 2011).

Dialogando con estas herramientas conceptuales, en las próximas secciones abordamos los principales sentidos, tensiones y articulaciones presentes en las experiencias y reflexiones de trabajadoras/es y estudiantes en instituciones educativas de nivel superior no universitario de gestión estatal en torno a tres categorías centrales: identidades/alteridades, justicias/injusticias y lo público.

Identidades y alteridades

Como planteamos anteriormente, las identidades tanto de estudiantes como de las/os trabajadoras/es de estas instituciones se construyen de manera conjunta con las alteridades. En nuestro trabajo de campo pudimos ver estos procesos en relación con dos dimensiones centrales: el giro biográfico que transforma o revela la propia identidad y las de otros y, asimismo, la identidad colectiva como soporte para las trayectorias dentro de la institución.

Transformar(se) en otro y al otro

El ingreso y pasaje por los institutos son significados por algunas/os estudiantes como un giro en sus biografías que genera transformaciones en sus identidades y proyecciones personales:

[…] yo trabajé en una fábrica, trabajé en varios sitios y me sentía oprimido de una manera y cuando trabajaba en esos lugares, en una fábrica de maniquíes durante dos años, desde los 18 hasta los 20, pensaba y me imaginaba llevando esa vida hasta los 60 años. Y entonces decía que eso no era para mí. O sea, “Esto no es para mí. Yo tengo que salir”. Y renuncié a ese trabajo, y renuncié también a un trabajo en una sanguchería, que me mantenía oprimido. Bueno, ahora lo identifico como opresión, en ese entonces no, pero sentía algo raro. Y eso es lo que me hizo estudiar, digamos, como que estudiar algo que yo pueda hacer (Alberto, estudiante, Instituto 1)[3].

Aparece el relato de “ser alguien” asociado a las viejas formas de ascenso social, pero individualizadas: es conseguir un trabajo mejor pero esencialmente “ser alguien”, salir de la cosificación. Ser reconocido. Esta idea se presenta también en otros estudios recientes de nuestro país sobre biografías de estudiantes secundarios de sectores populares, asociada a la valoración del esfuerzo y el sacrificio de sus madres y padres (D’Aloisio, Arce Castello y Arias, 2018).

En algunos relatos de estudiantes –sobre todo de sectores populares– encontramos referencias identitarias en las cuales estas personas se presentan como “distintas”; hay algo que las diferencia de los otros y de ellas mismas en el pasado. Jóvenes como Adrián –que vive en un barrio popular del Gran Buenos Aires y pasó por experiencias de consumos problemáticos de drogas– relatan que transitar por estas instituciones es un hecho transformador; no son las/os mismas/os una vez que pasan por ellas:

Entrevistador (E): ¿Qué palabra se te viene a la cabeza cuando nombrás este Instituto?

Adrián (A): Conciencia.

E: ¿Por qué?

A: Porque acá nos enseñan a ser conscientes. Más conscientes. Y la cabeza de uno va cambiando y va agarrando más conciencia. Con todo lo que recibe de los profesores. Hay una persona cuando entrás y otra persona que te vas construyendo, con el tiempo (Adrián, estudiante, Instituto 3).

En una etapa anterior de nuestra investigación, encontramos narrativas similares en jóvenes de sectores populares que participan en organizaciones sociales e instituciones que propician el acceso y ejercicio de derechos (Di Leo y Arias, 2019; Arias y Di Leo, 2020). Allí las vinculamos a un trabajo de redefinición de sus conciencias –en palabras de Adrián–, sus marcos referenciales –lo que vale la pena vivir–, en relación con los cuales los individuos orientan narrativamente sus biografías y responden (siempre provisoria e intersubjetivamente) a la pregunta “¿quién soy yo?” (Taylor, 2006).

¿Qué es lo que se transforma? ¿Qué conciencia se construye? No aparecen referencias tanto al saber, a la expertise, sino más bien al aprendizaje del rol, al convertirse en alguien con mirada, con sensibilidad. Hay una presencia marcada de lo vocacional en los relatos. Esta cuestión puede entenderse por el momento en que se encuentran estas personas, definiendo sus ocupaciones a futuro, su identidad profesional. Lucas –un joven estudiante de un profesorado ubicado en un barrio popular de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires (CABA)– resalta la importancia que tuvo (principalmente como modelo ético y ejemplo de buenas prácticas) una profesora del Instituto, que lo ayudó a hallarse a sí mismo, a encontrar un marco referencial para orientarse en su trabajo como docente:

Y también fue hallarme ahí y ver cómo me movía por acá, me movía por allá. Como si supiera lo que hacía. También alguien que quiero mucho es una muy buena docente, egresada en Ciencias de la Educación de la UBA, uno va tomando esos ejemplos como suyos y los replica sin querer. Yo me encontré con que replicaba cosas que yo había visto, por verla a ella… Buenos hábitos. A veces, observar a alguien que querés también te puede mostrar cómo aplicar esos buenos modales, esas buenas éticas, esas buenas contestaciones. Porque los chicos te vienen con cualquier pregunta y a veces hay que saber responder, otras veces hay que saber cómo decirle que no, y la puesta de límites, y todo. […] Bah, yo me hallé a mí mismo. Me hallé y dije: “Esto es para mí, ¿dónde estuve todo este tiempo que no estoy acá?” (Lucas, estudiante, Instituto 4).

En diálogo con las herramientas conceptuales reseñadas, en estas reflexiones personales e institucionales se ponen de manifiesto concepciones de la identidad que no se basan en los clásicos fundamentos ontológicos esencialistas, en la mismidad, sino que ponen en el centro a la alteridad, a los otros, como coconstitutivos en todo trabajo de identificación. Por otro lado, cuando las/os estudiantes piensan en su futuro desarrollo como docentes, el gran otro de la institución no aparece como un otro “común”, sino como aquel o aquella que se encuentra con mayores dificultades, problemáticas y carencias:

La falta de recursos es muy notoria. En un centro cultural en el que doy clases gratuitas de guitarra también repartimos mercadería, leche, viandas y demás. Una amiga está también en esto. Abrió un merendero en L. K. [barrio popular del Gran Buenos Aires] y siempre se nota la falta de recursos. Siempre que hablás con un chico algún problema tiene. Todos tienen un problema. Yo tengo problemas. Y eso… o sea, no sé cómo ayudar a ellos (Lautaro, estudiante, Instituto 3).

Tanto para las/os estudiantes como para las/os trabajadoras/es de estas instituciones, el destinatario universal, el “alumno común” del programa institucional clásico no aparece como destinatario prioritario. De hecho, si bien este alumno abstracto estuvo en el imaginario fundacional del sistema de educación pública en Argentina, nunca existió como realidad –al menos en todo el país–: “Conforme a la reconstrucción de sus primeros directivos, la escuela normal atraía a un estudiantado pobre y con escasa preparación previa, lo cual obstaculizaba el proyecto que el Estado se había trazado” (Fiorucci, 2014, p. 33). Por ende, no es novedosa la preocupación sobre los estudiantes con mayores complejidades. Lo que asombra, o por lo menos despierta interrogantes en una institución de educación superior, es la identificación como el objeto central de preocupación e integración pedagógica y política a personas adolescentes y jóvenes alejadas de la idea del estudiante medio, “normal”. Entendemos que esto se refuerza con la construcción de lo vocacional en su dimensión más claramente vinculada a un rol social. Dedicarse al que se encuentra en condiciones de mayor injusticia o desigualdad y transformarlo:

Nosotros vimos la transformación concreta de chicos y chicas que venían que parecían abandonados por Dios, la naturaleza y qué sé yo. Y ver que eran otras personas cuando tenían esta herramienta, cuando ya se veían y se asumían como posibles trabajadores digamos y cambiaban y el comentario es ese: “¿Vos te acordás de J., cuando vino que no dabas dos pesos?”. La autopercepción de ellos mismos: “No, yo no puedo” (Norberto, docente, Instituto 3).

En muchos relatos el sujeto del borde aparece puesto en el centro. No estamos diciendo que esto implique un cambio general de los enfoques pedagógicos, sino que aparece en las reflexiones personales de nuestras/os entrevistadas/os como el principal referente de preocupación cuando piensan en el otro o la otra de la práctica.

En América Latina, el citado filósofo Enrique Dussel (2012) –releyendo la obra de Emmanuel Levinas (2001) desde la teología de la liberación de las décadas de los sesenta y los setenta– propone una filosofía ético-política que también recupera la centralidad de los otros –pueblos originarios, pueblos africanos– que habían sido reprimidos, esclavizados, perseguidos, negados desde el pensamiento y la práctica conquistadora de la modernidad europea (Forster, 2009). En estas instituciones, las múltiples carencias, problemáticas y rostros de las/os adolescentes y jóvenes de sectores populares –tanto los actuales estudiantes como sus potenciales futuros educandos, tradicionalmente extranjeros en la educación superior–ocupan en los relatos de las personas entrevistadas un lugar privilegiado, la posición de un tercero en relación con el cual se conforman sus identidades, una gramática, un lenguaje común, entre individuos e instituciones:

El tercero me mira con los ojos del otro: el lenguaje es justicia. […] El rostro en su desnudez de rostro me presenta la indigencia del pobre y del extranjero. […] El se coloca ante un nosotros. Ser nosotros no es “atropellarse” o darse codazos en torno de una tarea común. La presencia del rostro –lo infinito del Otro– es indigencia, presencia del tercero (es decir, de toda la humanidad que nos mira) y mandato que manda mandar (Levinas, 2001: 226).

En estas narrativas la dimensión ética, la responsabilidad con el otro –el pobre, el extranjero– se presenta no a partir de una voluntad individual, sino a partir de un vínculo intersubjetivo, un nosotros, una tarea compartida en una institución pública (Ricoeur, 1995; Cantarelli, 2005). En la etapa anterior de nuestro estudio, en organizaciones sociales que propician el acceso y ejercicio de derechos de jóvenes de sectores populares, también encontramos referencias a la responsabilidad, pero asociada principalmente a una elección personal, a una militancia asumida por las/os referentes, más que a un posicionamiento ético-político-institucional, a una dimensión propia del rol docente como funcionario estatal (Arias y Di Leo, 2020).

Lo que cuesta encontrar en estas instituciones públicas es dónde queda el sujeto considerado “normal”, que parece seguir operando como vara, pero que no se presenta nítidamente en los relatos –al menos de la mayoría– de las personas entrevistadas. Nuevamente aquí los universales aparecen como tema. Como desarrollamos más adelante, tampoco las ideas de justicia, que ocupan un lugar central en las identidades y las prácticas en estas instituciones, se basan en un concepto universal, sino en el reconocimiento y la transformación del otro en tanto sujeto con desventajas o en condiciones de precariedad.

Identidad grupal y sostén

Lo grupal, el compañerismo, lo colectivo se presentan en los relatos de algunas/os estudiantes como una de las características más valoradas y como un soporte que las/os ayudan a sostener sus trayectorias en estas instituciones:

Mira, yo la verdad todos los grupos con los que cursé, o con los que empecé […] estamos todos en la misma y todas tiramos para el mismo lado. Hay que apoyarse y hay que bancarse y si necesitas algo te lo dan. Si te está pasando algo, tal vez es externo a la cursada, algo de tu vida, se toman el ratito para sentarse, para hablar con vos. Si te está pasando algo respecto a la cursada lo mismo, te acompañan, te escuchan, te dan su punto de vista, a veces vos sentís algo, ellas perciben otra y podemos tener ese intercambio. Mismo también con respecto a los materiales, a los trabajos: “Chicas ¿me prestan?, ¿me pasan?”. Siempre hay predisposición (Fabiana, estudiante, Instituto 1).

En algunas instituciones las/os estudiantes incluyen a las/os profesores en estas cercanías, encuentros y apoyos interpersonales. En un grupo focal que organizamos en el Instituto 3, ante la consigna de mencionar palabras que asocien a sus experiencias en la institución, una de las estudiantes eligió la categoría círculo mágico, vinculada a una identidad colectiva, a un ida y vuelta de ayudas, soportes intersubjetivos que permiten sostener sus estudios:

Moderadora: Círculo mágico, wow. ¿Por qué?

Estudiante: Porque la escuela y la educación se construyen entre todos. Yo conozco a mis compañeros que son muy nobles, son buena gente, pero creo que los profesores también ayudan a formar todo. Todos somos uno acá. Es más, el grupo en el que estamos, bah, que yo conocí, funciona así. […] Los viernes a la noche se hace un guiso, los que trabajamos acá y mientras trabajamos. Entonces terminamos la clase un rato antes y todos compartimos el guiso. A mí me costaba, por ejemplo, historia del arte y mis compañeras me dijeron: “No dejes, te vamos a ayudar”. Me ayudaron. Yo necesitaba hacer este mural, mi compañero, A., me aportó mucho, M. me aporta mucho y yo cuando tuve que brindar de mi parte por ejemplo a otras compañeras que estaban flojas en dibujo se lo recompensé, nos ayudamos así acá (Grupo focal, Instituto 3).

En la etapa anterior de nuestra investigación sobre experiencias institucionales de jóvenes en barrios populares también encontramos, entre sus principales narrativas del yo, a la que denominamos transformación colectiva: las relaciones de confianza, las ayudas, los cuidados y los espacios compartidos con otras personas, jóvenes y adultas, ocupan un lugar central en sus procesos de identificación (Di Leo, 2019). Estas identidades colectivas –no exentas de conflictos y diferencias– habilitan formas novedosas de agencia, de actuar de otra manera, de sostener instituciones públicas aun en condiciones que parecerían “que todo se da en contra”, atravesadas por problemas edilicios, escasos presupuestos y recursos materiales insuficientes:

Lo más positivo, más allá de cómo estamos –porque, como podés ver, se nos cae todo [ríe]–, es que aun así seguimos, como que se sigue, no se para. Es como algo constante y tratamos de que esto se siga, literalmente, remando en dulce de leche. Porque, por ejemplo, ahora, yo tengo… hace frío, se supone que tendríamos que tener estufas, pero no tenemos, pero aun así venimos a las clases y muchas veces compañeros traen mates, con pocas cosas te podés calentar, y los profesores tratan de remarlo. Para mí sería eso, ¿no?, como el tratar de que esto siga, aunque se nos da todo en contra y de tratar de crear una clase en una clase que se nos da como una clase negada (Manuela, estudiante, Instituto 3).

Aquí podemos retomar las reflexiones de Paul Ricoeur (1995) en torno a lo justo, en vinculación con su concepto de identidad narrativa. Esta última, en consonancia con las citadas definiciones de Dubar (2002), hace referencia al carácter eminentemente dialógico y dinámico de las identidades: ya que los individuos nos (re)presentamos siempre narrativamente a otros, somos pasibles de una permanente mutabilidad –devenir otros, actuar de otras maneras– de las/os personajes (incluidas/os nosotras/os mismas/os) que participan en las historias que contamos. Ahora bien, para que sea posible una narración, un diálogo entre un yo y un –constitutivo de todo sujeto de derecho capaz de hablar, actuar y juzgar–, es necesaria la existencia de un contexto de interlocución, un tercero, que instituye las condiciones de posibilidad –en principio, el propio lenguaje– para dicho diálogo. Este tercero es significado por Manuela como un círculo mágico, una identidad colectiva, una institución conformada por relaciones cotidianas de confianza entre estudiantes y trabajadoras/es, en un espacio común, un edificio, unos horarios, con rutinas, rituales y ayudas mutuas que –aun con deficiencias y carencias de recursos– hacen posible sostener sus estudios, “remar en dulce de leche”, crear una clase, seguir adelante, aunque muchas veces parezca que se les da todo en contra.

Las (in)justicias y sus sujetos

Al preguntarles sobre los sentidos que asocian a los términos “justicia” e “injusticia”, tanto estudiantes como docentes colocan en el centro a la igualdad. Sin embargo, en esta gramática común se expresan tensiones entre dos principios: por un lado, las demandas de reconocimiento y respeto de singularidades, autonomías y esfuerzos –personales e institucionales– y, por el otro, la denuncia de formas de desigualdad, discriminación y exclusión, y frente a esto, la importancia otorgada al trabajo sobre los otros –especialmente niñas/os, adolescentes y jóvenes de sectores populares– para que accedan a recursos materiales e institucionales y convertirlas/os en sujetos de derechos.

El derecho a ser diferente

En relación con sus experiencias institucionales, algunas/os estudiantes mencionan como injusticias a situaciones de poca claridad en la formulación y/o aplicación de las reglas; la falta de consideración de sus esfuerzos y/o maltratos personales, especialmente en las instancias de evaluación o acreditación de las asignaturas:

Por ejemplo, una profesora ya grande, por suerte, porque se jubiló, no está más en la institución, que exponía mucho a los alumnos, entonces vos, te decía: “Este es el examen de Magdalena y esto es lo que hizo mal, acá, acá y acá. A ver, Magdalena ¿por qué hiciste esto mal?”. Estuve muy cerca de dejar toda la carrera por ese motivo y volverme a Entre Ríos porque el daño psicológico que te crea, o sea la humillación y demás y no fue solamente yo, fueron muchas pibas también (Magdalena, estudiante, Instituto 2).

Otras/os critican o señalan como formas de injusticia la escasa visibilización, respeto y/o consideración de aquellas/os que no tienen o comparten –por sus formaciones teóricas, posturas ideológicas o experiencias personales– las mismas perspectivas políticas o valores que son propiciados o defendidos por sus docentes o la institución:

[…] Me cuestionó por algo que hice, y que no hice. Que fue un día que había un paro, había una marcha, por todo este tema de la UniCABA, y todo eso, y primero dijo que se iba a adherir al paro, después dijo que no, pero que vayan a la marcha. Y yo… o sea, perdí muchas entrevistas importantes por no tener mejores conocimientos de fonética, o de inglés, digamos. No importa, era la materia, una profesora. Y yo dije que iba a asistir a las clases por esas cuestiones, sin darle demasiado detalle. Y cuando llegué se sentó y me dijo que si la educación pública salía adelante iba a ser gracias a mis compañeras que habían ido a la marcha (Yolanda, estudiante, Instituto 2).

En otros estudios encontramos experiencias y demandas similares en jóvenes en diversos contextos barriales e institucionales, a las que vinculamos con los análisis de Martuccelli (2007) sobre los tres grandes regímenes de interacción en torno a los cuales las personas demandan el respeto de sí –y, por ende, también definen lo que consideran justo o injusto– en sus relaciones cotidianas con los otros (Di Leo y Camarotti, 2017; Di Leo y Pinheiro, 2017). Por un lado, la jerarquía, régimen originado en sociedades tradicionales, pero que sigue presente en muchas organizaciones e instituciones: el individuo se entrega totalmente a la comunidad, debiendo subordinarse a sus principios de división y autoridad. Las democracias modernas dan origen al régimen de la igualdad: ficción política que pone en el centro los derechos universales de un ciudadano abstracto, sin pertenencias ni identidades singulares. En tensión –pero también en ocasiones articulado– con los anteriores, en la etapa actual de las sociedades democráticas adquiere centralidad el régimen de la diferencia: las personas –especialmente jóvenes– se resisten a desprenderse de sus identidades y atributos singulares, demandan el derecho a expresar sus diferencias y ser reconocidas públicamente (Rosanvallon, 2012; Dubet, 2017).

Tal como aborda en trabajos recientes Kathya Araujo (2019), en las sociedades de América Latina las sociabilidades y las interacciones sociales constituyen dimensiones significativas para comprender las condiciones estructurales de integración y de (des)igualdad social. Desde fines del siglo XX y, sobre todo, comienzos del XXI, se desarrolla en la región una nueva ola de igualdad, que pone en el centro las demandas individuales y colectivas en torno a la democratización de las relaciones entre grupos sociales específicos –por ejemplo, hombres y mujeres, adultos y jóvenes o niñas/os, blancos y negros, etc.–. Estas expectativas de horizontalidad en el trato, en las interacciones con los otros y con las instituciones influyen en las percepciones y valoraciones que las personas realizan cotidianamente sobre los intercambios sociales legítimos y, por ende, en sus denuncias o exigencias para transformar aquellas asimetrías de poder que sienten como injustas o violentas. En este sentido, en los relatos de Magdalena y Yolanda se señalan como injusticias a las formas de trato de algunas/os docentes, basadas en el régimen de la jerarquía, que aún tiene una fuerte presencia en muchas instituciones educativas –especialmente aquellas identificadas como tradicionales o con mayor prestigio académico–.

Estos sentidos y demandas singularizadas de justicia tensionan y ponen a prueba cotidianamente las matrices universalistas, las jerarquías y las formas de autoridad en las instituciones educativas, especialmente aquellas destinadas a la formación docente, denominadas en sus orígenes como normales (Tedesco, 2003; Fiorucci, 2014). Se configuran así ideas, debates y prácticas individuales e institucionales paradojales:

La justicia no es equitativa porque no somos iguales, ¿cómo puede ser equitativa? Si cada uno es diferente, podés tratar de que lo juzgues igual, pero para mí justicia más que nada sería ver el contexto, ver el momento, ver el lugar, ver la persona, personas, institución, sociedad, magnitud que sea el caso, para tomar una decisión que sea más positiva y que construya algo, que no destruya. […] Por ejemplo, yo tengo un debate interno, yo me debato mucho, cuando me piden algo, estudiantes me piden algo, yo pienso: “¿Es justo para sus compañeros, compañeras que yo haga una excepción por este caso?”. En ese contexto, en esa persona. Entonces, a veces digo sí y a veces digo que no. Aunque, por ahí, el pedido sea el mismo, porque el contexto no es el mismo y la persona tampoco (Violeta, bedel, Instituto 1).

Como se ilustra en estas experiencias (y también se aborda en el capítulo 3 de este libro), el ejercicio de una justicia singularizada desde el trabajo docente requiere de un permanente trabajo de reflexividad, de descentramiento, de atención y compromiso hacia las realidades, problemáticas y necesidades de los otros. En consonancia con el citado concepto ético-político incompleto de Heller (1994), algunas de las/os estudiantes y las/os trabajadoras/es docentes entrevistadas/os señalan que la línea divisoria entre justicia e injusticia muchas veces es dinámica, relacional y trazada cotidianamente a partir de las prácticas y los vínculos pedagógicos. Por ello, el aprendizaje y el ejercicio del oficio docente requieren del desarrollo de una escucha atenta, una sensibilidad hacia el otro –especialmente aquellas/os más vulnerables– en todas sus dimensiones (personales, sociales, culturales, políticas):

[…] la consideración de los alumnos como otros, distintos, con sus vulnerabilidades; que la educación no es transmitir un conocimiento, dar un programa completo, por ahí das medio programa pero es más justo y resulta injusto forzar una situación que por ahí no se da. […] Los docentes somos sujetos que tenemos un lugar en la historia, no somos ejecutores, insisto porque lo veo: “No, yo voy con el librito, a mí lo que me interesa es dar clase, no quiero escuchar lo que opina este u opina el otro”. Pero no podés no escuchar, o sea después toma el posicionamiento que quieras pero tomalo. Y bueno, y que todos, las alumnas y los alumnos pueden aprender (Viviana, docente, Instituto 2).

(Llegar a) ser sujetos de derecho

Enarbolando el principio de las (des)igualdades, para muchas/os estudiantes la justicia se asocia a las posibilidades y las capacidades personales que deberán desarrollar como futuros profesionales para reconocer y transformar a otras personas –especialmente adolescentes y jóvenes de sectores populares– en sujetos de derechos:

Entonces, como que desde la recreación también trabajaría en ese cambio. En ese cambio en los sectores oprimidos, por así decirlo, populares. Y eso, apostando en ese sector. Justicia sería hacer eso, hacer justicia, hacer que las personas no crezcan condenadas, sino —y eso vuelvo a pensarlo— como si fuesen sujetos de derechos, permitirles elegir oportunidades (Alberto, estudiante, Instituto 1).

A la hora de posicionarte ante una clase, vos tenés varias aristas de cómo encarar a ese sujeto. Lo podés ver como un sujeto que puede aprender o no puede aprender, lo podés ver como un sujeto de derechos también, que tiene que aprender y ejercer y ampliar más derechos. Entonces, ahí, eso es un acto de justicia en el plano educativo. O sea, cuando vos sos consciente de que hay un sujeto que tiene múltiples derechos y que necesita reconocerlos, apropiárselos para luego defenderlos o ampliarlos. O sea, esto es como una ventana hacia los derechos. Entonces, eso me parece un acto de justicia (Eduardo, estudiante, Instituto 4).

También las/os docentes y directivas/os consideran que sus actividades y vínculos cotidianos con las/os estudiantes de los institutos tienen como uno de sus principales objetivos la transformación de estas/os por medio de la toma de conciencia y la vivencia —tanto discursiva como corporal, práctica— de que ellas/os —y las personas, niñas/os, adolescentes, jóvenes, con las que trabajarán— son sujetos de derecho:

Me parece que hay algo del vivir los derechos dentro de las aulas, el derecho a conocer, el derecho a pensar distinto, el derecho a tener educación sexual integral (ESI), pero vivirlo, no predicarlo. Me parece que formar gente que dentro de la institución pueda vivenciar plenos derechos también hace que puedan mirar qué es justicia y qué es injusticia. Algo de la discusión política dentro de las aulas me parece que forma ciudadanos más críticos. Digo, para mí en las escuelas hay que hablar de política. Y no estamos diciendo a quién voto y a quién dejar de votar, sino esto: cuál es tu derecho, cuál es tu obligación como ciudadano, cómo hacer respetar ese derecho. Como adultos no sancionar, no cortar los derechos de los pibes. Considerar eso, que tienen derechos. Y hay que respetarlos. Y también tiene que ver con la edad de esos pibes ¿no? Cuanto más grande, más ponés en discusión, en palabras y menos en hechos también. Porque los pibes chicos me parece que el cuerpo es lo que marca (Elizabeth, docente, Instituto 4).

En las personas entrevistadas aparece el registro de las situaciones de vulneración de estudiantes y familias como problema, pero también como objeto. La enseñanza aparece como la forma de “mostrar otros mundos”, de demostrar que son posibles de transformar las realidades. En algún punto, se reactualiza el mandato transformador, en este momento con eje en los problemas de integración (pobreza, marginalidad, discapacidad). En este sentido, garantizar el espacio de las clases –en especial en instituciones de educación superior no universitaria ubicadas en zonas urbanas marginalizadas– se considera como un acto de justicia, como un hecho (por supuesto, complementario con otras políticas públicas) con mandato restitutivo de derechos, de igualdad:

Por esto, no se puede ver a la educación para todos si el estudiante no puede llegar porque no tiene cómo. Si no puede comprar lo mínimo que necesita. O, si por alguna regulación de los diseños o de las nuevas resoluciones, se tiene que quedar afuera. Me parece que ahí el derecho a educarse se ve violado absolutamente. También (es difícil pensarlo) me parece que otra palabra vinculada a “injusticia” es la colonización del pensamiento; quita la idea de justicia en la educación porque no permite la libertad. Y el ajuste, es otra. Sí. Son muy negativas. Porque en nuestro nivel en particular el ajuste es grande y trae de la mano la idea de menoscabar el nivel superior, de subestimarlo, y de hasta tender a desaparecerlo. Y en el nivel superior, junto con las universidades del conurbano, es donde se forman los estudiantes del conurbano, los que más necesitan formarse […] Porque el docente desde todo aspecto me parece que, sí promueve la justicia social en lo educativo, sí, es un actor importante dentro del sistema, del otorgamiento de la justicia (Camila, docente, Instituto 5).

Para ampliar nuestra comprensión de estas definiciones en torno a la justicia, nos gustaría retomar el diálogo con Ricoeur (1995) y sumar las propuestas de otra filósofa contemporánea, Martha Nussbaum (2012). En consonancia con las reflexiones de Camila, según estos posicionamientos ético-políticos, para que haya verdaderos sujetos de derecho y, por ende, justicia, es imprescindible que el Estado genere y asegure todas las mediaciones materiales, interpersonales e institucionales necesarias para que todas y cada una de las personas, niñas/os, adolescentes, jóvenes, adultas, puedan realizar libremente todas sus capacidades[4]. En esta necesidad de que las instituciones públicas respeten y aseguren ciertos umbrales mínimos de capacidades se manifiesta la síntesis entre lo justo y lo bueno, entre la justicia política y la justicia social, entre la libertad y la igualdad. En pocas palabras, la igualdad en la distribución social de las capacidades es una condición fundamental para la verdadera libertad de los sujetos de elegir el camino para sus vidas (Rinesi, 2015).

Lo público, entre singularidades y autonomías

Observamos en las entrevistas dos grandes concepciones en torno a lo público, que movilizan tanto acuerdos como desacuerdos y conflictos en las instituciones analizadas. Una primera vinculada con las demandas y la valoración positiva de formas de reconocimiento y trato singularizados. Por otro lado, se presenta la construcción y defensa de lo público como escenario colectivo de autonomía y reafirmación identitaria.

El trato singularizado como valor común

Como anticipamos en las secciones anteriores, las expectativas y valoraciones de los individuos en torno al trato de los otros parecen ser cada vez más significativas para permitir o dificultar el ingreso en ese común llamado institución. La adaptación frente a situaciones particulares, pero principalmente mediadas por tratos personales, aparece como un elemento significativo tanto en la accesibilidad como en el sostenimiento de las y los estudiantes dentro de las instituciones:

Estaba en junio, tenía que esperar un montón para poder estudiar el otro año. Entonces, era estudiar algo o si no regresarme, porque el tiempo se pasa muy lento cuando no hacés nada. Entonces, vine, conocí la carrera, hubo una charla, llegué tarde. El rector nos dio una charla privada, porque ya la charla informativa había acabado. Y él vino y, bueno… conocí la carrera y lo que más me gustó fue que el rector me dijo que el único impedimento para que una persona pueda estudiar es la voluntad, nada más que eso (Alberto, estudiante, Instituto 1).
[…] hubo flexibilidad para que yo me pueda recibir el cuatrimestre que viene que si quizás hasta que vuelva nuevamente hubieran sido no sé cuantos meses y no me pueden hacer el título. La regencia también, bueno, mi profesora fue C., me sentí muy acompañada, V. también. En todo momento son flexibles para charlar para… hablamos de esta institución (Raquel, estudiante, Instituto 4).

La personalización del trato aparece con fuerza en los relatos. Como se desarrolla en el capítulo 6 de este libro, esta personalización es constructora de accesibilidad. Hablamos de trato porque incluye no solo la adaptabilidad de la norma –como en los relatos de Alberto y Raquel, flexibilizando las condiciones de ingreso–, sino también una mediación encarnada en un sujeto, una forma de comunicación que acompañe a los sujetos frente a sus temas. Como señalamos al inicio de este apartado, se da una politización del trato en tanto se convierte en un elemento relevante para lo público. Ingresar y participar en este común involucra –no solo, pero también– elementos de trato personal.

Esto también se observa en el hecho de que surgen en los relatos y reflexiones, con gran fuerza, las denuncias de maltrato o abusos –generados sobre todo en relaciones de género y/o pedagógicas asimétricas– como un elemento relevante de los conflictos, las demandas y las dinámicas institucionales:

Mucha sensibilidad por ese tema, como en la sociedad, digamos, en el interior de las instituciones tratamos de ser muy cuidadosas y cuidadosos con eso. Ha habido conflictivas entre docentes y estudiantes, entre estudiantes entre sí en relación con maltratos de género, con formas de abuso de distinto tipo, entre graduadas y graduados que antes, durante o después de la cursada hubo situaciones que ahora retroactivamente son interpretadas como situaciones de abuso. […] Después, hay algunas conflictivas personales vinculadas con algunos perfiles docentes que tienen un perfil de maltrato, falta de respeto hacia los estudiantes y las estudiantes. Hay que estar todo el tiempo interviniendo. En esas situaciones la normativa no te da demasiados elementos. Tenemos un profesor que está sumariado por maltrato, vinculado con género también, pero maltrato (Fabiana, docente, Instituto 1).

En el marco de la nueva condición social moderna que reseñamos en la introducción del libro, los individuos crecientemente construyen sus sentidos y valoraciones de lo social y lo público de formas singularizadas, a través de sus sentimientos y sensibilidades personales (Martuccelli, 2017). Por ende, tal como surge de las experiencias y reflexiones de las/os estudiantes y trabajadoras/es entrevistadas/os, las percepciones y demandas en torno a las (des)igualdades son inescindibles de las luchas y búsquedas de formas de trato basadas en el reconocimiento de las diferencias, especialmente en espacios públicos estatales como los construidos y defendidos en estas instituciones (De Sousa Santos, 2009; Rosanvallon, 2012; Dubet, 2017).

Defender lo público, defender la autonomía

En relación con la segunda concepción de lo público, tal como indicamos arriba, el concepto de justicia se encuentra fuertemente asociado en estas instituciones a la respuesta frente a las desiguales condiciones de las/os estudiantes. En la etapa anterior de nuestra investigación, también identificamos esta centralidad del otro vulnerable –especialmente jóvenes de sectores populares– en las narrativas identitarias y en los abordajes de diversas organizaciones sociales, lo que las lleva en muchos casos a denunciar o diferenciarse de las prácticas, abusos o exclusiones de las instituciones –generalmente estatales– que denominan como “tradicionales” (Arias y Di Leo, 2020). En cambio, estas significaciones e identificaciones son diferentes para estudiantes y trabajadoras/es como las/os aquí entrevistadas/os, cuando las piensan y actúan desde lo público: aquí aparece con fuerza la lucha por su defensa, asociada a la defensa de la autonomía institucional.

El hito de la Universidad de Formación Docente de la CABA (UniCABA) (ver capítulo 6), mencionado por muchas/os estudiantes y trabajadoras/es entrevistadas/os, puede ser ejemplificador de esto[5]. Cuando se vislumbra la ofensiva contra los institutos, su defensa jerarquizó el valor de la historia, la identidad y la autonomía de estas instituciones. Lo público aparece puesto como valor en el conflicto frente a una medida –paradójicamente, gestada desde una política estatal– que es interpretada por estudiantes y trabajadoras/es como una amenaza a lo común:

A mí particularmente lo que me pasa con la UniCABA es que no hubo como un acercamiento a los terciarios a ver cómo estaban funcionando los profesorados. Es como que de repente dijeron: “Vamos a hacer esto, si les gusta no les gusta, allá ustedes”. El primer decreto que sacaron tenían 20 puntos como mucho de lo que iba a ser la UniCABA que es supuestamente una universidad, no se sabía qué tipo de validez iba a tener el título, como que había un montón de cosas sin explicación y de repente querían votar una ley, así. Esto no lo están haciendo bien, claramente no están siguiendo el procedimiento que tienen que seguir para realmente hacer algo que funcione y que sea bueno para todos. Aparte al principio no se sabía qué iba a pasar con los profesores, si iban a poder dar clase allá si hacían un curso, pero después decían que tenían que ser sí o sí universitarios. Entonces que los terciarios iban a estar al mismo tiempo que la universidad y entonces nosotros nos preguntábamos también qué iba a pasar con los profesores que están en terciarios, esto de la muerte lenta del terciario, porque la gente obviamente, la nueva gente que no supiera de la situación se iba a querer anotar en la universidad y no en el terciario (Débora, estudiante, Instituto 2).

Frente a esto, perder el acumulado, perder la historia y la autonomía aparece como un ataque a la educación pública. Si bien tanto docentes como estudiantes son sumamente críticas/os de la forma de sus instituciones y de muchas de sus dinámicas (ver capítulos 7 y 8), defienden fuertemente los elementos vinculados con su historia e incluso con la idea de tradición cuando advierten que se ponen en riesgo. Como desarrollamos arriba, en las narrativas institucionales de las personas entrevistadas hay una fuerte articulación entre los procesos de identificación individual y colectiva en torno a un nosotros. En ese marco, puede entenderse que, ante los ataques y amenazas gubernamentales a sus identidades y autonomías, los sujetos en estas instituciones refuerzan y defienden sus símbolos, sus hitos históricos compartidos, sus reflexividades territoriales (ver capítulo 9), sus solidaridades y lazos intersubjetivos, fortaleciendo un sentido mítico-político compartido de comunidad, que

[…] representa el tipo de mundo al que, por desgracia, no podemos acceder, pero que deseamos con todas nuestras fuerzas habitar y del que esperamos volver a tomar posesión. Raymond Williams, el minucioso analista de nuestra condición común, observó cáusticamente que lo notable de la comunidad es que es algo que “siempre ha sido”. Podríamos añadir: “O siempre existirá en el futuro”. El de “comunidad” es hoy otro nombre para referirse al paraíso perdido al que deseamos con todas nuestras fuerzas volver, por lo que buscamos febrilmente los caminos que puedan llevarnos allí (Bauman, 2003, p. 9).

En Argentina y otros países latinoamericanos existe una tradición política que piensa y construye –en parte como realidad, en parte como utopía– lo público, lo estatal, articulando dimensiones que para las tradiciones políticas, filosóficas y sociológicas europeas parecen irreconciliables: lo individual y lo comunitario. En esta línea, al finalizar su discurso en la sesión de clausura del Congreso de Filosofía de Mendoza de 1949 –luego conocido como La comunidad organizada–, Juan Domingo Perón (2016) dialoga con la filosofía del Estado ético hegeliano y propone:

Lo que nuestra filosofía intenta restablecer al emplear el término armonía es, cabalmente, el sentido de plenitud de la existencia. Al principio hegeliano de realización del yo en el nosotros, apuntamos la necesidad de que ese “nosotros” se realice y perfeccione por el yo. […] Esta comunidad que persigue fines espirituales y materiales, que tiende a superarse, que anhela mejorar y ser más justa, más buena y más feliz, en la que el individuo pueda realizarse y realizarla simultáneamente, dará al hombre futuro la bienvenida desde su alta torre con la noble convicción de Spinoza: “Sentimos, experimentamos que somos eternos” (p. 159).

Otro de los escenarios principales en el que se disputan la identidad y la autonomía en torno a lo público en estas instituciones es la cuestión de la infraestructura y lo edilicio. Por un lado, la falta de inversión pública se traduce en los visibles deterioros de muchas de sus instalaciones, a la vez que los avances edilicios, los recursos materiales y las nuevas construcciones se presentan como resultado de luchas reivindicativas de las comunidades educativas:

Si a cada profe nuevo que venía yo le tenía que explicar esto: “Mira, vos quizás venís suponiendo que vas a encontrar agua en el baño, que vas a encontrar pizarrón, no, eso hay que lograrlo”. Y esto a todo, a los chicos también. El primer día de clases les explicaba. Uno supone que cuando se inscribe en un lugar tiene que haber bancos adentro del aula para que yo me siente, bueno, no es así. Bueno, siempre los machacaba y se instaló esto como objetivo, como desafío de toda la comunidad hacer la escuela y de esa manera fueron entendiendo (Pablo, directivo, Instituto 3).

En otros estudios sobre participación política de estudiantes en escuelas secundarias públicas en Argentina también se identifica a las demandas por mejoras en las condiciones edilicias como una de las principales banderas que, sobre todo desde comienzos del siglo XXI, articulan y movilizan a estudiantes de todo el país –cortando calles, organizando marchas, sentadas y tomas de escuelas, elevando petitorios a los gobiernos de cada jurisdicción– en defensa de la educación pública (Núñez, 2013; Núñez y Litichever, 2015). Consideramos que estas luchas por los recursos y la infraestructura, encabezadas por estudiantes y trabajadoras/es de instituciones educativas públicas de diversos niveles en heterogéneos contextos territoriales y socioeconómicos, se enmarcan en un proceso de resignificación teórico-política del Estado en nuestra región. Como sintetiza Eduardo Rinesi (2015), luego de décadas de gobiernos neoliberales aprendimos que fuera y lejos del Estado, de lo público, nos espera un mundo profundamente desigual y despiadado, gobernado por las leyes del mercado. Por ende, los individuos, los movimientos sociales e incluso las propias instituciones públicas demandan y luchan frente a distintos niveles de gestión estatal por “un Estado mejor, más justo, más orientado al servicio de los intereses populares y, para eso, para garantizarnos todo eso, más democrático” (p. 113).

A modo de cierre y de apertura de nuevos interrogantes

A partir de nuestro análisis de las narraciones, prácticas, experiencias y reflexiones de estudiantes y trabajadoras/es en diversas instituciones de educación superior no universitaria de gestión estatal, que trabajan con públicos heterogéneos y se encuentran ancladas en distintos territorios del AMBA, identificamos –y sintetizamos en la Tabla 1– tres grandes gramáticas[6] mediante las cuales se (re)construyen cotidianamente, a sí mismas y a sus actores, en una permanente tensión entre desinstitucionalización y reinstitucionalización, entre singularidades y vida en común:

Tabla 1. Gramáticas institucionales en educación superior no universitaria

Gramáticas
institucionales

Singularidades

Vida en común

Las identidades / alteridades-Giros biográficos: ser alguien distinta/o.
-Transformarse a sí mismas/os y a las/os otras/os.
-Los grupos, los otros, como soportes que sostienen los vínculos y trayectorias institucionales.
-El nosotros como un tercero instituyente.
Las (in)justicias-Injusticias y maltratos personales.
-Justicia singularizada y dinámica.
-Construir sujetos de derecho en instituciones y relaciones pedagógicas.
-Justicia social: mediaciones materiales, interpersonales e institucionales.
Lo público-Politización del trato personal: condición de accesibilidad.
-Luchas por lo público desde las autonomías institucionales.
-Sentido mítico-político de comunidad: realización del yo y del nosotros.
-Luchas por recursos e infraestructura: por un Estado mejor y más justo.

Fuente: elaboración propia.

La gramática de las identidades/alteridades ocupa un lugar central en los modos en que las/os estudiantes y trabajadoras/es se presentan a sí mismas/os y narran sus experiencias, prácticas y proyectos en estas instituciones. Si bien ya no esperan ni buscan construir sujetos “normales” (como buscaba el clásico programa institucional, al menos en su versión europea), siguen trabajando sobre sí mismos para transformarse –redefiniendo los marcos referenciales, lo que vale la pena hacer y vivir– y sobre los otros, para transformarlos en individuos conscientes, críticos, libres, autónomos, en sujetos de derecho singulares. Los grupos de compañeras/os, colegas, docentes se constituyen en soportes fundamentales para sostener las trayectorias, las identidades y los trabajos personales e institucionales. Aquí emerge un nosotros –no exento de diferencias y conflictos–, con mayor o menor grado de estabilidad, que funciona como un tercero instituyente que, simultáneamente, media en las relaciones yo-tú y hace posible la continuidad de las prácticas cotidianas aun en condiciones muy difíciles, “remando en dulce de leche”.

En las narrativas personales e institucionales también encontramos –en articulación o en tensión con la anterior– una gramática de las (in)justicias, de las (des)igualdades. Esta se configura de maneras singularizadas, como un derecho a ser diferente, tanto en las denuncias de situaciones de maltrato o falta de respeto personal como en las sensibilidades, las reflexividades y los arduos trabajos cotidianos mediante los cuales los agentes determinan, en cada caso, qué es lo justo o lo injusto. También se presenta como un núcleo simbólico que da sentido, orienta los proyectos y prácticas profesionales e institucionales, personales y colectivos: transformar a los otros –tanto la/os estudiantes actuales como las/os futuras/os– en sujetos que puedan acceder y ejercer plenamente sus derechos, principalmente a la educación. Para concretar este objetivo, se necesitan no solo prácticas y relaciones pedagógicas reflexivas, críticas y virtuosas, sino, fundamentalmente, mediaciones institucionales, edificios, recursos humanos y materiales que el Estado debe asegurar y ampliar para que cada niña/o, adolescente, joven (especialmente de sectores populares) pueda realizar libremente todas sus capacidades y proyectos.

Atravesando las dos narrativas anteriores, se manifiesta con fuerza en estas instituciones una tercera gramática, centrada en lo público. Sin embargo, en lugar de subordinarse a definiciones o valores abstractos y universales, como los que estructuraban al programa institucional clásico en su versión europea (república, nación, ciudadanía, etc.), esta gramática se compone de sentidos, prácticas, demandas y luchas individuales y colectivas atravesadas por conexiones –y, en ocasiones, tensiones– entre las singularidades y la vida en común, entre el yo y el nosotros. Por un lado, los individuos demandan en sus interacciones cotidianas el buen trato de las/os otros, politizándolo y erigiéndolo en una de las principales condiciones de la accesibilidad y la igualdad en estos espacios públicos. Por otro lado, las/os estudiantes y trabajadoras/es de estos institutos se organizan, ponen el cuerpo en las calles, manifiestan sus voces en escenarios presenciales y virtuales para defender las autonomías, las identidades, las historias, los edificios, los proyectos, los presupuestos, los recursos humanos y materiales de sus instituciones, frente a diversos ataques generados –paradojalmente–desde gobiernos neoliberales. En estas demandas y luchas se construyen y refuerzan ideas y sentimientos mítico-políticos de comunidad, que remiten a concepciones de lo público y lo estatal arraigadas en tradiciones políticas populares en nuestro país: la imaginación y la construcción de un Estado mejor y más justo, más democrático, que garantice las condiciones para la realización simultánea del individuo y de la comunidad.

Las instituciones son opacas. Aun cuando aparecen alejadas de sus lugares sagrados, desnaturalizadas, siguen teniendo un lugar relevante en la construcción de identidades y de prácticas. ¿Dónde se encuentra hoy lo opaco, lo no fácilmente perceptible de estas? La vivencia de la excepcionalidad quizá sea un lugar en el que explorar aquella forma de normalización, de ser institución, que se encuentra negada. Esta excepcionalidad hoy aparece como norma en varios niveles: en el destinatario de la acción, siempre como un otro del destinatario “natural”; frente a la singularización de las normas, de lo justo; frente a las dinámicas institucionales, que se viven y defienden como distintas a las comunes; frente a la propia identificación de sus estudiantes (presentes y futuros) y trabajadoras/es como personas diferentes a los individuos del resto de la sociedad.

La mirada desangelada de lo institucional coloca también en el “sistema” institucional las constricciones y en el lado del funcionamiento de los agentes, las virtudes. Estas cuestiones atraviesan los análisis de las/os investigadoras/es de este equipo. La relación entre lo individual y lo colectivo tiene aquí un límite concreto que, en algún punto, resiente la construcción de lo público o, por lo menos, no permite su jerarquización. Si lo público es lo común y la experiencia de construcción de lo institucional se vive como tan extraordinaria, tan personal, tan singular, ¿cómo impacta en la construcción de lo público y lo estatal como garante de derechos universales? Quizá una de las posibles respuestas a esta pregunta resida en la posibilidad de la singularización de la intervención para todas y todas. Estos espacios institucionales se encuentran ensayando formas incompletas, pero también posibles, de este movimiento: una intervención pública con una sensibilidad que posibilita singularizar lo común.

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  1. Para una descripción de la estrategia metodológica y una breve caracterización de los institutos en los que realizamos el trabajo de campo y las personas incluidas en la muestra, ver el capítulo 5. Para más información y contextualización histórica y política de este tipo de instituciones educativas, ver el capítulo 6 y Birgin (2019).
  2. Dubet (2006) entiende el programa institucional como un dispositivo simbólico y práctico, respetado y defendido por aquellas personas que se encargan de su puesta en práctica. Desarrolla, para definirlo como tipo ideal, tres características relativamente estables: un conjunto de valores y principios sagrados; el trabajo sobre los otros como vocación; la socialización y la subjetivación de individuos como parte de este trabajo.
  3. Para resguardar la confidencialidad y el anonimato de las personas e instituciones, reemplazamos todos los nombres por pseudónimos. Para más datos, ver el capítulo 5.
  4. Aquí Nussbaum (2012) retoma a Amartya Sen (2000), quien recurre, para actualizar y ampliar el concepto de justicia social, a dos dimensiones del bienestar íntimamente ligadas entre sí: los funcionamientos y las capacidades. Los primeros hacen referencia al conjunto de estados y actividades que permiten a un individuo o familia organizar su vida de la mejor manera posible. Pueden abarcar desde cosas tan elementales como estar suficientemente alimentado, tener buena salud y una buena educación hasta realizaciones más complejas como el ser feliz, tener dignidad, participar en la vida política de la comunidad. Las capacidades son “las diversas combinaciones de funcionamientos que (una persona) puede conseguir” (Sen, 2000, p. 99). Es decir, la mayor o menor amplitud de la capacidad de un individuo o una familia refleja el mayor o menor grado de libertad que tienen para elegir entre diversos estilos o trayectorias de vida. La capacidad para alcanzar funcionamientos (es decir, todas las combinaciones alternativas de funcionamientos que una persona puede elegir) constituye la libertad de esos sujetos, sus oportunidades reales para obtener bien-estar.
  5. Como contextualiza histórica y políticamente Alejandra Birgin (2019), la tensión entre la Universidad y el “normalismo” de los institutos de educación superior (IES) está presente desde los inicios del sistema educativo en Argentina, alrededor de cuatro grandes disputas: a) por el formato institucional de la formación docente –tendencia disciplinar de la universidades frente al mayor énfasis pedagógico de los IES–; b) por lo pedagógico –qué modelos de docente y de saberes se proponen–; c) por el gobierno –los IES dependen de cada jurisdicción, mientras que las universidades son autónomas y dependen del Estado nacional–; y d) por lo territorial –los IES tienen una mayor llegada territorial y a las escuelas (de lo cual, en general, carecen las universidades). Sin embargo, el proyecto de la UniCABA debe enmarcarse en el gobierno de la Alianza Cambiemos que, tanto en la CABA como a nivel nacional (2016-2019), desarrolló un ataque frontal hacia las/os trabajadoras/es docentes y, en especial, hacia sus sindicatos, señalados como la resistencia frente al cambio (Vassiliades, 2020). Un brutal ejemplo de esta ofensiva se produjo en 2017, cuando dicho gobierno reprimió a las/os docentes de la Confederación de Trabajadores de la Educación de la República Argentina (CTERA) que intentaban instalar una escuela itinerante frente al Congreso Nacional “para visibilizar sus reclamos: que se cumpla con la paritaria nacional docente y que se discuta una nueva ley de financiamiento educativo” (Feldfeber, 2019, pp. 29-30).
  6. Retomamos este término del ya clásico libro de Martuccelli (2007), aunque lo aplicamos a fenómenos institucionales no abordados en ese trabajo.


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