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1 El contexto del estudio

De la expansión neodesarrollista al estancamiento económico. Patrones de crecimiento y política social durante la posconvertibilidad

Introducción

El propósito de este capítulo es presentar las principales coordenadas históricas en el contexto de las cuales estudiamos la reproducción económica de los hogares. Por las características de nuestro objeto de estudio, describimos aquí los rasgos más sustantivos del patrón de crecimiento económico junto con las modalidades predominantes de intervención social del Estado durante el ciclo de políticas heterodoxas en la Argentina.

Así como el programa político-económico implementado en los noventa expresó un caso nacional de la aplicación de medidas neoliberales a escala latinoamericana, la posconvertibilidad se encuadra dentro de la nueva coyuntura internacional y regional iniciada en los años 2000. En materia económica, el ciclo regional reciente estuvo sustentado por el aprovechamiento de las ventajas naturales, la capacidad exportadora y la mejora de los términos de intercambio. En su dimensión sociopolítica, se caracterizó por una mayor presencia estatal en términos distributivos. De este modo, en algunos países latinoamericanos las crisis de fin de siglo propiciaron la implementación –con notables diferencias nacionales– de medidas de política económica de orientación neodesarrollista y una renovada intervención social y laboral[1].

A su vez, el ciclo posconvertibilidad se inscribe en una línea de larga duración de la historia argentina reciente. No podría comprenderse al margen de las transformaciones estructurales ocurridas desde los setenta (y profundizadas en los noventa) en el régimen social de acumulación ni de los efectos de la crisis político-institucional que caracterizó a los años finales del régimen de convertibilidad. Por lo tanto, el “giro” advertido en los años 2000 fue resultado de la crisis en un doble sentido: producto de las posibilidades ofrecidas por el patrón de acumulación neoliberal y respuesta político-económica a la crisis. Esta lectura ofrece algunas claves sobre las especificidades históricas del ciclo pero también sobre los elementos estructurales que lo sustentaron y, eventualmente, limitaron.

El capítulo se divide en dos secciones. En la primera, examinamos algunos antecedentes y repasamos la crisis del régimen neoliberal. En la argumentación, son claves las transformaciones del régimen social de acumulación argentino a partir de mediados de los setenta. En particular, consideramos la configuración del mercado de trabajo, la estructura social y los cambios en el patrón de intervención redistributiva estatal. En la segunda sección ofrecemos una caracterización global de la posconvertibilidad, sus principales vectores político-económicos y presentamos la periodización que empleamos a lo largo de la investigación. Con el objetivo de brindar herramientas analíticas para estudiar las capacidades de reproducción de los hogares, ofrecemos los principales rasgos de los dos determinantes inmediatos de tales capacidades: por un lado, el funcionamiento del mercado de trabajo y la política laboral (que remiten al ámbito de la “distribución primaria” del ingreso) y, por otro lado, la intervención estatal en materia de políticas sociales redistributivas (que apuntan a la “distribución secundaria” del ingreso)[2].

1.1. Reformas estructurales y mutaciones del régimen de acumulación argentino en el contexto de la globalización

Como en otros países periféricos, en la Argentina la crisis del treinta estimuló un proceso de industrialización por sustitución de importaciones (ISI). Hasta los cincuenta, la literatura reconoce una primera fase de sustitución “liviana” de bienes de consumo, a la que le sucedió una segunda etapa de sustitución de bienes intermedios que complejizó el entramado productivo (Canitrot, 1983; Mallon y Sourrouille, 1976). La coexistencia de un sector agropecuario con capacidad de generar divisas a partir de exportaciones y de un sector industrial sin suficiente competitividad para exportar, pero altamente demandante de divisas, configuró la “estructura productiva desequilibrada” argentina (Diamand, 1972). Así, el patrón de crecimiento se caracterizó por su inestabilidad y por los recurrentes “estrangulamientos externos”, dando lugar a ciclos de tipo stop and go (Basualdo, 2010; Braun y Joy, 1968; Gerchunoff y Llach, 2008).

No obstante, es una idea aceptada que, hasta mediados de los setenta, la sociedad argentina había alcanzado –al menos en comparación con el resto de América Latina– una significativa modernización económica y amplios procesos de integración y movilidad social. El modelo de industrialización sustitutiva de importaciones (ISI) fue capaz de generar una situación próxima al pleno empleo urbano (Llach, 1978; Marshall, 1978), una baja dispersión de las remuneraciones entre los trabajadores (Cimillo, 2000) y una participación incremental de los asalariados en la distribución funcional del ingreso (Kennedy, 2012), así como una heterogeneidad estructural “moderada” en relación con otros países de la región (Di Filippo y Jadue, 1976; Pinto, 1976).

En paralelo, desde mediados de siglo se había configurado en la Argentina la versión local del “Estado social”. El sistema de jubilaciones y pensiones fue uno de sus principales componentes; de allí que el modelo predominante de protección se basara en la regulación estatal de las relaciones laborales y en la expansión del mercado asalariado formal (Cortés y Marshall, 1991; Danani, 2005; Falappa y Andrenacci, 2008; Soldano y Andrenacci, 2005)[3]. Otro pilar redistributivo fue la expansión del sistema de “asignaciones familiares”, una suma de dinero por cada menor de edad a cargo del trabajador[4]. Finalmente, durante esta etapa también se consolidaron amplias prestaciones en materia de educación y vivienda, y más segmentadas en el campo de la salud (Cortés y Marshall, 1991). Este modelo de bienestar mantuvo un componente “asistencial” reducido, dirigido a quienes no accedían al mercado de trabajo formal (Soldano y Andrenacci, 2005). Por ello, fue descripto como un caso paradigmático de la “universalización estratificada” de los regímenes de bienestar, estructurados en torno a la capacidad contributiva individual y con una impronta corporativa (Barba-Solano, 2007; Mesa-Lago, 1998).

La articulación de procesos globales –en especial, la crisis internacional de mediados de los setenta y la contracción de los precios de las exportaciones– y nacionales –en particular, el creciente conflicto social–, indujo una ruptura con respecto al patrón precedente. En este sentido, el programa político-económico de la dictadura cívico-militar encarnó la primera tentativa de redefinir el funcionamiento del capitalismo argentino en sintonía con la nueva ola de “neoliberalización” a escala global (Harvey, 2007)[5].

En primer lugar, el congelamiento salarial y la liberación de precios produjeron una fuerte traslación de ingresos desde los trabajadores hacia las empresas (Basualdo, 2010). En segundo lugar, el cambio en las regulaciones del comercio exterior implicó el progresivo pasaje a una economía “abierta” (Azpiazu, Basualdo y Khavisse, 2004). En tercer lugar, la “reforma financiera” de mediados de 1977 interrumpió el ciclo de financiamiento industrial a partir de la tasa de interés real negativa que había primado en la posguerra (Canitrot, 1983; Iñigo Carrera, 2007). Este programa se complementó con la apertura comercial, a partir de 1978, cuyo propósito era hacer converger los precios internos con la inflación internacional.

Gráfico 1.1. Tasa de variación del Producto Interno Bruto (PIB). Argentina, 1974-2014 (variación porcentual promedio anual).

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Fuente: elaboración propia a partir de INDEC (año base 2004 y revisión 2016).

Estas reformas provocaron una reconversión industrial y un aumento del endeudamiento externo (Schvarzer y Tavonanska, 2008). A partir de entonces, la insuficiencia de divisas para solventar el pago de los compromisos externos condicionó el funcionamiento macroeconómico[6]. Durante los ochenta, el volumen de la deuda, la alta inflación y el déficit fiscal limitaron los alcances de los sucesivos programas de estabilización[7]. Entre mediados de los setenta y fines de los ochenta, el carácter errático del crecimiento del Producto Interno Bruto (PIB), que había prevalecido en la Argentina desde la posguerra, se volvió declinante y primaron las tendencias al estancamiento (Gráfico 1.1). En una economía mundial cada vez más globalizada al ritmo de la expansión del capital financiero y la nueva división internacional del trabajo, la Argentina enfrentaba los límites de su modelo industrial sustitutivo y no lograba financiar su reconversión (Neffa, 1998)[8].

Fue en este marco que la hiperinflación de finales de los ochenta viabilizó la implementación de un amplio conjunto de medidas que terminaron de reconfigurar el régimen social de acumulación (Bonnet, 2007; Cantamutto y Wainer, 2013; Piva, 2015). Se abrieron paso las reformas estructurales de inspiración neoliberal inscriptas en los requerimientos del “Consenso de Washington”[9]. En primer lugar, se iniciaron las privatizaciones de empresas públicas, las cuales abrieron una plataforma para las inversiones extranjeras y el gran capital concentrado local. En segundo lugar, se redujeron los regímenes de promoción industrial, se terminaron las preferencias en las compras estatales hacia las empresas locales y se redujo el empleo público. Estas reformas implicaron un ajuste drástico de lo que aún quedaba del modelo ISI; sin embargo, no lograron iniciar un nuevo ciclo de crecimiento ni doblegar la inflación (Cantamutto y Wainer, 2013; Gaggero, Schorr y Wainer, 2014). De allí que se apelara a una medida más drástica: un régimen de paridad cambiaria fija con el dólar y un esquema de caja de conversión –conocido como “plan de convertibilidad”–, por medio del cual el Estado estaba impedido de ampliar la base monetaria sin respaldo en reservas internacionales (Gerchunoff y Llach, 2008). La apertura comercial y el tipo de cambio fijo debían disciplinar los precios internos al hacerlos converger con la inflación estadounidense.

El régimen macroeconómico fue exitoso en sus metas de corto plazo. Indujo un ciclo de crecimiento del PIB (Gráfico 1.1), un aumento de la inversión y un cambio técnico que “modernizó” parcialmente al capitalismo argentino (Piva, 2015). Sin embargo, tuvo consecuencias relevantes. En términos generales, penalizaba a los sectores productores de bienes transables y beneficiaba al sector de servicios (Fernández Bugna y Porta, 2008). Por ello, una parte de las empresas no pudo enfrentar el patrón de economía abierta, lo que implicó quiebras y centralización de capitales (Salvia, 2012); mientras que las que se adaptaron a la situación apelaron a estrategias de mayor explotación laboral (Piva, 2015). Ello favoreció la consolidación de tres rasgos centrales de la dinámica laboral: en primer lugar, una baja elasticidad empleo-producto, que se plasmó –aun en contextos de crecimiento económico– en el incremento de la subutilización global de fuerza de trabajo (Beccaria y Maurizio, 2012; Groisman, 2013); en segundo lugar, un sesgo de la demanda laboral hacia trabajadores altamente calificados, lo que estimuló el incremento de sus ingresos, favoreció la desigualdad y profundizó la heterogeneidad estructural, es decir, las brechas de ingresos asociadas a diferenciales de productividad (Salvia, 2012); en tercer lugar, un crecimiento del segmento secundario y marginal del empleo (Poy, 2017a, 2017b; Salvia, 2012). Esta dinámica impactó en las condiciones de vida de los hogares a través de un aumento de la pobreza y la indigencia (Beccaria y Groisman, 2009; Salvia, 2012).

A su vez, el régimen macroeconómico era vulnerable desde el punto de vista externo. En tanto no hubiera un salto de productividad o de la capacidad exportadora de la economía, el modelo seguiría dependiendo de la entrada de capitales que compensaran el déficit generado por la apreciación cambiaria (Cantamutto y Wainer, 2013; Gaggero, Schorr y Wainer, 2014). En 1995, luego de la crisis mexicana, la economía argentina entró en un ciclo recesivo que impactó sobre las condiciones de vida de la población. Si bien esta coyuntura se atravesó gracias a una nueva ola de financiamiento externo, una segunda fase de crisis en los países “emergentes” llevó a una nueva recesión a partir de 1998, de la que el modelo de caja de conversión ya no consiguió salir.

Las reformas estructurales de los noventa supusieron, además de un importante cambio macroeconómico, una transformación del modelo de intervención social que algunos autores caracterizaron como el pasaje hacia un Estado “subsidiario”, “neoclásico” o “neoliberal asistencialista” (Belmartino, 2010; Grassi, Hintze y Neufeld, 1994; Soldano y Andrenacci, 2005). Estos cambios pueden agruparse en tres niveles. En primer lugar, la fragmentación del sistema previsional a partir de la generación de un sistema privado de capitalización que se instaló junto con el clásico sistema público de reparto (Curcio y Beccaria, 2011). Durante toda la década del noventa, tuvo lugar una sistemática reducción de la cobertura previsional de la población mayor de 65 años y un deterioro de la prestación estatal (Arza, 2010)[10]. En segundo lugar, en el contexto de un aumento del empleo no registrado, el sistema de asignaciones familiares fue perdiendo cobertura y capacidad de protección[11]. En tercer lugar, ante el incremento de la desocupación abierta, se consolidaron los programas de “lucha contra la pobreza”. Durante los años noventa, la mayoría de estos programas fueron de tipo workfare, es decir, asociados a la activación laboral (Cruces et al., 2008; Salvia, Poy y Vera, 2016)[12].

De esta manera, el nuevo esquema macroeconómico impactó en la dinámica ocupacional y la intervención social del Estado acompañó un proceso socialmente regresivo. La política laboral estimuló la flexibilización de las relaciones laborales y el deterioro de los ingresos; la política social profundizó la estratificación prevaleciente, en tanto la cobertura asistencial cobró un renovado papel. Ello estuvo acompañado por una profundización de los mecanismos de coerción a medida que el deterioro socioeconómico alimentaba el conflicto social (Piva, 2015). En este marco, la recesión iniciada en 1998 y la negativa de los organismos internacionales a seguir brindando financiamiento (Gerchunoff y Llach, 2008) forzaron el abandono del régimen convertible en el contexto de la mayor crisis político-económica de la historia argentina contemporánea[13].

1.2. Cambio y persistencia durante la posconvertibilidad: reglas macroeconómicas, mercado laboral e intervención social del Estado

Durante los noventa se consolidaron tres rasgos relevantes del nuevo régimen de acumulación más concentrado y globalizado que se abrió tras la crisis de la ISI. Estos rasgos desempeñarían un papel relevante tras la salida de la convertibilidad al sustentar, pero también limitar, el nuevo ciclo de acumulación de capital.

En primer lugar, la irrupción de transformaciones productivas en el sector agropecuario –mediante la incorporación de nuevas tecnologías, modelos de gestión y de producción– cambió la fisonomía y la composición socioeconómica del sector rural (Giarracca y Teubal, 2010; Kulfas, 2016). Ello se inscribió en la profundización del “extractivismo”[14], asociado a una mayor dependencia del capitalismo argentino con respecto a la apropiación de renta agraria, pesquera, minera e hidrocarburífera (Kennedy, 2015; Svampa y Viale, 2014). Durante los años 2000, estos procesos favorecieron el aprovechamiento de las condiciones externas, en especial, el boom de los commodities.

En segundo lugar, se acentuó “…un perfil de especialización productiva basado en la provisión de recursos naturales y/o la exportación de commodities fabriles (…) en detrimento de la producción de manufacturas con mayor valor agregado y contenido tecnológico” (Gaggero, Schorr y Wainer, 2014: 62). Este proceso estuvo ligado a la profundización de la extranjerización y la concentración del capital. A su vez, implicó una acentuada desindustrialización (entendida como la pérdida de relevancia del sector industrial en el PIB) y la consolidación de una matriz productiva con bajo grado de diversificación. Este perfil intensificó la heterogeneidad estructural del sistema económico y redundó en una débil absorción de fuerza laboral por parte de los estratos más productivos del sistema económico (Castells y Schorr, 2015; Chena, 2010; Infante y Gerstenfeld, 2013; Lavopa, 2008; Salvia, 2012; Wainer y Schorr, 2014a). Durante la posconvertibilidad, estos procesos condicionaron el patrón de crecimiento, al limitar el cambio estructural y propiciar la reaparición de la restricción externa.

Gráfico 1.2. Evolución del salario real promedio y de la incidencia de la pobreza(a). Argentina, 1974-2014 (en base 1970=100 y en porcentaje de personas).

Nota: (a) se presentan dos series de incidencia de la pobreza: la primera, para el Área Gran Buenos Aires y la segunda para el total de aglomerados relevados por la Encuesta Permanente de Hogares.

Fuentes: (a) salario real: Jaccoud et al. (2015) / (b) Tasa de pobreza: para el Área Gran Buenos Aires, entre 1974 y 2006, se reportan datos oficiales del INDEC. Entre el 2003 y el 2014, la serie fue construida a partir de datos de CIFRA (2015) aplicando un coeficiente de empalme para obtener datos del Gran Buenos Aires. Para el total de aglomerados urbanos, entre 2003 y 2006 se reportan datos oficiales del INDEC. Entre el 2003 y el 2014, los datos provienen de CIFRA (2015).

En tercer lugar, durante los noventa se consolidó un patrón de mayor explotación de la fuerza de trabajo y una distribución funcional del ingreso más regresiva que la verificada hasta mediados de los setenta (Águila y Kennedy, 2015; Féliz, 2015; Lindenboim, Graña y Kennedy, 2010). Tal patrón quedó expresado en un incremento de la precarización laboral, la consolidación de niveles salariales históricamente bajos y mayores niveles de empobrecimiento (Gráfico 1.2). Durante los primeros años de la posconvertibilidad, el bajo nivel salarial fue un componente clave que apuntaló el proceso de crecimiento. En contrapartida, favoreció estrategias de acumulación “trabajo-intensivas” (Lo Vuolo, 2009) que limitaron los incrementos de la productividad global de la economía argentina[15].

Ahora bien, un rasgo característico de la posconvertibilidad fue la aplicación de una serie de políticas heterodoxas[16] que contrastaron con las implementadas en los noventa. Coincidimos con Piva (2015: 67) en que esta reorientación no puede entenderse como un fenómeno exclusivamente económico, sino que debe interpretarse como parte de “… una estrategia general de reconstrucción y reproducción del poder político”, que implicó acentuar la dimensión consensual (y no ya la coercitiva) de la intervención del Estado tras la crisis. Ello se plasmó en diferentes esferas de la intervención estatal, principalmente en la política laboral y en la política social.

Este conjunto de intervenciones puede inscribirse en el ideario neodesarrollista (Bresser-Pereira, 2017; FGV, 2010). El neodesarrollismo se articula con los supuestos teóricos del neoestructuralismo[17]. Desde esta perspectiva, el Estado debe focalizarse menos en la redistribución del ingreso y más en la promoción de industrias básicas, de un “núcleo endógeno” de innovación y en el eslabonamiento de grandes empresas con pequeñas y medianas para incrementar globalmente la competitividad (Fajnzylber, 1996 [1990]; Sunkel, 1991). A su vez, los países periféricos deben aprovechar sus ventajas comparativas y adecuar los patrones de consumo a los niveles de competitividad alcanzados[18]. Para el neoestructuralismo, el mercado mundial ofrece oportunidades que pueden aprovecharse mediante una “transformación productiva con equidad” (Fajnzylber, 1996 [1990]: 66). En el planteo neodesarrollista, las dos ventajas principales de los países periféricos son el bajo costo de la fuerza de trabajo y la disponibilidad de recursos naturales (Bresser-Pereira, 2017). En este punto, adquiere relevancia la intervención social del Estado: la promoción de la competitividad sistémica debe acompañarse de políticas de redistribución que garanticen la “cohesión social” en un contexto de cambio estructural (Fajnzylber, 1996 [1990]: 66).

Distintos elementos del planteo neodesarrollista adquirieron centralidad en la Argentina tras la crisis del régimen de convertibilidad. En esta investigación diferenciamos dos etapas del ciclo de políticas heterodoxas. Una primera fase, de “crecimiento posdevaluación” (2003-2008), se caracterizó por el crecimiento económico liderado por exportaciones, el bajo costo de la fuerza de trabajo y el uso de la capacidad instalada ociosa, en un contexto dominado por un tipo de cambio “alto”. Por consiguiente, resultaron cruciales tanto las condiciones coyunturales ofrecidas por la crisis del régimen de convertibilidad como las modificaciones estructurales ocurridas en las décadas previas. Esta primera fase se entronca directamente con los principales postulados neodesarrollistas referidos. Durante esta etapa, se consolidó un bloque político (sostenido en una convergencia de intereses) que permitió superar la crisis político-institucional a la que había conducido el régimen de convertibilidad.

Sin embargo, los principales pilares que vehiculizaron esa primera etapa comenzaron a agotarse hacia 2007-2008. La “bisagra” entre las fases reconocidas fue la crisis agropecuaria (2008) y la crisis mundial (2009), que bloquearon el estilo de crecimiento inicial. Así, identificamos una segunda etapa, que denominamos de “crisis, recuperación y estancamiento” (2008-2014). Este período estuvo caracterizado por crecientes obstáculos macroeconómicos y la emergencia de contradicciones del propio régimen de crecimiento neodesarrollista. La política económica se orientó a sostener el nivel de actividad, incentivar el consumo y limitar el alcance de los estrangulamientos externos. A su vez, la política social cobró una renovada centralidad en la agenda de intervención estatal, lo que puede comprenderse a la luz del carácter global del ciclo como proceso de recomposición político-institucional.

Cuadro 1.1. Principales indicadores económicos, sociales y distributivos de la posconvertibilidad. Argentina, 2003-2014.

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Fuentes: (a) elaboración propia con base en INDEC-MECON (año base 2004 y revisión 2016). Los datos de 2003 se obtuvieron por empalme con la serie de 1993. / (b) 2003-2006 INDEC-MECON / 2007-2014: IPC-GB. / (c) Manzanelli y Basualdo (2016) / (d) Oficina Nacional de Presupuesto-MECON. / (e) Banco Mundial (<http://datos.bancomundial.org>) / (f) CEPAL (<http://estadisticas.cepal.org>) / (g) elaboración propia a partir de EPH-INDEC. Excluye planes de empleo. / (h) Kennedy (2012, 2015). Para 2012-2014, empalme con CIFRA (2016) a partir de tasas de variación. / (i) CIFRA (2015: 3).

1.2.1. El ciclo de crecimiento posdevaluación (2003-2008)

El deterioro socioeconómico que caracterizó a los últimos años del régimen de convertibilidad condujo a niveles crecientes de conflicto social. Ello originó una contradicción cada vez más fuerte entre las necesidades de la acumulación y las de legitimación del sistema político-económico (Féliz, 2015; Féliz y López, 2012; López, 2015; Piva, 2015). La salida de la crisis “… requería recomponer las condiciones para la valorización del capital y, simultáneamente, canalizar y contener las demandas de las distintas fracciones subalternas” (López, 2015: 99-100)[19].

Mientras que el capital extranjero consolidado en el sector de servicios privatizados era partidario de avanzar hacia una “dolarización” como salida a la crisis, distintas fracciones del capital concentrado –con capacidad exportadora–, sectores industriales y el capital financiero local eran partidarios de la salida “devaluatoria”. Una parte del movimiento obrero apoyaba esta última variante, en tanto consideraba que permitiría una fase expansiva en materia de empleo (Basualdo, 2010; Cantamutto y Wainer, 2013). Así se conformó un nuevo “bloque” sociopolítico que apoyó la salida del modelo de convertibilidad, posibilitó la implementación de políticas de inspiración neodesarrollista y permitió la normalización institucional. En términos sociopolíticos, el nuevo consenso alentó un “modelo de crecimiento con inclusión social” en contraste con los noventa (Arroyo, 2004; Narodowski y Panigo, 2010).

La intensa crisis económica condujo a declarar el default de la deuda externa y, a comienzos del 2002, se llevó a cabo la salida del régimen de convertibilidad mediante una fuerte devaluación del tipo de cambio[20]. En lo inmediato, la nueva situación generó un colapso económico, caracterizado por la pérdida de empleos, ingresos y una aguda retracción del PIB (Gráfico 1.1). Sin embargo, a fines del 2002, los efectos más severos de esta crisis comenzaron a revertirse.

Las condiciones a través de las cuales se abandonó el régimen de convertibilidad originaron un nuevo ciclo de crecimiento económico. Al encarecer las importaciones, la devaluación favoreció al sector productor de bienes y estimuló una incipiente sustitución de importaciones en algunas ramas (Fernández Bugna y Porta, 2008; Schorr, 2012). De allí el papel relevante que desempeñó la industria y la producción de bienes en la recuperación económica (Manzanelli y Basualdo, 2016). Todo ello fue posible por la convergencia de dos circunstancias excepcionales. Por una parte, la crisis de finales de los noventa había dejado una significativa capacidad instalada ociosa (Féliz, 2013). Tal situación permitió una rápida recuperación del nivel de actividad ante la alteración del régimen macroeconómico. Por otra parte, la devaluación implicó una caída de los ingresos reales, en especial, de los asalariados: en mayo del 2003, el salario real alcanzó su nivel más bajo desde 1970 (Kennedy, 2012). A diferencia de lo ocurrido en los noventa, el abaratamiento relativo de la fuerza de trabajo viabilizó que la absorción de mano de obra en actividades trabajo-intensivas coexistiera con un aumento de la tasa de ganancia empresaria (CENDA, 2010).

Al mismo tiempo, la devaluación del tipo de cambio favoreció al sector exportador (Damill, Frenkel y Rapetti, 2015). También contribuyó una modificación del escenario global: la mayor demanda agroalimentaria de países asiáticos estimuló un alza de los precios de los commodities y permitió una modificación de los términos de intercambio (Manzanelli y Basualdo, 2016)[21]. Las transformaciones productivas del sector agroexportador que se habían extendido en los noventa permitieron aprovechar las nuevas condiciones externas (Kulfas, 2016). Al igual que en etapas expansivas previas de la historia económica, el flujo de renta agraria tuvo una injerencia clave en la dinámica de la acumulación (Jaccoud et al., 2015)[22].

El deterioro distributivo, así como los niveles de empobrecimiento y desocupación sin precedentes, limitaron los efectos inflacionarios de la devaluación (Beccaria y Maurizio, 2012). En el mismo sentido contribuyó la implementación de retenciones impositivas a las exportaciones, al desacoplar parcialmente los precios internos de los externos. Además, estos tributos ampliaron la base de recursos fiscales con los que contaba el Gobierno, que de esa manera consiguió equilibrar las cuentas públicas (Cuadro 1.1). A partir de entonces, con superávit fiscal y comercial, se encaró la reestructuración de la deuda externa en default (Damill, Frenkel y Rapetti, 2015).

Los distintos elementos mencionados configuraron el “ciclo de oro” de crecimiento posdevaluación. Entre el 2003 y el 2008, el PIB y el PIB per cápita se expandieron a tasas de 8,8% y 7,8% promedio por año, respectivamente. Las exportaciones mantuvieron una incidencia relevante durante todo el período y, junto con la inversión, dinamizaron el crecimiento del PIB (Manzanelli y Basualdo, 2016). A diferencia de los años de recesión de fines de los noventa, en esta etapa se expandió la demanda laboral, se recuperaron los ingresos reales, y se redujeron la pobreza y la indigencia (Cuadro 1.1 y Gráfico 1.2).

Gráfico 1.3. Tasas de actividad y de empleo(a). Total de aglomerados urbanos. Argentina, 2003-2014 (en porcentajes).

Nota: (a) excluye ocupados en planes de empleo.

Fuente: elaboración propia a partir de microdatos de la EPH-INDEC correspondientes a los cuartos trimestres de cada año.

La dinámica macroeconómica se plasmó en el funcionamiento del mercado laboral. En primer lugar, al inducir la sustitución de importaciones y abaratar el costo laboral, la devaluación propició una recuperación de la demanda de fuerza de trabajo. En este contexto, creció la tasa de empleo y se retrajeron las tasas de desocupación y subocupación horaria (Gráficos 1.3 y 1.4). En segundo lugar, esta demanda fue más intensa con respecto a trabajadores de calificación media y baja, en ramas como construcción, servicios y en algunas actividades manufactureras como las textiles (Beccaria y Maurizio, 2012). Ello habría favorecido una menor desigualdad en la estructura de remuneraciones (Gasparini, Cruces y Tornarolli, 2016; Salvia, Vera y Poy, 2015). En tercer lugar, un rasgo característico de esta fase fue la expansión del empleo asalariado registrado en la seguridad social (Beccaria y Maurizio, 2012; Novick, 2006; Palomino y Dalle, 2012; Poy, 2017a; Salvia, Vera y Poy, 2015) (Gráfico 1.5).

Gráfico 1.4. Tasas de desocupación y de subocupación horaria. Total de aglomerados urbanos. Argentina, 2003-2014 (en porcentajes).

Fuente: elaboración propia a partir de microdatos de la EPH-INDEC correspondientes a los cuartos trimestres de cada año.

Algunos investigadores señalan que estos cambios también se plasmaron en la estructura de clases sociales. Destacan una expansión de las posiciones de “clases medias” (Benza, 2016; Dalle, 2012; Dalle et al., 2015; Maceira, 2016) derivada de una mayor presencia de empleados administrativos y técnicos. Asimismo, señalan un cambio de composición en la clase trabajadora a partir de la expansión de más calificadas en detrimento de otras marginales (Benza, 2016; Dalle, 2012). Dalle (2012: 91) ha sintetizado estos cambios refiriéndose a la existencia de “indicios de recomposición social” durante la posconvertibilidad.

Ahora bien, aun cuando los cambios en el régimen macroeconómico favorecieron un rápido proceso de crecimiento (en especial, por el abaratamiento de fuerza de trabajo y el encarecimiento de las importaciones), no habrían bastado para propiciar un “cambio estructural” de la matriz productiva del capitalismo argentino. En efecto, durante el período, se consolidó el perfil de especialización basado en la exportación de commodities agroindustriales de bajo contenido tecnológico, en la explotación de recursos naturales y, en consecuencia, se mantuvo limitada la incidencia de la industria en el PIB (Gaggero, Schorr y Wainer, 2014; Kulfas, 2016). Ello no podría desligarse de la mayor extranjerización de la economía, con consecuencias sobre el estilo de crecimiento, las prioridades de inversión y la disponibilidad de divisas, dada la remisión de utilidades (Wainer y Schorr, 2014a, 2014b)[23]. Por su parte, la reactivación manufacturera, favorecida por el tipo de cambio alto, la capacidad ociosa y la reducción del costo laboral, se sustentó en una estructura modelada en los noventa (Castells y Schorr, 2015; Fernández Bugna y Porta, 2008; Wainer y Schorr, 2014a, 2014b). En este sentido, el bajo peso alcanzado por la inversión (Cuadro 1.1), la relevancia de estrategias de acumulación trabajo-intensivas, la escasa diversificación de la canasta exportadora y el débil cambio tecnológico en el segmento de pequeñas y medianas empresas serían factores que limitaron la transformación estructural del patrón de desarrollo argentino (Acosta, 2010; Bekerman y Vázquez, 2016; Féliz, 2015; Piva, 2015; Wainer y Schorr, 2014a). En otras palabras, serían factores del modelo de acumulación “que traban el desarrollo de las fuerzas productivas en el nivel nacional” (Wainer y Schorr, 2014a: 141).

Gráfico 1.5. Trabajadores asalariados registrados del sector privado. Argentina, 2003-2014(a) (miles de trabajadores y variación porcentual anual).

Nota: (a) corresponde a datos del segundo semestre de cada año.

Fuente: elaboración propia a partir de datos del Observatorio del Empleo y Dinámica Empresarial (OEDE), Ministerio de Trabajo, Empleo y Seguridad Social de la Nación (MTEYSS), con base en información del Sistema Integrado Previsional Argentino (SIPA).

Durante esta etapa de crecimiento posdevaluación, se registró una reorientación de la intervención social del Estado mediante políticas laborales y sociales, dirigida a la recomposición del orden sociopolítico que había entrado en crisis junto con el régimen de convertibilidad. La política laboral[24] se orientó a morigerar el “efecto potencialmente desestabilizador” de los niveles alcanzados por la precariedad laboral en los noventa (Féliz, 2015: 105). Con respecto a las políticas orientadas a promover el empleo registrado, Panigo y Neffa (2009: 28) destacan una confluencia de factores: la simplificación del registro de nuevos puestos de trabajo, la recomposición de la función de contralor por parte del Estado y una normativa especial dirigida a las pequeñas y medianas empresas[25]. Junto con el alto ritmo de crecimiento económico, estas medidas favorecieron la generación de empleo registrado en la seguridad social.

Gráfico 1.6. Evolución del salario mínimo, vital y móvil promedio anual. Argentina, 2003-2014 (en pesos corrientes y pesos del cuarto trimestre de 2016).

Fuente: elaboración propia a partir del Boletín Oficial de la República Argentina.

Con respecto a las políticas de ingresos, diferenciamos dos aristas. Por una parte, la Ley 25.877 implicó la reactivación de las negociaciones salariales colectivas sectoriales (Palomino y Trajtemberg, 2006). Estas iniciativas favorecieron la recomposición de ingresos de los trabajadores registrados durante la salida de la crisis y propiciaron una estructura de salarios más equitativa (Lanari, 2015). Por otra parte, uno de los principales mecanismos de intervención estatal sobre el mercado de trabajo remite al Salario Mínimo, Vital y Móvil (SMVM). La restauración del Consejo Nacional del Empleo, la Productividad y el Salario Mínimo, Vital y Móvil (Decreto N° 1095/04) implicó que, en los años posteriores, esta institución laboral pasase a definir anualmente la evolución del SMVM (Gráfico 1.6)[26].

Gráfico 1.7. Evolución del gasto público social consolidado (nivel nacional, provincial y municipal) y sus componentes. Argentina, 2003-2013 (en porcentaje del PIB).

Notas: (a) previsión social: incluye pensiones no contributivas / (b) programas de protección contra la pobreza: incluye programas de empleo y seguro de desempleo contributivo, promoción y asistencia directa. Se suma la proporción de AUH y AUE a partir de l informe de Lombardía y Domeniconi (2015: 18).

Fuente: elaboración propia en base a Secretaría de Política Económica y Planificación del Desarrollo, Ministerio de Economía de la Nación, Serie de Gasto Público Consolidado.

Finalmente, la política laboral también se orientó a la implementación de marcos regulatorios específicos para determinados grupos de trabajadores. Un aspecto relevante está asociado a los trabajadores de casas particulares. En noviembre del 2005, la Ley 26.063 instituyó la obligatoriedad de aplicación del régimen especial de seguridad social de los trabajadores del servicio doméstico. Ello permitió que las personas físicas pudieran deducir del impuesto a las ganancias un monto para la registración de trabajadores domésticos (Panigo y Neffa, 2009: 35).

Con respecto a la intervención social del Estado por medio de políticas sociales, en esta primera etapa de la posconvertibilidad el gasto público social permaneció estable como porcentaje del PIB (Gráfico 1.7). Sin embargo, en un contexto de significativa expansión, el gasto público social se incrementó sistemáticamente en términos reales durante todo el período (Gráfico 1.8).

Gráfico 1.8. Evolución del gasto público social consolidado (nivel nacional, provincial y municipal) y sus componentes. Argentina, 2003-2013 (en cientos de millones de pesos del 2004).

Notas: (a) previsión social: incluye pensiones no contributivas / (b) programas de protección contra la pobreza: incluye programas de empleo y seguro de desempleo contributivo, promoción y asistencia directa. Se suma la proporción de AUH y AUE a partir a partir del informe de Lombardía y Domeniconi (2015: 18).

Fuente: elaboración propia en base a Secretaría de Política Económica y Planificación del Desarrollo, Ministerio de Economía de la Nación, Serie de Gasto Público Consolidado.

En este sentido, uno de los elementos relevantes fue la expansión de la cobertura del sistema de jubilaciones y pensiones y las modificaciones en los haberes. A partir del 2005, quienes tenían edad para jubilarse pero no cumplían con los años de aportes exigidos pudieron acceder a un haber jubilatorio mediante la “moratoria previsional” (Rofman y Oliveri, 2012)[27]. Este encuadre institucional permitió que el número de titulares de jubilaciones y pensiones se incrementara de forma intensa (Gráfico 1.9). De manera paralela, se produjo una recuperación de los haberes; en especial, de la parte más baja de la pirámide previsional. Tras la devaluación, el Gobierno lanzó una serie de medidas para incrementar la jubilación mínima: entre el 2003 y el 2007 aumentó 250% en términos nominales y 80% en términos reales, lo que redujo las distancias dentro de la pirámide (Agú, 2015; Rofman y Oliveri, 2012). Otro de los elementos característicos de estos cambios fue el aumento de la cobertura de las pensiones no contributivas, especialmente de aquellas destinadas a personas con situaciones de discapacidad o invalidez y a madres de siete o más hijos[28] (Gráfico 1.9).

Gráfico 1.9. Titulares de jubilaciones y pensiones(a), programas de protección contra la pobreza(b) y pensiones no contributivas. Argentina, 2003-2014 (miles de titulares)(c).

Notas: (a) Sólo incluye a beneficiarios del Sistema Integrado Previsional Argentino / (b) Incluye titulares de Programas de Asistencia Social Directa (PASD) (Familias por la Inclusión Social, AUH y otros programas) y de Programas de Protección al Desempleo (PPD) (PJJHD, Seguro de Capacitación y Empleo, Argentina Trabaja y otros; no incluye seguro de desempleo). En el 2009, no se contabilizaron los titulares de AUH para evitar el posible registro duplicado con beneficiarios del Plan Familias por la Inclusión Social / (c) Dado que la información proviene de distintas fuentes, no se trata de titulares únicos.

Fuentes: (a) Jubilaciones y pensiones: elaboración propia a partir del Boletín Estadístico de la Seguridad Social (Ministerio de Trabajo, Empleo y Seguridad Social, 2017) / (b) Transferencias de ingresos: Plan Jefas y Jefes de Hogar (2003-2007): Cruces et al. (2008: 22). Para 2008, datos suministrados por el Ministerio de Trabajo, Empleo y Seguridad Social / Familias por la Inclusión Social (2003-2007), Cruces et al. (2008), p. 22. Para 2008 y 2009, CEPAL, Base de datos de Programas de Protección Social no contributiva. Datos disponibles en: <https://dds.cepal.org/bpsnc/#es> / Otros Programas de Empleo: Seguro de capacitación y empleo (2003-2007), Cruces et al. (2008: 22). Para 2008, Dirección de Análisis del Gasto Público y Programas Sociales (2008) y datos proporcionados por Secretaría de Empleo MTEySS / Asignación Universal por Hijo: Administración Nacional de la Seguridad Social (ANSES). Datos disponibles en: <http://www.transparencia.anses.gob.ar> / (c) Pensiones no contributivas: Boletín Estadístico de la Seguridad Social (Ministerio de Trabajo, Empleo y Seguridad Social, 2012). Para 2012-2014, datos especialmente suministrados por la Comisión Nacional de Pensiones.

La crisis del régimen de convertibilidad había conducido a una expansión del gasto asociado a la “lucha contra la pobreza”. A partir del 2002, se ampliaron los programas de transferencias monetarias condicionadas asociados al empleo, es decir, que exigían una contraprestación laboral. Durante la crisis, la intervención social del Estado estuvo destinada a contener el conflicto social derivado del proceso de empobrecimiento. El caso más paradigmático fue el “Plan Jefes y Jefas de Hogar Desocupados” (PJJHD). A diferencia de los programas preexistentes, el PJJHD tuvo un alcance masivo: llegó rápidamente a casi dos millones de beneficiarios (Cruces et al., 2008; Rofman y Oliveri, 2012; Trujillo y Villafañe, 2011). Con posterioridad, comenzó una modificación paulatina de este componente del régimen de políticas sociales. Una parte de los hogares beneficiarios del PJJHD fueron transferidos al “Plan Familias por la Inclusión Social” (PFIS), un programa de tipo welfare, mientras que otros pasaron al “Seguro de Capacitación y Empleo” (SCE), que se mantuvo en la lógica del workfare y de la promoción de la “empleabilidad”[29] (Gráfico 1.9).

En contraste, el régimen de asignaciones familiares (AAFF) tuvo un comportamiento distinto (Bertranou, 2010; Rofman y Oliveri, 2012). Si bien durante el período posconvertibilidad hubo un notorio crecimiento del empleo registrado, la evolución del número de titulares de asignaciones familiares fue errática, y tuvo períodos de retracción en términos absolutos (Gráfico 1.10). Ello fue así debido al atraso en la actualización de los topes que permitían acceder al beneficio como resultado de la inflación.

Gráfico 1.10. Titulares de Asignaciones Familiares por Hijo(a) y tope de ingreso para acceder al beneficio(b). Argentina, 2005-2014 (miles de titulares y pesos de diciembre de 2016).

Notas: (a) Sólo se incluyen beneficios correspondientes a Asignación Familiar por hijo (excluyendo siempre que fue posible Asignación prenatal, por nacimiento, maternidad, hijo con discapacidad, matrimonio, adopción y ayuda escolar) / (b) En pesos de diciembre de 2016. A partir del cambio de normativa en 2012, el ingreso reportado corresponde al monto máximo por cada cónyuge.

Fuente: elaboración propia en base a ANSES, CIFRA-CTA y Ministerio de Trabajo, Empleo y Seguridad Social / Para los años 2005-2007: se estimó el número de beneficios otorgados en el período 2005-2007 a partir de un informe de CIFRA (2012), que presenta la evolución en número índice hasta 2012. Dada la relativa estabilidad del número de beneficios por titular, al número de asignaciones se lo dividió por un coeficiente y se obtuvo el número de titulares. / Para los años 2008-2009: el total de beneficios pagados surge de los Boletines Estadísticos de la Seguridad Social correspondiente a esos años (Ministerio de Trabajo, Empleo y Seguridad Social, 2008, 2009). Nuevamente, el número de beneficios se dividió por el número promedio de asignaciones por titular. / Para los años 2010-2014: Administración Nacional de la Seguridad Social (ANSES). Datos disponibles en: <http://www.transparencia.anses.gob.ar>

1.2.2. La fase de crisis, recuperación y estancamiento (2008-2014)

Tras inducir un rápido crecimiento económico, los fundamentos de las políticas neodesarrollistas mostraron contradicciones y signos de agotamiento. Una nueva fase de la posconvertibilidad se inició a partir del 2008, cuando el escenario político-económico comenzó a modificarse.

El crecimiento de la posdevaluación se basó principalmente en el uso de la capacidad ociosa preexistente y en la incorporación extensiva de fuerza de trabajo, antes que en incrementos de la productividad (Féliz, 2015; Piva, 2015). La sistemática reducción de la tasa de desempleo y las activas políticas en materia de ingresos generaron un progresivo incremento de los salarios reales (Cuadro 1.1). Ello debilitó uno de los fundamentos que habían sostenido a las políticas neodesarrollistas implementadas en la primera fase: el deterioro de los ingresos de los asalariados. En ausencia de un salto de la inversión en tecnología e infraestructura, sin políticas activas en materia de fomento y articulación industrial (Castells y Schorr, 2015), y ante estrategias deliberadas de remarcación para trasladar los aumentos salariales a precios (Féliz, 2015), se inició un ciclo de mayor inflación. Ello atacó otro de los pilares del modelo posdevaluación, al promover la apreciación del tipo de cambio.

La dependencia estructural con respecto a los precios de los commodities –cuyos saltos condicionan el nivel de actividad interno– también desempeñó un papel relevante en el cambio de escenario (Katz, 2016). A partir del 2007, los precios internacionales de los bienes primarios se incrementaron con mayor intensidad. Por un lado, ello renovó uno de los pilares fundamentales del modelo económico en tanto permitió disponer de un inédito flujo de renta de la tierra (Jaccoud et al., 2015: 99). Por otro lado, este nuevo boom también contribuyó a acelerar la inflación doméstica (Cuadro 1.1) y, por consiguiente, a horadar el tipo de cambio alto y competitivo (Schorr, 2012).

En el 2008, el Gobierno buscó enfrentar el cambio en la coyuntura mediante un nuevo esquema de retenciones a las exportaciones. A partir de alícuotas móviles, buscaba desacoplar los precios internos de los externos y reducir el efecto inflacionario (CENDA, 2010; Katz, 2016). Sin embargo, este proyecto se topó con la oposición de las patronales agropecuarias y no pudo concretarse[30]. Con posterioridad, en el 2009, la economía debió enfrentar los efectos de la crisis internacional. La retracción de los flujos de comercio exterior (exportaciones e importaciones) impactó de forma pronunciada sobre el nivel de actividad local (Cuadro 1.1) (Abeles, Lavarello y Montagu, 2013).

Estos episodios configuraron una “bisagra” de la posconvertibilidad, tanto en términos políticos como económicos. En términos sociopolíticos, como indicamos, la fase posdevaluación había hecho posible una articulación de condiciones que permitió recomponer el orden en crisis (Féliz, 2015; Piva, 2015)[31]. Sin embargo, como advierte Schorr (2015), la recomposición de la situación económica y la aproximación al pleno uso de los recursos horadaron la convergencia de intereses sociales prevaleciente. Este cambio de coyuntura puede comprenderse a la luz de la historia económica argentina, en la cual los ciclos de restricción estructural (stop and go) condicionaban la estabilidad sociopolítica (Canitrot, 1983). Durante la posconvertibilidad, a partir del bienio 2009-2009 se abrió una etapa de transición, marcada por un mayor enfrentamiento del gobierno con distintas fracciones sociales, que evidenció un reacomodamiento del bloque político conformado tras la crisis del 2001 (Féliz, 2015; López, 2015; Manzanelli y Basualdo, 2016; Varesi, 2011)[32].

La política económica se orientó, de manera predominante, a sostener la demanda interna y la redistribución del ingreso (Kulfas, 2016). El crecimiento estuvo liderado por el sector de servicios, en tanto la industria y la producción de bienes perdieron relevancia (Manzanelli y Basualdo, 2016). El Gobierno implementó una política de gasto crecientemente expansiva destinada a apuntalar los niveles de consumo en el mercado interno. La reestatización de las Administradoras de Fondos de Jubilaciones y Pensiones (AFJP), en el 2008, aumentó los recursos disponibles para sostener las políticas contracíclicas (Kulfas, 2016). Al mismo tiempo, para contener los efectos inflacionarios de las políticas implementadas, se apeló a dos mecanismos: se intensificó la apreciación cambiaria (Jaccoud et al., 2015), y se evitó la actualización de las tarifas de servicios públicos (en especial energéticos) lo que incrementó la incidencia de los subsidios en el gasto. Si bien este conjunto de medidas permitió utilizar el gasto público como factor dinámico del crecimiento, provocó la reaparición del déficit fiscal (Cuadro 1.1).

Estos elementos permitieron atravesar la crisis y motorizar un nuevo ciclo de expansión. Por ello, identificamos un primer subperiodo dentro de la segunda fase de la posconvertibilidad (2008-2011). Luego de una retracción absoluta del PIB en el 2009[33], entre el 2010 y el 2011 la expansión alcanzó niveles similares a los de la primera fase de la posdevaluación; en consecuencia, entre el 2009 y el 2011, el PIB y el PIB per cápita crecieron a tasas de 3,5% y 2,6% promedio por año, respectivamente. El salario real volvió a subir y se redujeron nuevamente las tasas de pobreza e indigencia (Cuadro 1.1).

Sin embargo, la expansión de los niveles de consumo y del gasto público, junto con la apreciación cambiaria, condicionaron la disponibilidad de divisas y, por lo tanto, realimentaron las tensiones preexistentes. En este sentido, la reaparición de la “restricción externa” (Bekerman y Vázquez, 2016; Gaggero, Schorr y Wainer, 2014; Manzanelli y Basualdo, 2016) –elemento característico de las estructuras productivas desequilibradas– condicionó al conjunto del período y manifestó los límites estructurales del patrón de crecimiento posconvertibilidad.

La exposición de la economía a la remisión de utilidades, la tendencia estructural a la fuga de capitales, la existencia de déficit comercial industrial y la decisión de sostener actividades deficitarias en términos de balanza comercial (como por ejemplo el ensamble de productos tecnológicos) explican la reaparición del estrangulamiento externo (Wainer, 2017; Wainer y Schorr, 2014). A ello se añadieron nuevos condicionamientos, como el creciente déficit en la balanza comercial energética (Manzanelli y Basualdo, 2016)[34]. Como destacan Wainer y Schorr (2014a: 141), la reaparición de la restricción externa puso en evidencia “la existencia de diversos problemas de insolvencia que remiten a cuestiones estructurales que no fueron resueltas en la posconvertibilidad”, principalmente relacionadas con la ausencia de cambios sustantivos en el “perfil de especialización productiva y el carácter ‘divisa-dependiente’ de la industria local” y en “la fisonomía y el desempeño de los actores económicos predominantes”.

Agravada la fuga de capitales, y sin posibilidades de recurrir al financiamiento internacional por un adverso contexto externo derivado del default del 2002[35], la política económica profundizó su apuesta proteccionista. A partir del 2011 identificamos un segundo subperiodo dentro de la fase de crisis, reactivación y estancamiento económico (2011-2014). Durante este subperiodo se establecieron mayores restricciones a las importaciones y se limitó el acceso al mercado de divisas a través de mecanismos de control de cambios (Kulfas, 2016). El Gobierno debió continuar con la expansión de la base monetaria para sostener el nivel de actividad y para financiar sus erogaciones (Gerchunoff, 2013)[36]. A su vez, la modificación de la Carta Orgánica del Banco Central, en el 2012, permitió que la autoridad monetaria volviera a financiar al Tesoro y, por su intermedio, se sostuviera el gasto y el esquema de subsidios económicos[37]. En contrapartida, la implementación del control de cambios alentó la brecha cambiaria, incrementó la especulación financiera y retrajo la inversión privada, sobre todo en sectores de la economía que operaban con bienes sujetos al valor de las divisas (Kulfas, 2016). Así, en el 2014, el Gobierno debió implementar un “ajuste heterodoxo” (Féliz, 2017), bajo la forma de una fuerte devaluación monetaria.

De esta manera, entre el 2012 y el 2014 se registró un virtual proceso de estancamiento económico. Si bien el año 2013 fue un año de expansión, durante este período el PIB decreció, en promedio, a una tasa de 0,3% anual; y el PIB per cápita se retrajo 1,3% promedio por año. La devaluación del 2014 provocó, por primera vez en el ciclo, una caída del salario real y un empeoramiento de los indicadores distributivos (Cuadro 1.1).

En suma, los cambios político-económicos habrían coexistido con límites más generales del régimen de acumulación argentino, asociados con el patrón de inserción internacional del país y con las mutaciones del entramado productivo (en particular, del sector industrial) iniciadas en los setenta que, más allá de eventuales recomposiciones, habrían persistido. En esta línea, Piva (2015: 59) sintetiza tales límites en términos de una persistente “dualidad estructural” durante la posconvertibilidad, en particular, “entre un sector moderno, altamente concentrado, con altos niveles de productividad internacional y un sector atrasado, de baja productividad”, lo cual remite a los desequilibrios persistentes de la estructura económica argentina.

Con respecto al mercado de trabajo, a partir del 2008, la dinámica expansiva anterior perdió intensidad a la luz de las transformaciones macroeconómicas. Beccaria y Maurizio (2012: 217) señalan que la veloz expansión del empleo durante la fase posdevaluación se derivó de la amplia capacidad ociosa del sistema productivo y que la posterior ralentización fue consecuencia de un agotamiento de las condiciones iniciales. La crisis del 2009 abrió un ciclo más moderado con respecto a la evolución del mercado de trabajo. Una vez superada la crisis, el desempleo volvió a reducirse, pero a un ritmo inferior al precedente (Jaccoud et al., 2015). Hacia el 2014, se verificó una retracción de la tasa de actividad, producto del aumento del “desaliento” (Gráficos 1.3 y 1.4). Paralelamente, el ritmo de crecimiento del empleo privado registrado también mostró una desaceleración significativa: entre el 2003 y el 2008 se expandió a un ritmo de 9,2% anual, mientras que desde ese momento hasta el 2014 creció a una tasa de 1,3% por año (Gráfico 1.5).

En esta etapa, la política laboral conservó los principales rasgos que había adquirido en la posdevaluación. Durante la crisis económica del 2009, estuvo dirigida principalmente a preservar puestos de trabajo[38]. Asimismo, se mantuvo la promoción del empleo registrado a través de diferentes iniciativas[39]. En materia de política de ingresos, las negociaciones paritarias fueron centrales en la definición salarial de los trabajadores registrados; sin embargo, en un contexto inflacionario, la recomposición de ingresos fue más limitada. Por otra parte, si el SMVM tuvo una clara tendencia incremental hasta el 2006, a partir de entonces presentó oscilaciones y se estancó. De hecho, a partir del 2012, los incrementos nominales no alcanzaron para cubrir el aumento del nivel de precios (Gráfico 1.6)[40].

En contraste, se registró una intensificación de la intervención estatal en materia de política social. El gasto público social se expandió en términos reales hasta alcanzar una cifra récord –en relación con la serie histórica iniciada en 1980– de 27,6% sobre el PIB en el 2013 (Gráfico 1.7). Esta evolución se explica por la convergencia de un mayor gasto en funciones de previsión social, en programas de protección contra la pobreza y también del gasto público en funciones universales. El crecimiento del gasto no sólo involucró una mayor incidencia sobre el PIB sino un incremento en términos reales (Gráfico 1.8).

Si consideramos la intervención estatal que involucra ingresos, las principales transformaciones se expresaron en el sistema previsional y en las políticas de transferencias monetarias[41]. En el 2008 se derogó el régimen de capitalización (AFJP) y se creó el Sistema Integrado Previsional Argentino (SIPA), lo que constituyó una estatización del sistema previsional y el retorno al tradicional esquema de reparto (Danani y Beccaria, 2011). En el 2014, la ampliación de la “moratoria” previsional volvió a incrementar la cobertura del sistema de jubilaciones y pensiones[42]. Al mismo tiempo, se expandió sostenidamente el número de beneficiarios de pensiones no contributivas: en el 2014, alrededor de 1,5 millones de personas recibían este tipo de transferencias (Gráfico 1.9). En conjunto, todas estas acciones explican el incremento del gasto en funciones de previsión social (Gráfico 1.7 y Gráfico 1.8)

Por otra parte, en el marco de la recesión del 2009, se lanzó un nuevo régimen de transferencias monetarias condicionadas denominado “Asignación Universal por Hijo” (AUH), dirigida a los hijos de trabajadores informales o desocupados[43]. La AUH es una prestación dirigida a los hijos/as de trabajadores informales y desocupados, monotributistas sociales y empleados de servicio doméstico. En años posteriores, se implementaron nuevos programas de transferencias condicionadas dirigidos a poblaciones específicas[44].

Además de tener una mayor cobertura, los montos percibidos por estos programas aumentaron durante esta fase, luego de que los ingresos provenientes de algunos de ellos se desactualizaran debido a la inflación y a la ausencia de mecanismos de ajuste. Cabe observar dos consecuencias de estas iniciativas. En primer lugar, el gasto público social en funciones de protección contra la pobreza era, en términos reales, 44% más alto en el 2013 que en el 2003, es decir, en el punto inmediato de salida de la crisis. En segundo lugar, esta expansión se plasmó en el crecimiento sostenido de la población que recibía algún tipo de transferencia monetaria estatal (Gráfico 1.9).


  1. De allí el surgimiento de diversos términos para describir el período reciente. Entre otros, se remite a un ciclo de “gobiernos progresistas” (Svampa, 2011), a un período “posneoliberal” (Kessler, 2016; Pérez-Sáinz, 2016), a una fase “neodesarrollista” (Féliz, 2013; Katz, 2016), o a un nuevo modelo “estatal-exportador” (Filgueira, 2015)
  2. Cabe recordar que esta distinción entre distribución primaria y secundaria es analítica, y la empleamos para poner de relieve la acción redistributiva estatal en la esfera de la distribución secundaria frente al carácter dominante de los mecanismos de mercado que operan en la distribución primaria.
  3. A principios del siglo XX, los únicos trabajadores que contaban con un sistema de jubilaciones y pensiones eran los de la administración pública nacional (militares, maestros y administrativos). Entre 1943 y 1954 la cobertura previsional de los asalariados se multiplicó por diez y se homogeneizó el sistema de cotizaciones. La centralización de las cajas previsionales llegó en 1958 y su consolidación en 1968, cuando se creó el Sistema Nacional de Previsión Social (Arza, 2010; Curcio y Beccaria, 2011).
  4. El sistema de asignaciones familiares tiene su primer antecedente en 1934, pero se consolidó en 1957 con la extensión de beneficios y la creación de cajas compensadoras. Progresivamente, fueron recibiendo este tipo de beneficio los trabajadores de distintas ramas. En 1973, se extendió a los jubilados y pensionados. Hasta 1991, las Cajas de Subsidios Familiares tuvieron a su cargo la administración de estos beneficios (Hintze y Costa, 2011).
  5. Cabe comprender estas transformaciones en el contexto más general de la nueva “división internacional del trabajo” –según la clásica denominación de Fröbel, Heinrichs y Kraye (1980)– a partir de los setenta, que implicó relocalizaciones del capital a escala global y modificaciones en los procesos productivos. A su vez, supuso un creciente protagonismo del capital financiero y una acentuación de los procesos de desarrollo desigual (Harvey, 2007). En América Latina, esta renovada globalización impactó en las estructuras productivas y, por consiguiente, en el funcionamiento de los mercados laborales (Pérez-Sáinz, 2016).
  6. Esta situación se vio agravada en 1982, cuando el gobierno militar dispuso que empresas privadas y bancos pagaran sus obligaciones a una tasa de interés por debajo de la inflación esperada. Ello redundó en la licuación de sus pasivos y en una estatización de hecho de la deuda privada (Gerchunoff y Llach, 2008).
  7. En la estructura del déficit fiscal jugaban un rol destacado los subsidios que el gobierno otorgaba al capital concentrado local –los “capitanes de la industria”– en materia de regímenes de promoción y exenciones impositivas (Ortiz y Schorr, 2006).
  8. De hecho, en 1987 y 1988 el gobierno radical llevó adelante las primeras privatizaciones de una aerolínea estatal (Austral), del transporte aéreo interprovincial, la telefonía celular y la transmisión de datos (Cantamutto y Wainer, 2013: 25).
  9. El Consenso de Washington constituyó un decálogo de “recomendaciones” dirigidas a los países en desarrollo. Según la perspectiva neoliberal dominante, el objetivo era terminar con las trabas al crecimiento impuestas por las crisis fiscales y los problemas en el sector externo (Castellani, 2002: 90).
  10. En 1994 se sancionó la Ley de Reforma Previsional (ley 24.241), que dividió al sistema en dos partes, lo que originó el Sistema Integrado de Jubilaciones y Pensiones (Curcio y Beccaria, 2011). Por un lado, se conformó un sistema privado regido por las Administradoras de Fondos de Jubilaciones y Pensiones; y por otro, la Administración Nacional de la Seguridad Social (ANSES), encargada del sistema público de reparto. En paralelo, se extendió la edad de retiro, que pasó de 55 a 60 años en las mujeres y de 60 a 65 años en los varones, a la vez que el requisito de contribución pasó de 20 a 30 años. De esta manera, quedó conformado un sistema de “dos pilares”: por un lado, un sistema estatal que abonaba la Prestación Básica Universal; y, por otro, dos regímenes alternativos: el de reparto, que abonaba la Prestación Adicional por Permanencia y un régimen de capitalización individual que pagaba la Jubilación Ordinaria basada en la evolución de la capitalización individual. Este conjunto de cambios llevó a que la cantidad de beneficiarios se redujera casi 10% entre 1996 y 2002 (Danani y Beccaria, 2011: 114).
  11. En 1996 hubo una importante reforma del régimen de Asignaciones Familiares que puso tope a quienes podían cobrar el beneficio del salario familiar y estableció rangos decrecientes del monto según niveles salariales. Ello contribuyó a reducir el alcance de este instrumento (Hintze y Costa, 2011; Rofman y Oliveri, 2012).
  12. Un primer antecedente fue el Programa Alimentario Nacional (PAN), implementado a partir de mayo de 1984, que consistía en la entrega de una caja de alimentos y llegó a abarcar a 1.400.000 familias (Aguirre, 2010). En 1993 se puso en marcha el primer programa de tipo workfare, llamado “Programa intensivo de trabajo”, que generó unos 200.000 empleos (Cruces et al, 2008). A partir de 1996 comienza el llamado Programa “Trabajar”, dirigido a jefes de hogar desocupados (Rofman y Oliveri, 2012), que se continuó con el Programa “Trabajar II” (1997-1998) y “Trabajar III” (1998-2002), llegando a tener 130 mil beneficiarios en 1997 (Cruces et al., 2008: 15). En el año 1996 se lanzó también el “Programa de Atención a Grupos Vulnerables” (PAGV), que era independiente de las características laborales del hogar, y por ende, más localizado en la lógica del alivio a la pobreza. Por último, entre 1999 y 2001 se pusieron en marcha otros programas de lucha contra la pobreza, como el “Programa de Emergencia Laboral”, que apoyaba iniciativas de autoempleo (Golbert, 2004), y “Solidaridad”, que intentaba emular el PROGRESA mexicano. Este último programa no se pudo aplicar por problemas de diseño (Cruces et al., 2008).
  13. Cabe recordar que en diciembre del 2001, tras la renuncia del presidente De la Rúa, se inició una prolongada crisis institucional. El gobierno provisional de Duhalde tampoco pudo llegar a su término y debió convocar a elecciones. En mayo del 2003 asumió el presidente Kirchner, con 22,3% de los votos, la cifra más baja de la historia democrática argentina posterior a 1983.
  14. El extractivismo remite a un “patrón de acumulación basado en la sobreexplotación de recursos naturales –en gran parte no renovables– así como en la expansión de las fronteras hacia territorios antes considerados como ‘improductivos’” (Svampa y Viale, 2014: 16).
  15. En este sentido, cabe señalar que, de acuerdo con datos de Jaccoud et al. (2015: 87), el rezago de la productividad argentina con respecto a la de Estados Unidos se intensificó a partir de mediados de los setenta: mientras que representaba alrededor del 15% de la productividad norteamericana, en el 2013 se ubicaba en torno al 13%.
  16. Apelamos a esta noción para subrayar el papel que desempeñaron medidas tales como la reestructuración de la deuda externa, el sostenimiento de un tipo de cambio competitivo y, especialmente, las políticas expansivas destinadas a sostener el nivel de actividad (Abeles, Lavarello y Montagu, 2013; Kulfas, 2016; Manzanelli y Basualdo, 2016). Este último aspecto contrastó con las políticas ortodoxas que promovían la austeridad fiscal durante los noventa (Salvia, 2012).
  17. El enfoque neoestructuralista partió de la constatación de las limitaciones de la ISI en América Latina (Sztulwark, 2005). De acuerdo con el nuevo enfoque, la ISI falló en compatibilizar crecimiento con distribución (el dilema del “casillero vacío”) (Fajnzylber, 1996 [1990]: 66). Asumiendo un cambio en el sistema mundial y una menor contraposición entre bienes primarios e industriales, el problema de América Latina pasó a girar en torno al “desarrollo desde dentro” en contraposición al planteo estructuralista clásico de “desarrollo hacia adentro” (Sunkel, 1991).
  18. Como señaló Sunkel: “un verdadero desarrollo nacional y regional tendrá que basarse primordialmente en la transformación de los recursos naturales que América Latina posee en relativa abundancia; en el aprovechamiento mesurado y eficiente de la infraestructura y capital acumulados; en la incorporación del esfuerzo de toda su población –especialmente aquella que está relativamente marginada–, y en la adopción de estilos de vida y consumo, técnicas y formas de organización más apropiadas a ese medio natural y humano” (1991: 22; énfasis agregado).
  19. Este proceso se evidenció también en distintos países de América Latina. Como señalan Seoane y Algranati: “se abrió así un nuevo período en el terreno de la conflictividad social regional que llamamos de crisis de hegemonía del régimen neoliberal. Dicha crisis se expresó (…) en la capacidad destituyente conquistada por las clases y grupos subalternos (…) También la crisis se manifestó en la emergencia de mayorías electorales críticas a las políticas aplicadas en los noventa” (2013: 47).
  20. A partir de la Ley 25.561 de Emergencia Pública y Reforma del régimen cambiario (2002), el gobierno de Duhalde llevó adelante la salida de la convertibilidad.
  21. Svampa (2011) destacó esta paradoja de los gobiernos “progresistas” de la región: la aceptación de los elementos estructurales del “consenso de los commodities” –según el cual, la región es proveedora de materias primas– lo que consolida procesos de desposesión. Tal división del trabajo, basada en la especialización productiva, estaba implícita en las medidas del Consenso de Washington.
  22. Sin embargo, de acuerdo con Jaccoud et al. (2015: 95, Gráfico 2), fue fundamentalmente a partir del 2007 cuando la masa de renta de la tierra incrementó de manera significativa su volumen con respecto a los noventa. Ello se debió al boom de los precios de los commodities que se registró desde entonces.
  23. De acuerdo con Wainer y Schorr (2014b), las empresas extranjeras pasaron de representar 33,8% del valor bruto de la producción de las 500 empresas argentinas más grandes en 1993, a 69% en el 2001 y a 75,3% en el 2008. Como destacan estos autores, una consecuencia de la mayor extranjerización es la creciente exposición de la economía a la remisión de utilidades (y, por tanto, a la restricción de divisas) y a la inflación.
  24. Si bien no tenemos pretensión de ser exhaustivos, abordamos la política laboral a partir de tres ejes ordenadores: políticas relacionadas con el registro laboral y el fomento del empleo, iniciativas relacionadas con ingresos y salarios, y políticas dirigidas a grupos específicos de trabajadores.
  25. En el 2004 se derogó la ley de “Reforma Laboral” (Ley 25.250), de flexibilización del mercado de trabajo, y se sancionó la ley de “Ordenamiento del Régimen Laboral” (Ley 25.877), que permitió la simplificación registral de trabajadores. En el mismo año se lanzó el Plan Nacional de Regularización del Trabajo, orientado a recuperar la fiscalización laboral y centralizar la actividad de contraloría (Tomada, 2014). El 2 de junio del 2005, el MTEYSS y la Administración Federal de Ingresos Públicos (AFIP) lanzaron las resoluciones N° 440 y N° 1887 y crearon el “Programa de Simplificación y Unificación en materia de inscripción laboral y de la seguridad social”. Estas iniciativas se complementaron con una reducción de las contribuciones patronales por parte de pequeñas y medianas empresas (Panigo y Neffa, 2009: 31)
  26. Entre 1993 y el 2003, el SMVM había quedado establecido en un valor fijo ($ 200). En julio del 2003 se elevó la remuneración mínima de manera escalonada (Decreto N° 388). Entre ese año y el 2005, el Gobierno dispuso la incorporación de “sumas fijas” (remunerativas y no remunerativas) a los salarios básicos de los trabajadores del sector público y privado, que también alcanzaron a los programas de empleo vigentes (Panigo y Neffa, 2009: 24). También se estableció la Comisión Nacional de Trabajo Agrario, que comenzó a regular el salario de distintas actividades rurales.
  27. El denominado “Plan de Inclusión Previsional” (PIP) entró en vigor en enero del 2005 a partir de la Ley 25.994 y el Decreto 1454/05.
  28. Hasta el 2003 existía una restricción cuantitativa del número de pensiones no contributivas que el Estado podía entregar. Hasta entonces, sólo podían darse altas cuando se registraba una baja. La eliminación de ese “cupo” permitió la expansión de este tipo de transferencias económicas.
  29. El PJJHD alcanzó su número máximo de cobertura en el 2003, cuando fue cerrado a nuevos beneficiarios. A partir de entonces, el “Plan Familias para la Inclusión Social” (PFIS), iniciado en el 2002, y que incluía a antiguos beneficiarios del “Programa de Atención a Grupos Vulnerables”, se amplió a partir de 2006, bajo la órbita del Ministerio de Desarrollo Social para recibir a los beneficiarios “vulnerables” del PJJHD. Este Plan otorgaba un beneficio por tiempo indeterminado, tomando en cuenta el número de niños en el hogar, y planteando condicionalidades en salud y educación. Por otro lado, el “Seguro de Capacitación y Empleo” (SCE), dirigido a los beneficiarios “empleables” del PJJHD, brindaba un beneficio monetario a cambio de la participación en un sistema de capacitación (Arcidiácono, Kalpschtrej y Bermúdez, 2014).
  30. Entre el 11 de marzo y el 18 de julio del 2008 se extendió por todo el país una medida de protesta organizada por cuatro entidades patronales agropecuarias (Sociedad Rural Argentina, Confederaciones Rurales Argentinas, CONINAGRO y Federación Agraria Argentina) contra la Resolución N°125 que establecía el nuevo esquema impositivo. El conflicto involucró la renuncia del ministro que firmó la medida y concluyó cuando el Senado de la Nación rechazó el proyecto enviado por el Poder Ejecutivo.
  31. Piva (2015) plantea que el hecho de que hayan sido los sectores más concentrados del capital productivo los que lideraron el proceso, frente a un menor protagonismo del sector financiero y de servicios (en contraste con lo ocurrido en los noventa), permitió una mayor capacidad de “universalización” de los intereses del bloque dominante.
  32. En general, desde distintas perspectivas se acepta que en esta fase se incrementó la “autonomía relativa” del Estado con respecto a las distintas fracciones sociales. Algunos autores aluden a la configuración de una nueva “forma” de Estado “nacional y popular” (Manzanelli y Basualdo, 2016); otros remiten a una etapa de “radicalización reformista” (Féliz, 2015), “radicalización progresista” (Varesi, 2011) o un ensayo de “social-desarrollismo” (Katz, 2016).
  33. Existe una controversia en cuanto a la magnitud de la retracción del PIB en el 2009 a partir de la revisión de la serie estadística llevada adelante por el INDEC en el 2016. El tratamiento de esta cuestión excede los alcances de este trabajo. Al respecto, véase Manzanelli y Basualdo (2016: 14 y ss.).
  34. Si bien a lo largo de la historia económica argentina fueron frecuentes estos episodios de estrangulamiento externo, durante la posconvertibilidad se habrían articulado algunos aspectos más recientes, como un incremento de la fuga de capitales que, a diferencia de lo ocurrido durante los noventa, no se financió con endeudamiento externo sino con el saldo de comercio exterior (Manzanelli y Basualdo, 2016: 35).
  35. En junio del 2014, la Suprema Corte de los Estados Unidos decidió no considerar el recurso presentado por la Argentina que apelaba un fallo de primera instancia, dictado en el 2012 y ratificado por la corte neoyorquina en 2013. Ello avaló el reclamo de los llamados “fondos buitre” y otros acreedores minoristas al pago de la deuda acumulada sobre los bonos argentinos en default que no habían entrado en las reestructuraciones de la deuda del 2005 y del 2010.
  36. El sostenimiento del gasto público requirió también una mayor presión tributaria. Uno de sus componentes fue la recaudación del “Impuesto a las Ganancias” cuarta categoría, que grava a las personas físicas. La desactualización de los topes no imponibles, en contexto de inflación, llevó a que un creciente número de trabajadores quedaran alcanzados por el tributo (CIFRA, 2015). Entre otras razones, ello hizo que una parte de los sindicatos retiraran su apoyo al Gobierno.
  37. La Carta Orgánica del Banco Central se había modificado a comienzos del gobierno de Menem para asegurar que éste dejaría de financiar al Tesoro y, de este modo, el déficit de las cuentas públicas. Fue un pilar más de las políticas sugeridas por los organismos internacionales en los noventa.
  38. Se implementó el procedimiento preventivo de crisis y se amplió el “Programa de Recuperación Productiva” (REPRO), que brindaba subsidios directos para pagar parte del salario de las empresas afectadas (Lanari, 2015).
  39. En el 2014, se estableció un nuevo sistema público en el que figuran los empleadores con sanciones por incumplir la normativa laboral (el Registro Público de Empleadores con Sanciones Laborales, REPSAL), mediante la Ley de Promoción del Empleo Registrado y Prevención del Fraude Laboral (Ley 26.940). Por otra parte, en abril del 2013 se sancionó un nuevo “Régimen de Trabajo en Casas Particulares”, que estableció un nuevo sistema de licencias y brinda seguro por riesgos de trabajo (Tomada, 2014: 78).
  40. La evidencia ha señalado que este instituto laboral tuvo efectos positivos sobre los trabajadores registrados, aunque no produjo ningún impacto regulatorio sobre los no registrados (Groisman, 2013: 34).
  41. En cambio, el número de titulares de asignaciones familiares mantuvo los rasgos prevalecientes. Recién a partir del 2013, cuando se modificaron los topes mínimos no imponibles, se advirtió una expansión del número de titulares (Gráfico 1.10).
  42. La Ley 26.425, sancionada en noviembre del 2008, dio marco a la estatización del sistema previsional. En septiembre del 2014, a través de la Ley 26.970, se extendió el plazo aceptado para regularizar la falta de aportes previsionales.
  43. El programa implica una serie de condicionalidades que deben cumplir los titulares del beneficio, como el control sanitario, el plan de vacunación (hasta niños de 4 años) y la asistencia a la escuela (desde los 5 años hasta los 17). Más allá de la existencia de un tope en los ingresos para acceder a la prestación, resulta difícil corroborarlos (Mazzola, 2014). Diversas investigaciones han destacado el papel positivo de este programa en el desarrollo humano de la infancia (Salvia, Tuñón y Poy, 2015) y en las condiciones de vida de los hogares (Garganta y Gasparini, 2017; Maurizio y Monsalvo, 2017; Maurizio y Vázquez, 2014, entre otros). A su vez, algunos estudios han señalado que no produce un efecto de “desaliento” sobre la participación laboral (Maurizio y Monsalvo, 2017; Maurizio y Vázquez, 2014).
  44. A partir del 2011, la AUH se extendió a las mujeres embarazadas sin protección social. Por otra parte, a partir del 2014 se puso en marcha el Programa de Respaldo a Estudiantes de Argentina (PROGRESAR) dirigido a jóvenes de 18 a 24 años cuyas familias se encuentran en la economía informal o tienen un ingreso inferior a tres salarios mínimos.


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