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1.2 Crítica de la metafísica moderna

Desde el cogito cartesiano, pasando por el Absoluto hegeliano e incluso llegando a la reducción fenomenológica de Husserl, en todos los casos existe para Levinas una exclusión sistemática de la alteridad en pos de una subjetividad basada en una filosofia de la  presencia y del ser en cuanto ser. Levinas centra su crítica a la metafísica moderna y a la totalidad a partir de su idea de lo infinito. Lo infinito permite la trascendencia, la excedencia a la totalidad que se explicita en la relación del mismo con el otro a partir de la epifanía del rostro. La relación irreductible del “cara-a-cara” es asimétrica y escinde cualquier totalidad totalizante. Lo infinito se constituye como excedencia del bien sobre el ser y de la multiplicidad sobre el Uno. En el juego de la esencia está el ser parmenídeo inmutable, inmóvil, imperecedero, necesario y siempre presente. Sin fisuras, neutro e impersonal este ser ha signado la filosofia de la totalidad, de la presencia, de la intencionalidad que es el centro de la crítica levinasiana. Dicha filosofía a su vez ha viciado el lenguaje filosófico en pos de la ontología de una pretendida adecuación del Otro al Mismo.

Para Levinas no se trata de estar en el mundo sino de estar en cuestión. El martillo que empuña contra la metafísica moderna es el de la conciencia no intencional: “En su no intencionalidad, antes de todo querer, antes de toda falta, en su identificación no intencional, la identidad retrocede ante su afirmación” (EN: 173). De este modo el yo pierde su posición privilegiada y la subjetividad moderna se escinde a partir de la presencia del otro que conmina a la responsabilidad irrecusable implicada en cada existencia. La metafísica de la subjetividad moderna queda cuestionada por la metafísica ética que plantea Levinas. La dimensión ética, signada por la renuncia del “para sí” en la cual el conatus essendi fracasa en su insistencia, permite la apertura del uno-para- el-otro. Levinas entiende este “otro modo que ser” desde la trascendencia y la exterioridad. De la asimetría de la relación del mismo y del otro resulta que ambos términos no están en “correlación”, escapando a un saber tematizante y asimilador (de lo otro en lo mismo); dicho modo de relacionarse implica una relación sin simultaneidad de los términos que permite en su excedencia la trascendencia misma. Desde la óptica levinasiana esta relación sin correlación, asimétrica e irreductible, abre paso a una nueva racionalidad que escapa a la ontología tradicional. Ya no prevalece el ser como identidad y presencia. A partir del estallido de la totalidad, la estructura noesis-noema no posee el estatuto primordial de la subjetividad.

Levinas da un paso más allá del quiebre que implicó la fenomenología de Husserl y la ontología heideggeriana concibiendo el ser como acontecimiento. No solamente cuestiona el ser inmutable, sino que también arroja sólidas críticas contra la intencionalidad de la conciencia. Levinas reconoce su deuda con la fenomenología en tanto destaca que a partir de concebir los fenómenos como determinados por el ser, la fenomenologia implicó una nueva forma de concreción del desarrollo de los conceptos filosóficos que escapó a toda reducción meramente empirista y a toda deducción ya sea analítica, sintética o dialéctica. Sin embargo, a pesar de esto sostiene que el análisis fenomenológico no pudo despegarse del privilegio de lo teorético, de la representación y del saber. Es decir, la primacía del sentido ontológico del ser que sostiene la fenomenología se opone a la prioridad ética sobre toda ontología, objeto de estudio de Levinas.

La relación con el Otro no puede abarcarse desde las estructuras del saber conformes con la intencionalidad que Husserl hace intervenir en el estudio de la intersubjetividad (EN:152). En el seno de la fenomenología se adhiere a la idea de que todo pensamiento implica una intencionalidad y un a-prehender en el que está implícito un dominio y una posesión de lo aprendido. Según Husserl y Brentano la intencionalidad es el único modo de “donación de sentido” y la base de toda conciencia es la representación. Si el pensamiento sólo puede adecuarse a la medida del pensador, para Levinas dicho “pensamiento es incapaz de Dios”. Por ello se pregunta si el pensamiento está entonces condenado a la adecuación y a la verdad (EN:155). En la correlación sujeto-objeto que establece la conciencia intencional no se agota el sentido de objeto aprehendido. Levinas destaca el carácter excedente del objeto que no puede ser abarcado en su totalidad y a la vez menciona el carácter implicito de un pensamiento que dentro de la esfera intencional se supera a sí mismo pensando más de lo que piensa. “(…) la intencionalidad conlleva los horizontes inumerables de sus implicaciones y piensa más “cosas” que el objeto en el que se fija” (RR:122).  

La trascendencia en la inmanencia de la fenomenología husserliana es el ámbito nuevo que destaca Levinas y que implica un pensamiento que permite que los horizontes de sentido se desborden ante la excedencia del objeto. El sujeto constituye el mundo pero  este es a la vez constituyente. Levinas habla de un “(…) subjetivismo más objetivo que toda objetividad” (RR:) cuya actividad es trascendental y abre un nuevo modo de relación entre el hombre y el mundo. Este otro modo, hace estallar toda esencia inmutable y por ende toda representación que se presente como vía de acceso a dicha esencia. Para Levinas, uno de los grandes aportes de la fenomenología fue concebir la esfera intencional más allá de la representación. En la experiencia fenomenológica la verdad, entendida como adecuación de lo otro a lo mismo y pasible de ser subsumida en una totalidad, pierde toda soberanía y se abre paso al juego de la intencionalidad. Levinas sostiene: “Estamos así más allá del idealismo y del realismo, porque el ser no está ni en el pensamiento ni fuera del pensamiento, sino que el pensamiento mismo está fuera de sí mismo” (RR:85).

Este otro modo abre paso a una dación de sentido plenamente ética, que respeta la diferencia del otro en lugar de objetivarlo. La conciencia intencional, entendida como modalidad de lo voluntario implica presencia, posición ante- sí. Levinas destaca que dicha intencionalidad va acompañada como en un contrapunto por la conciencia refleja, pre reflexiva, en la que se vislumbra lo no- intencional. De este modo se cuestiona la metafísica de la presencia a partir de lo que Levinas llama “mala conciencia”, una conciencia sin intenciones que está despojada de la “(…) máscara protectora del personaje que se contempla en el espejo del mundo en su autoposición y en su certeza” (EN: 156).

Al escapar a la esfera intencional el pensamiento activo deja lugar a la pasividad de lo no intencional. El ser afianzado en su presencia por la conciencia soberana que responde al principio de identidad es escindido y pasa a estar en cuestión. Esta crítica a la fenomenología plantea a su vez una profundización y reelaboración de la crítica a la metafisica moderna que puede rastrearse en Heidegger. La fenomenología se expresa en torno a la subjetividad como manifestación de la esencia. El fenómeno como aquello que se muestra en sí mismo asociado al lógos permite ver o decir aquello que se muestra. La fenomenología está orientada “a las cosas mismas”. Este método directo de mostrar las cosas es para Husserl la única ontología posible. La fenomenología permite mostrar el ser de los entes. Ante esta afirmación Levinas sostiene que la comprensión que parte del “ser ahí” para llegar al “ser en general” conduce a una peligrosa neutralización de la diferencia irreductible entre el Mismo y del Otro. En el “ser ahí” está presente y manifestado el sujeto-esencia que concibe Heidegger. Al formular la cuestión existenciaria sobre el “quién” del “ser ahí” Heidegger es explícito en afirmar: “El quién es lo que se mantiene idéntico a través del cambio de las maneras de conducirse y vivencias (…)”; sin embargo aclara: “Este sujeto es el mismo en medio de sus múltiples alteraciones y tiene por tanto el carácter del “sí mismo” (Heidegger 2003: 130). La persistencia en la identidad, el conatus essendi que presupone la fenomenología, la aleja del pensamiento de Levinas sobre la exterioridad y la pasividad en la cual el Yo deja de ser para sí y en su vulnerabilidad pasa a ser “para-otro”. Si bien Levinas no niega la importancia del ámbito del aparecer, que la fenomenología supo rescatar, es dentro de esa misma esfera que destaca el giro que el rostro del Otro produce en el sujeto. Ese giro está determinado por la no indiferencia, lo no captable, lo no representable. El rostro del otro señala precisamente el advenimiento de lo infinito. El rostro que me ordena y explicita mi responsabilidad, me libera de mí mismo y a su vez cuestiona mi libertad. Esta dimensión permite suspender el “(…) eterno retorno de lo idéntico a sí mismo”, de aquel ser inamovible de raíz parmenídea. El principio de identidad se escinde ante lo no intencional. La prioridad ontológica del mismo se suspende y es cuestionada tanto lógica como ontológicamente por la alteridad expresada en la epifanía del rostro. La metafísica de la presencia y de la subjetividad moderna cede paso ante la ética. El yo depone su soberanía y se manifiesta la ética de lo humano, aquella que no es en virtud de un ser impersonal y teórico. La ética concreta en Levinas es precedente a cualquier ontología. El punto de partida es el cuestionamiento del ser, la necesidad de justificarlo antes que afirmar su certeza. El “de otro modo que ser” implica también otra modalidad de la conciencia en la cual “(…) probablemente ser o no ser no es la pregunta por excelencia” (EN: 160).

La metafísica moderna no solamente implica un modo de constitución subjetiva sino también un modo de racionalidad. Levinas sostiene que esa racionalidad sustentada en el principio de identidad del Ser como presencia, rastreable desde los tiempos de Platón y Aristóteles hasta la fenomenología, ha sido la responsable de la muerte de Dios, del hombre bíblico y sus homónimos (EN: 94). Ante la intención de instalar lo idéntico, de absorber lo otro en lo mismo a partir de una totalidad globalizante, Levinas contrapone un no- reposo, una relación con otro que no admite un saber tematizante ni asimilable. La propuesta metafísica de Levinas es una tentativa de dar “otro” sentido a la palabra “Dios” luego de que la subjetividad moderna ha firmado su tratado de defunción.

¿Pero cuál es el Dios al que se refiere Levinas? ¿Fue el Dios bíblico el que se sepultó bajo el pensamiento ateo del ser referido únicamente a sí mismo? Levinas habla de la imposibilidad de trascendencia en un pensamiento signado por la racionalidad reducida a la ontología. Por consiguiente, un pensamiento de lo mismo para Levinas resulta esencialmente ateo. La relación con Otro, signada por la idea de lo infinito, es la que permite la trascendencia. En este punto y en relación con la crítica a la metafísica moderna que tanto Nietzsche como Levinas llevan a cabo es legítimo preguntarse: ¿El Dios que en Levinas adviene a la idea a partir del rostro del otro es acaso el mismo que Nietzsche se empeñó en terminar de sepultar con su filosofía del martillo? Nietzsche distingue en su Zaratustra al dios hebreo, ese Dios bíblico celoso de cualquier forma de politeísmo, de aquellos viejos dioses. Incluso describe muertes muy distintas para ambos. Zaratustra dice que aquellos viejos dioses al morir de risa tuvieron final alegre “(…) cuando la más atea de todas las palabras fue pronunciada por un dios mismo, – la palabra: ¡Existe un único dios! ¡No tendrás otros dioses junto a mí” (AHZ:260). El dios que así habla es el Dios del monoteísmo, celoso y huraño, que no sabe bailar ni reír. Nietzsche era ateo declarado y Zaratustra se autodenominaba “el ateo”. En su encuentro con el papa jubilado se menciona que el Dios huraño, celoso, oscuro y ambiguo murió de un modo muy distinto. No murió de risa sino de compasión por amor a los hombres siendo “(…) un dios escondido, lleno de secretos” (AHZ: 356).

En el pensamiento nietzscheano este Dios-padre de lo tortuoso, el dios cristiano tan maldecido en El Anticristo aparece en el Zaratustra como una suposición, “(…) un pensamiento que vuelve torcido todo lo derecho y que hace voltearse todo lo que está de pie” (AHZ: 136).

El Dios que subyace en la crítica nietzscheana al hombre moderno, a ese último hombre heredero de la tradición judeocristiana, es aquél creado por las doctrinas que el propio Zaratustra maldice por ser enemigas del hombre: “(…) de lo uno y lo lleno y lo inmóvil y lo saciado y lo imperecedero” (AHZ: 136). Todos estos atributos de Dios coinciden con la descripción del ser parmenídeo, padre de la metafísica de la presencia criticada por los dos autores que se retoman de manera principal en el presente escrito.

Levinas se asume creyente y heredero de la tradición hebrea; sin embargo desde ópticas distintas es posible vislumbrar una reivindicación similar a la de Zaratustra, el ateo. La crítica a la metafísica moderna es a su vez en Levinas una crítica a la teología tradicional “que trata la creación en términos de ontología”. En las conclusiones de Totalidad e Infinito Levinas afirma que de lo que se trata es de “(…) sustituir la idea de totalidad en la que la filosofía ontológica reúne verdaderamente lo múltiple, por la idea de una separación que resiste a la síntesis” (TI: 297).

Para Levinas la trascendencia es separación, no se cierra en una totalidad. Por consiguiente, la multiplicidad no es en virtud de una totalidad que la contiene. Levinas habla de una “anarquía esencial” de la multiplicidad, o sea de la ausencia de un plano común o de un origen rastreable y único que la contenga. Esa anarquía de la multiplicidad, ese juego libre de voluntades, está signado sin embargo por una preeminencia ética, anterior a toda decisión volitiva, que se hace visible “(…) cuando el rostro se presenta y reclama justicia” (TI: 298). Ese hecho es el que da lugar a la metafísica como trascendencia y a la epifanía de la divinidad en el rostro del otro. El lenguaje es expresión del Otro. Y el otro es separación, desbordamiento, exceso. Esa trascendencia del otro a su vez dota de sentido a la palabra Dios. Lo que Levinas describe como religión es la instancia en la cual el infinito no se deja integrar. Es decir, una “relación sin relación” del ser mundano con el ser trascendente que no lleva a ninguna comunidad del concepto ni a ninguna totalidad. Justamente la irreductibilidad del concepto, la ética fundada en el individuo concreto que es reflejo de lo divino, es la que concreta la estructura última entre el mismo y el otro, la religión.

Para Levinas el “frente a frente” no es “junto a”; el “cara-a-cara” no implica una correlación entre los términos. El recibimiento del Otro por mí implica la epifanía del rostro del Otro que continúa haciéndome frente a pesar de estar unido a mí por medio de la conjunción “y”. El “cara-a-cara” como situación última es sostenida por la religión (TI: 104). Levinas se plantea dotar de sentido la palabra “Dios” pero sin recaer en la teología tradicional. En el pensamiento levinasiano se prescinde de la teodicea y se concibe a Dios de un modo distinto a como la divinidad aparece en la filosofía del Ser y la presencia y que Nietzsche declaró muerto por compasión a los hombres. El pensamiento de Levinas en torno a la trascendencia está en consonancia con la divinidad que el propio Zaratustra concebía posible en la multiplicidad. Una divinidad que consiste en que haya dioses y no dios, centrada en el papel del propio hombre como creador de nuevas tablas. Ante la inmovilidad del ser parmenídeo, ante la metafísica del Ser y la presencia, Zaratustra proclama el “todo fluye” de Heráclito. Manifiesta el amor fati y convoca a los que no se preservan a sí mismos y se hunden en su ocaso. Zaratustra exclama: “Oh hermanos mios, ¿no fluye todo ahora?, ¿no han caído al agua todos los pretiles y los puentecillos? ¿Quién se aferraría aún al bien y al mal?” (AHZ: 284).

Hacer dialogar a un autor creyente como Levinas con el pensamiento ateo de Nietzsche no es descabellado si se tiende un puente a partir del distanciamiento en torno a la ontología de raíz parmenídea que concibe un ser sólido y sin fisuras y que desemboca en una contundente crítica a la metafísica moderna y a la racionalidad que en palabras del propio Levinas termina “devorando” al sujeto. El rostro como dador de sentido quiebra las premisas de la filosofia de lo neutro, donde el ser impersonal está por encima del ente. La metafísica que propone Levinas está sustentada en el deseo opuesto a la necesidad, deseo concebido “(…) como la medida de lo infinito que ningún término, ninguna satisfacción detiene” (TI: 308). Este modo de concebir la metafísica no está inscripto en la lógica de la intencionalidad en la cual se busca develar el ser del ente o conciliar la diferencia del Mismo y del Otro en una totalidad.

La trascendencia se piensa en torno a la idea de lo infinito que excede la capacidad del pensamiento; por ende, no se compromete la integridad de lo que es tocado por el pensamiento. El infinito entonces es intangible y su distancia es infinita, como la del extranjero, como la del Otro: “La alteridad metafísica es anterior al imperialismo del mismo” (TI:62). Por eso el deseo metafísico que surge a partir de poder pensar lo infinito no es el deseo que se apacigua con la posesión de lo deseado. El deseo de lo infinito es perfectamente desinteresado; esto es, la Bondad (TI:74). En Nietzsche esa bondad está dada por el don suscitado por “la virtud que hace regalos”, la más alta de las virtudes. Nietzsche habla de un sano egoísmo, el del amor que hace regalos, el del ladrón de todos los valores en contraposición al egoísmo del pobre, representado en la figura del último hombre que  mira con ojos de ladrón todo lo que brilla y dice “Todo para mí” (AHZ: 123). La crítica entonces a la metafísica moderna conduce a una nueva subjetividad, distanciada de aquellos valores y modos de relación que puedan estar en consonancia con la ontología moderna. El “de otro modo que ser” de Levinas podría establecer un diálogo fecundo con las nuevas figuras de la subjetividad que se proponen en el Zaratustra, con el prójimo, el amigo y aquellos “espíritus libres” a los cuales Nietzsche otorga la responsabilidad de empuñar el martillo para destruir las viejas tablas y a la vez de crear nuevos valores.



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