La pregunta que guió esta tesis fue de qué modo se gobierna a la juventud en riesgo en Argentina a través de programas de prevención social del delito. Eso requirió entre otras muchas cosas, mirar esos espacios que llamé intermedios, entre las formas de inclusión social más clásicas y las de seguridad y control penal más duras. Y la mirada sobre ese espacio no resultó, tal como podía esperarse, en una imagen de bordes nítidos, sino más vale borrosos y no del todo estables. También requirió despejar esas comillas que anudaban a la juventud con el riesgo, refinar qué demarcaba los límites etarios de la categoría y cómo se leía al considerar la dimensión de género. ¿De qué lado del riesgo estaban los varones y las mujeres jóvenes? ¿del lado de la producción o de la recepción de los riesgos? ¿o dependía de qué riesgos se tratara para unos y para otras? ¿o de quién se encargara de tratarlos?
Para despejar los interrogantes conduje una investigación cualitativa que se propuso indagar en el asunto desde las instancias más abstractas e ideacionales del proceso – lo que supuso proponer una suerte de genealogía sobre el problema y una ubicación en el contexto actual de época-, hasta las prácticas concretas más cotidianas, en las que se implementaba un programa de prevención social del delito, específicamente, el Comunidades Vulnerables. La tesis intentó transitar el modo de gobierno entendiendo al Estado como un ente en capas (Haney, 1996), y siguiendo una perspectiva que permitiera, aún asumiendo un enfoque institucionalista, recuperar lo complejo de la regulación social, en la que se traman proyectos de inclusión y control gubernamental, con apropiaciones y resistencias de los sujetos a gobernar (Llobet, 2009, Fraser, 1991, Watson, 2000, Elizalde, en prensa).
Los resultados
La cuestión del riesgo asociado a ciertos sectores de la juventud, y los intentos de decisores de políticas públicas y demás agentes estatales de manejarlo, en sus diferentes formas y alojamientos, recorre la tesis: riesgos anudados a subjetividades, riesgos propios de los desarrollos sociales que impactan en los individuos, tensiones entre formas solidarias e individuales de abordarlos y evitarlos o minimizarlos, debates en torno a las figuras responsables de hacerlo, riesgos como sinónimo de situaciones indeseables, o con formas positivas, como antesala de mejores cotidianidades. En el contexto contemporáneo, el primado de las ideas de gestión individual de los riesgos indica que la intervención estatal, nombrada como políticas del individuo (Merklen, 2013), se reserva para aquellos casos en los cuales los individuos no pueden hacerlo por sí solos del modo socialmente aceptado. La asistencia se condiciona a través de un contrato particular, que requiere que el asistido se active y se responsabilice individualmente tanto de sus trayectorias pasadas, como de sus circunstancias presentes y sus proyecciones futuras. La ayuda para la activación que brinda la intervención estatal, se orienta a que el individuo en cuestión pueda armarse rápidamente, para volver a la batalla cotidiana por la supervivencia.
La investigación que aquí se presentó expuso las variadas formas que adquiere el riesgo, y sus sentidos, que se vincularon estrechamente con la interpretación de necesidades, tanto desde las perspectivas institucionales, como desde las de quienes deben ajustarse a definiciones dominantes para acceder a la asistencia. Las formas locales de intervención estatal, informadas por las realidades propias, habrían adherido, en gran medida, a los principios de estas políticas del individuo.
Específicamente, al enfocar en programas de prevención social del delito juvenil argentinos, la figura del contrato establecía acuerdos sobre la gestación de un proyecto de vida. A través de éste podrían canalizarse las formas legítimas de hacer frente a los riesgos circundantes que impidieran no sólo formas de integración socialmente aceptables, sino los tránsitos a la adultez esperados y necesarios para la reproducción social. Los programas propondrían un forma de gestión centrada en el acompañamiento institucional a los sujetos para que éstos se activaran en la creación y desarrollo de su propio proyecto. Pero lo curioso es que, para establecer esos acuerdos, se impuso como necesario ofrecer un estímulo para que los sujetos se dejaran acompañar. Éste fue el rol que cumplieron las entregas de dinero en forma de TCI, un “subsidio terapéutico” (Zelizer, 2011). El análisis de este componente permitió clarificar los objetivos de gobierno sobre jóvenes en riesgo, al tiempo que reconstruyó el sentido de esos ingresos para las estrategias institucionales. El dinero era valorado, para los programas, por su potencial en habilitar una intervención instructiva sobre cómo ganarlo; con ese fin, a su vez, permitía trasmitir una serie de valores asociados a ciertas interpretaciones de necesidades legítimas, riesgos a evitar, y estrategias para hacerlo. La persecución institucional de los fines del dinero vinculados con su potencial instructivo, menospreciaba -sin ocluir- otras dinámicas sobre sus usos y sentidos, aún aquellas que entraban, transitoriamente, en contradicción con sus ideales. La creencia en el efecto rehabilitador de la instrucción institucional, podía tolerar que el dinero entregado compartiera una triada de formas legítimas de ingresos para los jóvenes, quienes consideraban al dinero de la asistencia como uno que complementaba – especialmente por su regularidad-, los del delito y el trabajo informal.
Lo poroso de la regulación estatal que pudo observarse en torno al efectivo uso de las TCI, se mantendría al interior de las dinámicas de intervención. Mientras el proceso de instrucción sobre cómo ganar dinero era aceptado y respondido según algunas de las expectativas institucionales, también fue posible reconocer sus contestaciones, resistencias e intentos de impugnaciones por parte de los y las jóvenes. El contrato sobre el proyecto de vida propuesto institucionalmente se configuraba como un marco de intervención dentro del cual se habilitaban espacios de maniobra (Haney, 2002) que posibilitaban sentidos alternos, o ampliados, sobre los significados de la inclusión social, las necesidades y los riesgos. Mientras el efecto de la tolerancia permitía mantener la instrucción activa, producía tipos de sujetos y reforzaba, según los casos, subordinaciones ancladas en desigualdades categoriales, de edad y de género. A su vez, dichas subordinaciones funcionaban en favor de los argumentos que justificaban la necesidad de la persistencia de la intervención, en su doble función de control y cuidado; o, en otras palabras, de perseguir objetivos de seguridad e inclusión. Desde este punto, los programas locales empiezan a distanciarse un poco de la forma típica de las políticas del individuo.
Las particularidades locales
El interés de los programas por justificar la necesidad de su intervención sobre los/as jóvenes que solos no pueden es, a mi entender, una de las marcas más significativas de la gestión local. Mientras originalmente la ideología de los nuevos contratos querría asegurar una activación individual, evitar la asistencia inmerecida y resguardar los recursos de la intervención estatal (Rose, 1996, Lister, 2002), la forma local de gobernar la juventud en riesgo mediante programas sociales, y especialmente de prevención del delito, parecería estar escapándose un poco a la fórmula. Es decir, en los capítulos de la tesis señalé que, globalmente, el modelo predominante de gestión de esta población era el de la oportunidad. Me refería con él, a aquel que reconoce, desde el Estado, la necesidad de intervenir para corregir ciertos desvíos de los jóvenes, pero que está atento a que, como sujetos racionales y responsables, los asistidos aprovechen esa oportunidad de cambiar; esta oportunidad sería presentada como única de modo de reducir las chances de abuso y dependencia estatal, situación que busca explícitamente ser evitada por las administraciones contemporáneas. Lo que el análisis presentado para el caso argentino demuestra es que la inclusión institucional en estos espacios intermedios no es presentada como una única oportunidad, a partir de la cual decidir hacia qué ámbito de la regulación -del sistema de bienestar o del penal- la sentencia debe dirigirlos. La promoción de la oportunidad se renueva constantemente, sin caducar. En este sentido, las políticas locales se distancian de las que caracterizan a las políticas del individuo en la medida en que no hay necesidad de devolver a las personas asistidas a la batalla solas, sin compañía; la batalla se librará desde la inclusión institucional con el acompañamiento cercano de la instrucción estatal sobre el proyecto de vida que en sí, nunca cobra vuelo propio.
En el inicio de la tesis, una de las preguntas que orientaba el desarrollo era ¿qué marcas de las transformaciones en el modo de gobernar lo social se registran en la forma en que Argentina despliega políticas de prevención del delito dirigidas a jóvenes? Mientras que dichas transformaciones, tanto en el plano más general como en el específico del delito, se caracterizaron en los capítulos 2 y 3, ya desde el 4 pudieron mostrarse las continuidades y las rupturas en la escena local.
En primer lugar, se advirtió la continuidad respecto a que la modalidad de intervención se sustenta en una dinámica de individuación que produce sujetos en base a exigencias formales de activación y responsabilidad individual (Castel, 2004, Garland, 2005, O´Malley, 2006, Merklen, 2013, Haney, 2004, Miller y Rose, 2008). En la figura del contrato, pacto, o acuerdo de inserción sobre la gestación de un proyecto de vida pueden reconocerse estas formas. También en el discurso de la condicionalidad que tiene la asistencia dispensada por el Estado, que supone, por un lado, dirigirse hacia un actor racional capaz de aprovechar la oportunidad brindada, y por otro, evitar la temida desincentivación o vagancia, tradicional de los asistidos.
Sin embargo, al revisar los fundamentos sociales y criminológicos de los programas de prevención social del delito, especialmente del Comunidades Vulnerables, así como testimonios de funcionarios y operadores, se marcan ciertas distancias con ese tipo de racionalidad neoliberal. Especialmente cuando los objetivos de las intervenciones de prevención del delito, se orientan a la construcción de ciudadanía o restitución de derechos ante las cuales media la inclusión social en espacios laborales o educativos. La reducción de la criminalidad es un objetivo de segunda instancia que se coloca como efecto del cumplimiento del objetivo anterior. En este orden se articulan los intereses securitarios con los de inclusión social, y no de otro modo. Resuena, entonces, una fundamentación de la intervención más representativa de aquellos propios del welfare penal que de la nueva cultura del control del crimen, cuyo principal objetivo es impedir la comisión de delitos o su reincidencia.
Pero podría suponerse que la expresión de estas prioridades responde a un postura institucional que es meramente retórica, aunque no por menos productiva. Con la intención de validar la efectividad de esas ideas -que son intervenciones- se trasladó la mirada hacia las interacciones entre operadores y jóvenes. Entonces se advirtió que tanto el acceso a derechos y restitución ciudadana como la disminución de la criminalidad, permanecían en un horizonte presente, pero lejano. Por su parte, la inclusión social entendida como inserción educativa y laboral tampoco formaba parte de las preocupaciones cotidianas concretas, aunque ocuparan un lugar más cercano a las tareas diarias. Si el foco no respondía a las intenciones de disminuir la criminalidad, pero tampoco, en lo concreto, de incrementar la inserción educativa y laboral de las personas asistidas ¿cuál era la misión de estos programas de prevención social del delito?
Efectivamente la misión de estos programas parece ser la producción de sujetos activos que cuenten con las herramientas necesarias para enfrentar la vida cotidiana; en ese sentido se los instruye para tomen la responsabilidad individual de sus elecciones sobre cómo manejar los riesgos. En una de sus formas más concretas, los programas los instruyen sobre modos legítimos de ganar dinero. Pero aquel discurso de derechos enunciado, aunque aparezca un poco alejado, influencia los contornos de las expectativas sobre la activación y la responsabilidad individual. Por un lado, el espíritu de la retórica de derechos habría informado la decisión de, con muchas limitaciones de ejecución concreta, optar por utilizar el enfoque de la prevención social del delito para gestionar un segmento de la delincuencia juvenil, que como se ha descripto, suele representar a las estrategias más protectivas y menos punitivas hacia los/as jóvenes (Crawford, 1998, Sozzo, 2000). Por otro lado, esa influencia podría explicar la configuración multilocalizada de responsabilidades que los programas encuentran. Es decir, en estas propuestas, los individuos no son los únicos responsables de los riesgos que los aquejan, y mucho menos aparecen como los únicos que deberían comprometerse en gestionarlos. Aunque, finalmente, la tarea de gestionar los riesgos se endilgue mayormente a los individuos asistidos. En suma, los programas reconocen que, además de los riesgos mixtos del entorno, como las malas juntas familiares y comunitarias, y aquellos riesgos esenciales propios de sus condiciones de juventud y género, también están expuestos a los riesgos que llamé externos producto de abusos o ausencias estatales. El reconocimiento de riesgos externos, y una cuota de responsabilidad estatal -más discursiva que puesta en práctica- podría colaborar en la tolerancia que los programas tienen al incumplimiento de las condiciones pautadas, idealmente, por los contratos en torno a la generación del proyecto de vida.
La tolerancia y sus costos
En rigor, la tolerancia local podría tener dos explicaciones que no se requieren mutuamente pero mucho menos se excluyen. Una es que la habilitación de la misión instructiva tiene un peso mayor que el control y el castigo sobre los incumplimientos. Mientras haya espacio para las tareas de normalización y producción de una determinada subjetividad, ciertas inadecuaciones, imposibilidades y discrepancias de parte de los jóvenes son minimizadas y aceptadas. Pero por otro lado, la existencia de estos riesgos externos y responsabilidades estatales podría colaborar también con esa tolerancia; en suma, los programas saben que nunca cumplen sus propios presupuestos de integralidad. Es decir, si a la consideración del entorno complejo en el que viven los/as jóvenes, que los programas consideran riesgoso, se adosan otros riesgos en cuya producción y gestión las instituciones tienen responsabilidad y a la vez pocas respuestas, sería lógico suponer que los programas comprendan que su auditorio es doblemente difícil de interpelar. En la medida en que las instituciones estatales suelen ser para los jóvenes espacios de los que han sido expulsados (escuelas) o por los que han sido castigados (comisarías, juzgados), estas estrategias de prevención social deberían ofrecerles otros tratos para configurarse como un lugar por el cual dejarse acompañar. De allí, entonces, que las aparentemente rígidas figuras del contrato, el proyecto de vida y sus términos y condiciones, se flexibilicen para no fracasar antes de poder existir.
La postal que se construye es la de un modo de gobierno de la juventud en riesgo tolerante. Pero esa tolerancia tiene matices que es necesario clarificar, y que no sólo significan aceptar controversias en función de reconocer lo precario de su acción. Por un lado, es una tolerancia con efectos restrictivos sobre las subjetividades. Los varones son infantilizados y sus criterios de acción son, aunque no reprimidos, sí desvalorizados de modo tal que las instituciones los mantienen en una posición de subordinación etárea. Las mujeres, si bien cuentan con un reconocimiento institucional por se madres, y no se las acusa de inmaduras, son asistidas por su vulnerabilidad intrínseca como mujeres y ubicadas por tanto en una posición subordinada de género. A los varones y a las mujeres se les restringen sus experiencias vitales, a unos por su incapacidad de trascender a una posición etárea de mayor poder, y a otras por ser confinadas a estar bajo la protección de otros. Por otro lado, la tolerancia tiene efectos desconcertantes sobre las y los jóvenes en un doble sentido. En primer lugar, en la medida en que los programas les exigen activación en la gestión cotidiana de los riesgos, pero deslegitiman los criterios de acción con los que los y las jóvenes actúan. La discordia suele versar en que las acciones legítimas para resolver una misma necesidad -por ejemplo la obtención de dinero- se distinguen en función de la dimensión temporal: mientras entre los jóvenes se prioriza el presente, los programas enfocan en el futuro. En segundo lugar, la tolerancia tiene efectos desconcertantes pues esta contradicción entre activación e invalidación de criterios opera particularmente. Es decir, la evaluación que los programas hacen sobre la forma en que los y las jóvenes cumplen el contrato, se activan y se responsabilizan o no, es caso a caso.
Así las cosas, aunque este modelo de tolerancia tiene un carácter restrictivo hacia las subjetividades no puede catalogarse como un modo punitivo de encarar la prevención del delito, no, al menos, en estos espacios que llamé intermedios. Eventualmente, y según los modelos propuestos en el capítulo 3, Argentina se movería entre la tolerancia y la oportunidad. Sin embargo, el carácter del modelo de oportunidad sintoniza mejor con el despliegue tradicional de las políticas del individuo, y no fomentaría la dependencia estatal tal como advierto que hacen los programas estudiados.
Las conclusiones a las que esta tesis me permitió abordar me sugieren dos tipos de interrogantes, que quiero formular, antes de cerrarla. El primero, de orden investigativo, y el segundo de orden político -sólo si a los fines argumentativos se me permite no caracterizar, también al primero, como político.
Las nuevas preguntas hacia la investigación
Si esta investigación ofrece una pregunta sobre el modo de gobierno de la juventud en riesgo, a través de programas de prevención social del delito, quizá el paso siguiente requiera ampliar la mirada. En efecto, como parte de esos riesgos mixtos que se identificaron, señalé el rol paradójico del barrio, a veces partícipe de la estrategia de rescate, y a veces causal de desvío. Mientras los programas trataban de armar a los jóvenes para poder habitar esos barrios y confiaban en el poder instructivo de sus intervenciones, no ocultaban su preocupación.
“Más allá de lo que hayamos hecho en el programa, o la voluntad de los pibes, vuelven al barrio y vuelven a caer.”
Lo que aparece en forma de incógnita, y difusamente expresada en los testimonios de operadores/as y funcionarios/as, es la existencia, en los barrios, de condiciones amenazantes que estimularían la participación diferencial de ellas y ellos en acciones riesgosas (prácticas delictivas, uso de fuerza física para relacionarse con otros, prostitución, consumo y venta de sustancias) las cuales contradicen las propias de aquel proyecto de vida ideal. Las/os operadores/as de los programas de prevención del delito parecen desconcertados al toparse con un adversario (o varios) a quien (es) advierten desdibujadamente en el territorio pero que no puede(n) rodear, y que les disputa(n) la clientela (Haney, 1994, Rose, 1996). Otras formas de regulación estatales, paraestatales, informales, ilegales, o comunitarias ofrecerían recursos a las y los jóvenes a cambio de que se comporten según unos criterios que no condicen con los del proyecto de vida que esperan los programas.
En la medida que los proyectos de gobierno estatales suponen formas de integración social que deslegitiman las subjetividades juveniles populares, ¿podría pensarse que los y las jóvenes estarían encontrando en otros proyectos de gobierno presentes en la comunidad desplegados en el territorio (en los que el Estado interviene directa o indirectamente por acción u omisión) repertorios disponibles de acciones sobre los cuales hacer elecciones que impidan finalmente el acceso a los derechos que el Estado -en su faceta más formal – supone garantizar?
Quizás, el próximo paso en la comprensión del modo de gobierno de la juventud en riesgo, requiera correr el foco hacia el espacio de la comunidad y desde allí ubicar las intervenciones de estos programas. Es decir, avanzar sobre espacios más amplios de gobierno comprendidos en la idea de “comunidad” y en la complejización de relaciones público/privado que habilita la configuración de múltiples actores sociales y políticos en ella (de Marinis, 2005). ¿Habrá en los espacios de la comunidad y el territorio pistas para identificar las tramas de relaciones con las que los y las jóvenes sienten más afinidad (Rose, 1996) que con las que intentan constituirse desde los espacios institucionales como los programas?
Posiblemente, para allanar ese camino haya que reconstruir, apelando a la perspectiva de los y las jóvenes, los modos en que se articulan los proyectos de gobierno que encaran los programas de prevención del delito y de inclusión juvenil, con los de otras agencias estatales como la policía y la justicia, pero también, con los de organizaciones de la sociedad civil, y con tramas de relaciones y actores vinculados al mercado de trabajo informal, de drogas y a la economía del delito.
El interrogante político
Ahora bien, por otro lado, y hasta lo que esta tesis pudo aportar desde esta mirada, quizás sea posible entender a estos programas de prevención social del delito como una combinación transitoria entre tregua (para algunos jóvenes, cuyos vínculos con el delito no tienen consecuencias consideradas muy graves) y remiendo (de situaciones de desigualdad que no pueden o no quieren abordarse estructuralmente). Sólo mediante el acompañamiento, tan valorado por operadores/as y funcionarios/as, estos programas no parecen estar proporcionando a los y las jóvenes la inclusión social perseguida por sus discursos. Quizás, en el marco de un Estado guiado por el enfoque de la Inversión Social en las nuevas generaciones (Lister, 2002, Jenson, 2009), se esté esperando que otras políticas de más alcance -como la Asignación Universal por Hijo en combinación con otros avances, tanto en materia de seguridad, como de protección de derechos de niños, niñas, y adolescentes-, empiecen a dar sus frutos en materia de justicia social, y los jóvenes de la próxima década estén menos al borde.
¿Será éste un proceso de transición? ¿hasta que los argumentos que insisten en que el problema del delito juvenil no es otro que un problema social -no sólo de privación económica, sino de múltiples deudas estructurales, sociales, culturales, en el seno de una actualidad que marca permanentemente las formas de la desigualdad-, ganen hegemonía? ¿O acaso ya no será posible volver a pensar el problema del delito juvenil como social, en un contexto de inversión de responsabilidades entre lo individual y lo social (Kessler y Merklen, 2013), en donde lo que prima desde las políticas es enseñarles a las personas cómo valerse por sí mismas sin cuestionar la desigualdad?
Por otro lado, y suponiendo que no sea posible evitar las centenarias asociaciones de lo juvenil con lo disruptivo -propias de las luchas generacionales por el poder-, ¿podrá dejar de reservarse ese lugar del “otro amenazante” para, especialmente, los varones pobres jóvenes, con la consecuente invisibilidad de las mujeres jóvenes en casi todo ámbito en que se disputen sentidos?
Algunas reflexiones finales…
En cualquier caso y mientras tanto, ¿podría pensarse que los modos de regulación social que suceden en estos programas representan estrategias en las que todos ganan un poco? Al tomar el caso estudiado del Comunidades Vulnerables y su década de instalación en un barrio del Gran Buenos Aires, podría -aunque tímidamente- afirmarse que sí. La gestión estatal que responde al discurso de los derechos estaría ganando cierto control sobre una población a la que entiende de difícil acceso -por su ubicación intermedia entre la meramente vulnerable y la propiamente delictiva-, y configurando subjetividades funcionales a los fines del gobierno. Por su parte, los/as jóvenes beneficiarios/as obtendrían, sin demasiadas claudicaciones ni verdaderos ajustes sobre sus cotidianidades, algunos recursos económicos y simbólicos, con los que protegerse frente a ciertas situaciones comprendidas por ellos/as como riesgosas.
Algunas de las preguntas que formulo en este cierre de la tesis, no podrán ser contestadas hasta dentro de unos años, cuando el paso del tiempo nos permita mirar para atrás y observar qué camino se siguió. De lo que no me quedan dudas es sobre que no hay razón ni modo de mirar las relaciones entre las formas de regulación estatal y las personas si no se transita por los diferentes niveles e instancias en los que esas relaciones suceden. No podría haberse llegado a concluir que la forma de gobernar a la juventud en riesgo mediante programas de prevención del delito es tolerante -incluyendo la exigencia de activación y responsabilidad individual pero fomentando la dependencia estatal-, sino se hubieran rastreado los antecedentes de las formas de gestión del delito juvenil, tanto históricas como contemporáneas, de aquí y de otras partes del mundo, y analizado los documentos y discursos institucionales. Pero sobre todo, no se podría haber hecho sin integrar el análisis de esos datos con aquellos provenientes de la observación prolongada en el tiempo de las interacciones y negociaciones cotidianas entre los/as operadores/as que implementan estas políticas y los y las jóvenes que aceptan los contratos pautados por las intervenciones, pero también los esquivan, los contestan y los resisten, contribuyendo sustancialmente al resultado final del modo de gobierno.