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6 La construcción de un gobierno tolerante

La activación esperada y sus controversias

En el capítulo anterior se trató cómo se lograba la interpelación estatal a través de la entrega de una transferencia condicionada de ingresos que, más allá de sus múltiples sentidos para el Programa y los jóvenes, cumplía la misión de habilitar el proceso de intervención institucional. Comenzaba a notarse cómo en esa interpelación se reunían las racionalidades, modelos de gestión e interpretaciones de operadores/as y funcionarios en el encuentro concreto del Estado y los y las jóvenes.

Este capítulo ahonda en cómo una vez adentro del Programa los acuerdos establecidos en el momento inicial se ponían en marcha y se complejizaban. Tal como se ubicó en los capítulos anteriores, los programas como el Comunidades Vulnerables representan formas de las políticas del individuo que tienen como misión armar a las personas que no pueden hacerlo por sí solas para retomar la batalla cotidiana con autonomía. En el caso estudiado la instrucción necesaria sería, específicamente, sobre los modos legítimos de ganar dinero, en cuyo desarrollo se intentarían introyectar un conjunto de valoraciones y criterios para enfrentar la vida autónomamente.

El capítulo se divide en tres partes de resultados y una en donde se enlazan para contribuir a la caracterización del tipo de gobierno de la juventud en riesgo que parece configurarse. La primera parte se ocupa de la dinámica de instrucción que reconoce una inspiración en las tecnologías del yo foucaultianas. Estas se distancian de los grandes esquemas políticos, o de las codificaciones ideológicas, y significan, más vale, mecanismos prácticos y reales, locales y aparentemente nimios, a través de los cuales diversos tipos de autoridades pretenden normalizar y guiar las ambiciones, aspiraciones, pensamientos y acciones de los otros, a los efectos de lograr los fines que ellas consideran deseables (de Marinis, 1999:15, Miller y Rose, 2008b:32). Cómo se verá enseguida, están animadas por intenciones de dirigir, moldear, modelar y modular la conducta de otros, pero también están sometidas a las resistencias de aquellos sobre quienes se aplican, por eso, son contingentes (de Marinis, 1999:16). Entonces, mientras que en el primer apartado se demuestra cómo las y los jóvenes respondían a las expectativas de activación de la propuesta institucional, en el siguiente comienzan a evidenciarse las fisuras de la intervención: la activación producida en los y las jóvenes conllevaba la identificación de unos modos de satisfacer necesidades y gestionar riesgos que no coincidían con las formas propuestas por el Programa. En tercer lugar, se caracteriza el resultado del gobierno como tolerante, donde es posible que emerjan sentidos alternativos sobre la inclusión social y los riesgos. No obstante, el modelo es productor de una serie de subjetividades fortalecidamente subordinadas, en función de las posiciones que los y las jóvenes tomarían respecto de los riesgos. El resultado del esquema de intervención devuelve una postal compleja en la que se combinan, sin obstaculizarse, formas de dependencia con exigencias de activación y responsabilización individual. El final del capítulo se anuncia así: la vuelta a la batalla cotidiana es un vuelta acompañada.

La propuesta del capítulo incluye la pretensión de demostrar que no es posible comprender el funcionamiento del gobierno en concreto si no es observando las negociaciones que en torno a él se generan entre las interpretaciones dominantes y las subordinadas. El foco en las interacciones y la posibilidad de recuperar perspectivas de los sujetos de gobierno permite advertir los “espacios de maniobra” (Haney, 2002) que una particular configuración estatal habilita.

“El Estado de bienestar distribuye beneficios y construye necesidades a nivel nacional y organiza espacios donde maniobran los clientes a nivel local, allí se situaría el concepto de maniobrabilidad en vez de la tradicional agencia o autonomía; el Estado posibilita y constriñe, a la vez, a los individuos que asiste. El Estado moldea la manioabrilidad de sus beneficiarios demarcando las posibilidades de reclamar derechos y definiendo cuán participativa es la definición de las necesidades; también afecta la maniobrabilidad cuando otorga herramientas concretas a los beneficiarios para defender sus intereses. A través de sus redistribuciones e interpretaciones el Estado determina cuánto lugar hay para que los beneficiarios maniobren discursivamente, prácticamente e institucionalmente.” (Haney, 2002:17)

El foco en la maniobrabilidad permite observar cómo las instituciones habilitan, y el modo en que las poblaciones a gobernar negocian, las interpretaciones sobre sus necesidades (Fraser, 1991), los modos de volverse gobernables y las responsabilidades de cada quién para conseguirlo. Tal como repone LLobet (2012:17) en función de los planteos de Nancy Fraser que ya se han puntualizado, las estructuras sociales operan como “patrones institucionalizados de interpretación, a través de los cuales ciertos significados adquieren una estabilización temporaria y una hegemonía relativa”. Si estos patrones, aún con sus heterogeneidades interiores, son los que se han tratado de mostrar en los capítulos anteriores, en éste el objetivo es mostrar que

“la contestación entre discursos es un proceso positivo que ofrece el potencial de desestabilizar los patrones existentes y crear otros emancipatorios. Esta capacidad de desestabilización del discurso es iluminada mediante el concepto de multiplicidad discursiva” (LLobet, 2012:17).

En este punto, este capítulo se suma a otros esfuerzos de la literatura internacional pero especialmente local (LLobet, 2009, Elizalde, en prensa, Gentile, 2010, Litichever, 2009) de reponer las voces de las y los jóvenes e incorporarlas a la producción del gobierno. Así, el capítulo no sólo pretender aportar a restaurar la lógica cotidiana de interacciones en una implementación concreta de un programa de prevención del delito juvenil, sino especialmente hacerlo en función de otorgar primacía a las voces y acciones de las y los jóvenes interpelados por tal política. Las ideas que guían las prácticas institucionales del programa Comunidades Vulnerables han sido intensamente trabajadas en los capítulos anteriores. Y si bien las voces de los y las jóvenes se han colado en esos discursos porque los mismos han sido modelados en función de las interacciones entre operadores/as y ellos/as, éstas aparecieron, en mayor medida, habladas por otros, especialmente por personas ubicadas en posiciones de mayor jerarquía tanto de clase como de edad.

Entregarse al acompañamiento y la instrucción: la importancia de hablar de sí mismo

Tal como se anticipó en el capítulo anterior, las propuestas estatales logran interpelar a jóvenes en riesgo a partir de la entrega de un dinero con sentidos múltiples, y así inician la gestión prevista. En el capítulo 4 se describió cómo para operadores/as y funcionarios/as el acompañamiento en la gestación del proyecto de vida era la piedra angular del modo de gobierno. Las y los jóvenes se prestaban, entonces, al doble proceso de instrucción y acompañamiento. Lo que estas gestiones hacen, principalmente, es apoyar a los y las jóvenes en el manejo de los riesgos que aquí se han identificado como mixtos y esenciales. Es decir, la gestión enfoca en los riesgos provenientes de los entornos de los y las jóvenes, sus carencias de buenas influencias y referencias, así como aquellos que anidan en sus propias subjetividades y que son diferenciales según género: los varones y su propensión a vincularse con malas juntas y delinquir, y las chicas y su soledad. El modo en que los programas proponen hacer frente a estos riesgos es, como se señaló, mediante técnicas instructivas que les trasmitan formas legítimas y legales, en particular para proveerse de dinero, pero en general de manejarse en la vida cotidiana.[1]

El programa Comunidades Vulnerables tenía entre sus cuatro ejes de acción, trabajar sobre la dimensión vincular de las subjetividades de sus beneficiarios/as. Este eje de alguna manera transversalizaba los demás (laboral, jurídico y sociocomunitario) pues su impronta podía rastrearse tanto en actividades relacionadas con el apoyo a la búsqueda de empleo, o con el fortalecimiento de lazos con la comunidad, o con la restauración de la relación con la ley. A partir del eje vincular se proponía a los y las jóvenes poner el foco en sí mismos y revisar las trayectorias pasadas que podrían explicar sus situaciones presentes -vinculadas al riesgo, como el delito-, y proyectar el futuro. En la guía de talleres del libro que recupera la experiencia del Comunidades Vulnerables (Müller y otros, 2012) se detallan los objetivos del taller Proyecto de vida e identidad. Allí se esperaba desarrollar:

“La reflexión de los jóvenes sobre sus propias vidas en orden a la recuperación de sus pasados, el fortalecimiento de sus vínculos y el análisis crítico de la situación en la que se encuentran, con el objetivo de que alcancen la capacidad de proyectarse autónomamente hacia el futuro.” (Müller y otros, 2012:234)

La propuesta era clara: ellos y ellas eran invitados/as a recordar su pasado, evaluarlo, explicar los desvíos y luego hacer un raconto de sus capacidades actuales en pos de proyectar un futuro deseable. Interesa remarcar, porque es una dimensión central, la cuestión de la temporalidad que preocupa especialmente a estos programas y que se enlaza estrechamente con la idea de un proyecto de vida, cuyo diseño, como ya se ha apuntado, debe hacerse en la etapa adolescente-juvenil. La pretendida introyección de normas tiene una linealidad deudora de una organización temporal que intenta naturalizar y universalizar la forma de las transiciones.

La invitación de los programas parece ubicarse dentro de las tecnologías del yo de raigambre foucaultina y difundidas ampliamente en las implementaciones de programas sociales. La confesión emocional y pública es la piedra angular de la estrategia de gobierno (Mc Kim, 2008, de Foucault, 1978, Haney, 2004) que enfatiza en la introspección y en la creación de una subjetividad terapéutica. Estas prácticas requieren que los beneficiarios abran sus emociones más profundas, identifiquen patrones de comportamiento desviados y se regulen entre ellos. Como se ha ido describiendo en la tesis, las nuevas formas de gobierno conllevan dinámicas de individuación que exigen a las personas activarse y responsabilizarse por las decisiones tomadas (Merklen, 2013, Schuch, 2008, Rose, 1996). Las políticas del individuo que socorren a quienes no pueden cumplir por sí solos con estas exigencias, actúan del mismo modo. Estudios que han observado el funcionamiento de estas tecnologías en programas sociales describen que, el primer paso para la activación, es instalar como forma de rehabilitación la revisión de la experiencia biográfica donde prima el lenguaje del sentimiento (Schuch, 2008, Mc Kim, 2008, Haney, 2004). Las personas tienen que narrar sus historias de vida y encontrar en esos discursos las marcas de los desvíos; la identificación y reconocimiento de patrones familiares de comportamiento, por ejemplo, puede ser el primer paso para la cura. La introspección es la piedra basal de la tecnología porque el lema que prima es: la reforma está en tí mismo. Así, el objetivo del gobierno, a corto plazo, es la dominación discursiva: es decir, proveer a los sujetos de una narrativa que los convenza de que la revolución viene desde adentro (Haney, 2004: 346). En estos esquemas, las posibilidades de cambiar están a la mano de todos, sólo se trata de aprovecharlas. Esta petición sintoniza así con la tendencia general que se expuso antes y que podría nombrarse como activación interna. Esto justifica el que no sea necesario un recurso externo para afrontar la vida cotidiana. Por eso, para demostrar la voluntad de transformación -requisito indispensable para que estos programas asistan a las personas- hay que entregarse a la revisión biográfica propia.

Expresarse con palabras, hablar, era doblemente importante en los contextos que se estudiaron en esta tesis pues una de las prácticas de los jóvenes que los programas querían transformar era su socialización mediante el uso de la fuerza física. Por eso, la entrega al acompañamiento que los programas requerían de parte de los jóvenes, suponía que aprovecharan el espacio para hablar, porque en su interpretación, hablar era algo que en sus entornos de origen no habría primado.

En lo que sigue, se expone cómo los beneficiarios y beneficiarias del programa Comunidades Vulnerables se prestaban al despliegue de las tecnologías del yo, cómo adoptaban los guiones que estaban previstos para ellas y ellos. No obstante, como otras analistas han señalado (Schuch, 2008:512), estas conversaciones organizadas que suceden cuando las personas se abren a revisar sus vidas, no están exentas de la tensión propia de una escena que no es natural sino que está construida y, en cierto modo, guionada por la configuración de sentimientos guiada por los coordinadores. En efecto, en esta parte se muestra conformidad para darle cierto sustento al contrato que se entabla entre beneficiarios/as y operadores/as. Sin embargo, su carácter cuasi ficcional se hace evidente en el siguiente apartado, cuando la vida cotidiana irrumpe en el diseño institucional, y las actividades de reflexión sobre la vida pasada y la proyección futura se chocan con las dinámicas concretas del presente. Tal como se advirtió en el capítulo anterior, aunque la obtención de las TCI suponía para los jóvenes entregarse a la instrucción, el hacerlo no generaba, necesariamente, una transformación de sus hábitos.

Revisar el pasado

“Siempre participando como ahora, opinando, siempre tratando de contar mi historia (…) Lo que me había pasado a mí, que yo no había caído en nada, que por suerte tuve una buena contención con mi suegro.” (Yanina- ex beneficiaria -operadora comunitaria)

Las intervenciones de Yanina eran útiles en las reuniones del Comunidades Vulnerables porque a partir de su historia, otras y otros podían revisar las propias, sentirse identificados, saber que se podía cambiar. En una de las actividades del eje proyecto de vida e identidad previstas por el Programa, se les pidió a los/as jóvenes que reconstruyen su vida desde el nacimiento y que señalaran qué cambio en la historia habría impedido su trayectoria errática. La actividad figuraba en las guías generales del Programa en donde se describía su objetivo:

“Que los participantes puedan analizar su historia y los motivos que han actuado y actúan para que ellos se encuentren hoy donde están (…) y que busquen una cosa que quisieran que hubiera sido diferente, sólo una, y que la escriban así como la diferencia que esa modificación hubiera producido en el hoy.” (Müller y otros, 2012:237)

En la implementación estudiada se realizó este taller y esta investigación accedió a algunas de las hojas en las cuales algunos/as participantes escribieron, de puño y letra, fragmentos de sus vidas.

“A los 14 se terminó la felicidad, a mi mamá y mi papá los llevaron detenidos y yo me quedo con mi hermana solos (…) A los 15 solo en la calle no sabía qué hacer y tomé un camino equivocado, las drogas, la joda, hasta caer preso quedando por secuestro y adentro dos meses y estando en cana pude saber que iba a ser papá. Cuando salí y pasó el tiempo nació mi hijo. Ahí me volvió el alma pero después de un tiempo me separo de la mamá de mi hijo. A los 17 ahora estoy acá adentro [del programa]. Estoy bien disfrutando de mi hijo, queriendo conseguir trabajo, y con mi vieja en la calle y un hermanito nuevo. Ahora queda que salga mi papá, por ahora hay que esperar. Ahora disfruto lo que tengo con una chica que me puede cambiar algo y con mi hijo feliz.”

“Si mi papá no robara no pasaría nada y si mis viejos no pasaran lo que pasó yo estaría terminando los estudios, ni tampoco tendría los problemas que tuve.” (Mariano, beneficiario)

Mariano ubicaba el punto de su vida en que las cosas habían salido mal. Tal como el Programa buscaba, él había podido hacer el ejercicio de introspección e identificado los factores que habían desencadenado su trayectoria errada.

Mariela también se prestó al ejercicio, como muchos de sus compañeros/as, y narró que había quedado al cuidado de los abuelos cuando su mamá murió por un aborto; también que su abuela tomaba pastillas, que el abuelo la engañaba, y que cuando la señora murió, su papá -el de Mariela- enloqueció. Ella tenía 16 años. Entonces, empezó a robar y a drogarse, y la agarraron por robar un auto, la llevaron a institutos y se escapó. A los 18, su papá se suicidó, y entonces a ella no le importó nada más, y robaba lastimando, sin necesidad. En esa época, conoció a un hombre, se embarazó de él pero enseguida cayó preso, le dieron 25 años de condena y ella se tuvo que ir de la villa. Conoció a otro hombre, tuvo otro hijo, se separó, le sacaron al chico, empezó a drogarse con paco y conoció a otro hombre, pero éste hombre la dejó. Mariela escribió:

“Me dejó, llevándose todas mis ilusiones, igual, yo ya estoy acostumbrada a perder y la vida me quitó tantas cosas que ya no me importa nada, si me muero creo que va a ser mejor porque no tengo más ganas de estar en este mundo, tengo ganas de volver a estar con mi papá y mi mamá.”

Cuando Mariela apuntó el hecho que, para ella, había desencadenado toda la tragedia, señaló:

“Todo sería distinto si mi madre no abortaba, porque la necesité todos estos 25 años, ella fue el detonante para que se destruya mi familia.” (Mariela, beneficiaria)

El análisis de los pasados de las vidas permitía circunscribir los riesgos que no habían podido ser bien gestionados. La consigna daba sus resultados y posibilitaba identificar las fallas de las trayectorias vitales propias o de las familias. Las experiencias delictivas, según estos ejemplos y también otros, se fundamentaban en carencias de índole afectivo familiar. Cuando el desencadenante se ubicaba en la privación económica, rápidamente, los y las jóvenes señalaban que, en realidad, esa elección delictiva podría haberse frenado con una adecuada contención afectiva o buenos consejos de sus familias. Cuando uno de los beneficiarios reconstruyó la vida de un amigo, no dudaba en que lo que había faltado, era una buena influencia familiar.

“Sí, porque que estuviera preso el padre llevó a que la madre se empezara a prostituir, eso lo llevó a que no tuviera a ninguno de los dos al lado, que le diga a tal hora ‘a bañarte, a tal hora hacé tu tarea, a tal hora a la escuela’, no había nadie que lo guiara” (Humberto, beneficiario)

La revisión biográfica orientaba la identificación de los riesgos según los modelos predominantes del Programa. Si los problemas habían estado en la dimensión afectiva de la sociabilidad, el acompañamiento era la gestión adecuada con la que el Programa podía colaborar para rehabilitar a estas mujeres y varones jóvenes. La coincidencia de interpretaciones de beneficiarios/as con el planteo institucional, aunque fuera sólo producto del contexto institucional, cumplía parte de la estrategia terapéutica. Revisado el pasado, podían evaluarse las condiciones y capacidades en el presente, de modo de proyectar el futuro.

Evaluar el presente

La revisión sobre el pasado biográfico tiene la función de reconocer que ciertos desenlaces indeseables se produjeron por hacer elecciones incorrectas. Pero, enfocando en el presente, la operación que proponen los programas no está en atender a las causas que gestaron esas elecciones incorrectas; el punto está en descubrir las propias capacidades para, en el contexto disponible, hacer las mejores elecciones. Esto no significa que el contexto socio estructural en el que viven los/as jóvenes no sea tenido en cuenta por los/as operadores/as. De hecho, este tipo de políticas consideran su adversidad y por eso intervienen, pero dado que no podrán cambiarlo, se ocuparán de armar a las personas para que puedan enfrentarlo mejor (Merklen, 2013, Gray, 2005, Lister, 2002). Para hacerlo es preciso evaluar el presente en aras de proyectar el futuro. Este planteo está en el corazón de la expresión proyecto de vida que tan insistentemente utilizan estos programas.

Con la misión de trabajar sobre el proyecto de vida, en el Comunidades Vulnerables completaban, al iniciar el año, un cuadro de doble entrada como el que sigue, en el que se establecía el compromiso individual de cada beneficiario/a. La información se plasmaba en un papel afiche que quedaba pegado en la sala de reuniones. Luego, frecuentemente se revisaba el estado de los compromisos de cada joven (RC 5, RC 12, RC 16).

Título de la actividad: Compromiso individual 2009 (selección de 24 casos)

Sexo

Qué estoy haciendo

Compromiso para el 2009actividad personal

Qué necesito

M

Por ahora nada

Conseguir trabajo o terminar el colegio

Lo que necesito para terminar el colegio es la constancia de que terminé 9º

V

Cursando el estudio en la Nº 1 EGB de Avellaneda, haciendo tercer ciclo.

Empezar a buscar trabajo de limpieza en algún lugar y también de ayudante de albañil y pintor.

Voluntad y un despertador.

V

Actualmente estudio.

Terminar 9º año del colegio y conseguir un trabajo.

Plata.

M

Ama de casa.

Trabajar, terminar la escuela, poder hacer mi documento.

Encontrar una buena guardería para poder trabajar y hacer mi documento.

V

Me anoté para la escuela, empiezo en marzo 2º ciclo. Me hice el documento me lo entregan en un año y medio. Estaba trabajando en una panadería en la Isla, estuve un mes haciendo reparto y embolsando pan.

Este año pienso terminar la primaria y más adelante la secundaria. Poder conseguir un trabajo de limpieza o bachero. Seguir rescatado para no caer en cana y poder estar con mis seres queridos.

Por ahora nada, me la estoy arreglando bien solo.

V

Ando cuidando coches y changueando

Trabajar dignamente para el 2009.

Necesito hacer los currículums.

M

Trabajo tres veces por semana de moza.

Seguir trabajando, cuidar a mi hija.

Algo mejor, aunque estoy conforme con lo que hago.

V

Trabajando de ayudante de albañil y pintor, buscando laburo por capital federal.

Mi compromiso es conseguir un trabajo estable para poder retomar el estudio.

Por ahora nada, no tengo que hacer ningún trámite, pero necesito estudiar para tener el título secundario.

M: mujer / V: varón

El cuadro demuestra los términos de la activación que el Programa exigía a sus beneficiarios/as y las responsabilidades que se asignaban para la concreción de cada compromiso. El planteo de la actividad sugería que lo que cada uno de ellos y ellas necesitaba para cumplir sus metas del año estaba al alcance de su mano. A su vez, el cuadro muestra lo ideal de la figura del contrato, para el cual los y las jóvenes prestaban la complicidad necesaria, teniendo tan en claro como los/as operadoras/es que los acuerdos tenían un potencial meramente retórico.

El despliegue particular de las tecnologías en el programa estudiado demostró que las formas de cumplir el nivel mínimo del contrato eran varias y sobre todo debían exceder el interés por la ayuda económica que representaba el plan. Una de las formas de aprovechar la oportunidad dada por el Estado era atender la resolución de sus causas penales. Informados de que expresar interés por su situación legal era una forma de aprovechar la oportunidad muchos de los jóvenes manifestaban su preocupación en torno a que como consecuencia de sus acciones delictivas pudieran ser apresados, que a sus hijos les faltaran sus padres o a sus familias ingresos (RC 68).[2] De hecho, el temor a perder la libertad fue para Damián uno de los principales motivos para solicitar la inclusión en el Programa. Él decía estar interesado en que el Programa lo ayudara a poder cerrar las causas.

– Quiero cerrar las causas, mejor antes que el año que viene.

– ¿Y eso por alguna razón en particular?

– Sí, porque si me dejo estar me salta la captura…

– ¿por eso estás preocupado?

– Sí, no sé si preocupado, sino que sí o sí lo tengo que hacer. Si dejo pasar el tiempo…

– ¿tenés miedo?

– No, no miedo, más que, por mí no, pero por mi familia que se siente mal, uno está en ese ambiente, la cárcel, pero la familia que sufre está en la casa.

– ¿y vos tenés ganas de hacer borrón y cuenta nueva, cerrar tus causas…

– Claro… olvidarme un poco, relajarme un poco que últimamente es todo medio tensionado…(Damián, beneficiario).

El interés de Damián en regularizar su situación ante la ley, constituía uno de los más legítimos para un programa de prevención del delito, como también lo hacía el de Jéssica. Ella argumentó, al momento de pedir la admisión, que este programa representaba una forma de reparar su situación frente a la ley en un doble sentido. Por un lado, la exponía menos que otros a nuevas detenciones -antes era beneficiaria de un plan social cuya condicionalidad requería participar en movilizaciones de trabajadores desocupados en los que existía la posibilidad de enfrentamientos con fuerzas de seguridad por lo que su abogado defensor le había recomendado cambiarse de plan. Por otro lado, podría estimularla a retomar la escolaridad lo cual sería, para el juez, una señal meritoria a considerar en el juicio que estaba pendiente por robo (RC 22, RC 38, RC 51, RC 53).

Cuando los/as jóvenes se preocupaban por su situación ante la ley y reconocían las responsabilidades del caso, y las posibles consecuencias, la estrategia rehabilitadora del Programa estaba dando los resultados esperados. La inquietud de los/as jóvenes por sus propias irregularidades ante la ley era moneda corriente y se usaba como un disparador para revisar las experiencias y situaciones particulares dentro del grupo. La escena de los papeles era frecuente: les llegaban notificaciones a las casas y les generaba ansiedad no entender qué se les comunicaba, o no les llegaban porque se habían cambiado de domicilio, o temían que los apresaran sin causa (RC 16, RC 31, RC 38). Entonces, recurrían a la ayuda que el Programa podía darles. Una mañana, Horacio, llegó temprano a una de las reuniones y mostró una notificación de la policía por una causa de robo en grado de tentativa. No entendía qué decía y tenía miedo de que si se presentaba lo dejaran preso. Mientras esperaba que la operadora leyera la comunicación, señalaba a unos jóvenes que se iban allá a lo lejos, que se juntaban con él: son re cacos, yo no quiero terminar como ellos, así e insistía en que necesitaba ayuda con el papel (RC 50).

Aprovechar la ayuda que el Programa brindaba para obtener documentación o contactos con servicios educativos, laborales o sanitarios, también era una forma de responder a la demanda de activación que el Programa esperaba de sus beneficiarios/as. Era frecuente que no tuvieran documentación personal, que la perdieran o les robaran el documento de identidad y no supieran cómo tramitarlo nuevamente. En reiteradas oportunidades Emilio le pidió a la operadora que tratara de recuperar su DNI: se lo había dejado en el juzgado un día que fue y, al temer que lo dejaran encerrado, huyó (RC 45, RC 53). Sin DNI, además de no poder acceder a servicios, no podían cobrar el plan. También requerían ayuda para conseguir turnos en servicios de salud o de tratamiento de adicciones. A veces, no sólo pedían ayuda para obtener los turnos, sino compañía para presentarse a la cita (RC 58, RC 65). La intermediación de una agente estatal con cierto compromiso con la situación y conocimiento de la trama administrativa de un centro de tratamiento de adicciones, podía lograr que un esquema de tres entrevistas, en días distintos con el posible paciente, se resolviera sólo en uno con admisión incluida (RC 61). El vínculo con el Programa les habilitaba a las y los jóvenes contactos con información y recursos a los que de otro modo no accederían o lo harían con más dificultad. Que ellos y ellas aprovecharan estas oportunidades era una señal de compromiso con su propio proceso de rehabilitación.

Además de usar y aceptar las ayudas que el Programa podía brindarles, otro de los modos de responder afirmativamente a la intervención era rendir cuentas sobre las acciones emprendidas en el presente con el fin de rectificar el rumbo y ser merecedor/a de la ayuda. Asistir a las reuniones o talleres grupales, presentar pruebas de cumplimiento de acuerdos (certificados de asistencia a cursos, mostrar la carpeta de la escuela, relatar experiencias sobre la búsqueda de trabajo, asistir a las citaciones de los juzgados) (RC 49, RC 50, RC 54, RC 58) eran formas de exhibir la transformación de sus criterios de acción o la intención de hacerlo. Tal como guían la tecnologías del yo, de lo que se trata no es sólo de obtener un resultado radical de cambio, sino, de dar cuenta de una transformación paulativa de la subjetividad, de que el proceso terapéutico vaya mostrando sus mejoras.

Por ello, para el proceso de instrucción que el Programa realizaba no importaba tanto que los beneficiarios/as faltaran a las actividades como que se responsabilizaran sobre sus compromisos. Es decir, una forma de demostrar la introyección del contrato era asumir su existencia, por ejemplo, explicando porqué no se podía cumplir. Cada día de reunión uno o dos jóvenes pasaban a avisar que no podrían asistir al encuentro, o informaban porqué no habían asistido la vez anterior o porqué no lo harían la próxima. O les había salido una changa, o tenían problemas de salud (RC 19, RC 20, RC 58, RC 66), o estaban cuidando a alguien, o llevando a un familiar al hospital, o visitando a un pariente en un penal (RC 65), o haciendo algún trámite, o resolviendo o transitando algún problema judicial (RC 39). Algunas veces ofrecían pruebas para constatar las excusas, tal como si la vida cotidiana operara como un mecanismo judicial, donde la palabra carecía de entidad propia en relación con la credibilidad. Estas argumentaciones de parte de las y los jóvenes hacían que se mantuvieran los acuerdos con el Programa y resguardaban su condición de beneficiarios/as. Mostraban voluntad de conservarla y cierta evaluación y reconocimiento o anticipación de errores respecto de lo que el Programa esperaba de ellos y ellas.

Cuando no podían rendir cuentas de los logros, o avances, en su proceso de transformación, otra posibilidad para mantener su inclusión en el programa -y el cobro del beneficio- era hacerse cargo de sus fallas. Del mismo modo que operaba con la revisión del pasado, ubicar en sí mismos la responsabilidad por situaciones indeseables constituía una marca de progreso en el gobierno terapéutico del sí.

Mariano, un beneficiario, se presentó un día a la reunión grupal después de varias semanas de ausencia. Estaba flaco y dijo que había estado enfermo con gripe toda la semana anterior. A la semana siguiente volvió a asistir a las actividades. Pero aquella vez pidió hablar con la operadora en privado. Quería explicarle que estaba con muchos problemas en su casa: su mamá había salido de estar presa, estaba vendiendo droga, y él reconocía que estaba consumiendo bastante (RC 45). A los ojos del Programa, Mariano se estaba haciendo cargo de sus problemas, reconocía sus limitaciones, e informaba al Programa la situación.

También después de varias semanas de inasistencias se presentó Horacio, pidiendo hablar en privado con la operadora y también se reconoció atrapado por las drogas. Bardeé, le dijo. Con todas las intenciones puestas en que no se le diera de baja del plan explicó que justo había empezado la escuela, que llegó a ir dos días y dejó. La causa de la deserción fue, según él, que se juntó con otro de los chicos del grupo y volvió al paco. Esta villa es imposible, te agarra y te vas con la gilada, explicaba (RC 23). La reacción de la operadora fue menos comprensiva que con Mariano, pues en Horacio eran habituales las exposiciones de fallas. Pero de todos modos no fue sancionado.

Erving Goffman (1994) hubiera ubicado estas secuencias dentro de lo que describió como los arreglos de posibles disrupciones. Estos varones requerían ayuda del Programa, tenían conocimiento de que habían roto las reglas o defraudado expectativas, sabían que la operadora posiblemente se hubiera enterado de las acciones no legítimas de las últimas semanas. Y ellos tenían la doble tarea de, asumir sus desacatos y recibir algún reto o llamado de atención, y lograr ser incluidos nuevamente. Mientras se prestaran a escuchar el sermón de la operadora (RC 18, RC 46, RC 49) podían mantenerse incluidos. Cada uno de estos episodios en los que confesaban sus errores y horrores, habilitaban una charla sobre la importancia de la transformación y los criterios equivocados. Ya en el capítulo 4 se señaló cómo para estos programas, y sus propuestas de gestión a partir del acompañamiento, es una nota de avance que los beneficiarios/as soporten la mirada y la opinión sobre los comportamientos errados.

El exponer las fallas era una práctica más habitual de los varones, porque solían ser ellos los que defraudaban más las expectativas institucionales (se volverá luego sobre esto). Las chicas, más vale, respondían a la interpelación del Programa mostrándose asistibles en función de los requisitos institucionales pautados para las mujeres: estaban solas, y esa situación constituía su riesgo. Dado que el Programa[3] no reconocía al delito como un riesgo que directamente aquejara a las mujeres, y sí lo hacía con la soledad, ellas se presentaban como mujeres solas. El delito femenino era parte del paisaje, pero de un paisaje en las sombras. Una sombra que llegaba hasta las puertas de acceso al Programa. No se puede establecer claramente si las chicas evitaban sus eventuales vínculos con el delito porque éste estaba mal visto o porque otras argumentaciones les garantizaban la misma ayuda con menos descrédito. Lo cierto es que, independientemente de sus relaciones con el delito, elegían presentarse en función de su condición de madres, argumentando que necesitaban ayuda porque estaba solas.

El ingreso de Valeria ejemplifica un caso frecuente. Cuando se la entrevistó se le preguntó sobre cómo había sido su acercamiento al dispositivo institucional:

– ¿Cuándo empezaste a participar del programa?

– Cuando estaba Silvia [una operadora] estuve como 7 meses sin cobrar me anoté cuando yo ya estaba embarazada, y cobré recién cuando mi hija tenía como un mes.

– ¿Y cómo te enteraste que existía? ¿Para qué fuiste?

– Edgardo, Néstor [los hermanos], también estaban anotados.

– ¿Y qué te dijeron ellos del programa?

– Y que era una ayuda, los $150, que aunque sea podía contar con eso.

– ¿Y ahí cuando fuiste y hablaste con las agentes y les dijiste, qué les contaste como para que te admitieran?

– Y que yo estaba peleada, no tenía a nadie..

– ¿Con quién estabas peleada?

– Con el papá de la nena, por boludeces, después hablamos y.. ahí hablé con Mirta y otra chica más que estaba; la que me tomó la entrevista me dijo si yo estaba soltera y le dije que sí, y que después que tenga la nena iba a buscar un trabajo, y ellos me iban a aguantar a que yo consiga. (Valeria, beneficiaria).

Valeria representaba la condición de vulnerabilidad requerida: estaba sola. El Programa no enunciaba la posibilidad de ofrecer ayuda a varones que estuvieran solos. Meses después de su admisión, y luego de que se le hubiera dado de baja del Programa por reiteradas ausencias, Valeria volvió. Argumentó que había estado haciendo changas pero que se le habían acabado y que quería anotarse de nuevo. También contó que había tenido problemas familiares, peleas con el papá de la nena y con su mamá; que se había ido de la casa y que había estado viviendo en lo de una amiga. Inmediatamente, volvieron a darla de alta. El Programa aparecía para ella como un refugio al que acudir cuando otras puertas estaban cerradas: las del trabajo, las de la familia, las del papá de su hija. Ninguno de sus argumentos se vinculaba con el delito. Ni siquiera el ausentismo del padre de la niña con el que Valeria estaba peleada; no estaba preso, ni prófugo de la justicia.

¿La soledad era carencia de hombres alrededor o significaba otra cosa? Otra beneficiaria, Leticia, volvió al Programa después de bastante tiempo; se había ausentado sin explicaciones y se le había dejado de pagar la ayuda económica. Cuando se presentó, contó que se le había terminado el trabajo temporal que tenía y que, aunque con la plata que traía el marido de las changas que hacía se arreglaban, ella podía volver a asistir a las reuniones. Además, estaba nuevamente embarazada y el plan le permitiría completar los ingresos familiares. Automáticamente se le volvió a dar de alta. Sin delitos asociados y con un marido que trabajaba ¿cuál era la necesidad que el Programa consideraba legítima? Ni siquiera estaba sola, en los términos en que el Programa definía tal situación. La soledad de las chicas podría estar más asociada a una condición intrínseca de las madres que viven en contextos desaventajados, que a la compañía o no de un varón de carne y hueso. Leticia parecía responder a alguna de las imágenes sobre la dependencia femenina que el Programa legitimaba.

Como fuera, las chicas cumplían las expectativas del Programa al requerir la asistencia en nombre de una necesidad legítima. El trabajo de campo permitió advertir que la condición materna era, no sólo la llave de acceso, sino la razón que las exceptuaba de cumplir con las contraprestaciones que el Programa tenía previstas para sus beneficiarios/as por cobrar el plan de ayuda económica (continuar los estudios, formarse en un oficio, resolver causas judiciales pendientes, tratar la adicción a las drogas, etc.). Para las chicas, cuidar de sus hijos parecía ser un compromiso válido no enunciado formalmente. El caso de Silvina, puede ilustrar esta afirmación. Ella, de 28 años, con 6 hijos, pero no todos a cargo, fue una de las que aceptó la propuesta del Programa de volver a la escuela como contrapartida del cobro de la ayuda económica. Lo haría en horario nocturno y como no sabía leer ni escribir la mandaron a segundo grado. Los primeros días de clases fue a la escuela con su hija de 2 años porque no tenía con quien dejarla; el malestar de la maestra por la presencia de la chiquita, sumado a que Silvina no entendía mucho la clase, la decidió a pasarse a primero, donde el nivel era más básico y la docente más comprensiva. El inicio, aunque con sobresaltos, había estado bien. Sin embargo, un par de meses más tarde Silvina ya no iba más a la escuela. Estaba nuevamente embarazada. Lo que explicó a la operadora fue que al ir a la escuela a la noche llegaba muy tarde a la casa, que el marido cuando volvía de trabajar no tenía nada para cenar y que la nena más pequeña, como ella llegaba tan tarde, se iba a dormir sin comer. En este punto, que Silvina dejara la escuela significaba que no cumpliría con el compromiso personal que debía asumir para ser beneficiaria. No obstante, sus razones para dejar de estudiar fueron entendidas como válidas. Parecía lógico, a los ojos del Programa, que con varios chicos a cargo y un embarazo a cuestas, la escuela implicara demasiado esfuerzo. Silvina recibió las felicitaciones del caso por el embarazo y, siguió contraprestando a través de su rol de madre y buena esposa.

Si de cumplir expectativas se trataba, las mujeres daban en la tecla con las definiciones de necesidades y riesgos que el Programa tenía para ellas. El Programa no encontraba ninguna objeción a que las beneficiarias contraprestaran en nombre de su condición materna. No obstante, esta que parecería una ventaja en el trato del Programa hacia la mujeres, con respecto al trato hacia los hombres, no sería tal. Se volverá a esto más adelante.

La proyección del futuro

La tercera dimensión de la instrucción institucional tenía que ver con la proyección hacia el futuro. Tal como prevee la formulación de las políticas del individuo (Merklen, 2013), una vez que el presente fue evaluado y el raconto de las capacidades realizado, la pregunta que adviene es “¿qué querés?”. Se trata de que la persona en cuestión formule un plan para reinsertarse en la sociedad.

Para dinamizar esta pregunta, uno de los talleres previstos por el Programa, sobre el eje vincular era el de la Escalera. Los y las jóvenes debían completar un diagrama en una hoja de papel en el que se diferenciaban tres momentos en sucesivos escalones. En los más bajos tenían que responder a la pregunta “¿dónde me encuentro?”, en los intermedios “¿qué pasos debo seguir?”, y en los de más arriba “¿qué quiero lograr?”. De las 16 personas que completaron la actividad, 15 jóvenes usaron las palabra trabajo en al menos una de sus tres respuestas. Predominaron las ideas de “aprovechar las oportunidades de trabajo”, “mantener los trabajos”, “ser buenos en un trabajo” y “poder ascender o mejorar de trabajo”.

La tabla transcribe textualmente algunas de las respuestas de los y las jóvenes.

El Proyecto de vida según los jóvenes beneficiarios/as del Programa, 25/04/2007

Joven

¿Dónde me encuentro?

¿Qué pasos debo seguir?

¿Qué quiero lograr?

V[4]

Hoy me encuentro en un grupo de personas con problemas como yo, pensando en un proyecto. Ahora voy a la escuela y me la rebusco como puedo.

Estudiar. Terminar los estudios y empezar un proyecto. Conseguir un trabajo y esmerarme para seguir adelante. Ser bueno en un trabajo y así poder seguir hacia delante.

Trabajar de un trabajo que yo quiero y darle a mi familia lo que yo quiero. Lo que quiero lograr es tener un buen trabajo donde no te exploten y tengas un buen sueldo básico y ser alguien en la vida.

M

Hoy me encuentro estudiando en 2º año y trabajando en casa de familia y en los días libres viniendo a las actividades.

El paso que quiero dar es terminar el colegio y poder trabajar en otra cosa.

Trabajar de los que estudié y poder darle a mi hija la mejor calidad de vida.

M

Luchando por mi hijo y por un trabajo.

Buscar trabajo e ir al juzgado y hacer todo legal.

Tener a mis hijos a mi lado y poder darles todo lo que necesitan.

V

En el plan, en la villa, sin trabajo y con dos causas. Sin terminar la secundaria.

Debo terminar la secundaria y dejar de bardear y que se cierren las dos causas para conseguir trabajo. Buscar trabajo. Conseguirlo.

Ser cocinero en un restauran y tener una casa de 1 piso en un barrio de mucha plata.

V

Me encuentro en mi trabajo nuevo de limpieza.

Tener mi plata. Un mejor laburo de cocinero o bachero.

Una vida nueva para futuro.

V

En la villa. Sin terminar la secundaria. Sin trabajo.

Terminar la secundaria y la facultad. Buscar trabajo. Conseguirlo.

Mecánico.

V: Varón, M: Mujer

Los datos de la tabla permiten señalar que, por un lado, el esquema de escalera que proponía reflexividad sobre la situación presente y la proyección futura, habilitaba poco espacio para una valoración del momento actual de los/as jóvenes que no fuera peyorativo. Pero además, según el ejercicio, esa situación de inferioridad podría revertirse en el futuro y hacia adelante, incorporando una dimensión espacial y temporal a la mejora de la situación presente, mediada por varios escalones. La concreción de ese proyecto de vida estaría condicionada por los esfuerzos individuales de activación que las personas en cuestión hicieran. Tal como estaba planteado el esquema, el ejercicio no contemplaba la existencia de factores externos u obstáculos que incidiesen en los resultados de ese desempeño individual. Del mismo modo de aquel otro ejercicio que evaluaba el presente, el mensaje de esta actividad era que la solución o la vía hacia el destino esperado estaba en manos de quien quisiera alcanzarlo. Esto, aún así se reconocieran riesgos ajenos al individuo.

Los discursos relativos a la inserción laboral, educativa y de fortalecimiento familiar que se expresaban en los distintos ejercicios evaluativos sobre las trayectorias vitales de los/as beneficiarios/as remiten claramente a una “hidridez de enunciados” que combina interpretación propia con discursos institucionales (LLobet, 2009), y/o fruto de cierta utilización estratégica y aprendida de lo que se espera de ellos y de ellas. Es evidente que la forma en la que se plantea la evaluación de la propia vida corresponde con cierto guión de la propuesta institucional y este dato no representa una novedad, debido a que los y las jóvenes saben que deben prestar complicidad a la propuesta al menos de forma retórica y formal.

Lo que interesa destacar, ahora sí en comparación con esa identidad de las interpretaciones, son algunas controversias que fue posible advertir mediante la estrategia teórico metodológica utilizada en esta tesis. En el capítulo 1 anticipé que adoptaría la perspectiva foucaulitiana que indica que siempre donde hay poder, hay resistencia; este enfoque permite devolverle agencia a actores que supuestamente son victimizados y construidos como débiles (Watson, 2000:75). Y además, que empleando una perspectiva foucaultiana débil se puede advertir más nítidamente lo que las personas aprenden de lo que se les enseña y cómo se lo apropian para sus propios objetivos (Everett, 2009).

En efecto, el foco en las interacciones cotidianas del funcionamiento de una implementación del Programa, y la extensión en el tiempo del trabajo de campo, permitió advertir en dos formas los desacuerdos sobre la propuesta institucional. Una de las formas, tomó el modelo de demandas de legitimación de interpretaciones alternativas, que se caracterizan con detalle en el próximo apartado. La otra corresponde a la negativa explícita de prestarse a la dominación discursiva prevista por las tecnologías desplegadas por el Programa. Los registros de campo evidencian que, en algunas pocas ocasiones, los jóvenes se negaban a problematizar algunos eventos. Por ejemplo, cuando no querían contestar preguntas sobre las razones de sus ausencia a reuniones, o cuando no querían contar lo que podrían saber sobre acciones delictivas o de enfrentamientos entre bandas en el barrio (RC 8, RC 30, RC 31). En otras oportunidades, se negaban a completar actividades en donde tuvieran que escribir, o en otras que tuvieran que expresarse oralmente en público (RC 5, RC 20, RC 21, RC 41). En estas circunstancias, la operadora insistía con que parte del cambio radicaba en su expresión. Concretamente a una de las beneficiarias le advirtió

“Yo me di cuenta que en algunas cosas vos hiciste un click, pero dos cosas: una que a veces creo que todo todo de tu vida no nos contás, y creo que algo de tu vida sigue desordenado, digo está bien porque eso lleva un tiempo, pero llega un momento en que tenés que poder pensar en armar tu vida de otra manera, para que se modifique realmente todo (…) hay veces que venís y te ponés la re pilas y laburás, y hay días que venís y no te importa nada y venís directamente a dar el presente y te vas…” (Comentario de la operadora del Programa, a Bibiana, una beneficiaria, durante una entrevista realizada para esta tesis)[5]

El señalamiento de la operadora, a Bibiana, identificaba una falta de colaboración y compromiso con su proceso de rehabilitación. Más que como una resistencia al control terapéutico, la operadora encontraba un obstáculo a la recuperación que debía poder sortearse.

Las controversias de la terapia

Que los/as beneficiarios/as respondan a la interpelación estatal y a las propuestas de rehabilitación que se les propone de forma tal de que el contrato funcione, no significa que al interior de la dinámica de los programas el proceso esté libre de controversias. Ya se ha señalado en el capítulo anterior que los programas encuentran un potencial instructivo en la entrega de las TCI pues les habilitan el espacio necesario para enseñar a los beneficiarios cómo ganar dinero. Pero también se anticipó que el hecho de que los/as jóvenes acepten el intercambio no se traduce para ellos/as en una mutación de sus interpretaciones sobre lo que ese y otros dineros significan. Allí, y también en el capítulo 4, se esbozaba cierto carácter ficcional, o al menos meramente intencional del contrato que se pacta entre operadores/as y beneficiarios/as, en la medida en que los términos acordados sólo cumplen una orientación de principios. Lo que interesa mostrar aquí es en torno a qué asuntos se hace evidente que ese contrato es una forma que en su interior alberga cuantiosos desacuerdos -no los suficientes como para romperlo o impedirlo- que se organizan alrededor de otra expresión de uso ficcional como es la de proyecto de vida.

Tal como varias analistas han reconocido a partir de estudios que han observado las interacciones cotidianas entre agentes institucionales y beneficiarios (Zelizer, 2011, Haney, 1996, Schuch, 2008, Mc Kim, 2008), las tareas educativas y rehabilitadoras de la asistencia pública -de tinte más o menos represivo- suelen encontrarse con dificultades en sus desarrollos. Algunas más evidentes, directas y explícitas, y otras que dan cuenta de la acción propia de los sujetos de la asistencia a partir de brechas, o fisuras de los procesos de dominación.

La observación participante -extendida por casi dos años- de las actividades de una implementación del Comunidades Vulnerables, permitió registrar controversias entre operadores/as y beneficiarios/as. Éstas fueron fruto de contestaciones de las y los jóvenes sobre las intenciones instructivas de los/as operadores/as, en torno tanto a los modos legítimos de ganar dinero, como a las formas socialmente aceptables de relacionarse con el entorno. Las intenciones instructivas se orientaban a transferirles criterios considerados válidos para gestionar los riesgos que los programas habían identificado previamente, y que atentarían contra su inclusión social. El capítulo 4 presentó una tipología de los riesgos que los programas identificaban como los que aquejarían a los beneficiarios/as (externos, mixtos y esenciales), y también se describió un modelo de gestión que acompañaría a los y las jóvenes para que pudieran manejar especialmente los riesgos mixtos y los esenciales. Esta tipología de riesgos estaba conectada con una interpretación sobre las necesidades y carencias de estos jóvenes. Por ejemplo, el carecer de buenas referencias y contención familiar se constituía en un factor de riesgo para delinquir, por lo cual, los programas podrían ocupar ese lugar de referencia y protegerlos de dichas influencias. Lo que las controversias muestran es que, cuando la instrucción del Programa era invadida por la vida cotidiana, aquellas interpretaciones que operadores/as y jóvenes parecían compartir sobre los riesgos y las necesidades para gestionarlos, se distanciaban. Los y las jóvenes podían coincidir parcialmente con cuáles eran las carencias que los aquejaban, pero no estaban tan de acuerdo en cómo satisfacerlas, pues lo que se imponía era una interpretación distinta de los riesgos y sus jerarquías.

Los/as jóvenes beneficiarios/as reconocían tener necesidades relacionadas con el mantenimiento del estatus social en el barrio, con la afectividad, y con la provisión de recursos económicos. En las controversias que hubo sobre estas necesidades y sus formas de gestionarlas, la cuestión del proyecto de vida y su correlato temporal, asociado a un proceso de transición que daría frutos en el futuro, persistió como protagonista. Aunque se detalla en breve, es preciso anticipar que en las tensiones entre interpretaciones, la propuesta institucional enfatizaba en la dimensión transicional de la edad de las personas, como factor determinante en el curso de los acontecimientos. Mientras, los y las jóvenes descalificaban la cuestión etaria en pos de subrayar los condicionantes de clase y pertenencia territorial -a veces entendida como clivaje identitario y a veces como estigma. Recordemos que estas políticas buscan construir una subjetividad guiada por los principios de activación y responsabilización individual como esfuerzos privados, en los que la articulación con lo social queda en un segundo plano. Así se minimiza el carácter político de las necesidades, riesgos y procesos de inclusión social. En este contexto, la contestación de los jóvenes podría entenderse como una resistencia que intenta repolitizar las necesidades (Fraser, 1991:13). Las resistencias no eran ni permanentes, ni sobre todos los aspectos de la instrucción, pues, tal como se analizó, había una intención de los beneficiarios/as de seguir siéndolo, pero lo que también aparecía con nitidez era que el límite entre el cumplimiento y el incumplimiento por parte de las y los jóvenes de las normas esperadas por el programa era difuso y sobre todo, permanentemente discutido y personalizado.

Una primera necesidad planteada por los y las jóvenes, especialmente por los varones era el mantenimiento del estatus. En la búsqueda del satisfactor para tal necesidad, el uso de la fuerza física[6] para relacionarse con otros constituía una de las principales discusiones dentro del Programa. Tal como se revisó especialmente en la tesis de maestría que antecede a este trabajo (Medan, 2011), las lógicas de acción que organizaban el proyecto de vida, y mucho más el alternativo al delito que proponía el Programa, suponían dejar de lado las prácticas delictivas y el uso de la fuerza física como estrategias de sociabilidad. El robo y las piñas debían ser trocadas por el trabajo legal y el uso de la palabra. Aunque no siempre los varones querían usar la palabra, cuando decidían expresarse verbalmente sobre las formas de sociabilidad sostenían que el uso de la fuerza física para arreglar problemas en el barrio era parte de la lógica del lugar, en donde determinados asuntos se resolvían así.

Un mediodía, al terminar una actividad, Juan iba a enfrentarse a otro de los varones del grupo. La operadora logró retenerlo en la sala donde se habían desarrollado las actividades ese día para evitar que se concretara la pelea y para charlar sobre el intento. Juan comenzó a justificarse: su familia estaba siendo insultada en el barrio y él debía mantener el prestigio del apellido. Para ello necesitaba salir a agarrarme a las piñas, para demostrar quiénes somos en el barrio, porque sino te pasan por encima. La de Juan no era una reacción irracional o meramente un comportamiento propio de la edad, sino todo lo contrario. Estaba haciendo una evaluación de los riesgos y los jerarquizaba: las consecuencias que pudieran traer las piñas eran preferibles a la pérdida de prestigio. Juan estaba respondiendo a la exigencia de activación, de evaluación racional de riesgos, y de responsabilización por las elecciones hechas del modo en que eran necesarias para un proyecto de vida en su contexto -el barrio-, sólo que ese proyecto no eran el que el Programa tenía en mente.

Fueron varias las instancias en que dentro del Programa ciertas situaciones parecían poder resolverse por vía de la palabra y, llegado un momento, algunos/as de los beneficiarios le decían a la operadora: vos no entendés, lo que pasa es que los códigos del barrio son otros. Entonces -paradójicamente- ellos y ellas explicaban verbalmente que algunas cosas se arreglaban por medio de la fuerza y no de la palabra. Sostenían que esos eran unos códigos, diferentes de los de ella -la operadora-, que no vivía ahí y que por lo tanto no tenía capacidad de entender las reglas locales. Esta controversia parecía estar evidenciando que la activación que se les exige a los asistidos no es simplemente activación, sino una de signo particular, y que se refiere a proyectos que desconocen los contextos en donde las solicitan o que, sin desconocerlos, quieren insistir en que es posible individualmente sortear las influencias que efectivamente los contextos tienen sobre las personas.

Esta contestación en forma de desacreditación de la interpretación institucional es una forma que otros trabajos han reconocido como resistencia a las instrucciones institucionales. Lynne Haney (1996) ha advertido que una forma de fortalecer las interpretaciones propias para las beneficiarias de la asistencia pública radica en señalar la inadecuación, por ejemplo por extranjería, de quien impone el discurso hegemónico. Lo que se observa aquí es, además, un desplazamiento en el foco del origen del comportamiento indeseable. Ellos (y ellas) no usaban la fuerza física como parte de sus arrebatos transitorios adolescentes, que un proyecto hacia la adultez debería descartar. Las personas del barrio -independientemente de sus edades- se manejaban así, y observar las normas locales permitía conservar el estatus.

Una segunda necesidad que se advirtió de parte de los y las jóvenes se vinculaba con la afectividad; ellos reconocían, y en eso coincidían con las interpretaciones institucionales, que las carencias afectivas eran algo que deberían evitar. En el capítulo 4 se trató cómo los programas identificaban como uno de los factores de riesgo a los grupos de pares que tentaban, especialmente a los varones, a involucrarse en comportamientos ilegales e ilegítimos. En efecto, y más allá de si existen o no estas tentaciones, el grupo de pares parece central en la socialización típica y primaria de los varones (Urrea Giraldo, 2002). Este grupo de pares podría ser el entorno propicio para dar cuenta, frente a otros, de los atributos masculinos que se poseen, y la vez es una instancia en la cual aprender de otros sobre las formas prestigiosas de ser varón. Lo que preocupa especialmente a los programas son las malas influencias de estos agrupamientos. Al rastrear percepciones de los beneficiarios sobre el grupo de pares algunos de ellos sí reconocieron que el estar con algunos amigos había influido en que adoptasen algunas prácticas ilegales o que hubieran comenzado a consumir drogas. Pero explicaban que esos vínculos eran casi inevitables en tanto eran los espacios en los que ellos se dotaban de referencias y aprendizajes y que, además, les permitían relacionarse con varones más grandes, y que esto los hacía sentirse a gusto. Humberto, me explicó así su visión del grupo de pares:

– ¿Y otra vez te pasó algo así de robar por necesidad, así sin dañar a nadie?

– No, más vale después fue porque yo quise, no por necesidad.

– ¿Y porqué fue?

– No fue directamente, muchas veces fui con mi hermano Juan, calculo yo que fui por influencia de él (…) porque más que nada yo lo que necesitaba era la compañía, el conocer, no, la calle, no así la vagancia, sino el conocer, pero más que nada por la compañía. (Humberto, beneficiario)

Humberto acompañaba a su hermano a robar porque así podía compartir tiempo con él; no tenía la noción de que esa actividad implicaba complicidad en una acción ilegal. De sus palabras se desprendía que si el hermano se hubiera dedicado a tareas legales, Humberto tal vez también lo habría acompañado.

El trabajo de campo ha permitido comprobar que las instrucciones de los programas en torno a alejarse de malas influencias no tienen más que una aceptación retórica en el seno del mantenimiento del contrato. También como una forma de resistencia a las interpretaciones dominantes, las y los jóvenes siguen haciendo uso del capital simbólico que les proveen los vínculos con ciertas figuras de la peligrosidad. Otras investigadoras (Haney, 1996, Mc Kim, 2008) han identificado cómo beneficiarias de programas sociales de rehabilitación de drogas o de delincuencia construyen figuras del riesgo respecto de las cuales, quienes quieran rehabilitarse, deberían distanciarse. Así como estas figuras perjudiciales para las mujeres jóvenes pueden ser varones delincuentes, o hijos que demandan atención, los datos que aquí se manejan construyen a los propios pares como figuras del riesgo. La terapia construye un otro frente a quien hay que armarse para poder empezar a tomar el camino correcto. No obstante, la pulseada entre la oferta de los programas y la de estas figuras problemáticas parece inclinarse hacia la segunda, opción que puede ser comprendida como una forma de resistencia a la instrucción institucional. Así, la gestión sobre ese riesgo que efectivamente puede acarrear el juntarse con las malas influencias se opaca en pos de gestionar otro riesgo que aparece con mayor jerarquía: evitar la carencia afectiva mediante el refuerzo de los lazos de sociabilidad con los pares. Viviana Zelizer (2011),[7] les llama a estas figuras con las que hay que disputar fidelidades competidores. En el marco de la intención estatal de introyectar ciertas normas y valores, los/as operadores/as no estarían solos, sino que deberían forcejear con otras redes de afinidades más cercanas a los criterios de acción cotidiana de las poblaciones beneficiarias. Estos competidores no disputaban clientela sólo en el terreno de la satisfacción de la necesidad afectiva, también cumplían un papel importante en la tercera necesidad que fue posible identificar dentro de las interpretaciones de los y las beneficiarios/as.

La carencia de dinero era el tercer aspecto sobre el que se disputaban interpretaciones. Ya se anticipó que los programas reconocían como legítima esta necesidad de los jóvenes, y la gestionaban de dos modos: por un lado, entregándoles una pequeña suma en la forma de la TCI y por otro, proponiéndoles un esquema de instrucción sobre cómo ganarlo, obviamente, de modo legal. En este sentido, el Comunidades Vulnerables intentaba orientar a los beneficiarios a abandonar la lógica del proveedor y re adoptar aquella desechada del trabajador (Kessler, 2004).

Sin embargo, la preocupación de los jóvenes no estaba en el origen de los fondos, sino en su uso, y por ello, si bien el delito podía tener consecuencias indeseables, como perder la libertad, aparecía legitimado cuando de lo que se trataba era de prevenirse de otro riesgo de más contundencia en la vida cotidiana como la carencia de dinero. Los jóvenes aceptaban el discurso de la instrucción, en que el dinero obtenido a través de medios legales debería ser preferible al proveniente de fuentes ilegales, pero en ciertos contextos cotidianos eso no era posible, tanto en forma como en cantidad. Por eso Damián, uno de los beneficiarios, reconocía que en sus planes estaba dejar de robar, porque el delito lo podía llevar a la prisión, pero eran unos planes difíciles de cumplir porque trabajando legal nunca vas a conseguir lo que conseguís robando.

Lo llamativo del planteo de Damián era la jerarquización que hacía de los riesgos, en la cual había unos positivos en la medida que protegían de otros peores. Si las expectativas de las nuevas formas de gobierno a la distancia es que las personas introyecten normas, que evalúen sus posibilidades, calculen y ejecuten las mejores opciones para lograr el éxito en su vida cotidiana (Rose, 1996), Damián parecía estar entendiendo el mensaje. Como ya se ha recorrido en el capítulo 2 especialmente, las nuevas formas de gobierno, según la corriente hegemónica de pensamiento sobre la regulación social, incorporarían el espíritu de la cultura empresarial que privilegiaría la toma de riesgos económicos (O´Malley, 2006:168). Las personas deberían evitar los riesgos negativos mientras que encarasen los positivos, autorregulando costos y oportunidades en el marco de elecciones racionales. Esta cultura empresarial debe llevarse a la gestión de la propia vida para la que hay que invertir y arriesgar para obtener mejores resultados. La permeabilidad de la cultura empresarial habilita la novedad de que existan riesgos buenos o convenientes, que auguren mayores posibilidades de éxito en la vida.

En el plano de los programas estudiados esta noción positiva no aparecía de la mano de los discursos institucionales pero sí como parte de las lógicas de acción de las y los jóvenes. Los datos que se manejan aquí permiten abonar a la hipótesis de que, en el cumplimiento de esta activación racional e informada que los programas solicitaban, los y las jóvenes ponían en discusión no sólo las nociones de riesgo y de prevención de riesgos que manejaban los programas. Además, introducían en el debate configuraciones de riesgos positivos, que, en su evaluación, valdría la pena tomar en pos de protegerse de otras situaciones. De alguna manera, la cultura empresarial habría permeado más hondamente en las subjetividades juveniles que en los despliegues discursivos de los programas -al menos de los tipos de los que aquí se analizan. Desde esta perspectiva general de gobierno -que a los jóvenes parece interpelar no necesariamente mediante los dispositivos sociales de regulación sino quizás más fuertemente por el mercado de consumo-, los riesgos ya no serían problemas, sino soluciones (O´Malley, 2006). Para algunos de los jóvenes entrevistados, estar dispuestos a asumir el riesgo de robar -aún conociendo los posibles efectos colaterales negativos- era un modo de solucionar un problema de mayor magnitud que quedar presos o ser heridos: carecer de dinero.

Que el delito siguiera siendo para los jóvenes una forma legítima de ganar dinero mostraba las fallas del esquema de instrucción previsto por el Programa. Sin embargo, tal como ya se ha señalado, la confianza en el resultado del proceso de rehabilitación, aunque tomara tiempo, hacía persistir a las y los operadores/as en mantener admitidos a quienes contestaban las interpretaciones institucionales. En efecto, en ocasiones, esas formas erradas de comportamiento permitían al Programa poner el eje en la reflexión sobre esas formas incorrectas, y emitir mensajes para subvertir los caminos desviados. Es decir, señalar los errores propios para a partir de allí introducir una batería de evaluaciones y valoraciones morales sobre los comportamientos de las personas.

Un ejemplo que resultó paradigmático fue el que sucedió en la la semana del cobre (RC 18, RC 19).[8] Entonces, se hizo evidente que aunque los jóvenes se prestaran y respondieran a la instrucción institucional, en la vida cotidiana funcionaban otras lógicas. En los encuentros de esa semana, la operadora estaba indignada porque había visto a varios/as beneficiarios/as -como a muchas otras personas del barrio- desenterrando de las calles los cables de cobre en desuso de un antiguo tendido eléctrico, entre montañas de barro y agua; la gente estaba metida en pozos para obtener el material vendible. En la reunión reprendió esa actitud de parte de los y las jóvenes y enfatizó en que le parecía una barbaridad ver a todo el barrio ocupando todo su tiempo y su energía en una tarea que daría frutos coyunturales, transitorios y rápidamente consumibles. Ella, casi absorta por la frescura con la que los jóvenes comentaban la cantidad de cobre adquirido en la semana, en la actividad grupal les preguntó:

“¿Qué pasa que todo el barrio pierde el día así? ¡Ahora esos cables están en desuso pero transportaban electricidad, pueden ser peligrosos… ustedes metidos en pozos, las mujeres con baldes sacando el agua! Hoy es el cobre, hace unos años era el culetear[9] camiones, mañana va a ser otra cosa, ¿nunca la idea es proyectar a largo plazo, pensar un proyecto de vida, aprovechar este espacio para encontrar otras oportunidades, ir a la escuela o aprender un oficio?” (Operadora – RC 18)

En el mensaje de la operadora se fundían dos ideas. A sus ojos, quienes participaban de esta actividad de sacar el cobre para venderlo estaban defraudando doblemente el contrato de inserción que habían entablado con el Programa. Por un lado, porque no estaban invirtiendo su tiempo y energía en acciones vinculadas a ese proyecto de vida con el que se habían comprometido, relacionado con un modelo de ascenso social tradicional de la clase media asociado a la escuela y el trabajo formal. Persistía en ellos la lógica del proveedor que el Programa quería transformar. Pero además, no estaban aplicando a la vida cotidiana lo que aprendían en el Programa, que era planificar y valorar el esfuerzo presente en pos de resultados mayores en el futuro. Es decir, no estaban aprovechando las oportunidades que el Programa les ofrecía para que, finalmente, pudieran enderezar ese camino desviado que habían recorrido de la mano de las prácticas ilegales o asociadas a comportamientos de riesgo. La operadora insistía con el señalamiento del error, pues asumía que ellos no interiorizaban cómo debían hacerse las cosas.

Para clarificar el orden de las cosas, uno de los beneficiarios, Mariano, le contestó: “pero no entendés, te encontrás un pedazo así de cobre y de repente tenés $2000”. La respuesta de Mariano descolocó a la operadora porque se basaba en una decisión racional; en su argumento había una evaluación de oportunidades, costos y beneficios. Ellos estaban aplicando las formas de activación y evaluación de situaciones para tomar decisiones informadas, pero le estaban imprimiendo un signo propio, condicionando el significado de una elección correcta al contexto de su vida cotidiana. Pero además, nuevamente, se legitimaban sus razones al desacreditar las de ella por su condición de extranjería. La que no entendía cómo eran verdaderamente las cosas ahí, era ella, aún desde su posición de dominación. Las tecnologías de rehabilitación funcionaban a medias.

Tan a medias era la instrucción, que Mariano era el mismo que, en la actividad Escalera había aceptado los pasos a seguir para el proyecto de vida: “Estudiar. Terminar los estudios y empezar un proyecto. Conseguir un trabajo y esmerarme para seguir adelante. Ser bueno en un trabajo y así poder seguir hacia delante.” Si bien allí exponía cierta identificación con la institución, también reconocía, a la vez, que en su vida cotidiana regían otras lógicas de acción: “Hoy me encuentro en un grupo de personas con problemas como yo, pensando en un proyecto. Ahora voy a la escuela y me la rebusco como puedo.” Rebuscárselas como podía, significaba, por ejemplo, vender cobre.

Cuando el Programa trataba de interiorizar en los jóvenes valores como el esfuerzo, la perseverancia y la inversión en el futuro, buscaba construir un universo de valores básicos a los que todos podrían adherir, y en función de los cuales habría que hacer los ajustes de comportamientos necesarios. Operaciones similares han encontrado otras investigadoras cuando, por medio de tecnologías basadas en las conversaciones de grupos para resolver problemas, intentan identificar como universales, necesidades abstractas, como el amor, la alegría y la paz. Así como en los hallazgos de estas investigaciones las personas sujetas a la rehabilitación contestaban materializando sus necesidades, los jóvenes del programa también lo hacían. En el trabajo de Schuch (2008:514), las personas anteponían necesidades estructurales como obras de saneamiento ante la pretensión institucional de que reconocieran que la paz era un bien más preciado. Los/as beneficiarios/as del Comunidades Vulnerables percibían como demasiado abstracto el valor de las proyecciones a futuro en un contexto donde la inmediatez se llevaba toda la atención.

El Programa -desde su posición hegemónica- ubicaba a los/as jóvenes que persistían en aquellas lógicas de acción como equivocados por su inmediatismo, el cual les impediría gestar un futuro más acorde con el modelo ideal que, según el Programa, les auguraría una vida mejor, a ellos y a la sociedad. La proyección institucional sobre los/as jóvenes implicaba que invirtieran (en educación, en formación) en pos de mejores situaciones futuras. Lo particular de la inversión, es que supone que existe un excedente del que no se necesita disponer en el presente porque se cuenta con otros respaldos. La inversión, en la interpetación de los jóvenes, no tenía chance en sus contextos de prioridades.[10]

La instrucción sobre cómo ganar el dinero persistía, y también las controversias, no sólo respecto de la conveniencia o no del delito, y de otras formas no legítimas de obtener ingresos, sino sobre las efectivas posibilidades de ganar el dinero trabajando legalmente. Cuando en las interacciones cotidianas se les insistía a los/as beneficiarios/as en que se capacitaran para encontrar un trabajo legal, ellos y ellas, al mencionar obstáculos para conseguirlo, no sólo esgrimían que eran rechazados por falta de experiencia o capacitación, sino, especialmente por su pertenencia socioterritorial. A sus desventajas de formación o de antecedentes penales, que podrían colocarse como consecuencias de propias elecciones, se les sumaba la asociación de su barrio con atributos negativos. Aunque como se analizó, el barrio, en sí mismo, era considerado institucionalmente un factor de riesgo para los jóvenes, ellos/as tenían que desafiar a la operadora cuando ésta les insistía con la conveniencia de trabajar legalmente: “Hacete un documento que diga que vivís en Villa Los Árboles y después andá a conseguir trabajo”, le propuso no sin ironía Andrés, uno de los beneficiarios. Tal como otros trabajos han señalado (Kessler, 2012), la estigmatización social y mediática de ciertos territorios termina operando para las poblaciones que en ellos habitan como una desventaja extra que se adosa a situaciones ya de por sí plenas de privaciones múltiples. Los beneficiarios del Programa insistían en que la villa era reconocida socialmente por sus condiciones de privación y sus relaciones con actividades ilegales y que aunque intentaran estrategias para evitar la ligazón territorial, era difícil sortear esa dificultad (RC 31, RC 35).

Este despliegue de reconocimientos compartidos de ciertos riesgos, de carencias afectivas o económicas, permitía evidentemente el contrato inicial, así como las acciones terapéuticas de rehabilitación pero no lograba ocluir el surgimiento de interpretaciones que contestaban la postura institucional. Hasta cierto punto, ellos y ellas coincidían con el Programa en que las acciones del presente incidían en el futuro, pero resaltaban que las proyecciones sobre un posible mejor futuro no respondían por las necesidades del presente. Si la propuesta institucional suponía reflexionar sobre el curso de la vida como instancia regida cronológicamente y actuar en función de ella centrándose en lo temporal, ellos y ellas accedían pero contestaban en virtud de un presente que condicionaba material y simbólicamente esa proyección, así como también la posibilidad de proyectar la extensión de sus propias vidas; así, restaban determinación a la solución por la edad que el Programa presuponía. Las decisiones sobre cómo ganar el dinero, antes que estar condicionadas por ideas inmaduras que se transformarían con acompañamiento institucional y maduración, parecían estar determinadas por una condición estructural que no respondía a la posición etaria, o a las decisiones tomadas privada e individualmente como parte de la pretendida activación. Las formas de ganar dinero serían elegidas en función de su capacidad de responder de modo más efectivo al riesgo de carecer de él.

Que estas controversias fueran más parte de lo común que de lo extraordinario, brinda cierta pauta de que los programas advierten la dificultad de concreción de las propuestas de instrucción en ciertos contextos. A esta altura del argumento es posible afirmar que el modelo de gobierno de la juventud en riesgo mediante estos programas de prevención del delito se ubica en un espacio intermedio entre los que en el capítulo 3 se nombró modelo de oportunidad y de tolerancia. No obstante, esa tolerancia no sería inocua, o simplemente la representación de la bondad o plena comprensión de las interpretaciones alternas de los/as beneficiarios/as.

Las consecuencias de los sentidos contestados

El observar tanto las formas en las que los y las jóvenes cumplen con las expectativas, pero también contestan la instrucción con propias interpretaciones confirma el que el modo de gestión propuesto es un espacio de contienda (Fraser, 1991). Ese espacio de contienda configura un modo de gobierno predominantemente tolerante a las controversias. En este sentido, se podría comprobar la existencia de matices respecto a otras investigaciones que señalan que dada la naturalización de los supuestos institucionales, las conductas de quienes no se adecuan son vistas como imposibilidad individual, por lo cual se corre el riesgo de que sean excluidos de las instituciones y su asistencia. Los hallazgos discutidos aquí podrían emparentarse con la categoría de trayectoria institucional participativa que identifica Litichever (2012). Ésta supone la posibilidad de que las acciones de los beneficiarios dentro de las instituciones logren cambiar algunas normas dentro de las mismas, aunque sin modificar las condiciones de los sujetos que los hicieron llegar a ellas. En el caso que aquí se estudia no podría hablarse de transformación de normas institucionales pero sí de cierto incremento en la flexibilidad de las definiciones formales previstas para el contrato de inserción.

Los datos evidenciaron que las tecnologías aplicadas enseñaron a los y las beneficiarios/as que debían explicar sus acciones o inacciones, de modo de demostrar el haber interiorizado normas de responsabilidad individual sobre la gestión de sus propias vidas -aún cuando fallasen en esa tarea. Tanto la operadora como los y las jóvenes sabían que las exposiciones de razones y argumentos -independientemente de su veracidad- manifestaban la intención de parte de los segundos de ser considerados asistibles. Esta situación coexistía sin problemas con desacuerdos en torno a criterios de acción que postulaba por un lado el Programa y, por otro, los y las jóvenes. Es decir, así como un joven podía declarar que robaba, cartoneaba y cobraba el plan, otro podía responder ante la pregunta de la operadora sobre su ocupación diciendo: “yo no hago nada, fiaca hago” (RC 40). Ninguna de estas respuestas implicaba la desatención al contrato.

De algún modo, estas escenas expresan cierta capacidad de maniobra (Haney, 2002) que el Estado habilita a los jóvenes. Nancy Fraser (1991) explicó que aún dentro de una posición subordinada respecto de la política pública, los actores beneficiarios pueden encontrar resquicios -aunque sea parciales y temporarios- para aceptar la ayuda ofrecida, en este caso lograr acceder al Programa, pero resistirse, en mayor o menor medida, a las iniciativas terapéuticas que el Estado tiene destinadas para ellos.

Lo que el espacio de maniobra habilita son sentidos ampliados sobre la inclusión social y el riesgo. Las controversias detalladas más arriba señalan que de los intercambios emerge, aunque deslegitimada, una noción de inclusión social que remite a contar con lo que se necesita, lo cual puede variar de acuerdo al contexto. Lo que está claro es que carecer de lo que se necesita es una situación que debe evitarse. Esta forma de definir la inclusión tiene a su vez dos particularidades. Por un lado, remite a una temporalidad inmediata más fuertemente enlazada con el presente que con condiciones del pasado o proyecciones sobre el futuro. Lo que se necesita es algo que debe conseguirse ahora. Este es un punto importante que discute fuertemente con la idea central de estos programas que es la del proyecto de vida y que se monta sobre unos discursos de inversión individual de esfuerzos en el presente para cosechar los frutos en el futuro.

Por otro lado, esta noción de inclusión requiere incorporar la idea de riesgos positivos (O´Malley, 2006) que es adoptada por los jóvenes mas no por los programas. Especialmente los varones asumen el uso de los riesgos a su favor. En palabras de Kemshall ellos

“No ven sus vidas como una clase de riesgo, ni generando riesgos para los otros; para ellos los comportamientos problemáticos y la toma de riesgos pueden ser algo enmarcado positivamente y visto como provechoso y justificado.” (Kemshall, 2008:29)

Ellos asumían riesgos, que eran considerados como positivos, aún cuando pudieran contener consecuencias indeseables.

Lo que la perspectiva metodológica adoptada en esta tesis permitió, es observar más allá de las definiciones institucionales para comprender la dinámica de interpretaciones de necesidades y riesgos. En la escena de gobierno se ponen en juego unos riesgos que no son los identificados por los programas en sus diagnósticos iniciales. Además, la participación de esos riesgos en las dinámicas cotidianas de vida de las personas que se quieren gobernar, hallan sus explicaciones en determinaciones que no son las preconcebidas por los programas como parte de su definición programática. El caso que se advirtió aquí fue la tensión entre las explicaciones basadas en los clivajes etarios y aquellas de clase o socioterritoriales.

Los jóvenes -especialmente los varones- pertenecientes a sectores populares, están expuestos a ideales de juventud y de masculinidad propiciados especialmente por los medios de comunicación, que suponen acceder a ciertos bienes culturales y de consumo con los que ellos, en general, no cuentan para acercarse a esas imágenes. Ante el riesgo de ser excluidos de esos modelos -a los que ellos dotarán de ciertas características propias-, asumen comportamientos que pueden implicar otros riesgos, unos que ellos consideran válidos asumir. El riesgo de ser excluidos no aparece para ellos como una alternativa deseable, ni siquiera como una posibilidad de “transformar el estigma en emblema” (Reguillo, 2000) -es decir, asumir su condición de excluidos y construir alrededor de dicha situación una figura amenazante para su entorno. De este modo adhieren a una idea de riesgo positiva que no está en los parámetros del Programa. Si el principal riesgo para ellos no es perder la vida, ni dañar a otros, ni a sí mismos, sino no disponer de dinero en la cantidad y en el tiempo que quieren y necesitan, pueden someterse a situaciones riesgosas -cuyas consecuencias sean perder la libertad-, aunque la mayoría de las veces esta jerarquización de acciones no sea deliberada. En palabras de Haney

“Estos jóvenes están gobernados por entendimientos conflictivos de los alrededores de la ciudad empobrecida y por las estrategias de supervivencia apropiada. Un patrón de socialización que no es abstracto.” (Haney, 1996:568)

El que los programas habiliten espacios para sentidos alternos y controversiales tiene, sin dudas, sus consecuencias. Los programas procesan a los sujetos a partir del modo en que los/as beneficiarios/as introyectan la instrucción. Estos posicionamientos tienen marcadas consecuencias para sus configuraciones genéricas, de edad y de clase.

Posiciones de los y las beneficiarios/as frente al riesgo, y consecuentes subordinaciones

Los datos obtenidos señalan que desde la mirada institucional pueden identificarse tres posiciones de los y las beneficiarios/as según el modo en que manejan los riesgos: quienes se rescatan y aceptan la ayuda estatal, quienes no entienden que están en el mal camino y persisten, y quienes no la cuentan. A partir de estas posiciones es posible rescatar distintos niveles de tensiones en torno a las definiciones sobre lo riesgoso, qué se tiene que evitar, y cuáles son los modos de hacerlo.

Los y, principalmente, las, que se rescatan. Las beneficiarias parecen ser las que en mayor medida aceptan la ayuda estatal, aunque para ello no les sea necesario rescatarse pues, en realidad, ellas no despliegan actitudes desafiantes a los programas sino que se muestran necesitadas de ayuda, tal como se demostró más arriba. En efecto, las situaciones relativas a la maternidad -y consecuentemente el supuesto aumento de la vulnerabilidad y riesgo social-, se constituían como justificación, no sólo del ingreso al Programa, sino también en las instancias de negociación como instrumento para valorar el contexto. La condición solitaria y materna era esgrimida como pedido de morigeración para comportamientos que en otros casos serían sancionados. Una de las jóvenes narraba cómo negoció el reingreso luego de haber sido dada de baja alrededor de su condición materna:

– [la baja se produjo] porque falté, pero fijate que yo tenía a Ramiro y teníamos las reuniones a las 10 de la mañana, imaginate me dormía a las 6 ponele, un mes falté y fui y le dije, entiéndame acabo de salir de estar presa, que el bebé tiene meses

– Estaban en invierno..

– Claro, vivía en un casa que no es como la de ahora que está todo cerrado y no entra frío ni nada, no estaba su papá para que lo cuide él o su hermana, tenía que estar sí o sí yo con él y yo tenía que darle la teta.

– ¿Y no lo llevabas al programa?

– No, después sí lo llevé cuando se fue el invierno.

– Y ¿qué pasó?

– Y me entendieron y después al mes me dieron el alta [nuevamente] (Bibiana, beneficiaria).

La jerarquía que las mismas mujeres jóvenes daban a la maternidad al interponerla como una de las variables principales para requerir asistencia, parecía tornarse a los ojos del Programa como una señal de madurez de parte de ellas y, por lo tanto, de pasaje de la juventud a la adultez alejada de la peligrosidad juvenil. Así, la maternidad se configuraba como un proyecto de vida y de inclusión que las protegía de los desvíos hacia el delito y expresaba la voluntad de las chicas de activarse y responsabilizarse por la gestión de sus propios factores de riesgo. Esta situación redundaba en que las mujeres fueran objeto de menos control duro que los varones. A las chicas no se les pedía madurar, ni se les exigía estudiar, ni trabajar, porque -lógicamente- bastante trabajo tendrían con sus hijos/as. Las chicas, según este esquema, habrían completado una transición generacional deseable al momento de convertirse en madres, dejando atrás la juventud descarriada y problemática. El conflicto generacional, entre la institución (adulta) que se propondría transformar y conducir la transición generacional de los/as jóvenes, perdería relevancia.

En suma, las beneficiarias de los programas estudiados parecían más dóciles que los varones. No se observó algo así como un factor de riesgo para las jóvenes asociado a las malas influencias tal como otros trabajos sí han señalado (Haney, 1996).

Ahora bien, la mirada aprobatoria que el Programa tenía sobre las mujeres no estaba exenta de consecuencias: condicionaría la configuración de feminidades y restingiría aspectos de la experiencia juvenil y femenina. La contra cara de la ventaja que tendrían las chicas al orientarse de acuerdo al modelo institucional sería que éste las situaría definitivamente en un lugar de vulnerabilidad, en tanto que no sólo requerirían ayuda para sostener su propia vida sino que además, al tener otros sujetos a cargo y carecer de un varón, deberían aceptar la ayuda estatal con las condiciones que ésta les impusiera. Además, las confinaría a esos espacios domésticos, no remunerados y menos jerarquizados que los que proponía a los varones. Así, el Programa adheriría a una mirada tradicional que indicaría que las mujeres deberían permanecer al cuidado de sus hijos. La validación de la maternidad que se advirtió en el trabajo de campo obstruía -por omisión- otras posibilidades de conciliar la feminidad, la familia y la obtención de ingresos propios. Además, al asistirlas porque estaban solas reforzaba la idea de que las mujeres se definirían en base a sus relaciones con hombres, como esposas, madres, hijas o hermanas; en contraste con lo que ocurre con las distinciones correspondientes para los hombres (Ortner y Whitehead, 2000). Pero por otro lado, y más sutilmente, su condición de soledad parecía intrínseca a su condición de madres pobres porque el Programa las asistía aún cuando tenían parejas: siempre las reconocía vulnerables y cumplía el rol proveedor que no adoptaban esos varones, o que no lo hacían bien. Este procedimiento las señalaba como mujeres carentes, siempre necesitadas de ayuda de alguien o algo que se colocara en la posición de varón proveedor. En síntesis, las chicas jóvenes merecían ayuda, no por rebeldes y persistir en los errores -como los varones-, sino por débiles.

Finalmente, se invisibilizaba, por contraste con la notoriedad de la maternidad, la relación de las chicas con el delito. Y tal como sugiere Elizalde habrá que preguntarse si esa invisibilidad constituye un dato de la realidad pasible de verificación o de

“Un efecto de lectura de una construcción ideológica específica que ‘borra’ a las mujeres de cierto ámbito de la ‘peligrosidad’ para fijarlas en el campo de la ‘desviación sexual’, la ‘vulnerabilidad’ y el ‘riesgo social’, y operar, desde allí, una regulación diferencial de sus prácticas (Elizalde, en prensa).

La operación tenía un doble resultado porque al destinarlas a ámbitos privados y menospreciar su capacidad disruptiva, engrandecía la de los varones. Es decir, como el género es un sistema de diferencias, al gestar una imagen de las chicas alejadas de las prácticas delictivas o arriesgadas, habilitaba a los varones a que ocupasen esos lugares contribuyendo, a su vez, a reforzar los estereotipos que los vinculaban naturalmente con dichas acciones.

La capacidad de rescatarse, no obstante, no era exclusiva, aunque sí mayoritaria, de las mujeres. Pablo, un ex beneficiario, ejemplificaba claramente su propio pasaje por el delito y los imaginarios que lo circulaban. Me creía superman, yo era como un groso, me hacía el que le ponía el pecho a las balas, y las balas me atravesaron el pecho. Al ser entrevistado contó que en esa nueva etapa su función era tratar de trasmitirles a los más chicos que había otros caminos posibles más allá del delito. Estas reconversiones colaboran con el ideal de inclusión juvenil masculina propuesto por los programas y permitían marcar diferencias entre quienes se habían rescatado y quienes aún no entendían.

En el mismo sentido, el testimonio de Mauricio evaluaba el delito y lo que significaba para los jóvenes en el barrio:

“No sé, qué querés que te diga, no es importante, tener una experiencia de robo te perjudica a vos. A veces en el barrio es así, antes sí me daba (importancia), ahora a mí, en este momento no me da importancia robar…(…) ahora ya cambió todo, ya fue robar, ahora el respeto te lo da estar bien, la gente te pregunta ‘¿cómo andás?, trabajando, bien’, me parece que el respeto es eso, el respecto pasa por el trabajo (…) a mí me ven cambiado, me ven con el currículum, de aquí para allá, me para la gente y me dice ‘qué bien, cómo cambiaste’.” (Mauricio, beneficiario)

De tal modo, los programas incentivan la reconversión y evalúan, explícitamente, como un paso positivo hacia la inclusión social, el que las y los jóvenes respondan a las propuestas de instrucción.

Los que persisten. Si la primera posición permitiría unir con armonía los objetivos de los programas con las posiciones que ocupan los y las jóvenes con respecto al riesgo, esta segunda posición ya empieza a mostrar fisuras. Mientras los programas proponían con énfasis la vuelta a la lógica del trabajador, algunos jóvenes oponían interpretaciones alternativas que se colocaban como antagónicas a la propuesta institucional. A veces, los jóvenes proponían gestionar de modo distinto algunos de los riesgos, o discutían la cualidad de riesgosas de ciertas situaciones, o menospreciaban unos riesgos en función de atender a otros más importantes, o, hasta incluso, enunciaban nuevas circunstancias de las cuales era necesario protegerse. En contextos especialmente desfavorecidos, la forma en que muchos/as jóvenes hacían frente a la adversidad era sometiéndose a otros riesgos. Si esa era la forma principal de persistir en el error, otra, menos evidente pero igual de insidiosa era, desde la mirada institucional, no prestarse a la terapia discursiva que el Programa les proponía. En estas instancias diseñadas con el fin de motivar la participación, no aprovechar el espacio para hablar era una de las formas de persistir en el camino incorrecto y, por lo tanto, de no hacer una buena elección de las oportunidades disponibles para gestionar los riesgos.

La tolerancia que el Programa prestaba a las discrepancias de los varones, también incluía costos -no menores- para ellos. Mientras tenían permitido incorporar una noción positiva de riesgos en sus argumentaciones, el Programa los infantilizaba al exigirles que reflexionaran y que maduraran; que se volvieran responsables y dejaran de lado las actitudes irracionales, infantiles y problemáticas, y que las trocaran por proyecciones a futuro. El Programa se ubicaba en la vereda de la adultez para legitimar el modelo de instrucción y transición deseable que les proponía. Si bien los programas reconocían los condicionantes estructurales en los que vivían los y las jóvenes, el peso puesto en la petición de activación individual para la transformación, le restaba importancia. El reconocer pero desplazar la importancia de los aspectos estructurales no es exclusiva de los programas aquí analizados sino que parece una operación bastante frecuente de las políticas de asistencia y de prevención del delito, tal como otros trabajos lo han mostrado (Gray, 2005, Lister, 2002, Merklen, 2013). El énfasis en las cuestiones de la transición por clases de edad y en la organización del curso de la vida que ponían los programas a través de la expresión proyecto de vida, relegaba a un segundo plano otras desigualdades, especialmente de clase y pertenencia socioterritorial.

Mientras el Programa no aceptaba que las modalidades de socialización expresadas especialmente por los varones, y sus interpretaciones sobre cómo ganar dinero, pudieran formar parte del proyecto de vida, éste se volvía inalcanzable, y se truncaba así su posibilidad de transitar hacia la adultez, una clase de edad plena. Aunque esta imposibilidad no supusiera la exclusión institucional e independientemente de la edad biológica, quedarían en el subordinado estatus de juventud calificada como incompleta.

“‘Los viejos’ legitimarán su posición de poder con los valores de la ‘sabiduría’, ‘madurez’, ‘experiencia’, rechazando a los jóvenes a los polos del idealismo, la irresponsabilidad, la irreflexibilidad.” (Martin Criado, 2005:38)

De este modo, los programas, a pesar de sus constantes incitaciones a que la solución estaba en el sí mismo y las propias capacidades, reforzaban una imagen de lo juvenil (pobre) signado por “el gran NO” (Chaves, 2005), intrínsecamente incompleto, fallado, incapaz, u obstinado o terco. No sólo es que no tenían ciertas capacidades, sino además, que no podían o no querían cambiar.

Los que no la cuentan. La última posición que los jóvenes podrían ocupar según el modo de abordar los riesgos, se representaba, paradójicamente, por quienes no la pudieron contar. Esto sucedería cuando no se había aceptado la ayuda estatal, no se había podido habitar el espacio de la instrucción para confrontar los sentidos sobre el riesgo, y no había habido chance de revertir la exposición al riesgo. Lo escueto de la descripción sobre esta posición, habla por sí sola de la distancia que existiría entre los programas y los y las jóvenes que la ocuparían. No habría sido posible ninguna intervención.

Las posiciones descriptas, siempre según la interpretación de los programas, podrían sintetizarse en el cuadro que sigue, entendiendo esta esquematización como tipos ideales, en el sentido weberiano.

Posiciones de sujetos respecto del riesgo

Posiciones respecto del riesgo

Control estatal

“blando”

Adecuada contención familiar-comunitaria

Influencias negativas del entorno

Consecuencias de la intervención

Las que se rescatan

+

+

subordinación de género para ellas

Los que persisten en el error

+/- relación conflictiva

+/- relación conflictiva

+

subordinación de edad para ellos

Los que no la cuentan

+

ausentes (o de otras agencias)

Así las cosas, es posible observar que las distintas posiciones se reconocen más o menos permeables a las influencias negativas del entorno -un entorno que, como se señaló en el capítulo 4, es multidimensional y no del todo inteligible para los programas. La lectura institucional concluye en que quienes se rescatan se han abierto a la intervención estatal -del tipo que los programas representan y que se distancia de otras agencias como la policía- y además han contado con una familia presente. Además, estos/as jóvenes, han logrado comprender lo perjudicial de ciertas influencias y las han repelido.[11] Este grupo es el que, a su vez, permite demostrar la pertinencia y eficacia de la intervención. El segundo grupo logra ser interpelado por los programas, pero éstos ven su misión comprometida por la persistencia de las influencias negativas del entorno, tanto familiar como de pares. Especialmente la familia es una pieza clave en la posibilidad de lograr el éxito de la intervención, pues configura un espacio que oscila entre acompañar la misión institucional y obstaculizarla. Finalmente, en la forma que toma la tercera posición, el Estado -la parte que es representada por los programas- ha perdido toda su capacidad de influencia. Por el contrario, priman las influencias negativas del entorno. En síntesis, las posibilidades de éxito de la misión estatal parecen directamente proporcionales a la incidencia de los programas y de la contención familiar-comunitaria adecuada, e inversamente proporcionales a las influencias del entorno negativo.

A la batalla se vuelve acompañado. Activación y responsabilidad individual, con dependencia

A través de las capas del Estado que se fueron atravesando en los últimos capítulos se pueden extraer una serie de enunciados. Por un lado, el alcanzar la inclusión social requiere previamente inclusión institucional que de no lograrse mediante el trabajo y la escuela se vehiculizará por medio de programas sociales, como el Comunidades Vulnerables. Los programas se configuran como un tipo de políticas del individuo que ayudan a las personas que no pueden hacerlo por sí solas, a armarse de las capacidades para enfrentar la batalla que impone la vida cotidiana. La vida cotidiana reconoce, según la interpelación de los programas, factores de riesgos externos -entre lo que se destacan los abusos y déficits estatales-, mixtos, anclados en un entorno de malas influencias familiares y comunitarias, y esenciales -materializados en la carencia de un proyecto de vida, y particularizados para mujeres y varones de acuerdo a las carencias propias. Los programas ofrecen una propuesta de gestión de riesgos mixtos y esenciales en base un esquema de acompañamiento a las exigencias de activación y responsabilización individual. Para que la propuesta resulte interpeladora hacia los jóvenes ofrecen una TCI que tiene el potencial de habilitar la intervención instructiva para la gestación de un proyecto de vida alternativo al delito centrado en la enseñanza sobre cómo ganar dinero. Sin asegurar al programa la introyección de la instrucción, los y las jóvenes se prestan a la dinámica rehabilitadora y, como se detalló en este capítulo, responden a las expectativas institucionales al participar de las confesiones públicas sobre sus trayectorias biográficas pasadas, presentes y futuras. Pero también, su activación toma formas no previstas por la institución y se inaugura un campo de discrepancias, controversias y resistencias entre interpretaciones de operadores/as y jóvenes. No obstante, el contrato, a pesar de ver muchos de sus principios contestados, no se rompe.

El contrato, como epicentro de la forma de gobierno, tendría un carácter aparentemente tolerante, dentro de cual, casi siempre, hay una nueva oportunidad, mientras se manifieste de algún modo la intención de cambiar de comportamiento. En el capítulo 3 se propusieron modelos de gestión dentro de los cuales el de la oportunidad y el de la tolerancia se distinguían. Justamente, el de la oportunidad se inspiraba en algunas gestiones del delito juvenil que ofrecen al joven que delinque por primera vez, una oportunidad de retractarse y no volver a hacerlo. Si cumplen, no quedan rastros, en su historia, de la incursión en el delito. Si habiendo tenido la oportunidad de rectificar el rumbo, no se lo hace, la sentencia caerá sin contemplaciones. Las ideas en las que se inspiran estos modelos reconocen la necesidad de intervenir, como Estado, en la regulación social, pero les preocupa que la ayuda estatal genere dependencia y desincentive tanto la activación como la responsabilidad individual (Lister, 2002).

Si siempre hay una nueva oportunidad, tal como se observó para el Comunidades Vulnerables, este principio temeroso de la estimulación de la dependencia no debería estar operando. ¿Acaso la dependencia estatal estaría siendo revisitada como factor de protección?

Desde el inicio de la tesis se señaló que parte de las trasformaciones en la moral de la cuestión social signadas por las exigencias de responsabilidad individual y activación, tenían como objetivo evitar una de las consecuencias menos deseadas de la asistencia estatal: el que las personas descansaran en la dependencia para sobrevivir, sin hacer nada a cambio, y recibiendo ayuda a costa del esfuerzo de otros (Kessler y Merklen, 2013). La dependencia, en este sentido, es considerada un hecho desgraciado y, a su vez, asociada a ciertos grupos de personas, por ejemplo y enfáticamente, mujeres jóvenes pobres con hijos y de minorías étnicas (Fraser y Gordon, 1994). Efectivamente, tal como se ha esbozado más arriba, otros trabajos (Mc Kim, 2008:311, Haney, 1996) han observado cómo en los programas sociales de asistencia a mujeres pobres, se incluye una crítica a la dependencia estatal de los sectores populares, e inclusive se denuncia el abuso de los servicios públicos. La dependencia femenina es algo contra lo que batallan algunos de estos programas, quienes objetan y cuestionan, no sólo que las mujeres dependan de la ayuda del Estado, sino que también dependan de varones (Haney, 1996). El objetivo de estas intervenciones, catalogadas como progresistas y preocupadas por los derechos de las mujeres, es ayudarlas y capacitarlas, para que logren independencia y abandonen sus posiciones de dependientes.[12]

Llamativamente, a partir del análisis de los programas estudiados en esta tesis, encuadrados completamente dentro de las políticas que exigen activación y responsabilización individual, no sólo no es posible verificar esta continuidad sino el análisis parece contradecir la tendencia dominante. Lo que parece predominar es, más vale, un férreo interés de los programas por tener, bajo la doble atención de cuidado y supervisión, a los y las jóvenes. No sólo no se deslegitima la dependencia estatal, sino que se la fomenta al considerarla un factor de protección de riesgos. Tal como se fue analizando, toda la propuesta de gestión institucional -del Comunidades Vulnerables pero también de los otros programas analizados- se orienta a que las y los jóvenes se inserten y permanezcan en los programas: tenerlos bajo programa es una garantía para los agentes de poder trabajar con los pibes.

La instrucción sugiere que, instroyectándola, las y los jóvenes mejorarán su propia capacidad de gestionar responsablemente los riesgos, lo que reforzará su autonomía. Pero lo que resulta de la trama de las interacciones es que lo que introyectan es demasiado parcial o insuficiente. Los varones, responden a la terapia de la expresividad, pero argumentan con criterios equivocados; las mujeres, cumplen con el perfil y las expectativas pero son esencialmente vulnerables. La activación se produce, pero nunca alcanza, siempre es fallada. En suma, al observar la forma tolerante que adopta el gobierno y las consecuencias que ésta genera sobre varones y mujeres, no parece posible que rápidamente se de por acabada la intervención: los varones son permanentemente infantilizados y las chicas son solas. Ellos y ellas necesitan del acompañamiento estatal en forma permanente.

Para estos programas, la “batalla de la vida cotidiana” (Merklen, 2013) que estos jóvenes deben enfrentar, es una en la cual el cuidado y supervisión estatal están presentes. De hecho, quienes no se dejan intervenir, más que felicitados por su independencia, son observados negativamente por su terquedad e irracionalidad al no querer aprovechar la ayuda. No se advierte ninguna necesidad de devolverlos rápido y solos a ninguna parte.

Por un lado, la aparente incoherencia entre exigir autonomía y fomentar dependencia podría ser encuadrada en lo que Lynne Haney (2004) señaló como una de las características de las políticas contemporáneas: el gobierno a través de la contradicción. Esta modalidad sería fruto de la evidencia de un Estado en capas que funciona incluyendo incoherencias entre sus diferentes aparatos. La idea sugiere que uno de los modos de lograr gobernar poblaciones, y en ese sentido controlarlas, es requerir a los beneficiarios comportamientos que resultan contradictorios o ambiguos; éstos al intentar cumplir con estos variados requerimientos -que pueden provenir de distintas o de la misma agencia estatal- siempre están en falta: mientras cumplen con algún requisito -manifestar carencias para ser considerados/as legítimos beneficiarios/as-, fallan en otro -manejarse con autonomía para resolver los propios problemas. En los casos estudiados podría señalarse una tensión en esta línea, al enfocar en la petición de emocionarse y abrirse sentimentalmente, mientras también se esperan decisiones racionales. Por último, en relación al proyecto de vida ocurre algo similar: debían gestar el propio y fortalecer sus propias capacidades independientemente del entorno, pero cualquiera de las explicaciones que autónomamente daban, y en función de evaluaciones de riesgos y oportunidades, eran censuradas por no ajustarse al modelo ideal.[13] No obstante, ninguna de estas incoherencias representan un obstáculo operativo en las intervenciones que, en efecto, gozan de buena salud.

Lo que sí resulta más llamativa es la armonía entre las políticas de asistencia y la búsqueda deliberada de dependencia con el Estado. Esto sí se distanciaría de lo que globalmente prevalece: cierta reticencia a fomentar la dependencia estatal al brindar asistencia pública. El modo en que se estaría gobernando a la juventud en riesgo en Argentina, a través de programas sociales y específicamente de prevención del delito, sería uno tolerante que no desdeña una rigurosa supervisión estatal fundada en el discurso de la inclusión social, y que lo combina de modo complejo y contradictorio con los discursos de la activación y la responsabilización individual. Finalmente, restaría sugerir la hipótesis que, si acaso fuera un modo de gobierno sustentado en el control por contradicción, no sería como una intención deliberada de la gestión de despistar a los beneficiarios, sino que estaría más fundada en una propia ambigüedad de los/as operadores/as. Estos demostrarían, en el seno de sus despliegues de tolerancia, una sostenida incomodidad y desconcierto que los llevaría a transitar múltiples asignaciones de riesgos y responsabilidades en un continuo difuso entre los lugares del individuo y lo social. En otras palabras, creerían en la conveniencia de las nuevas dinámicas de individuación sustentadas en las exigencias de activación y responsabilidad, pero desconfiarían de que lo social ya no fuera una fuente de riesgos de los que el Estado debiera proteger a los individuos. Sus procedimientos como representantes de la gestión estatal serían ambiguos pues sus interpretaciones de la cuestión a regular también lo serían.

Quizás así fueran sus interpretaciones en virtud de conocer, por la propia experiencia del trabajo cotidiano, que si se tratara de encajar las vidas particulares de cada una de las personas asistidas, en los marcos de las categorías previstas según los tipos ideales de beneficiarios/as, éstas quedarían absolutamente desbordadas por la complejidad de las experiencias biográficas de las y los jóvenes. El capítulo próximo, y el último de la tesis, es un intento de reponer algunos trayectos de las vidas singulares de las y los jóvenes a las que los programas se esforzaban en acompañar aún en formas contradictorias.


  1. Detalles sobre los valores y criterios de acción sobre los que el Comunidades Vulnerables pretendía incidir pueden encontrarse en Müller y otros (2012), en las guías para trabajar el eje vincular (proyecto de vida e identidad, violencia, organización y uso del tiempo, obtención, administración y uso del dinero, violencia y delito); eje socio-comunitario (reconstrucción de la historia local, confección de mapa geo-referencial), eje jurídico (resolución pacífica de conflictos); eje mundo del trabajo (historia laboral familiar, análisis de la situación socioeconómica y cultural general y su impacto en la realidad laboral de los últimos tiempos, “Las pirámides”, relacionado con el nivel educativo y la búsqueda de oportunidades laborales en clasificados de diarios, “La Escalera” que se usa como ejemplo en esta tesis, curriculum Vitae, role-playing de entrevista laboral-, historia escolar).
  2. Estas eran, para ellos, las desventajas del delito; no mencionaban dentro de ellas los daños a terceros, ni el lugar de las víctimas.
  3. Tal como se identificó en un trabajo anterior (Medan, 2011) las beneficiarias admitían que el delito no era una actividad exclusivamente masculina, pero que, a diferencia de ellos, las mujeres eran “mal vistas” en el barrio por dedicarse a esas tareas.
  4. Este varón era Mariano, y se señala el nombre porque luego se hará referencia a las respuestas que este joven dio en esta actividad.
  5. Si bien durante las entrevistas que realicé a los/as jóvenes para esta tesis, la operadora no estaba presente, en la entrevista a Bibiana la operadora pasó por donde estábamos reunidas y, hacia el final de la charla, le hizo este comentario que quedó registrado en la grabación.
  6. En Gentile (2010) se encuentra una interesante reflexión sobre las diferencias entre uso de fuerza física y violencia a la que adherimos aquí; además la tesis de maestría que preexiste a este trabajo también aborda la cuestión, especialmente enfocada en su relación con la dimensión de género, edad y clase (Medan, 2011).
  7. Zelizer describía cómo los trabajadores sociales ocupados en la instrucción del marcado del dinero a los pobres, tenían como “competidores” a los agentes de seguros quienes ofrecían a las personas planes de ahorro para afrontar los gastos de los funerales propios y de los seres queridos. Estos gastos eran deslegitimados por los trabajadores sociales que se indignaban al tener que “rescatar” a sus beneficiarios de estas influencias sobre gastos superfluos.
  8. El cobre es, de los metales que pueden obtenerse en acciones de recolección informal, o rehuso o recupero, el que a más alto precio se vende. Además, como suele ser usado para tendidos eléctricos es frecuente encontrarlo disponible fácilmente en la vía pública y por eso es muy bienvenido por quienes se dedican a actividades de cartoneo, cirujeo, o recuperación de residuos.
  9. Es una referencia local a acciones ilegales de los/as jóvenes que consisten en colgarse de la parte trasera de los camiones con la finalidad de robarles parte de la mercadería que trasportan.
  10. Referencias en esta misma línea pueden encontrarse en el trabajo de Gentile (2010), en el que la autora reconstruye cómo las instituciones buscan transformaciones actitudinales para que adolescentes de sectores populares se comporten se acuerdo a otras personas de la misma edad sin considerar que comportarse así requiere recursos que los programas presuponen pero no garantizan.
  11. Interesa destacar que esta interpretación es desde el punto de vista de los programas. En las dinámicas de acción cotidianas de los grupos de jóvenes, ese apartamiento del entorno negativo, en general, no es completamente así, ni existe algo así como una posibilidad de repelerlo empíricamente. En efecto, forma parte de la evidencia, el que los programas reconozcan que no es posible abstraerse totalmente de ese entorno.
  12. Aunque no se vincula estrechamente con los argumentos de este trabajo interesa señalar que lo que los estudios muestran, además, es la resistencia de las mujeres a la presión de dejar de lado ciertos vínculos que les proveen bienestar, seguridad, o prestigio.
  13. Con respecto a cómo los programas entienden a la comunidad también podría aplicarse esta idea. La comunidad es un espacio al que los programas apelan para instalarse, ganar legitimidad entre distintos actores presentes allí, y también como contraparte necesaria para algunos de los procesos de regulación que tienen como objetivo (por ejemplo, cuando requieren que las comunidades -que son también las familias- contengan y orienten a los y las jóvenes). Sin embargo, la comunidad es ampliamente ubicada como un factor de riesgo y sus dinámicas y criterios de acción son criticados por los programas (por ejemplo, cuando la operadora del PCV señalaba “cómo puede ser que todo el barrio pierda el tiempo así“). En función de estas asociaciones contradictorias sobre la comunidad, las y los jóvenes no terminan de tener en claro si lo mejor sería irse de ese barrio, o si por el contrario, ese es el mejor lugar para poder crecer.


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