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Auschwitz: memoria y sacralización del espacio

Carlos Luciano Dawidiuk

El complejo de Auschwitz fue el más grande de los campos de concentración (Konzentrationslager) nazis y funcionó entre 1940 y 1945, en los suburbios de Oświęcim, una ciudad polaca que había sido anexada por el Tercer Reich en el marco de la guerra. Además del campo de concentración original (el Stammlager KZ Auschwitz i), estaba conformado por un campo de exterminio (Vernichtungslager), KZ Auschwitz ii-Birkenau, y un campo de trabajo forzado, KZ Auschwitz iii-Monowitz.

El hecho de haber sido un campo de concentración y, a la vez, de exterminio, sumado a la escala y al modo en que se instrumentaron las operaciones de asesinato masivo, lo convirtieron en una metonimia del Holocausto/Shoah/Jurbn. Según Hilberg, ello se debió también por lo menos a tres de sus características:

  1. allí murieron más judíos que en cualquier otro lugar;
  2. fue un centro de asesinatos internacional, con víctimas de todo el continente europeo;
  3. y estos crímenes continuaron teniendo lugar allí mucho después de que otros centros de exterminio de la Europa ocupada fueran destruidos (Hilberg, 1994: 81).

Pero, al mismo tiempo, su configuración compleja hace que la generalización de las experiencias de los y las sobrevivientes se torne imposible, puesto que están condicionadas por el lugar en el que estuvieron recluidos, el trabajo asignado, el estatus nacional o “racial” atribuido, su género, su fe, etc.

Ello no ha impedido, sin embargo, que, desde la creación del Museo Estatal de Auschwitz-Birkenau (que, como lo indica su nombre, solo engloba gran parte de lo que fueron Auschwitz i y ii), y sobre todo desde su declaración como Patrimonio de la Humanidad en 1979 por la Unesco, se haya ido construyendo una “memoria dominante” (Huener, 2003), basada en la narrativa del “martirio” nacional polaco, hasta la caída del comunismo. Y, aunque desde 1989 el museo se ha esforzado por dar un lugar justo en la conmemoración a todos los grupos de víctimas, continúan existiendo vestigios de aquellos viejos marcos de la memoria (Halbwachs, 2004).

Por todo esto, en este trabajo buscaremos explorar los modos en los que este sitio de memoria se constituyó como un “espacio sacralizado” sobre el que se sostuvo aquella narrativa dominante, que le permitió al Estado polaco instrumentalizarlo como un lugar para la disputa política. Pero también atenderemos a los actos de resistencia, a las formas en que se añadieron marcas de memoria particulares al paisaje por fuera de esa “memoria dominante” y a las prácticas que, aun enmarcadas dentro de esa narrativa, contribuyeron a socavar el régimen comunista. Nos interrogaremos, por último, en qué medida aquella sacralización del espacio continúa vigente en torno a la función del museo como representación más adecuada del pasado traumático.

Genocidio, memoria y sacralización del espacio

La sacralización del espacio es entendida en este trabajo de una manera muy específica, con relación también concreta al sitio de memoria de Auschwitz y a la representación compleja del pasado que encarna.

En este sentido, más que pensar en lo sagrado como un atributo o propiedad que emana de un objeto o lugar o que lo caracteriza, asociado casi exclusivamente a lo divino o lo religioso, aquí lo concebimos como una relación dinámica, cambiante, que se vincula siempre tanto a un carácter trascendente que se contrapone a los límites de la experiencia humana (y los pone en evidencia), como a prácticas concretas que toman la forma de la repetición ritual.

Si entendemos el espacio desde la concepción trialéctica que proponen Lefebvre (2013) y Soja (1996), es decir, como un producto (y, al mismo tiempo, un producir) devenido del movimiento constante, simultáneo y complejo entre el mundo material (“espacio percibido”), las representaciones del espacio (“espacio concebido”) y la dimensión experiencial o empírica que opera sobre estos dos (“espacio vivido”), su sacralización no puede pensarse en relación con solo una de estas formas en que percibimos, comprendemos o vivimos el espacio. Por ello también debe ser entendida tanto con respecto a los aspectos materiales concretos del sitio en cuestión, como a los límites y las posibilidades de su diseño, de las representaciones que operan en torno a él y de las acciones ejercidas a partir de estas dimensiones y sobre ellas.

Los restos del complejo de campos de Auschwitz suscitaron una serie de problemas y dilemas desde el mismo momento en que se convirtieron en tal cosa. No solo constituían los vestigios que daban cuenta de uno de los modos más terribles en que los nazis habían instrumentado el genocidio, sobre cuya materialidad muchos supervivientes confiaban en poder imprimir una veracidad más densa a su testimonio, sino también un cementerio en el que se hallaban las cenizas y los restos de los cuerpos profanados y brutalmente asesinados de una cantidad incalculable de víctimas, sobre todo judías.

La propia materialidad de aquel sitio, entonces, impelía un deber de memoria ante semejantes crímenes. Como señala Bensoussan, al igual que la memoria individual, “la memoria colectiva se inscribe más en los lugares que en el tiempo, pues solo los lugares le permiten al tiempo estructurarse y generar relato, ellos solos hacen posible la construcción y la transmisión de una memoria colectiva” (Bensoussan, 2010: 36). Sin embargo, la propia naturaleza de las prácticas sociales genocidas, “tanto aquella que tiende y/o colabora en el desarrollo del genocidio como aquella que lo realiza simbólicamente a través de modelos de representación o narración de dicha experiencia” (Feierstein, 2007: 36), condiciona las posibilidades de elaboración de esos relatos y de la constitución de la memoria.

Por ello, es crucial concebir al genocidio como un proceso que “se inicia mucho antes del aniquilamiento y concluye mucho después, aun cuando las ideas de inicio o conclusión sean relativas para una práctica social, aun cuando no logre realizar todos los momentos de su propia periodización” (Feierstein, 2007: 36). Las prácticas genocidas, a diferencia de otras masacres o matanzas masivas, poseen un carácter “cuasimetafísico”, en la medida en que no solo implican la destrucción de los cuerpos, sino también la de “los seres vivientes que ellos fueron”, en su pretensión de “modificar el rostro del mundo” (Bensoussan, 2010: 25). De ahí la necesidad de “redimir”, en el sentido propuesto por Benjamin (2011: 6-8), ese pasado que persiste en un presente, en mayor o menor medida, moldeado por la acción de los perpetradores.

De este modo, resulta necesario reparar en la realización simbólica de las prácticas sociales genocidas, dado que el genocidio no culmina con su realización material, sino que se realiza “en el ámbito simbólico e ideológico” (Feierstein, 2008: 131). Esto implica, entonces, apelar al carácter procesual de los procesos genocidas, en el que no solo resulta central determinar las formas de alterización (y la consecuente esencialización de identidades) que resultaron fundamentales para su implementación material y las propias condiciones de su desarrollo, sino también las dificultades posteriores en la dinámica de los procesos de construcción de memorias y su impacto en la acción social en relación con las posibilidades y limitaciones en la caracterización de las víctimas.

Respecto a esto, resulta interesante reparar en lo señalado por Bensoussan, quien ve en el “tumulto memorial” y la “cacofonía de las conmemoraciones” que caracterizan a nuestra época, pero que ya cuentan con una larga historia, no lo opuesto al “tabú”, sino su otra cara: un “hablar sin fin para no decir lo esencial” (Bensoussan, 2010: 12). Así, divisa un vínculo entre esa superabundancia de prácticas y sitios memoriales y el nacimiento de una “religión civil”, en la que el pasado se pone al servicio de un ritual conmemorativo que conlleva una función eminentemente identitaria. Esa investidura de lo memorial, que “implica una transferencia de lo religioso a lo profano”, favorecería tanto el “culto a la memoria” erigido como una garantía de la propia identidad ante el sentimiento de nuestra condición precaria y nuestra finitud, como también la vergüenza de formar parte de la misma especie que los asesinos y el temor ante la posibilidad de ser víctimas potenciales de estos crímenes. Pero dicha “tristeza infinita induce a la búsqueda infinita de un reconocimiento que ninguna respuesta, sin embargo, llegará a cambiar” (Bensoussan, 2010: 12-13).

Auschwitz puede propiciar, entonces, lo que LaCapra denomina lo “sublime negativo” o la “sacralización desplazada” (LaCapra, 2005: 47). De este modo, puede dar lugar a un “trauma fundacional” que puede servir de cimiento de la identidad, que al mismo tiempo puede implicar un sentimiento de “fidelidad al trauma” que conduciría a “una preocupación compulsiva por la aporía, un duelo incesante, melancólico e imposible y una resistencia a la elaboración” (LaCapra, 2005: 47).

De ahí la importancia de atender a la cuestión de la realización simbólica de las prácticas sociales genocidas y los modos en que estas se tornan narrables (o conmemorables mediante discursos no narrativos). Como señala Feierstein, recurriendo a la noción de “identidad narrativa” de Paul Ricoeur (1996), los actos de memoria, entendidos como procesos creativos, instituyen relatos tanto en el plano individual como en el intersubjetivo, que, al establecer tramas causales entre “lo que fue, lo que no pudo ser y lo que es”, posibilitan la constitución identitaria sea como sujetos o como pueblos desde el presente (Feierstein, 2012: 121). De este modo, lo que resulta relevante es la articulación de un sentido y una coherencia que constituye la continuidad identitaria a través del tiempo que posibilita la acción sobre el presente, más allá de la medida en que los elementos narrativos verídicos o ficcionales puedan corresponderse o ajustarse a lo efectivamente acontecido (Feierstein, 2012: 122). Por lo que también dichas narrativas (pero podríamos añadir asimismo prácticas asociadas a discursos no narrativos) pueden evidenciar “síntomas” de aquellas dificultades vinculadas a la “fidelidad al trauma” que señalábamos y permitirnos cierta valoración sobre las formas más adecuadas de representar ese pasado traumático.

En relación con esta cuestión, resulta conveniente recordar que, además de formular su acción genocida en términos de una presunta lucha por la supervivencia racial, los nazis también lo hicieron en términos “fóbicos, prácticamente rituales, que implicaban horror a la contaminación y la degradación y un deseo de liberación, regeneración e, incluso, redención” (LaCapra, 2005: 147). Así, se puede decir que la obsesión por la aniquilación de los judíos, como así también de los gitanos, los minusválidos, los comunistas, los homosexuales y los eslavos, no operaba únicamente en un registro racial, pseudocientífico y político, sino también mágico, ritual o pseudorreligioso.

En este sentido, aunque sin ser un factor exclusivo, único ni determinante del genocidio nazi, es posible identificar un carácter “sacrificial” en la instrumentalización de la violencia contra esos elementos definidos como un “otro contaminante” o “alguien de afuera” y en su exterminio (LaCapra, 2005: 147). Ello nos conduce nuevamente a pensar lo sublime negativo, pero esta vez en relación con los perpetradores, “como una secularización de lo sagrado y del deseo de trascender radicalmente las condiciones habituales y la banalidad, incluidos los límites morales” (LaCapra, 2005: 147). Esta conversión del trauma, que implica el asesinato masivo, en fuente de “júbilo extático” y su vínculo y confusión perversa de la trascendencia con la transgresión extrema que destruye y supera los límites normativos, tal como propone LaCapra, nos muestra los peligros que pueden entrañar las narrativas y representaciones que parten de esa fidelidad a un trauma fundacional que mencionábamos antes (entendible en el caso de las víctimas, aunque seguramente no deseable en la medida en que obstaculiza la elaboración) y pone en evidencia los problemas que giran en torno a la realización simbólica del genocidio.

Auschwitz como sitio de memoria: el museo y lo sagrado

Desde que dejó de funcionar como un complejo de campos de concentración, de trabajo forzado y de exterminio, Auschwitz se convirtió en una representación tan dinámica y cambiante como múltiple, heterogénea y siempre conflictiva de lo que fue en el pasado. Si bien adquirió la denominación de “museo estatal”, es además un cementerio, un sitio de memoria, un archivo, un lugar de peregrinaje, un centro de investigación y un centro turístico. Ese entramado de funciones y usos, que se configuró y articuló a lo largo de los años a partir de las diversas relaciones que se fueron tejiendo frente a los restos materiales, sirvió asimismo de soporte (aunque también se nutrió) de marcos sociales de la memoria (Halbwachs, 2004). Estos implican procesos de elaboración colectiva y creativa que sedimenta en un presente para brindar estructuras a partir de las cuales estas relaciones pueden articularse con modalidades de comprensión y de construcción de sentido (Halbwachs, 2004: 319-320; Feierstein, 2012: 97). Ello supone, al mismo tiempo, el surgimiento de memorias vinculadas a diferentes narrativas del pasado y a respectivas formaciones identitarias,[1] sobre una base empírica común y tramas simbólicas también compartidas, en mayor o menor medida, que impulsan tanto intercambios y negociaciones como, sobre todo, conflictos en la pugna por alcanzar la hegemonía. Ello hace que toda memoria (como las identidades) se halle en permanente cambio, ajustándose a las necesidades que imponga el presente, y que puedan también ser desplazadas, debilitarse o, incluso, sucumbir ante otras y desaparecer.

No es casual entonces que Auschwitz se haya establecido esencialmente como museo, más allá aun de haber sido concebido como uno atípico para la época. Justamente, este dispositivo[2] es particularmente adecuado para articular a los otros mencionados que conviven en ese espacio, dado que las funciones más básicas asociadas al museo, la conservación y la exhibición de objetos del pasado, se complementan con el carácter pedagógico y conmemorativo de los demás.

Pero, del mismo modo, el dispositivo museo, sobre todo en este caso específico, puede entenderse como un modo de sacralización del espacio. Siguiendo a Osorio Olave (2021), podemos identificar al menos dos características específicas que permiten dar cuenta de ello. Por un lado, supone una delimitación del espacio con una impronta “mítica” (no es casual la etimología de su nombre), en la medida en que se propone clasificar y ordenar el mundo. Y, por otro lado, para ello se desarrollan una serie de funciones rituales relacionadas con la conservación y protección de lo que se concibe como un patrimonio cultural valioso. De este modo, se inviste una serie de objetos de una sacralidad que los separa del mundo, a la vez que se los dota de un poder que permite revelar aspectos de él, y se establece una significación colectiva que implica una ritualidad de asistencia, atravesada por toda una proxemia en relación con ese espacio.

La museificación de Auschwitz supuso, ante todo, un deber moral de mantener viva la memoria de los crímenes nazis mediante la conservación de los restos del campo y los elementos que podían dar testimonio de la barbarie. De ese modo, se configuró como un medio para favorecer “experiencias auténticas” (en el sentido del Erfahrung benjaminiano), en la medida en que permite a los sujetos vincularse con el pasado al enmarcarlo “en la memoria de una tradición cultural e histórica” (Löwy, 2005: 29), a través de narrativas y formas de representación que dotan a la vivencia (Erlebnis) de sentido y le brindan la posibilidad de inscribirlo “en un marco comunitario que la excede a la vez que hace posible su elaboración” (Staroselsky, 2015: 4).

Sin embargo, esas narraciones y formas de representar el pasado tendieron a hacer hincapié en la magnitud de los crímenes y en los modos y medios con los que se llevaron a cabo. De ello se derivaba cierta idea de inconmensurabilidad e irracionalidad en torno al genocidio que, a partir de esa concepción de sacralización desplazada o sublime negativo ligada a la propia acción de los perpetradores, implicó grandes dificultades para la elaboración y terminó en disputas identitarias alrededor de ese “trauma fundacional”.

La cultura martiriológica: de la narrativa política a la sacralización religiosa de la memoria

Como propone Thanassekos (2011), pueden distinguirse tres tipos de memoria con relación al paisaje memorial de los crímenes cometidos por el nacionalsocialismo entre 1933 y 1945. La primera, la “memoria patriótica”, que puede adquirir también la forma de “patriótica-nacional”, está “arraigada en función de sus actores a las motivaciones e ideologías ligadas a combates cuyo objetivo central fue la liberación del país y expulsar al ocupante nazi fuera de las fronteras, recuperar la independencia nacional”. La segunda, la “memoria política-antifascista”, se relaciona también con las luchas en torno a la liberación nacional, pero se afirma más en las luchas antifascistas de las décadas de 1920 y 1930. La tercera, la “comunitaria” o “memoria de una comunidad de destino”, se relaciona esencialmente con “la experiencia singular de las comunidades judías de Europa, de las primeras persecuciones antisemitas a los campos de exterminio, pasando por la exclusión sistemática, la estigmatización, las expoliaciones, los encierros en guetos y las deportaciones” (Thanassekos, 2011: 45-46). Si bien es posible entender las dos primeras como memorias comunitarias, el autor señala que esta última se distinguiría esencialmente de ellas debido a que se trata de una memoria de una comunidad de víctimas cuya definición esencialista ha sido decretada por los perpetradores.

En el caso de Auschwitz, esta tipología es difícil de distinguir, pues se presenta de manera entrelazada hasta fines de la década de 1970 y, fundamentalmente, la de 1990, cuando se suscitaron una serie de cambios importantes en el paisaje memorial. Ello se debe a que, inmediatamente después de finalizada la guerra, pasó a considerarse como el lugar más importante que testimoniaba el martirio nacional polaco. Esta narrativa martiriológica se intrincaba con la memoria política-antifascista propiciada por el gobierno comunista en libros de historia, conmemoraciones oficiales y monumentos (Zubrzycki, 2013: 96-97). Ello implicaba, a su vez, dejar de lado el hecho de que la mayoría de las víctimas que perecieron allí eran judías. Eso no significaba necesariamente su negación, sino que se las solía incluir a la par de los “mártires” de otras naciones o grupos. Al mismo tiempo, el Estado polaco instrumentalizó este sitio de memoria como una arena política (Huener, 2003: 29),[3] subsumiendo la narrativa del martirio de las víctimas judías a una más acorde a la visión del gobierno comunista, que oscilaba así entre una memoria “patriótica-nacional” y una “política-antifascista”.

La memoria polaca coexistió también, en términos de Thanassekos, con la judía como una “memoria comunitaria”. Pero, como sostiene Wróbel (1997), dicha convivencia, sumamente conflictiva, cobró la forma de una “doble memoria” irreconciliable que afectó y limitó su entendimiento mutuo. Ambas remitían a la particularidad de la experiencia de las respectivas comunidades frente a la ocupación nazi de Polonia, aunque en esencia eran diferentes. La equiparación de ambas experiencias solía fundamentarse en el número de pérdidas, dado que unos tres millones de judíos y también alrededor de tres millones de ciudadanos no judíos de Polonia fueron asesinados durante la guerra. Sin embargo, si se consideran estas cifras de modo proporcional, esto significa que casi la totalidad de los judíos polacos fueron exterminados frente a una décima parte de los ciudadanos polacos no judíos asesinados. Desde el punto de vista cultural, esto significó la extinción total de una de las comunidades judías más importantes del mundo, mientras que evidentemente la comunidad nacional polaca ha sobrevivido (Wróbel, 1997: 569).

Por otra parte, es importante señalar que los términos “martirio” y “mártir” fueron elementos constitutivos del vocabulario conmemorativo de la Polonia de posguerra, especialmente en torno a Auschwitz. Aunque era común su uso en otros países para referirse a las víctimas del nazismo, para los polacos tenía una connotación específica vinculada al discurso de la religión católica y a la identidad nacional. Así, los prisioneros polacos de Auschwitz eran considerados mártires en cuanto habían sufrido a causa de su fe católica, sus convicciones políticas o su amor a la patria (Huener, 2003: 48). Desde esta perspectiva, la cual implicaba la exclusión de judíos y gitanos, que representaban la mayoría de las víctimas de este campo, o bien su inclusión como mártires no polacos, se reforzaba la concepción decimonónica de la identidad anclada esencialmente en el nacionalismo, a la vez que se contribuía a construir una mirada ahistórica que socavaba la diversidad de experiencias de los allí recluidos y asesinados.

La “cultura martiriológica” de Polonia se remonta al siglo xix. Frente al levantamiento fallido de 1830, filósofos y poetas cultivaron y propagaron una doctrina mística en torno al sacrificio polaco y un mesianismo que hacían de la lucha por la independencia un imperativo divino y de Polonia, un “Cristo entre las naciones” (Huener, 2003: 49; Zubrzycki, 2011: 25-26). Esta percepción romántica del país como una víctima eterna de la injusticia y la expoliación se reactualizaron en la lucha de la resistencia frente a la ocupación colonial nazi, el desarrollo de las prácticas genocidas y, posteriormente, la guerra, en la responsabilidad de investigar, perseguir y mantener viva la memoria de los “crímenes de Alemania” (Huener 2003: 49). Esta narrativa del martirio permaneció asociada a un sentimiento antialemán y servía para justificar y sostener el trazado de la frontera en la línea Oder-Neisse.

El mito del martirio mesiánico, entonces, jugó un papel clave en la narrativa nacional, ayudando a interpretar el presente y creando esperanzas para un posible futuro, dado que suministró “una gramática para los polacos a dar sentido a la situación política en la que vivían y un vocabulario para hablar de ello” (Zubrzycki, 2011: 27). Ello permite comprender también cómo las memorias tipificadas por Thanassekos permanecieron amalgamadas bajo la tutela del gobierno comunista durante las primeras dos décadas que siguieron al fin de la guerra, para luego empezar a resquebrajarse. Pero, asimismo, nos deja vislumbrar el modo en que la sacralización del espacio en Auschwitz fue cobrando progresivamente un carácter más vinculado a ese universo simbólico del catolicismo que operaba como el elemento esencial en la construcción de la identidad polaca de posguerra. Ello conllevaría, de este modo, una serie de disputas que alterarían la configuración del paisaje memorial.

Así, la apariencia del museo, que no había cambiado sustancialmente a lo largo de sus primeros años de existencia, comenzó a transformarse a partir de un proceso de “internacionalización” que tuvo lugar en la década de 1960. El Comité Internacional de Auschwitz, creado en la década anterior, junto al Museo Estatal y el Ministerio de Cultura de Polonia, planificaron un “Monumento Internacional a las Víctimas del Fascismo” a mediados de los cincuenta, con la intención de conmemorar a todos los “mártires” del complejo de campos. Inaugurado en Birkenau en abril de 1967, aunque abstracto en su forma y vago en su mensaje, daba cuenta de un interés internacional creciente en el sitio. Asimismo, en 1968 el museo abrió su primera exhibición dedicada al “martirologio y lucha de los judíos” en el Bloque 27 del campo principal. Estos vectores de memoria socavaron y modificaron el lugar de privilegio que ocupaba la narrativa política y nacional polaca en el marco conmemorativo del sitio memorial (Huener, 2003: 145-146).

Pero resulta aún más significativa la importancia creciente de la Iglesia católica polaca en la configuración de la memoria en Auschwitz. Esto puede observarse claramente en el período comprendido entre las ceremonias celebradas allí en 1972 en honor a la beatificación del padre Maksymilian Kolbe[4] y la misa papal en el campo de Birkenau en 1979 (ver imagen 1), cuando el sitio fue utilizado como un escenario y un santuario para una conmemoración específicamente cristiana y polaca (Huener, 2003: 186).

La visita del papa Juan Pablo ii inició un proceso de “democratización” del sitio (ver imagen 2), que legitimaba una narrativa nacional polaca, al mismo tiempo que atraía la atención de los medios de comunicación internacionales y abría la puerta a una serie de conflictos que se suscitarían en las dos décadas siguientes (Huener, 2003: 187). El inicio del camino a la santificación de un sacerdote polaco prisionero y martirizado en Auschwitz como Kolbe y la visita del sumo pontífice peregrino, cuya enorme popularidad y apoyo se debían también a que era originario de este país y a que había desarrollado allí su carrera, posibilitaron la resignificación del sitio de memoria más importante de toda Polonia. La narrativa católica permitía darle a Auschwitz un significado redentor, recuperando la imagen de la nación sufriente y del martirio asociado a la identidad polaca, para trascender al nihilismo y al materialismo marxista que podía vincularse a la narrativa impulsada por el Estado (Huener, 2003: 202).

Imagen 1. Misa papal en Birkenau, 1979

Fotografía: Lidia Foryciarz. Fuente: Archivo del Museo Estatal de Auschwitz-Birkenau, www.auschwitz.org.

Imagen 2. El papa Juan Pablo II arrodillándose frente al Monumento Internacional a las Víctimas del Fascismo

Fotografía: Józefa Mostowik. Fuente: Archivo del Museo Estatal de Auschwitz-Birkenau, www.auschwitz.org.

Universalización de la memoria, despolitización y turismo

La visita de Juan Pablo ii a Auschwitz marcó el inicio del fin de la hegemonía de la narrativa política antifascista y patriótica que había asumido el Estado desde la fundación del Museo Estatal. Ello permitió la circulación y plasmación en el paisaje conmemorativo de otras memorias comunitarias, sobre todo la judía, que había sido menoscabada durante años.

Sin embargo, durante las décadas de 1980 y 1990, la singularidad de la memoria judía fue dando paso a una memoria universal, globalizada y hasta americanizada, de la Shoah (y, muchas veces, incluso fue identificándose con ella). En otras palabras, una “simbiosis judeo-americana dio lugar a una lectura universalista de los componentes judíos de la memoria del Holocausto, que es amplificada por los medios y los productos de la industria cultural” (Baer, 2006: 76). El conflicto de trascendencia internacional en torno al convento de las carmelitas[5] y a su traslado fuera el campo en 1993 da cuenta de la impronta de la memoria judía hacia fines de la década de 1980. Pero también muestra cómo dicha memoria ya estaba adquiriendo un cariz global, dado que la iglesia erigida en Birkenau[6] aún continúa en pie y solo ha suscitado escasos reclamos. Este contraste permite ver el tremendo valor metonímico de Auschwitz i (Huener 2003: 238) y su lugar privilegiado en los marcos de esta memoria universal.

En estas décadas comenzó a tener lugar un incremento progresivo de visitantes al museo y el sitio memorial provenientes de todo el mundo, aunque especialmente alemanes, en un primer momento, y judíos de Estados Unidos e Israel luego, sobre todo desde la caída del régimen comunista. El estreno de la miniserie televisiva Holocausto (1978) y, más tarde, de la película La lista de Schindler (1993), de Steven Spielberg, la construcción del Museo Estadounidense Conmemorativo del Holocausto (inaugurado en 1993, aunque su proyecto había sido lanzado quince años antes por el presidente Jimmy Carter), como así también la proliferación de museos y memoriales de este tipo en las grandes ciudades del mundo, permiten pensar a Auschwitz en el centro de ese entramado memorialístico universal. Por ello, la experiencia asociada a este crecimiento exponencial del turismo cultural y de la memoria en Auschwitz, convertido en metonimia del Holocausto, debería entenderse en relación con esa red de sentidos que se traza en el marco de esa memoria universal, más que en el mero hecho de su materialidad y correspondencia entre el sitio de memoria y el lugar donde funcionó la fábrica de muerte nazi.

La visita papal, entonces, fue en gran medida disruptiva y desafiante frente a la memoria oficial de la época, aunque propició una “democratización” de la memoria bastante limitada, ya que, junto a la declaración de Auschwitz como Patrimonio de la Humanidad por la Unesco en 1979, terminó por favorecer una nueva hegemonía y contribuyó a socavar la propia narrativa en la que se sustentaba. Como reveló más tarde la “guerra de las cruces”,[7] en Polonia, los símbolos del catolicismo “se convirtieron en los símbolos sagrados de la identidad nacional, solo para ser cuestionados y potencialmente ‘secularizados’ nuevamente en el período poscomunista” (Zubrzycki, 2006: 220). Dicho conflicto fue una muestra no tanto del poder perdurable del imaginario religioso, sino más bien del ocaso de su poder para moldear la identidad nacional y de su reconfiguración dentro de un nuevo contexto ideológico, cultural y político.

En este nuevo escenario, la mitificación del Holocausto se funda en un imperativo moral y pedagógico, en una memoria universal que presenta a Auschwitz como “un dolor constante para la conciencia del mundo”[8] y no como un testimonio del martirio polaco. La representación y la enseñanza en torno al Holocausto fueron adquiriendo, así, un carácter cada vez más instrumental, “elevando cuestiones como el pluralismo, la tolerancia, la democracia, el respeto por la dignidad humana, los derechos humanos e incluso la ética jurídica y médica” (Baer, 2006: 80-81), lo cual contribuyó a diluir el carácter esencial de las prácticas genocidas.

De este modo, la universalización de la memoria judía (entendida necesariamente a partir de una esencialización de la identidad judía, y no como aquella “memoria comunitaria” vinculada a la experiencia del genocidio) y la anulación de las narrativas políticas del genocidio tras la caída del comunismo contribuyeron a la conversión de la pérdida histórica en una ausencia transhistórica –en el sentido dado por LaCapra (2005: 69-70)–. De este modo, se pierde de vista el carácter esencialmente político y social, como así también la dimensión sacrificial, de las prácticas genocidas y de los mecanismos de alterización que posibilitan su instrumentación.

En este sentido, Teklik y Mesnard señalan que el proceso de culturización de los sitios memoriales y de memorialización del turismo ha implicado “una fuerte despolitización de aquellos lugares que se han transformado en islotes de un pasado que no es el pasado al cual pretenden referir, así como tampoco representan al presente social y político del que los visitantes son contemporáneos” (Teklik y Mesnard, 2011: 104).

El turismo de memoria (y podrían incluirse dentro de esta denominación las formas de “turismo oscuro” o “tanatoturismo”) se presenta como un aspecto más del turismo cultural.[9] Los visitantes, que van desde supervivientes y familiares, estudiantes de diferentes edades hasta niveles y turistas de todo tipo, participan sin plena conciencia en la construcción de una masa uniforme. Estas multitudes, mayormente jóvenes en las últimas tres décadas, tienen escasas posibilidades de un recogimiento auténtico al marchar agolpadas en itinerarios que restringen su margen de iniciativa, ya sea por los bloques de Auschwitz i, sin entrar generalmente a los pabellones, o por un circuito convencional en Birkenau, bastante pequeño si se tiene en cuenta su extensión. Y, si bien es normal ver muestras de desinterés en los visitantes de menor edad o cierta desorientación también en adultos, la emoción que muchos experimentan suele ser preexistente a su viaje y la comprensión de lo visto en el lugar depende más de una representación cultural de lo que ha ocurrido allí con la que se ha tenido contacto de antemano (Teklik y Mesnard, 2011: 109-115) (ver imágenes 3 y 4).

Imagen 3. Turistas agolpándose para ingresar por el pórtico de Auschwitz I, con la famosa inscripción “Arbeit macht frei”

Julio de 2018. Fotografía: C. L. Dawidiuk.

Imagen 4. Turistas siguiendo a su guía entre los bloques de Auschwitz I

Julio de 2018. Fotografía: C. L. Dawidiuk.

A modo de cierre no conclusivo

En la película Am Ende kommen Touristen (2007), de Robert Thalheim, un anciano superviviente del genocidio que vive en los dormitorios del centro de estudios de Auschwitz trabaja en el Museo Estatal arreglando las maletas, confiscadas por los nazis en el campo a los detenidos antes de conducirlos al exterminio, que se exhiben en una de las salas. También se dedica a brindar su testimonio sobre su experiencia en el campo ante grupos de estudiantes que acuden allí. Pero su obsesión por reparar las valijas, tarea a la que dota de un sentido trascendental y una forma de elaboración de ese pasado traumático dada la promesa que había hecho a los deportados de que recuperarían sus cosas, hace que su trabajo de reparación le tome demasiado tiempo y provoca el disgusto de los especialistas que se dedican a su preservación en el museo. Ellos no comparten el criterio del viejo, dado que dichos artefactos deben primordialmente escapar al desgaste para continuar siendo mostrados al público, pero sin ser reparados. Es decir, el criterio de conservación de dichos objetos, que es asimismo el de su sacralización, se vincula a su positividad intrínseca, a su carácter documental, que no debe ser alterada. De este modo, el testigo deja de ser rentable y útil, y es despedido.

Esta especie de parábola nos devuelve al problema de la realización simbólica del genocidio. Es posible concebir el ritual de conservación y exhibición de los objetos que dan cuenta de un pasado traumático y prescindir aun del testigo y de su testimonio. Es posible sacralizar el espacio donde se instrumentó el proceso genocida y al mismo tiempo eludir la comprensión y la representación de las relaciones sociales que tuvo como objeto destruir.

Bibliografía

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  1. Entendemos la identidad, siguiendo a LaCapra, como “una constelación conflictiva o una configuración más o menos cambiante de posiciones subordinadas” que, pese a que pueda transformarse en una fijación, no es necesariamente fija ni complaciente (LaCapra, 2006: 20). La formación de la identidad, entonces, “podría definirse en términos no esencialistas como el conflictivo intento de configurar y en cierta manera coordinar posiciones subordinadas en proceso” (LaCapra, 2006: 88).
  2. Siguiendo a Agamben, podemos decir que un dispositivo es “todo aquello que tiene, de una manera u otra, la capacidad de capturar, orientar, determinar, interceptar, modelar, controlar y asegurar los gestos, las conductas, las opiniones y los discursos de los seres vivos. No solamente las prisiones, sino además los asilos, el panoptikon, las escuelas, la confesión, las fábricas, las disciplinas y las medidas jurídicas, en las cuales la articulación con el poder tiene un sentido evidente; pero también el bolígrafo, la escritura, la literatura, la filosofía, la agricultura, el cigarro, la navegación, las computadoras, los teléfonos portátiles y, por qué no, el lenguaje mismo, que muy bien pudiera ser el dispositivo más antiguo, el cual, hace ya muchos miles de años, un primate, probablemente incapaz de darse cuenta de las consecuencias que acarrearía, tuvo la inconciencia de adoptar” (Agamben, 2011: 257-258).
  3. Las dificultades para resguardar y conservar el sitio condujeron a la promulgación de la Ley para la Protección de Monumentos del Martirio de la Nación Polaca y Otras Naciones en 1947, que lo convirtió en propiedad del Estado.
  4. Este fraile franciscano polaco gozaba de una amplia popularidad en Polonia. Tras la captura de Varsovia por parte del ejército alemán, Kolbe fue apresado el 19 de septiembre de 1939, aunque fue puesto en libertad poco más de dos meses después. Cuando salió de prisión, rechazó inscribirse en la “lista de la gente alemana” (Deutsche Volksliste), un registro demográfico implementado por los nazis en los territorios ocupados para clasificar a la población, lo cual le hubiese permitido gozar de algunos privilegios debido a su origen alemán. En febrero de 1941, fue detenido nuevamente y enviado a Auschwitz. En agosto de ese mismo año, se ofreció a morir en lugar de otro prisionero, Franciszek Gajowniczek, castigado junto a otros nueve reclusos por la fuga de un compañero, Zygmunt Pilawski. Los diez prisioneros fueron encerrados en celdas de castigo y privados de agua y comida. Luego de dos semanas, solo Kolbe seguía vivo, por lo que fue retirado por los guardias y asesinado con una inyección de fenol.
  5. El convento, que se hallaba en el edificio denominado Theatergebäude bajo la ocupación nazi, y que había servido entre otras cosas como depósito de Zyklon-B, generó una serie de encendidas y sostenidas protestas por parte de la comunidad judía desde mediados de la década de 1980.
  6. La iglesia fue abierta en 1983 en un edificio que había funcionado como oficina del comandante (Kommandantur). Si bien esta estructura, cuya cruz es fácilmente visible para quienes visitan Birkenau, fue parte de la arquitectura del campo original, no pertenece al Museo Estatal y se halla fuera de su perímetro.
  7. En 1998, un político de derecha llamado Kazimierz Świtoń encabezó una campaña para evitar la remoción de una gran cruz que había sido erigida en las afueras del campo principal. Esta tenía un significado especial, dado que había sido utilizada durante la famosa misa celebrada por el papa dos décadas antes. Cientos de simpatizantes de Świtoń se congregaron en el lugar llevando sus propias cruces, junto con pancartas con inscripciones de índole nacionalista, proclamando su intención de defender lo que consideraban un símbolo tanto de la identidad nacional polaca como de la fe católica.
  8. Así se expresa en un material informativo que distribuye el museo. Puede verse en bit.ly/3F2FFS2.
  9. Pueden tomarse como ejemplo las “marchas por la vida”, una resignificación de las tristemente conocidas “marchas de la muerte” organizadas por los nazis para acelerar el proceso de exterminio ante su inminente derrota. Celebradas desde 1988, cada 27 de Nisán en el calendario hebreo (entre marzo y abril en el gregoriano), el “Día del Recuerdo del Holocausto y el Heroísmo” (יום השואה, yom hash-sho’āh), miles de personas, mayormente jóvenes judíos, caminan desde Auschwitz a Birkenau. La marcha resulta sumamente emotiva, muchos portan banderas de Israel y cantan canciones. Antes del acto central, se realizan actividades pedagógicas en torno al significado del Holocausto, orientadas sobre todo a los jóvenes. En la organización del viaje, suelen intervenir diversas instituciones escolares y agencias de turismo, por lo que muchos complementan esta actividad con el recorrido por el “circuito judío” de la ciudad de Cracovia o por otros sitios vinculados al genocidio en Polonia, o incluso continúan su viaje hacia Israel para finalizarlo con el festejo del Día de la Independencia (ום העצמאות, yom ha’atzmaut) de ese país.


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