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“Somos tantos en otros…”

Traducciones de la alteridad
en la poesía de Olga Orozco

Dora Battiston, Carolina Domínguez y Marisa Elizalde[1]

Alguien simula un foso entre el sueño y la piel para que me

[deslice hasta el último abismo de los otros

o me induce a escarbar debajo de mi sombra.

(Olga Orozco “Lamento de Jonás” 162)

En un ritual poético o gesto de lectura que instala la presencia y el diálogo con “los otros”, el sujeto lírico se autofigura al mismo tiempo múltiple y singular. Ya desde el epígrafe pueden advertirse, acaso, las resonancias distintivas de una voz que atraviesa el corpus poético y permite abordarlo desde una nueva mirada centrada en la idea de traducción a la que adscribe este examen. En efecto, en palabras de Adriana Crolla (2013), “el arte de la traducción literaria se manifiesta hoy más que nunca como una declaración sobre el valor de la propia literatura en contacto con la otredad y por ende, como una operación infinita de lectura comparada” (2).

A partir de la resignificación epistemológica que comienza en la segunda mitad del siglo xx y del denominado “giro cultural de la traducción” (Bassnett y Lefevere 1990), la traducción literaria –en sentido lato– se concibe como una práctica social y un itinerario configurador de tradiciones de lecturas. En consecuencia, la redefinición y ampliación del concepto ha conducido a la necesidad de abordar la problemática desde una perspectiva que supere los límites lingüísticos, las correspondencias entre la lengua propia y la ajena y las dicotomías usuales entre original y versión, creación e imitación. Sin adentrarnos en la historicidad de las teorías ni en las discusiones clásicas sobre el estatuto de la traducción, ampliamente difundidas, los estudios interculturales sostienen la coexistencia de diversos paradigmas[2] que implican, sin embargo, presupuestos epistemológicos y metodológicos diferenciados. Esta multiplicidad de enfoques ha posibilitado ampliar la noción y comprobar que esta “subalterna e invisible actividad interlingüística haya pasado a ser reconocida como el ‘paradigma’ de toda práctica de intermediación lingüística, semiótica y cultural”, como señala Crolla (1).

Tal como lo ha planteado Jorge Luis Borges en “Pierre Menard, autor del Quijote” (1939), el escritor, desde su experiencia y el momento histórico en que se inscribe, traduce en la literatura propia los textos de la alteridad. Dichas apropiaciones espurias, los anacronismos (Didi-Huberman 2008) de la memoria y el “borramiento” de los originales dan como resultado una escritura palimpséstica. En tal sentido, el poemario Las muertes (1952), segundo libro de la argentina Olga Orozco, permite trans-decir, entendido como trans-ducere o “llevar más allá” (en términos de Crolla), una tradición de lecturas que, a su vez, delinea una genealogía que finaliza con la muerte simbólica de la propia autora. Los diecisiete poemas elegíacos que integran el conjunto dan cuenta de un derrotero que aúna diversas aristas de la producción de Orozco, mediadas por un aspecto fundamental no siempre visibilizado: los mecanismos traslativos que operan de fondo resignificando tradiciones centrales en una poética local[3].

“Mi historia, cada historia”[4]

La idea de la traducción entendida como un modo de leer algunas obras literarias implica, necesariamente, poner en diálogo tradiciones, géneros y tópicos que se resignifican en una dinámica que, a su vez, abre la posibilidad de configurar nuevas relaciones entre los textos. Se requiere, entonces, expandir la noción y detenerse en las huellas discursivas evocadoras de obras y de modelos de la cultura que dan forma a producciones fundamentales del espacio hispanoamericano. En tal sentido, Edwin Gentzler (2008), al considerar la traducción específicamente en los países latinoamericanos de lengua española, plantea la necesidad de revisar el concepto en virtud de la cultura “monolingüe” propia de esta región étnico-geográfica y afirma que, por ende, no se puede pensar aquí la traducción sensu stricto o de modo interlingüístico; en consecuencia, propone un criterio más abarcador e interdisciplinario que dé cuenta de las problemáticas surgidas en esta parte del continente.

Asimismo, otra noción afín a la intencionalidad de este análisis resulta la de “tradición discursiva”, acuñada por Johannes Kabatek, ya que viabiliza poner en relación los textos –en tanto construcciones lingüísticas– considerando su inserción en un momento histórico determinado. En sus palabras, se entiende por tradición discursiva (TD)

la repetición de un texto o de una forma textual o de una manera particular de escribir o de hablar que adquiere valor de signo propio (por lo tanto, es significable). Se puede formar en relación con cualquier finalidad de expresión o con cualquier elemento de contenido cuya repetición establece un lazo entre actualización y tradición. […] una TD es más que un simple enunciado; es un acto lingüístico que relaciona un texto con una realidad, una situación, etc., pero también relaciona ese texto con otros textos de la misma tradición. (2005: 159-161)

De esta manera, en la definición de una tradición discursiva se conjugan, por un lado, la ‘repetición’, como condición necesaria para el reconocimiento de las huellas –retóricas, temáticas o lingüísticas– y, por otro, la ‘evocación’, como procedimiento discursivo que habilita la conformación de constelaciones textuales fundadas en el reconocimiento de los rasgos compartidos. Desde esta perspectiva, es posible entonces abordar los poemas de Las muertes en tanto corpus que entabla lazos con diversas tradiciones literarias, míticas y culturales a partir de la reiteración de ciertos elementos. En este caso, la idea de ‘relación’ es la que abre la posibilidad de pensar los poemas no solo como eventos en sí, sino inscriptos en una tradición determinada.

Así, en el corpus propuesto, se advierten repeticiones discursivas que pueden ser reconocidas por un lector avezado. Esta continuidad histórica y cultural permite, particularmente en los procesos de innovación, dar visibilidad no solo a las múltiples tradiciones que atraviesan las prácticas discursivas, sino también a las divergencias y conflictos que se inscriben en la materialidad textual (Kabatek 2007).

Se dispone así una tradición de lecturas articuladas desde una dimensión mítica intertextual construida ad hoc: Luz de Agosto de William Faulkner, Carina de Fernand Crommelynck, Los cuadernos de Malte Laurids Brigge de Rainer María Rilke, Los cantos de Maldoror de Lautréamont, Grandes ilusiones de Charles Dickens, Bartleby de Herman Melville, La niña de alta mar de Jules Supervielle, El negro del Narcissus de Joseph Conrad, Cuentos de un soñador de Lord Dunsany y La muerte del pequeño burgués de Franz Werfel. De este modo, las experiencias de lecturas pasadas se superponen y devienen en cuanto construcciones de la memoria que sobrevivirán al paso del tiempo. Los poemas de Las muertes, dedicados siempre a figuras evocadas por su carácter arquetípico, conforman una galería de imágenes: “Gail Hightower”, “Carina”, “El extranjero”, “Christoph Detlev Brigge”, “Noica”[5], “Maldoror”, “Miss Havisham”, “Bartleby”, “Lievens”, “James Waitt”, “Andelsprutz”, “Carlos Fiala”, “Evangelina”, “El pródigo” y “Olga Orozco”. Como atestigua la propia autora durante una entrevista:

Usted ha dicho que su segundo libro, Las muertes, ha querido ser un libro de mitos modernos. ¿Cómo fue el período de concepción de ese trabajo y cuál fue el móvil de exploración de esos mitos?

–Esos personajes de novela que yo elegí como mitológicos eran seres que habían cumplido con una vida perfecta. Cuando digo perfecta, me refiero a su ética o al hecho de haber tenido un inicio, un desarrollo y un final que hace de ellos seres intocables a los que ya no se les puede agregar nada más. Eso me inducía a verlos como mitos modernos: personajes, casi todos, de novelas que tenían una vigencia notable. Hay algunas excepciones, como el poema donde hablo de mi propia muerte. (Moscona 1999, s/p)

Ese recorrido selectivo, inscripto en la dinámica y la tensión entre los procesos de permanencia e innovación, es moldeado de acuerdo con tradiciones textuales, contenidas en el acervo de la memoria cultural y también transferibles de una lengua a otra. El poemario analizado se construye entonces desde esta idea de recuperar productivamente las tradiciones literarias de un género, en este caso, el discurso elegíaco y, específicamente, el epitafio en sus variantes epigramáticas[6]. Así, esos elementos rescatados por la voz poética adquieren una nueva carnadura a través de las palabras renovadas, las figuras, los arquetipos recobrados y las criaturas literarias evocadas en los poemas.

Esta operación discursiva de la repetición, a través de sus diferentes formas –la evocación, el retorno, la alusión más o menos velada, en suma, la reapropiación–, configura un rasgo de la poética de Orozco. Al abordar la complejidad polifónica implícita en el poema que cierra el libro, “Olga Orozco”, Alicia Genovese señala: “[El poema] emerge de la redundancia enunciativa y sucede en el desorden de lo imprevisible, en la entropía de lo no dicho” (2011: 89). De este modo, la redundancia, la reiteración, el trans-decir devienen aspectos clave para la creación poética.

En la conferencia “Alrededor de la creación poética” pronunciada en 1982, la propia Orozco alude a este carácter discursivo de la poesía, en su sentido de discurrir, de sucederse: “La poesía puede presentarse al lector bajo la apariencia de encarnaciones diferentes, combinadas, antagónicas, simultáneas o totalmente aisladas de acuerdo con la voz que convoca sus apariciones” (2012: 465). Esta idea de “encarnación” condensa de algún modo la reapropiación productiva en tanto procedimiento retórico, mediada por la voz poética que la actualiza. En ese mismo ensayo, su poética explícita, Orozco propone una concepción particular de la poesía caracterizándola como “una experiencia perversa y malsana”; “perversa” en tanto se constituye como una praxis perpetuamente inacabada, en la que el poeta “se obstina […] en traducir un texto cuya clave cambia de código permanentemente” (el destacado es nuestro) y en la que el poema se vuelve “un recomenzar después de cada frustración” (472). Este carácter de inacabado le confiere una potencialidad creativa propia, en la que el poeta “debe recomenzar otra vez su interrumpido e interminable poema, su precario puente entre lo perdurable y lo momentáneo” que impulsa a “descubrir el tú a través del yo y el nosotros a través del ellos” (472-473).

Al respecto, Tamara Kamenszain (2012) distingue dos tópicos recurrentes en la poesía de Orozco: la muerte y el tiempo de la subjetividad, definidos como “repeticiones compulsivas donde lo mismo y lo diferente golpean juntos las puertas de acceso a lo real” (18). En efecto, ambos tópicos vertebran el poemario Las muertes a partir de la evocación y de la rememoración, de la conjunción entre “lo mismo y lo diferente”.

“La voz ronca y llorada”[7]

En las contingencias de la voz poética es posible uno de los anclajes de la lectura que proponemos. De múltiples maneras, la crítica continúa preguntándose y ha formulado hipótesis acerca de quién habla en el texto poético. Para Mario Arteca

la voz del poeta se vuelve polimorfa y habla desde la cultura, de la experiencia propia y de la experiencia ajena, traspasada por la lectura de los contemporáneos, los clásicos y las vanguardias […] ¿Qué otra cosa sería escribir, sino cambiar de voz? (2012: 10-11)

Mudar la voz implica, necesariamente, un cierto desplazamiento discursivo, un desacople de voces del sujeto poético: el ego, ampliado en ocasiones a una primera persona plural, el tú (la persona no-yo, en términos de Benveniste) y la tercera persona (o la no-persona, transformada en objeto del discurso). Este desacoplamiento permanente puede observarse con claridad en el poema que recrea y mitifica la muerte de la propia autora:

Yo, Olga Orozco, desde tu corazón digo a todos que muero.

[…]

aún labra la desdicha en el rostro de aquella que se buscaba

[en igual que en un espejo de sonrientes praderas,

y a la que verás extrañamente ajena:

mi propia aparecida condenada a mi forma de este mundo.

Ella hubiera querido guardarme en el desdén o en el orgullo,

[…]

allá, donde escribimos la sentencia (2012: 101; el destacado es nuestro)

Desde este locus enuntiationis, la primera persona se disemina en otras voces, desplazando la visión individualizante y totalizadora del yo romántico. En Orozco, tales desplazamientos desencadenan una serie de figuraciones propias y ajenas, apariencias de lo real que cobran vida a través de la evocación paradójica de sus muertes míticas: “cuando en la soledad / –la única apariencia verdadera–, / contemplamos, callando, los seres y los tiempos que fueron en nosotros / irrevocables muertes cuyos nombres no sabremos jamás” (2012: 66)[8].

Al recrear las muertes, en cada poema Orozco dramatiza las escenas como un autor de teatro inviste a sus personajes, a la manera de un demiurgo. En estas ‘alter-figuraciones’, como las ha caracterizado Jorge Monteleone, el sujeto poético se dispersa en otras vidas, en otros tiempos y en otras personas a través de una voz que es, al mismo tiempo, transitiva, simultánea y múltiple[9].

Los dilemas de la alteridad

El libro en que se reformula el tema de la muerte ajena y propia se inicia con un poema ‘prólogo’, denominado precisamente “Las muertes”, que instala un modo de leer el poemario a la manera de una apertura de carácter programático: “Por eso es que sus muertes son los exasperados rostros de nuestra vida” (75).

Las muertes

 

He aquí unos muertos cuyos huesos no blanqueará la lluvia,

lápidas donde nunca ha resonado el golpe tormentoso de

[la piel del lagarto,

inscripciones que nadie recorrerá encendiendo la luz de

[alguna lágrima;

arena sin pisadas en todas las memorias.

Son los muertos sin flores.

No nos legaron cartas, ni alianzas, ni retratos.

Ningún trofeo heroico atestigua la gloria o el oprobio.

Sus vidas se cumplieron sin honor en la tierra,

mas su destino fue fulmíneo como un tajo;

porque no conocieron ni el sueño ni la paz en los infames

[lechos vendidos

por la dicha,

porque sólo acataron una ley más ardiente que la ávida gota

[de salmuera.

Ésa y no cualquier otra.

Ésa y ninguna otra.

Por eso es que sus muertes son los exasperados rostros de

[nuestra vida. (75)

El conjunto abre y cierra con poemas que dialogan entre sí, como puertas que simbólicamente resguardan ese otro mundo, separado de los ritmos, las rutinas y la densidad de la materia. He aquí Olga Orozco, he aquí la literatura, he aquí Las muertes. Es su segundo poemario; ya atravesadas las melancólicas reminiscencias de Desde lejos, ahora ha decidido traer a la escena quince figuras de su imaginario personal y transferir a esos retratos la fuerza y, por momentos, la inercia de sus destinos para dramatizar una poética. Poética explícita, podemos decir, ya que esas muertes, que desmienten a la muerte misma negando sus ritos y sus legados, viven en la escritura de un modo más preciso y despojado que la contingencia de cualquier relato meramente biográfico. Estas figuras, como lo declara el primer poema, serán captadas en un momento, que mejor que nadie ha definido Rilke como “la muerte propia”, la que lleva cada uno en sí como semilla inalienable, tal como acontece con el personaje de Los cuadernos de Malte Laurids Brigge (1910), texto en que plantea ese concepto poético-filosófico. De modo que los versos iniciales, algunos extendidos en la écfrasis, otros breves como la sentencia, se limitan a una sucesión de atributos, todos definitivos, sin las interrogaciones insistentes ni las modulaciones de la plegaria que caracterizan el estilo de Orozco. Aquí no hay apelaciones ni dudas ni ambigüedades. Estos personajes solo acataron la ley de su destino. Y ese acto único los designa como mitos, tan diferentes y tan arquetípicos al mismo tiempo. Lejos en la existencialidad, posibles en la identificación. Elegidos por la voz que enuncia, tercera persona absoluta, como duro epitafio que los comprende a todos para desplegarlos después en las inflexiones apasionadas o piadosas de la elegía, y solo apropiados en el extremo de la causalidad inclusiva, justifican su definición esencial: “exasperados rostros de nuestras vidas”.

Acontecidos los quince despliegues interiores –esas quince instancias en que los personajes han sido descriptos, elípticamente narrados en sus vidas, sucesivamente interpelados, exhortados, intervenidos como todo intertexto, flexionados hasta la apropiación personal y estética, reescritos con rasgos individuales, “traducidos”, en esta forma particular de la traducción, como mímesis y configuración de una estética autorrepresentativa y ya delimitados en su tiempo, espacio y parábola–, la última puerta lleva el nombre de la autora y plantea, sin resolución aparente, el nudo de la disociación de la persona, o vicisitudes del sujeto poético, o punto de partida para la zona más fantástica del comentario, denominada “interpretación”. Qué ha querido decir, sugerir, plantear, en esta dispersión del pronombre que juega como hilo conductor de la escena final, desplazándose del yo apositivo del nombre propio al tú de un corazón –posible o no alter ego–, al ella de la alusión ya distanciada. No lo sabremos, afortunadamente, ya que el enigma sostiene la vitalidad de las perspectivas diversas y la teoría mutante en su discusión, antítesis y alternativa: crescam laude recens, como decidía Horacio en su autofiguración de eternidad (III 30: 316).

En tanto “Olga Orozco”, el último poema, a modo de epílogo, ficcionaliza la muerte de la propia autora y concluye la serie elegíaca. Encerradas entre ambos poemas se suceden las figuras recuperadas de las lecturas y de las experiencias, condensando sus imágenes bajo la forma de epitafios, que las fijan en un presente perpetuo. La clausura se resuelve en un gesto audaz: escribir el propio epitafio, en el que las voces se multiplican y desde el presente invocan a la muerte, “que no tiene descanso ni grandeza” (2012: 101).

Olga Orozco

 

Yo, Olga Orozco, desde tu corazón digo a todos que muero.

Amé la soledad, la heroica perduración de toda fe,

el ocio donde crecen animales extraños y plantas fabulosas,

la sombra de un gran tiempo que pasó entre misterios

[y entre alucinaciones,

y también el pequeño temblor de las bujías en el anochecer.

Mi historia está en mis manos y en las manos con que otros

[las tatuaron.

De mi estadía quedan las magias y los ritos,

unas fechas gastadas por el soplo de un despiadado amor,

la humareda distante de la casa donde nunca estuvimos,

y unos gestos dispersos entre los gestos de otros que no

[me conocieron.

Lo demás aún se cumple en el olvido,

aún labra la desdicha en el rostro de aquella que se buscaba

[en mí igual que en un espejo de sonrientes praderas,

y a la que tú verás extrañamente ajena:

mi propia aparecida condenada a mi forma de este mundo.

Ella hubiera querido guardarme en el desdén o en el orgullo,

en un último instante fulmíneo como el rayo,

no en el túmulo incierto donde alzo todavía la voz ronca

[y llorada

entre los remolinos de tu corazón.

No. Esta muerte no tiene descanso ni grandeza.

No puedo estar mirándola por primera vez durante tanto

[tiempo.

Pero debo seguir muriendo hasta tu muerte

porque soy tu testigo ante una ley más honda y más oscura

[que los cambiantes sueños,

allá, donde escribimos la sentencia:

“Ellos han muerto ya.

Se habían elegido por castigo y perdón, por cielo y por

[infierno.

Son ahora una mancha de humedad en las paredes del primer

[aposento”. (101-102)

Ese poema que se abre con un largo verso que alitera insistentemente la ‘o’, tanto en el sonido grave como en esa grafía de boca que se abre al universo, anticipando su último libro Con esta boca en este mundo (1994), cuyo título parafrasea a Alejandra Pizarnik, hace pensar en aquel fragmento de Heráclito que respira con sus mismos metros, que se asombra y se encuentra en la densidad de las primeras preguntas: “Este cosmos [el mismo de todos] no lo hizo ningún dios ni ningún hombre, sino que siempre fue, es y será fuego eterno, que se enciende con medida y se extingue con medida” (DK. 22 B 30).

Hay que decir, entonces, que en la espléndida constelación de imágenes que entendemos como ‘la obra de Olga Orozco’ se extravían todas las navegaciones. Esa configuración, su imaginario poético entero, se cierra sobre sí mismo, al crear y aniquilar con idéntico ritmo, una inviolable unidad.

Sin embargo, pueden aventurarse algunas especulaciones en torno a la cuestión de la alteridad, ya que, como rasgo ontológico, resulta transversal a su poemario íntegro. En tal sentido, y para centrar la cuestión en el último poema de la serie, nos ha resultado operativo el criterio de ‘autoficción’, término propuesto por Serge Doubrovsky en 1977 para designar cierta contradicción discursiva en los casos en que aparece el nombre real del autor en el texto, que oscilaría de este modo entre los supuestos de autobiografía o disimilación del yo enunciador. Traspolado este concepto de la narrativa a la lírica, es posible desplazar la noción tradicional de poesía autobiográfica –como en el caso de María Elena Legaz (2010), que asocia el poema “Olga Orozco” a una suerte de miniautobiografía (99)– para analizarla desde lo referencial, pensando en la inclusión del nombre propio como artificio retórico que impone la ilusión de identidad al tiempo que la diluye en la ficción del texto desplegado bajo ese primer verso. El pacto ficcional, aludido por Laura Scarano, es retomado por Enzo Cárcano (2016), tratando de dilucidar las instancias del sujeto lírico:

pienso que aquí el nombre propio sostiene débilmente el pacto autobiográfico, al estar inserto en un contexto, el poemario y el poema, que no apoya una lectura autorreferencial: por un lado, al nombre de la autora se le atribuye la misma ficcionalidad que a los otros personajes literarios y legendarios que figuran en el libro; por el otro, como han estudiado Genovese o Piña, el hablante lírico es sometido a un ‘extremo descentramiento’ (‘yo’, ‘tú’, ‘ella’), fenómeno que contradice y menoscaba la subjetividad y la unidad supuestas en el nombre propio. (51)

En realidad, basta observar el sostenido juego pronominal que exhibe el poema para decidir la compleja interacción: yo, tú, ella y aquella; nosotros y otros, en una trama que disemina y recupera, una y otra vez, los rostros, los gestos y las variaciones de la alteridad.

“No llegaré jamás al otro lado”[10]

El recorrido aquí propuesto se origina en considerar a la traducción como una forma de reescritura, un proceso perpetuamente in fieri, esto es, un sistema fluido que implica el extrañamiento de la lengua y la voz propia, la presencia inherente de la historicidad, la identificación de huellas evocadoras de diversos autores, textos y tradiciones. Desde esta perspectiva, el poemario Las muertes de Olga Orozco actualiza, a través de los recursos retóricos de la invocación y la interpelación, figuras poéticas que provienen tanto del mundo real como del ficcional, en una serie cerrada en la que se incluye el propio sujeto poético. En los poemas, no despliega estos arquetipos en un devenir, sino que los cristaliza, grabados en el presente imperecedero del epitafio poético.

Y, por último, ampliando el concepto de traslación entre lenguas, el vínculo entre continuidad con un pasado prestigioso y actualización confluye en el motivo de la muerte (y, subsidiariamente, de la locura), que aplana categorías tales como historicidad, límites territoriales, movimientos culturales, entre otras. Dada esta perspectiva, el examen de las distintas transferencias y praxis de traslación, implicadas en uno de los textos más tempranos de Orozco, contribuye a la interpretación de algunas operaciones reversibles de lectura que la autora resignifica en toda su obra literaria.

Referencias bibliográficas

Arteca, Mario et al. ¿Quién habla en el poema? Buenos Aires, Ediciones del Dock, 2012.

Bassnett, Susan y André Lefevere. Translation, History and Culture. London, Pinter Publishing, 1990.

Bauzá, Hugo. “Grecia y el género elegíaco”. Argos, año 5, n.º 5, 1981, pp. 25-34.

Benveniste, Emile. Problemas de lingüística general. México, Siglo XXI, 1971.

Cárcano, Enzo. “En busca de la unidad perdida: sobre dos autoficciones poéticas argentinas”. Perífrasis. Revista de literatura, teoría y crítica, vol. 7, n.º 13, enero-junio 2016, pp. 40-54.

Crolla, Adriana. “Traducción literaria en Argentina. Tradición, matrices culturales y tra-dicciones en perspectiva comparada”. Transfer, vol. viii, n.º 1-2, 2013, pp. 1-15.

Didi-Huberman, Georges. Ante el tiempo. Historia del arte y anacronismo de las imágenes. Buenos Aires, Adriana Hidalgo, 2008.

Doubrovsky, Serge. Fils. Paris, Galilée, 1977.

Genovese, Alicia. La doble voz: poetas argentinas contemporáneas. Córdoba, Eduvim, 2015.

_____. “Poesía, posición del yo y la visualidad del shõji. Juan L. Ortiz, Juan Gelman, Olga Orozco”. Leer poesía: lo leve, lo grave, lo opaco, Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 2011, pp. 77-96.

Gentzler, Edwin. Translation and Identity in the Americas: New Directions in Translation Theory. Londres y Nueva York, Routledge, 2008.

Heráclito. “22 B 30”. Diels-Kranz, Die Fragmente der Vorsokratiker. Berlín, Weidmannsche Buchhandlung, 1922. 

Horacio. Odas y Épodos, traducido por Manuel Fernández-Galiano. Barcelona, Ediciones Altaya, 1995.

Kabatek, Johannes. “Las tradiciones discursivas entre conservación e innovación”. Rivista di Filologia e Letterature Ispaniche, n.º 10, 2007, pp. 331-345.

_____. “Tradiciones discursivas y cambio lingüístico”. Lexis, vol. xxix, n.º 2, 2005, pp. 151-177.

Kamenszain, Tamara. “Prólogo”. Poesía completa, Olga Orozco. Buenos Aires, Adriana Hidalgo, 2012, pp. 7-18.

Legaz, María Elena. La escritura poética de Olga Orozco: una lección de luz. Buenos Aires, Corregidor, 2010.

Moscona, Myriam. “Entrevista con Olga Orozco. La puerta que no abriste”. La Jornada Semanal, 29 de agosto de 1999, http://bit.ly/2CTzimK.

Orozco, Olga. Poesía completa. Buenos Aires, Adriana Hidalgo, 2012.

Pelicaric, Iván Marcos. “Si me quieres mirar”. Revista Cruz de Sur, año iv, n.º 9 Especial, 2014, pp. 11-181.

Piña, Cristina. “Nota Preliminar”. Páginas de Olga Orozco seleccionadas por la autora, por Olga Orozco. Buenos Aires, Celtia, 1984, pp. 13-55.

Pym, Anthony. Teorías contemporáneas de la traducción. Materiales para un curso universitario. Tarragona, Intercultural Studies Group, 2012. http://bit.ly/37fKdVK.

Scarano, Laura. Vidas en verso: autoficciones poéticas (estudio y antología). Santa Fe, Universidad Nacional del Litoral, 2014.


  1. Universidad Nacional de La Pampa, Facultad de Ciencias Humanas, Instituto de Estudios Clásicos (IEClas), Argentina.
  2. Desde la perspectiva de los estudios interculturales, Anthony Pym (2012) sistematiza las diversas teorías occidentales acerca de la traducción que circulan principalmente durante el siglo xx en “diferentes ‘paradigmas’, entendidos como conjuntos de principios que subyacen a diferentes grupos de teorías”, de acuerdo con el sentido que Thomas Kuhn imprimió al término en 1962 (Teorías contemporáneas 7). Atendiendo a un principio pluralista y orientador para los estudios de traducción, sistematiza los numerosos aportes teóricos en cinco modelos: la equivalencia, la finalidad (Skopos), la descripción, el indeterminismo y la localización.
  3. Cabe destacar que la escritora realizaba traducciones del italiano y del francés, según sus propias declaraciones. En una serie de entrevistas concedidas a Iván M. Pelicaric durante 1997, manifiesta: “estuve trabajando mucho tiempo en mi casa, corrigiendo estilo, haciendo traducciones para Losada. Después trabajé en Fabril Editora como secretaria técnica. Cuidaba las traducciones y todo el proceso del libro en general” (84). Respecto de la pregunta específica acerca de los idiomas desde los cuales ha traducido, Orozco responde “Italiano y francés” (95). En lo que concierne a las obras, indica: “Traduje El budismo Zen, para Losada. Traduje Beckett o el amor de Dios, de Anouilh. Traduje, para el Teatro de la Luna, Vestir al desnudo, de Pirandello, que después publicó Sabsay, en su editorial. Traduje obras de antiteatro para el Teatro de la Luna también, aunque no se representaron nunca. Obras de Ionesco, de Adamov y de Beckett” (95).
  4. Este verso corresponde al poema de Orozco “Bloques al rojo, bloques en blanco” del libro Mutaciones de la realidad (1979). Para este trabajo, las citas de la autora se han tomado de Poesía completa (2012).
  5. Noica es un personaje tomado de un cuadro del pintor Juan Batlle Planas (Gerona, 1911-Buenos Aires, 1966), representante de la estética surrealista en la plástica argentina.
  6. En la Grecia del periodo arcaico surge la elegía que, según Dídimo (Escol. Aristófanes, Aves 217), presenta como contenido originario el lamento; en principio, se caracterizó por lo formal, el dístico elegíaco, y se registró en pequeños poemas dedicados a encomiar las virtudes de alguien en ocasión de su muerte. Más adelante se extendió, mencionando desdichas amorosas y episodios bélicos que atestiguan la gloria de los caídos. Hay dos tipos de elegías: heroicas, referidas a conflictos públicos, y personales –muchas veces de tipo erótico–, en las que el poeta refiere las desventuras de su corazón. Etimológicamente proviene de élegos, lamento; se supone que era acompañado por flauta, y se relaciona también con los discursos de la epopeya. En algunos casos se vincula la elegía con el género epigramático, al cual corresponden los epitafios (Bauzá 25-26).
  7. Del poema “Olga Orozco”, incluido en Las muertes (2012: 101).
  8. Los versos citados pertenecen al poema “Cuando alguien se nos muere” incluido en su primer libro Desde lejos (1946).
  9. Esta categoría fue propuesta por Jorge Monteleone en su disertación “La voz de Olga Orozco” ofrecida en el marco del XX Congreso Nacional de Literaturas de la Argentina en la Mesa redonda sobre Olga Orozco, que tuvo lugar el 19 de septiembre de 2019 en la Casa Museo Olga Orozco, Toay, provincia de La Pampa, Argentina.
  10. Tomado de “El obstáculo” del libro En el revés del cielo (2012 [1987]: 342).


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