La configuración de una poética de la imagen
Lucas Margarit[1]
Al leer la obra poética de Olga Orozco podemos observar que la estructura del verso se extiende hasta la imagen incansable de la posibilidad, de aquello que podría ser. El poema va construyendo una pregunta continua sobre el aquí y el entonces, sobre el ahora y el cuándo y también sobre los modos de representar esa experiencia inaudita del tiempo donde la memoria, la salvación y el olvido se intercalan con la visión y el espanto para ir descubriendo cada zona de la constitución de la imagen poética. Desavenencia del aire que pesa como un inmeso huracán para poder decir aquello que se esconde siempre y cada vez en un espacio diferente, detrás del empapelado roído de una pared o detrás de un desierto o una tierra incógnita donde apoyar cada palabra. Siempre detrás, “al otro lado” de la imagen conocida o inteligible se encuentra el objeto de búsqueda de sus poemas, la imagen de la alteridad que se va construyendo con la imaginación (lo que hace imagen) y lo que se va rescatando de las palabras al plasmar el sello definitivo de la letra escrita sobre un papel o sobre una memoria colosal. El poema transforma ese “detrás” en una imagen presente y frontal por su experiencia de la visión.
No niego la realidad sin más alcances y con menos fisuras
que una coraza férrea ciñendo las evaporaciones del sueño
[y de la noche
o una gota de lacre sellando la visión de abismos y paraísos
[que se entreabren
como un panel secreto
por obra de un error o de un conjuro. (“Mutaciones de la realidad” 1979, PC 221)[2]
¿Dónde será el lugar? ¿Dónde será otro lado?
O tú no eres de aquí o ese sitio no está en ninguna parte,
[todavía.
Aunque tal vez haya en alguna parte cerrada, inexpugnable,
[mentirosa
una sombra ladrona probándose tu vida,
el otro lado. (“El otro lado” 1987, PC 383)
Estas dos estrofas pueden servirnos como un ejemplo de esa forma de observación que es también la manera de concebir una imagen en el poema. Esa experiencia está claramente alejada de los modos de percepción cotidianos, como una resignificación que se da a través de este otro uso de la palabra y de la sobreexigencia del lenguaje. Saberse extranjera es un modo de recuperar parte de ese paisaje que desafía a la capacidad del sujeto de concebir dicha imagen y es también reconocer la existencia de ese otro lugar donde se asientan las imágenes que se intentan recuperar, ese “otro lado” de la vigilia que es también el lado opaco del sueño. Pero además es tener la posibilidad de acercarse a la palabra desde el mismo lugar de la alteridad. Ya en su primer libro, Desde lejos, de 1946, va anunciando estas referencias a ese otro espacio demarcado por la lejanía, ya sea como un paisaje alejado o como un espacio que se constituye en la experiencia onírica, tal como podemos leer en el poema “Detrás del sueño” (50).
Del mismo modo que en el relato de Henry James la imagen en el tapiz se descubre en su inverso, las imágenes que se van conformando en la poesía de Olga Orozco muestran siempre el reverso de aquello que creemos conocer o de aquello que nos fue dado a comprender. Es en ese modo de constituir la imagen extensa en que su poesía tiene un punto de contacto con ciertas premisas del surrealismo, pero también de cierto espíritu simbolista o, incluso, siguiendo hacia atrás la línea de influencias, del romanticismo y la serie de teorías acerca de la imaginación como un recurso primordial para la representación del poema. Horacio Zabaljáuregui, en la introducción de la antología que compilara extiende la tradición de los poetas visionarios que podrían estar en contacto con la poeta:
La poesía de Olga Orozco surge del desgarramiento, de la ilusión entre el vacío y la plenitud, entre la elevación y la caída, entre la fascinación y la repulsión. Así se inscribe en esa corriente poética que iniciaron los románticos, que continúa con los padres malditos de la modernidad: Baudelaire, Rimbaud, Lautréamont, que abreva en las fronteras últimas de la inspiración, según los surrealistas, pero que también recoge la nostálgica ensoñación de Lubicz Milosz, la música secreta de los simbolistas, la venturosa transmigración del ángel de Rilke. (Zabaljáuregui 2009: 7)
Pero también habría que considerar que, siguiendo esa línea de influencias que señalamos recién, la imagen visual es central en su poética, tanto en los modos de construir sentido como de organizar el verso y consolidar un tipo de experiencia particular a lo largo de su poesía. O, como dijera Juan Gelman en la presentación de la poeta en ocasión del premio Juan Rulfo, “La visión es en Olga experiencia vivida. Ve mejor con los ojos cerrados. Ve por ojos de niño. Tiene la infancia empozada y saca aguas de ella cuando quiere” (Gelman 1998).
Observar en detalle una imagen implica, entonces, estar atentos a otras formas particulares de leer. En la poesía de Olga Orozco un sujeto poético observa y siguiendo lentamente su mirada que se detiene en cada dato o señal y en cada imagen de lo mínimo y de lo máximo, aparecen las imágenes que fueron representadas en un lienzo particular, y así recorta una parte de un paisaje que es asimismo una imagen y la despliega en otras representaciones pictóricas que entran en una especie de diálogo donde el yo y el tú se suponen e invitan a recomponer el sentido de la imagen aludida. El yo se dirige hacia la búsqueda de un intertexto (a veces visual) que es un modo de percibir cómo va construyendo su imagen poética a partir de sugerencias y suposiciones y no de afirmaciones. La palabra se extiende del mismo modo que se extiende la mirada sobre la obra aludida y es allí donde también la impresión del desierto y su extensión, de la pampa y su ligereza son la necesaria consecuencia de las posibilidades de decir y de conformar el poema. La introspección es, de esta manera, una nueva forma de observar. Esa imagen exterior se transforma a través de los distintos modos de desplegar la palabra en una serie de imágenes que se organizan como formas –en su variedad– de la alteridad.
He copiado visiones que me son más cercanas que mis ojos,
imágenes ardientes como incrustaciones de vidrio en una
[llaga.
(“Rara sustancia” 1983, PC 299)
Lo que podemos observar está inmerso en series de reflexiones que coexisten en sus poemas como una suerte de un collage salvaje que reúne todo aquello que puede ser hermanado en la palabra poética de Orozco. La naturaleza y lo real se deconstruyen en los modos de mirar que la poeta tiene de la pintura y de otras imágenes. A partir de esto, podríamos sospechar que es dicha imagen la que funciona como un punto de inicio que se abre a un recorrido por las formas de la imagen poética[3]. De ahí que la poesía que estamos leyendo sea absolutamente visual y vaya presentando una a una las imágenes que la poeta siente que debe desplegar. Por otra parte, la imagen del sujeto se va modificando cada vez, como una extensa metamorfosis que nos presenta una poeta que se encuentra en un movimiento continuo desde la cotidianeidad de la visión poética a la transformación misma del sujeto en el objeto de observación y a la vez en el objeto del poema. Verse a través de un espejo o frente a un reflejo es verse siempre de otro modo, plano y brillante, profundo e inalcanzable, pero siempre en movimiento.
Como tierra abismada bajo la pesadumbre de indolentes
[mareas
así me voy sumiendo, corazón hacia adentro,
en lentas invasiones de colores que ondean como telas
[flotantes
entre los grandes vientos, (“A solas con la tierra” 1946, PC 60)
El caso paradigmático de esto es el poema “Olga Orozco” de Las muertes de 1952, donde la idea misma de subjetividad se ve alterada desde el primer verso. Es ese “yo” quien violentamente, en ese movimiento, asume su lugar de observadora y a su vez de voz en los poemas:
Yo, Olga Orozco, desde tu corazón digo a todos que muero.
Amé la soledad, la heroica perduración de toda fe,
el ocio donde crecen animales extraños y plantas fabulosas,
la sombra de un gran tiempo que pasó entre misterios
[y entre alucinaciones,
y también el pequeño temblor de las bujías en el anochecer.
Mi historia está en mis manos y en las manos con que otros
[las tatuaron. (1952, PC 101)
Así, cada verso se extiende para constituir las imágenes del poema con un evidente sentido plástico, como una enorme torre de Babel donde se van agrupando detalles que darán como resultado la imagen deslumbrante de un ritmo y de una cadencia particular. Estamos frente a una poesía concebida como una imagen y una experiencia visuales, como un bosquejo que va en busca de una representación que no termina de aprehenderse plenamente y que se apoya en el ritmo de la palabra poética que se amplifica hacia las zonas escondidas del lenguaje. Estas zonas comienzan a descubrirse en el intercambio entre el “yo poético” y el “tú”, como una voz vacilante que intenta recuperar en este diálogo un nosotros, una voz que es expansiva hacia el otro y también hacia las palabras que enuncia. Julio Ortega destaca ante esto el uso continuo y repetido tanto de la magia como del rito para señalar y dar cuenta de una palabra y una existencia en ese “otro lado” donde permanece la soledad, la ausencia y aquella realidad que se caracteriza por la ininteligibilidad. Dice Ortega, espacializando la voz poética de la obra:
Asumiendo la voz de una “hechicera”, ella habla desde el bosque suntuoso de la poesía, que atraviesa recontando agonías y conjuros. Siempre en diálogo con el mundo, busca descifrarlo como si leyera su propia suerte. (Ortega 1998, s/p.)
De esta manera, las imágenes en la poesía de Olga Orozco se van construyendo de a poco, emergiendo de una voz y articulando un verso extenso que es un largo y pausado camino hacia la conformación de una imagen o conjunto de imágenes poéticas que son mayormente visuales y que se nutren de la observación delicada y de la visión del otro lugar. Entre estas experiencias de la observación queremos señalar un grupo de poemas donde se lleva a cabo un comentario, a veces una descripción particular, y donde se hace una serie de referencias a obras de diferentes artistas plásticos sobre los que no solo escribe versos, sino también a quienes elige para acompañar y seguir en este extravío entre los silencios de la palabra. Esta relación es siempre de diálogo, de pregunta ante la insistencia de querer descubrir el otro lado de las cosas y el otro lado de la representación. Es decir, que toda relación intertextual que se presenta incluye también una forma de conversación y de interrogación, en el caso que estamos presentando entre el poema y el objeto (obra plástica) visual, entre la palabra poética y aquello que se descubre y se nombra por primera vez.
Dado nuestro interés en pensar lo visual en la obra de Olga Orozco, creemos que lo que se encuentra en muchos de sus poemas es una mirada individual que se focaliza en ciertas zonas de una imagen o de un objeto. Esto cambia en cada sujeto, por eso puede a veces remitir a la búsqueda personal de cada poeta. Y es en este motivo que rescatamos lo que Michael Riffaterre señala con respecto a la figura del poeta como espectador y, evidentemente, como intérprete del objeto que observa. Aquí deberíamos detenernos a pensar en la diferencia entre la écfrasis crítica y la literaria (sobre lo que ya se ha teorizado desde la Antigüedad), incluso en relación con la poesía. La mirada particular del yo no necesita el marco para una interpretación válida porque es el poema mismo el que se sostiene en su propia estabilidad enunciativa (Riffaterre 166).
Una cuestión que nos parece interesante formular –y que remite a la ausencia que toda representación establece en tanto signo– es considerar que muchas imágenes en la poesía de Olga Orozco se presentan con un tono irónico ante cierta credulidad en la presencia de aquello que ya no está. Por el proceso de esta mímesis doble sobre la que hablaba Riffaterre, la ausencia estaría reduplicándose en el intento de la poeta por enmarcar lo desconocido en lo inteligible. En una entrevista que apareció en la revista Último Reino en 1994, dice Olga Orozco: “La ausencia termina por convertirse en una presencia, la ausencia termina por acompañarte”. La palabra poética sería entonces un modo de recuperar parcialmente una experiencia anterior que se ha perdido, para enfatizar –desde la perspectiva de la écfrasis– la presencia de la palabra que describe aquello que ya no está, que fue visto, que fue vislumbrado como una sospecha o como un acierto, pero que luego recurre a la palabra para dar cuenta de esa ausencia-presencia, para enseñar nuevamente la imagen ante la que el “yo” necesariamente se enfrenta.
La imagen que invierte y modifica la experiencia de lo cercano es una imagen que no debe ser explicada, sino extendida y presentada. La poesía de Olga Orozco, de este modo, nos coloca frente a la propia experiencia de la visión que remite a la visión de raíz medieval y, posteriormente romántica, se presenta como recurso poético ante la experiencia del “otro cielo”. Una visión de estas características (mística) implica ver desde otro lugar otro espacio que debe ser interpelado desde lo visual para poder ser descripto aunque, por cierto, muchas veces no entendido. Es ineludible aquí la relación entre experiencia y conocimiento y es en esta ecuación donde la poesía de Olga Orozco recupera un tipo de saber que viene de lo oral, de lo familiar y cercano, por un lado, pero también por la reflexión interior de un sujeto que ve al mismo tiempo al sufriente en su herida, que los asimila desde una experiencia particular que lleva a que el yo poético pueda constituir una serie de imágenes poéticas coherentes aunque no racionales. Es también en esta tensión donde sus versos despliegan ese “revés del cielo” sobre la tierra y sobre el papel, en un doble movimiento: primero, hacer legible aquello que no se ve y que implica un yo poético con quien el lector se hace cómplice necesario y, segundo, dar cuenta de una imagen (un paisaje, un retrato, una herida) que metaforice la experiencia interior de ese sujeto poético. O, como dice Myriam Moscona:
El paisaje en su poesía es universo paralelo a la emoción, constituye un mundo de equivalencias pro-puesto con maestría. Como en los sueños, sus poemas ofrecen en el mismo escenario imágenes simultáneas de lo real, de lo anhelado, de lo imposible. (Moscona 5)
Ante esta perspectiva que une visión y representación lingüística, debemos considerar que muchos críticos y teóricos definen la figura de la écfrasis como una descripción mimética de uno o varios objetos del campo de las artes visuales. Por ejemplo, Krieger primero se pregunta: “¿Qué es lo que las palabras pueden representar y representan en la poesía aparentemente pictórica?”. Luego, ofrece la siguiente definición: “el intento de imitar con palabras un objeto de las artes plásticas, principalmente la pintura o la escultura” o, más adelante, cuando señala como otra posibilidad pensar la obra literaria “como constructo, como un objeto total, el equivalente verbal de un objeto de las artes plásticas” (Krieger 140 y ss.). Por su parte, Michael Riffaterre la define como una “descripción o relato que dio origen a un género menor cuyos procedimientos son del orden de la mímesis” (Riffaterre 161). Ambos teóricos enfatizan que como parte de este procedimiento debe funcionar la descripción y también la representación mimética de aquello que parece observarse. Asimismo, siguiendo a Riffaterre, debemos considerar su afirmación cuando señala que la écfrasis se constituye a partir de una doble mímesis: por un lado, la obra pictórica intenta o casi siempre parece ser un reflejo de la realidad, pero, por otro lado, es una imagen que es apropiada y representada por la palabra poética. De este modo, señala, encontramos una obra de arte contenida en una obra literaria. Frente a esto deberíamos preguntarnos si está realmente “contenida”, ya que muchas veces la modificación implica necesariamente una dispersión de la obra citada.
Una doble visión, entonces, se manifiesta con este recurso, la inicial o primera (objeto de observación del poeta, es decir, la obra que se mira) sobre la que luego se recortaría o se extendería la segunda (la voz del poeta). Es así que la transfiguración necesaria no solo remite al campo de la intertextualidad, sino, y sobre todo, de la ecfrasis tal como se la suele definir: como una representación lingüística de una representación visual. En este punto me gustaría detenerme en la repetición de la palabra “representación”, ya que écfrasis sería entonces una representación siempre en segundo grado y la reflexión será sobre cómo o qué se observa en esa representación primera y disparadora.
Si pensamos, tal como venimos señalando desde el comienzo de este texto, que la poesía de Olga Orozco se constituye y se nutre de imágenes, la écfrasis le servirá para delinear nuevas imágenes sobre las imágenes dadas y para constituir nuevamente un yo que observa, que mira con detenimiento la obra del otro, es decir, que lee. Entre los poemas que podríamos destacar, encontramos “Noica” (Las muertes 1952, PC 82) que remite tal como señala el epígrafe a “(Personaje de un cuadro de J. Batlle Planas)”. El poema establece un diálogo con algunas de las imágenes femeninas llamadas de ese modo por el pintor catalán afincado en Buenos Aires. Hay muchas imágnes de Noica entre sus obras, que como una metamorfosis elemental se van sucediendo retrato tras retrato. El propio artista describía de este modo a su personaje: “Sefaradí, hermana de las Nieves, lasciva como las mujeres de la poesía, saca los piojos a los niños, convierte en brisa las vigilias” (Gómez 2014). Y es con esta imagen femenina que el poema se desarrolla como un conjunto de preguntas que intentan dilucidar la identidad perdida de Noica; pero también es una revelación que se inicia desde el primer verso del poema: “Nunca oísteis su nombre”. El poema ya la presenta desde el título, incluso en el desarrollo de los versos va teniendo más presencia a partir de las palabras que le van dando traza a sus acciones:
Nunca oísteis su nombre.
Sin embargo, cuando un sueño cualquiera entretejió
[fosforescentes redes sobre el rostro del tiempo,
Noica estuvo.
Tal vez su cabellera fuera para vosotros la marea letárgica
[por donde sube al cielo la primer Navidad
–esa novia que flota con su ramo de cristal escarchado
[y una cinta plateada en la garganta–.
Acaso sus ropajes fueran para vosotros un ámbito en que
[caen lentamente las hojas,
cuando el amor golpea con sus manos el follaje encantado. (PC 82)
Como podemos ver, la imagen que el poema va construyendo demarca una instancia de duda referida a un “vosotros” que no puede establecer precisiones con respecto a la identidad o a la descripción física de este personaje y eso permite al yo poético ir constituyendo una imaginería que tiene algunos puntos en común con ciertas zonas de las poéticas del surrealismo, tal como señaláramos anteriormente con respecto a su poética, punto que comparten ambos, Orozco y Batlle Planas. En medio de esta sucesión de imágenes y comparaciones que llevan un ritmo similar al encantamiento, asoma la afirmación: “Lo cierto es que fue Noica…” y más adelante “Reconocedla ahora”, para posteriormente invocar a resguardar a aquella que reveló una pequeña zona de ese “otro lado” que ahora frente a nosotros también se desvanece. Noica se destierra y vuelve a su región a través del cambio y de la metamorfosis:
Reconocedla ahora.
Antes que se haya ido para ser melodía de polvo contra
[el vidrio, sombra musgosa
de los muros. (PC 82)
Entonces, en este poema nos encontramos con dos campos semánticos que se contraponen (la ambigüedad y la afirmación), pero que también se complementan en el aspecto visual que representan. La imposibilidad de una descripción definitiva de lo que se observa y el posterior reconocimiento de Noica a través de la acción marcan la presencia de lo diferente, tal como sucede con la descripción que hizo el pintor de su personaje: “convierte en brisa las vigilias” es algo similar a lo que hace la Noica de Orozco, transformar lo que se ve para luego transformarse ella misma. Además, hay una imagen que se observa, que es fija y que está impresa. El poema tal como está presentado nos lleva directamente a esa imagen, la referencia del epígrafe en una parentética implica también un interés en ir a la imagen gráfica, por eso quizá no sea necesaria la descripción, señalando una distancia evidente entre la imagen pictórica y la imagen poética, y estableciendo lazos de diálogo y a la vez de disolución. Todo se escapa de las manos y la nostalgia del tocar mueve al recuerdo: “Mis manos no consiguen apresar las visiones que pasan por mis ojos / ni mis pies tocan fondo en la hirviente cantera de mi corazón” (“El revés de la trama”, Mutaciones de la realidad 1979, PC 258). Esas visiones que recuperan aquello que se ha olvidado y aquello que fue cubierto por el tiempo y el polvo son el germen de las imágenes de su poesía. Visones siempre de lo otro: un cuadro, un sueño, una foto que señala lo que ya no puede ser, instrospección de un sujeto poético que se vuelve para sí y escapa de toda figura para volverse un símbolo hermético que el propio poema intenta descubrir y resolver.
Estos intentos de recuperación de la imagen ponen de manifiesto la presencia de la pérdida perpetua ante lo cual la palabra recupera y reformula maneras de redimir lo perdido: la historia detrás de la imaginería representada, el relato de los muertos, la leyenda callada de cada personaje conocido y desconocido, el cuerpo que se lastima cada día más: “[…] perdiendo a cada tumbo su minúsculo yo como una piedrecita del gran friso / un ínfimo fragmento de eternidad que rueda hasta los límites del mundo” (“El revés de la trama”, Mutaciones de la realidad 1979, PC 258), todo se fragmenta en los continuos intentos de recuperar la imagen de aquellas visiones. Y todo se fragmenta, se rompe y se pierde porque también hay en estos poemas una clara conciencia de la traza del tiempo que como una presencia más va dibujando y tallando el fósil y la imagen extraviada de una foto que cada día se observa desde otro lugar.
Y el tiempo así deviene en un extenso paño donde se esconden los murmullos que logra hacer inteligible cada verso del poema, cada vez que rescata la imagen a través de la palabra para que ya no se disuelva… y sin embargo la imagen poética se conforma a veces con la misma disolución. El tiempo puede volverse un “tú”[4] con quien el poema conversa y donde se expone un yo que lo enfrente y lo entienda para poder aunque sea nombrarlo como una forma austera de conjurar:
Tiempo:
te has vestido con la piel carcomida del último profeta;
te has gastado la cara hasta la extrema palidez;
te has puesto una corona hecha de espejos rotos y lluviosos
[jirones,
y salmodias ahora el balbuceo del porvenir con las
[desenterradas melodías de antaño,
mientras vagas en sombras por tu hambriento escorial, como
[los reyes locos. (“Variaciones sobre el tiempo”,
Mutaciones de la realidad 1979, PC 266)
Es el tiempo el que descompone, desgasta y corroe cada cosa en el mundo. Si retomamos la imagen de la pérdida y lo desgastado, vamos a remitirnos a un par de comentarios acerca de la serie de representaciones pictóricas de los zapatos de Van Gogh. Gauguin en sus memorias dice acerca de una visita que realizó al estudio del pintor holandés:
En el estudio había un par de grandes zapatos con clavos, muy gastados y manchados de barro; él hizo de ellos una notable pintura de naturaleza muerta. No sé por qué intuí que había una historia tras esa vieja reliquia, y un día me atreví a preguntarle si tenía razón para conservar con respeto lo que uno tira normalmente al cubo de la basura. (Schapiro 149)
Esta referencia que acabamos de leer nos cuestiona acerca de la “utilidad” de la cosa. Nuevamente la presencia del resto se delimita por la intención del artista, de recuperar desde otra perspectiva una “utilidad particular” del objeto descartado, en cuanto cosa representada y en cuanto posibles resignificaciones. Las relaciones establecidas entre el objeto, la obra y su imagen dan cuenta de varios aspectos: el tiempo, la historia, el silencio de la cosa, un sujeto que dice en nombre de la cosa y, por lo tanto, es quien la constituye como tal. Tal como sucede en el poema de Olga Orozco “‘Botines con lazos’, de Vincent van Gogh” (La noche a la deriva 1983, PC 296), la restitución de alguna función de la cosa perdida se vuelve parte del poema. Se observa en el cuadro de Van Gogh tanto una pérdida como la recuperación por medio de la representación de “algo” que debería terminar entre los desperdicios. Nuevamente entra en tensión la imagen y lo que se dice. El primer verso ya recupera la imagen del “fósil” para referirse a ellos, pero también hay cierto eco al poema “Mi fósil” de Museo Salvaje (1974) donde el tiempo imprime su marca desde el comienzo.
La figura del cuadro que propone el título es el disparador de una galería de imágenes que no solo remiten a dicha pintura, sino que emulan, invierten y recorren instancias de la vida del pintor a través de la palabra “botines”. Esta palabra (y el ícono que representa) se adentra en una especie de calidoscopio y es alterada en cada estrofa a partir de estas referencias a las que aludíamos recién:
Pero son tus botines, perfectos en su género de asilo,
modelos para atar a cada ráfaga de alucinada travesía,
fieles como tu silla, tus ojos y tu Biblia.
Aferrados a ti como zarpas fatales desde las plantas hasta
[los tobillos,
desde Groot Zundert hasta la posada del infierno final (Orozco PC 296).
para más adelante pasar a ser “botines de trinchera”, “botines de tribunal” y, sobre todo, al final, como cerrando el ciclo de transformaciones, son relaciones que el verso establece con el recuerdo y con la muerte, y son parte también de una despedida silenciosa:
Ahora husmean la manta de hiedra que recubre tu sueño
[junto a Theo,
allá, en el irreversible Auvers-sur-Oise,
y escarban otra tumba entre los andamiajes de la inmensa
[tiniebla.
Son botines de adiós, de siempre y nunca, de hambriento
[funeral:
se buscan en la memoria de tu muerte. (Orozco PC 297)
El diálogo que establece el poema con la pintura ya no es una representación mimética ni una descripción de la imagen aludida, sino una continua y paulatina revelación de la otra representación del sueño. El poema rescata todo aquello que no está en el cuadro pero que lo supuso. Establece relaciones entre los elementos que recupera la memoria, pero que también recupera el verso y la imagen que el verso expone. Esta recuperación abre un espectro de nuevas posibilidades que el yo poético ha descubierto frente a la obra de Van Gogh, frente a un cuadro que guarda otras reminiscencias y otras imágenes que son reestablecidas y puestas en contacto por el poema. El poema, de este modo, no solo se transforma en una lectura del cuadro, sino y sobre todo en una serie de distancias entre el cuadro y otras referencias al pintor holandés. Es en este punto donde la autonomía del poema se establece como tensión con la obra aludida y donde la continua resignificación de “los botines” abre una serie de sugerencias y posibilidades que convierten el poema en un nuevo acercamiento, en un nuevo nombrar. Ya no es la descripción de lo que se ve, sino que esa visión implica en el verso una nueva presentación y representación del objeto que ya no es “los botines”, sino una representación más de aquello que se ha perdido y se ha recuperado en la imagen de Van Gogh y ahora se redime nuevamente en el poema de Orozco.
En este poema se hace presente un tema que también recorre la obra de Olga Orozco, la tensión entre lo vivo y lo muerto: las referencias a Groot Zundert, lugar en donde Van Gogh nació y luego Auvers-sur-Oise, donde murió –incluso la imagen de la tumba de los dos hermanos cubierta de hiedra– marca un recorrido que linda con la referencia de lo biográfico y desdibuja el género en el que se inscribiría. Las imágenes del poema son, entonces, también referencias a los modos de observación y a los resultados de estas sugerencias que se establecen a través de la palabra.
Lo que queda: esa experiencia de la mirada es en muchos casos también memoria de la muerte y conciencia de una subjetividad. Un sujeto poético que exhibe cómo observa ese otro lado para poder explicar la forma de la huida y para comprender, aunque sea, una breve zona de la muerte. Todas estas transformaciones son las que implican en su poesía la constitución de la imagen poética que es la imagen frente a un espejo de palabras que se concentran en una línea de aire y templanza. De allí que veamos un yo que conoce y que se expande en cada verso:
Aquí, frente al espejo, yo, la inevitable:
una imagen en sombras y toda la soledad multiplicada. (“Un relámpago, apenas”, “Últimos poemas”, PC 450)
Así, el yo que se expande en cada poema, en cada imagen destacada de la experiencia, se va transformando en aquellas sombras ubicuas que nos muestran –cada vez desde un punto diferente, desde una puerta distante– una serie de imágenes dispares de aquel otro lado y que irán constituyendo el mapa que no pudo encontrar sus límites precisos. Del mismo modo, el paisaje onírico es una imagen que se alimenta de aquellas visiones del día y que repite de manera inversa la imagen observada. Los poemas de Olga Orozco se intuyen como una reformulación de la imagen observada, como una inversión de la écfrasis en tanto no hay descripción ni análisis. No hay imposición iconográfica, sino la revelación de una imagen en proceso a través de otra imagen dada.
Salir de un espacio es también salir de cierta imposición temporal. En una encuesta –que retoma la revista Babel en 1988– se preguntaba a una serie de escritores “¿Por qué escribe?”. Elegimos un fragmento de la respuesta de Olga Orozco donde nuevamente se expone, como en su poesía, la presencia del conocimiento como una de las consecuencias del descubrimiento y de la naturaleza de la palabra poética: “frente a las limitaciones que imponen un yo insatisfecho, un espacio acotado, un tiempo lineal y tiránico, escribir es una tentativa de conocimiento” (Orozco “¿Por qué escribe?).
La serie de imágenes que recorre toda su poética es, de este modo, una forma de preguntar acerca de lo real e interpelar al sujeto que constituye y que comprende ese paisaje por medio de una palabra escarbada en el ritmo ceremonial de la noche y de la deriva.
Referencias bibliográficas
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Orozco, Olga. “¿Por qué escribe?”. Babel, n.º 1, Buenos Aires, abril 1988, p. 24.
_____. “Entrevista a Olga Orozco: Boca que besa no canta”, realizada por Colombo, María del Carmen, Patricia Somoza y Mónica Tracey. Último Reino, n.º 22-23, diciembre 1994.
_____. Relámpagos de lo invisible. Antología, selección y prólogo de Horacio Zabaljáuregui, 2.ª ed., Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 2009.
_____. Poesía Completa, Buenos Aires, Adriana Hidalgo, 2013.
Ortega, Julio. “Olga Orozco: las magias y los ritos”. La Jornada Semanal, 26 de julio de 1998. http://bit.ly/32jS7KM.
Piña, Cristina. Poesía argentina de fin de siglo. Buenos Aires, Vinciguerra, 1996.
Riffaterre, Michael. “La ilusión de la écfrasis”. Literatura y pintura, editado por Antonio Monegal, Madrid, Arco-Libros, 2000, pp. 161-183.
Schapiro, Meyer. “La naturaleza muerta como objeto personal: unas notas sobre Heidegger y Van Gogh”. Estilo, artista y sociedad. Teoría y filosofía del arte, Madrid, Tecnos, 1999.
Sefamí, Jacobo. De la imaginación poética: conversaciones con Gonzalo Rojas, Olga Orozco, Alvaro Mutis y José Kozer. Monte Ávila, Caracas, 1996.
Zabaljáuregui, Horacio. “Prólogo”, Relámpagos de lo invisible. Antología, 2.ª ed., Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 2009, 7-16.
- Universidad de Buenos Aires, Argentina.↵
- Orozco, Olga, Poesía completa, Buenos Aires: Adriana Hidalgo, 2013. Todas las referencias a los poemas de Olga Orozco son de esta edición. Cito con el nombre del poema, el año original de publicación y página de la edición recién citada.↵
- En este punto deberíamos comentar un problema del que se han hecho eco varios críticos cuando tratan la relación entre pintura y poesía que es que el sentido de imagen remite para ambas disciplinas a la misma palabra para determinar experiencias disímiles y que buscan representar, ya sea de modo mimético o no, una experiencia particular del sujeto que se caracteriza por ser, por lo general, visual.↵
- En los sonetos de William Shakespeare también el poeta se dirige al Tiempo personificado y entre ellos se produce una especie de ἀγών donde el poeta intenta salvaguardar la belleza del joven amado, incluso, por momentos el tiempo es tratado también con desdén. En ambos casos hay una conciencia de que el poema nada puede hacer ya para recuperar lo perdido, sino solo recobrarlo a través de la palabra poética y, en el caso de Olga Orozco, de la imagen de alguna visión que se reconstruye en el poema.↵