Miradas, moradas y espacios
que (des)organizan el poema
Sebastián Urli[1]
Es muy posible –aunque habría que examinarlo–
que una ciencia nazca de otra; pero una ciencia
nunca puede nacer de la ausencia de otra,
ni del fracaso, ni de los obstáculos encontrados por otra.
(Foucault Las palabras y las cosas 129)
¿Gabinetes de-morados? ¿Enciclopedias curiosas?
En la sección “¿Existe una escritura poética?” de su conocido ensayo El grado cero de la escritura, Roland Barthes describe las características de lo que denomina, de un modo amplio y un tanto arbitrario, poesía moderna y que opone a la poesía clásica. Una de las principales diferencias que anota es el vínculo, para el caso de la poesía moderna, con la densidad de una experiencia y la experiencia de una densidad de la palabra frente al uso relacional, pautado por preceptos retóricos y métricos recurrentes, del discurso clásico. Si en este último, las relaciones llevan a la palabra hacia un sentido siempre proyectado, en la poesía moderna, escribe Barthes,
las relaciones sólo son extensiones de la palabra, la Palabra es “morada”, está implantada como origen en la prosodia de las funciones, comprendidas pero ausentes […] Así, bajo cada Palabra de la poesía moderna yace una suerte de geología existencial en la que se reúne el contenido total del Sustantivo, y no su contenido electivo como en la prosa o en la poesía clásica. (52-53)
Si bien no es difícil pensar en alternativas contemporáneas que desafían esta clasificación tajante (el uso de la rima interna y de versos cuidadosamente medidos en el caso de la poesía de Mirta Rosemberg, o del soneto pastiche del estadounidense Ben Lerner, quien mezcla fenómenos de la física con autobiografía y referencias a la cultura pop) la distinción que realiza Barthes es pertinente por una pequeña frase que agrega casi al pasar cuando describe esta densidad de la Palabra, este contenido total del Sustantivo propio de la poesía moderna. Agrega Barthes:
La Palabra es aquí enciclopédica; contiene simultáneamente todas las acepciones entre las que un discurso relacional hubiera impuesto una elección. Realiza, pues, un estado posible sólo en el diccionario o en la poesía, donde el sustantivo puede vivir privado de su artículo [en la gramática francesa eso no es posible] llevado a una suerte de estado cero, grávido a la vez de todas las especificaciones pasadas y futuras. (53)
“La Palabra es aquí enciclopédica”. ¿Qué insinúa esta afirmación de Barthes, esta comparación del espacio del poema con el del diccionario? ¿Cómo leerla? Porque si bien es cierto que el diccionario, o, para el caso, el espacio discursivo de la enciclopedia, presenta la paradoja de una palabra que opera a la vez en un grado cero, es decir, aislada de otros elementos propios del poema (lexemas, fonemas, etc.), pero que no por eso renuncia a su cualidad de grávida de palabra preñada de todas sus potenciales especificaciones, se trata de un espacio que clasifica, de un espacio que supone una mirada, o al menos, un principio que ordena las entradas y que, al hacerlo, deja su marca y, en cierto modo, contamina ese espacio denso, lo fractura. No es que la palabra enciclopédica no conlleve la paradoja que describe Barthes y que asimilaría dos fuerzas en apariencia contradictorias (la del poema y la del diccionario) en su densidad de-morada: eso ocurre, sí, pero el espacio del poema es también el espacio de una voz que mira y que toca, que reacomoda al hablarse y que es interpelada, pero nunca desde una totalidad simultánea, sino más bien desde una totalidad diferida. Una totalidad que, para remitir al famoso trabajo de Foucault, que es en verdad un texto de Borges, pone de manifiesto que “lo imposible no es la vecindad de las cosas, es el sitio mismo en el que podrían ser vecinas” (Las palabras y las cosas 2). Es esta tensión la que el cruce entre el poema y la enciclopedia pone en juego: la tensión entre un espacio imposible y su densidad de-morada, entre una palabra grávida en su simultaneidad total de grado cero y la voz específica que vuelve difusa (pero que no renuncia a) esa totalidad. Pero además del espacio de la enciclopedia y de las relaciones que este pone en juego, hay otros dos espacios que me interesa destacar y que de algún modo se vinculan con el de la enciclopedia aunque lo desafían, a saber: el del museo (de ciencias naturales para ser más precisos) y su versión escrita, la historia natural.
Bennett, en su ensayo “Pedagogic objects, clean eyes and popular instruction”, ha analizado los cambios acontecidos en la práctica museística desde fines de la Edad Media hasta principios del siglo xx y se ha centrado en los contrastes entre el gabinete de curiosidades del Renacimiento y los museos de la Ilustración del xviii y del xix, sobre todo, en lo que concierne al rol de la mirada (del ojo del visitante y de si debe o no ser guiado por el curador “experto”) así como de la nominación de objetos, su disposición y cómo deben ser leídas las etiquetas y las relaciones que ellas suponen y tienden a subrayar. Basado en la interacción de los visitantes y en la idea de un espacio conversacional sobre la historia natural y algunos de sus fenómenos más extraños, el gabinete de curiosidades del Renacimiento suponía una forma de interactuar mucho más laxa que lo que sería luego el modelo de museo de la Ilustración decimonónica.
Como explica Bennett siguiendo a Stafford, la totalidad propuesta por el gabinete de curiosidades “era una totalidad pensada para ser construida y mantenida, de manera frágil, en y a través de las conversaciones en las cuales ‘las palabras al sesgo’ intercambiadas por coleccionistas y visitantes se fundían con objetos vistos de soslayo para sugerir, de ese modo, un orden temporario” (161, la traducción es mía). Dicha totalidad, señala, difiere de la del museo de la Ilustración que se apoyaba “en un conocimiento de autoridad que era invisible al espectador poco entrenado en la materia” (161). Esta tensión entre una cultura clasificatoria y una más barroca y polímata en sus cruces de oralidad-visualidad, se resolvió a favor de la clasificación iluminista y, como agrega Bennett, “el gabinete de curiosidades se transformó en el museo de historia natural y, en el proceso, recibió la tarea de encargarse de la instrucción pública” (162), instrucción que, como él mismo nos recuerda, tuvo diversos matices y no estuvo exenta de diferencias entre las clases sociales participantes.
De este modo, se subrayan por una parte las tensiones surgidas entre diversas clases sociales y su uso del espacio del museo, con unas élites culturales que justifican el uso de un principio regulador del conocimiento y, en última instancia, del ojo del espectador, como un supuesto beneficio en favor de las clases con menos tiempo y recursos materiales para dedicarse al estudio de estas disciplinas o, incluso, para visitar los recintos específicos. Sin embargo, el ensayo de Bennett también resalta un dato que no es menor para nuestro trabajo: si el ojo tiene preeminencia, si la mirada deviene mirada clasificatoria y clasificada, esto se debe a la disposición de los objetos en el espacio del museo y al orden que rige las relaciones entre las cosas y que se piensa un orden racional. El ojo, de hecho, por sí solo y sin la ayuda de esta supuesta causalidad racional no está exento de padecer las ilusiones ópticas de los embaucadores de ferias itinerantes alternativas al espacio del museo de historia natural, y de allí que sea crucial domesticar esas posibles errancias. Así, el paso de las etiquetas clasificatorias a la construcción de circuitos causales para explicar diversos efectos no cuestionó nunca la preeminencia del experto que guía al ojo del espectador neófito para su supuesto provecho educativo ni la estrecha relación entre la nominación clasificatoria y lo visible estudiada por Foucault: como escribe Bennett siguiendo al filósofo francés, “ver es nombrar correctamente y nombrar correctamente es ver” (162)[2].
Cabe entonces preguntarse qué uso del espacio del museo de historia natural y de la enciclopedia hacen Olga Orozco y Alfredo Veiravé, quienes, claro está, no son los únicos que se han interesado por estas cuestiones. De hecho, la poesía argentina contemporánea, y también la uruguaya, han trabajado con espacios que cruzan miradas de-moradas y circuitos clasificatorios cercanos a la enciclopedia, las historias naturales o, incluso, al laboratorio. Libros más recientes como Herbarium (2017) de Celia Fontán o Perro de laboratorio (1986) de Santiago Sylvester podrían servir de ejemplo. Nótese, sin embargo, que no se trata exactamente de poemas sobre la naturaleza de las plantas o los animales, o de poemas que trabajan el eje humano/posthumano desde una crítica a la centralidad humana en tanto especie (lo cual no implica, claro está, que dicha crítica no pueda acontecer). Ni siquiera se trata, insisto, de la creación de un mundo y una mitología con jerarquías propias, no por eso menos conflictivos o inquietantes, como es el caso de Marosa di Giorgio. Lo que importa aquí, lo que de alguna manera prima, es ese cruce entre percepciones de-moradas y prácticas clasificatorias o, si se prefiere, de disección y presentación detallada de aquello que se estudia y que deriva en la conformación de circuitos de interacción en los que ninguna de las dos instancias se impone necesariamente sobre la otra. Casos como los de la poeta uruguaya Amanda Berenguer en sus libros Identidad de ciertas frutas de 1983 (a la vez muestrario y disputa frente aquello que se muestra) o en La botella verde de 1995 (donde la subjetividad de la voz se construye a partir de su relación con la compleja espacialidad de la botella descripta por el matemático Felix Klein); o, más recientemente, el caso del novelista argentino Roque Larraquy y del ilustrador Diego Ontivero en su Informe sobre ectoplasma animal (en el que la estructura de presentación del informe, lejos de ser abandonada, es puesta al servicio de la descripción de ciertos lastres fantasmagóricos de animales muertos) muestran la necesidad de cruzar demora y clasificación, de retomar ciertos espacios y modos discursivos de las ciencias naturales con el fin no solo de cuestionarlos, sino, y sobre todo, de expandir desde ellos las posibilidades del poema o de la obra artística. En otras palabras, la demora de la percepción en el espacio de estos poemas y en las voces que los habitan expande los circuitos de clasificación y los modelos a partir de los cuales estos establecen conexiones entre lo que ven (y hacen ver) y aquello que nombran (y hacen nombrar) en su afán de conocimiento. Y el poema, por su parte, lejos de renunciar a ese afán, lo incorpora en sus intensidades específicas y en su búsqueda de una totalidad que, lejos de ser simultánea o paralizante, parece diferida, esto es, parte de un proceso complejo que en su devenir reorganiza las interacciones y las subjetividades en disputa, las cruza, las (des)orienta pero sin destruir nunca las especificidades que las caracterizan en su manifestación concreta.
Si buena parte de la poesía contemporánea se pensó desde las ruinas de la experiencia (y del concepto de experiencia) centrándose en epifanías menores a medio camino entre la confesión y la anécdota cotidiana, hay otra vertiente que parece nutrirse de las ruinas de los gabinetes de curiosidades del Renacimiento, de las historias naturales de lo que Foucault llama la época clásica y de las enciclopedias del xix. Para decirlo de otro modo, si Wikipedia, en su carácter de enciclopedia colectiva constantemente actualizable y llena de datos que nunca reniegan de la explicación pero que la dilatan con cruces de hipervínculos y algoritmos sofisticados, es un buen ejemplo de una enciclopedia a medio camino entre la demora y la presencia, una enciclopedia que siempre parece querer ser “menos” o “más” enciclopedia para ser otra cosa; estos poemas que me interesan operan como su correlato literario: son gabinetes de curiosidades que enfocan la percepción en y desde aquello que antaño era observado (los objetos, las partes del cuerpo, los catálogos) para de este modo tratar de ser “menos” o “más” poema y pensarse y clasificarse (y pensar y clasificar los objetos y las subjetividades que los habitan) como otra cosa.
Pasemos entonces a indagar qué uso del espacio del museo de historia natural y de la enciclopedia hacen Orozco y Veiravé en sus poemas aunque, como es evidente, estas notas son parte de un proyecto más amplio que incluye otros poemarios y proyectos.
Olga Orozco, o el gabinete del cuerpo salvaje
En el caso de Olga Orozco, me interesa comentar algunas peculiaridades de Museo salvaje (1974), libro que, como ha sido señalado por la crítica, cuestiona la relación del yo poético con su cuerpo y con las diversas partes que lo componen. Así, por ejemplo, señala María Elena Legaz que en este poemario Orozco “indaga en su cuerpo y ese examen parte a parte constituye una forma de rebelión, ya que la realiza con tal fuerza que cada una de las zonas a las que canta de alguna forma parece enfermarse o deteriorarse” (150). Algo parecido señala Jacobo Sefamí cuando sugiere que se trata de uno de los libros más fascinantes y raros de la poesía latinoamericana ya que en él “se exploran las partes del cuerpo humano como si se tratara de un organismo ajeno, una serie de objetos grotescos que se examinan a partir de una distancia insalvable” (308). Ambos críticos, por su parte, citan una famosa entrevista de Orozco en el número 12 de Diario de poesía en la que comenta cómo, a medida que escribía el libro, el proceso afectaba su organismo:
Por ejemplo, escribí el poema a la sangre; me hice un análisis, tenía una dosis altísima de glucosa; escribí el poema al ojo, y para ello estuve montones de días mirándome el ojo en un espejo, y después tuve que aumentar los cristales de mis lentes; escribí el poema a mis huesos que se titula ‘Mi fósil’, y en seguida me caí y me rompí dos costillas. Estaba deseando terminar el libro, para no llegar a tener que escribirlo con mis borras, con mis arenillas últimas. Me iba deteriorando a medida que escribía cada poema. Como si fuera un libro descartable de mí misma, con cada paso que avanzaba, podía ir arrojando mis pedazos. (Cit. en Sefamí 311)
Más allá de la anécdota biográfica, sugerente, quizá, por lo que tiene de mito de origen, es importante notar que los órganos del cuerpo con los que trabajan la mayoría de los poemas adquieren una independencia que, a causa de no disponer de un mejor término, podríamos pensar como relativa. En parte porque el exceso de metaforización (metáforas complejas que se hilvanan unas con otras en versos largos o en prosas poéticas y que, además, se combinan con sinestesias múltiples) sirve para enfatizar el desfasaje entre la voz lírica, su subjetividad, y su cuerpo: los órganos parecen por momentos atentar contra esa subjetividad y en su constante ser apostrofados por el yo terminan por operar como prosopopeyas, como personificaciones que funcionan por fuera de toda posible coordinación con una subjetividad específica. Como señala Legaz, en este libro, al igual que en otros de la autora,
la corporización de lo abstracto confiere una densidad, un espesor acorde a la materialidad carnal, a un espacio construido con abundancia de metáforas: “saco de sombras”, “las madrigueras de cada soledad”, “el tambor de la nostalgias”, “Alguien simula un foso entre el sueño y la piel”. (154)
De este modo, podría pensarse que la insistencia de las metáforas lejos de eliminar el lugar discursivo de la clasificación propia del museo, lo corporiza, hace de dicho espacio un lugar vivo, salvaje, el sustento y el límite del organismo (y del poema en tanto organismo) que se piensa y es pensado desde y contra ese mismo sistema de clasificación.
De ahí que me interese subrayar que pese a esta aparente independencia de cada parte, de su rebelión contra todo control por parte de la yo lírica, existen en los poemas varias instancias en las que se cuestiona esa independencia o, al menos, en los que se limitan los alcances del proceso de metaforización[3].
El tercer poema del libro, “Las bestias”, puede servirnos como un buen punto de partida. En este caso, el elemento corporal que se exhibe en el museo-libro son las vísceras a las que, como sugiere el título, se las describe como indomables y casi ajenas. De hecho, el poema comienza con un “Me habitan, como organismos de otra especie” y subraya un poco más adelante: “No las puedo pensar con estos ojos sin transformarme en bestiario invisible, sin trocarme por ellas y abdicar” (164). Sigue luego una serie de preguntas retóricas y una descripción cargada de metáforas, un proceso de metaforización tan salvaje como las indómitas bestias:
Inflan sus fuelles, despliegan sus membranas, abren sus fauces locas en bostezos y en carcajadas entre los tapizados que cierran en carne viva el extraño salón.
Me aterran estos antros contráctiles, estas gárgolas en migratoria comunión, estos feroces ídolos arrancados con vida de la hoguera y encarnizados siempre en el trance final. (164)
Además de la atmósfera onírica y de cuño surrealista propia de buena parte de la obra de Orozco, vale la pena señalar la importancia del movimiento a lo largo de la descripción: no solo se compara el interior del organismo con un salón con tapizados en carne viva sino que se piensa en las vísceras como gárgolas que migran en su ferocidad. Y, sin embargo, lejos de eliminar la instancia de exhibición, esto es, el espacio delimitado del museo, lo que los textos hacen es transformarlo en un antro contráctil: no se ocultan las vísceras, sino que se las muestra casi hasta el regodeo de su exhibición, hasta el límite de una metaforización que termina ‘neutralizada’ por la mención explícita de aquello que se intentaba desfamiliarizar. De hecho, el fragmento inmediatamente posterior al último citado, hace explícito el referente del poema y del extenso proceso de metaforización: “Deliberan, conspiran, se traicionan esta víscera mías, igual que conjurados que intercambian consignas, poderes y malicias” (164). Las vísceras, entonces, no solo traicionan a la yo lírica, no solo muestran su incapacidad para controlar y comprender los procesos internos de su organismo (el poema termina con una pregunta ¿retórica? sobre los límites del conocimiento: “¿Y es esto una gran parte de lo que yo llamaba mi naturaleza interior?”), sino que traicionan la misma metaforización salvaje que las precede. Al mencionarlas, al explicitar el referente, la fuerza clasificatoria del museo reaparece en la voz lírica y pasa a exhibir entonces la demora de una palabra y un proceso que se vuelven extraños en su exhibirse, expandiendo de ese modo ya no la referencia, sino el espacio desde el que esta se piensa, se rearticula y se muestra. El proceso de metaforización en Orozco si vela al referente, si lo problematiza, lo hace desde el exceso, desde la exacerbación y la expansión de la galería en que se exhibe, nunca desde su aniquilación.
Otro ejemplo interesante es el poema en prosa “El jardín de las delicias” donde, además de trabajar con la pintura homónima de Bosch (intertextualidad analizada en detalle por Legaz), la yo lírica sopesa diversas acepciones de la palabra ‘sexo’ en busca de una definición que nunca llega. Así, leemos al comienzo del poema una serie de preguntas sobre la naturaleza del sexo:
¿Acaso es nada más que una zona de abismos y volcanes en plena ebullición? […] ¿O tal vez un atajo, una emboscada oscura donde el demonio aspira la inocencia […]? ¿O tan sólo quizás una región marcada como un cruce de encuentro y desencuentro entre dos cuerpos sumisos como soles? (177)
Lo interesante, más allá de las posibilidades enumeradas por la yo lírica en su combinación de comparaciones con la naturaleza o de presencias sobrenaturales, es la rotunda respuesta con la que abre el fragmento inmediatamente posterior:
No. Ni vivero de la perpetuación, ni fragua del pecado original, ni trampa del instinto, por más que un solo viento exasperado propague a la vez el humo, la combustión y la ceniza. Ni siquiera un lugar, aunque se precipite el firmamento y haya un cielo que huye, innumerable, como todo instantáneo paraíso. (177)
Lo que impresiona en el fragmento es la capacidad de la voz para pasar de una enumeración de posibilidades cargada de metáforas y comparaciones de diverso orden a una negación que clausura todas esas inquietudes aunque nunca de una manera tajante. Se descartan las posibilidades, se afirma que el sexo ni siquiera es un lugar y, sin embargo, hay un “aunque” que no desaparece, una necesidad de búsqueda que si bien vacía el contenido de la metaforización nunca logra conjurar su fuerza o su necesidad de un espacio posible donde seguir pensando y definiendo aunque no sea más que de modo parcial. El final del poema, lo único que está en verso, pareciera ensayar una definición aun cuando lo haga desde la ironía o la renuncia:
El sexo sí,
más bien una medida:
la mitad del deseo, que es apenas la mitad del amor. (178)
Esta tensión entre la imposibilidad de definir y el límite que la propia metaforización pone en movimiento en su exacerbación aparece en varios poemas. Por ejemplo, en el texto dedicado a las manos, “Esfinges suelen ser”, la yo lírica se declara presa de una escisión entre las manos que tiene, y que le resultan ajenas, y las múltiples manos que le faltan:
Una mano, dos manos. Nada más.
Todavía me duelen las manos que me faltan,
esas que se quedaron adheridas a la barca fantasma que
[me trajo
[…]
Son manos transparentes que deslizan el mundo debajo de
[mis pies,
que vienen y se van.
Pero estas que prolongan mi espesa anatomía
más allá de cualquier posible hoguera,
un poco más acá de cualquier imposible paraíso,
no son manos que sirvan para entreabrir las sombras,
para quitar los velos y volverlos a cerrar.
Yo no entiendo estas manos.
Sí, demasiado próximas,
demasiado distantes
ajenas como mi propio vuelo acorralado adentro de otra piel,
como el insomnio de alguien que huye inalcanzable por mis
[dedos. (171)
Estas manos, pensadas siempre desde el exceso que la falta supone, nos confrontan con una virtualidad latente en el poemario: la necesidad de recurrir a comparaciones o metáforas para poder hablar de aquello de lo que se carece, de lo que se anhela y que el cuerpo físico no estaría en condiciones de proveer. Y sin embargo, muchas veces, aquello que (no) se muestra, aquello que (no) se exhibe en el museo salvaje, se piensa desde una dinámica doble: por un lado, la de un movimiento ambiguo en sí mismo y por el cual las manos son incapaces de bucear entre las sombras, esto es, no pueden descorrer los velos y parecen condenadas a resaltar la ajenidad respecto al yo desde ese límite, desde esa incapacidad para acceder a un más allá que se anhela o que se perdió. Otras veces, esa ajenidad parece provenir de un exceso de movimiento entre las sombras, un exceso de velos que no se pueden descorrer y que, sin embargo, las delimitan desde ese “propio vuelo acorralado dentro de otra piel” o desde el insomnio de un otro que se inmiscuye entre los dedos. Es decir que, en una primera instancia de lectura, el espacio del museo salvaje con el que trabaja la voz poética de Orozco es el de una metaforización que, ya sea por aquello que falta (y que pertenece a una dimensión por completo ajena al cuerpo, como la hoguera o el paraíso) o por aquello que excede (como un insomnio o un vuelo que delimitan la ajenidad de la mano desde adentro), hace de lo salvaje una forma de-morada, esto es, una forma que dilata toda posible definición de las manos con el fin de que el espacio poético y su temporalidad sean el de una palabra poética y una identidad continuamente desplazadas, casi virtuales e imposibles de aprehender. Y sin embargo, hay un segundo movimiento en el que la clasificación del museo parece irrumpir nuevamente para cuestionar dicha metaforización, para no cederle completamente el espacio de la morada poética. Leemos al final del poema:
Me pregunto, me digo
qué trampa están urdiendo desde mi porvenir estas dos
[manos.
Y sin embargo son las mismas manos.
Nada más que dos manos extrañamente iguales a dos manos
[en su oficio de manos,
desde el principio hasta el final. (172)
Si en algunas instancias de su poemario Orozco trabaja la subjetividad de la voz lírica desde la renuncia al espacio y al tiempo de un museo cerrado en su unilateralidad clasificadora (como ocurre en el poema “Mi fósil” donde al hablar de su esqueleto la yo lírica lo interpela y le dice “Y tú en paz con tus huesos, / como momia de perro en el museo donde empieza mi infierno” (189), interpelación que lo clasifica y lo define como tal), en otros momentos parece cuestionar(se) el uso excesivo de la metáfora y de la “trampa” que ese exceso (urdido por o atribuido a la manos) supone.
Y si bien es cierto que la crítica ya ha señalado el desfasaje ente la subjetividad del yo y las partes de su cuerpo, poco o casi nada se ha dicho sobre ese espacio discursivo en el que la tensión, además de adquirir la forma de una identidad en constante desplazamiento frente a las partes de su cuerpo, es, sobre todo, la tensión de un discurso de clasificación (el del museo) y el de una morada (el de la metaforización poética, el de las sinestesias y las comparaciones que ensanchan la subjetividad y las maneras de pensar la anatomía corporal). Discursos tensionados que lejos de aniquilarse se ensanchan mutuamente desde sus carencias y clasificaciones virtuales, de-morando de ese modo la mirada de la voz poética y, por ende, la de nuestra lectura.
“Los legisladores que el mundo no reconoce”: Veiravé y el sapo de Li Po
En el caso de Alfredo Veiravé, su libro Historia Natural (1980) constituye un ejemplo peculiar para analizar los cruces entre poesía y espacios del conocimiento científico. El poemario está dividido en cuatro libros, todos encabezados por epígrafes que cuestionan la validez de un enfoque exclusivamente iluminista de las ciencias naturales, de sus objetos de estudio y de su relación con las humanidades. Así, por ejemplo, el libro primero (y nótese la imitación de los manuales de historia natural en lo que concierne a la estructura compositiva del poemario) abre con un epígrafe de André Malraux que sugiere que pese a que las civilizaciones se sepultan mutuamente y que los escultores babilónicos serían incapaces de entender a Picasso (y su uso de elementos de la cultura babilónica), todos soñamos con los mismos pulpos y las mismas arañas que los babilónicos. El libro tercero, por su parte, incluye dos epígrafes que no tienen desperdicio. El primero, del libro Las ciencias y las humanidades, conflicto y reconciliación de W. T. Jones sugiere que la mayoría de las personas desconoce la historia natural de buena parte de los hechos que componen el mundo circundante porque tenemos una tendencia a centrarnos exclusivamente en nuestra contemporaneidad ignorando de ese modo procesos significativos que suelen demandar mucho más tiempo para desarrollarse. Dicho epígrafe termina concluyendo: “Pero si ampliamos nuestra perspectiva veremos que la historia de la mayoría de los hechos es una serie de crisis” (195). El segundo, mucho más breve y poético en su ejecución, es de Telihard de Chardin y reza: “La Física y la Química, departamentos del cálculo, poco a poco van quedando como capítulos preliminares de una Historia Natural del Mundo” (195).
Como explica Leonor Arias Saravia, a partir de libros como este o de Puntos luminosos (1970), la poesía de Veiravé “incorporara los códigos aparentemente más irreconciliables y tradicionalmente ‘antipoéticos’; no solo los provistos por la cibernética y el interplanetarismo, sino por las ciencias biológicas, a los que desde luego someterá a un ‘procesamiento poético’”. (50). Veiravé, entonces, parece interesado en los momentos de crisis de las ciencias naturales, en las transformaciones de sus objetos de estudio que, como ha señalado Becker cuando compara los modos de trabajar de las ciencias sociales con los de las naturales, ocurren todo el tiempo en estas últimas, lo que lleva a ajustar las investigaciones constantemente a los cambios de las condiciones en que suceden diversos fenómenos. Y este proceso de expansión y de reajuste está en el centro de las imágenes y de la mirada de la voz que habla en los poemas de Veiravé. Como sugiere Jorge Monteleone, se trata de un ritmo de progresión inclusiva “donde cada una de las partes [secciones, epígrafes, versos dentro de un mismo poema] acrecienta y diversifica el sentido completo de todo el conjunto” (113). Se trataría, según el ensayista argentino, de una “‘Historia Natural’ como taxonomía de lo imaginario” en la que “el sujeto imaginario del poema se transforma en una especie de cronista, que no ve los objetos con la mirada reposada del botánico o del entomólogo, sino con los ojos maravillados del que, al ver, inventa” (117). Un ver inventivo que no solo cuestiona la preeminencia del ojo que guía el museo de la Ilustración (y que como vimos es el deseo de muchas historias naturales), sino que además pone en entredicho la existencia de una mirada reposada del botánico o del entomólogo que pasan, en los versos de Veiravé, a ser ellos mismos poetas o, en todo caso, a cuestionar o ver cuestionadas sus certezas[4].
Por ejemplo, en el poema titulado “Físicos y químicos” la voz lírica se centra en los físicos Arnold Penzias y Robert Wilson ganadores del premio Nobel por su descubrimiento de la radiación cósmica de fondo de microondas y en dos supuestos químicos, Wendell y Bloyd que habrían descubierto los cristales que forman las lágrimas. El primer punto interesante es que, a diferencia de los físicos, dichos químicos no existen aunque remiten a un personaje de la Spoon River Anthology de Edgar Lee Masters a la que Veiravé menciona en otros poemas del libro. Dicho personaje es interesante porque “blasfema” contra Dios al decir que este último está celoso de Adán y de su inteligencia.
El segundo punto importante es que hacia la mitad del poema, el yo lírico afirma que pese a tantos conocimientos “sigo sin comprender de qué murmullos / o de qué cuerpos del amor / están hechos nuestros silencios, y peor aún, / qué quedó de nosotros al cruzar el Río Negro / el triste canto de un pájaro sobre el timbó / y el éxito de la novela gótica” (201). Si el poema terminara aquí se trataría de un texto que defiende las virtudes del poema como un modo de conocimiento que, de algún modo, supera el de los físicos y químicos reforzando, de esa manera, un lugar común discursivo que separa a las ciencias comúnmente llamadas “duras” del arte, las ciencias sociales y las humanidades. Pero el texto de Veiravé tiene una estrofa más en la que el yo lírico dice que no puede entender por qué sigue sin comprender las cosas que enumera cuando “nosotros” (y no queda claro si se refiere a un grupo general o a los poetas en particular) como los físicos, los químicos, los psicólogos y los inventores
a partir de la Revolución Industrial pertenecemos
a la historia de la ciencia, somos
también especialistas,
los legisladores que el mundo no reconoce. (205)
En el uso de ese “nosotros” que hace causa común con los físicos y químicos entre otros grupos, lo que Veiravé subraya es, por un lado, la falta de reconocimiento y las dificultades que todos estos grupos enfrentan en su vínculo con el mundo; pero, por otro, también destaca el dinamismo y la necesidad de los cruces entre esos grupos para que, cada uno a su manera, puedan expandir sus posibilidades.
En otros casos, como por ejemplo el poema “Los escorpiones” o “Consideraciones sobre las oscuras golondrinas”, Veiravé utiliza descripciones biológicas y conductuales de esos dos animales para cruzarlos con el mundo de la cultura y de la poesía en particular. En el caso de “Los escorpiones”, los conocimientos “científicos” aparecen en boca de una mujer divorciada que deambula con el yo lírico por el zoológico de Johannesburgo y que critica a los escorpiones “porque tienen veneno en las colas / y además pinzan desde atrás / a las víctimas que distraídamente creen en las ventajas del conocimiento” (159). Por eso pide que se los excluya de los suplementos de la revista Times y de los manuales de zoología y que se los aplaste con fórmulas matemáticas o piedras para que dejen vivir a otros seres en paz. En el final, sin embargo, la mujer agrega “Por algo Platón los desterró de la República” (159), produciendo de ese modo el cruce que le interesa a Veiravé: lo que acabamos de leer sobre los escorpiones debe aplicarse también a los poetas que, a su vez, pasan a ocupar un espacio dentro de la Zoología[5]. En el caso del segundo poema, el yo lírico menciona a la naturalista británica Lee Howard, experta en aves, y sus conocimientos sobre los movimientos migratorios de las golondrinas. Según Howard, citada por el yo lírico del poema, dichas aves se mueven por varias latitudes y avanzan “por un deseo de orientación inexplicable”, un deseo y un movimiento que, sin embargo, las transforman inmediatamente en una prolongación de los deseos humanos. Agrega el yo lírico:
y en cada una de las estaciones desovan, nos envían
postales desde Brujas, evocan
distintos lugares y después
naturalmente
se transforman en recuerdos o fantasías eróticas. (167)
¿Cómo pensar ese “naturalmente”? ¿Cómo un marcador discursivo que indica una obviedad, la culminación esperable de un proceso? ¿O más bien como una naturalización (en el sentido de propio de la naturaleza) del espacio del poema que deviene así espacio de exploración o, en este caso puntual, de migración, de mutación de discursos y criaturas que se entremezclan ensanchando los límites que los separan? El poema, como suele ocurrir en Veiravé, no está exento de ironía y de allí que en los versos finales leamos:
Inexplicablemente algunos enamorados se apoyan
[en el balcón
y se preguntan siempre de la misma manera:
volverán las oscuras golondrinas? (167)
La alusión a la rima liii de Bécquer opera en varios niveles y, en cierta medida, se complementa con la ironía sobre los poetas-escorpiones. Por un lado, matiza el exceso de cierto romanticismo y sus exageraciones: las golondrinas, según nos indican voces autorizadas como las de Howard, emigran por motivos inexplicables y de modo constante, de allí que preguntarse por un supuesto retorno constituya un sinsentido ya que, si vuelven, si llegan a volver, se volverán a ir y las causas serán múltiples e incomprensibles. Pero, por otro lado, esos versos finales sellan, confirman de algún modo, el proceso iniciado por el “naturalmente” de los versos anteriores: ya sea que se trate de la explicación científica del movimiento migratorio o de una personificación romántica de la amante o el amante como un ave, el resultado es el mismo: las golondrinas no vuelven o vuelven para marcharse nuevamente. Y, sin embargo, aun cuando se ignore la causalidad de sus acciones, la pregunta por el retorno de las aves se mantiene firme, como si lo que retornara en verdad fuera el verso interrogante y no las golondrinas. Una vez más, los espacios discursivos de la ciencia y de la poesía se confunden y quedan unidos por un movimiento de cruce, por su “naturalización” y por el vislumbre de un nuevo eje epistémico: el de una (i)legiblidad virtual, híbrida, demorada.
Quisiera concluir con el poema “El sapo” en cuyos primeros dos versos Veiravé hace una afirmación inquietante: “toda poesía ‘está henchida de doble sentidos’ / que resultan imposibles traducir” (155). Se trata de un poema que combina la historia de un poema de Li Po con un curioso método para detectar embarazos. Según escribe Veiravé, Li Po utiliza una vieja leyenda china para escribir un poema de catorce versos sobre un batracio que habita en la luna y que, cada tanto, se come un pedazo del sol y, con su acción, produce un eclipse lunar. Pero, en el poema de Li Po, y que Veiravé resume en el suyo, el sol representa al Emperador, la luna a la Emperatriz y el sapo a una favorita del emperador. Los amantes, la figura de los amantes que se devoran mutuamente en su pasión, contrastan, según nos informa Veiravé que escribe Li Po, con la esterilidad de la Emperatriz aludida mediante un árbol que no da frutos.
¿Por qué entonces los primeros versos, bastante sencillos en su apariencia, pueden pensarse, según dije, como inquietantes? Primero porque la cita que afirma que toda poesía está henchida de doble sentidos no parece tener un origen determinado al cual remitir. No se trata de una cita de otra poeta u otro escritor pero aun así se la pone entre comillas. ¿Será quizá un modo de aludir a una frase hecha, a una frase popular, a un lugar común con el que se suele asociar a la traducción de poesía? Sea como fuere, el primer verso parece confirmar lo que la segunda línea afirma categóricamente: es imposible traducir esa frase (que ya desde su origen, como las versiones homéricas de Borges, es otra traducción) porque está henchida, si no de varios sentidos, al menos sí de orígenes dudosos. Pero, además, el hecho de que se trate de una cita (apócrifa o popular) le quita valor a toda posible categorización, a cualquier afirmación tajante. Toda poesía está henchida de dobles sentidos imposibles de ser traducidos, pero la primera parte de esa frase, su autoridad casi taxonómica, está puesta en duda.
No puede entonces sorprendernos que el poema termine con una vuelta al origen que, como toda vuelta, es en sí una partida encubierta, un desfasaje: “Toda la poesía esta henchida de dobles sentidos, / por eso se sigue utilizando al sapo en las pruebas de embarazo” (155). Además de una referencia a un popular método científico empleado antes de 1960 en Argentina y en otras partes del mundo para detectar embarazos, el último verso del poema pone de manifiesto al menos dos cosas: toda poesía esta henchida de doble sentidos (y de varios niveles de significación y referencialidad que se entremezclan) y estos múltiples sentidos, si son intraducibles, ciertamente no son inexpresables. En otras palabras, el uso de una leyenda de un poema de Li Po y de un método científico para hablar del sapo o, si se prefiere, para describirlo taxonómicamente dentro de un poemario que trabaja con las zonas liminales de los volúmenes clásicos de historia natural, pone de manifiesto las diferencias entre un espacio acotado del saber (el de las ciencias naturales) y un discurso, el poético, en apariencia incapaz de trabajar dentro de esos márgenes tan estrechos e infértiles para la ambigüedad. Y sin embargo, el uso de ese “por eso” en el último verso, lejos de separar estos dos ámbitos del discurso y el conocimiento humanos, se encarga, ironía mediante, de señalar el cruce entre lo intraducible del doble sentido y el método científico.
El sapo, así, además de ser un habitante lunar que produce eclipses al comerse pedazos del sol, o ser el placer y la fertilidad que le falta al emperador en su vida matrimonial, es también un método para detectar embarazos y una forma de reforzar y matizar la imposibilidad de la traducción de los dobles sentidos. El sapo traduce ese “por eso”, lo hace jugar en el límite que confirma, efectivamente, que los múltiples sentidos siempre se escapan de la traducción en poesía pero, al mismo tiempo, confirma que no se puede negar la insistencia, el deseo, si no de fijar un sentido y una totalidad, al menos de nunca renunciar por entero al método, aun cuando ese método no sea más que el de una expresión diferida, virtual o en retirada. Ya no se trata aquí del malentendido de un doble sentido circunscripto a una expresión particular, específica. “Sapo” es aquí una Palabra morada para seguir a Barthes, pero lo es en tanto de-morada, en tanto totalidad diferida que en su desfasaje abre también la posibilidad de expandir el método científico, del espacio discursivo que este propone y al cual, lejos de negar, acoge y traduce, alimentado así las múltiples ambigüedades y proliferaciones que se supone no puede traducir.
A la imposibilidad de traducir un doble sentido, el sapo le responde haciendo lo que mejor hace: se come un pedazo de ese problema, provoca un eclipse, alimenta su propia leyenda, brinda placer sexual y, ya que estamos, informa también sobre un posible embarazo. En otras palabras, el sapo, en el poema de Veiravé, demora su propia morada, sin cancelar jamás los sentidos múltiples pero sin renunciar al intento de traducción de toda historia natural en el poema el cual, para seguir a Monteleone, deviene una taxonomía de lo imaginario, un gabinete de curiosidades en constante expansión.
Ya sea que se trate de poemas en los que el espacio del museo coincide con un catálogo de partes del cuerpo, un catálogo que se define y es definido por la presencia-ausencia del referente, por su metaforización constante en otra cosa, aunque limitada en sus alcances, y que nunca logra borrar del todo ese afán de exhibición de un órgano corporal concreto; ya sea, en cambio, que se trate de referencias científicas reales o apócrifas, del uso de lenguajes, epistemologías y citas en aparente oposición al discurso poético o de sapos que diagnostican y traducen discursos varios, tanto Orozco como Veiravé incorporan el espacio del museo y la historia natural al espacio de la morada que mira y es mirada. De ese modo, y desde los intersticios de una clasificación virtual y una exhibición de-moradas, expanden los límites del decir y del ver poéticos al tiempo que construyen nuevas subjetividades y taxonomías imaginarias de lo (i)legible.
Referencias bibliográficas
Arias Saravia, Leonor. “Poetología y diálogo con el mundo: fidelidades temáticas en la lírica de Alfredo Veiravé”. Alfredo Veiravé. Obra completa, editado por María Pía Rizzotti de Veiravé, María Pía, Buenos Aires, Nuevo Hacer Grupo Editor Latinoamericano, 2002, tomo iii, pp. 43-53.
Barthes, Roland. “¿Existe una escritura poética?”. El grado cero de la escritura. Nuevos ensayos críticos, traducción de Nicolás Rosa. México, DF, Siglo XXI, 1996.
Becker, Howard. Evidence. Chicago, The University of Chicago Press, 2017.
Bennett, Tony. “Pedagogic Objects, Clean Eyes and Popular Instruction”, Museums, Power, Knowledge. Selected Essays. New York, Routledge, 2018. 158-78.
Blanco, Mariela. El ángel y la mosca. Las poéticas de César Fernández Moreno, Joaquín Giannuzzi y Alfredo Veiravé. Mar del Plata: Eudem, 2011.
Foucault, Michel. Las palabras y las cosas, traducción de Elsa Cecilia Frost. Buenos Aires, Siglo XXI, 2008.
Legaz, María Elena. La escritura poética de Olga Orozco. Una lección de luz. Buenos Aires, Corregidor, 2010.
Monteleone, Jorge. “El jardín veloz. La poesía de Alfredo Veiravé”. Veiravé, Alfredo. Obra poética. 3 vol. Buenos Aires, Grupo editor Latinoamericano, 2002, pp. 103-120.
Orozco, Olga. “Museo Salvaje” [1974]. Poesía completa. Buenos Aires, Adriana Hidalgo, 2012, pp. 157-193.
Piña, Cristina. “El descentramiento del sujeto en la poesía de Olga Orozco”. Olga Orozco. Territorios de fuego para una poética, coordinado por Inmaculada Lergo Martín, Sevilla, Universidad de Sevilla-Secretariado de Publicaciones, 2010, pp. 147-163.
Sefamí, Jacobo. “El extrañamiento ominoso: Museo salvaje, de Olga Orozco”. Olga Orozco. Territorios de fuego para una poética, coordinado por Inmaculada Lergo Martín, Sevilla, Universidad de Sevilla-Secretariado de Publicaciones, 2010, pp. 305-320.
Veiravé, Alfredo. “Historia natural” [1980]. Alfredo Veiravé. Obra completa, editado por María Pía Rizzotti de Veiravé, María Pía, Buenos Aires, Nuevo Hacer Grupo Editor Latinoamericano, 2002, tomo ii, pp. 149-225.
- Bowdoin College, Estados Unidos.↵
- Foucault, en el capítulo 5 de Las palabras y las cosas titulado, significativamente, “Clasificar”, habla del cambio que acontece en las historias naturales a partir del siglo xvii en lo que se refiere a la relación entre las palabras y las cosas cuando se trata de describir la naturaleza. Explica: “El momento en el que se renuncia a calcular no es aquel en el que al fin se empieza a observar. La constitución de la historia natural, con el clima empírico en el que se desarrolla, no es la experiencia que fuerza, de buen o de mal grado, el acceso a un conocimiento que guardaba antes la verdad de la naturaleza; la historia natural –que justo por ello aparece en ese momento– es el espacio abierto en la representación por un análisis que se anticipa a la posibilidad de nombrar; es la posibilidad de ver lo que se podrá decir, pero que no se podría decir en consecuencia ni ver a distancia si las cosas y las palabras, distintas unas de otras, no se comunicaran desde el inicio del juego en una representación. El orden descriptivo que Linneo, mucho después de Jonston, propondrá a la historia natural es muy característico. Según él, todo capítulo concerniente a un animal cualquiera debe seguir el curso siguiente: nombre, teoría, género, especie, atributos, uso y, para terminar, Litteraria. Todo el lenguaje depositado por el tiempo sobre las cosas es rechazado hasta el último límite, como un suplemento en el que el discurso se contara a sí mismo y relatara los descubrimientos, las tradiciones, las creencias, las figuras poéticas. Antes de este lenguaje del lenguaje lo que aparece es la cosa misma, con sus características propias pero en el interior de esta realidad que, desde el principio, ha quedado recortada por el nombre. La instauración que la época clásica hace de una ciencia natural no es el efecto directo o indirecto de la transferencia de una racionalidad ya formada (a propósito de la geometría o de la mecánica). Es una formación distinta que tiene su arqueología propia” (145-146, cursivas en el original). Como veremos, Orozco y Veiravé retomarán algunos de estos espacios discursivos de las historias naturales para desarrollar sus propios proyectos y obsesiones literarias.↵
- Cristina Piña, en un trabajo más amplio sobre el descentramiento del sujeto en la poesía de Orozco, señala que si bien Museo salvaje “implica un recuento de la heteróclita multiplicidad que constituye el cuerpo, entendido como ‘lugar de residencia’ del yo y concebido, por un lado, como instancia radicalmente animal y en consecuencia, generadora de extrañamiento para el alma –en la estela del gnosticismo– y, por el otro, como auténtico microcosmos –en la estela de la tradición hermética– culmina en una afirmación indirecta de la unidad del yo” (159). Más que subrayar la unidad del yo, de su subjetividad sobre las partes rebeldes de su cuerpo, el contraste vale la pena por los espacios que convoca y que pone en tensión: el poema, el espacio de unidad del poema, es el de la presencia de un organismo diseccionado en sus partes, separado según el tejido o el órgano en cuestión pero mostrado en su inconmensurabilidad poética, en su salvaje clasificación. ↵
- Agrega Monteleone respecto al espacio que se configura en estos poemas: “En este libro, el espacio poético se transforma en una zona irreal donde, definitivamente, el mundo secreto de la naturaleza guarda las enigmáticas prerrogativas de la magia. La idea misma de una ‘Historia Natural’ como taxonomía de lo imaginario, remite a los orígenes de los hechos según la serie paralela del tiempo lírico” (117).↵
- Mariela Blanco, además de señalar que tanto La máquina del mundo como Historia natural tienen como motor de escritura el Ensayo sobre la Historia Natural del Gran Chaco, de S. J. José Solís publicado en 1789, agrega que varios de los poemas del libro que nos compete tienen una estructura en común: “comienzan con un discurso científico que, en un punto, muestra su insuficiencia y, para llenar ese vacío, se introduce lo maravilloso, o […] una mirada alternativa al ámbito de la ciencia” (189). Blanco centra buena parte de su análisis en la relación de Historia natural con lo real-maravilloso de Carpentier y compañía y con cómo Veiravé genera ese efecto. En mi caso, me interesa más pensar qué ocurre con el espacio clasificatorio propio de la ciencia cuando se lo cruza con la mirada de-morada del poema.↵