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La violencia de pareja

Una cuestión de pobreza social

María del Carmen Docal Millán[1]

El siglo XXI emerge con gran incertidumbre para gran parte de la población latinoamericana y, por tanto, para las familias latinoamericanas. Actualmente, la sociedad es testigo de procesos que evidencian una profunda transformación social expresada en las relaciones entre los miembros de la familia, en la fragilidad de la convivencia, la debilidad en los vínculos, el conflicto entre la vida familiar, laboral y productiva; en cambios en la estructura familiar y en constantes movimientos de personas hacia otros países, entre otros. En consecuencia, el sentido diverso y complejo de la familia exige un abordaje holístico desde enfoques comprensivos y pertinentes.

En esta línea de pensamiento, el enfoque de Derechos Humanos surge como marco de análisis pertinente en tanto reconoce los principios universales y el fundamento de las garantías jurídicas por parte del Estado y la sociedad, como generadores de condiciones que aseguren el ejercicio de los derechos a todas las personas. En este sentido, señala el reconocimiento de la familia como sujeto colectivo y titular de derechos y, a sus miembros, como sujetos individuales de derechos.

Vale la pena aclarar que los derechos, se entienden como inherentes a la condición del ser humano y por tanto, inalienables, interdependientes, impostergables e indelegables fundamentados en la dignidad humana (Ministerio de Salud y Protección Social, Política Pública Nacional de Apoyo y Fortalecimiento a las Familias, 2016).  

Tres elementos concretan el valor de esta perspectiva: por un lado, el reconocimiento de la familia como sujeto colectivo, lo que implica reconocer y promover su capacidad de agencia, como corresponsable de los derechos de sus miembros y mediadora entre la sociedad y el Estado. Por otro lado, el reconocimiento de su capacidad como agente transformador de la vida cotidiana en los escenarios íntimos (el hogar), comunitarios y sociales para avanzar en autonomía y responsabilidad individual y social. Finalmente, entenderla como sistema vivo generador de vínculos y relaciones en constante proceso de desarrollo, conflicto y autorregulación.  

Otra perspectiva teórica que aporta al análisis es la perspectiva sistémica que desde la teoría ecológica de Bronfenbrenner (1986), concibe el desarrollo de las personas y la familia en permanente interrelación entre sí y con otros sistemas como la escuela, los medios de comunicación, el vecindario, la Iglesia, el Estado, entre otros.

La tercera perspectiva que se vincula en el análisis es la teoría de las capacidades como libertades humanas (Amartya Sen, 2000) entendidas como el conjunto de condiciones y posibilidades de existencia y mantenimiento de la vida social para el ejercicio de los derechos relacionados con la posibilidad y oportunidad que tienen las personas para comprender, elegir y actuar tanto en la vida privada como en la pública.

Si bien es un reto la incorporación de estos tres enfoques en la comprensión de la realidad de las familias y la definición de acciones corresponsables entre el Estado, la sociedad civil y las familias, se trata de lograr un abordaje integral de la realidad social y generar soluciones pertinentes de fortalecimiento de la familia para transformar las condiciones de vida de la población desde la familia.

Ahora bien, la familia como unidad básica de la sociedad se constituye en el escenario por excelencia para el cumplimiento de funciones económicas, educativas, sociales y psicológicas, fundamentales para el desarrollo de la persona y para su incorporación positiva a la vida social. Como afirma Kliksberg (2008), esta es uno de los temas axiales en la historia de la humanidad, en tanto cuestión crucial para la existencia de los seres humanos y las comunidades.  La familia es clave para la construcción de lo público, pues los aprendizajes obtenidos allí son expresados por las personas en los otros escenarios en los que desarrollan la vida cotidiana en los que construyen su biografía, lo cual contribuye de manera positiva o negativa a la construcción de sociedad (Docal, Cabrera & Salazar, 2017).

De otra parte, las tensiones que se viven al interior de las familias latinoamericanas están mediadas por tiempos de reproducción individual y social que afectan el equilibrio entre las funciones asignadas socialmente a las familias relativos al trabajo, la educación de los hijos, el cuidado de los miembros de la familia, el descanso, la recreación, la cultura, el consumo y los medios de comunicación (Ministerio de Salud y Protección Social, Política Pública Nacional de Apoyo y Fortalecimiento a las Familias, 2016; Docal, Cabrera & Salazar, 2017).   

Un tema clave en el análisis de la familia latinoamericana es la convivencia y en esta ruta de análisis, es importante tener en cuenta que los integrantes de una familia comparten un proyecto vital de existencia en el que se integran vínculos de afecto, intimidad, reciprocidad, solidaridad y dependencia. La visión de las dinámicas y tensiones familiares y su relación con el contexto micro y macrosocial contemplan factores relacionados con las jerarquías y uso del poder; la recomposición actual de la familia donde los roles al interior de la pareja varían de acuerdo con el contexto social, económico y político. Asimismo, se considera en la actualidad, que la familia es el escenario inicial donde se aprenden las formas de abordar los conflictos y donde se forman identidades, roles y relaciones entre hombres y mujeres, que posteriormente se afianzan en la socialización de las personas en los diferentes escenarios fuera del contexto familiar. Esta es una de las razones por las que la familia se considera el principal apoyo de las personas desde su nacimiento hasta su muerte (Ministerio de Salud y Protección Social, Política Pública Nacional de Apoyo y Fortalecimiento a las Familias, 2016), pero si las tensiones se desbordan, se convierten en violencia.

De otro lado, Giddens (2000), plantea que las relaciones entre los miembros de las familias son de pares, en tanto los derechos y las obligaciones ―por una cuestión de principios― en donde cada uno respeta y desea lo mejor para los otros y por tanto, las relaciones interpersonales, se fundamentan en la confianza y la comprensión del otro en una construcción diaria.

Desde la Conferencia Mundial de Derechos Humanos en Viena, y la Declaración sobre la eliminación de la violencia contra la mujer del año 1993, tanto los gobiernos como la sociedad civil han reconocido que la violencia contra la mujer es un asunto de derechos humanos y que la mujer tiene derecho a vivir libre de violencia, concepto que también se admitió en la Convención Interamericana para Prevenir, Sancionar y Erradicar la Violencia contra la Mujer “Convención de Belém do Pará”(OEA, 1994), que dio a conocer factores de riesgo y consecuencias que están influidas por la condición social, económica y jurídica, además el uso de la fuerza para resolver conflictos, las doctrinas sobre la intimidad y la inercia de los Estados (ONU, 2006), caso que debe ser atendido por las políticas públicas por la magnitud de las cifras.

En los últimos años, los estudiosos de la violencia de pareja reconocen cada vez más este problema social de violación de derechos humanos, que se reporta particularmente en los sistemas de salud y judicial por los costos de atención (Docal & Col ,2016). A pesar de la labor realizada por los gobiernos y las organizaciones sociales en este campo, en lo relacionado con desarrollos normativos, la implementación de programas de atención y prevención y recopilación de información confiable y pertinente que fundamente las políticas, programas y mecanismos de atención, no ha podido ser aplicada con facilidad debido a que hace parte de las ideas socialmente construidas y asumidas sobre las relaciones entre hombres y mujeres, en especial las relaciones maritales y las formas de educar a los hijos que pueden variar de una cultura a otra, de un contexto a otro, pero  que está presente en todos los estratos sociales, lo que supone que es un fenómeno que afecta el bienestar de las personas y las comunidades, y que no es exclusivo de contextos de pobreza (Docal, Cabrera & Salazar, 2017; Cury y Masini, 2012; Guasch, 2012; Burton & Hoobler, 2011; Barnett, Miller-Perrin & Perrin, 2011; Moral de la Rubia & López, 2011; Hundek, 2010; Álvarez, 2009; Castañeda, 2007; Arriagada, 2005; Zarza & Froján, 2005; Fiebert, 2004; Archer, 2002).

Ahora bien, al asumir una concepción integral de la pobreza, la vulnerabilidad y el desarrollo, estamos obligados a dirigir la mirada hacia los escenarios en los que hombres y mujeres desarrollan la vida cotidiana, y en donde se originan las desigualdades en el acceso al mundo de la cultura, la educación, la política y la economía. Para ello es necesario un trabajo conjunto entre el Estado y la sociedad civil.

De otra parte, la Organización de las Naciones Unidas, en el marco del desarrollo sustentable centrado en el ser humano en 1948, le dio reconocimiento a la Organización Mundial de la Familia (WFO), lo cual supuso admitir el papel que juega la familia como unidad básica de la sociedad. Esto le dio impulso que necesitaba para poner el tema en la agenda internacional (Arriagada, 2005).

La misma autora indica que, al inicio del milenio, se realizaron diagnósticos sobre las familias en distintas latitudes del mundo que llevaron a plantear la necesidad de formular políticas públicas nacionales que promovieran estrategias universalistas para la garantía de los derechos sociales básicos para los miembros de las familias, a la vez que se desarrollaban acciones para atender las necesidades diferenciales de estas según su estructura y ciclo vital. Lo anterior, bajo la idea de que cada vez las familias requieren de un ingreso extra para soportar los gastos familiares. En este contexto, se observa la constante desigualdad en América Latina en las estructuras económicas, sociales, de género y etnia inequitativas, altamente segmentadas y reproducidas intergeneracionalmente.

Los estudios de los últimos 20 años visibilizan transformaciones en las distintas esferas de la vida social y económica que inquietan e interrogan frente a los valores idealizados como garantía de seguridad individual y social que imponen una serie de retos a la familia contemporánea por ser el escenario en el que, por excelencia, se manifiestan y se hacen visibles los cambios, las tendencias y las tensiones de la sociedad. En este sentido, se identifica la fragilidad de las relaciones humanas que se caracterizan, cada vez más, por su inestabilidad, superficialidad y bajo compromiso (Docal, Cabrera & Salazar, 2017; López, 2009).

La Encuesta Nacional de Demografía y Salud de 2015, en Colombia, muestra una evidente tendencia a conformar familias más pequeñas, con aumento de las mujeres jefes de hogar, crecimiento de los hogares unipersonales, aumento en la edad al momento de contraer nupcias, diferencias de edad con la primera pareja conyugal, todo lo cual es considerado un indicador de la existencia de relaciones de poder asimétricas.

Ahora bien, el concepto vulnerabilidad se utiliza desde la década de los 90 en América Latina en los círculos académicos y gubernamentales nacionales e internacionales por su impacto en el bienestar de las personas, las familias y las comunidades. Sin embargo, se observa articulado al concepto de pobreza y relacionado con los impactos que son resultado de eventos socioeconómicos que afectan de manera negativa la calidad de vida de las personas, las familias y las comunidades. No obstante, el concepto de vulnerabilidad social trasciende el de pobreza y admite una mirada dinámica de los procesos sociales considerando otras dimensiones como la discriminación, y la violencia. En este sentido, los conceptos vulnerabilidad, pobreza, y desigualdad social, aunque afines, no son sinónimos.

Moreno Crossley (2008) plantea que en los análisis sobre la vulnerabilidad social se observa poca vinculación de fenómenos relacionados con la conflictividad social, lo que ha centrado la mirada en el paradigma liberal de interpretaciones sobre la desigualdad, y esto a su vez dirige el análisis hacia la individualización de los factores generadores de desigualdad, de exclusión y a la omisión del papel de la acción colectiva para contrarrestarlos.

Por su parte Moser (1998), si bien relaciona la vulnerabilidad social con la pobreza, amplia la mirada a los recursos familiares intangibles referidos a la estructura, la composición y la cohesión del hogar dada por las relaciones entre los miembros de la familia, lo que implica una ampliación de las variables sociodemográficas en la configuración del concepto.

En el caso de Latinoamérica, Kaztman (1999) brinda su aporte para llevar a la comprensión de la vulnerabilidad social. El autor plantea que los recursos que las familias controlan no se pueden analizar al margen de la estructura de oportunidades a la que pueden acceder. Es decir, los recursos se constituyen en activos en la medida en que se hace posible aprovechar las oportunidades que ofrecen el Estado, la sociedad y el mercado y aclara que las oportunidades varían según el momento histórico y las características particulares de los países. Para el autor, las estructuras de oportunidades son definidas como “probabilidades de acceso a bienes, a servicios o al desempeño de actividades”.

“Estas oportunidades inciden sobre el bienestar de los hogares, ya sea porque permiten o facilitan a los miembros del hogar el uso de sus propios recursos o porque les proveen recursos nuevos” (pág. 21).

Moser (1998) y Kaztman (1999) coinciden en la mirada sobre los activos de las familias. Sin embargo, Moser los diferencia entre trabajo, capital humano, activos productivos —vivienda, relaciones entre los miembros de la familia y el capital propiamente dicho—. Kaztman alude a los capitales físicos, financieros, humanos y sociales. Si bien los dos autores dan un peso importante a las “relaciones domésticas” como capacidad económica de la familia, permiten avanzar en la mirada hacia otros aspectos de la vida familiar que se pueden constituir como activos.

En esta línea de pensamiento, la vulnerabilidad social involucra la mirada de derechos en tanto que vincula valores como la igualdad y las capacidades en la lógica de calidad de vida de Amartya Sen (2000), quien amplía la mirada del desarrollo más allá del ingreso personal y familiar o el nivel de industrialización, girando la discusión hacia aspectos poco abordados hasta el momento por los economistas, como el de la libertad y la ética. Sen plantea que el desarrollo puede ser considerado como un proceso de expansión de las libertades reales que disfrutan las personas. En este sentido, su enfoque del desarrollo permite ver el papel de los valores sociales y las costumbres que pueden influir en el grado de libertad que las personas aprecian y disfrutan. Así, las ideas y normas compartidas pueden influir en aspectos como la igualdad de género, el cuidado de la niñez y las relaciones entre los miembros de la familia, que son elementos clave en la comprensión de la violencia intrafamiliar y su impacto en las personas, las familias, las comunidades y la sociedad. En consecuencia, el ejercicio de la libertad está mediado por los valores, y estos, a su vez, están influenciados por los discursos y las prácticas familiares conectadas a las interacciones sociales en el marco de la cultura.

El autor distingue 5 tipos de libertad. La primera alude a la libertad política y a la capacidad que tienen las personas de influir en sus comunidades. La segunda se relaciona con el derecho y la capacidad de las personas de disfrutar de sus recursos económicos y prosperar. La tercera tiene que ver con las oportunidades sociales, es decir, el conjunto de prestaciones que una sociedad dispone para el desarrollo y perfeccionamiento de las personas, como la educación y la salud. La cuarta se asocia a la garantía de transparencia que manifiestan las personas en las relaciones interpersonales y en la sociedad que los engloba. Finalmente, la quinta refiere a la seguridad protectora para ayudar a los más vulnerables por cualquier causa a sobrevivir y progresar.

En este contexto, las relaciones al interior de la familia cobran importancia en tanto esta es el primer escenario de socialización de las personas, el lugar donde se dan los primeros cuidados al ser humano que le permiten crecer y desarrollarse en el amor y la comprensión del mundo. Es el espacio en el que se forma la libertad como valor, el lugar de autoafirmación y comunicación interpersonal que le permite a la persona descubrir su ser personal. En consecuencia, como  afirma Donati (2003), la familia es clave porque la riqueza social requiere de la intensidad relacional del capital social constituido por las relaciones primarias que solo se dan en la familia. Por su parte Sarrais, (2017), en esta misma línea de pensamiento, indica que las personas que hacen lo posible por desarrollar y madurar los afectos positivos pueden conseguir un crecimiento a nivel de todas sus dimensiones y así generar un círculo que hace uso de las virtudes como eje del actuar y conduce a la satisfacción con el propio comportamiento y a reconocer las necesidades del otro para construir relaciones armónicas y gratificantes.

Ahora bien, la violencia al interior de la familia vincula el escenario de lo más cercano, lo íntimo, la familia, el lugar de los afectos importantes, las relaciones de pareja y de padres e hijos, donde también se desbordan las regulaciones y los ideales sociales (Docal, Cabrera, Salazar, Ardila, Guevara, López de Mesa, Calderón, Correal, Ariza, 2013 Rodríguez, 2016).  Las tensiones y las diferencias entre los miembros de la familia no siempre se solucionan mediante el diálogo, incluso pueden profundizarse y derivar en situaciones de abuso y violencia, lo cual constituye en un intolerable social porque estas afectan la dignidad de la persona en cualquier etapa de su ciclo de vida.

Algunos estudios realizados en América Latina indican como variables clave en la comprensión de la violencia intrafamiliar (VIF) el estrato social (bajo), la historia de maltrato en la familia de origen y el consumo excesivo de alcohol, entre otros, como factores de riesgo (Ariza, 2013; Arriagada, 2005).

Por otra parte, la violencia de pareja es considerada un fenómeno global que afecta a personas de todos los niveles sociales y económicos y su impacto en la salud física y psicológica, se considera como un problema de salud pública. (Fischbach y Herbert, 1997; Klevens, 2001). La Organización Mundial de la Salud (2003), agrega que, además de ser un problema de salud pública, es una manifestación de violación a los derechos humanos.

Otros autores en esta misma línea de pensamiento plantean que la violencia de pareja pone en tensión las relaciones sujeto-sociedad, ya que la forma en que cada individuo asume su lugar en el mundo, incluyendo la manera de relacionarse con los otros, en este caso, siendo ese otro su pareja, está regulada por la cultura, la cual prescribe los guiones de interacción entre hombre y mujeres y que, en los espacios del llamado “mundo privado”, se puede ser víctima de diversos tipos de violencia evidenciada en formas de trato rudo y abusivo contra la pareja que pueden pasar inadvertido para la víctima como parte de la vida cotidiana resultado de las relaciones asimétricas de poder entre los sexos fundados en la cultura patriarcal (Vatnar & Bjørkly,  2014; Johnson, 2008; Saucedo,2005).

Esta violencia es considerada como un problema relacionado con factores de tipo social, político, comunitario, cultural e individual. Entre los cuatro primeros factores, se reconocen como factores sociales la delincuencia común y la pobreza. El conflicto entre vecinos es otro de los factores comunitarios que pueden generar violencia, junto con el machismo, que se convierte en un factor cultural clave en la reproducción de la violencia al interior de la familia (Ariza, 2013). 

Ahora bien, entre los factores individuales se incluyen el sexo, edad, nivel educativo, estado civil, parentesco, nivel socioeconómico, situación laboral, consumo de alcohol o drogas, tipo de familia y haber sufrido o presenciado violencia intrafamiliar en la infancia (Barnett, Miller-Perrin & Perrin, 2011).  No obstante, es importante tener en cuenta, como lo afirman Barrientos, Molina y Salinas (2013), que estos factores no necesariamente determinan en todos los casos las situaciones de violencia, si bien tienen incidencia sobre ellas. Otros estudios realizados en América Latina indican como variables clave en la comprensión de la VIF el estrato social (bajo), la historia de maltrato en la familia de origen y el consumo excesivo de alcohol, en tanto factores de riesgo para la ocurrencia de la violencia en la familia.

Hoy se sabe que la violencia presente en las relaciones de pareja es una realidad que hace parte de la vida cotidiana que tiende generalmente a ocultarse debido a la conjugación de múltiples factores que conducen a la víctima de la agresión a no presentar ninguna acción o denuncia contra su agresor (Fischbach y Herbert, 1997). Coinciden Ocampo y Amar (2011); Hundek (2010); Álvarez (2009); Zarza y Froján (2005); Fiebert (2004) en que es importante tener en cuenta que los casos denunciados son aquellos considerados como graves que requieren de la intervención médica y legal porque presentan lesiones generalmente de tipo físico o sexual y advierten que, por lo general, no se registran los casos de violencia psicológica debido a factores culturales que hacen “normal” la práctica de algunas conductas abusivas y violentas. Igualmente, indican que el fenómeno se presenta en muchos países y se reconoce como un problema social estructural en el marco de la vulnerabilidad social (Hernando-Gómez, Maraver-López, & María Pazos-Gómez, 2016; Ariza, 2013; Cury & Masini, 2012; González & Molinares, 2010).

La literatura es extensa en estudios de violencia de género en los que la mujer es víctima, pero escasa en estudios en los que el hombre es la víctima, principalmente porque son pocos los casos denunciados (González & Fernández, 2014; Zapata, 2013; Espinoza, Alazales, Madrazo, García & Presno, 2011; Moral de la Rubia & López, 2011; Álvarez, 2009; Zarza & Froján, 2005; Fiebert, 2004; Archer, 2002). Igualmente, Cerezo (2016) hace énfasis en el silencio de los hombres, quienes no expresan su condición de víctima, al referir: “Los hombres agredidos, al igual que muchas mujeres, sufren en silencio y lo hacen por las mismas razones; no tener con quién hablar, considerar que la violencia es un asunto privado y vergonzoso, o porque han buscado ayuda profesional y han obtenido respuestas prejuiciosas y difusas” (p. 65).

Al revisar las cifras en Colombia, se encuentra que el Instituto Nacional de Medicina Legal y Ciencias Forenses (INMLCF), en 2017, de las 50.072 denuncias de violencia de pareja, el 86% (43.176) fueron realizadas por mujeres. Por cada hombre que denunció ser víctima de violencia de pareja, seis mujeres lo hicieron (Forensis, 2017).

Durante 2016, INMLCF recibió 50.707 casos de violencia de pareja, de los cuales el 86 % fue por violencia contra la mujer con una tasa de 213,48 por 100.000 habitantes. Aunque esta violencia se presenta en ambos sexos, afirma que la mujer continúa siendo la más afectada (Forensis, 2016 pág. 310). Ese mismo año, el Instituto reportó que el 45,99 % de las mujeres y el 42,62 % de los hombres manifestaron agresión por su compañero/a permanente (pág. 307). En 2015, se registraron 47.248 casos, de los cuales 6.305 fueron denunciados por hombres (Forensis, 2015), y para 2014 la cifra de denuncias por violencia de pareja fue de 48.849, de las cuales 7.047 fueron casos de hombres reportados como víctimas (Forensis, 2014).

El Instituto sostiene que en el período 2008-2017 recibió 531.046 denuncias por violencia de pareja, tanto de mujeres como de hombres, un promedio de 53.105 casos por año. La tasa más alta por cada cien mil habitantes durante este espacio de tiempo se presentó en el año 2009 (168,13) y la más baja en el año 2013 (116). En el año 2017 la tasa fue de 123 casos por cada cien mil habitantes, con declive de 3,2 puntos, observado en 635 casos menos de los recibidos en el año 2016. Indica también que las mujeres son más violentadas que los hombres. Por otra parte, la Encuesta Nacional de Demografía y Salud (ENDS, 2015), en relación con la violencia de género en Colombia, indica que la violencia psicológica afecta al 64.1 % de las mujeres y al 74,4% de los hombres. En este grupo, la causa son los celos.

Respecto de la violencia física, la reportan el 31.9 % de las mujeres participantes en el estudio, en contraste con el 22.4% de los hombres. En lo que se refiere a la violencia económica, el 31.1% de las mujeres la reportó frente al 25.2% de hombres, y el 7.6% de las mujeres reportó violencia sexual; asimismo, el 76,4% de las mujeres y el 90,1 % de los hombres nunca buscaron ayuda luego de haber sufrido algún tipo de violencia. Por otra parte, las estimaciones de la OMS en 2016 indican que una de cada tres (35%) mujeres en el mundo han sufrido violencia física y/o sexual de pareja en algún momento de su vida (OMS, 2016).

Entre las consecuencias de la violencia de pareja se encuentran los daños físicos, permanentes y psicológicos, entre ellos las enfermedades mentales, la baja autoestima, la disminución de la capacidad productiva y la afectación de las relaciones con los hijos, la separación de matrimonios, entre otras (ENDS, 2015).

Más allá de las cifras, la violencia intrafamiliar es un fenómeno mundial que permanece en mayor o menor grado en todos los países del mundo. Esta situación involucra elementos de la cultura que impiden reconocer como actos de maltrato algunos comportamientos de las personas, lo que lleva a normalizar la violencia hacia algunas personas en razón de su condición de género, raza, nivel educativo, estrato socioeconómico, etc., lo que genera disminución de las capacidades y libertades de las personas por menoscabo de los activos individuales y familiares y deterioro en la garantía de los derechos. En consecuencia, se aumenta el riesgo de vulnerabilidad.

Claramente, en la discusión desarrollada, los aportes de la conceptualización de la vulnerabilidad social desde la mirada de Moser (1998) y Kaztman (1999) sobre los activos de las familias, enriquecen el análisis de la violencia intrafamiliar y de pareja, dado que el enfoque de valoración del fenómeno incluye factores económicos, familiares y personales. Igualmente lo hacen los aportes de Amartya Sen, desde la teoría de las capacidades como libertades humanas y derechos individuales y colectivos.

 La discusión hace evidente que debe trabajarse sobre los determinantes socioeconómicos y culturales de la violencia de pareja en Latinoamérica, en tanto los estudios relacionados en este artículo evidencian que las decisiones microeconómicas tomadas al interior de los hogares relativas a la satisfacción de las necesidades básicas y secundarias, el manejo del dinero, la propiedad de la vivienda, el manejo del poder, la distribución de las tareas de cuidado y protección de sus miembros, los eventos que generan conflicto en la pareja, la toma de decisiones al interior de la pareja, la percepción de la violencia, la cultura, entre otros, generan situaciones que pueden derivar en eventos de violencia, y buscan aportar a la construcción de capital humano y social, lo cual aporta también a la construcción de la paz.

Adoptar una mirada más integral de la pobreza, la vulnerabilidad y el desarrollo implica adentrase en todos los ámbitos donde las personas desarrollan sus actividades, y donde la desigualdad en las dotaciones iniciales dificulta el acceso al mundo de la educación, la economía, la política y demás sistemas de la sociedad. Esto supone un reto en el trabajo interdisciplinario con el objetivo de incluir el conjunto de las disciplinas de las ciencias sociales y económicas de tal manera que contribuyan cada una desde sus fortalezas particulares.

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  1. Magister en Estudios Políticos, Trabajadora social. Profesora, Directora de Posgrados del Instituto de La Familia de la Universidad de La Sabana. Colombia.


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