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Violencias, violencias y más violencias

Fútbol y…

José Garriga Zucal

A mediados de 2014, un reconocido periodista me invitó a su programa radial a conversar sobre la temática de la violencia en el fútbol. Temática álgida por esos días, donde muertes, heridos y escaramuzas varias habían reaparecido, una vez más, en el ámbito futbolístico. El diálogo con el periodista empezó con un monólogo de mi parte, un recuento de lo que sabemos sobre la violencia y su emergencia en los estadios argentinos, diálogo interrumpido por una pregunta, que luego desarrollaré y que sirve como base para eFste texto. Pecaré de autorreferencial para lograr una reflexión sobre las formas de la violencia en el fútbol en la Argentina que relacione las cuestiones conceptuales con las políticas públicas. Con este objetivo primero analizaremos algunas particularidades de la violencia como concepto socio-antropológico y continuaremos iluminando las características de las violencias en el fútbol Argentino. En este punto ahondaremos en un problema siempre vigente, el de las políticas de prevención para con la violencia y buscaremos en este recorrido desnudar las ausencias y falencias de la gestión en esta materia por parte del Estado Argentino. Finalizaremos el trabajo señalando algunos desafíos de la investigación social, en general y sobre esta temática en particular. 

Desde 1999 estudio la violencia en el fútbol y busco comprender los sentidos en las acciones violentas. En dos oportunidades realicé exhaustivos trabajos de campo con “barras bravas” –entre simpatizantes del club Colegiales y del club Huracán– estudiando las prácticas violentas, sus significados y la trama relacional que en torno a ella se genera. En dos oportunidades participé de espacios de gestión en organismos del Estado –provincial y nacional– que buscaban aplacar una problemática que no paraba ni para de crecer. Retomamos en este trabajo nuestros saberes en ambas experiencias e insistimos en la relevancia de la problemática, su brutal actualidad y la potencialidad teórica que la temática tiene para las ciencias sociales.

I

El monólogo con el periodista empezó cuando intenté explicar cuatro cuestiones que recurrentemente repito, ya que las creo relevantes para pensar el fenómeno violento en el fútbol. Expondré aquí estos ejes, con más profundidad y comodidad que en la amable charla con el periodista radial[1]. Iniciamos ahora la presentación, aclarando que uso el plural y el singular de una forma un tanto confusa adrede, ya que articulo los saberes compartidos por un grupo de especialistas y el diálogo individual con el periodista.

Primero. Uno de los ejes más relevantes para pensar la violencia en el fútbol es que no se puede, de ninguna manera, reducir el fenómeno violento a las acciones de las llamadas “barras bravas”. Le decía al periodista que cuando hablamos de violencia en el fútbol siempre hablamos de “barras bravas”, culpándolos de las desgracias y desventuras que azotan los estadios, olvidando las acciones de otros actores sociales. El resultado de esta operación del olvido es atribuir a las “barras bravas” todos los males del mundo del fútbol, invisibilizando otras formas de violencia.

No pretendía negar el rol central que tienen las “barras bravas” en el fenómeno violento sino que buscaba, por el contrario, una comprensión más acabada que permita un abordaje profundo de un tema complejo. Sabemos que los miembros de las “barras bravas” son uno de los tantos practicantes de acciones violentas en el mundo del fútbol pero no los únicos. Los policías, los espectadores que no son parte de estos grupos organizados, los periodistas y los jugadores también tienen, en diferentes dimensiones, prácticas violentas[2]. Con distintas prácticas y en distintas dimensiones los actores sociales que transitan por el ambiente del fútbol tienen acciones violentas.

Intenté explicar que en nuestra sociedad nadie desea ser definido como violento y que por la ilegitimidad de esta clasificación la violencia aparece como una particularidad de una otredad. Un estigma. Particularidad que sirve como impugnación moral y que al señalar unas violencias se ocultan otras. No lo mencioné en la entrevista pero los investigadores sociales que trabajamos sobre la violencia acordamos, casi unánimemente, que es imposible una definición taxativa del término violencia. Aquello que se determina como violencia es el resultado de una matriz de relaciones sociales contextualmente determinadas, el resultado de “un” mundo social que define y valora. Sostenemos, entonces, que la tarea del investigador social es estudiar qué se define como violencia en un tiempo y espacio determinado. La fortaleza de tal aseveración, resultado de años de investigación, se sustenta en la sapiencia de que toda definición de un acto como violento es siempre una disputa, un debate, una batalla por el significado (Riches 1988, Isla & Míguez 2003, Garriga Zucal & Noel 2010).

Segundo. Otra cuestión relevante para pensar a las prácticas violentas es que estas no pueden ser pensadas desde la idea del sinsentido. Las acciones violentas no son ejemplo de la sinrazón sino el resultado de múltiples causas culturales y sociales. La violencia es comúnmente interpretada como ejemplo máximo de sinrazón e incivilización. Por ello, los actores que cometen actos de violencia en el fútbol son personificados como “irracionales”, “bestias” y “locos”. Animalizados o interpretados como sujetos patológicos, son desplazados más allá de los límites de la razón. O en la misma línea de razonamiento son concebidos como “bárbaros” o “salvajes”, alejados de la civilización.

Insistí en mi presentación en que la violencia tiene sentidos y significados socialmente instituidos. Expliqué que en las “barras bravas” la participación en acciones violentas ordenan las jerarquías, establece sistemas de solidaridad y construye los valores que forman las maneras de ser grupal. Ser miembros de estos grupos, ser reconocidos por sus pares y ajenos como violentos es un signo de honor y prestigio. Cometer actos violentos posee desde su lógica una fuerte positividad que los nutre de respeto y prestigio; en estos contextos la inacción violenta es una deshonra que se equipara a la falta de hombría y de honor. No lo mencioné, ya que la entrevista no lo ameritaba, pero la tarea del analista es hundirse en los mundos de significación para poder así, sólo así, entender el fenómeno que quiere analizar. Nordstrom y Robben (1995) han sido pioneros en comprender cómo cada sociedad construye los significados y sentidos asociados a estas acciones, estudiando las experiencias violentas desde las miradas de las víctimas. Schmidt y Schorder (2001), priorizando otro camino analítico, han estudiado las relaciones de la violencia con otros fenómenos sociales e indagado los factores culturales e históricos que nutren de sentidos a las acciones sociales.

Asimismo, y esto sí lo expliqué, la violencia no sólo sirve para establecer lazos entre iguales, sino también con aquellos sujetos que están por fuera de los límites de las “barras”. Es a partir de la violencia que los miembros de la “barra” establecen relaciones de intercambio con otros sujetos sociales del mundo del fútbol. Así, las acciones violentas generan vínculos hasta con actores que no hacen de la violencia su señal distintiva. Estas relaciones, tensas y nunca armónicas, suelen ser el insumo material para la vida de las “barras”. Finalicé esta idea con una frase que siempre repito: comúnmente creemos que la violencia excluye a los que cometen estos actos del mundo social, sin embargo, en el mundo de las “barras bravas” es la violencia o su potencialidad lo que los incluye.

Entendemos, entonces, a la violencia como una acción cultural que los grupos sociales usan para comunicar variados aspectos de su cosmovisión, desde la masculinidad hasta la idealización de un modelo de cuerpo, desde la entereza de espíritu hasta la resistencia al dolor como valor ontológico. Es así que la violencia tiene sentidos. Por ello, es necesario, también, desnaturalizar la violencia. Los actores sociales que cometen hechos violentos en el mundo del fútbol lo hacen como parte de un entramado social complejo que legitima esas acciones en esos contextos. Estos actores, en otros contextos, actúan de otras formas, es decir, no es la violencia una particularidad natural sino una acción –legítima y válida– que, usada como recurso social, les permite ubicarse en un determinado espacio social.

Lógicas diferentes descomponen la tesis de irracionalidad mostrando la multiplicidad de sentidos. Entonces, debemos deshacernos de las concepciones que comúnmente la señalan como expresión de irracionalidad y salvajismo. Repetimos, la tarea del investigador social es analizar los sentidos que ponen en escena la violencia, cómo se construye la legitimidad y estudiar las relaciones de la violencia con otros fenómenos sociales para indagar los factores culturales e históricos que nutren de sentidos a las acciones sociales.

Tercero. Repito siempre que no debemos pensar que las acciones violentas son rasgos característicos de un actor social en particular. Comúnmente se imputa la violencia como un rasgo distintivo de los más pobres. Nuevamente un efecto de luces y sombras ilumina las prácticas de unos olvidando y dejando a resguardo las acciones de otros, quienes poseen el dominio de definir qué es violencia y qué no. Una vez más la operación que realiza esa ligazón tiene como objeto imputar la violencia como una particularidad siempre característica de una minoría lejana y nunca como una característica que atraviesa todo el tejido social. En Argentina se arrojan piedras desde costosas plateas, adinerados dirigentes de clubes amenazan con armas de fuego a simpatizantes rivales y la composición social de las “barras bravas” es sumamente heterogénea, de modo que es un mayúsculo error creer que sólo los más pobres cometen actos violentos. En el mundo del fútbol no todos los pobres protagonizan acciones violentas ni todos los que protagonizan acciones violentas son pobres.

No lo dije en la entrevista, pero desde la investigación socio antropológica se sostiene que la definición de qué es violento y qué no, de qué es aceptado y qué no son campos de debates atravesados por discursos de poder (Isla & Míguez 2003). Es necesario dar cuenta de quiénes, cómo y cuándo definen a ciertas prácticas como violentas. Dos cuestiones podemos mencionar respecto a este punto. Por un lado, no todos los actores sociales están en igualdad de condiciones para imponer su visión del mundo y de la violencia. Si entendemos a la violencia como un campo de disputas por la significación de las prácticas debemos mencionar que los actores se encuentran en situaciones de poder diferentes, ya que no todos los significados tienen las mismas capacidades para volverse legítimos. Existen instituciones y agentes sociales –las elites, los medios de comunicación, el Estado– que tienen más poder para definir qué es violencia y qué no. Por el otro, debemos tener en cuenta que el poder de definición de una acción como violenta no hace que la misma sea así concebida por sus practicantes. Las leyes y/o las legitimidades dominantes no pueden cambiar las legitimidades de otros grupos sociales.

Respecto a la legitimidad, aunque no lo dije en esa oportunidad, siempre repito que en nuestra sociedad existen distintas apreciaciones sobre una misma acción y es necesario mostrarlas e indagar cómo unas se consolidan más legítimas que otras. A la mirada del analista quedarán visibles las distintas legitimidades, esquemas de validación diferentes y diferenciados que colisionan, se cruzan. Se vuelve necesario distanciarnos de una mirada legalista de las acciones que reducen lo legítimo a lo legal, sin entender que la construcción de legitimidades es producida, muchas veces, a contramano de lo que la ley indica.

Cuarto. Desde los inicios del fútbol existieron hechos de violencia, pero sin dudas en los últimos cuarenta años el fenómeno se incrementó. Así, las prácticas violentas ganaron fuerza en los 80 y se incrementaron en la década del 90. Esta evolución está vinculada a los cambios recientes en nuestra sociedad, a la aparición de las “barras bravas”. Además, y más sorprendente aun, es que en los últimos años observamos que la violencia es cada vez más legítima para nuestra sociedad.

Ante la exposición de estos puntos el periodista me preguntó, interrumpiendo mi perorata, si esto no se trataba de lo que vulgarmente se llama “paja intelectual” es decir, un saber profundo pero que por su abstracción carece de relevancia práctica. Le respondí que no. Que saber cómo funciona la violencia es relevante para pensar políticas públicas. Y me enfrasqué en un segundo monologo que luego reproduciremos.

II

Antes de dar cuenta de mi respuesta es necesario marcar un largo paréntesis y mostrar lo que sabemos sobre la violencia. Aquí el plural es la muestra de un trabajo riguroso de muchos colegas: Alabarces, Moreira, Gil, Cabrera, Czesli, Murzi, Uliana, Szlifman entre tantos otros[3]. Presentaremos en este apartado una escueta muestra del escenario violento en torno al fútbol y lo haremos analizando la noción de aguante[4].

El aguante tiene diferentes concepciones según actores y contextos. Puede en algunos casos estar vinculado al fervoroso aliento en las tribunas o, en otros, a la agresión física a un simpatizante rival. Los miembros de las hinchadas[5] de fútbol son grupos jerárquicamente organizados que definen la pertenencia grupal “a los golpes”. El límite que define la pertenencia grupal se cruza en la participación en hechos de violencia; para ser parte hay que pelear (Alabarces 2004 y Garriga Zucal 2007). Estos hechos nunca son entendidos como violentos desde la perspectiva de los actuantes sino como prácticas –frecuentemente llamadas combates– que se ajustan a los valores grupales. Poseer aguante es la clave que regula la membrecía.

En el mundo del fútbol encontraremos distintas definiciones de la noción de aguante. Pero la definición que hacen los miembros de las hinchadas nada tiene que ver con la de otros grupos, que se centra en el estoicismo del espectador ante los reveses deportivos. Aguantar no pasa por alentar todo el partido ni por concurrir a los juegos de su equipo sin importarles nada. Estos valores, que sin duda también son relevantes, no se definen como aguante. Para ellos, el aguante tiene que ver con piñas, patadas y pedradas, con soportar los gases lacrimógenos y otros efectos de la represión policial, con cuerpos luchando y resistiendo el dolor. Pelear, afrontar con valentía y coraje una lucha corporal, es prueba de la posesión del aguante. Por esto, para referirnos a las prácticas distintivas de las hinchadas usaremos la noción de aguante-violento para diferenciarlo del aguante no violento[6].

La participación en enfrentamientos transforma al aguante-violento en un bien simbólico, una manifestación del honor grupal e individual que se constituye en un esquema de clasificación, que define un conjunto de prácticas legítimas. Los integrantes de estos grupos distinguen y confieren un valor relevante a aquellos que demuestran la posesión del aguante-violento, aquellos que luchan y pelean ya sea contra rivales, contra policías o entre ellos mismos. Se configura un complejo bien simbólico que establece un conjunto de prácticas capacitadas para definir un modelo ideal que distingue poseedores y desposeídos (Moreira 2005).

Decíamos, retomando, que las hinchadas definen positivamente la posesión del aguante-violento, fuera de esos límites hay una percepción ambigua, a veces negativa, de esas prácticas. El honor adquirido en un combate establece el límite de los que participan o no de esta comunidad. La lucha física como límite establece variados mecanismos para construir la frontera de la comunidad aguantadora. Ahora bien, son muchos los espectadores que no son parte de la hinchada que cometen hechos violentos en el fútbol. El mundo del fútbol se construye así como un espacio donde la violencia, en sus diferentes formas, goza de una legitimidad extendida mucho más allá de los límites de la hinchada. Un espacio donde actores que rechazan las violencias en otros contextos aquí las acepten, donde la muerte de un espectador rival sea un horizonte posible y, a veces, deseable. Legitimidad compartida por muchos de los múltiples agentes que pululan por el mundo futbolístico, y que queda oculta por el juego de luces y sombras que visibiliza las acciones violentas de unos y oculta tantas otras formas de violencia.

Para los miembros de la hinchada, la violencia se constituye como un lugar propicio donde construir un “nosotros”[7], aquí encontramos la diferencia sustancial. Unos usan, emplean, aceptan y manipulan, a las acciones violentas como marcas identitarias y otros las usan pero las niegan. Los que la convierten en diacrítico construyen una identidad inminentemente práctica. Son las acciones y no los discursos los que establecen la membrecía. Los que dicen aguantársela deben probarlo en luchas corporales. Los miembros de las hinchadas cantan canciones, recuerdan enfrentamientos, muestran cicatrices como testimonio de viejas peleas pero nada de esto exhibe, al fin y al cabo, el aguante; bien simbólico que sólo puede probarse en un duelo físico. La identidad aguantadora es, por lo tanto, sumamente inestable y debe siempre ser probada. No basta con sostener discursivamente el aguante, hay que pelearse.

Cabe mencionar que la mismidad que construye la idea de aguante-violencia es el resultado de una gran diversidad. Las hinchadas en el fútbol argentino son grupalidades socialmente heterogéneas, es un error recurrente reducir la pertenencia social a los sectores pobres o marginales (Alabarces 2004 y Garriga Zucal 2007). Comunidad socialmente compleja donde conviven sujetos de los sectores populares con otros de las clases medias, que comparten un conjunto de valores que los distingue y los diferencia. La diversidad se homogeniza bajo la lógica del aguante-violencia.

Ser miembro de la hinchada incluye a los actores en un grupo de pares, jerárquico y conflictivamente complejo, que establece vínculos de camaradería, protección y apoyo mutuo. Irrumpen al interior del grupo las interacciones agresivas mixturadas con nociones de solidaridad y compañerismo, una trama de vínculos de ayudas, apoyos y lealtades. Pero no sólo entre pares circulan bienes y favores sino que el aguante-violencia es, también, una moneda de interacción que los vincula y relaciona con actores sociales, múltiples y variados, que están por fuera de los límites de esta comunidad. En distintas dimensiones y según diversas estrategias la hinchada se vuelve un actor social relevante con el cual los distintos actores del mundo futbolístico interactúan. Por esto, tienen vínculos con jugadores, directores técnicos, policías, dirigentes políticos, etc. Es así que la particularidad que los caracteriza, el aguante-violento, muchas veces estigmatizado, no sólo no los excluye del mundo social sino que, por el contrario, los incluye en una red de interacciones sociales. Cabe, como ejemplo, iluminar las relaciones que los miembros de las hinchadas poseen con los dirigentes de las instituciones deportivas. Entre hinchas y dirigentes existe una relación de interdependencia; ambas partes precisan de bienes y servicios que el otro puede ofrecerles[8]. Se establece por ello una relación de intercambio. Estas relaciones no son armónicas ni mucho menos. Los vínculos son conflictivos y complejos, pero estables en tanto las partes se necesiten.

Retomemos. Los participantes de la hinchada acceden a variados recursos materiales como beneficios de esta membrecía: viajes, dinero, ropa deportiva de la institución, trabajos diversos, etc. Sin embargo, es imposible reducir los deseos de pertenencia a las cuestiones materiales. Los intereses que llevan a los actores a la participación en estos grupos son múltiples. El acceso a recursos es uno de los argumentos que inclinan la participación mas no es el único. Otros intereses, no materiales, ordenan los sentidos de la inserción en esta comunidad. En un trabajo escrito junto a Cabrera (Cabrera y Garriga Zucal 2014) polemizando con los investigadores que sostienen que las “barras bravas” se organizan a partir de la búsqueda de recursos (Sain y Rodríguez Games 2014; D’Angelo 2011), hemos sostenido que lo que organiza la pertenencia a las “barras” es el aguante-violencia. Nuevamente creemos conveniente señalar que los recursos buscados y encontrados por las “barras bravas” no son la particularidad que las define. Dos razones sostienen nuestra afirmación: a) los jóvenes que ingresan a una “barra brava” poco saben de los negocios del grupo y no tienen, en la mayor parte de los casos, en el horizonte conseguir recursos por medio de esta pertenencia; desean ser parte, ser como, pero más por el prestigio que por el dinero y b) sería un error pensar que el escenario que se piensa para las “barra bravas” de los clubes denominados grandes, donde los recursos abundan, es generalizable a todas los otros clubes. Si la disputa por los recursos es lo que explica la violencia, cómo explicarla donde los recursos son tan mínimos que a veces no existe. La clave está en dar cuenta de que la búsqueda de prestigio y respeto motiva –entre otras cosas– la inclusión de muchos jóvenes que ansían reconocimiento societal, aún a costa de que ese reconocimiento sea comúnmente conceptualizado como negativo. La reputación de la violencia funge como atractivo. Además, la avidez de pertenencia, en un escenario social donde las identidades están en franca decadencia, se torna, también, un importante incentivo. O sea, “ser alguien” o “ser parte” en un determinado entramado de relaciones sociales es un motivo que moviliza la participación en estas comunidades. Un aura, que mixtura grados de fascinación con pizcas de aversión, unge a los aguantadores. Atracción que legitima a los espectadores a querer ser definidos como aguantadores y pasar a engrosar las filas de la hinchada; fascinación que legitima al aguante-violento.

Pero además el aguante-violencia se define por reconocer cuándo, cómo, contra quién y dónde testificar sus capacidades. Es decir que es un conjunto de saberes que debe ser explotado en situaciones determinadas y en ciertos contextos estipulados. Los integrantes de las hinchadas saben que pelearse es legítimo en un universo de relaciones y en otros es ilegítimo y desprestigiado. Los miembros de la hinchada hacen de la violencia un recurso de distinción, una señal de pertenencia grupal que los diferencia y distingue. Esto es posible sólo a través de los mecanismos de exhibición y muestra del aguante-violencia. Las estrategias de distinción son contextuales y relacionales, ya que según los contextos y las relaciones se utilizan distintos mecanismos de diferenciación. En algunos casos es necesario el uso de la violencia física y, en otros, sólo es preciso cantar una canción o relatar una pelea. La violencia no es una particularidad natural del sujeto sino un recurso. Estos sujetos que en unas relaciones hacen de la violencia su señal de pertenencia, su marca distintiva, en otras relaciones manipulan otros recursos, otras señales. Estratégicamente se usa o no la violencia según las interacciones.

Afirmamos, sin embargo, que la violencia es el valor predominante dentro del mundo de las hinchadas. Los sujetos establecen otras relaciones sociales no signadas por este recurso distintivo. Pero, además, sin duda, las formas de la violencia se interiorizan de maneras diversas. La violencia se sedimenta de formas diferentes según los sujetos, según las trayectorias y el entramado de relaciones sociales en las que están insertos los integrantes de la hinchada.

Las formas de diferenciarse y distinguirse como aguantadores reconocen maneras válidas e inválidas de proceder. Las acciones violentas tienen, desde la visión de los actores, límites significativos que definen qué se puede hacer y qué no en el mundo del aguante. Una lógica que instaura modos correctos o incorrectos de actuar según los acontecimientos. Lejos, muy lejos, quedan aquellas posturas prejuiciosas que observan, en las situaciones de violencia, caos y desorden. La lógica del aguante-violento dista profundamente de nuestras formas de concebir el mundo social pero sólo una profunda miopía etnocéntrica puede negar sus sentidos y valores.

En este recorrido reflexionaremos, por último, sobre las condiciones sociales que permiten la existencia de la lógica aguantadora. El aguante aprovecha la oportunidad de la vacancia identitaria dejada por otras identidades –algunas más legítimas– para hacer de la violencia una marca de pertenencia. Archettti (2003) sostenía que existe una “zona libre” donde la construcción de la identidad no tiene un formato típico. Espacio donde tanto el Estado como las “máquinas culturales” hegemónicas pierden su influencia como constructores identitarios. Siempre existieron identidades construidas por fuera de los valores convencionales, tomando alguna de ellas la violencia como diacrítico. Sin embargo, estas identidades eran desacreditadas, deslegitimadas, ocultadas y usadas sólo por unos pocos en contextos reducidos. El guapo tanguero, exponente ilustre de esta identidad, perdía validez fuera del arrabal. Identidad no sólo reducida a espacios sino también a sujetos sociales. El debilitamiento del Estado en los últimos treinta años ha acrecentado el tamaño de las zonas libres capaces de influir en actores de diferentes sectores sociales. Estas identidades prosperan, aumentando su eficacia, en un escenario sociocultural dominado por la devaluación de las credenciales sociales antes legítimas. La educación y el trabajo ya no ordenan el mundo social como antaño (Svampa 2000 y Kessler 2004) y su desvalorización crea las condiciones para el surgimiento de la identidad aguantadora. El trabajo, la educación, la militancia política, entre otras actividades, generaban redes de pertenencia que integraban a los actores sociales y llenaban los vacíos identitarios. Estas tramas, sin desaparecer, perdieron su densidad y dejaron al descubierto un vacío cubierto por la hinchada, entre otras comunidades. La atracción que esta red de pertenencia ejerce se distribuye de forma diferencial por el entramado social. Las hinchadas son atractivas ante la ausencia de competencia y pierden seducción a medida que se encuentra con grupos competidores que puedan saciar los deseos de pertenencia.

III

Luego de la elipsis retomamos el diálogo con el periodista. Ante la pregunta sobre la “paja intelectual”, argumenté que nuestro saber sobre la temática era relevante para pensar políticas públicas, para intervenir en un complejo y peliagudo problema. Sostuve que conocer la lógica de la violencia, saber los porqués, nos otorga valiosas herramientas para trabajar en la prevención. Herramientas, considero, más eficaces que las que surgen del desconocimiento y el prejuicio. Para ejemplificar mi postura retomé lo expuesto y me sumergí en un nuevo monólogo, que tenía como objeto mostrar que lo que sabíamos podía servir para pensar políticas de prevención. Entones dije:

Primero. Ver como única expresión de la violencia a las “barras bravas” es olvidar/ocultar la participación de otros actores violentos en el mundo del fútbol. Las políticas de prevención para con la violencia deberían aquí pensar dos ejes diferentes de intervención. Por un lado, trabajar con las legitimidades que se construyen sobre la violencia. Diariamente funcionarios, algunos periodistas, futbolistas, etc., habilitan moralmente las acciones violentas. Cuando algunos periodistas confunden violencia con folklore, cuando los gestores de políticas públicas definen a los miembros de las “barras” como ejemplo de pasiones, cuando los espectadores vivan las prácticas violentas, cuando los dirigentes reciben como embajadores a los miembros de las hinchadas, consienten las acciones violentas. Así, estos actores, que piensan a la violencia como una particularidad de una alteridad distante, contribuyen a legitimar las prácticas violentas de las “barras”. Entendiendo lo aquí planteado, podríamos modificar, por ejemplo, las formas en que muchos espectadores aportan en creer que el espectáculo deportivo requiere de la desaparición del rival como modo de construcción de su pertenencia a un club. También, a modo de muestra, podrían mutar las intervenciones de periodistas que conciben al deporte análogamente a las guerras. Por otro lado, es necesario para pensar políticas de prevención de la violencia trabajar con todos los actores para que estos no reproduzcan sus prácticas violentas ocultas o incivilizadas. Podríamos, entre otras muchas cuestiones, formar fuerzas policiales más profesionales y capaces para intervenir eficientemente en el fenómeno violento sin propagarlo por incapacidad o ineficiencia.

Segundo. Retomemos la tesis de la irracionalidad de la violencia. Los miembros de la “barra” obstinadamente apuestan a las acciones violentas con el fin de distinguirse e identificarse. Su obstinación no es el resultado de la ignorancia de la deslegitimación que tienen sus prácticas más allá de sus grupos. Conocen, por el contrario, los valores que buena parte de la sociedad otorga a sus habilidades distintivas y, sin embargo, persiguen tozudamente ser definidos bajo la lógica aguantadora. Negar los sentidos y significados de la violencia, ya sea por miopía analítica o ideológica, es ocultar las razones culturales que sustentan estas acciones. Razones que deben ser estudiadas y afrontadas para intervenir en el fenómeno. Ahora bien, sistemáticamente se niegan estos sentidos de pertenencia. Negación que algunas veces está sustentada en la incapacidad analítica de pensar a la violencia como una práctica identitaria y otras por imposibilidad estigmatizadora que atribuye a la violencia la sinrazón.

La noción de irracionalidad lleva a concebir a la violencia como una particularidad ontológica de los sujetos y obtura toda política de prevención. Prevenir la violencia se transforma así, por ignorancia y perversión, en la política de eliminación de los violentos y no de las causas sociales y culturales que producen las acciones. Es sumamente relevante exhibir el traspié conceptual de los que transforman a los sujetos que consuman acciones violentas en “violentos”. Esta desacertada idea, sustentada en una concepción de la violencia como impulso irracional, impide toda política de prevención acabada al concebir a la violencia como una particularidad ontológica de sujetos que deben ser erradicados. Los que comenten actos violentos son señalados, demonizados, reprimidos y encarcelados ya que sus acciones son parte de una naturaleza que no pueden cambiar, y por ello no existe prevención posible: solo represión.

La distancia existente entre las legitimidades de las “barras” y las de la ley explica los fracasos de las políticas de prevención que sólo se basan en la persecución judicial para con los que comenten delitos violentos en el deporte. La legitimidad de la violencia aguantadora no es ni mínimamente truncada por la legitimidad de la ley. Las leyes persiguen la violencia en el fútbol –sólo un tipo de violencia– y logran detenciones, mas no pueden cambiar los valores legítimos que tiene la violencia entre sus actores. Las formas culturales que sustentan la violencia en el fútbol no pierden su legitimidad por ser ilegales. Para ejemplificar, no podemos dejar de mencionar que los líderes de la “barra brava” de River y de Boca estuvieron presos, pero no pudieron lograr que una innumerable cantidad de hinchas quieran ocupar el lugar vacante de esos líderes. La eficacia simbólica de las leyes que persiguen los delitos violentos en el fútbol es casi nula, ya que puede con éxito encarcelar a quienes cometen delitos pero no modifica la legitimidad que estos hechos poseen. Por ello, una política de prevención de la violencia que se recuesta sólo en nociones judiciales está destinada al fracaso.

Tercero. Desde los inicios del fútbol existieron hechos de violencia, actualmente lo novedoso es la existencia de una lógica que legitime estas acciones. El aguante como concepción que valida agresiones varias es un fenómeno relativamente nuevo vinculado al debilitamiento de los espacios donde antes se construía identidad. La educación y el trabajo ya no ordenan el mundo social como antaño y su desvalorización crea las condiciones para la legitimidad de la violencia. El trabajo, la educación, la militancia política, entre otras actividades, generaban redes de pertenencia que integraban a los actores sociales y llenaban los vacíos identitarios. Estas tramas, sin desparecer, perdieron su densidad y dejaron al descubierto un vacío cubierto por las “barras” y por la violencia. Por esta razón decíamos, ya hace mucho tiempo, que es necesario crear formas de integración institucional en las entidades deportivas y barriales que, alejados de la violencia, incluyan a los actores. Así, además, damos cuenta de que la irracionalidad nada tiene que ver con estos actores y sus acciones. Se vuelve ahora obligatorio mencionar que si nuestro deseo es modificar los sentidos de pertenencia sustentados en la violencia es necesario construir grupalidades que alberguen a estos actores eliminando la violencia como moneda de intercambio.

IV

Tomando lo acontecido en la entrevista radial podemos mencionar tres ejes –caprichosos y un tanto ajenos al recorrido del artículo– que ordenen una reflexión final.

Primero. Es necesario mencionar aquí un punto que atraviesa la cuestión de la reducción de la violencia en el fútbol a las formas de violencia de las “barras”. Mi insistencia analítica sobre los vínculos entre el aguante y las formas de violencias de las llamadas “barras bravas” desnuda de qué manera la agenda de las ciencias sociales es permeable a las miradas prejuiciosas y estigmatizantes. Repito hasta el hartazgo que es imposible reducir la violencia en el fútbol a las prácticas de las “barras bravas” pero estudio y hablo, una y otras vez, sobre estas prácticas. Sólo cabe esta mención reflexiva para dar cuenta de los vínculos difusos, pero siempre presentes, entre muchas de las cosas que investigamos y lo que la sociedad define como “un problema”. Ahora bien, la reincidencia analítica no escamoteó la anchura problemática del fenómeno violento en el fútbol, que es mucho mayor a la que la sociedad define como “problema”. Por ello, una vez más repetimos que el aguante-violento es una práctica de las tantas violentas que pululan por el escenario futbolístico pero no la única.

Segundo. En la conversación con el periodista y con los virtuales escuchas del programa radial surge un problema: cómo hablar. La jerga académica nos juega siempre una mala pasada al momento de intentar comunicar nuestros saberes para públicos más amplios que nuestros reducidos y confinados colegas. En muchos casos no sabemos cómo comunicar, cómo explicar cuestiones simples pero adredemente retorcidas. Cuando nos preguntamos cómo saltar una frontera imaginaria –frontera que nos asegura distinción y jerarquía– quedan visibles nuestros nulos saberes de comunicación fuera del mundo académico. Además, tantas veces nos preguntamos para qué cruzar esta frontera. Salir con nuestras explicaciones por fuera del mundo académico es inmiscuirnos en un mundo de peligros, el miedo a la tergiversación, al desentendimiento, a la utilización maliciosa de nuestras ideas, etc., florecen a diestra y siniestra. Entendiendo nuestras incapacidades y los peligros que representa “salir” con nuestros saberes, son muchas las veces que optamos por la tranquilidad y retozamos entre congresos, jornadas y seminarios. Nuestra apuesta –el plural señala nuevamente el colectivo antes mencionado– es la de correr los riesgos e intervenir en el debate público. Consideramos –y lo hemos repetido hasta el hartazgo– que es necesaria una forma de retribución para con la sociedad que sustenta nuestras investigaciones.

Tercero. La intervención en el debate público en el caso de la violencia en el fútbol nos llevó a colaborar y confrontar, mucha más confrontación que colaboración, con los encargados de la gestión de la seguridad en espectáculos futbolísticos[9]. Nuestro deseo de intervención ilumina la operatoria del conocimiento social. Dicha intervención está motivada por el rechazo a la violencia en todas sus formas, así que nuestro deseo es el resultado de una posición política y ética –que tiene como objeto apaciguar los recurrentes y trágicos episodios violentos que tiñen de rojo sangre al mundo del fútbol. Ahora bien, esta posición parece de buenas a primeras contrapuesta con el desapego necesario de los cientistas sociales al momento de abordar cualquier problemática. Pero esta aparente contradicción no es más que un espejismo embustero. Los investigadores sociales somos –no todos ni siempre– sujetos sociales comprometidos con realidades que deseamos modificar; esto no impide, aunque dificulta, la arquitectura de la distancia analítica necesaria para cualquier estudio. A modo de muestra cabe recordar que esta distancia para con nuestros deseos es una construcción que se realiza al momento de la investigación, que suspende prejuicios y prenociones para abordar toda problemática lo más alejado posible de las miradas moralistas y prescriptivas. Suspensión necesaria para poder conocer un fenómeno en su complejidad. Sin esta suspensión, por ejemplo, creeríamos que los miembros de las “barras” son “salvajes” o “mercenarios” quitándole hondura y simplificando la temática analizada. Simplificación que impide pensar políticas publicas más eficaces. Así, la suspensión de nuestros juicios sobre lo investigado –suspensión temporalmente limitada al momento de la relación con los datos analizados– nos nutre de mejores herramientas para la intervención que motiva nuestros deseos.


  1. Cabe anticiparnos que en las conclusiones retomaré la mencionada incomodidad para reflexionar sobre los quehaceres de los cientistas sociales.
  2. Para ampliar estas violencias ocultas ver Alabarces (2004) y/o Garriga Zucal (2007).
  3. En el año 2013 un colectivo de investigadores firmamos varios documentos y artículos en los que exhibíamos un diagnóstico de la situación en el fútbol y proponíamos una serie de medidas para pensar políticas públicas; ver como resumen de esta presentación Alabarces et al. (2013).
  4. Presentaremos, en este punto, los conceptos nativos en itálica.
  5. En este apartado llamaremos hinchadas a los grupos organizados que antes definíamos como “barras bravas”, para retomar las voces nativas y el distanciamiento con los discursos del sentido común.
  6. Para ampliar esta diferencia ver el mencionado artículo Alabarces et al. (2013).
  7. Ver Gil (2002).
  8. Para ampliar este punto ver Garriga Zucal (2007).
  9. El diálogo con los funcionarios públicos tiene, a fin de cuentas, los mismos problemas que tenemos cuando explicamos nuestros saberes por fuera del mundo académico.


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