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La tradición vs. la tracción: Las Herederas a la luz del giro afectivo

Milagros Villar

En los cines latinoamericanos de los últimos años han proliferado películas climáticas, películas que privilegian las experiencias sensoriales del relato y proponen otros ritmos, mientras que exaltan la posibilidad de producir “atmósferas afectivas” a partir de los colores, los sonidos, las temperaturas, los objetos y los espacios en los que se inscriben los cuerpos. Estos films utilizan recursos plásticos para producir imágenes hápticas, o emplean estrategias sonoras para construir paisajes, narran desde otros ritmos y privilegian las experiencias corporales tanto dentro como fuera de la pantalla. 

El estudio de las atmósferas afectivas y de las experiencias sensoriales de los films viene de la mano del “giro afectivo” y su introducción en los estudios visuales y los estudios culturales. El “giro afectivo” es una corriente teórica que comienza en los años noventa, que incorpora en la filosofía y en la teoría social el estudio de los afectos en el sentido spinoziano que plantea Deleuze: la posibilidad de afectar y ser afectado, de aumentar o disminuir la potencia de actuar en las distintas relaciones con el entorno. Estas teorías vinieron a romper la hegemonía que los estudios semióticos y psicoanalíticos tenían sobre el análisis de los objetos culturales y del cine particularmente. Desde esta perspectiva, es posible salir del estudio de la mera representación para abrir un abanico de nuevos problemas, que obligan a introducir la preocupación por el cuerpo en la experiencia (Ahmed, 2010; Bruno, 2014; Del Río, 1998), las atmósferas afectivas (Flatley, 2009; Depetris Chauvin, 2019) y la percepción (Berlant, 2014).

Un estudio basado en lo sensorial no es algo insólito; en los años sesenta, Susan Sontag escribió Contra la interpretación (1969), donde critica los análisis cerrados de las teorías clásicas, postulando que la interpretación del contenido de las obras, el qué dicen, frente al cómo, no hace otra cosa que traicionar al arte y cerrar los sentidos para adecuarlo a los esquemas mentales categóricos ya contenidos en las teorías. Esto sucede, según ella, porque hemos perdido la capacidad de experimentar el arte de forma sensorial. Aun así, la posibilidad de este desplazamiento se ha dado gracias a la intersección entre los estudios visuales, el estudio de los afectos y las teorías de género. Estos análisis o estudios piensan que la hibridez convierte al cine en un espacio privilegiado para la indagación de dimensiones experienciales y somáticas (Taccetta y Depetris Chauvin, 2019: 17).

En los últimos años, las perspectivas afectivas han entrado a los estudios del cine latinoamericano de la mano de ensayos como El lenguaje de las emociones de Mabel Moraña y Sánchez Prado, y algunos dossiers han abordado estas problemáticas desde estudios anclados en lo espacial y lo sonoro. En la intersección entre atmósferas y espacios en el estudio cinematográfico, recientemente la publicación de la tesis doctoral de Julia Kratje Al margen del tiempo (2019) y los estudios de Irene Depetris Chauvin Geografías afectivas. Desplazamientos, prácticas espaciales y formas de estar juntos en el cine de Argentina, Chile y Brasil (2019) expanden el universo de los estudios cinematográficos latinoamericanos hacia estos terrenos interdisciplinarios. 

Las Herederas (2018), película paraguaya de Marcelo Martinessi[1], se puede ubicar en el marco de estas películas climáticas que construyen atmósferas afectivas y generizadas. El film relata la historia de Chela y Chiquita, una pareja de mediana edad que vive en Asunción en una casona grande llena de objetos lujosos que han puesto en venta porque están ahogadas en deudas. Chiquita va presa por un caso de fraude, que más probablemente sea una elaborada estafa, lo cual deja a Chela sola en su casona. Chela tiene un cuadro depresivo, vivió en esta casa toda su vida y ahora está venida a menos. A partir del momento en que queda sola, se encuentra con la posibilidad de hacer algo distinto con su tiempo, que hasta entonces siempre había dedicado al ocio. Frente al pedido de una de sus ancianas vecinas, comienza a trabajar de chofer para estas mujeres y a salir cada vez más de esa casa. Así conoce a la joven Angy, quien despierta en Chela el deseo sexual largamente relegado. 

En el análisis de Las Herederas, el estudio de las atmósferas y los espacios se vuelve una fuente muy rica para pensar la experiencia de un cuerpo queer como el de Chela. En esta línea, me interesa retomar a Sarah Ahmed, teórica fundamental del “giro afectivo”, que propone que los afectos y las emociones moldean las superficies de los cuerpos y que las relaciones de estos con el espacio se configuran de manera recíproca en un juego de afectar y ser afectados. Ahmed entiende que el espacio no es exterior a los cuerpos, al contrario, los espacios son como una segunda piel (Ahmed, 2006: 9). Las orientaciones dan forma a cómo habitamos el espacio y a cómo entendemos y nos apropiamos del mundo habitado con otros. Desde una perspectiva fenomenológica, plantea la cuestión de la orientación. ¿Cómo habitamos el espacio en relación con la orientación sexual? ¿Cómo se comporta el cuerpo hacia el objeto de deseo y hacia otros? Para los cuerpos queer, esa orientación está siempre atravesada por un alejamiento de los ideales normativos:

La imposibilidad de orientarse hacia el objeto sexual ideal afecta la forma en que vivimos el mundo, un afecto que puede leerse como la incapacidad para reproducirse y como una amenaza al ordenamiento social de la vida misma (Ahmed, 2014: 223). 

En el film, me interesa indagar las relaciones de orientación/desorientación del personaje de Chela con los espacios que habita. En primer lugar, voy a analizar la relación del personaje con el hogar, su herencia familiar y el monumento a una vida de lujos que ya no existe. Por un lado, cómo se juega la tensión entre este hogar como espacio de refugio frente a un mundo exterior orientado a cuerpos heteronormados; por el otro, cómo este mismo espacio deja de proporcionar un hogar para el cuerpo de Chela y se vuelve extraño, desorientador y opresivo. En segunda instancia, me interesa pensar cómo el espacio del auto realiza un recorrido inverso, pasa de ser un ámbito hostil y ajeno a convertirse en un refugio frágil que mejor acomoda el cuerpo de Chela y le permite reorientarse. 

A la vez, me interesa trabajar esta perspectiva fenomenológica en conjunto con los estudios cinematográficos de Kratje y en particular con el concepto de “atmósferas”: 

En las atmósferas hay algo así como una apuesta a mostrar, a través de las imágenes y sonidos, los distintos estados de los cuerpos cuando aparecen tensionados por reglamentaciones sociales y por normas de comportamiento en la sucesión dispersa de escenas corrientes a través de las cuales el deseo y los placeres pueden deslizarse (Kratje, 2019: 98).

Entendiendo que la vida social está moldeada por ritmos, Kratje retoma de Roland Barthes el concepto de “idiorritmo”, que da cuenta de los intersticios o de las fugas del código. El ritmo es algo inseparable del cuerpo, está en los reposos, en las tensiones, en las agitaciones. Si el ritmo es siempre impuesto por los regímenes de poder, el idiorritmo es siempre contra el poder. Podemos pensar que un cuerpo queer se moverá en un ritmo que se aleja de la norma establecida por el poder. Si la norma es la regularidad, el idiorritmo es la irregularidad.

Las Herederas es un film que privilegia la plasticidad de las imágenes. A partir de los colores, los encuadres cerrados, los fondos homogéneos y fuera de focos crean una atmósfera opresiva que construye sentidos en relación con las tensiones del cuerpo de Chela en los espacios, el cuerpo queer desorientado que se mueve fuera del ritmo de la normatividad. 

La casa como ciudadela fronteriza 

La casa tenía una función y un sentido más profundos e importantes: en nuestro corazón, la defendíamos como una ciudadela fronteriza.

                     

Sándor Márai

“La inercia trae más inercia y el movimiento trae movimiento”. Eso me dijo mi psicóloga hace poco. Mientras escribo esto, estamos en medio de la pandemia del COVID-19 y hace meses estoy/estamos encerrades por el aislamiento social obligatorio. Lo que le preocupaba a mi terapeuta es que la quietud aparejada con el encierro puede llevar rápidamente a la depresión. Escribiendo sobre el personaje de Chela, esta frase me resuena porque, al comenzar el film, ella está anclada en la inercia, se encuentra aislada en su casa sin querer ver a nadie, sin querer salir, sin querer el contacto de su pareja. El hogar es el refugio y el encierro para la depresión de Chela. Esta casa es su herencia familiar, ella, que ya es una mujer grande, vivió ahí toda su vida, es la casa de una familia de la que aparentemente solo ella queda. La casa es vieja, de techos altos, y las habitaciones y los muebles nos marcan que se trataba de una casa de clase alta con aspiraciones culturales “aristocráticas” (o una versión más latinoamericana, como las familias patricias), con un juego de comedor, como dice Chela, “neoclásico inglés de doble bocha lustrada”, las sillas de estilo “Luis xv o xvi”, el juego de copas de cristal de Roca; todos estos objetos se encuentran en el salón de la casa con sus arañas de cristal y el techo lleno de humedad, la pintura descarada, el empapelado de las paredes deslucido. Todos estos objetos, ahora en venta, son las sombras de esa opulencia.

A este relato entramos in media res. La primera imagen del film corresponde a una mirada escondida, Chela espía a través de la abertura de una puerta entreabierta a una mujer que está en el salón observando y analizando los objetos en venta. El encuadre solo nos permite ver desde esta abertura, el plano se encuentra extremadamente reducido. A diferencia de los films de género que nos presentan un plano general para ubicarnos en el espacio, este film nos marca desde su primera imagen que no vamos a encontrarnos con un mundo abierto, ordenado y objetivo, sino con un universo cerrado, subjetivo y desorientador. 

La cámara se vuelve sobre Chela, el encuadre es muy cerrado sobre su rostro, se encuentra rodeada de oscuridad y su expresión está iluminada por la abertura por la que está espiando. Chela es, desde su presentación, un personaje sin contornos definidos, no hay profundidad de campo a su alrededor, solo colores planos y homogéneos que la dejan aislada de su entorno. Los encuadres suelen estar muy cerrados sobre su rostro como en esta primera imagen, y, cuando hay más amplitud a su alrededor, el mundo se encuentra difuminado. Esta casa se presenta, entonces, oscura y opresiva para Chela, se cierne sobre ella y la encoge en el espacio.

La atmósfera opresiva alrededor de Chela se refuerza por el hecho de que a Chiquita se la presenta en encuadres más amplios. Mientras ambas se encuentran en la cocina, Chiquita habla por teléfono y es un fondo, mero escenario en la imagen que privilegia el rostro inexpresivo de Chela en primer plano; cuando esta abandona la habitación y la cámara permanece en el mismo lugar, inmediatamente lo que era mero escenario entra en foco, porque la opresión solo pertenece a la interioridad de Chela. El espacio de la cocina es un espacio femenino que, en las clases altas burguesas, está reservado para las empleadas; en esta casa quienes habitan ese espacio son Chiquita o Pati, la empleada doméstica. A Chela solo la vemos ahí si está Chiquita; cuando esta se va a la cárcel, no vemos más este espacio de la casa. 

Chela es una persona inmadura, más allá de su depresión, es tratada como una niña: la empleada le dice “señorita”, un rasgo de tradicionalismo que remarca también la condición de “soltería” de Chela, ya que las señoritas son las damas antes de casarse, un destino imposible para Chela y Chiquita porque en Paraguay no existe el matrimonio igualitario. Este modo de interpelación es tanto una crítica social al conservadurismo del país, como una marca de este rasgo del personaje: a pesar de que vive con su pareja de muchos años, no es la señora de la casa, se sigue viendo a sí misma como una señorita, como la niña que cuidar. Chiquita se ocupa de estos cuidados y, cuando la llevan presa, debe trasladar esa responsabilidad a Pati. Una imagen memorable es cuando le explica cómo preparar la bandeja del desayuno exactamente como a Chela le gusta: cada vaso o taza debe estar perfectamente organizado y a la temperatura exacta. También debe ocuparse de darle sus pastillas antidepresivas, Pati parece ocupar un lugar más de niñera o cuidadora que de empleada doméstica. 

Los espacios que Chela habita en la casa son tres: el dormitorio, en esa cama que la aplasta en la inercia y la aleja del placer y la sexualidad; el salón donde se sienta a observar y tocar sus pertenencias, que van lentamente desapareciendo a lo largo del film; por último, el taller donde Chela pinta, donde vemos diferentes cuadros, pero bien podrían ser el mismo, en todos los casos es naturaleza muerta, como si se tratara de un reflejo de la interioridad descolorida de Chela. No es un espacio para el despertar de las pasiones dionisiacas, el arte no aparece aquí como potenciadora del personaje, sino como una más de las tradiciones aleccionadoras de las prácticas y los comportamientos femeninos que ella debe desarrollar. Todos los ámbitos que habita son aquellos tradicionalmente ligados a los “espacios de feminidad” (Pollock, 2013), espacios reservados para las damas burguesas del siglo xix. No se explicita, pero podemos imaginar que el pintar es un hábito heredado de mujeres que no tenían obligaciones de cuidar el hogar porque tenían sirvientas y, por supuesto, no debían trabajar. 

Hay dos emociones que podemos ver alternando en cómo Chela habita el espacio del hogar: el miedo y la vergüenza. La casa burguesa es tradición y estabilidad, para Chela es tanto un ambiente opresivo que la mantiene en su estado de quietud, como su refugio, porque, si la inercia trae más inercia, no hay un deseo en Chela de salir de él, y la casa le presenta la frontera ideal entre ella y el mundo exterior. El “miedo” es siempre frente a otro, y la política espacial de esta emoción es, por lo tanto, el encogerse: el cuerpo se retira del mundo para evitar el objeto del miedo (Ahmed, 2014: 115). Es por esto por lo que la casa se presenta como el espacio legítimo para la feminidad. La casa es “segura” para las mujeres porque implica el retirarse del espacio público, “peligroso” para las damas. 

El miedo al “mundo” como el escenario de un daño futuro funciona como una forma de violencia en el presente, que encoge los cuerpos y los coloca en un estado de temerosidad, un encogimiento que puede involucrar una negativa a salir de los espacios acotados de la casa o una negativa a habitar lo que está afuera de maneras que anticipan el daño. Dichos sentimientos de vulnerabilidad y miedo moldean los cuerpos de las mujeres, así como la manera en que esos cuerpos ocupan el espacio (Ahmed, 2014: 117).

En esa primera imagen del film, Chela aparece inmediatamente como alguien temeroso, contraído en los rincones de los encuadres. La casa es su frontera frente al objeto de miedo, el mundo exterior. Hay dos razones que ayudan a que el espacio público aparezca hostil para Chela: por un lado, ya mencioné que se la trata como a una niña, en ese marco el espacio exterior le exige que sea una adulta, ya que afuera nadie la va a cuidar como a una señorita; y, por otro lado, Chela es un cuerpo queer, y el espacio público, dice Ahmed, siempre se presenta como resistencia para el cuerpo queer

Cuando Chela acompaña a Chiquita a entrar a la cárcel, la oficial le pregunta si ella es un familiar; es un intercambio sutil, pero es la primera marca de que el espacio público y las instituciones no consideran que la homosexualidad es una opción[2]. En el mundo exterior, la heterosexualidad está siempre asumida, el espacio público es un espacio para el cuerpo heterosexual. Más tarde en el film, Chela tiene un intercambio con dos amigas de Angy. Las dos amigas, Vera y Cata, son contornos de dos rostros que nunca vemos claramente, no importan, podrían ser cualquier persona. La cámara está enfocada en el rostro de Chela sentada en un sillón, Angy se encuentra detrás de ella fuera de foco, y los contornos de sus amigas están prácticamente sobre la cámara ahogando el encuadre. Sus voces, por el contrario, son claras como el agua. Estos personajes, al igual que Angy, se presentan fuertemente sexuales, el primer comentario de una es que entre ellas lo comparten todo: “hasta los hombres”. Inmediatamente, la otra le pregunta a Chela si está casada y, frente a su negativa, asume: “Ah, divorciada”. Y la amiga, incómoda y mirándola con complicidad, le dice: “Ella es la que trae y lleva a las chicas”. Vero y Cata se miran riendo con los ojos mientras Chela las observa fijamente con una expresión seria y titubeante. Luego le preguntan: “¿Solo mujeres llevas?”. La escena está cargada de violencia simbólica, y el rostro de Chela, que es el único que vemos completo y en foco, se va transformando con el intercambio. No solo se asume rápidamente la heterosexualidad, sino que, al ponerse esta en duda, con estas miradas cómplices, Chela se convierte en un chiste. 

Aquí es donde entra en juego la vergüenza. La vergüenza es una emoción que se experimenta frente a otro, requiere de un testigo, pero siempre es hacia uno mismo. Es un doble juego de exposición y de ocultamiento, la exposición frente a otro lleva a la sensación de vergüenza, que hace que el cuerpo busque esconderse o cubrirse (Ahmed, 2014: 165). Hay otra escena importante donde aparece la vergüenza dentro del hogar, cuando Angy, en cuanto elemento externo y extraño a la casa, se vuelve el testigo necesario para que Chela busque esconderse. Ambas se encuentran tomando vino en el salón mientras Angy le cuenta la historia de su despertar sexual con un tal Rafa. La historia conmueve a Chela, quien, claramente excitada por el relato, se retira al baño a calmarse. Cuando sale, se frena bruscamente en esta habitación de paso (que ya ha utilizado de escondite al comienzo del film) al ver a Angy dando vueltas en su habitación, sentándose en su cama mientras se saca los zapatos, la llama a ella y se estira sensualmente sobre la cama. La situación está marcada por la tensión sexual, vemos a la joven a través de la cámara subjetiva, que es la mirada de Chela escondida, mirando entre la puerta entornada, con una respiración agitada. El cuadro está muy restringido y no permite ver mucho, la cámara alterna entre esta mirada subjetiva y el primer plano de Chela sorprendida y apabullada, respirando agitada. Vuelve la imagen sobre Angy, y ella lentamente mueve la cabeza y la ve/nos ve observándola, se comienza a parar y la cámara se tuerce hacia atrás por el espacio, acompañando a Chela, quien sale disparada a encerrarse en el baño nuevamente. Ahora la vemos asustada y avergonzada con la frente sobre la puerta del baño, y escuchamos los pasos de Angy, que se acerca, toca la puerta y la llama, le pregunta si no era eso lo que quería. Cuando Chela finalmente abre la puerta, no sabemos cuánto tiempo pasó, pero Angy ya no está en la casa.

La incomodidad es un sentimiento de desorientación: nuestro cuerpo se siente fuera de lugar, torpe e inquieto. […]. La sensación de estar fuera de lugar y de aislamiento implica una aguda conciencia de la superficie del cuerpo propio, que aparece como superficie, cuando una no puede habitar la piel social, que es moldeada por algunos cuerpos y no por otros (Ahmed, 2014: 228).

La vergüenza se impregna sobre el cuerpo como un fuego que abrasa y colorea la piel. Esa vergüenza es la marca de cómo la piel social está moldeada para unos cuerpos –heteronormados, jóvenes, bellos como los de Angy y sus amigas– y no para otros –cuerpos homosexuales, envejecidos, con arrugas y curvas–. La vergüenza así se convierte en un sentimiento domesticador, se presenta como el coste afectivo de no seguir una vida normativa. La casa es el refugio no solo frente al miedo, sino frente a la vergüenza de vivir una existencia fuera de las normas. Este espacio incómodo, oscuro, opresivo para Chela tiene sentido en un mundo donde el cuerpo queer no puede habitar con comodidad el mundo pensado para la heteronorma. 

Imagen 1. Chela espiando a Angy. Fotograma de Las Herederas

Imagen 2. Angy descubriendo y devolviendo la mirada a Chela. Fotograma de Las Herederas

El modo de Chela de habitar el hogar es a la vez el del refugio que la protege y el de un espacio que desorienta, no es un refugio cómodo, es hostil en sí mismo. Es oscuro y opresivo, no hay un orden espacial claro, no podemos seguir las líneas de movimiento por las habitaciones, están desorganizadas; no puede habitar todos los espacios, y los que habita lo hace rígidamente, pintando cuadros de lo inerte, acariciando los objetos que ahora son los fantasmas de la vida que tuvo. A lo largo del film, los contornos alrededor de Chela siempre se difuminan y no nos permiten ver más allá. El mundo es habitado sin contornos, sin objetos, sin protuberancias, es liso y homogéneo, la única forma visible es el cuerpo de ella. La falta de contornos implica una pérdida de perspectiva, es perder consciencia del espacio y no saber dónde estás parada, Chela está desorientada porque su vida no se dirige ni orienta a ningún lado. Su desorientación la hace andar en círculos en esa casa con sus tradiciones y su rutina de señorita burguesa del siglo xix. La fragilidad se presenta, así, como efecto de la desorientación, una desorientación en el espacio a partir de la falta de apoyos de un mundo que no proporciona un hogar para ese cuerpo y una desorientación sexual, el alejarse del ideal heterosexual puede convertir al cuerpo queer en frágil (Ahmed, 2018). La casa heredada no le da apoyo a este cuerpo, y, en un mundo sin apoyos, es más fácil romperse. 

Conquistar un refugio frágil

El espacio es una duda: continuamente necesito marcarlo, designarlo; nunca es mío, nunca me es dado, tengo que conquistarlo. 

                         

Georges Perec

Alain Badiou, en “El cine como experimentación filosófica”, plantea que los autos son uno de los elementos más trillados del cine y que solo un gran artista puede resignificar el uso que se les da, como hace Kiarostami, “donde el auto se transforma en el lugar de la palabra. Deviene el destino de un sujeto”, o en el cine de Oliveira, donde el auto se transforma en “un lugar de exploración de sí mismo. Una suerte de movimiento hacia los orígenes” (Badiou, 2004: 67).

En Las Herederas el auto deviene el destino de Chela. Le permite reencontrarse con ella misma y salir de la inercia en la que su vida ociosa se había sumergido. La saca del ámbito privado de la casa hacia el mundo público de la calle, pero esta no es una odisea de autodescubrimiento a través de un viaje como en el camino del héroe. El auto atraviesa a Chela en cuanto nuevo escenario en sí mismo, no por los destinos a los que llega. Son los meros desplazamientos los que transforman al personaje. Este es uno de los elementos característicos de la cultura latinoamericana reciente, “son los desplazamientos en sí mismos los que configuran los espacios y espacialidades del cine latinoamericano” (Depetris Chauvin, 2019: 4).

Chela no sigue un ritmo clásico de la narración, sigue su propio ritmo guiado por la desorientación. Por eso me interesa indagar la idea del auto como un refugio frágil. El cambio de escenario de Chela pasa de cuatro paredes viejas y descaradas de la casa a las cuatro puertas de la carrocería del auto, no importa a dónde la lleva, lo que importa es que hay movimiento. Este espacio le permite a Chela habitar el mundo con otro confort. Si en la dura y fría casa heredada la desorientación de Chela la inclina más a romperse, el auto es un espacio que la acoge en movimiento, en un movimiento frágil que la sostiene mejor en el mundo. Para un cuerpo queer, un refugio frágil es más seguro que un refugio insondable como es la casa familiar. Esa casa se vuelve una cárcel para las pasiones, mientras que el auto le permite a Chela experimentar sentimientos de deseo y erotismo. 

La primera vez que vemos a Chela manejar es al salir de una fiesta de cumpleaños con Chiquita, la imagen la presenta directamente en el asiento de conducir, la cámara se encuentra detrás del asiento del acompañante y la vemos de perfil. Los vidrios están empañados, y el exterior se encuentra desenfocado, por lo que el afuera es una lisa mancha homogénea que no nos revela nada del espacio que la rodea. Maneja lentamente y el auto hace algunos rebotes. Chiquita, borracha, dice que puede manejar ella, lo cual Chela desestima, pero nos da la pauta de que ella no suele conducir. En esta secuencia Chiquita le pedirá que acelere, que avance a pesar del semáforo, la trata como una niña miedosa: “¿A qué le tienes miedo?”, le dice. Chela la mira y no contesta. El auto aparece como un espacio ajeno para Chela en el que avanza titubeante, pero a su propio ritmo. El auto es de ella, fue un regalo de su padre y tiene valor sentimental, pero ahora, como todos los objetos de su herencia, está a la venta.

Imagen 3. La primera vez que vemos a Chela manejar. Fotograma de Las Herederas

Cuando Chiquita se va a la cárcel, el auto queda exclusivamente en manos de Chela. La primera salida como remisera se da porque Pituca, su anciana vecina, le pide que la lleve. En la radio se escucha la “Obertura 1812” de Tchaikovsky, una pieza de música clásica especialmente dramática. Mientras la figura difuminada de Pati abre el portón a la calle, la cámara se encuentra dentro del auto enfocando el espejo con un rosario que le cuelga. La música hace un crescendo dramático mientras Chela va bajando con el auto por la rampa hacia la calle lentamente. Estamos en la mirada subjetiva de Chela, la escena está cargada de una tensión que se vuelve cómica. Al final del camino sobre la vereda, se ve una diminuta pero amenazadora figura resaltada por la música que crea expectativa, y, al entrar en foco, esta se actualiza como la encorvada y frágil Pituca. Esta secuencia es una transición del adentro al afuera que está cargada de esta tensión dramática y cómica a la vez; lo que es claro es que, para Chela, implica un acto de mucha fortaleza, es una salida forzada. Es la primera vez en el film que la vemos sobreponerse al miedo para movilizarse. Antes de salir, Chela se encontraba pintando en su taller esas naturalezas muertas e inertes e inmediatamente debe salir de la inercia, de esa rutina y moverse en otra dirección, con otra orientación. El movimiento trae movimiento. 

En estos dos primeros momentos, el auto no aparece inmediatamente como un refugio o un espacio que la ayude a habitar mejor el mundo, es un espacio incómodo y desafiante, esta incomodidad es distinta a la incomodidad de los espacios oscuros de la casa, es una incomodidad que la obliga a reorientarse. Ahí radica la potencia del auto, el acto de reorientación ya involucra un movimiento para el personaje, es un movimiento performativo. El agenciamiento que implica el conducir el auto no se contradice con la fragilidad del cuerpo queer; al contrario, trabajan juntos, agencia y fragilidad, para que Chela habite más cómoda el mundo. 

A partir de este momento, Chela comienza a trabajar de chofer para Pituca y sus amigas. Como “señorita” de la casa, se había dedicado siempre al ocio, a tocar el piano o a pintar cuadros sin gracia. Es fácil comprender que es la primera vez que Chela tiene un trabajo: una razón concreta que la saque de su casa y le dé una responsabilidad. Mientras espera a las mujeres a que jueguen a las cartas, Chela no tiene nada que hacer y se queda esperando. Es en una de esas esperas en que aparece Angy; la primera vez que la vemos es una figura que entra al cuadro en el fondo y, si bien no podemos verla entera ni distinguimos su rostro, es inmediatamente llamativa por la diferencia con las otras mujeres del film. Angy tiene un cuerpo alto, flaco y joven. Usa tacos, viste ropa entallada que marca su figura y tiene el pelo largo. Con Angy, entra la sexualidad en la imagen.

El auto como elemento privilegiado para los desplazamientos de Chela será el vehículo de nuevos deseos. Ella se encuentra en el auto esperando a Angy y su madre, a quienes llevó a un hospital para el tratamiento de esta última. Entra Angy al auto y se acomoda su larga cabellera. Se prende un cigarrillo y en sus movimientos vemos su rodilla desnuda. La llaman por el teléfono y resulta ser un pretendiente que tiene –“Eric, este me escribe de vez en cuando”–, y en el cuadro vemos un poco más de sus piernas. Le pide que le sostenga el cigarrillo mientras se mira al espejo y se peina, se acaricia la cara mientras Chela la observa. Angy le pregunta si nunca fumó, toma el cigarrillo nuevamente y, mientras se ofrece a enseñarle, le acaricia la frente y los ojos, que le pide que cierre. Con la yema de los dedos, le acaricia su boca, pero solo un poco; entre sus labios entreabiertos, Angy apoya suavemente el cigarrillo, Chela aspira y comienza a toser, con lo que rompe el hechizo. Toda esta secuencia está marcada por la tensión erótica, el deseo de Chela y la performance corporal constantemente seductora de Angy. Este momento despierta el deseo de Chela; luego la veremos masturbándose y comenzará a mirarse más al espejo, preocupándose por su apariencia y usando anteojos de sol. El cigarrillo, que en Angy es un elemento de seducción, en el caso de Chiquita es un elemento disuasorio; “Apestas a cigarrillo”, le había dicho Chela. 

Imagen 4. Angy enseñando a Chela cómo fumar. Fotograma de Las Herederas

El auto pone literalmente en movimiento a Chela, sale lentamente (y no automáticamente) de su letargo y de su rutina. Cambia de ritmo. Así como Chiquita es un personaje que potencia la quietud de Chela, la fomenta y promueve en su afán de cuidarla como una niña, incluso se burla de su nuevo trabajo; Angy es el personaje que la sacude hasta sus cimientos y está directamente ligada al movimiento y los desplazamientos del auto. Por Angy, Chela decide animarse a manejar en ruta, cosa que nunca había hecho: la saca por completo de su encierro. 

Esto se cristaliza cuando, hacia el final del film, Chiquita vuelve a la casa y le informa a Chela que ya consiguió comprador para el auto, van juntas a verlo y, mientras vuelven, quien maneja es Chiquita: le quitó el control del vehículo y es la primera vez que la cámara filma el auto frontalmente desde adelante presentando una imagen limpia y clara de las dos mujeres en los asientos delanteros. Para Chela, este es el punto de inflexión que desencadena que al final se escape en la noche antes de tener que entregarlo. La última imagen del film es Chiquita mirando el camino vacío y el portón abierto por el que anteriormente vimos salir por primera vez a Chela.

Este final no es la consecuencia de un camino heroico y lineal hacia la libertad como podría hacerlo un héroe masculino clásico. Chela no cambió por completo su vida ni transformó su persona para ser alguien distinta de quien era cuando empezó, solo se puso en movimiento y en ese acto construyó un refugio propio, no heredado y de tradiciones heteronormadas enquistadas. 

Por tanto, podríamos pensar en la fragilidad no tanto como el potencial de perder algo, la fragilidad como pérdida, sino como una cualidad de relaciones que adquirimos o una cualidad del edificio que construimos. Fragilidad queer: una cualidad de lo que es construido. Un refugio frágil tiene muros más flojos, hechos de materiales más ligeros; mira cómo se mueven; es un movimiento (Ahmed, 2018: 207).

El auto como refugio es frágil ya que puede fácilmente romperse, y es justamente esta cualidad rompible lo que lo convierte en el perfecto refugio que Chela no puede perder.

Conclusión

Las Herederas es una película de atmósferas, que construye a sus personajes a partir de los climas que las rodean. Estos climas, colores, encuadres, ritmos, movimientos son los que permiten analizar fenomenológicamente cómo habitan estos cuerpos el mundo. 

Estos cambios de ritmos y orientaciones del personaje de Chela habilitan pensar en términos de atmósferas afectivas que se ponen en juego entre el personaje, los objetos, los otros cuerpos y los espacios que habita, dado que las atmósferas, al igual que los afectos, son pensados en su perspectiva relacional: se construyen en las relaciones. Como dice Kratje, los estudios de las atmósferas son más descriptivos que narrativos, la atención está puesta en el cuadro, el tono, la música (Kratje, 2019: 92); intenté aquí hacer un trabajo descriptivo que logre dar cuenta de algunos elementos climáticos del film. 

La casa de las herederas es una casa construida para una sociedad blanca, de clase alta y heteronormada. Es una casa para la institución familiar tradicional, desde la disposición de los espacios, hasta sus objetos de lujo y ocio para la “aristocracia” sin responsabilidades. Estas casas eran los lugares privilegiados para la feminidad, la casa es el espacio de la reproducción familiar y configura la privacidad requerida para la vida de las mujeres burguesas. Esta ya está venida a menos, al igual que esas instituciones familiares que las sostenían, pero su poder sigue estando presente. El mundo dentro y fuera de la casa sigue siendo hostil para quien no logra adecuarse a estas normas y quienes no ostentan estos privilegios de clase. 

En ese espacio Chela se encuentra aplastada, quieta, sin horizonte ni proyectos, deprimida y sin deseo. El film se ocupa de presentarla como alguien desorientada, en su propio mundo introspectivo, sin exterioridad que la conmueva; por eso vive en un mundo sin contornos. Esta sensación la acompaña dentro y fuera del hogar, es una opresión interior potenciada por la inercia que conlleva el hogar burgués. Esa inercia que solo trae más inercia. La incorporación del auto en su rutina moviliza el ritmo y la desorientación del personaje. No se trata de un acto de transformación, no pasa de un estado a otro distinto, simplemente le permite encontrar un nuevo espacio en el que habitar el mundo con más apoyos. La fragilidad queer de quien vive una existencia fuera de la norma heterosexual se resignifica y se aleja del peligro constante de romperse, para convertirse en el refugio móvil que la protege. El movimiento trae movimiento, y, si no podemos salir de casa, podemos salir de la inercia con el cine: otro tipo de movimiento que nos saca de nuestra interioridad y nos arroja al afuera. 

Referencias

Ahmed, S. (2006). Queer phenomenology. Orientations, objects, others. Duke University Press.

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  1. Es el primer largometraje del director Marcelo Martinessi, quien previamente había dirigido cuatro cortometrajes: Karai norte (2009); Calle última (2010); El Baldío (2012); y La Voz Perdida (2016).
  2. Cuando se estrenó la película en Paraguay, abrió el debate público con relación al derecho de visitas íntimas entre mujeres dentro de la cárcel. El estreno de la película contó con la presencia de muchas activistas feministas y lesbianas reivindicando la lucha por los derechos LGTB en el país.


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