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Diecisiete kilómetros en línea recta

Ananda Muylaert

Dentro de los caminos posibles para la transformación, el cambio cultural y la inmigración son dos de los intercambios más importantes en la modernidad. Procesos-vida y objeto de acalorados debates, los happenings culturales de la inmigración han causado un gran impacto en la historia del arte latinoamericano, especialmente en Brasil, que hoy, entre otros grupos de inmigrantes, alberga la mayor comunidad nipona fuera de Japón. Es innegable que adaptar un estilo de vida a un entorno cultural diferente puede ser bastante difícil; esto fue bien registrado por las primeras familias japonesas que fueron traídas al país. En su texto “Senso estético na vida dos imigrantes japoneses, Tomoo Handa, pintor nacido en Utsunomiya, quien vivió la mayor parte de su vida en las afueras de São Paulo, describe el proceso de adaptación bajo una luz diferente:

Esto se debe a que el sentido estético japonés, especialmente el que constituye la tradición viva dentro de la vida cotidiana de la población, casi nunca puede disociarse de la vida que se vive en Japón, y se encuentra, como se encuentra afectivamente allí, vinculado al estilo de vida expresado en la costumbre de sentarse en el tatami (Handa, 1988: 11).

Handa vio el sentido estético japonés como una de las tantas cosas a las que los inmigrantes tenían que renunciar cuando iban a Brasil para vivir una “vida no estética”. Esa falta de estetización de la vida se relaciona con un movimiento de mímesis de los aspectos puramente externos de la rutina brasileña, por lo que es seguro asumir que esa adaptación, y posterior desprecio de los comportamientos estéticos internos, se realizó principalmente en el campo de la vista.

Para discutir y publicitar trabajos creados por miembros de la comunidad japonesa en Brasil, y también para mantener el contacto con su rutina y sus hábitos anteriores, ocho inmigrantes crearon un grupo llamado “Seibi-kai[1] en 1935, y Handa fue uno de sus fundadores. La vida estética sugerida por él se evidencia en las obras de los miembros del grupo, ya sea a través de elementos figurativos, las elecciones cromáticas o la inclinación hacia conceptos estéticos específicos de la filosofía japonesa. Cuatro años después, con la inminencia de la Segunda Guerra Mundial, el gobierno brasileño se apresuró a imponer leyes que les prohibieran a los inmigrantes de los países enemigos –las tres potencias fundadoras del Eje: Alemania, Italia y Japón usar sus idiomas nativos en forma oral y escrita y la libertad de agruparse en territorio brasileño. Por lo tanto, los colectivos japoneses pasaron por un desmembramiento inmediato, lo que resultó en la suspensión provisoria de las obras del grupo Seibi-kai entre 1939 y 1947, año en el que reanudaron sus actividades. En esta segunda fase, entraron en el grupo Tomie Ohtake y Manabu Mabe, dos artistas que florecieron hasta convertirse en los nombres más importantes del abstraccionismo lírico brasileño, alcanzando popularidad en los salones anuales. Aunque el grupo se desmanteló oficial y definitivamente en 1972, la mayoría de los artistas afiliados a él continuaron con sus actividades artísticas a lo largo de las últimas décadas del siglo xx.

Durante un período en el que los artistas brasileños estaban muy apegados –incluso de forma retorcida– a las ilustraciones de la vida cotidiana –como los rostros de los obreros, los paisajes de la ciudad representados con los colores del tropicalismo idealizado, etc.–, el arte abstracto se mostraba más atrevido. Esta osadía se transparentaba principalmente en la liberación respecto de ese tipo de correspondencias pictóricas –o incluso, de modo más osado, en un renunciar a las figuras como un todo–. Mabe, Handa y sus compañeros habían ido, por definición, en contra de las expectativas depositadas en el arte brasileño moderno, como lo hicieron otros artistas, enfrentándose tanto al racismo como a la intolerancia hacia el tachism[2] por parte de críticos establecidos como Ferreira Gullar. En medio también de la intransigencia cultural, el recrudecimiento del racismo (peligro amarillo, o yellow peril) y el profundo deseo por un arte verdaderamente brasileño, el reduccionismo ontológico de los críticos de arte colocaría a todos los artistas japoneses dentro de la misma bolsa.

Al afirmar que sus puntos de vista eran foráneos e inadecuados para la búsqueda de lo que anhelaba el modernismo brasileño, los críticos cerraron los ojos a las particularidades de estos artistas en un peligroso double standard. Por ejemplo, los colores de un clima tropical húmedo, como los amarillos y ocres de la luz solar severa en tierras semiáridas o el verde enérgico de los bosques emparejado con cielos turquesa de verano, fueron elogiados por su representación de una verdadera identidad artística nacional, que se desarrolló en gran medida a lo largo de la estética cotidiana. Lo mismo no se aplicaba cuando se trataba de los verdes mudos y marrones suaves utilizados por los pintores de Hokkaido como Alina Okinaka, que vivía entre plantaciones de té y campos de arroz en un pequeño pueblo cerca de la costa de São Paulo, y Flávio-Shiró Tanaka, quien residía en Tomé-Açu, Pará, en el norte de Brasil.

El objeto en la pintura

La línea que engloba la definición del “arte japonés-brasileño” es bastante delgada y, a menudo, inestable. El terreno común parece ser una memoria siempre presente en aquellos que tenían la edad suficiente como para tener recuerdos sólidos de Japón en el momento en que dejaron ese país. Algunos japoneses que comenzaron su carrera como artistas en Brasil se negarían rotundamente a definir su arte como “arte oriental”, lo que a menudo fue utilizado por los críticos para fetichizar o disminuir las obras de arte, especialmente en comparación con el “verdadero arte brasileño”. Sin embargo, es posible encontrar en obras específicas del abstraccionismo informal brasileño una conexión con el pasado: desde elementos que son más valorados en la estética japonesa que en la occidental hasta características como claves visuales o teóricas que hablan de una vida distinta, una vida dejada atrás.

En cuanto al grado de explicitación de la figuración, la pintura Peixe, Prato e Chaleira (1953) de Manabu Mabe es uno de los mejores ejemplos de la reverencia a las imágenes del pasado. Artista nacido en el sur de Japón que se mudó a Brasil para trabajar en los cafetales de Lins, en el campo de São Paulo, Mabe frecuentemente exploraba ideas e imágenes de su herencia cultural de una manera a veces velada, a veces abierta. En Peixe, Prato e Chaleira, hay dos referencias visuales inmediatas que representan aspectos muy importantes de la cultura japonesa: el recipiente para hervir el agua y el pescado[3]. Esta vasija, que en tierras brasileñas representa una alusión inmediata al café –cuyo cultivo era el sustento de la mayoría de los inmigrantes japoneses de la época, como el propio pintor– en lugar de al té, es una tetera, uno de los equipos esenciales para la ejecución de la ceremonia de té japonesa (chadō). El hervidor no es simplemente un hervidor, sino una chagama, que también puede ser kyusu o tetsubin, y que no solo cumple su papel como un simple objeto/contenedor para el té: existe como una de las herramientas más esenciales del chadō, que contiene un fuerte sentido estético muy significativo para la historia y la cultura japonesa.

El pescado, también retratado por Mabe en Peixe, pomba e fruta (1954)[4], es uno de los principales pilares de la dieta de los japoneses. Japón, de tradición histórica acuícola, es uno de los países con el mayor consumo anual de pescado per cápita del mundo. Debido a su condición geográfica como archipiélago, las especies ampliamente capturadas y consumidas son de agua salada (muchas son habituales del mar de Japón y del océano Pacífico) y, por lo tanto, no existen en el interior de Brasil. Cuando se establecieron en el nuevo país, los inmigrantes tuvieron que reemplazar su fuente principal de ingesta de proteínas con pescados de agua dulce y con carne roja del ganado. En otras palabras: las figuras en la pintura de Mabe no son solo peces y animales alimenticios elegidos puramente al azar, sino una representación pictórica de los constantes intentos de mantenerse en contacto con las herencias y tradiciones de su tierra natal. Inclusive son un símbolo de las adaptaciones que los inmigrantes tuvieron que sufrir para sobrevivir en los trópicos.

También es notable, en muchas de las obras de arte abstracto de Mabe, la influencia del sho, la caligrafía japonesa tradicional. En el proceso del sho, el calígrafo, armado con tinta y pincel, tiene una única oportunidad de escribir las cosas –no hay posibilidades de corregir errores– y debe hacerlo de una manera amable y fluida. Mabe fue lo suficientemente lejos como para nombrar una pintura como Caligrafico (1959), como su narración visual inmediata.

Tomando un camino que a primera vista podría parecerse a las empresas de Mabe en caligrafía, pero en realidad es todo lo contrario, estaba Tomie Ohtake. Entre 1966 y 1969, la artista pintó una serie de cuadros de aspecto similar que presentan una estructura que se parece a la letra X hecha de formas irregulares cuasi rectangulares. Nacida en 1913 en Kyoto, Japón, se mudó a Brasil en 1936, y comenzó sus estudios al principio de la década de 1950 con el pintor igualmente japonés Keisuke Sugano. Aunque sus primeros trabajos fueron en su mayoría figurativos, Ohtake comenzó a explorar rápidamente pinturas abstractas a través de las cuales consolidó su posición como una de las mayores artistas femeninas en toda la historia de Brasil. Mezclando formas orgánicas y retorcidas con geometría precisa, su aventura en el abstraccionismo lírico llegó a territorios desconocidos, inclusive en medio de otros abstraccionistas activos en el Brasil de los años cincuenta. Sus pinturas de las formas cruzadas son semialfabéticas: apartándose de los cuadros visualmente caligráficos de Manabu Mabe, Ohtake rechazó la idea de usar caligrafía en sus obras. La propia artista explica la falta de compromiso con la escritura y la motivación de pintar simplemente por pintar, fabricar un trabajo sin ningún tipo de intención previa: “Me temo que la caligrafía es una figura de efecto visual que simplemente ilusiona al espectador. Siempre he evitado esos efectos […] que terminan convirtiéndose en simples accesorios para impresionar al observador” (Ohtake, citada en Arruda, 2000: 23).

El sujeto en la pintura

Tomie Ohtake elegía colores brillantes y coqueteaba con la pintura color field (de bloques de colores). Incluso sus formas geométricas se convirtieron en preguntas abiertas, tomando simultáneamente el espacio de facto en la superficie del lienzo –contorneadas por colores, limitadas y presentadas como un dibujo– y un espacio negativo hecho de presencia interpretativa dentro de una dimensión imaginaria que sobrepasa las fronteras de la obra de arte en sí. Por ese medio, la pintora se alejó de las ideas preconcebidas del mundo inteligible. Con paletas cuestionables y pasando de formas que parecen pintadas con precisión matemática a manchas de pintura que parecen casi lágrimas en la tela, su trabajo alcanza la realidad que habita las experiencias emocionales subjetivas, se presenta de manera abstracta y marca una distancia respecto de ideas preconcebidas del mundo sensible/inteligible ya sólidamente esbozado.

Esta distancia es quizás mejor ejemplificada por su serie Pinturas cegas[5]. Al privarse de la visión –su método de pintura implicaba cubrirse los ojos con una venda–, la pintora parece lograr, más que nunca, una emoción táctil pura y cruda. Es una de las series más notorias y simbólicas, tanto estética como conceptualmente, de la artista. Renunciando a la vista, sus manos se convierten en una extensión de su espíritu, siendo la brocha el camino para expresarse y crear sin idealizaciones visuales y preconcepciones subyacentes. En este sentido, Ohtake establece un diálogo directo con la idea de Merleau-Ponty sobre lo visible y lo invisible:

Toda la cuestión está en comprender que nuestros ojos de carne son ya mucho más que receptores de las luces, los colores y las líneas; son computadoras del mundo que tienen el don de lo visible, como se dice que el hombre inspirado tiene el don de las lenguas (Merleau-Ponty, 1985: 25).

La relación entre Tomie Ohtake y el filósofo fue más allá de suposiciones meramente teóricas: influenciada por el crítico de arte Mário Pedrosa, usaría el trabajo de Merleau-Ponty como base para Pinturas cegas. Mientras se desempeñaba como presidente de la Asociación Internacional de Críticos de Arte (AICA), Pedrosa recibió un subsidio otorgado por la Unesco para pasar diez meses en Japón estudiando las relaciones entre las obras de arte japonesas y occidentales. Después de regresar a Sudamérica en 1959, se volvió especialmente cercano a los artistas japonés-brasileños, creando lazos entre lo que aprendió en el extranjero y lo que se estaba produciendo en Brasil, lo que resultó en una valoración y un reconocimiento de la importancia del origen étnico de los artistas tanto para sus procesos creativos como para sus productos finales.

En ese mismo año, Mário Pedrosa le aconsejó a Tomie Ohtake que leyera Lo visible y lo invisible, de Maurice Merleau-Ponty. Esto terminó siendo no solo un punto de inflexión en la carrera de Ohtake, sino también la principal motivación detrás de Pinturas cegas. Aunque, por definición, la abstracción informal deja que las emociones de los artistas fluyan libremente, cuando Ohtake rompió con el ocularcentrismo de una manera tan radical, reveló en ese mismo acto un sentido profundamente arraigado de la supremacía del sentimiento sobre la visión.

Al vendarse, dejando que su mano fuera guiada por nada más que su propio kokoro[6] y sus memorias, surgió una nueva forma experimental de relacionarse con el exterior, sin constreñirse en nombre de los ideales visuales de belleza que se imponen tan intensamente en la cultura occidental. Partiendo de la preposición hecha por Okakura Kakuzō de que cada individuo posee un “corazón pensante” (kokoro), podemos rastrear sus reflejos en la historia de Ohtake. La idea de un kokoro en Okakura puede verse, en cierto modo, como una manifestación de la idea que presenta Heidegger: contiene una conciencia del ser. Podría decirse que Heidegger lleva esa idea más allá al postular que el ser (sujeto) no es y nunca puede estar separado del mundo (objeto). Merleau-Ponty sugiere que la falta de separación no solo ocurre en la esfera de la conciencia, sino también en la fisicalidad de las cosas, porque todo lo que tocas te hace retroceder.

Como la comprensión de los fenómenos vinculados al alma, el corazón, el espíritu o soul varía en distintos idiomas, culturas y religiones, es interesante notar que en la lengua japonesa kokoro está dotado de una ambigüedad extremadamente reveladora: además de ser una traducción literal del nombre del órgano corazón, el kokoro representa algo en el núcleo de un ser donde los procesos de pensar y sentir se desencadenan de manera simultánea e indeleble, creando un vínculo muy fuerte entre la razón y la emoción. Pero la misma Ohtake rechazó la caracterización de sus obras de arte como meramente japonesas, alegando: “Mis obras son occidentales, aunque están bajo una fuerte influencia japonesa, son un reflejo de mi formación personal. Esta influencia se puede ver en mi búsqueda de concisión: pocos elementos deberían decir mucho” (Almeida, 1992). Dado que toda la carrera de Ohtake como artista floreció en suelo brasileño, no es sorprendente que trabajase con amalgamas o referencias distintas que no residan en imágenes fuertemente polarizadas, sino en piezas armónicas y cohesivas, entre cuadros, esculturas y grabados. Aunque Tomie nació y creció en Japón, solo se le permitió pintar a los 38 años, con la tutoría de Keisuke Sugano, quien había recibido educación formal en Grenoble, Francia, y fue a Brasil en un programa de intercambio promovido por el Museu de Arte Moderna de São Paulo (MAM). Es decir: tanto la alumna como el maestro compartieron antecedentes culturales y sociales comunes, que se mezclaron intensamente con las prácticas y los pensamientos occidentales.

Su relación con otros artistas de Seibi-kai amplió este potencial. Ohtake encontraba en la privación sensorial una forma de internalizar completamente por la fuerza la experiencia artística. Ella se basaba en lienzos, los tridimensionalizaba y los llevaba a un nivel muy subjetivo. Manabu Mabe vertió la tinta directamente sobre la tela y usó espátulas y brochas para extender la pintura sobre la tela, limpiando el pincel y dejando que los colores se formasen, como en una autogénesis de formas: su mano era solo el medio para que el interior se expandiera al mundo de las cosas. La exploración de texturas y gestos tiende a estar relacionada con obras tridimensionales, como esculturas, instalaciones, medios artísticos dirigidos a un alcance más táctil. Pero hay un tipo de “toque en la mirada” promovida por esta construcción de cuerpos a través del arte bidimensional, como en el caso de las pinturas de Manabu Mabe, que crean (anti)formas que se destacan del lienzo.

El campo de intersección de estos dos procedimientos que, a primera vista, pueden parecer incoherentes y desconectados cuando se colocan uno cerca del otro se muestra específicamente en dos puntos: el primero es la ruptura de la jerarquía sensorial que posiciona la vista en un lugar superior respecto de los medios o de los fines de la ejecución de una obra; el segundo, una consecuencia directa del primero, es la sustancialidad del gesto para la realización de cualquier arte. Además de la textura en las obras del abstraccionismo lírico, el color se muestra con un aspecto más prominente, y esto, por sí solo, ya trae consigo un simbolismo completamente diferente del que se les da a los colores en Occidente.

Colores y memoria

Cuando Flávio-Shiró afirma que el blanco de sus lienzos activa la memoria de caminar con su padre a través de la espesa nieve durante su infancia en Japón, y que ese país se habría mantenido como un “recuerdo de colores (Shiró apud Diniz y Herkenhoff, 2008), está retratando cariñosamente su misma reminiscencia –es decir, un modo absolutamente subjetivo— del archipiélago. En resumen, es su forma de expresar su emocionalidad, de la misma manera que lo hacía Tomie Ohtake al liberarse de los lazos de la visión y dejarse llevar por las sensaciones. Massao Okinaka, como Shiró, en sus primeros años figurativos retrató a Brasil: su particularidad, entre los miembros del grupo Seibi y los principales artistas activos en Brasil a mediados del siglo xx, aparece en la mezcla entre las referencias visuales de las dos naciones.

El juego de internacionalización de sus obras es interesante: cuando retrata un pájaro posado en una rama delicada, el pájaro es una Coronata paroara, cardenal nativo del medio oeste brasileño; sin embargo, se encuentra en un fondo vacío, como es típico de las pinturas sumi-e, una técnica introducida en Brasil por el propio Okinaka. Sus obras no presentan imágenes de templos budistas o sintoístas, sino pequeñas iglesias católicas cuadradas construidas con ladrillos. Pero es de Japón de donde proviene su predilección por dibujar ramas delgadas de árboles, geométricamente retorcidas, como en el ikebana; hojas largas y claras, flores de cerezo y ciruelos que flotan en el papel, sin fondo, al igual que el pájaro, como si existiera un milagro en el vacío de la tela.

En lugar de las “chozas de azafrán” y el ocre y el verde de la favela debajo del “azul cabralino”, los amarillos de Tomie Ohtake se asemejan a tōō (cambogia), un pigmento extraído de plantas utilizadas para teñir las túnicas de los monjes budistas; un color solemne y religioso, con extrañas alusiones al ideal de lo brasileño presente en el color modernista. Los tonos morados no se refieren a ipês[7], sino a las flores de fujimura (‘glicinia’). Esta falta de estructura, un fantasma de visión (color, luz)[8], es el puente que conecta al artista inmigrante con sus ciudades natales. Es una memoria de sus flores, climas y colores, tan moldeable como la nieve que acuna la memoria y se derrite y se extiende, tan fluida e infinita como el horizonte del océano Pacífico, que separa América del Sur de Asia. También, en consecuencia, las múltiples distancias entre casa-Brasil y hogar-Japón. Y se nos presenta una tercera casa, que se encuentra a mitad de camino, no física, sino espiritual: el afecto que podría encapsular una vida entera en un momento singular de producir arte.

El movimiento de congelarse en el tiempo se vincula a las prácticas clásicas zen-budistas: el enso, una práctica histórica de dibujar un círculo con un pincel sobre una página en blanco. El enso no puede corregirse (al igual que la caligrafía), y debe hacerse en solo uno o dos movimientos del pincel, reflejando la imperfección y el estado de cosas dentro de la mente de quien realiza el trazo. Es más que un simple círculo porque es una experiencia insondablemente espiritual e intelectual, una reflexión sobre la imperfección. Un pintor con los ojos vendados no puede corregir sus errores, porque no puede verlos, como tampoco un pintor que no ha planeado su trabajo podría pensar que está desviado del camino: “La visión del pintor es un nacimiento continuo” (Merleau-Ponty, 1985: 27).

Este fenómeno se puede notar en el trabajo de Manabu Mabe y Tikashi Fukushima: en oposición al juicio lógico, ellos se ven movilizados por un impulso gestual vital y urgente. El aspecto principal de las formas del abstraccionismo lírico no se vincula a un cómo se ven, sino a un cómo están construidas, capturando un instante expresado en el movimiento de los instrumentos. Cuando el pincel acaricia la tela, no solo deja una cucharada de pigmento esparcida sobre un lienzo vacío, sino que también encapsula y congela un momento en el tiempo, un estado mental. Es pura expresión y memoria, impulsada por la libertad de ser uno dentro del todo, afecto establecido en forma, línea y color.

Referencias

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  1. São Paulo Bijutsu Kenkyu Kai-Seibi, Grupo de Estudio de Artes Plásticas de São Paulo.
  2. “Tachisme, del francés tâche (mancha’), fue el nombre que se le dio a una corriente del arte abstracto que tuvo su auge entre 1940 y 1950. Favoreció una visión más práctica de la pintura, similar a la action painting estadounidense y al expresionismo abstracto.
  3. La obra puede verse en el catálogo de Itaú Cultural, en bit.ly/3AwIVpW.
  4. La obra puede verse en el catálogo de Itaú Cultural, en bit.ly/3QJohrK.
  5. Se puede consultar el catálogo de Pinturas cegas en bit.ly/3poO5hp.
  6. Kokoro, en japonés, puede significar corazón’, mente’ o sentimientos’.
  7. El Handroanthus albus, o ‘lapacho, es considerado árbol símbolo del Brasil.
  8. “Luz, iluminación, sombras, reflejos, color, todos esos objetos de la investigación no son por completo seres reales: sólo tienen, como los fantasmas, existencia visual. No están sino en el umbral de la visión profana, no son vistos comúnmente. La mirada del pintor les pregunta cómo se toman entre sí para hacer que de pronto haya alguna cosa, y a esta cosa para componer ese talismán del mundo, para hacernos ver lo visible” (Merleau-Ponty, 1985: 27).


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