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Afectos y sexualidad disidente en Marcados para viver (1976), de Maria do Rosário Nascimento e Silva

Alcilene Cavalcante

É melhor ser alegre que ser triste
Alegria é a melhor coisa que existe
É assim como a luz no coração

                                

Mas pra fazer um samba com beleza
É preciso um bocado de tristeza
É preciso um bocado de tristeza
Senão, não se faz um samba não.

                           

Vinícius de Moraes

Jojô, interpretada por Tessy Callado, se destaca en medio de los transeúntes. Con el cabello despeinado, vistiendo ropas supuestamente masculinas (blazer, pantalón y camisa), atraviesa la calle mientras come una manzana. Pasa por delante de un coche que obstaculiza el acceso al andén, entra en un edificio comercial de una avenida agitada de Copacabana, Río de Janeiro. En una alcoba improvisada –un espacio paupérrimo tipo mezzanine–, se quita el blazer y lo coloca en una repisa, junto con la fruta mordida, y se acuesta en un colchón. Prende el resto de un cigarrillo, abraza una muñeca –que allí, a ras de suelo, se encontraba deteriorada– y le dice que la extrañó, pero que su “mamita estaba trabajando mucho”. Luego, suelta la muñeca y agarra una fotografía cuidadosamente protegida por una tela; la saca, examina afectuosamente el retrato, lo besa y se refiere a la imagen como si fuera la de su papá. En tono de lamento, lo llama “¡Papito!”. La cámara encuadra, en picado, la foto en la mano del personaje y la exhibe de cabeza hacia abajo. Algo, del afuera de aquel espacio, llama la atención de Jojô, quien se asoma a la ventana para mirar hacia la calle (02”). En las secuencias siguientes, otros dos personajes son presentados: Edu, interpretado por Sérgio Otero, considerado un “joven pícaro” –en la descripción del guion de la película– y Rosa, interpretada por Rose Lacreta, que es bailarina y ejerce la prostitución en la discoteca Madame Moustache, nombre homónimo del personaje de Luis Carlos Lacerda, que realiza una participación especial en la película presentando shows nocturnos de diferentes travestis y bailarinas, como Rosa.[1]

Si la primera secuencia de Marcados para Viver –largometraje de ficción de la brasileña Maria do Rosário Nascimento e Silva lanzado en 1976– a través de objetos escénicos (la manzana, la muñeca y la fotografía), vestimentas y comportamientos muestra ciertos afectos de Jojô que funcionan como indicios de una identidad de género no fija, las secuencias siguientes evidencian la tónica de toda la película: el encuentro, la relación afectiva entre los tres personajes, que tanto revela las problemáticas de género en Jojô, como les permite enfrentar la soledad y los desafíos cotidianos y vislumbrar conjuntamente mejores posibilidades de existir. Sin embargo, como anuncia la canción de Vinícius, en el epígrafe, las emociones de alegría y tristeza de esos personajes son sentimientos que se atraviesan. La película, desde las primeras escenas, sitúa la trama en un ambiente considerado marginal: de prostitutas, travestis, escorts masculinos y homosexuales, y hace foco, por lo tanto, en sexualidades consideradas disidentes que no se encuadran en la lógica binaria del género y cuestionan la “heterosexualidad obligatoria” señalada por Adrienne Rich (1996) y retomada por Sarah Ahmed (2015).[2]

La propuesta de este artículo consiste en abordar las relaciones de afecto entre los tres personajes, enfocándose específicamente en su sexualidad disidente.[3] No se trata, pues, de un análisis del triángulo amoroso establecido en la trama, sino de abordar las performances afectivas y cómo los afectos son escenificados en la película.

Definir afectos implica considerar conexiones entre “conceptos tan diversos como las pasiones, los estados de ánimo, las sensaciones, los sentimientos y las emociones”, movilizando áreas distintas del conocimiento (Depetris Chauvin y Taccetta, 2017: 358).[4] Ahora bien, sin detallar los clivajes teóricos relativos a la distinción (o no) entre afectos y emociones, en la misma senda de Ahmed (2015), Macón (2014) y Solana (2016), utilizaré exclusivamente la designación “afectos” para asumir el abanico que ellos implican. Para Denilson Lopes, igualmente, no es necesaria la separación entre afectos y emociones o sentimientos, sino que es relevante destacar el carácter histórico, cultural y, por consiguiente, social del afecto, que “no es una propiedad de los sujetos, sino algo que emerge en la relación entre sujetos” (Lopes, 2016: 35, traducción propia). Aquí me apoyaré, incluso, en las contribuciones de Sedgwick sobre los afectos performativos en el sentido teatral, incorporados y constituyentes de espacios de actuación (de articulación entre ausencia y presencia):

Efectivamente, los afectos son aquí instancias que, como los actos de habla de Austin, resultan profundamente performativos: los afectos son en sí mismos actos capaces de, por ejemplo, alterar la esfera pública con su irrupción […]. En palabras de Gregg: “los afectos refieren generalmente a capacidades corporales de afectar y ser afectados o el aumento y la disminución de la capacidad del cuerpo para actuar, para comprometerse, o conectar. De hecho, los afectos actúan” (Gregg, 2011: 2, citado por Macón, 2014: 170-171).[5]

Como señalan Depetris Chauvin y Taccetta (2017: 359), “la esfera de lo estético ha estado siempre ligada a cuestiones de afectos y sensibilidad”. De acuerdo con las autoras, el tema de los afectos incide en el cine porque este

… se ofrece como un lugar peculiarmente abierto a la experimentación con los afectos, pues su modo de afectar implica un trabajo con el espectador anclado en lo más propio de su materialidad, es decir, en los aspectos narrativos y formales. Son las herramientas cinematográficas en sí las que trazan vías alternativas de presentar afectos y configurar nuevos espacios y sujetos de inscripción (Depetris Chauvin y Taccetta, 2017: 363).

La propuesta de Elena del Río sobre la asociación entre performance, afectos y cinematografía, que tanto influyó estudios relevantes sobre el cine brasileño contemporáneo (Baltar, 2013; Brandão, 2015; Lopes, 2016), aunque en una perspectiva diferente de la desarrollada en este texto, es antecesora en relación con la visión de performance afectiva:

Estoy preocupada con la dimensión performativa de los cuerpos en el cine (y de la propia imagen cinematográfica como cuerpo) en el nivel ontológico: cuerpos como ejecutores, generadores, productores, ejecutores de mundos, de sensaciones y afectos que no poseen vínculos miméticos o analógicos con una realidad externa o trascendental. Desde ese punto de vista, la performance envuelve una movilización de circuitos afectivos que sustituyen la inmersión del espectador en la imagen por medio de estructuras representacionales de creencia y mímesis (Del Río, 2008: 4, traducción propia).

Partiendo del espacio ficcional y performativo de la película de Maria do Rosário Nascimento e Silva, pero considerando que todo afecto es social y cultural y, por consiguiente, histórico, sigo el pensamiento de Michel Foucault en relación con las “vidas infames”, las vidas que suceden en las márgenes de la sociedad y “que estarían destinadas a no dejar rastros”, ya que la cineasta también fue afectada por existencias de ese tipo:

… en sus infelicidades, en sus pasiones, en aquellos amores y en aquellos odios, como si hubiera algo gris y ordinario a los ojos de aquello que habitualmente consideramos como digno de ser relatado; que, sin embargo, han sido atravesados por un cierto ardor, que han sido animados por una violencia, una energía, un exceso de maldad, de villanía, en la bajeza, en la obstinación o en el infortunio, los mismos que les proporcionan, a los ojos de aquellos que los rodeaban, y en la medida de su propia mediocridad, una especie de aterradora o lamentable grandeza (Foucault, 1997: 96-97, traducción propia).

Además de ello, tomo las consideraciones del referido filósofo sobre la “amistad como modo de vida”, que implica “relaciones intensas que no se parecen a ninguna de aquellas que son institucionalizadas […], sino un modo de vida [que] puede dar lugar a una cultura y a una ética” (Foucault, 1981: 3, traducción propia), para iluminar mi lectura de la película de Maria do Rosário Nascimento e Silva.

El “cine de mujeres”: Maria do Rosário Nascimento e Silva (1949-2010)[6]

Aunque el “giro afectivo”, que se orienta hacia los cuerpos y sus afectos problematizando visiones dicotómicas –entre cultura/naturaleza, razón/emoción, cuerpo/mente, masculino/femenino–, sea reconocido a partir de los años noventa, es cierto que el tema de los afectos ya constaba en la agenda feminista de los años sesenta y setenta, expresado por la máxima “Lo personal es político”, en la misma época en la que Maria do Rosário produjo Marcados para Viver (1976).

Cecilia Macón (2013; 2017) sitúa la relevancia de los afectos para el feminismo ya en sus bases fundacionales, momento en que escritoras operaron políticamente para desmontar la “estructura del sentir patriarcal” que tanto subyugaba a las mujeres. La autora destaca:

… en estas instancias germinales del feminismo queda en evidencia que el activismo y las escrituras feministas –si es que son dos cosas distintas– necesitan desarmar una “estructura del sentir” patriarcal –en tanto matriz emocional de la experiencia histórica de una época– sostenida en la adjudicación de emociones específicas a las mujeres y la expulsión al orden de lo intratable –brujas, monstruos– en los casos en que se rechaza tal adecuación. A cambio, el feminismo busca refundar otros múltiples órdenes del sentir contingentes, contradictorios, desafiantes donde lo que prima es una dimensión visceral capaz de sacar a la luz la relación central entre afectos y cuerpos refigurando aquella supuesta monstruosidad: se trata entonces de disolver la estructura del sentir patriarcal para así presentar una de carácter radicalmente distinto. Donde, además, se ejecuta con consistencia una operación política consciente de que desmontar un orden político para instituir otro obliga a discutir su dimensión emocional y así formular una de carácter alternativo (Macón, 2017: 193-194).

Del mismo modo, Sarah Ahmed señala que los emblemáticos “grupos de consciencia”, organizados por las feministas en los años sesenta y setenta, ya traían el tema de los afectos para las discusiones de las mujeres y los asociaban a asuntos políticos. Aunque la cita sea extensa, vale la pena acompañar las palabras de la autora:

Los testimonios de las mujeres acerca del dolor –por ejemplo, los testimonios sobre sus experiencias de violencia – son cruciales no solo para la formación de los sujetos feministas (una manera de leer el dolor como violencia estructural más que incidental), sino para los colectivos feministas, que se han movilizado alrededor de la injusticia de esa violencia y la demanda política y ética de desagravio y compensación. Podríamos pensar en la terapia feminista y los grupos de concientización de los años setenta, justamente en referencia a la transformación del dolor en colectividad y resistencia (Burstow 1992). Carol Tavris argumenta que los grupos de concientización fueron importantes, porque “para cuestionar las instituciones y autoridades legítimas la mayoría de la gente necesita saber que no está sola, loca o equivocada” (1982: 246-7) (Ahmed, 2015: 61).

Si la cuestión de los afectos se constituía en tema de los recientes grupos feministas –lo que se verifica también en Brasil, a pesar de experiencias separadas, irradiadas y ocurridas a partir de la segunda mitad de la década de 1970–, el “cine de mujeres” en este país no se limitó a crear otras narrativas, otras imágenes, otras escenificaciones relativas a lo femenino. En la ventana abierta de la cineasta Helena Solberg, que, incluso en 1966, desvió la mirada de la tendencia predominante en el cine del “otro-popular” para el “Otro-mujer” –conforme observó Fernão Ramos (2018: 64)–, Tereza Trautman, en Os homens que eu tive (1973), Maria do Rosário Nascimento e Silva, en Marcados para viver (1976), Vera de Figueiredo, en Feminino Plural (1976), y Ana Carolina, en Mar de Rosas (1978), realizaron, en aquella década, largometrajes de ficción enfrentando el canon cinematográfico vigente y a la sociedad brasileña, que se encontraba bajo la égida de la dictadura cívico-militar y de la dominación masculina, poniendo en escena afectos y otros modos de existir. En la misma perspectiva, en 1984, en las vísperas del final de los gobiernos de los generales, la primera cineasta negra brasileña, Adélia Sampaio, llevó a las pantallas la película Amor Maldito, que trata sobre una relación explícitamente lesbiana y sus inferencias en una sociedad misógina y heteronormativa.

Esas cineastas atribuyeron protagonismo a los personajes femeninos, llevando a las pantallas narrativas que entrañaban problemáticas de las agendas feministas de la segunda ola, engendradas en la contracultura y en los movimientos de 1968. Aunque no se autodenominaran “feministas”, enfocaron en cuestiones afectivas que implicaban encuentros y desencuentros, el cuerpo y la sexualidad: placer, aborto, embarazo y las instituciones del matrimonio y la maternidad.[7] Las cineastas subvertían con sus películas el proyecto político-moral de la dictadura cívico-militar en curso, que se anclaba en la lógica binaria del género, la subalternización de las mujeres y el patrón heterosexual compulsorio, tomando la familia nuclear como modelo.[8] Ellas confrontaban, incluso, a las izquierdas y sus proyectos macropolíticos, que descartaban cuestiones de subjetividad, de sensibilidad, de afectos, considerados desvíos pequeño-burgueses.

Maria do Rosario Nascimento e Silva –para concentrarnos solo en esta cineasta–, cuando dirigió Marcados para Viver, ya era una actriz reconocida, había figurado en las principales portadas de revistas brasileñas como modelo fotográfica y había dirigido cortometrajes. Al momento del lanzamiento de su película, en 1976, la cineasta afirmó a los medios de comunicación que se trataba de una “película femenina”, pues consideraba las películas de mujeres “más delicadas” (Jornal do Brasil, 20 de septiembre de 1976).[9] Al respecto de la visión esencialista del género, se destaca que los afectos se configuraban como un tema cercano para la directora, que los trató abiertamente, inclusive admitiendo dialogar con el ideario feminista en su largometraje, en el cual mostró cuestiones de intimidad y de afectos, como los que implica la sexualidad. En este sentido, al ser indagada sobre si su película era feminista, destacó: “Creo que el mío [su largometraje] puede ser, en la medida en que los personajes son muy indefinidos sexualmente. Comenzando por Jojô, hay una equiparación de los sexos” (Jornal do Brasil, 20 de septiembre de 1976, traducción propia).

Si se considera la performance afectiva no solo como teatralización, ni tampoco de manera hermética, sino como afección, como estar en el mundo e interactuar con él, es posible inferir el carácter afectado de la directora y de su película. Aún más porque la cineasta agregó marcas de su propia intimidad, de sus propios afectos, a la referida entrevista, al revelar que el matrimonio, la maternidad y el fin de su relación conyugal interfirieron sobremanera en su carrera, habiéndose alejado por algún tiempo del cine hasta el momento de la realización de su primer largometraje Marcados para Viver.

Maria do Rosário mencionó, también, su interés por la vida que ocurre fuera de las estructuras convencionales –lo que “siempre le fascinó”– y que aparece en páginas policiales como marginal. Para ella, “allí está el mundo” (Jornal do Brasil, 20 de septiembre de 1976, traducción propia). Tal concepción, así como la propia película, remite a los apuntes de Michel Foucault, destacados anteriormente, sobre “las vidas infames”, las vidas que merodean las márgenes de la sociedad (Foucault, 1981: 3).

Los afectos en Marcados para viver

El primer largometraje de Maria do Rosário Nascimento e Silva está ambientado en el underground carioca, cuyos personajes, considerados marginales y sexualmente desviados, se encontraban atravesados por desigualdades socioeconómicas, realizando pequeños robos, vendiendo dulces y limpiando parabrisas de coches en las calles o prostituyéndose.[10] En diferentes momentos de la película, los personajes son mostrados como víctimas de la violencia de Estado, una clara alusión y denuncia a la dictadura cívico-militar en curso en el país. Ahora bien, la trama reside en la performance de los encuentros, de la relación afectiva entre los tres personajes centrales y, también, en la escenificación de la sexualidad considerada disidente.[11] Así, Marcados para Viver se configura como la primera película dirigida por una mujer en Brasil que escenificó los afectos de una protagonista lesbiana, que podría fácilmente ser caracterizada como queer, a partir del abordaje precursor de Teresa de Lauretis sobre el tema, en los años noventa.

En una de las secuencias de la película, Jôjo se encuentra en un bar usando ropas consideradas masculinas, y conversa con una mujer sobre las condiciones de un servicio sexual. La secuencia de sexo entre el personaje y la mujer, casada, cuyo marido estaba viajando, es mostrada paralelamente a otra (de 18 min 15 s a 21 min 42 s) que ocurre en la discoteca. En dicho espacio, la travesti, Ivete, hace un espectáculo de baile y striptease, y la cámara se mueve al ritmo de su cuerpo, como si estuviera bailando con ella, hasta que se gira hacia Edu, que se aproxima para bailar con Ivete y la besa.[12] Ellos son interrumpidos por Rosa, que, manifestando su rabia con la actitud del “joven pícaro”, su “novio”, lo agrede y ella también es agredida por él, física y verbalmente. Diferentes tipos de afectos en escena: relación sexual entre mujeres, cuerpos bailando y rechazándose, placer con el espectáculo y el baile, deseo y cariño, rabia, frustración y violencia. Todos aparecen en escena.

En sus andanzas por la noche carioca, después del encuentro con Madame –la mujer casada con quien tuvo sexo–, Jojô se interesa por Edu y se envuelve sexualmente con él.[13] El personaje masculino no parece tener su identidad de género desestabilizada, al ser novio de la prostituta, al haber coqueteado con la travesti o al tener sexo con Jojô.[14] Desde el principio la identidad de género y sexual de la personaje Jojô no se fija a una lógica binaria de género, lo cual se torna aún más evidente cuando Rosa los encuentra en un bar e invita a Edu para su casa y ella va con ellos.[15]

A lo largo de la película, la supuesta identidad de género y de sexualidad de Jojô se transforma, revelando el carácter inestable de definiciones de ese tipo (De Oliveira, 2021). Se reitera, asimismo, que esa construcción materializada en un cuerpo en escena, esa “tarea creativa”, aparece incluso antes de que los debates sobre la relación entre identidad y afectos tuvieran prominencia en el ámbito de las teorías feministas y queer, y en las discusiones en torno al giro afectivo (Sedgwick, 2018; Ahmed, 2015; Solana, 2016).

La identidad lésbica de Jojô no es completamente delineada en escena. Sin embargo, a partir de trabajos como el de la historiadora Dinshaw, escudriñado por Mariela Solana, es posible corroborar que

no hay una identidad esencial que sirve de denominador común para unir a la comunidad queer pero esta falta no provoca disolución sino que opera, justamente, como condición de posibilidad para forjar otro tipo de relación, un tipo de relación basado en los afectos del presente y en los aislamientos compartidos (Solana, 2016: 145).

En esta perspectiva, el matiz sobre los supuestos aspectos de configuración de la identidad no recae en una esencia, previamente constituida y estable, sino en determinados trazos afectivos que ordenan rasgos bastante distintos a lo largo de la historia (Solana, 2016: 147).

Entre esos trazos, Sedgwick y Ahmed –para citar apenas dos autoras– se enfocan en determinados afectos, como, por ejemplo, la vergüenza, derivada de las exclusiones, los rechazos y las humillaciones vividas por personas que no se encuadran en los patrones sociales de género y de heterosexualidad obligatoria. Las autoras enfatizan el carácter transitorio de ciertos afectos discerniendo sobre la transformación de la vergüenza en orgullo. Se trata, sin embargo, de afectos sobre los cuales Judith Butler (2016) ya llamó la atención en relación con los costos emocionales y psíquicos que engendran. La misma Ahmed destaca el sentimiento de soledad que esto provoca, señalando lo siguiente:

Conozco ese sentimiento demasiado bien, la sensación de estar fuera de lugar y de aislamiento implica una aguda conciencia de la superficie del cuerpo propio, que aparece como superficie, cuando una no puede habitar la piel social, que es moldeada por algunos cuerpos y no por otros. Además, es posible que a los sujetos queer también se les pida que no hagan sentir incómodos a los heterosexuales y que eviten mostrar signos de intimidad queer, lo cual en sí mismo es un sentimiento incómodo (Ahmed, 2015: 228).

Análisis sociológicos o psicoanalíticos escapan al propósito de este texto, así como se busca evitar que los análisis de los afectos asociados a las orientaciones sexuales consideradas desviantes incurran en precipitaciones, generalizaciones y determinismos. No obstante, es inevitable destacar que la película de Maria do Rosário Nascimento e Silva, por medio de su protagonista, escenifica afectos relacionados a la humillación, a la vergüenza, a la destemplanza (rabia) y a la soledad en diversos momentos, desde las secuencias iniciales cuando Jojô, encerrada en una habitación, conversa con la muñeca y la agrede o en la pelea con un niño de la calle, que le puso una zancadilla y la derriba, o en escenas en las que conversaba con la fotografía del papá y, en otros pasajes, cuando miraba por la ventana como si estuviera encarcelada, aislada o solitaria. Empero, como indicó Cecilia Macón, al resumir las palabras de Sedgwick sobre la vergüenza:

… este afecto es una forma de comunicación (Sedgwick 2003: 36) que deriva de y apunta a la sociabilidad (Sedgwick 2003: 37): “la vergüenza apunta y proyecta. La vergüenza es performance. Es el afecto que cubre el umbral entre la introversión y la extroversión, entre la absorción y la teatralidad” (Sedgwick 2003: 38). Exponer la vergüenza es así un modo de volver ese afecto productivo y de dar cuenta de la cuestión de la identidad más allá de cualquier esencialismo (Sedgwick 2003: 64) (Macón, 2014: 170).

La secuencia del encuentro entre Rosa y Jojô explora la performance afectiva relativa al “sentimiento queer” –para usar la expresión de Sarah Ahmed–. En plano medio y en close, Rosa aparece en escena (26 min 10 s), vestida con una camiseta blanca, en una cocina de baldosas blancas. Gesticulando, narra alegremente y con imaginación creativa la trama de un espectáculo artístico del cual pretende participar algún día. Jojô, agachada, próxima a una pared, oye todo. Mirándola con complicidad y encanto, le pregunta insistentemente a Rosa si la llevaría consigo para aquel evento. La bailarina se acerca a Jojô, se inclina, toca el mentón de la chica con su mano y, mirándola a los ojos y riéndose, le toca el rostro, respondiendo que sí la llevaría. El diálogo entre las dos mujeres está permeado por gestos cariñosos, y la protagonista reconoce que Rosa es una artista, dice que siempre quiso “conocer una artista” y que su “papá también fue un artista”. Rosa irradia alegría, tocando cariñosamente el rostro de la joven lesbiana. Se levanta, mira para la cámara, que la encuadra en close, y dice: “¡Esa vida de artista, esa vida de artista es fuego!”. En el plano siguiente, Rosa toma un overol de jean de un armario y se voltea para Jô –como afectuosamente la llamaba–, quien permanecía en el mismo lugar, agachada, acompañándola con la mirada. La bailarina le dice a Jojô que tiene un regalo para ella: se inclina, coloca, inicialmente, el overol sobre las piernas de la chica; después lo coloca sobre el torso y los despliega sobre los senos del personaje, al igual que sus propias manos. Le dice que le va gustar y le pregunta, rápidamente, si el overol es bonito. Las dos mujeres se miran fijamente en una escena tensa y repleta de afectos. Jojô, sorprendida, medio atónita, insiste en preguntar, sujetando la ropa sobre su cuerpo, si aquel overol de verdad era para ella. Rosa, cariñosamente colocándole el brazo alrededor de los hombros, lo confirma exclamando “Jô ¡pareces un bichito!”, y le pregunta si ella siempre vivió así, a lo cual Jojô, poniéndose de pie rápidamente, con la mano en el bolsillo y la expresión modificada (con rabia), responde con un semblante serio: “¡¿Usted qué cree?!”. Rosa la abraza, acariciándole su cabello y el rostro, y, mirándola a los ojos, le dice que la quiere mucho y que no la olvide.

Esa descripción pormenorizada de la secuencia se torna necesaria para explicitar que la comunicación entre Rosa y Jojô es verbal y también corporal, repleta de performances afectivas: hay complicidad en el encuentro, cariño, sensualidad y ciertas emociones asociadas al rechazo y, posiblemente, a la vergüenza frente a las humillaciones relacionadas al lesbianismo de Jojô, al hecho de vivir en las calles y alejada del patrón dominante de género y de sexualidad. Esa secuencia del encuentro puede ser analizada, además, a la luz de los apuntes de Sedgwick sobre los efectos del tocar, del contacto. Para la autora,

… tocar es siempre ya querer llegar a alguien, acariciar, levantar, conectar o envolver y siempre también entender a otra gente o a las fuerzas naturales que efectivamente han hecho lo mismo antes que nosotros, aunque solo sea porque dichas personas han fabricado los objetos dándoles su textura (Sedgwick, 2018: 16).

Rosa y Jojô se tocan y establecen una conexión.[16] También hay sensualidad. En otra secuencia, las dos mujeres y Edu pasean en la playa, revelando el triángulo amoroso y alegre que conforman. Ellos caminan juntos, paralelamente al mar; vestidos, con los cabellos balanceándose por el viento, se abrazan alternadamente, corren, juegan a “la mancha”[17]; después, los tres se acuestan en la arena y se acarician. Ese encuentro lúdico y afectuoso, al aire libre, al final de la tarde, es otra expresión de afectos, es el contrapunto a ese sentimiento de humillación, de angustia frente a la soledad, a la inseguridad con el presente y a la incertidumbre del futuro, que cada uno de los personajes experimentaba separadamente. Se distancian de las emociones consideradas negativas del pasado y del presente, especialmente Jojô, sobre quien, en la trama, se destaca una situación de abandono y de rechazo.

La película muestra otras secuencias de encuentro, de intimidad, en el trío. Por ejemplo, en una de ellas, en el ámbito de la casa: en la cama, toman bebidas alcohólicas juntos, juegan cartas, conversan y ríen, revelando una relación de complicidad, no solo sexual entre ellos. En otra escena cotidiana del trío, en la casa de Rosa, Edu le da una bebida alcohólica a Jojô y otra a Rosa, pidiéndole a la bailarina, quien estaba lista para salir, que intente volver más temprano –pues él sentía falta de ella–, y la besa. Rosa confirma que saldrá del trabajo cuanto antes y se desplaza en dirección a Jojô para despedirse. Las dos mujeres se abrazan, se miran cariñosamente y Rosa besa a la joven lesbiana. Antes de que Rosa salga, en el plano siguiente, la chica, sentada en la cama, toma la fotografía del padre y la contempla. Edu mira la foto y dice: “Kirk Douglas, ¿usted es fan de Kirk Douglas?”. Jojô se levanta abruptamente, mirándolo con cierta incomodidad. Rosa mira a Edu y balancea negativamente la cabeza. Jojô, entonces, mira hacia el joven y le dice que el actor es su papá. Rosa expresa cierta incomodidad. El “joven pícaro” se levanta, camina hacia la bailarina, pero le cuenta a Jôjo que supo que el actor realmente estuvo en Brasil y que tuvo una hija y agrega que el actor hasta se casó con una brasileña, lo cual es confirmado por Rosa, quien mira y toca con complicidad al novio. La joven, entonces, dice: “Después, él murió en un asalto. Fue hasta filmado”, volviendo a mirar a los dos.

La secuencia parece un emblema de las escenificaciones de los afectos: frente a la inquietante narrativa del personaje que sería hija del famoso actor hollywoodense (quién sabe para burlar qué sentimientos), Rosa y Edu se tornan aún más cómplices al acoger y complementar la narrativa de ella y al intentar confortarla.

Dialogando con cierto referencial teórico elaborado décadas después del lanzamiento de Marcados para Viver, y suspendiendo los posibles anacronismos, al transitar con conceptos recientes para los años setenta, se nota en esa secuencia y en otras, como, por ejemplo, la del paseo de los tres personajes en la playa –indicada antes–, cierta relación con las ideas de Sedgwick (2018) acerca del papel performativo de los afectos y de su carácter inestable y, por consiguiente, transformador, así como también la indicación de que los afectos no serían solamente positivos o negativos, habiendo potencia modificadora en aquellos considerados “malos” (Ahmed, 2015). Además, como señaló Solana, en la perspectiva queer:

A pesar de los daños que la homofobia y la transfobia han generado […], Freeman sugiere que podemos considerarnos acechados no solo por el trauma sino también por la dicha: “residuos de afectos positivos (idilios, utopías, memorias de contactos) pueden estar disponibles para las contra- (o para-) historiografías queer” (Solana, 2016: 139).

Así, la película de Maria do Rosário, al escenificar afectos, puede ser considerada una “memoria cultural del contacto”, ella trae a tono la idea de que “es mejor ser alegre que ser triste”, aun cuando ambos son afectos que se producen en la relación, en el encuentro entre los personajes.

Referencias

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Rich, A. (1996). Compulsory Heterosexuality and Lesbian Existence. En Jackson, S. y Scott, S. (orgs.). Feminism and Sexuality, a Reader. Columbia University Press.

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Xavier, I. (2012). Alegorias do subdesenvolvimento: cinema novo, tropicalismo e cinema marginal. São Paulo: Cosac Naify.


  1. El cineasta brasileño Luis Carlos Lacerda de Freitas, al momento del lanzamiento de la película, ya había dirigido algunos cortometrajes y el largometraje Mãos Vazias (1971), última película estrenada por Leila Diniz, sobre quien posteriormente el director hizo una película para mantener viva la memoria de la actriz trágicamente fallecida en un accidente de avión. En la película de Maria do Rosário, diversas secuencias tienen lugar en la discoteca, en la cual la cámara baila con los cuerpos de las artistas que cantan. Encuadrando partes de los cuerpos, erotizándolos, y moviéndose junto con ellos, al son de la música, la cámara no se queda quieta, limitándose a mostrar o a promover exclusivamente la observación de los cuerpos de travestis, sino que se mueve con ellas realzando la fluidez de sus cuerpos. Este es uno de los indicios del destaque de los afectos en la película, en donde la corporalidad es fundamental.
  2. La heterosexualidad obligatoria tiene su formulación basilar, principalmente, en los textos de Adrienne Rich (1980) y Monique Wittig (1980), y es retomada por diferentes teóricas feministas. Si Rich con ese concepto presentó el conjunto estructural e institucional de la heterosexualidad, Ahmed llama la atención sobre el condicionamiento y el costo para los cuerpos que se desvían de tal patrón. De acuerdo con sus palabras: “Es importante tomar en cuenta cómo la heterosexualidad obligatoria –definida como el efecto acumulativo de la repetición de la narrativa de la heterosexualidad como una unión ideal– moldea lo que es posible que hagan los cuerpos, aunque no contenga lo que es posible ser” (Ahmed, 2015: 222).
  3. Partiendo de la síntesis de Macón, “en la caracterización propuesta por ‘el giro’, los afectos están vinculados a la labilidad, a la contingencia y a la sutileza” (Sedgwick, 2003: 21), constituyéndose también en articuladores de experiencia: “Los afectos son aquello que une, lo que sostiene o preserva la conexión entre ideas, valores y objetos” (Ahmed, 2010b: 29). Las emociones, en este marco, son sociales (Ahmed, 2004: 8), no son estados psicológicos, sino prácticas sociales y culturales (Ahmed, 2004: 9) capaces de producir la superficie y los límites que permiten que lo individual y lo social sean limitados (Macón, 2014: 168-169).
  4. En la misma perspectiva de Cecilia Macón, no distinguirá entre afectos y emociones este texto. Sin embargo, considero necesario presentar un breve comentario sobre la diferencia entre afectos y emociones, a seguir: “[…] a partir de las teorizaciones de Brian Massumi muchos investigadores (Gould, Ahmed) señalan que, mientras que los afectos son desestructurados, auténticos y no lingüísticos, las emociones son la expresión de tales afectos atravesados por la dimensión cultural y la lingüística […]” (Macón, 2017: 193).
  5. Sobre la performance, Del Río, partiendo de Deleuze, señala: “…las fuerzas o los afectos corporales son totalmente creativos y performativos en su actividad incesante de dibujar y redibujar conexiones entre sí por medio de un proceso de automodificación o transformación. En ese sentido, la actividad creativa de las fuerzas corporales es ontológicamente semejante a una performance, una acción o evento que coincide con los procesos generativos de la propia existencia. En los gestos y movimientos del cuerpo performático, fuerzas incorpóreas o afectos se tornan eventos-expresión concretos que atestiguan los poderes de acción y transformación del cuerpo” (Del Río, 2008: 3-4, traducción propia).
  6. Aunque ciertos estudios recientes de performance y cine, inclusive los de la propia Elena del Río, sean claros en cuanto al rechazo a la representación y a cualquier influencia externa al arte, es innegable la relevancia de la designación “cine de mujeres” en la década de 1970. Se trata de una formulación de las teóricas feministas del cine como Laura Mulvey y Claire Johnston para referirse a películas realizadas por mujeres, que se aproximaban al ideario feminista al problematizar la representación clásica de mujeres en la cinematografía, siendo que, para Johnston, ese tipo de cine debería implicar, igualmente, trabajar el lenguaje del cine, constituyendo un contracine. Abordo la trayectoria de Maria do Rosario y de otras cineastas brasileñas de ese período en Cavalcante (2017) y en un artículo de mi autoría en Cadernos Pagu (Oliveira, 2021).
  7. Ismail Xavier (2001) ya había llamado la atención sobre la centralidad de la temática de la familia en las películas brasileñas de diferentes cineastas hombres, a partir de 1968. El tema del matrimonio, específicamente, también adquirió relevancia en la cinematografía realizada por hombres en tal período. Pero el punto de vista de los personajes femeninos es enfatizado en el “cine de mujeres”, como, por ejemplo, en las películas de Vera de Figueiredo y de Ana Carolina.
  8. Ciertamente, esa supuesta irreverencia resultó en censura oficial para las películas (Cavalcante, 2017; 2021).
  9. Es importante observar que en los años setenta, en Brasil, el concepto de “género” aún no circulaba, la discusión sobre la desigualdad entre hombres y mujeres estaba iniciándose tímidamente, y tampoco se buscaba problematizar identidades o la asociación de ciertos afectos a la cuestión de género, teniendo en cuenta que la insurgencia del movimiento homosexual ocurrió apenas al final de la década.
  10. No hay aquí juicio de valor. En la película, Rosa, Jojô y Edu no ejercen la prostitución por placer o por opción, indicando en diferentes momentos las ganas de “cambiar de vida”.
  11. La perspectiva que he adoptado hasta aquí en relación con la definición de “afectos” encuentra aportes, entre otros, en los trabajos de Mariela Solana sobre afectos e historia queer. Para la autora, los afectos tienen “sentido amplio como un término paraguas que permite incluir emociones, deseos, placeres y sensaciones” (Solana, 2016: 135).
  12. Esa secuencia señala que la película no es solo una de las primeras dirigidas por una mujer que trataran afectos lesbianos, sino que, de la misma forma, es pionera, en Brasil, en enfocar la travesti con identidad femenina, sin reproducir las marcas caricaturales y de cuerpos considerados abyectos. Sobre el tema de las travestís en Brasil, Lopes (2016) señaló que, en los años setenta, ese segmento social apenas iniciaba la construcción de una identidad asociada al femenino, lo que indica que la película en cuestión ya presentaba tal perspectiva.
  13. Jojô lo ve solo en un bar, lo busca, le propone algo ambiguo (no es claro si se trata de drogas o de sexo…), aquello se torna un juego de seducción, y Edu le pone el desafío de “rapiñar” un coche, el cual ella acepta, y luego retorna con un coche robado.
  14. La secuencia sexual entre Jojô y Edu es montada en paralelo a la secuencia de la discoteca, donde Rosa baila un tango, en un espectáculo a media luz.
  15. Tampoco la propia identidad lésbica de Jojô es completamente delineada en la película, conforme desarrollé en “A rebeldia do cinema de mulheres no Brasil: os desafios de Maria do Rosário Nascimento e Silva, em anos de ditadura civil-militar” (De Oliveira, 2021). De acuerdo con Macón (2014: 176), a partir de Berlant, el tema de la identidad entra en el espacio público en la década del setenta. Ella agrega: “De primera inspiración marxista –se evoca aquí el concepto de conciencia de clase– se centra en desplegar un marco teórico que permita presentar los reclamos de ciertos grupos postergados –por razones étnicas, de género, nacionales o lingüísticas– mediante una identificación de la especificidad de sus experiencias…”. Es cierto, sin embargo, que en los años setenta, en Brasil, los papeles de género no eran problematizados en el espacio público, siendo incipientes las discusiones sobre la situación precaria de las mujeres trabajadoras y de la violencia.
  16. En la segunda secuencia de sexo entre Edu y Jojô, está la escenificación de la participación sexual de Rosa, quien aparece acariciando el cuerpo desnudo de la chica, tocándola desde los pies hasta los senos. Esa secuencia fue analizada en el texto ya citado de mi autoría (De Oliveira, 2021).
  17. Juego en el que una persona persigue a otra hasta tocarla, de manera que así la convierte en la nueva perseguidora.


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