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escritores

Fantasías coloreadas de ayer y hoy

Apuntes sobre luces, colores y texturas
en dos ficciones históricas
latinoamericanas contemporáneas

Fernanda Alarcón

Todas las tomas de tierra, de mar, de mundo, comienzan con tomas de imágenes.

                  

Peter Sloterdijk

¿De qué maneras el cine puede inventar nuevos modos de ver, pensar y sentir la historia? ¿Qué tramas de conocimiento y sensibilidad ofrece una película en su manera de fotografiar zonas, lugares y ambientes de conflictos coloniales? ¿Pueden el color, la luz y la textura ayudar a pensar la actualidad de lo inconcluso del pasado, lo que está abierto a ser continuado o transformado? Propongo una comparación entre El abrazo de la serpiente (Ciro Guerra, 2015) y Rey (Niles Attalah, 2017). Estas películas se diferencian del exotismo o la rigidez museística que caracteriza a las pocas imágenes cinematográficas sudamericanas relacionadas con el proyecto colonialista. Ambas manifiestan una renovada preocupación por el presente desde una construcción sensorial, cromática del pasado. Me interesa especialmente detenerme en la elección de tonos y colores, la dedicada atención a la sensibilidad fotográfica, la experimentación vinculada a la textura, así como las prácticas de retoque y animación relacionadas con la tecnología digital, que, como gestos de “atracción visual”, estas películas actualizan para crear una atmósfera histórica, afectiva y fantástica que formula preguntas al porvenir.

Historias sin fin

Dos variantes del encuentro cercano de extranjeros con pueblos originarios y paisajes latinoamericanos. En El abrazo de la serpiente, de Ciro Guerra (2015), dos científicos, un alemán y un estadounidense, navegan el Amazonas buscando una planta sagrada durante 1909 y 1940, dentro del período conocido como la fiebre del caucho. En Rey, de Niles Atallah (2017), Orélie Antoine de Tounens, un abogado francés del siglo xix, recorre el sur de Chile obsesivamente determinado a crear su propio reino de la Araucanía.

Estas películas me interesan por el cambio de paradigma que proponen dentro de la ficción histórica latinoamericana. Si bien recrean diferentes épocas y lugares, coinciden, entre otras cosas, en el acercamiento al pasado desde una zona poco explorada: aquella de los miedos, los sueños, las ambigüedades y los fracasos de la conquista. Estos personajes frágiles desacralizan el estereotipo de la dominación masculina, tan difícil todavía hoy de evadir en la reconstrucción del pasado. Nutriéndose de la nerviosa inestabilidad de las “aventuras” de sus protagonistas, en lugar de una épica como establecimiento heroico y conclusivo de un dominio, estos films muestran la complejidad del arribo a nuevos territorios construyendo una atmósfera de abatimiento y duda, dentro de la cual, coincidentemente, el objetivo principal se desvía, deriva en la exploración personal y la disolución de la identidad.

A continuación, presento una comparación entre estas películas, concentrándome en los finales. Los últimos minutos de ambas coinciden como secuencias visionarias donde la fragilidad dispone una expansiva desorganización de coordenadas visuales y espaciotemporales. Dicho de otro modo, estas narraciones del pasado no tienen fin. Mantienen sus límites abiertos, ávidos de conexiones. Estos finales nos envuelven en espirales alucinatorios y fantasías de desintegración entre la imaginación del pasado y la reinvención del presente.

Dos finales embriagados de color

Comienzo por El abrazo de la serpiente, la más “tradicional” de las dos porque estructura su relato histórico como drama, diría Robert Rosenstone. Propone el típico camino iniciático como promesa de exploración y aprendizaje. La yakruna, antigua planta medicinal sagrada, es el cebo organizador que dispara la acción. Como en esos juegos de encontrar diferencias y similitudes, la película postula un ejercicio de comparación. Dos expediciones espejadas se desarrollan en compañía de un mismo chamán, tradicional guía sabio. Toda esta estructura de dos historias en paralelo se presenta en un resplandeciente blanco y negro de super cuidada definición.

La paleta monocroma me incomoda. ¿No hay algo demasiado definido, estático y brillante en estas imágenes del pasado? Se encienden alarmas de exotismo o romanticismo, presiento dilemas de bella atemporalidad vinculados con “la madre naturaleza”. ¿Y el arrebato del verde amazónico dónde está? Quizá me apresuro. Inevitablemente, lo que veo me devuelve la mirada y me hace pensar. Reviso en mis recuerdos la guerra del caucho. ¿Será el asedio de Herzog? Quizá. Vamos por partes.

El blanco y negro impone una distancia. Marca una diferencia con el mundo como lo conocemos, traza una separación en relación con lo narrado. Nos impone el filtro del artificio y la convención en la mirada. Invoca también, por contigüidad cromática, el “reino de las sombras” del que habló alguna vez Gorki. Quiero decir con esto último que nos transporta a los inicios de la imagen mecánica, fotográfica y cinematográfica. Ciro Guerra explica sus motivos para esta elección apelando al respaldo del archivo, específicamente la revisión de libros de viajes. Se resguarda en el aval de diarios, descripciones, bocetos y fotografías de la época, datos que se explicitan en los créditos finales y se intercalan por la película como costumbres y saberes de los “civilizados” para “capturar respetuosamente” la naturaleza salvaje.

Tal vez sea algo de esto lo que me tiene alerta. Mientras veo la película, no dejo de pensar que la materia que materializa la historia importa. La frase suena feo, encierra una cacofonía, una repetición innecesaria. Sonó así en mi cabeza. El ruido feo me ayuda a resaltar el conflicto que quiero pensar. La elección de elementos que se ponen en juego para hablar, para narrar no son menores. Así como cuando escuchamos este tipo de expresiones que, si bien sintáctica y gramaticalmente cumplen con todos los requisitos que el idioma exige, generan disonancias desagradables para el oído, la materialidad de la luz, los efectos del encuadre o la temperatura en una película también avisan, dicen, nos despabilan. Algo se desacomoda. Tonos, sonidos, texturas no son solamente vehículos.

El contraste demasiado prolijo de reflejos y sombras en estas imágenes, aunque apunte al pasado fotográfico, insiste como problema o como incomodidad. ¿Cómo abordar este extraño empuje que parece perseguir la impronta de autenticidad, credibilidad u objetividad del pasado? ¿Por qué será que los viajes de esta película me transmiten una sensación inerte, algo así como una intención acartonada, que “dice” moverse hacia lo ocurrido como algo fijo? Las imágenes monocromáticas muchas veces se perciben como más serias, reflexivas o “artísticas” que aquellas en paleta de colores. ¿Será que existen implicancias, insospechadas correspondencias entre la reducción del espectro de visibilidad y la polaridad esquemática del drama? Pienso y creo en las posibilidades que tiene el cine, como máquina narrativa y visual, para acercar su presencia y participación en la escritura de la historia e inventar modos de incluir estos pensamientos.

En el período de tiempo que transcurren las expediciones de El abrazo de la serpiente, el cine, la foto y la pintura fueron formas de contacto fundamentales con el “nuevo mundo”. Cámaras, fotos, mapas, dibujos intermediaron y modificaron el modo de acercamiento a lo desconocido. La fotografía, de hecho, protagoniza algunas escenas en la película de Guerra. Se repite en los dos relatos viajeros la confusa reacción del chamán ante su retrato. “Chullachaqui” es la palabra con la que Karamakate describe el parecido vacío o hueco que le ofrece la impresión de su imagen. “Un fantasma que vaga en un tiempo sin tiempo”, dice, mientras el alemán habla del valor del testimonio y del recuerdo de un momento fugaz.

En estas escenas, la fotografía se vuelve “tema de conversación” para remarcar la diferencia entre culturas mediante la distancia técnica. ¿Y si, en lugar de este shock repetido y sobreactuado de esta escena tantas veces vista de desencuentro entre pueblos, se abriera lugar a lo que queda fuera del encuadre? ¿Si la película mostrara “la captura” de la imagen, el instante de construcción de esa memoria? Cuando algo merece ser registrado, se hace consciente y presente la situación de observación, el ojo del camarógrafo que se posa sobre el acontecimiento. ¿Podría esto acercarnos a imaginar ese diálogo entre la cultura visual europea y las mitologías metamórficas aborígenes? Como propone John Berger, tal vez sea bueno complicarnos un poco:

¿Por qué complicar así una experiencia tan cotidiana como la experiencia de ver una foto? Porque la simplicidad que normalmente acordamos a esa experiencia supone una confusión y un derroche. Pensamos en las fotografías en cuanto obras de arte, en cuanto pruebas de una verdad particular, en cuanto réplicas exactas o en cuanto nuevos objetos. Cada fotografía es, en realidad, un medio de comprobación, de confirmación y de construcción de una visión total de la realidad. De ahí el papel crucial de la fotografía en la lucha ideológica. De ahí la necesidad de que entendamos un arma que estamos utilizando y que puede ser utilizada contra nosotros (Berger, 2017: 160).

Estos interrogantes que despliega Berger se escurren por la película de Guerra. El contraste prolijo de reflejos y sombras en la fotografía del film y en las escenas que muestran y recrean el acto fotográfico se presenta demasiado homogéneo. Estamos ante una obra que nos transporta atrás en el tiempo, pero el tiempo parece carecer de movimiento, de vitalidad. Tenemos la oportunidad de sentir y recorrer acciones y costumbres desde otras ópticas que las conocidas o asimiladas y eso no se aprovecha. Cruzo las preguntas de Berger con las del escritor y teórico Ronald Kay acerca de la irrupción de la cámara fotográfica en el espacio americano. En su bello artículo “La reproducción del nuevo mundo”, Kay se detiene en el modo en que el registro mecánico traduce como “heterogéneo” lo que hace pasar por su aparato, sin atender realmente a la otredad que se encuentra ahí delante. El encuentro de mundos, según su opinión, es un empalme de tiempos socioculturalmente discontinuos, que en la fotografía favorece la conformación de una imagen estratificada. Un ensamble de capas superpuestas, en donde, si bien prima aquello que Guerra busca en el documento (esto es, la prueba de existencia, la noticia de la dominación, ocupación y explotación), también reside la incomodidad, una fuerza latente de obstinada resistencia:

Puede que esos mundos ignorados, que esas caras prefotogénicas, que esas colectividades impintadas, que esos cuerpos refractarios, por la máxima distancia a la reproducción mecánica que ellos significan, contengan aun en su doble fotográfico una resistencia (ya que la cámara no se encuentra en lo encuadrado por ella, nada ni nadie en lo reproducido lo corrobora, sólo la pura distancia focal lo invade todo, su propia ausencia documenta el lente) que logra, aunque sea fugaz y transitoriamente, denunciar su intervención devastadora (Kay, 2019: 14).

La picazón del blanco y negro se complica. Vuelvo sobre mis prejuicios con Berger y Kay. Sus ideas abren preguntas y observaciones sobre luchas, tensiones, heterogeneidades. En El abrazo la homogeneidad es aplastante. Las propiedades cromáticas de la imagen colaboran a achatar o maquillar contradicciones y complejidades. Creo que son la alta definición y el filtro reluciente y nostálgico de presentación del “otro” (indio, aborigen, negro) los que, sin intención maliciosa, simplifican su presencia según la épica del buen salvaje. Tal vez hay aquí una punta para atender al efecto semiamargo de la película, ese equilibrio inestable entre lejanía artificial y cercanía estetizada. El monocromo nos ubica ante lo lejano como perdido, mirando al pasado como un envase rígido, sellado y estático, al estilo de la vieja historiografía. El otro que se busca en este viaje es un depósito unidimensional de sabiduría ancestral, receptáculo de la bondad de la naturaleza, de piel brillante como el paisaje, en pacífico equilibrio ecológico. ¿Y los mestizajes, las mezquindades, los machismos, las violencias, las astucias y los cálculos? ¿Los tironeos incómodos de cualquier grupo humano? ¿Y las mujeres? Presencias que rondan, se nombran, se “tematizan”, apenas se sugieren, pero nunca alcanzan a cobrar consistencia en la imagen. David Gallego, responsable de la fotografía de El abrazo, cuenta:

Para Ciro era muy importante sentir que la historia estaba creando una realidad que ya no existe, unos personajes y una cultura muerta en manos del hombre occidental; fue como entender que estábamos buscando un documento visual, un documento archivado que teníamos que rescatar, limpiar y traer de nuevo al presente. En ese momento entendimos que el fílmico era el soporte ideal.

Sin necesidad de leer mucho entre líneas, podemos encontrar en estas palabras algunos supuestos presentes en el film. La ficción histórica como “animación” de un relato terminado. El resplandor de las imágenes que busca “pulir” los hechos para volverlos espectáculo. La consideración de “una cultura muerta” resucitada en fílmico y retocada digitalmente. Este despliegue en combinación con la ampulosidad y majestuosidad turística de los movimientos de cámara de esta gran producción parecen guiarme a un callejón sin salida que choca con una apreciación negativa, decepcionada de esta película. Tal como aparecen y como son descritos, estos rasgos solo producen tristeza, repiten el gesto del conquistador. La óptica estrecha del reflejo del dominado en el ojo dominante, en lugar de confrontar y favorecer incomodidades, confirma estereotipos.

¿Y entonces? ¿Dónde está la fantasía coloreada de la que hablaba al comienzo? Esta solo se insinúa en el final. La película culmina con la ingesta de la planta sagrada, acción mediante la cual la narración se abre a espacios, tiempos y escenas distintas del argumento lineal principal. Todo comienza con una respiración. Nos ubicamos frente a frente con el chamán Karamakate, que mira a cámara, emergiendo de la oscuridad. Desde la ubicación del extranjero, recibimos el insuflo vegetal. Una inhalación, y el polvo blanquecino ingresa en nosotros. La imagen ¡por fin! Deja de enfrentarnos y alejarnos. Nos ventila. La película cambia nuestra posición por primera y única vez. Sacude nuestro lugar de testigos externos de la historia y nos da de probar la yakruna.

Lo que sigue puede resumirse como un flujo de vistas paisajísticas. Un recorrido aéreo de la selva, un cambio de distancia y velocidad. Volamos a plena luz del día, como en los sueños. Sin personajes, diálogos ni objetivos. Avistamos árboles, rocas, cumbres cubiertas de vegetación, hasta dar con los famosos brazos de serpiente del río Amazonas. El viaje se complementa con una música inquietante que por segunda vez suena en la película y subraya el drama. Una nueva aparición del chamán interrumpe. Sobre un fondo blanco, con ojos y boca inundados de enceguecedora luz, Karamakate en versión joven.

A continuación, un sobresalto, otro cambio inesperado. Explosión de colores y texturas. Primero aparece el cielo, negro, estrellado y envolvente. Un cielo ya no terrenal ni diurno, sino cósmico. Luego, un desfile animado de formas: espirales, círculos, figuras, líneas, diseños. Trazos de escritura simbólica, dibujos abstractos, en tonos amarillos, violáceos, anaranjados y rojizos. Estos rastros coloridos como crípticos efectos alucinógenos se parecen a otros que antes vimos en cuadernos y piedras dentro de las expediciones. Ya no son parte del pasado estilizado, sino que se dirigen a nosotros. El efecto visionario que trae el color, como un corredor entre el sueño y el despertar, ofrece una presencia amplificadora y digresiva del relato. El sacudón desde la imagen pretendidamente “objetiva”, registrada y retocada del blanco y negro al trazo animado, brumoso y digital, impacta. Las formas coloreadas y animadas adquieren cualidades “hápticas”, quiero decir que transmiten efectos de volumen, textura y peso. Nos acercan sensaciones inestables de contacto mientras se funden unas en otras. Con este trance, prácticamente la película termina.

La cualidad digital y “pintada” en colores interrumpe la creencia “espontánea” que traía aparejada la foto analógica. Se desestabiliza el acostumbramiento perceptivo asimilado por esa luz de noche, como llama Bernard Stiegler a esa engañosa iluminación HD de un pasado que no vivimos (ni recorrimos). En la animación la manipulación es la regla (el vínculo con lo que vemos se complica además porque sabemos muy poco de las condiciones técnicas y sintéticas de su producción), y la luz que se expone es descompuesta, pintada y electrónica. Entonces, el truco aparece y “la espiritualidad” se sincera irremediablemente como fabricada y fabulada.

Este “ex-tasis” final, esta invitación a salir de las naturalizaciones de la narración clásica y experimentar a lo que no tenemos acceso de otro modo que, desde una exaltación de la subjetividad, abre una puerta. Estas alucinaciones multicolores detienen la narración correcta y exploran lugares insospechados, en donde empiezan a mostrarse las negociaciones de la ficción histórica. La dinámica oscilante entre lo documentado y lo falsificado en la experiencia cinematográfica permite algo que otros soportes no pueden: hacernos sentir espacios interiores del pasado, incitarnos a imaginar esos extraños y frágiles encuentros. La alucinación de este final combina la intervención material de la imagen contemporánea con la imaginación histórica, en lugar de obligarnos a respetar el relato causal, lanza señales confusas, habilita posibilidades sin “mensaje”, deja casilleros libres para recorrer la historia.

Pasemos ahora a Rey. La imposibilidad de una perspectiva cristalina se siente desde el primer segundo. Centelleos, sonidos de “fritura”, manchas, saltos bruscos al modo de los viejos proyectores remarcan la intervención impura del cine. El punto de partida, como en el caso de Guerra, también está en el archivo. Fotografías, cartas, mapas son lo primero que vemos. La diferencia es que la velocidad brusca de cada documento aquí nos cachetea. Nos despabila. Pelusas y defectos del material presentado, casi al punto de quemarse, recuerdan vacíos e incertidumbres como partes integrales de la reinterpretación de los hechos. La impronta sucia y temblorosa de este comienzo, en lugar de prometer un desarrollo, lanza imágenes entrecortadas de deterioro, despojos e impurezas. La narración se presenta como un movimiento que, en lugar de armonizar, despeina, con su “cepillo a contrapelo”, lo que ocurrió en otro tiempo. Resuenan las palabras de Walter Benjamin, como si hablara desde lo que vemos.

Lo que sigue después de estos primeros minutos de archivos y textos que nos reciben es aire. Aire denso, partículas de tierra o de polvo nublan la vista. La bruma como consuelo de la soledad, susurra de nuevo Benjamin. La cortina espesa se disipa y descubre una figura masculina frente al agua. En un extraño castellano, se escucha: “Soy rey, soy el hijo del agua”. Rodeado por la inmensidad de un bosque, un hombre recibe torrentes de líquido transparente con una extraña fuerza de atracción que brota de sus manos. La escena sorprende y estremece, el agua sube desde la tierra desafiando la ley de gravedad, ostentando el poderoso reverso del movimiento. Primera y principal línea de comparación: si antes El abrazo de la serpiente reclamó atención sobre la lustrosa impronta realista del dispositivo fotográfico, ahora Rey nos retrotrae al virtuosismo soñador del cinematógrafo.

Imagen 1. El rey “con manos de agua” que en la película de Niles Atallah evoca la atracción visual del cinematógrafo Lumière. Fotograma de Rey

El cine desde sus inicios investigó otras formas temporales, más allá de las historias narrativas que “respetan” un tiempo lineal, acelerando, ralentizando o invirtiendo el tiempo. Puntualmente, en 1895 los hermanos Lumière filmaron la demolición de un muro y descubrieron que, si invertían la proyección y la pasaban hacia atrás, el tiempo se hacía reversible y el muro se levantaba de nuevo. El procedimiento que aparecía en las vistas de La llegada del tren a la estación, La salida de las obreras de la fábrica o La comida del bebé, de acciones que concentraban su resolución en el título, en el truco del muro recompuesto encontró una nueva dimensión. La sucesión de acciones dirigidas a un predecible final se detuvo y descompuso sus partes. El vínculo mimético terminante con la realidad registrada se destartala presentando el papel fundamental del polvo como cortinado de la sorpresa que suspende la visión después del colapso. Aquel humo que se congrega, acomodándose de nuevo dentro de la estructura derruida, para desaparecer en la solidez invisible del aire, anuncia una amalgama magnética, la irrupción de la fantasía, a medio camino entre la ciencia y la magia.

La demolición del muro de Lumière es el primer ejemplo del “cine de atracciones”. Siguiendo a Tom Gunning, es posible diferenciar dos corrientes dominantes que interactúan en los primeros pasos del cinematógrafo, el cine de atracciones y el cine de integración narrativa. El énfasis de la atracción se organiza en torno al acto de exhibición, continuando el estilo de los espectáculos de feria. Encender el asombro y la curiosidad del público. Asaltar nuestras expectativas con un desfile de novedosas desapariciones, decorados, disfraces. Este es el camino de las películas maravillosas de Meliès que ofrecen despliegues espectaculares, golpes de efecto, explosión y sorpresa, bien diferentes de la identificación narrativa con un mundo autocontenido.

Vuelta a las manos super poderosas y acuosas del soberano patagónico. “Soy el rey con manos de agua”, dice De Tounens, y una bandada de pájaros, plantas y otras criaturas, mezcla de fantasmas y monstruos, se congregan a su alrededor. La presentación del protagonista como un mago extraño, emparentado y fundido con el territorio deja en claro que por delante no habrá itinerario lineal ni promesa de aprendizaje, sino un devenir que no hará más que extremarse y cambiar segundo a segundo. Las criaturas, como en un cuento de hadas, lo coronan. Nos adentramos en territorio mapuche, recorriendo montañas, ríos y bosques vírgenes del sur del continente. La narración se organiza en capítulos anunciados con intertítulos que dejan en claro los tópicos del viaje: “Cautiverio”, “Juicio”, “Traición”, “Fiebre” y “Exilio”. El recorrido culmina en “Apocalipsis”, el epílogo que me interesa.

“Articular históricamente el pasado no significa conocerlo ‘tal como fue en concreto’, sino más bien adueñarse de un recuerdo semejante al que brilla en un instante de peligro”. La vi tesis de la historia de Benjamin se encarna, o quizá sería más atinado decir –tomando en cuenta a Didi-Huberman– “arde”, en las imágenes finales de Rey. Como en la demolición del muro, las cenizas lo cubren todo. El peligro, como derrumbe, pero a la vez como surgimiento de un pasado en urgente conexión con el presente y con el juego de la técnica, aparece en las imágenes de archivo: masas de gente que corren desesperadas, heridos, cañones, edificios destrozados, explosiones, disparos, volcanes en erupción:

En el instante de peligro, cuando la imagen dialéctica “brilla como un relámpago”, el historiador –o el revolucionario– debe dar pruebas de presencia de ánimo (Geistesgegenwart) para aceptar ese momento único, esa oportunidad fugaz y precaria de salvamento (Rettung), antes de que sea demasiado tarde (Löwy, 2005: 76).

La lectura que ofrece Michael Löwy de la tesis de Benjamin resalta el instante de amenaza, la “alarma de incendio” que fulgura y nos ilumina. La destrucción, según su perspectiva (que no puedo dejar de pensar o imaginar con Lumière), no es el resultado inevitable, sino el núcleo de una llamarada. Como si, entre los escombros y los cascotes, surgiera una luz tornasolada capaz de arrancarnos del conformismo. Nos adentramos en la ficción del pasado, en esta superposición de fragmentos, proliferaciones, vestigios. Es el archivo del que disponemos, que puede transmutarse. Algo de esto es lo que aparece en el polvo. La cualidad estancada, de laguna, del archivo, de agua quieta con censuras deliberadas o inconscientes, puede cambiar de forma, puede entrar en ebullición. Puede ondularse, ganar temperatura y encenderse.

Estas derivas lumerianas y benjaminianas se conectan con Rey porque Atallah narra su versión de los hechos a partir de yuxtaposiciones, asociaciones de materiales diferentes que ponen a distancia lo ocurrido con Orélie-Antoine de Tounens, abogado francés que en 1860 viajó al Wallmapu para declararse rey de la Araucanía. Personajes con máscaras de papel maché, criaturas animadas y efectos especiales, cortes drásticos de montaje, texturas de imágenes de 8 y 16 mm, procesadas y desgastadas de diversas maneras, consiguen que la narración se vea constantemente interrumpida, estallada por efectos modernistas del cine de vanguardia y la psicodelia que dinamizan el recuerdo y el relato de lo acontecido. Registros documentales de paisajes sudamericanos, flora y fauna variada, episodios de guerra claramente posteriores al tiempo narrado se entrometen y dislocan el tiempo. Todo esto descentra el relato, crea un espacio de indagación ruinoso, sucio y ardiente en que la dinámica de montaje e imaginación es protagonista. ¿Será que nuestra dificultad para orientarnos en el peligro proviene del mareo enceguecedor en el que constatamos que un solo tipo de imagen es incapaz, precisamente, de reunir todo un relato y que es mejor si se quema y metamorfosea, a veces como documento y otras tantas como indagación onírica, narración y medio de tránsito, experimento de un no saber, un objeto mágico-científico?

En el “Apocalipsis” de Rey, las cenizas se apilan. Partículas oscuras flotan por la pantalla, se balancean como escamas livianas, sobre un fondo monocromo de colores cambiantes. Anaranjados, violáceos, rojizos, amarronados en tonos apastelados recargan el impacto del archivo. Por un lado, el tinte de color agregado sobre las impresiones y los registros en blanco y negro inscribe una atmósfera, dinamiza, inunda de la vitalidad y el estímulo vibratorio que solamente el color puede aportar. Aparece el protagonismo de una técnica similar a la que comenzó a gestarse a principios de la década de 1910, un proceso en el cual la emulsión o la base de la película cinematográfica es teñida, otorgándole a la imagen un color uniforme. Peter Delpeut observa que este proceso fue muy popular durante la era silente, utilizándose ciertos colores específicos para impregnar la pantalla de determinados efectos climáticos: rojo para las escenas con fuego, azul para la noche, etc. La técnica, conocida como virage, tinting y toning, consistía en pintar fragmentos de película con colores lisos. Se aplicó aproximadamente hasta 1925 en más del 80 % de las películas.

En Rey el tinte de color no fotográfico se une, como marcaba al comienzo, a una serie de rasguños, partículas de grano, cabello o fibras, suciedades, parpadeos, perforaciones, manchas de agua y lamparazos que les otorgan a las imágenes una apariencia de película “antigua”. Este arcaísmo deliberado representa una mezcla imaginada de uso histórico (signos de repetidas proyecciones) y negligencia (falta de cuidado vinculada a los artefactos relegados al recuerdo) que podemos comparar con El abrazo de la serpiente, con sus elecciones y valores asociados al blanco y negro que reflejan ideas y nociones “esencialistas” del cine. Aquí, en lugar de apuntar al color como factor elemental del realismo o la mímesis “total”, indicativo de la percepción promedio, se remite a la tradición del primer cine como campo de ensoñación, agregado intencional de impacto afectivo.

Imagen 2. La historia en llamas. El rostro sucio, velado y cambiante del rey Orélie-Antoine de Tounens. Fotograma de Rey

La historia cromática del cine y la fotografía, debido al estado de negro y blanco como “normalidad” u origen, es posible de ser pensada en estas películas como una historia contradictoria que atraviesa y modela las narraciones visuales del pasado y agita oposiciones paradigmáticas. Quiero decir con esto que no deja de ser extraño el modo en el que el color se asocia en ambos casos a la intensidad sensual, el reino de lo exótico y espectacular. Tom Gunning, nuevamente, encuadra esto en las atracciones:

La adición de color a las películas en la era muda no sufrió por su falta de naturalismo. Más bien, los usos arbitrarios y antinaturales del color, más intensos que la realidad, permitieron que el color se experimentara como un poder en sí mismo, en lugar de simplemente una cualidad secundaria de los objetos. Incluso el ajuste ligeramente desigual entre el color y el objeto en la pintura a mano y el color de la plantilla, de modo que los colores parecen levantarse de la superficie de la realidad y temblar en una danza centelleante, tiene el efecto de subrayar el poder independiente del color, incluso si no es intencional. En cualquier caso, los tonos intensos y la yuxtaposición nítida de estos colores los colocan en la tradición de colores emocionalmente efectivos y posiblemente “peligrosos” tan lamentados por los guardianes de la cultura gentil. Funcionan como atracciones que atraen la atención e incitan a la fantasía, en lugar de apelaciones armoniosas y sutiles a un orden estético establecido, o imágenes de la naturaleza cuidadosamente observadas (s/n).

Como ocurría con la niebla y las partículas del daño, los colores se interponen a la vista, impiden que se estabilice el recuerdo. En los últimos minutos de Rey, desde el fondo de la pantalla –al estilo Méliès–, emerge una extraña forma animada. Con una velocidad muy poco tranquilizadora, avanza lo que parece ser una flor. Se mueve como un espiral, en el sentido contrario al reloj. Gira y se acerca, se mueve en dos sentidos al mismo tiempo. Parece una suerte de mandala tétrico, compuesto por infinitas de las cabeza-máscara de papel maché que vimos antes. Es el rostro artificial, grisáceo, putrefacto, del rey multiplicado. Una cabeza monstruosa, compuesta de muchos rostros, se ensambla en una rueda demente, que rota con fuerza y forma de remolino. La cabeza-flor-mandala busca hipnotizarnos. “Soy rey. Rey sol. Rey de quimeras. Rey del barro. Rey de las cabezas colgantes…”. La voz repite y acumula imágenes auditivas que se empastan con las visuales. Nos envuelve en una serie de combinaciones que buscan el infinito. El impacto de esta aceleración multiplicada concentra nuestra atención, convirtiendo el plano en un caleidoscopio:

El transcurso histórico, tal como se representa bajo el concepto de catástrofe, realmente no debería retener la atención del pensador más que el caleidoscopio en las manos de un niño a quien en cada vuelta se le derrumba todo lo ordenado con un nuevo orden. La imagen tiene su justificada buena razón. Los conceptos de los que detentan el poder han sido en todo tiempo gracias a los cuales ha llegado a establecerse la imagen de un “orden”. Hay que hacer añicos el caleidoscopio (Benjamin, 2014: 10).

Imagen 3 / Imagen 4. Dos de las múltiples combinaciones del mandala tétrico final de Rey

De vuelta las palabras sugerentes de Benjamin. Las astillas y roturas de las formas hipnóticas del mandala final nos alejan de concebir la historia como conservación o momificación y nos conducen al trance. Esta imagen final de la flor digital también remite a los juguetes ópticos. El caleidoscopio o “rompecabezas chino” –como se lo llamaba en su primera aparición– es un antecedente del cine y un predecesor del “fractal”, estos particulares objetos matemáticos estudiados por Benoit Mandelbrot en 1970 que develaron “la mátrix” de estructuras autosimilares con complejidades infinitamente repetitivas. Los fractales no son solo curiosidades extravagantes de la ciencia, como se habían considerado desde el cambio de siglo xx, sino, de hecho, una clave de atracción visual para enfrentarnos a la no uniformidad de la historia. Una imagen de la mezcla, un preparado de materiales ardientes como cenizas que provienen de múltiples, seductoras y vertiginosas hogueras.

Historias chamánicas

Estas dos películas culminan en estados de éxtasis, explosiones y efectos embriagantes de formas y colores que imaginan algo así como qué hay del otro lado de esa inevitable transformación del pasado en narración y en imagen dinámica, qué es aquello más allá del discurso ordenado del pasado que puede desplazarse o ampliar las fronteras personales, nacionales, étnicas, afectivas de lo que sucedió y nos constituye.

El final de El abrazo de la serpiente se libera de la historia cerrada y académica para indagar, con los medios del cine y la imagen digital, la misteriosa transformación sensorial vegetal de la intoxicación con la yakruna, dejando la exposición y reformulación de esos últimos trazos del lado del espectador. En Rey la historia delirante del Orélie Antoine de Tounens es tajeada de anacronismos, materias expresivas no figurativas que explotan todavía más allá de la referencia biográfica en el final. Dos finales que traman contactos de trance con el pasado, invocaciones imposibles en otro tiempo que el presente, por sus cualidades y experimentaciones con la técnica cinematográfica y también por sus rupturas con la identidad.

Estos “otros y nuevos mundos” se proyectan y nos proyectan fuera de nosotros, a través del hipnotismo y la posesión de las imágenes, nos inducen a reconsiderar lo que vemos, lo que creemos que conocemos. Es como si se encendiera todo y emergiera una extraña simultaneidad con lo que está moviéndose enfrente. Los colores y las formas que cambian, rotan y sacuden la pantalla conectan lugares y tiempos, el pasado narrado minutos antes, el presente de nuestra experiencia y el futuro posible de reescribirse desde este viaje de intercambio e indagación.

Un cine chamánico, diría el más visionario de los directores, Raúl Ruiz, que nos induce al vértigo de la intoxicación y la participación en la creación del relato:

Un viejo dicho de Hollywood asegura que una película tiene éxito cuando el espectador se identifica con el protagonista: él es el que conduce la acción, él es el que debe triunfar. Yo creo más bien que en una película que merece ser vista debemos identificarnos con la película misma, no con uno de sus personajes. Debemos identificarnos con los objetos que se manejan, los paisajes, los múltiples personajes, y ese desdoblamiento sólo puede ocurrir una vez pasado, sobrepasado el punto hipnótico. A partir de allí estamos en otra película. Antes del punto hipnótico estamos ante un espectáculo: las imágenes llegan hasta nosotros. Ahora se diría que las imágenes despegan del aeropuerto que somos y levantan vuelo hacia la película que vemos (Ruiz, 2013: 146).

En sus últimos minutos, El abrazo de la serpiente y Rey exploran la fantasía desde el desdoblamiento chamánico, proponiendo recombinar un álbum de potenciales pasados históricos que se superponen. Oscilamos entre la fascinación y el distanciamiento. Nos sentimos arrebatados por la contemplación intensa de un vagabundeo que hace que “respiremos” la película, que hagamos pasar la ficción histórica por nosotros para luego expulsarla y modificar en ese mismo proceso nuestro cuerpo imaginante.

Presenté en estas notas algunas reflexiones a partir de dos películas latinoamericanas que se alejan de los rígidos estándares de las correctas y tradicionales películas históricas para indagar muy especialmente desde la materialidad de las imágenes como vía afectiva y cromática de reconsideración del relato histórico. Me interesó trazar esta comparación como una primera parada de un viaje que estoy llevando adelante por otras películas recientes, entre las que podría mencionar Jauja, de Lisandro Alonso (2012), Tabú, de Miguel Gomes (2014), y Zama, de Lucrecia Martel (2017).

En el complejísimo panorama del cine actual, es posible detectar un nuevo interés, un giro renovado hacia la historia. Desde diferentes países y en estrecho vínculo con la cultura visual expandida por nuevos formatos de producción, las plataformas de circulación y el consumo vía streaming, las películas y series que se delimitan como ficciones históricas o period dramas se han renovado. Por un lado, un buen número de las producciones recientes no se diferencian del efecto de “visita guiada” vinculado a las viejas películas de época. Me refiero así a las rígidas y monumentales reconstrucciones, escritas con letras mayúsculas, en donde prima el relato verídico y biográfico de grandes acontecimientos. Casos como Gladiador, El nombre de la rosa, La caída, que, salvo unas pocas excepciones, ofrecen narraciones lineales, heroicas y antropocéntricas. Como señala Marc Ferro (2008), este cine propone una mirada positivista que revisa la historia como un ritual de verificación de autenticidad. Esto se extiende al caso de momentos o rasgos en algunas series como Los Borgia o Downton Abbey, por nombrar algunas. Estas ficciones que, como decía, expanden la tradición del cine mainstream combinan una serie de rasgos aglutinantes de atención. Primero, el espectáculo de la reconstrucción. En un contexto de efectos digitales y fake news, la imitación de escenarios, vestuarios y caracteres del pasado es quizá el primer enganche seductor de la visita guiada vinculado a las películas de época. En segundo lugar, las bellas ropas de “la historia” maquillan la infalible trama melodramática del molde clásico, intrigas amorosas, conflictos estereotipados y efectos de identificación que aportan el “valor educacional” y verosímil de darles “vida” a hechos ocurridos, acercando las biografías de personajes del pasado. Por último, pero no menos importante, el acceso a la erudición que insiste en “mirar hacia atrás” como gesto de identidad, verdad y conservación.

Tomando prestadas las palabras de Serge Daney, una fuerza de “falsa profundidad” activa este tipo de narraciones, exactas dosis de evasión, erudición y entretenimiento envasado como un todo orgánico, coherente y cerrado. Ahora bien, esta óptica documentada y tradicional del discurso histórico que nos adiestra a separar el pasado del presente, aunque se disfrace con las atractivas y adictivas ropas de las series o las grandes producciones, no parece acomodarse a las mutaciones del mundo contemporáneo. Como propone Hayden White, así acostumbramos a relacionar el interés de la historia por lo verdadero y dejamos a un lado el rico vínculo ficcional con lo real, los bordes de lo posible que, como en la literatura modernista, abren paso a la imaginación poética. En otras palabras, en un momento en que la información y los estímulos visuales están más que disponibles, los lazos creativos y narrativos como nuevas formas de captar la conciencia de nuestro tiempo en lugar de concentrarse en los contenidos, insistiendo en criterios de exactitud y evidencia, pueden explotar el potencial que resiste en las imágenes no como complemento o ilustración, sino como suplemento, como mirada de encuentro, sensibilidad de apertura hacia el lado de los oprimidos.

Películas como Rey, que se ubican en la tradición del cine moderno o de arte y ensayo, pueden ser presentadas como obras reflexivas, distanciadas y multicausales. No solo “hablan” del pasado, sino que disponen una reflexión crítica y sensible hacia su tiempo de realización. Este remolino de tiempos y experiencias propone un diálogo y un juego. El diálogo consiste en una recurrencia al pasado desde la historia del cine, a partir de recursos como los que presenté, provenientes del cine mudo, la fotografía, la pintura. Esto es, trazando vínculos con otras disciplinas, ampliando el relato visual del pasado, mostrando y pensando esas valiosas conexiones. De modo que cada película concibe la historia de una manera que empieza y llega en los colores, en la atención sobre la superficie que propone el cine y que “nos toca”. Sigo en esa dirección con las reflexiones de Irene Depetris Chauvin, acercándose al cine de Ruiz:

A través de transposiciones entre distintas expresiones artísticas, la película muestra que la sensación de la memoria no se relaciona con capturar un acontecimiento, sino con crearlo. La ficcionalización del mundo histórico responde, antes que a la fidelidad histórica, a una lógica poética que crea una sensación no lineal del tiempo en la que pasado, presente y futuro se encuentran en un espacio que existe gracias al arte (Depetris Chauvin, 2015: 132).

El juego artístico, como un entrar y salir de las historias que se cuentan, se parece mucho al entremedio del sueño, al estado volado, desorientado y frágil entre dormir y despertar. La evidencia emocionante de estas películas no funciona como ilustración ni certificación del pasado, sino que apunta a movilizarnos, a indagar en una experiencia extática de suspensión y flotación. En esta oportunidad, presenté algunas ideas desde una visión chamánica. Queda claro que esta vía de relato histórico no es la única para que la historia se perfile de un modo diferente que el tipo de pronóstico o proyección abstracta de las ciencias sociales. Es una opción de muchas. En estas historias de vuelo histórico y fantasías, una máquina inactual y desfasada con fuerza propia nos sacude sutilmente hacia adelante y hacia atrás al mismo tiempo, nos tiñe de visiones poéticas y nos invita a flotar por imágenes cambiantes y movedizas.

Referencias

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