Prácticas, roles y espacios habilitados en la vida cotidiana desde un enfoque interseccional
Gimena Paula Camarero[1]
Introducción
La zona núcleo forestal del delta inferior del Paraná abarca sectores de islas correspondientes a los partidos bonaerenses de Campana y San Fernando. Comprende el área que circunda el río Carabelas, el canal Alem y el arroyo Las Piedras, entre el Paraná de las Palmas y el Paraná Guazú, cubriendo una superficie aproximada de 800 km2 (Borodowski y Signorelli, 2011). Su denominación fue acuñada por el Instituto Nacional de Tecnología Agropecuaria (INTA) en los años 70 para promover su consolidación como territorio productivo (Moreira, 2018) especializado en el cultivo de salicáceas –sauces y álamos–, cuyo destino principal es la industria de papel de diario, la de aglomerado y la producción de tablas y láminas (Fernández et al., 2018).
Entre la población que habita las islas, este territorio también es conocido como de “los vascos del Carabelas”[2]. Esto se debe a que el río Carabelas es el principal cauce de la zona, y los primeros colonos europeos que la poblaron entre finales del siglo xix y principios del siglo xx eran principalmente de ascendencia vasca (Pérez Agote, 1997; Camarero, 2011). Junto con ellos, en los ríos y arroyos cercanos, también se asentaron familias colonas de nacionalidad española, portuguesa e italiana (Pizarro, 2014, diario de campo). Muchos de sus descendientes aún residen en el lugar.
Con el apoyo de instituciones estatales, y en particular del INTA (Moreira, 2018), estas familias se han organizado para realizar diques, terraplenes y caminos transitables, y para instalar servicios públicos como la luz eléctrica o la telefonía, transformando el espacio a través del trabajo y de la técnica (Santos, 2002). Tales emprendimientos han producido una diferenciación respecto de otros sectores de las islas que es frecuentemente remarcada tanto por la población que habita el territorio como por la población vecina. En particular, el hecho de contar con caminos terrestres que conectan a los vecinos y las vecinas entre sí y que acercan “la isla” con “el continente” mediante un transbordador y un sistema de balsas se destaca en los relatos como una de las mayores “comodidades” o “privilegios” con los que cuentan sus residentes.
En este contexto socioterritorial particular, la pregunta sobre los modos de vida de sus habitantes emerge asociada a una problemática social que es común a gran parte de los territorios rurales del país y la región[3], y que es reconocida por las mismas familias como un motivo de gran preocupación: las juventudes, y en particular las mujeres, “se están yendo de la isla”. A los fines de indagar sobre dicho fenómeno, y comprender en mayor profundidad cuáles son los factores que inspiran las migraciones y quiénes son las y los jóvenes[4] que “se van” o “se quedan”, en esta oportunidad analizaré las prácticas, los espacios y los roles habilitados a las juventudes en el lugar de origen, y exploraré las desigualdades que emergen de acuerdo con su condición de generación, género y clase social. Tal trabajo es fruto de una investigación etnográfica en curso llevada adelante desde 2013 junto al equipo dirigido por la Dra. Cynthia Pizarro, con sede en la Cátedra de Extensión y Sociología Rurales de la Facultad de Agronomía de la Universidad de Buenos Aires, y los avances aquí presentados forman parte de mi tesis doctoral.
En consonancia con diversos autores que han indagado sobre el tema (Durston, 1998; Margulis y Urresti, 1998; Chaves, 2009; entre otros y otras), entendemos a la “juventud” como una categoría analítica que debe ser reconstruida a partir de las representaciones y los roles que la comunidad bajo estudio le confiere, y desde allí analizar qué implica ser joven en ese tiempo y lugar. De acuerdo con lo indagado hasta el momento, los y las jóvenes aparecen referenciados como aquellos “chicos” y “chicas” que se encuentran en edad de culminación de la escolarización secundaria, cuando deben comenzar a definir su proyecto de vida: si se quedan en la “isla” a trabajar o se van al “continente” a estudiar o trabajar. Esta etapa abarcaría un rango de edad estimativo que ronda entre los 15 y los 20 años de edad. Tal concepción coincide con la propuesta por John Durston (1998), quien define a la juventud rural como aquella etapa de la vida que se encuentra entre el fin de la etapa de la infancia dependiente y la asunción plena de la jefatura de la unidad doméstica. Es precisamente en este periodo en que se espera que las y los jóvenes definan un proyecto de vida para su adultez.
Pero la condición de “juventud” no es homogénea, sino que existen diversas formas de ser joven de acuerdo con la interseccionalidad de marcadores sociales que atraviesan a cada sujeto (Magliano, 2015; Schmuck, 2018). Para analizar la problemática de las migraciones “isla-continente” de las juventudes de la zona núcleo forestal, las diferencias de generación, género y clase social aparecen como los marcadores más relevantes a la hora de indagar cuáles son los momentos, las prácticas y los lugares que están disponibles o bloqueados para cada joven en “la isla” y quiénes tienen posibilidades de migrar a “la ciudad”.
Juventudes y vida cotidiana en “la isla”
Roles domésticos en las “quintas”
En este primer apartado, analizaré las actividades que realizan las y los jóvenes en sus unidades domésticas. Siguiendo a Elizabeth Jelin (1984), la unidad doméstica es una organización social compuesta por un grupo de personas corresidentes que coopera en las actividades ligadas al mantenimiento cotidiano y la reproducción de sus miembros. Estas actividades, a su vez, se distribuyen sobre la base de una determinada división sexual y generacional del trabajo.
En la zona bajo estudio, las unidades domésticas se nuclean en las “quintas”, las cuales constituyen a la vez la unidad de residencia base y la unidad de producción y reproducción de los grupos familiares. Estas se organizan en torno a un régimen de género patriarcal de herencia europea basado en el derecho romano androcéntrico, que confiere poder al padre sobre los bienes y las personas de su núcleo familiar a través de la “potestad marital” y la “patria potestad” (Di Marco, Faur y Méndez, 2005; Ferro, 2008). De modo que el hombre “cabeza de familia” es reconocido como el “productor” o el “trabajador” y es quien define y conduce la economía familiar. Al mismo tiempo, la división sexual del trabajo familiar en las “quintas” funciona bajo la lógica de que el espacio exterior y las tareas productivas en el predio se asocian a lo masculino, en tanto que el hogar y las tareas domésticas de reproducción cotidiana (Jelin, 1984) están ligadas al dominio femenino ( Hanson, 1992; Pateman, 1996).
Bajo el argumento de que es “trabajo pesado” de la esfera masculina, las mujeres han quedado excluidas de las tareas productivas que suponen el uso de maquinaria o la realización de grandes esfuerzos físicos, y quedan afuera también de las decisiones en torno a la producción. Pero esto no significa que ellas no realicen ninguna tarea dentro del ciclo productivo, sino que este es autopercibido por las propias mujeres como “ayuda” al marido. Dicha subvaluación del propio trabajo contribuye a reforzar el poder de conducción de los hombres sobre la economía y la fuerza de trabajo familiar, a la vez que fortalece el mito hogar femenino/trabajo masculino (Hanson, 1992).
Tal estructura de género tiene su correlato en la división generacional del trabajo dentro de las unidades domésticas. Desde temprana edad, los niños y las niñas incorporan los roles de género (Stoller, 1968) que les corresponden “mirando” a sus madres, padres y hermanos y hermanas mayores. A medida que van creciendo, las personas adultas van incorporando a sus hijos e hijas en las actividades cotidianas de la unidad doméstica según la lógica de la división sexual del trabajo: “Los chicos al campo. Las chicas, no. Es la cultura, la mujer en la casa”, sintetiza una entrevistada.
Así, las mujeres adultas se encargan de transmitir y organizar el trabajo en el hogar para las niñas, que incluye tareas de limpieza, cocina y cuidado de hermanos y hermanas menores. Las hijas mayores son quienes cargan con estas tareas desde más temprano. En este punto, la clase social también incide en la edad en que las chicas comienzan a estar a cargo de estas actividades, ya que, en las familias trabajadoras, las mujeres adultas deben salir a trabajar fuera del hogar y las hijas deben relevarlas en las tareas domésticas.
Entretanto, los hombres adultos enseñan y comandan las actividades de los hijos varones. En primer lugar, los instruyen en tareas del entorno doméstico que, por requerir el uso de herramientas y maquinaria, suelen ser realizadas por los hombres, como cortar el césped, podar, o remover tierra para la huerta. A medida que van ganando fuerza física, aprenden también a cortar leña, a cambiar garrafas y a manejar el bote familiar o el tractor. Y comienzan a acompañar al padre al campo, donde lo asisten en las distintas etapas de los procesos productivos, ya sea en el ciclo del mimbre, la forestación o la ganadería. Estas actividades, y en particular el trabajo en el campo, se inician durante la pubertad, entre los 11 y los 14 años de edad, dependiendo del tipo de labor y de la necesidad que tiene cada grupo familiar de mano de obra. Nuevamente, son los jóvenes de menores recursos quienes inician estas actividades más tempranamente.
A lo largo de esta etapa, las tareas que realizan las y los jóvenes se subordinan a las normas y formas de organización del trabajo que determinan sus madres y padres. Estas actividades son concebidas como “aprendizajes” y “ayudas”, por lo que no son remuneradas. Lo que es más, las tareas domésticas que realizan las mujeres no son concebidas como “trabajo”, por lo que son subvaluadas e invisibilizadas tanto en la juventud como en la etapa adulta.
Esta estructura patriarcal y gerontocrática genera entre las juventudes isleñas constricciones y oportunidades diferenciadas por género y clase social. En el caso de los hombres jóvenes, las exigencias tempranas del trabajo productivo se solapan y entran en contradicción con el acceso a los estudios secundarios. No obstante, estas exigencias, así como la ausencia de remuneración por su trabajo en el campo, se compensan con la promesa de que en el futuro quedarán a cargo de la propiedad familiar. En efecto, en las “quintas” productivas, sea cual fuere su tamaño y nivel de capitalización, los hijos varones suelen ser quienes relevan generacionalmente a sus padres y heredan la propiedad. En los casos en que hay más de un hijo, las familias suelen fraccionar las tierras en partes iguales, e incluso a veces también dividen las actividades productivas para que haya un reparto relativamente justo. Por el contrario, las mujeres jóvenes suelen ser relegadas de las tareas productivas y también del acceso a la tierra. Asimismo, como ya fue señalado, las tareas domésticas que realizan y con las que contribuyen a la reproducción cotidiana son infravaloradas e invisibilizadas, lo cual influye en la sobrecarga de tareas y en la naturalización de su rol subordinado en la economía doméstica (Hanson, 1992; Jelin, 1995).
Por último, cabe mencionar que las constricciones de género y generación son aún más acuciantes en las unidades domésticas de menores recursos. Además de no contar con tierras propias para heredar, las juventudes de este sector social tienen menor moratoria social que sus pares (Margulis y Urresti, 1998; Durston, 1998), ya que los jóvenes deben trabajar en el campo con mayor intensidad y desde más temprana edad, y las jóvenes deben realizar desde niñas intensas labores domésticas para contribuir a la economía familiar.
Escolaridad de nivel medio
En lo que respecta a la escolaridad de las juventudes isleñas, en la zona bajo estudio funcionan dos establecimientos de nivel secundario: la Escuela Agraria n.° 2 en el partido de Campana (EA2) y la Escuela de Educación Secundaria n.° 9 en el Partido de San Fernando (EES9). La primera fue creada en el año 2001, construida sobre un predio cedido por la EEA INTA Delta sobre el río Paraná de las Palmas. Al tratarse de una escuela técnica agraria, deben cursarse siete años para obtener el título de técnico frutícola forestal. No obstante, si se opta por cursar únicamente seis años, se obtiene el título intermedio de bachiller agrario. Por su parte, la Escuela Secundaria n.º 9 Río Carabelas (ex-Escuela Secundaria n.º 25) fue creada en el año 2007. Se encuentra en la margen este del río Carabelas, en donde anteriormente funcionaba una escuela primaria (EP10), y fue instituida con el objetivo de nuclear a toda la matrícula de estudiantes de nivel medio del radio escolar que abarca al río Carabelas, canal Alem y Canal 5[5]. Es una escuela de jornada simple que ofrece el servicio de desayuno y almuerzo. Tiene orientación en economía y gestión de las organizaciones.
Antes del año 2000, las y los jóvenes de la zona asistían a la única escuela secundaria que existía en islas de San Fernando, la Escuela Media Técnica n.º 1 (EMT1). Esta escuela se encuentra sobre el río Paraná Miní, a gran distancia de la zona bajo estudio, lo que implicaba a las y los estudiantes entre dos horas y media y tres horas y media de traslado. En efecto, las distancias y los medios de transporte disponibles para trasladarse a las escuelas son claves para la organización familiar y para garantizar la asistencia y permanencia en el nivel medio. De hecho, en diversas entrevistas, algunas madres nos explicaban que han elegido la escuela secundaria por su cercanía antes que por la orientación educativa. Así, desde la apertura de la EES9, muchas familias que habitan sobre el río Carabelas han optado por inscribir a sus hijos e hijas en esa escuela, aun cuando hay jóvenes que muestran interés por realizar estudios con orientación agraria.
En las últimas décadas, se ha generalizado la cursada de nivel medio entre las juventudes isleñas. El establecimiento de escuelas de dicho nivel en las islas ha sido un factor de peso. Pero, además, la continuidad de los estudios secundarios también es fomentada por padres y madres de todos los sectores sociales de islas, quienes esperan que sus hijos y –fundamentalmente– sus hijas igualen o superen sus propios niveles educativos para así tener mayores oportunidades laborales. Esta misma tendencia se observa en otras zonas rurales de la región (Durston, 1998; Kessler, 2006; Hirsch, 2020).
Dicho esto, una problemática referida por las familias es que se pierden muchos días de clase por condiciones climáticas adversas para la circulación fluvial. Los días de tormentas fuertes o neblina, que son frecuentes particularmente en el periodo invernal, las lanchas escolares no salen de los puertos. Asimismo, hay quienes señalan que hay docentes procedentes de las plantas urbanas, los cuales componen la mayor parte del plantel docente de los establecimientos educativos de islas, que se niegan a viajar en la lancha y asistir a la escuela cuando la temperatura matinal se encuentra por debajo de los cinco grados.
Sumado a esto, la deserción escolar en el nivel secundario es un fenómeno recurrente. Sus desencadenantes están diferenciados por género y clase. En el caso de los hombres, esta suele darse alrededor del tercer año de secundario. En esta etapa comienzan a trabajar en el campo y muchos de ellos deciden dejar los estudios y volcarse de lleno al trabajo agropecuario, ya sea por la sobrecarga de tareas –factor que afecta específicamente a los jóvenes de familias trabajadoras o con “quintas” de subsistencia por su necesidad de aportar a la economía doméstica–, como por la mayor valoración que les confieren a las competencias laborales aprendidas en las explotaciones familiares. Esto último se observa particularmente entre quienes han asistido a escuelas normales de San Fernando[6].
Para evitar la deserción escolar por motivos laborales, las escuelas procuran diseñar programas flexibles que se adapten a los esquemas laborales particulares de cada estudiante. Así, en la Escuela n.º 9, está permitido que los jóvenes trabajen a partir de los 16 años de edad, siempre y cuando esto no impida que continúen con su trayectoria educativa. Se contempla también que haya menor asistencia de estudiantes en los periodos de cosecha de mimbre o de jazmines. Por su parte, la Escuela Agraria n.º 2 tiene una modalidad semipresencial para quienes cursan el séptimo año, a fin de compatibilizar los estudios con el trabajo.
En el caso de las mujeres, la deserción en el nivel secundario es menor. Esto se debe a que las familias alientan a las hijas a continuar sus estudios medios y superiores, con el objetivo de que, a través de su profesionalización, consigan oportunidades laborales que no poseen en las explotaciones. No obstante, los embarazos adolescentes son una problemática que tiene cierta recurrencia entre estudiantes de los últimos años de secundaria y que interfieren con la terminalidad de sus estudios.
Las personas adultas suelen atribuir las maternidades tempranas a una ausencia de proyectos de vida alternativos entre las jóvenes de menores recursos, la cual se asocia a la escasez de oportunidades laborales y de formación superior en “la isla”. De este modo, se reproduce una mirada moralista (Pedone, 2017) que asume que los embarazos son buscados conscientemente por las jóvenes y, en consecuencia, la responsabilidad recae enteramente sobre ellas.
Al indagar en mayor profundidad, se constata que los embarazos adolescentes son una problemática social compleja a la que contribuyen de diverso modo los distintos miembros de la comunidad y que, además, atraviesa a jóvenes de todas las clases sociales. Al preguntar puntualmente por la aplicación de la educación sexual integral (ESI) en las islas, en diversas entrevistas, docentes y madres de estudiantes mencionan que hay deficiencias en los contenidos que se imparten en las escuelas secundarias, ya sea porque no se dictan los contenidos apropiados para la edad[7] o porque se saltean algunos temas “por miedo a lo que puedan decir los padres”. En efecto, ha habido quejas por parte de familiares de estudiantes, en particular en aquellas instituciones donde se imparte enseñanza religiosa, y también se relataron casos en los que los propios docentes se negaban a dar ciertos contenidos por motivos religiosos. Estas resistencias estuvieron relacionadas con la enseñanza del uso de anticonceptivos, al punto de haber escuelas en donde se ha evitado hablar del tema, lo que genera como consecuencia un gran desconocimiento entre las y los jóvenes de los cuidados en salud sexual y reproductiva. Sumado a esto, las escuelas no cuentan con dispensarios de preservativos, y el acceso a centros de salud adonde retirar métodos anticonceptivos es difícil: al hospital zonal de Boca Carabelas solo se llega en lancha, en horarios puntuales que coinciden con el horario escolar. Por lo que, para ir allí, las y los jóvenes deben faltar a la escuela y solicitar permiso a sus madres y padres –o bien ir con ellos o ellas–, pero, según nos fue referido, en muchas ocasiones carecen de su aval y acompañamiento (diario de campo).
Ante los casos de estudiantes embarazadas, las instituciones también suelen buscar diversas estrategias para que las jóvenes continúen estudiando. Por un lado, se les permite cursar menos días por semana y dar materias libres en fechas posteriores al calendario escolar. Algunas de ellas concluyen sus estudios a través del Programa FinEs[8], que funciona en ciertos establecimientos. E incluso ha habido cursos en los que el bebé se quedaba en el aula mientras la mamá estudiaba.
Espacios de sociabilidad
Las escuelas constituyen el núcleo social de la vida isleña y, por ende, también el de los y las jóvenes. Esto está vinculado a diversos factores. Por un lado, debido a la topografía de las islas y a las prácticas históricas de asentamiento, existen grandes distancias entre vecinos y vecinas, lo cual dificulta los encuentros. Además, actualmente en la zona no se cuenta con otro servicio de transporte fluvial de pasajeros que no sea la “lancha colectiva” escolar, por lo que la población depende de esta o de su embarcación particular para poder trasladarse al interior de las islas.
Por otro lado, en varios relatos del pasado, se señala que los encuentros entre vecinos y vecinas se vieron reducidos a medida que fueron cerrando los clubes que funcionaban en los ríos y arroyos, lo que fue sucediendo progresivamente a raíz del proceso de despoblamiento de las islas iniciado tras sucesivas crisis productivas y eventos de inundación extraordinarios (Pizarro, Moreira y Ciccale Smit, 2018). Con el cierre de los clubes, algunas actividades sociales se trasladaron a las escuelas, como los torneos de fútbol y los bailes. Sin embargo, a partir del incendio del establecimiento de Cromagnon en la Ciudad de Buenos Aires ocurrido en diciembre de 2004, las autoridades estatales clausuraron los salones de islas por no contar con las medidas de seguridad suficientes.
Al dejar de organizarse bailes en las islas, la diversión nocturna de las juventudes devino en un privilegio de clase, ya que solo quienes cuentan con vehículo propio pueden ir a bailar a la planta urbana. Se constata así una desigualdad en el acceso al espacio y a ciertas prácticas fundada en condiciones socioeconómicas.
Con todo, en las escuelas aún se realizan los festejos escolares y las festividades de la comunidad. El “Día del Isleño”, por ejemplo, se celebra el primer sábado posterior al 31 de octubre en la escuela más grande de la zona (EP 26). En este evento, las juventudes participan en roles y espacios diversos. Para los hombres, a lo largo del día, se realiza un torneo de fútbol interisleño masculino. En tanto que, al caer el sol, se celebra la elección de la “reina de los isleños”, y se convoca a mujeres jóvenes a partir de los 15 años de edad a participar del certamen. La celebración se cierra luego con un recital con bandas musicales en vivo que, aunque es más breve de lo que solía ser antes –cuando la fiesta se prolongaba hasta la madrugada–, tiene gran convocatoria juvenil.
En las escuelas también se organizan eventos a fin de recaudar fondos para los viajes de egresados, que se llaman “cenas-show”, y consisten en espectáculos nocturnos con comida y baile. A pesar de que estos eventos no están organizados exclusivamente para jóvenes, sino que convocan a toda la familia, las juventudes isleñas tienen allí otro momento de encuentro en el año. Finalmente, los predios escolares también son utilizados como espacios de recreación y encuentro durante los periodos de receso escolar. Según nos fue referido, los fines de semana funciona un club deportivo junto al predio de la EP 26, el Club Defensores del Carabelas, en donde entrena el equipo de fútbol masculino de la zona. El patio de la ES9 también es utilizado por las tardes para jugar al fútbol.
No obstante, al analizar la disponibilidad de espacios y prácticas de ocio para las juventudes en “la isla” con perspectiva de género, se observa que la mayoría de las actividades que se organizan para jóvenes son torneos de fútbol masculino, por lo que las mujeres ven aún más reducidos los espacios habilitados para su recreación. Se constata así que las relaciones de género inciden en el espacio, estableciendo accesos y usos diferenciales de este, tal como señalan diversas autoras del campo de la geografía de género (Hanson, 1992; Rose, 1993; McDowell, 2000; entre otras).
El mundo del trabajo
Como señalamos al inicio, la actividad principal de las “quintas” es la forestación, la cual se complementa con otras actividades secundarias que suelen ser llevadas adelante por los hijos varones. Los ingresos correspondientes por las ventas de estas producciones también suelen quedar para ellos, en calidad de emprendimientos personales que contribuyen a su capitalización y al sostenimiento de su propio grupo familiar en el caso de tener hijos pequeños. Sucede también que la actividad forestal recién brinda retornos económicos a 15 años, por lo que los jóvenes eligen otras actividades de menor plazo y menor inversión inicial para comenzar sus proyectos productivos propios.
De este modo, hay jóvenes que plantan mimbre o nuez pecán en un sector de la explotación, o se hacen cargo de los viveros forestales, que son producciones que requieren poco espacio, pero demandan mano de obra intensiva. Además, en algunas explotaciones capitalizadas, los jóvenes quedan a cargo de los aserraderos familiares. Pero, fundamentalmente, en los últimos años se ha difundido la ganadería de islas como una actividad compatible y complementaria a la forestación, la cual suele ser llevada adelante por los hombres más jóvenes. Lo más frecuente es que los hijos de familias con producción forestal comiencen introduciendo unos pocos animales en la explotación familiar, y poco a poco vayan aprendiendo sobre su manejo y así aumenten la hacienda.
Si bien las actividades productivas secundarias de las “quintas” son estrategias familiares (González, 2015) para que los hijos varones de pequeños y medianos productores obtengan ingresos que abonen a su permanencia en la “isla” y, por consiguiente, a la de sus hijos, hijas y esposas, esta fuente de ingresos no suele ser suficiente para sostener a un grupo familiar, por lo que suele combinarse con empleos extraprediales.
El empleo remunerado disponible en la “isla” está segmentado por género. Como señalan Orlandina Oliveira y Marina Ariza (1999), los procesos de división sexual del trabajo en las familias guardan conexión con la segregación ocupacional. En efecto, los hombres jóvenes realizan tareas de campo u ofrecen servicios dentro de la cadena productiva forestal, son empleados en los transportes de carga y de pasajeros o trabajan en la Cooperativa de Provisión y Servicios Públicos para Productores Forestales. En tanto que las mujeres solo están habilitadas a realizar extensiones de las fronteras del trabajo reproductivo en sectores proveedores de cuidado (Esquivel et al., 2012) como el trabajo doméstico y la educación.
Con relación al primer rubro, en la “isla” hay unos pocos casos de mujeres de familias trabajadoras que realizan tareas de trabajo doméstico mercantilizado (Jelin, 1995) por las que perciben una remuneración económica. Pero, fundamentalmente, las escuelas son la principal fuente de empleo formal para las mujeres, ya sea como auxiliares o como docentes. No obstante, la disponibilidad de puestos es escasa. Según refieren las familias, los puestos laborales de las escuelas de islas son muy codiciados por docentes de “continente” que pertenecen al distrito escolar, dado que los sueldos en las escuelas de islas son mayores por encontrarse en situación de ruralidad[9]. Estos son particularmente requeridos por docentes que están próximas y próximos a la edad jubilatoria. Los puntajes de estas y estos docentes con largas trayectorias laborales son mucho más elevados que los de las jóvenes isleñas que se han recibido recientemente como maestras o profesoras, por lo que estas últimas pierden los concursos y no consiguen desempeñar sus funciones en escuelas de islas. Esto genera gran descontento entre las familias isleñas.
Migraciones al “continente”
Las circulaciones de las juventudes isleñas y de sus familias en “continente” son frecuentes. En efecto, hay centros urbanos próximos al sector de islas bajo estudio que forman parte de su espacio de vida (Domenach y Picouet, 1990). Entre ellos se destacan San Fernando, Tigre, Zárate, Escobar y principalmente Campana.
La ciudad de Campana es la más elegida por la población tanto para realizar compras y trámites y atenderse en salud, como para trabajar y estudiar. Es el centro urbano más próximo espacialmente y al que se tiene acceso a través de la red de caminos terrestres de la zona núcleo forestal[10]. Cuenta con establecimientos de educación superior terciaria y universitaria, hospitales y centros de salud públicos y privados, y un centro comercial diversificado, y nuclea –junto con Zárate– un clúster importante de establecimientos industriales. Además, es la sede administrativa del gobierno municipal, que tiene jurisdicción sobre la mayor porción de las islas de la zona núcleo forestal.
En relación con las migraciones juveniles, entendidas como el cambio de residencia desde “la isla” al “continente”, las mujeres jóvenes son más estimuladas por sus madres y padres a mudarse a zonas urbanas para realizar estudios superiores. Hemos visto hasta aquí que los hombres jóvenes tienen más espacios habilitados para moverse y trabajar en “la isla”, en tanto que las mujeres ven más limitadas sus posibilidades de permanencia. Entendiéndolo así, las familias han llevado adelante estrategias diferenciadas por género que podrían pensarse como un modo de compensación para que las jóvenes que no tienen lugar en la explotación familiar puedan acceder a un proyecto de vida alternativo a través de su profesionalización (Caputo, 2002; Kessler, 2006).
Por lo tanto, lo más frecuente es que su parte correspondiente de la propiedad se compense con dinero, ya sea mediante la compra de su fracción por parte de sus hermanos o a través de su manutención mientras ellas cursan sus estudios superiores en “continente”. De este modo, se da una paradoja en la condición de género y generación, ya que las mujeres jóvenes son expulsadas a “continente” con la meta de forjarse “un futuro”, lo cual resulta al mismo tiempo una oportunidad y una constricción dado que, si bien pueden elegir estudiar, y al mudarse del hogar familiar se independizan de sus padres –al menos en lo relativo a las tareas cotidianas de la unidad doméstica–, este esquema perpetúa el control masculino de la producción y la tierra.
Esto se ve con frecuencia en las familias de productores grandes y medianos y en algunas de pequeños productores forestales diversificados que han logrado cierto nivel de capitalización. A partir de la década de 1940, muchas de estas familias han conseguido adquirir segundas residencias en la planta urbana, lo cual representa un recurso clave que ha dado pie a la construcción de redes familiares que facilitaron las circulaciones (Cortes, 2009). Y es que desde entonces ha habido parientes que se han instalado en la planta urbana, particularmente mujeres. Los estudios –el acceso a la educación secundaria cuando en la “isla” aún no había establecimientos de dicho nivel, por ejemplo– y la atención en salud han sido los factores predominantes que orientaron dichas mudanzas.
Mientras tanto, la situación de las jóvenes de familias de clase trabajadora o con producciones de subsistencia corren con mayores desventajas. Dado que no cuentan con los medios necesarios para mantener económicamente a las hijas hasta completar sus estudios, algunos grupos familiares procuran al menos garantizar que tengan techo y comida durante sus primeros meses en la ciudad, mientras ellas buscan empleo. En otros casos esto tampoco es posible, por lo que permanecen en “la isla”.
Por su parte, la principal motivación que motoriza las migraciones de hombres jóvenes es la aspiración de conseguir mejores ingresos que los que obtienen en tareas agropecuarias. Y es que los salarios e ingresos del sector productivo de la “isla” son relativamente bajos si se los compara con otras fuentes de empleo de la planta urbana, y en particular con los trabajos del sector industrial de Campana y Zárate. Tal es así que muchos jóvenes isleños aspiran a ser contratados por compañías ubicadas en estos polos industriales.
Algunas reflexiones
El recorrido por los roles, las prácticas y los espacios habilitados para las juventudes de la zona núcleo forestal permite vislumbrar cuáles son las estructuras de oportunidad y las constricciones que atraviesan a cada joven de acuerdo con su condición de género y clase social. En tal sentido, los hombres jóvenes de las familias con producciones forestales medianas o pequeñas parecerían ser quienes cuentan con las condiciones más favorables para permanecer en la “isla”: si trabajan en la explotación familiar y en otras tareas complementarias, aun con todo el esfuerzo que esto supone, les es posible crear un hogar propio y reproducir la lógica del régimen de género isleño que ubica al hombre como “jefe de familia” y sostén económico de sus hijos, hijas y esposa. A este panorama se suma la perspectiva de ser los herederos de las tierras familiares.
Las mujeres, por el contrario, ven mucho más limitada su participación tanto en la explotación familiar como en el sector de empleo isleño, por lo que son más proclives a migrar a “continente” para estudiar y trabajar. Este proyecto migratorio es fomentado y acompañado por padres y madres. Claro que la posibilidad de llevarlo adelante depende de los recursos económicos de cada grupo familiar, por lo que las jóvenes de familias trabajadoras y con “quintas” de subsistencia tienen mayores dificultades para llevarlo a cabo.
Pero la “falta de lugar para las mujeres” que percibe la propia población no se limita únicamente al entorno laboral, sino que también refiere a la invisibilización o subordinación –dependiendo del caso– de las mujeres en la vida social isleña, es decir, a las relaciones de poder (Scott, 1986) que se tejen entre hombres y mujeres en la comunidad y que se plasma en una serie de normas y acuerdos que hasta el momento han dado protagonismo al género masculino en la mayoría de los planos. No obstante, los dictámenes del régimen de género y generación no son siempre reproducidos pasivamente, sino que se dan cuestionamientos y resistencias que han llevado a que se transformen algunos aspectos subyugantes (León, 2000). En efecto, el solo hecho de que la población isleña de forma generalizada sostenga que “falta lugar para las mujeres” es indicio de que se reconoce la problemática y se considera que algunas cosas tienen que cambiar.
Finalmente, al hacer una lectura de las juventudes en términos de clases sociales, se observa que los roles y las prácticas que conllevan responsabilidades “adultas”, como las tareas domésticas y de cuidado o el trabajo agropecuario, se inician más tempranamente entre las y los jóvenes de familias de “trabajadores” y productores de subsistencia, lo cual responde a la necesidad de las unidades domésticas de contar con mano de obra. Podría sostenerse entonces que la etapa juvenil en la población de menores recursos es más corta y limitada que la de sus pares.
Bibliografía
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- Conicet, UBA. Correo electrónico: gcamarero@agro.uba.ar.↵
- Utilizaré las comillas para referirme a las expresiones locales.↵
- Las migraciones de las juventudes rurales han sido relevadas por Luis Caputo (2002), Marcela Román (2003) y, más recientemente, Silvina Alegre, Patricia Lizarraga y Josette Brawerman (2015) para los casos argentinos. En cuanto que, en la región, Gabriel Kessler (2006) realiza un estado de la cuestión y releva gran número de autores que han estudiado la problemática; entre ellos, hay un interesante trabajo llevado adelante por Anita Brumer, Vergara de Souza y Zorzi (2002) en relación con las motivaciones de las migraciones juveniles en Brasil. ↵
- En este trabajo utilizaré pronombres femeninos y masculinos para referirme a las y los jóvenes. Esta decisión se sustenta en que el régimen de género local (Connell, 1995) es heteronormativo, y se construye sobre la base de un sistema sexo/género (Rubin, 1975) binómico hombre/mujer.↵
- En tanto que, al cerrarse la Escuela Primaria n.º 10, la Escuela Primaria n.º 26, ubicada unos kilómetros al norte sobre el mismo río, comenzó a nuclear la matrícula de nivel primario.↵
- Según nos fue referido por su directora, esto no ocurriría con tanta frecuencia entre los estudiantes de la Escuela Agraria n.º 2 de Campana, ya que tiene una orientación educativa ajustada a las actividades de la zona. No obstante, sí se afirma que hay muy pocos estudiantes que cursan el séptimo año hasta alcanzar la tecnicatura, ya que, por lo general, al finalizar el sexto año, consiguen empleo y luego les cuesta compatibilizar sus horarios laborales con el estudio.↵
- Según nos fue referido, hay escuelas donde dan contenidos de nivel inicial en la escuela primaria y de nivel primario en la escuela secundaria.↵
- El Plan FinEs es un programa educativo impulsado por el Ministerio de Educación de la Nación que tiene como objetivo ofrecer a las personas mayores de dieciocho años la posibilidad de finalización de sus estudios primarios o secundarios de manera gratuita y semipresencial (ver bit.ly/3SFS7xW). ↵
- De acuerdo con un listado publicado por la Secretaría de Asuntos Docentes del municipio de San Fernando, las escuelas de islas de dicho distrito cuentan con un 120 % de “desfavorabilidad” (consultado en bit.ly/3FmSs5W el 1/12/2021).↵
- El transbordador conecta la zona núcleo forestal con la localidad de Ingeniero Rómulo Otamendi, que se encuentra dentro del Partido de Campana, a unos 13 km de la ciudad cabecera.↵