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De círculos, muros y fronteras

Experiencias de inclusión en programas de transferencia condicionada

Emilio Seveso

Resumen

La profundidad y minuciosidad de las políticas sociales está ligada a su capacidad para configurar la condición existencial de los sujetos. Al regular las dosis de energía disponibles, la disponibilidad sobre el cuerpo y la disposición para la acción, demarcan las relaciones situadas entre clases, lo que se traduce en una historia social posible, en la formación del sentido de la vida y en la conciencia sobre el mundo. Sin estar determinadas en principio ni ser determinantes, pueden ser entonces interpretadas como fragmento de las estrategias que la sociedad capitalista ha llegado a aceptar como respuesta a la disponibilidad social de los sujetos, configurando por este camino sus formas de estar y de hacer, tanto como el dónde, el cómo y el entre quiénes.

Desde este lugar, el presente trabajo propone un contrapunto a la “escenificación inclusiva” de las políticas sociales, abordando las experiencias de beneficiarios pertenecientes a una iniciativa que es implementada en la ciudad de San Luis (Argentina) desde hace más de una década: el Programa de Seguridad Pública y Protección Civil. Las nociones de círculos de encierro, muros mentales y fronteras sociales son utilizadas como organizadores de las vivencias de reclusión que, “a cielo abierto”, atraviesan a los sujetos. Para llevar adelante el análisis, se consideraron entrevistas individuales y grupales, realizadas entre los años 2007 y 2016, afincadas en una perspectiva relacional que integra documentos oficiales, noticias y datos estadísticos.

Recuperar las experiencias y sensibilidades que, en este contexto, se van elaborando como trayecto de la dinámica social que “impacta” sobre los sujetos, permite profundizar las relaciones entre estados de expulsión, estrategias de regulación social y sentir en la pobreza.

Palabras clave

Inclusión social; experiencia; ciudad.

I. Introducción

Desde finales de la década de los 90, y especialmente a partir de la crisis del año 2001, los programas de transferencia condicionada cristalizaron en Argentina como respuesta plausible a las condiciones masivas de desigualdad y pobreza. A partir de las primeras experiencias a nivel nacional, como el Plan Trabajar y el Programa Jefes y Jefas de Hogar, la noción de inclusión fue ocupando regresivamente el epicentro discursivo, fundamentando la ampliación y réplica de numerosos programas dentro de un marco estratégico con “rostro humanitario”. Esta situación, sin embargo, ha tendido a desdibujar los parámetros ideológicos y las consecuencias prácticas de las medidas orientadas; en particular, dado el renovado impulso al neoliberalismo en la región, que las sitúa como centrales al momento de regular los estados de conflictividad social.

En el presente trabajo proponemos un contrapunto a la “escenificación inclusiva” de estas políticas partiendo de las experiencias de un subconjunto de beneficiarios del denominado “Plan de Inclusión Social”, instrumentado desde el año 2003 y hasta la actualidad en la provincia de San Luis (Argentina). Las nociones de círculos de encierro, muros mentales y fronteras sociales emergieron en este marco como organizadores de las vivencias de reclusión que, “a cielo abierto”, atraviesan a los sujetos. Para llevar adelante estas indagaciones, partimos del material empírico provisto por entrevistas individuales y grupales sostenidas con los beneficiarios, realizadas entre los años 2007 y 2016. Es importante aclarar que, debido a las limitaciones de espacio, presentamos los resultados analíticos resultantes de las interpretaciones referentes, con fundamento en una perspectiva relacional que vincula las experiencias con procesos estructurales a partir de los registros de primera mano, datos estadísticos, noticias e informes oficiales.

Para abordar el problema, mantendremos la siguiente estructura expositiva. En el primer apartado presentamos una propuesta conceptual sucinta que caracteriza a las políticas sociales como estrategias de regulación territorial, con particular incidencia sobre el par cuerpo/clase en las poblaciones que son “objeto” de su accionar. La segunda parte refiere a la presentación general de la política indagada y a su caracterización como programa de transferencia condicionada. Lejos de referir a un debate agotado, el propósito de caracterizar las dinámicas de transformación, la estructura operativa y la naturaleza institucional de las políticas sociales resulta relevante, en este punto, en cuanto permite especificar diagnósticos sobre las modalidades vigentes de gestión social. Por su parte, la tercera sección sintetiza las principales experiencias significativas identificadas (entendidas aquí como instancias de reflexividad y expresividad), concretadas como trayecto de la dinámica social que “impacta” sobre los sujetos, permitiendo profundizar en las relaciones entre estados de expulsión, estrategias de regulación social y vivencias de/en la pobreza.

II. Las políticas sociales como estrategia y mecanismo de regulación experiencial

Sin llegar a considerar a las políticas sociales como mecanismos absolutos y determinantes, partimos de reconocer su incidencia clave en las condiciones de vida de los sectores que intervienen, particularmente por su activa incidencia sobre el cuerpo, su capacidad para orientar las percepciones y sus efectos en la modulación de las emociones. Desde este punto de vista, constituyen, para nosotros, una pieza propiamente social de la estructura sistémica orientada a distribuir, organizar y encuadrar las prácticas, que diagraman por este camino las posibilidades y estados de experienciación de los sujetos. Esto adquiere particular relevancia en escenarios como los nuestros, en los que las políticas estatales constituyen un fragmento activo de las modalidades de regulación de los sectores subalternos.

Entendemos que, en concurrencia al proceso de acumulación perpetrado en las periferias del capitalismo globalizado, se erigen numerosos mecanismos tendientes a gestionar el orden de expulsión vigente y sus externalidades. Por esta vía, las políticas sociales pueden ser reconocidas como estrategias de intervención que solventan los procesos de expropiación y desposesión capitalista, manifestando un ajuste institucional sucesivo conforme a las variaciones del sistema social en el tiempo (Seveso, 2015; Quattrini y Seveso, 2016; Vergara y Seveso, 2013). Por esta razón, hoy más que nunca precisan ser designadas como uno de los principales eslabones que componen la cadena de dominación y regulación clasista en territorios del sur global, en convergencia y articulación con las políticas de seguridad[1]. En otras palabras, las políticas sociales son un fragmento de las estrategias de dominación clasista, en el sentido utilizado por el “stratego moderno”. Esto supone pasar desde la noción original del “ardid de guerra” –que cimienta la maniobra para la conducción de un ejército de ocupación (Corominas, 1994, p. 258)– hacia la versión dulcificada (aunque igualmente enfática) de la ocupación neocolonial que, en palabras de un ideólogo como Sánchez Albavera, implica “el instrumento de gobierno que disponen las sociedades civilizadas, para definir la «carta de navegación» de la nación” (Sánchez Albavera, 2003, p. 8).

Sin ir mas lejos, sabemos que las modalidades focalizadas y asistenciales de atención a la pobreza se consolidaron como resultado del proceso de desmaterialización, individualización y fragmentación de los derechos sociales. Profundizadas a partir del denominado “Consenso de Washington” entre finales de la década del 70 y hasta inicios del 90, fueron inicialmente concebidas como respuesta a situaciones de coyuntura económica y excepcionalidad política, centrando su atención en las denominadas “necesidades básicas” (Farah, 1990; Adelantado y Scherer, 2008). Entre tanto, desde mediados de los 90 y hasta la actualidad, es posible observar una aplicación creciente de programas de transferencia condicionada con alcance masivo, bajo la hipótesis de que el desarrollo de ciertas competencias laborales y/o capitales educativos («activos») puede fomentar la integración de los sujetos en la sociedad o el mercado (CEPAL, 2011). Como veremos más adelante, la idea de inclusión ocupa, por lo general, un epicentro discursivo en estas políticas de segunda generación, que  escenifica la implementación de estrategias regulatorias “humanitarias” (mas no humanistas) regidas, en su apariencia, por una política de ayuda y cuidado a los sujetos.

Este tipo de ingeniería social ha llevado a que la atención y los esfuerzos del Estado se concentraran en movilizar las propias “potencialidades de los pobres”, para facilitar su acceso a recursos monetarios mediante la inserción en programas de capacitación, emprendimientos productivos, autoempleo y/o el desarrollo de redes comunitarias. Diversos analistas críticos coinciden en señalar, por otro lado, que uno de los efectos de estas políticas es la estimulación al capital mediante la formación de trabajo precarizado e informal, que a la vez opera en otros casos como mediación de la ciudadanía del consumo (Wacquant, 2010; Zibechi, 2010; Álvarez Leguizamón, 2001). En este marco, las fuerzas de expulsión que, de manera antropoémica, tienden a expulsar a los sujetos de ciertos ámbitos del mercado y la sociedad encuentran un mecanismo que contrarresta su conflictividad a través de dispositivos antrapofágicos que “devoran” y funcionalizan sus energías disponibles (tanto físicas como psíquicas). En ciertos programas de capacitación y empleabilidad, incluso las emociones aparecen como un vector clave que busca ser modelado y orientado en favor de los circuitos de mercantilización (Quattrini y Seveso, 2016).

Así, desde las primeras experiencias en Argentina, como el Plan Trabajar y el Programa Jefes y Jefas de Hogar, el propósito estratégico se revela no solo en la posibilidad de “contener” a los sujetos mediante la asistencia masiva, sino también en la regulación activa de sus expectativas, capacidades y potencialidades de acción/movimiento. La profundidad y minuciosidad de las políticas sociales está ligada a su capacidad para configurar un existenciario de los sujetos intervenidos, al regular sus dosis de energía disponibles y las prácticas moleculares que ejecutan, al demarcar su disponibilidad sobre el cuerpo y su disposición para la acción. Del mismo modo, en un sentido más general, encuadran ciertas relaciones situadas entre-clases, traducidas en una historia social posible, en la formación del sentido de la vida, la conciencia sobre el mundo y las historias colectivas (Quattrini y Seveso, 2016; Seveso y Vergara, 2013).

Por esta razón consideramos que una clave interpretativa para entender la operatoria estratégica de las políticas sociales son las experiencias, en vínculo inescindible con las sensibilidades estructuradas desde/con el cuerpo. Estas esferas constituyen núcleos de intervención activa en escenarios neocoloniales y, por la misma razón, resultan relevantes al momento de indagar el impacto sobre las poblaciones que son intervenidas por las políticas estatales.

En nuestras sociedades impera una concepción fragmentaria del sujeto que, derivada de los procesos de racionalización del conocimiento y la clásica separación cartesiana entre cuerpo/mente y emoción/razón, está arraigada en las estructuras institucionales. Esto queda claro, por ejemplo, en los enfoques hegemónicos sobre la pobreza que imperan en América Latina y sus derivas de intervención poblacional (Seveso, 2014). La materia corpórea –entendida sustancialmente desde el eje del nivel de vida, si retomamos la consideración de Boltvinik (2007)– es figurada como un receptáculo que requiere ser conservado en los términos biológicos y orgánicos más groseros, desplazando una noción integral del ser humano desde sus cualidades y potencialidades propiamente humanas. Las emociones, a su vez, aparecen como un excedente de lo social y un territorio en constante disputa que busca ser encauzado en favor de la instauración de prácticas racionales (en otras palabras, productivas y sumisas). Es por eso que el campo de la producción de saberes, en general, y de aquellos que redundan en aplicaciones técnicas, en particular, no pueden ser disociados de las tramas históricas que los configuran.

Por otro lado, desde el singular punto de vista que sostenemos aquí, el cuerpo supone la presencia primordial de los sujetos ante el mundo, por su relación intrínseca entre componentes biológicos, subjetivos y sociales. En el primer sentido, es el puesto primordial de la reproducción energética, de modo tal que sin su formación y reproducción no existe presencia subjetiva y social posible. Pero, a la vez, es el territorio a partir del cual el sujeto configura su existencia, el sitio donde el “yo” se realiza y donde acontecen los procesos de estructuración. Finalmente, en el tercer sentido, y en su formación dialéctica, la apreciación y la clasificación de los fenómenos “sociales” se conforman, en términos del espacio social estructurado, de acuerdo con la posición y capacidad de disposición del sujeto sobre su cuerpo. En síntesis, este es el territorio de reproducción vital, subjetivo y social, que posibilita al sujeto disponer de su propia presencia en cuanto condición del ser, que afecta  su disponibilidad para la acción en términos del hacer, y encuadra su “puesto de mirada” en cuanto experiencia y decir-protagonista sobre el mundo (Seveso y Vergara, 2012)[2].

En definitiva, esta perspectiva –que integra una mirada a las políticas sociales como componentes activos del orden y el conflicto– pretende alumbrar las conexiones entre estructuras sociales y el sentido de la vida en particulares escenarios de inscripción, remitiendo a diferentes dimensiones que articulan las experiencias constituidas “con y desde” el cuerpo.

III. La inclusión social como operador ideológico

Actualmente, los programas de transferencia condicionada (PTC) están ampliamente difundidos en los países de América Latina. Desde inicios de los años 90, pero sobre todo hacia finales de esa década, fueron abriéndose paso frente a las políticas de naturaleza asistencial y focalizada, cristalizándose progresivamente como programas masivos de contraprestación orientados al desarrollo de activos sociales, culturales y económicos. En distancia con los objetivos de cobertura sobre necesidades básicas y situaciones de emergencia precedentes, su objetivo de contraprestación y condicionalidad está doblemente estructurado. En el corto plazo, y en continuidad con las modalidades clásicas, procuran aliviar las situaciones de pobreza/indigencia al cubrir el umbral mínimo de necesidades básicas (ya sea en forma monetaria, o en especie); entre tanto, plantean una visión de mediano a largo plazo, ya que la contrapartida es entendida como un recurso capaz de potenciar las capacidades de los sujetos. Así, en su horizonte de actuación, los PTC buscan incidir no solo en las manifestaciones inmediatas de carencia, referentes a la falta de recursos vitales, sino también en las causas que supuestamente las producen, orientando los resultados provisorios de su contraprestación a la adquisición de activos, capitales o capacidades por parte de los sujetos.

En muchos países de la región, tales como Chile, Brasil, México y Argentina, este tipo de políticas vienen siendo aplicadas desde hace casi 20 años, constituyendo modalidades cristalizadas que coexisten con otras estrategias de intervención, como la asistencia directa y el fomento de actividades cooperativas; de hecho, existe cierto solapamiento entre ellas, puesto que actúan sobre las mismas poblaciones. Una especificidad se encuentra en ciertos programas con propósitos productivos, que hasta cierto punto son una herencia (no sin significativas variaciones) del modelo de workfare norteamericano[3].

Ciertamente, los programas aplicados en la región evidencian modalidades de implementación y estructuras operativas variadas. Sin embargo, están influenciados por marcos teóricos transversales que los fundamentan. En particular, suelen resultar comunes los enfoques de la inclusión, de los capitales y de las capacidades/funcionamientos; los dos últimos prácticamente ausentes en la perspectiva de asistencia clásica. En esta linea, un eje que comparten los PTC es que la transferencia de recursos implica el involucramiento directo y la contribución activa de los sujetos, combinando tanto una estrategia de focalización, como de condicionalidad.

El programa sobre el cual venimos indagando lleva por nombre “Concertación con la Comunidad” (anteriormente “Seguridad Pública y Protección Civil”) y puede ser observado a la luz de las aludidas transformaciones y características. Pertenece al Plan rector de Inclusión Social (PIS en adelante), que el gobierno ejecuta desde el año 2003, buscando mejorar las “posibilidades de conseguir empleo mediante la inclusión de la cultura del trabajo” (Art. 3, Ley n.° 5.373). Siguiendo los lineamientos generales de los diseños de corresponsabilidad, esta política fue orientada desde sus inicios hacia sectores en situación de “desempleo” y condición de “vulnerabilidad”, nociones centrales que identifican al sector poblacional que es objeto de intervención. Tal como indica el texto de publicación oficial, el énfasis de la política se encuentra en el potencial proceso de inserción al mercado, enfatizando el propósito de optimizar la participación de los sujetos en el “intercambio material y simbólico” (Suárez Godoy, 2004, p. 28) a partir de ciertas variantes flexibles (precarias) en los formatos de trabajo.

La contrapartida efectivizada por los sujetos en el PIS (con turnos rotativos de 6 horas diarias, durante 5 días a la semana) ha supuesto diferentes subprogramas de actividad a lo largo del tiempo. Algunos de los rubros concretados fueron orientados al desarrollo de competencias (alfabetización) o al aprendizaje de oficios; otros, a la integración en actividades productivas, como la elaboración de ladrillo, la construcción y edificación, la siembra y cultivo. Entre estas iniciativas se encuentra el subprograma de seguridad que encuadra a este trabajo, cuyo objetivo fue intensificar las actividades de vigilancia en circuitos urbanos concretos, valiéndose para ello de la fuerza de trabajo disponible en el marco del plan rector. Su instrumentación general -ya indagada en una investigación previa (Seveso, 2015)- logró fortalecer desde aquí el esquema preventivo/disuasivo contra la delincuencia en algunas áreas, llegando durante algunas etapas a componer una pieza subsidiaria de las fuerzas de seguridad local.[4].

El abordaje de la noción de inclusión resulta cardinal en este escenario, ya que implica mucho más que un precepto político: forma parte de una retórica orientada a vertebrar prácticas y producir activamente sensibilidades. Apreciar los parámetros a partir de los cuales este precepto fue elaborado y puesto en funcionamiento permite reconocer el alcance y profundidad de la estrategia aplicada, así como los límites de su eficacia en cuanto operador ideológico y principio activo que se halla en tensión con las experiencias de los sujetos.

Siguiendo a Raymond Williams, es posible reconocer que el conjunto de significados y valores de una época se manifiesta como una estructura organizada material y simbólicamente, vivida y sentida activamente por los sujetos en cuanto “conciencia práctica de tipo presente, dentro de una continuidad viviente e interrelacionada” (Williams, 2000, p. 155). Esta formación social envuelve y configura las maneras de apreciar el mundo, definiendo la cualidad particular de la experiencia y el sentir, siendo “historicamente distinta de cualesquier otras cualidades particulares, que determina el sentido de una generación o de un período” (Williams, 2000, p. 154). En este marco, la experiencia ordinaria forma y produce lo social, lejos de meramente reproducirlo, incluyendo prácticas y rutinas en las que convergen formas específicas de pensamiento y sentimiento.

Mientras la idea de cultura expresa esa relación contradictoria y conflictiva entre las pretensiones de dominación clasista y las experiencias, los diferentes dispositivos, mecanismos y políticas dispuestos por los sistemas institucionales pueden ser reconocidos como

‘pruebas de los atascos y problemas no resueltos de la sociedad’, reacciones y respuestas, presiones y bloqueos con que ‘lo vivido’ se produce en términos de un excedente que siempre deja ‘constancia de las omisiones’ y altera tarde o temprano los límites de una hegemonía que solo parcialmente puede incorporarlo (Dalmaroni, 2004, p. 5).

Las estrategias narrativas, los tonos de formulación y los procedimientos activos del poder no logran concretarse como simple “reflejo” de los intereses dominantes, sino como expresión viviente de una cultura en la que se tensionan constantemente las pretensiones hegemónicas con las experiencias.

En clave de la propia política, se especifica que “el Plan está dirigido a todos los ciudadanos de San Luis desocupados, dispuestos a mejorar sus posibilidades de conseguir empleo mediante la inclusión de la cultura del trabajo” (Art. 3, Ley n.º 5.373). Este enunciado constituye un campo de disputa por la imposición del sentido dominante en la relación entre desempleo y posibilidades de inclusión, expresando un montaje político-técnico que prescribe, y a la vez sostiene, la instrumentación de prácticas especificas de trabajo. En este sentido, el documento de publicación oficial que sistematiza al Plan de Inclusión (Suárez Godoy, 2004) fundamenta sus principios de aplicación en el estado de conflictividad social vigente, ligado al “debilitamiento o quiebre de los lazos (vínculos) que unen al individuo con la sociedad”, y que permite explicar los efectos de la globalización sobre “la exclusión del mercado, instituciones sociales y culturales” (Suárez Godoy, 2004, pp. 21, 27, 28). Desde este punto de vista, el estado de sustracción que experimentan los sujetos frente a la comunidad demanda la identificación de mecanismos específicos para su resolución, en cuyo marco “la igualdad sería posible a través de mecanismos de generación de oportunidades y derechos igualitarios” (Suárez Godoy, 2004, p. 27).

Los elementos que en este caso operacionalizan el proceso de inclusión remiten al trabajo y a la cultura laboral, en torno a los cuales sería posible acceder a intercambios materiales y simbólicos, independientemente de la forma que esto suponga, incluyendo el “proliferado número de variantes o tipos de trabajo actualmente existentes” (Suárez Godoy, 2004, pp. 39, 42). En tal caso, queda clara la relación entre las estrategias inclusivas y la mercantilización potencial de activos a través de la movilización de las energías disponibles en los sujetos, incluso en condiciones de trabajo (no de empleo formalmente regulado) con características precarizadas. Las modalidades sugeridas para la inclusión están imbricadas en una tendencia de mercantilización del cuerpo, en activa convergencia con la regulación de las emociones y las sensibilidades, desprendiéndose de la noción de empoderamiento promovida por el Banco Mundial.[5].

En este contexto, podemos hablar de una política humanitaria, mas no humanista, ya que el epicentro en los (así llamados) “derechos humanos” refiere a un fetiche alegórico y moral conectado a un sistemático ejercicio de violencia de clase. El énfasis puesto en el factor trabajo y su ethos cultural simplifican la multidimensionalidad de los procesos de expulsión social, operacionalizando un problema sumamente complejo en un condicionante de mercantilización del cuerpo a partir del cual se avizora una mejor distribución de las oportunidades para los sujetos. Por esta razón, la noción de inclusión opera aquí como una fantasía ideológica (en el sentido entendido por Žižek, 1999), obturando las condiciones de conflictividad social al presumir una idea de integración al mundo del trabajo “por lo bajo”; es decir, volviendo equivalentes a sujetos desiguales que son interpelados uno a uno desde el lugar de sus potencialidades, como equivalentes capitales para el mercado.

Como recuerda S. Valencia, en territorios descontextualizados de la lógica etnocéntrica de la eticidad capitalista, existe un desarrollo dispar en la pertinencia y aplicabilidad de eso que suele nombrarse como “humanismo”, susceptible de apropiaciones múltiples y repercusiones prácticas disimiles (Valencia, 2010, p. 79). Por su parte, la práctica humanitaria (en cuanto ayuda o socorro) revela una cadena de dependencia que “une a aquel que la recibe y a aquel que la otorga” (Mbembe, 2011, pp. 111-112). Precisamente por ello existen tensiones entre los designios y promesas espectacularizadas de la política (generalmente codificadas como “sueños” a ser cumplidos) y las experiencias de los sujetos, concretadas en situaciones de encierro como las que pasaremos a revisar en los próximos apartados.

IV. Experiencias y sensibilidades en el marco de los procesos de inclusión

En uno de sus últimos trabajos, Gabriel Kessler (2014) realiza un balance sobre las condiciones de desigualdad de la “década ganada” en Argentina, correspondientes al periodo 2003-2013. A lo largo de cinco capítulos, indaga sobre diferentes dimensiones que considera relevantes, como la distribución del ingreso y la situación del trabajo, el estado de la educación, la salud y la vivienda, ciertos aspectos territoriales, de infraestructura y ruralidad, así como la situación de inseguridad y delito a nivel nacional. Como resultado, encuentra que, al considerar la complejidad de estas dimensiones, ciertos indicadores e índices muestran tendencias contrapuestas. Así, por ejemplo, advirtiendo la amplia extensión de las coberturas a partir de protecciones sociales, retoma algunos estudios que relevan un impacto positivo sobre las condiciones de vida de la población, pero reconoce que esto no alcanzó para definir trasformaciones profundas en la sociedad, incluyendo el impacto sobre las condiciones laborales. “Más en general, todo lo que no tracciona el mercado de trabajo parece haber tenido menos impacto en la disminución de las desigualdades” (Kessler, 2014, p. 349).

Como resultado provisorio de las indagaciones que por nuestra parte venimos realizando, y más allá de las lecturas estructurales referidas a “franjas” y “márgenes” de desigualdad, observamos que la experiencia de los sujetos afectados por las políticas sociales traducen de manera persistente situaciones de encierro/detención. Estas refieren a una inmutable condición de expulsión en el mundo de la pobreza, así como a las resultantes tensivas de la estrategia institucional implementada (Seveso et al., 2017; Seveso, 2015; Quattrini y Seveso, 2015; Vergara y Seveso, 2013).

Siguiendo esta línea interpretativa, los análisis referidos a continuación parten del encuadre general del Plan de Inclusión Social, que venimos indagando desde el año 2007  a través de documentos oficiales, noticias y encuentros conversacionales. Entre ellos, contamos con 15 entrevistas realizadas a diferentes beneficiarios que integran el programa Concertación con la Comunidad (a los que desde ahora nos referiremos, indistintamente, como beneficiarios o concertadores). La información obtenida responde a un diseño metodológico flexible, enmarcado en las herramientas analíticas que provee la tradición cualitativa, desde el que emergieron ciertas referencias trasversales y significativas que a continuación retomaremos de manera sucinta. Al respecto, es importante advertir que no pretendemos sistematizar de manera exhaustiva el conjunto de experiencias emergentes, sino más bien evidenciar algunos puntos nodales que “se corren” (y, por lo tanto, desdicen) el postulado general de inclusión propiciado por la política. Con ello no pretendemos soslayar las importantes consecuencias de su impacto estructural a nivel social y sobre las condiciones de vida de los beneficiarios. En todo caso, los resultados permiten evidenciar ciertos límites que (en cuanto techo de expectativas) relevan la expresión eufemística y fantaseada inherente a su implementación.

Círculos de encierro: estados de detención y fijación corporal

La noción de círculos de encierro (M. E. Boito) pretende dar cuenta de los marcos de posibilidad o constricción en la acción asociados a la relación entre “carne y piedra” en las ciudades. En escenarios urbanos crecientemente fragmentarios y socio-segregados, existen condiciones específicas de proximidad/distancia espacial y posibilidades de encuentro/desencuentro interaccional que advierten sobre el estado de fijación corporal en detrimento de las posibilidades de movilidad y desplazamiento de los sujetos. Así, en los sectores subalternos, las formas de habitar y estar en el espacio, ocupar y circular por lugares, vincularse y separarse de los otros de clase, refieren a recorridos posibles e imposibles, imaginables e inimaginables, marcados fuertemente por situaciones de encierro. Estas condiciones pueden ser asociadas conceptualmente a la figura geométrica del círculo:

En geometría, el círculo es el espacio interior de la circunferencia; en el plano […] es el espacio de la acción, limitado por la circunferencia, que expresa tanto el límite de la misma como el retorno al mismo punto: gráfica de la fijación clasista cuerpo/espacio (Boito y Seveso, 2015, p. 23).

En la política estudiada, estos “círculos” se revelan a través de diferentes dimensiones que señalan la sobre-impresión de límites de acción y acceso espacial, consagrando la detención corporal y la interacción limitada con lo plural. Un ejemplo ominoso refiere a las rutinas delineadas por la política. Para quienes realizan tareas de vigilancia “a cielo abierto”, el imperativo es el de circular siempre y nunca detenerse, a través de recorridos repetitivos y permanentes, ejecutados dentro de un cuadrante predefinido, día tras día, con solo 10 minutos de descanso por hora, a lo largo de toda una jornada que se extiende durante 6 horas. Mientras tanto, para quienes ocupan puestos de vigilancia en edificios públicos, la máxima es la de ser estacionarios y mantenerse en clausura dentro de las instituciones (escuelas, hospitales y salas de emergencia, edificio de administración pública, casa de gobierno, jefatura policial, entre otras). Para ellas se prescribe mantener distancia con toda situación del afuera, reduciendo al mínimo el contacto con otros. En ambos casos, con diferentes grados de “libertad”, los sujetos permanecen conminados a cierta reclusión espacial.

Esta tendencia al encierro, que adquiere particular carnadura empírica en la voz de los sujetos, aparece en el marco de las actuales tendencias urbanísticas de la ciudad como doblez de la expansión de los medios de circulación. En este orden, si el terreno de la producción se afirma y prolonga mediante el despliegue que efectiviza el movimiento mercantil, llevando a la acumulación hacia territorios siempre insospechados, su tendencia de maximización revela un doblez complementario en los estados de detención y encierro de quienes son explotadas/desposeídas/expropiadas de sus energías. Así, más allá de la imagen previamente expuesta, existen diversas dimensiones en las que las situaciones de encierro se revelan: estados de privación material y vulnerabilidad laboral que coartan la reproducción biológica e imponen un “techo” a las expectativas tanto personales como transgeneracionales de los beneficiarios; diversos grados de desatención institucional que limitan su acceso a servicios; y una intervención corporal sistemática sobre sus modalidades de acción; es decir, tendencias que consagran la fijación de los sujetos a su lugar social “de origen”, marcando la identidad y limitando los contornos de encuentro/relación. Todos estos procesos impactan en la capacidad y potencialidad del ser/hacer, componiendo circuitos de acción, interacción y movimiento “en cierre”.

Por otro lado, las formas de acceso y apropiación de nuevas tecnologías de la información/comunicación en los espacios de actividad (como el uso del celular o la computadora portátil) suponen una posibilidad de elusión circunstancial a ese encierro, integrando una tendencia de privatización móvil, de aparatos proteicos “pegados al cuerpo”. No solo se trata de la posibilidad de acceder a productos culturales mientras se trabaja (como películas, videos cortos y noticias), a objetos de consumo (mercancías para ser vistas y deseadas) y producciones personales (fotos y videos propios o ajenos) que entretienen y distienden. Los aparatos brindan la oportunidad de vivenciar, con diversas intensidades, frecuencias y ritmos, la sensación de “cercanía” con otros; consagran la fantasía del consumo a la vez que producen sensaciones de escape o movilidad. En este aspecto, es importante señalar el estado de solapamiento que en la actualidad existe entre las políticas nacionales, provinciales y municipales orientadas a la inclusión social y ciertos planes de inclusión digital que conllevan una presencia notoria de las mencionadas tecnologías entre quienes son beneficiarios de planes sociales[6]. Los aparatos, como instrumentos de mediación y relación social, adquieren una presencia creciente como “paquetes tecnológicos” experienciales que permiten poner entre manos vivencias deseadas o deseables que parecieran impugnar las agresiones y violencias cotidianas. Se trata, en este sentido, de una “ilusoria elusión” con sensación de movimiento que, por un instante, parece derribar los círculos espaciales/sociales de encierro que impone la dinámica expulsógena y segregacionista de la ciudad. Del mismo modo, atiborran los momentos de soledad personal con el encuentro virtualizado, tensionando así (sin resolver) la vivencia cotidiana del estigma y el rechazo.

Muros mentales: relatos de clase, estigmatización y denegación

Dentro del marco precedente, es posible reconocer la profundización y actualización de relatos sobre la pobreza que, aun frente a los dispositivos puestos en juego desde el Estado como política de inclusión, adquieren concreción afectando los procesos de trabajo, así como las condiciones de relación con “los otros”. En este sentido, la noción de muro mental pretende dar cuenta de las sensibilidades y prácticas que invisibilizan, borran o llevan al rechazo a los sujetos dentro del horizonte de las interacciones, conjugando un estado de diferenciación y distanciamiento clasista.

En condiciones de expulsión, los cuerpos “de la pobreza” son atravesados no solo por complejos procesos expropiatorios que definen su estado de forma y figura, sino también por formas de nominación y caracterización que demarcan condiciones de aversión clasista. La presentación de la persona en la vida cotidiana (Goffman, 1997) remite a complejas determinaciones que definen los modos adecuados y legítimos del ser/estar/hacer, en permanente tensión con las capacidades efectivas y posibles de los sujetos para mostrarse en sociedad. Los signos sociales que se portan, revelados en la fisonomía y la estética del rostro, en los modos del habla, los hábitos del vestir y la dinámica del movimiento corporal son, para otros, señales incontrovertibles de lo que la persona “es” en su naturaleza más íntima y profunda. Es en esta dirección que se construyen relatos de clase que enmarcan a los sujetos, ya sea bajo la forma de afinidad, victimización o criminalización (Seveso, 2015).

Es importante enfatizar la dimensión conflictual que esta situación implica para nuestro caso. Las actividades de vigilancia en las calles y en edificios públicos demandan un alto grado de presencia corporal que, dentro del proceso de “exposición” entre clases, luminiza a los cuerpos marcados por su condición y trayectoria. En este camino observamos la prevalencia de prácticas de “denegación social” a través de las cuales los relatos clasistas se concretan en formas de rechazo y situaciones de interacción fallida, actualizando el estado de vivencia en la expulsión de los beneficiarios de la política. Estas prácticas evidencian la prominencia de la conflictividad entre clases de cara a los momentos de distanciamiento y rechazo cotidiano que, en forma incisiva y persistente, se emplazan desde los bordes excedentarios de la política de inclusión instrumentada.

Concretamente, la denegación se ve anclada en prácticas de elusión interaccional, en nominaciones lingüísticas (cristalizadas o emergentes) y en la referencia a indicios anatómicos o estéticos que impugnan a los sujetos. La figura de la vagancia resulta clarificadora en este caso, al remitir a la condición de inutilidad de los sujetos en una sociedad que se autopercibe como trabajadora y productiva. De la misma forma la figura del criminal (o del individuo potencialmente peligroso) –que, paradójicamente, también opera en el marco de esta política de vigilancia– dispone una (más)cara que deforma la propia “naturaleza de humanidad” y ratifica el sentido del rechazo. Por el lado de las emociones, estas situaciones producen malestar en los beneficiarios, anclados a la bronca, el disgusto y la impotencia, que conllevan una sensación de inferioridad y cierto atisbo de resentimiento (Vergara y Seveso, 2014, pp. 12-13).

Precisamente, en el juego de “exposición” entre sujetos que propicia la política estudiada, es posible observar que los cuerpos marcados por su condición y trayectoria de clase, portadores de atributos estigmatizados/estigmatizantes, muchas veces entran en tensión con el orden reglado de la ciudad, corriendo el riesgo de ser destituidos de espacios y relaciones, incluso de manera anticipada. Por esta razón, la eficacia de los intercambios desplegados por ellos implica, en ocasiones, una reorientación de energías concretadas en gestos y acciones productoras de simpatía y empatía (saludos, favores, uso cortes de la voz), tanto como actividades “productivas”  excedentarias (como dar el paso o abrir una puerta) que son activamente desplegadas y escenificadas. También ocupa un lugar fundamental el trabajo emocional ejercido por los propios concertadores, a los fines de adecuar sus estados del sentir a los escenarios de encuentro, y confrontar situaciones particulares de interacción (incluso ante situación de agresión verbal o física). “Saber venderse” (según expresa el sentido coloquial) implica un intento por eludir las barreras que separan al sujeto del otro de clase, anteponiendo pruebas o signos que acreditan de manera expresiva un conjunto de competencias adecuadas para el desempeño de la tarea. De este modo, el “dialecto corporal”, organizado en gestos de cortesía, en acciones “cívicas y civilizadas”, permiten en este contexto adecuar la presentación “de cara” a las expectativas que regulan el escenario de la interacción en general y de la actividad ejercida en particular para una sociedad que demanda de los sujetos “pobres” y “asistidos” ciertas disposiciones morales y actitudinales, estas son una marca relevante que puede llegar a incidir en los procesos de etiquetamiento.

Fronteras sociales: apropiación y usos del espacio

En el apartado precedente, decíamos que la posición y condición de clase de los concertadores comunitarios se ve socialmente expresada en atributos sociales estigmatizados/ estigmatizantes. Estos, a su vez, están reforzados por ciertos signos de identificación, como la indumentaria institucional (concretada, por ejemplo, en los diversos “uniformes” usados por el programa hasta la actualidad), que permite reconocerlos como efectivos beneficiarios de la política. Como resultado de las tensiones entre ese conjunto de “marcas” anatómicas y estéticas, los relatos dominantes sobre “la pobreza” concretan prácticas específicas de denegación, incluyendo situaciones de desencuentro y elusión interaccional, así como agresiones ocasionales.

Otra dimensión que expresa las distancias y tensiones entre clases, organizando las vivencias de reclusión “a cielo abierto” de los beneficiarios, refiere a las formas de circulación y ocupación del espacio que cristalizan los patrones legítimos del “estar” en la ciudad. Como afirma De Certeau (2000, p. 129), la caracterización de un “lugar” propio determina un orden de relaciones del cual debe ser excluida la posibilidad de presencia de lo ajeno. La coexistencia de lo familiar constituye una pieza clave de la seguridad ontogénica del agente en el espacio. En este sentido, la noción de frontera social procura expresar la materialización de límites entre clases, anclados a lugares definidos como propios y, de este modo, apropiados diferencialmente (Seveso y Vergara, 2012). En estos términos, entendemos que, como expresión de los procesos de polarización entre clases, el encierro se va edificando en correspondencia con las claves hegemónicas de la fantasía urbana contemporánea –asentada en las máximas de orden, productividad, seguridad y pulcritud–, socialmente prescripta y a la vez actualizada regularmente en prácticas. “Los lugares” de hábitat y habitabilidad conllevan así procesos de expulsión de lo ajeno y reclusión espacial, afectando específicamente a los sectores subalternos, con una contraparte de autoaislamiento en los sectores medios y altos.

En el caso indagado, el juego de “exposición” propiciado activamente por la política -entre sujetos diferencialmente posicionados en el mundo- actualiza las ya referidas prácticas de rechazo y las situaciones de interaccion fallida en modalidades especificas de uso del espacio. Las fronteras –siempre presentes, aunque móviles– se revelan bajo tres formas específicas de organización clasista: concesión al emplazamiento, destitución espacial y (re)conquista de lugares.

Conforme al grado de afinidad que poseen ciertos vecinos con los concertadores –sostenido por la valoración positiva hacia la tarea de vigilancia que ejecutan en el barrio, el reconocimiento de su capacidad de auxilio y la sensación de confianza que en este sentido despiertan–, existe una concesión implícita al uso del lugar; es decir, un “permiso” de ocupación que, en principio, no necesita ser referido abiertamente y se expresa primeramente en la posibilidad sostenida de localización corporal. Esta concesión puede ser entendida como temporaria ya que implica ciertas condiciones. La ocupación de los espacios de clase, discursivamente “públicos” pero apropiados diferencialmente, no se realiza sin miramientos, ya que su uso es cedido “hasta nuevo aviso”. En este caso, conforme a la ejecución adecuada de la tarea y a la consideración positiva del accionar de los sujetos, que se actualiza en prácticas e interacciones de cordialidad entre las partes. En estos términos, el programa es valorado (y por ello lo son también los protectores) “por tratarse de un instrumento presente, en contraste con la fuerza policial, que constituye prácticamente una ausencia en la zona de residencia” (Seveso, 2015, p. 284). Pero no hemos de confundir esta situación de concesión con la disolución de las distancias entre clases, siempre presentes e inscriptas como relación social entre las partes. La circulación en los espacios está siempre organizada por componentes de frontera que, afirmando lo propio, se abren a la posibilidad de convergencia de este tipo de relaciones reconocidas (de manera antecedente y a la vez contingente) como seguras, convenientes y posibles.

La expresión más concreta de las fronteras se revela en las prácticas de destitución espacial y en la (re)conquista de lugares. En ambos casos, aunque con formas de grado variable, se envía un mensaje explícito que busca poner límite a la circulación y al emplazamiento, poniendo en juego la expulsión socioespacial del otro de clase. Sin embargo, la diferencia entre ellas radica en la percepción diferencial sobre los usos del espacio que han llegado a materializarse. Un lugar en riesgo, vivenciado como posible pérdida, requiere la destitución, mientras que la vivencia del despojo y la ocupación llama, por otro lado, a una batalla por la recuperación del espacio. En ambos casos, el botín de guerra es la restitución de las fronteras que conforman al lugar de clase.

Cuando el rostro de lo expulsado adviene como presencia continua, dando forma a un espacio que se abre a múltiples convergencias, puede llegar a suceder (como en el caso estudiado) que se instalen sentimientos de desagrado, rechazo o, incluso, inseguridad. Las proximidades de cuerpos desconocidos, circulantes y vigilantes, marcados por su posición de clase, configuran, en ocasiones, situaciones de entrecruzamiento conflictual. Hablamos de unos otros que no pueden ser desalojados represivamente –ya que se encuentran allí “legítimamente”, según viabiliza la tecnocracia gubernamental–, pero que tensionan el sentido de lo propio, dando cuenta de aquello que, en contextos ceñidos, en escenarios de micronivel, se vuelve intolerable como condición para asegurar y preservar el bienestar. En los casos más vivos, la sensación de ser vigilado, controlado, llama no solo a prácticas de autoencierro, sino también a modalidades específicas de gestión espacial que buscan restituir los límites y seguridades del lugar de clase.

Acciones tan francas y frecuentes como las de negar el saludo, cerrar una ventana, rechazar la entrega de un vaso con agua o baldear la acera (mientras los beneficiarios están sentados) van dando cuenta de una situación de distancia que puede ser sintetizada bajo la imagen del rechazo. A eso se suman instancias mucho más enfáticas, como la demanda de los vecinos para que la policía controle y vigile a protectores, o –más llanamente– para que sean reasignados a otra zona o directamente expulsados del programa. Estas vivencias cotidianas, sufridas en cuerpo por los beneficiarios, se van sedimentando en profundas sensaciones de malestar, ligadas a emociones de bronca e impotencia, especialmente ante la imposibilidad de reaccionar expresivamente o conjurar una respuesta resolutiva.

En síntesis, la sensación de transgresión de fronteras pone en riesgo el lugar de lo propio, llevando a modalidades de respuesta que agreden a quienes se vuelven objeto de su acción. Esta relación espacial actualiza por tanto las condiciones de denegación y detención de los sujetos, a la vez que enfatiza el estado actual de conflictividad urbana, de escisión y distanciamiento entre clases, volcada en experiencias, prácticas y sensibilidades.

Conclusiones

Por lo dicho hasta aquí, es posible afirmar que la tendencia que regula y modela la dimensión sensible de la experiencia en los beneficiarios refiere a la fijación a una geometría de la dominación clasista, articulada por una política de los cuerpos que incide activamente sobre las formas de ser, hacer y estar. Este proceso revela una serie de complejidades que, con evidencia en el presente trabajo, remiten a los siguientes aspectos:

  1. actualmente existe una profundización y consolidación de la desigualdad entre clases manifestada en el nivel materialista de las relaciones sociales y concretada en situaciones de encierro o detención progresiva de los sectores subalternos;
  2. su concreción sensible, bajo la forma de muros mentales, expresada en prácticas de denegación y estigmatización, consolida desencuentros interaccionales y aversiones sensitivas que realzan las condiciones de distanciamiento y escisión clasista;
  3. la definición y enmarcamiento de fronteras entre clases, organizadas espacial/territorialmente, es parte constitutiva de este proceso;
  4. lejos de obtener una respuesta plausible en las políticas de “inclusión” vigentes, estas dinámicas, relaciones y prácticas son reproducidas como parte de los complejos procesos de estructuración que implican a los agentes en las instituciones.

El mapeo de la política social estudiada nos ha permitido reconocer entonces algunos aspectos del estado actual de proximidad/distancia y unión/separación entre clases, así como su expresión en el carácter sensible de las prácticas. De un lado, las dinámicas de estructuración de la urbe materializan condiciones específicas de detención y encierro corporal. La estructura sensible –organizada en relatos de clase– se conecta con prácticas de rechazo que moldean las modalidades/posibilidades específicas para la ocupación de lugares. A su vez, el conjunto de las experiencias de encierro indagadas contrastan con la noción (ideológicamente construida) de “inclusión”, afirmada -entre otros aspectos- en la vivencia mediatizada de las tecnologías y la mercantilización progresiva del cuerpo, puesto en escena para la mirada de los otros.

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  1. Desde nuestro punto de vista, las políticas sociales y de seguridad constituyen pliegues de una compleja trama de dominación clasista; caras complementarias del rostro de Jano del Estado que actúan de manera convergente y solapada sobre las mismas “poblaciones objetivo” (Seveso, 2015; Wacquant, 2010; Garland, 2005). Las políticas sociales funcionan como techo de expectativas, concretando una serie de “seguridades sistémicas” que contienen las demandas de la población entre el margen de las necesidades básicas (ligadas especialmente a la alimentación y el trabajo) y la satisfacción contingente de la ciudadanía del consumo (vía crédito o el acceso a objetos tecnológicos). Por otro lado, la garantía del uso auxiliar de la fuerza y la represión se revela cada vez más y con mayor fuerza como uno de los principales brazos del Estado, orientado a la organización y regulación de los territorios neocoloniales. El conjunto de estas políticas evidencian una estructura procedimental de violencia clasista que puede ser rastreada desde los orígenes del capitalismo, asumiendo una serie de especificidades en nuestros territorios que precisan ser indagadas. Para una profundización sobre este punto, ver Seveso et al. (2019).
  2. Aunque no desarrollada aquí, nuestra perspectiva sobre las nociones de experiencias y sensibilidades, así como nuestra concepción sobre el cuerpo, no pueden ser separadas de una lectura sobre los procesos de estructuración de las percepciones y las emociones. Sobre este punto, desarrollado extensamente en otro lugar, ver Seveso (2015).
  3. También es cierto que algunos autores sostienen una diferencia entre los Programas de Transferencia Condicionada y los “programas de empleo mínimo”, tal como lo hace Arturo León (León, 2008, p. 134). Un análisis pormenorizado de casos relevantes para la región se encuentra contenido en CEPAL (2011).
  4. Para un desarrollo detallado de este programa y su inscripción en las políticas de seguridad local, ver Seveso (2017).
  5. “El objetivo del plan de inclusión es justamente incluir a todos los puntanos, evitando cualquier situación injusta de exclusión social. Pero evitando dar simplemente un subsidio, ya que este no cumple con el objetivo de la inclusión. Se trata de dar trabajo, de forma tal que se fomente la cultura del trabajo, ya que este es sinónimo de dignidad, confianza, capacidad de progreso, independencia y libertad […]. A partir de la existencia de ese trabajo surgirán para los trabajadores posibilidades de acceso a una vivienda digna, cobertura de salud, los beneficios de la educación y todos los otros servicios sociales a los que accede cualquier trabajador” (Ministerio de la Cultura del Trabajo, 2005, p. 13; el destacado es nuestro).
  6. “Así, las TICs en tanto mercancía y expresión de la creciente mediatización de la estructura de la experiencia e interpelando a todos desde la posición de consumidor, realizan la posibilidad de acciones al alcance (y límite) de lo que se tiene ‘entre manos’. Las prácticas de consumo de TICs hacen posible indagar en lo que consideramos el botín de guerra de nuestro presente: en la arena de las relaciones entre las clases y de la lucha de clases, el trabajo ideológico se ordena a la modelación y remodelación de las sensibilidades sociales” (Boito y Seveso, 2015, p. 23).


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