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La política social y los trabajadores informales en la Argentina de la posconvertibilidad (2003-2015)

Promoción y aseguramiento
de los “trabajadores vulnerables”

Eliana Lijterman

Resumen

La clausura de la crisis de los años 2001-2002 en Argentina implicó la apertura de un nuevo ciclo político. La nueva programática argumentaba la centralidad de la intervención estatal para compatibilizar un crecimiento económico “genuino” con la inclusión social, entendiéndola como la integración por medio del “trabajo decente”. La cuestión social se interrogó en clave de inclusión y la pobreza se anudó a las desiguales formas de inserción en el mundo del trabajo. Así, las políticas laborales se tornaron estratégicas. Plantearemos que, paralelamente a este proceso, se gestó una temprana distinción de la “población-objetivo” de las políticas sociolaborales. Mientras que las políticas laborales tendieron a problematizar la situación de precariedad y la reinserción laboral, se delimitó una población de “trabajadores vulnerables” en torno a quienes se montó un conjunto diferenciado de intervenciones. Las intervenciones sociales a ellos dirigidas se justificaban por la situación de vulnerabilidad de estas poblaciones, que planteaba un límite a la reinserción laboral. Vulnerabilidad y trabajo decente demarcaron dos espacios diferenciados y complementarios de problemas por intervenir, de prácticas estatales y de población destinataria. A partir de los resultados de una estrategia de indagación centrada en el trabajo de archivo, desarrollaremos las prácticas discursivas y no discursivas por las cuales tendieron a operar dicha diferenciación y sus tensiones.

Palabras clave

Saberes expertos; informalidad; vulnerabilidad.

I. Introducción

El siglo XX concluyó con una serie de crisis cuyo epicentro fue el Sur Global, que canalizaron y promovieron críticas especializadas, políticas y sociales al paradigma neoliberal. Organismos internacionales y nuevos regímenes de gobierno, especialmente en América Latina, tematizaron la crisis en clave social, abriendo la discusión sobre sus diagnósticos y los dispositivos para atenderla. En ellas, la informalidad delimitó un problema clave por su asociación con la desprotección y la pobreza.

En Argentina, la clausura de la crisis de los años 2001-2002 abrió un nuevo ciclo político, que consolidó una nueva programática en torno a la afirmación de la centralidad de la intervención estatal para compatibilizar el crecimiento económico con la inclusión social, entendiéndola como la integración por medio del “trabajo decente” (registrado y protegido). El neoliberalismo se constituyó como campo de adversidad para los discursos que orientaron las políticas estatales, a las cuales se asignó la tarea de reconstituir una institucionalidad y sociabilidad dañadas. La cuestión social se interrogó en clave de inclusión y la pobreza se anudó a las desiguales formas de inserción en el mundo del trabajo.

Esta ponencia articula algunas de las reflexiones de mi tesis de maestría, dirigida a rastrear los fundamentos (técnicos, políticos, morales) de las políticas sociolaborales dirigidas hacia la población ocupada informalmente. Nos centramos en los saberes expertos “de gabinete”, producidos desde y para el Estado, a fin de indagar los diagnósticos sobre el fenómeno, sus formas de definición, la delimitación de las poblaciones afectadas y las políticas a las que se asociaron. La problematización de las condiciones de vida y de trabajo de este colectivo movilizó ciertas reconfiguraciones de los dispositivos de asistencia y seguridad social, marcadas por dislocamientos y reinterpretaciones del principio contributivo de la seguridad social y por yuxtaposiciones entre políticas de promoción socioproductiva y modalidades de aseguramiento y asistencia.

La mirada experta local sobre la economía informal dio lugar a una operación conceptual y práctica de segmentación de este conjunto de trabajadores, que permitió montar políticas sociolaborales diferenciadas de acuerdo a las características de los subgrupos. En particular, abordaremos la distinción de un segmento poblacional de “trabajadores vulnerables”, caracterizado por sus bajos niveles de empleabilidad, trayectorias laborales de alta inestabilidad y condiciones de vulnerabilidad social. Vulnerabilidad y trabajo decente demarcaron dos espacios diferenciados y complementarios de problemas a intervenir, de prácticas estatales y de población destinataria.

II. Trabajo y pobreza: políticas y sociabilidades

En el proceso de constitución de un mercado y una civilización “del trabajo”, se conformó una oposición simbólica e institucional entre la pobreza y el trabajo asalariado (Morell, 2002), fundamental en la definición de la “utilidad en el mundo” de los sujetos. La política social no solo modela las condiciones de vida de los grupos sociales, sino que también reconoce socialmente necesidades, construye los sentidos del trabajo y define su sujeto, el trabajador, como parte de la producción de formas legítimas de vida y pertenencia social (Grassi et al., 1994; Danani, 2009).

Esta construcción social fundamenta la existencia de regímenes institucionales diferenciados entre las intervenciones dirigidas a la población pobre y dependiente y las políticas de seguridad social para los trabajadores. Dicho esquema de clasificación y de organización institucional se pone en tensión frente a las situaciones de quienes, siendo aptos para trabajar, por diversas circunstancias no logran insertarse en dicho mercado (Castel, 1997). Siguiendo este razonamiento, la informalidad se ha situado, desde sus primeras formulaciones, en un umbral entre los problemas laborales y de pobreza. Examinar sus tematizaciones actuales nos permite seguir los trazos de la “resolución”, siempre provisoria, de este enigma, estructural en nuestras sociedades.

III. Política social y problemas sociales: de programáticas y discursividades

La política social puede pensarse como un espacio en el cual los problemas sociales se conforman de manera polémica y argumental (Grassi, 2003), y no como una respuesta a problemas constituidos de manera previa y externa al campo. Ella es espacio y producto de una batalla de categorías, explicaciones y definiciones sobre los problemas y sujetos que comprende, en la que los campos político y experto resultan cruciales, pues son los que gestionan la cuestión social (Grassi, 2003; Topalov, 2004; Donzelot, 2007). Para atender a estos procesos, retomamos la idea de problematización, que puede ser pensada en dos sentidos.

En primer lugar, la cuestión social –en cuanto contradicción y antagonismo– no se expresa de forma directa, sino a través de una serie de “problemas sociales”, que son resultado de un proceso de hegemonización sobre los modos de interrogarla, definirla y tratarla (Topalov, 2004; Grassi, 2003). Esta conceptualización nos lleva a un segundo sentido, que destaca el carácter de “evidencia” con que se invisten los problemas una vez definidos (Revel, 2008). Se trata, entonces, de desentrañar los juegos entre saber y poder que producen dichas evidencias, reescribir las relaciones e intersecciones entre ciencia y política, tomando como objeto de análisis el campo discursivo.

IV. Breves notas teórico-metodológicas

El trabajo de archivo sobre documentos producidos por los saberes expertos “de gabinete” se orientó a reconstruir las discursividades que orientaron las prácticas de gobierno: ellas conforman la dimensión atinente a las formas de visibilización y modos de reflexión que producen problemas y sus soluciones. Las discursividades conforman programáticas, esto es, una articulación entre ciertos problemas visibilizados, dispositivos de intervención, y unos determinados fines y transformaciones postuladas (Grondona, 2014). Los saberes “de gabinete” nos permiten aproximarnos a la programática “oficialmente” constituida.

El corpus documental constituye un montaje entre documentos en virtud de las hipótesis sobre sus relaciones, de acuerdo al problema de investigación (Aguilar et al., 2014). En el proceso de su conformación, hemos reunido documentos heterogéneos (normativas, informes, investigaciones), producidos por diversas agencias nacionales[1] y técnicos insertos o asociados a ellas. La estabilización de este proceso fue progresiva y, en sí mismo, resultado de un proceso analítico[2]. Luego, nos dedicamos a la reconstrucción de los trayectos temáticos en el tratamiento de la informalidad (Guilhaumou y Maldidier, 1986). Realizamos una codificación abierta, atendiendo a las formas de nominación del fenómeno y sus afectados, los contextos de referencia en que se inscribieron sus discusiones, las definiciones y diagnósticos de los problemas sociolaborales, y las marcas de coyuntura (Robin, 1976). La recomposición de los trayectos de las tematizaciones sobre la informalidad nos permitió aprehender las combinaciones entre la larga duración y la temporalidad acontecimental que rigen las emergencias discursivas durante el periodo de análisis (Guilhaumou y Maldidier, 1986).

V. El trabajo como articulador del nuevo modelo de desarrollo: la restauración de la institucionalidad laboral

La clausura de la crisis de los años 2001-2002 en Argentina constituyó un momento de intenso debate, disputa y elaboración de nuevos consensos respecto del modelo de desarrollo y de Estado a constituir. Desde el 2003, fue articulándose una nueva programática, orientada al fomento del sector productor de bienes, tanto exportables como para el mercado interno. Esta basaba y disputaba su legitimidad en la afirmación de que era posible y deseable la compatibilización entre el crecimiento económico y la “inclusión social”. En contraposición a la teoría del derrame, se postulaba que esta relación positiva no sería automática, sino producto de un intenso trabajo estatal: regulando las formas de creación de riqueza, para alentar el desarrollo de la “economía real” en detrimento de la especulación financiera; y regulando el empleo, para fortalecer su rol distributivo. El Estado y el empleo se volvieron “articuladores” de la racionalidad económica y la social[3].

El trabajo se ubicaba como “articulador” en virtud de los sentidos a él atribuidos en los discursos oficiales. Era definido como el factor productivo por excelencia, a diferencia de las teorías del “fin del trabajo”, que afirmaban su desplazamiento ante el cambio tecnológico. Portaba un papel distributivo por ser fuente de derechos, traduciendo el progreso económico en una perspectiva de movilidad social ascendente. Como fundamento de solidaridad, organizaba los lazos sociales (MDS, 2007, 2010), al ser el eje de la participación de los individuos en la sociedad, el vector del reconocimiento de su utilidad social y el establecimiento de compromisos. Contribuir al bien común a través del trabajo fundaba la posibilidad de participar legítimamente de la distribución de sus frutos.

En este sentido, se definía como una estrategia de primer orden la “restauración” de la institucionalidad laboral, dañada por las reformas de ajuste estructural (Tomada, 2007, 2011, 2014)[4]. La cuestión social se interrogó en clave de inclusión (al mundo del trabajo) y la pobreza se anudó a las desiguales formas de inserción laboral. Aunque la idea de “restauración” remitía a recuperar instituciones laborales clásicas (como las paritarias y la seguridad social), se incluyeron nuevos dispositivos asociados a la acción sobre la informalidad, la empleabilidad y la reinserción laboral. Las memorias del gobierno corporativo de la fuerza laboral del primer peronismo (Grondona, 2014) confluyeron con una mirada “actualizada” sobre los problemas laborales[5].

Pese a la intensa reactivación económica, los diagnósticos sociales señalaron la persistencia en tasas elevadas de informalidad[6]. A fin del periodo, comenzó a percibirse cierta ralentización del crecimiento con efectos en el empleo[7]. La preocupación por los problemas de empleo y de pobreza se intensificó debido a los interrogantes sobre la sostenibilidad del modelo. La informalidad fue un problema espinoso para la programática oficial durante todo el ciclo.

VI. La economía informal en el enfoque del MTEySS: una estrategia modular de intervención

Durante el año 2005, se realizaron una serie de estudios estadísticos que dialogaron con los abordajes –conceptuales y programáticos– de la informalidad propuestos por la Organización Internacional del Trabajo (OIT) y el Banco Mundial (BM) (MTEySS, BM, INDEC, 2005; MTEySS, 2004a; Novick y Lanari, 2005). Bajo el auspicio del BM, se midió la informalidad en el Gran Buenos Aires y se analizaron sus determinantes a través de la encuesta permanente de hogares. Los técnicos ministeriales discutieron la perspectiva del Banco acerca de la voluntariedad de los agentes económicos como explicación de la informalidad[8], señalando que su causa central radicaba en la contracción del empleo formal (MTEySS, BM, INDEC, 2005). El marco de referencia del Ministerio era la definición de economía informal (EI), formulada por la OIT en 2002[9].

Para la OIT, la globalización financiera y la especialización flexible habían alterado la fisonomía de los problemas de empleo, los cuales se volvieron heterogéneos y extensivos a distintos sectores de la actividad económica. La categoría de EI reemplazaba la de “sector informal urbano”[10], pues los problemas de empleo no se explicaban únicamente por las características productivas de sectores de actividad. La EI incluyó al empleo en el sector informal, como al “empleo informal” en la economía “registrada”, definido por su desprotección social. Así, la informalidad se desprendió del anclaje productivo de las definiciones formuladas desde la década de los 70 (Hart, 1972; Tokman, 1976; Prebisch, 1981), y se concibió como un fenómeno heterogéneo y polifacético por la multiplicidad de unidades productivas y categorías ocupacionales comprendidas. El eje común entre ellas era la inseguridad socioeconómica[11] y la vulnerabilidad.

A través de un debate teórico y político, se incorporó dicha noción en la programática local, reconociéndole dos virtudes (MTEySS, BM, INDEC, 2005; Novick y Lanari, 2005; Novick, 2007). En primer lugar, la EI incorporaba la preocupación por la precariedad, que había sido central en la agenda experta local progresista desde los años 80. La segunda ventaja no era de orden heurístico sino operativo: establecía criterios sencillos de medición para orientar la gestión política de acuerdo a metas definidas de trabajo decente[12]. La afirmación de la heterogeneidad de la EI llevaba a una operación conceptual de segmentación de subgrupos a su interior, de acuerdo a problemas, redes de causas y poblaciones afectadas, que tuvieran mayor homogeneidad interna. Esta operación cristalizaba en el mapeo estadístico de la EI, basado en dos vectores: categorías ocupacionales (empleadores, autónomos y asalariados) y sus localizaciones productivas (unidades formales, informales u hogares)[13]. Las unidades productivas ya no eran consideradas de acuerdo a su tamaño (lo que respondía a la búsqueda de inferir niveles de productividad), sino por el cumplimiento de algún aspecto de la legislación tributaria[14].

La discriminación de segmentos y su dimensionamiento por tamaño se acompañaron de la evaluación de la incidencia de la vulnerabilidad social y laboral en cada uno de ellos. Todas estas operaciones determinaron las prioridades políticas, junto con un elemento más: la disponibilidad (política, teórica y técnica) de herramientas de intervención, según los valores, expectativas y objetivos asociados al empleo en la nueva programática. El objetivo principal era la ampliación de la corriente central de la integración: el empleo regular y registrado. Al ser definido este como vector principal de la inclusión social, las políticas laborales se dispusieron en función de su extensión. El segmento de asalariados informales en establecimientos registrados era estratégico no solo por su tamaño, sino porque, debido a sus características, se estipulaba una formalización en el corto plazo mediante la inspección laboral, facilidades administrativas y económicas y apoyo productivo para incrementar los puestos en el mediano plazo[15].

El resto de los segmentos (servicio doméstico, autónomos no registrados, informales en unidades no registradas) delimitaban un problema de mayor complejidad, debido a que la baja productividad del trabajo y su insuficiente dotación de capital los hacía difícilmente reconvertibles (Novick, 2007). La alternativa más viable para este sector era la apuesta por la expansión del empleo formal para su absorción progresiva en el largo plazo (Novick y Lanari, 2005). Es por ello que el problema de la productividad de estos estratos no fue abordado propiamente por las políticas. Las políticas promovidas hacia estos segmentos se dirigieron a mitigar en el corto plazo su vulnerabilidad laboral y social, estableciendo regímenes especiales de registro y fortalecimiento de la empleabilidad de los trabajadores. Ello se debía a que se planteaba un vínculo bidireccional entre vulnerabilidad laboral y social: la pobreza condicionaba las bajas calificaciones, que obstaculizaban la incorporación al empleo formal (Novick, 2007). La empleabilidad se introducía como un factor explicativo de la situación de informalidad, que se enfocaba en las habilidades y atributos de la población afectada.

VII. La particularización de los trabajadores de subsistencia

Paralelamente, se desplegó una operación de perfilamiento al interior de un conjunto específico de la población: los usuarios del Plan Jefes y Jefas de Hogar Desocupados (PJJHD), aplicado en el año 2002 para contener la alta desocupación[16]. Hacia fines del año 2004, se evidenciaba que el efecto positivo de la reactivación económica en su reinserción laboral estaba agotándose[17], por lo que se plantearon alternativas para la reconfiguración del programa, en un marco de ascendentes críticas sociales hacia este (Grondona, 2014; Lijterman, 2016). Su población se diferenciaba de los “desocupados clásicos”: tenía mayor presencia femenina, trayectos más avanzados de edad, bajos niveles educativos y de calificación (MTEySS, 2004b). Según dos encuestas realizadas en el año 2004, el desempleo constituía para estos trabajadores un momento en un ciclo de “alta rotación e inestabilidad en el mercado laboral”, marcado por “ocupaciones de subsistencia” (MTEySS, 2004b, p. 24). Estas características comunes hacían de este grupo un segmento, aunque también se advertía su heterogeneidad interna, sobre todo respecto de la empleabilidad.

La distinción crucial que se hacía al interior del grupo de usuarios era en virtud de su situación ocupacional: los ocupados realizaban actividades laborales, aunque inestables y esporádicas; los desocupados se encontraban en una búsqueda laboral activa; y los inactivos no buscaban trabajo, ya fuera por su edad avanzada o por ser responsables del cuidado de otros miembros del hogar. También se diferenciaba a los usuarios en virtud de sus habilidades: la actitud hacia la formación y la búsqueda de empleo era heterogénea, y ello incidía en la posibilidad de reinserción laboral. Finalmente, otro vector de diferenciación eran las calificaciones: aunque se caracterizaban por ser bajas en general, un subgrupo poseía calificaciones técnicas y operativas, mientras que otro no contaba con ninguna calificación. A diferencia de la segmentación de la EI, para el “empleo vulnerable” los vectores de diferenciación tenían por objeto atributos de la población.

Así, se diferenciaron tres grupos. Uno, conformado por trabajadores de nivel educativo adecuado, calificaciones técnicas y operativas y experiencia laboral, sobre quienes se consideraba que presentaban mejores condiciones de reinserción en función de la demanda laboral. Otro grupo evidenciaba una alta motivación frente a la búsqueda de empleo y a la formación, pero tenía bajos niveles educativos. Finalmente, se encontraban los inactivos. En función de estas caracterizaciones, se proponía diferenciar las modalidades de transferencias monetarias por establecer: para los primeros, se asociaría con acciones de intermediación laboral y de formación profesional; para los segundos, con acciones de fortalecimiento de la empleabilidad; y para los terceros, con objetivos de desarrollo humano para reducir la vulnerabilidad.

La población del PJJHD fue traspasada a otros programas. Correspondería al MTEySS “todo lo atinente a la inserción y reinserción laboral”, mientras que el MDS atendería a los “beneficiarios inactivos, especialmente mujeres con hijos a cargo y personas mayores, […] un grupo típicamente asociado a la política social” (MTEySS, 2004b, p. 25). Mediante el Decreto 1506/2004, se estableció que los sujetos con condiciones de empleabilidad pasaran al Seguro de Capacitación y Empleo del MTEySS, que preveía una prestación económica durante el proceso de búsqueda laboral para la terminalidad escolar y la capacitación. Se trataba de un nuevo modelo de “seguro de desempleo” para la población vulnerable, que incorporaba parámetros de las políticas laborales “activas”. Los definidos como “vulnerables” fueron atendidos por el MDS con el Plan Familias, que otorgaba un subsidio mensual a condición de cumplir condicionalidades en cuestiones sanitarias y de escolaridad de los niños[18].

Aunque estas distintas series de diagnósticos, de segmentación y perfilamiento no se cruzaron, consideramos que el empleo de subsistencia delimita el eslabón inferior de la informalidad, que siguió un tratamiento específico, atendiendo a la empleabilidad de sus integrantes y a la vulnerabilidad de ingresos. El sector de más baja empleabilidad no fue definido como “inempleable”, sino como especialmente “vulnerable”. ¿Cómo proteger a quienes aún no podían incorporarse a la corriente central del crecimiento y la integración?, ¿de qué modo transformar su situación para conjurar tanto la descalificación (factor explicativo de esta), como la desintegración social (su consecuencia)? Parafraseando a Castel, la asistencia se veía frente a la obligación de responder a un enigma clásico, la transformación de solicitantes de ayuda en productores de su propia existencia, lo que –por los contenidos de la programática– tuvo en el trabajo un nudo central.

En virtud de este problema, pueden explicarse una serie de programas de inserción socioproductiva dependientes del MDS: el Plan Manos a la Obra (PMO), desde el año 2004, y, luego, el Programa Ingreso Social con Trabajo (PRIST), desde el año 2009. Ambos fomentaron la constitución de cooperativas en ámbitos locales, en general orientadas a la realización de obras de infraestructura comunitaria, otorgando transferencias monetarias a modo de salario. El MDS albergó una “estrategia productiva” al interior de la política asistencial (MDS, 2010), a través de la cual el Estado crearía de forma directa puestos de trabajo en un circuito económico específico: la economía social. El sentido de esta acción era potenciar el desarrollo humano a través de la inscripción de los sujetos en actividades productivas. Este concepto de las Naciones Unidas adquiría un contenido particular en el ámbito nacional, fuertemente asociado a la promoción de la “cultura del trabajo” como forma de vida. El “trabajo asistido” se constituía en un medio para la integración social, restableciendo vínculos de proximidad, el aporte productivo hacia la comunidad y cultivando calificaciones y disposiciones (MDS, 2007).

Dada la proyección poco alentadora para los segmentos inferiores de la EI, se movilizó una forma alternativa de integración y trabajo, que resultaba –en comparación con el TD– relativamente supletoria y se constituía en un paso previo para, en el futuro, integrarse en el empleo formal. ¿Podía esta intervención correr los límites de lo valorado como trabajo en función de un reconocimiento social amplio? Resulta difícil responder positivamente. Las remuneraciones nunca llegaron a alcanzar, en todo el ciclo, la medida del salario mínimo[19]. Asimismo, los sentidos vinculados al trabajo “digno”, esto es, asociativo, cooperativo y/o comunitario, se vieron tensionados por la expectativa puesta en el empleo asalariado como modalidad “normal” de trabajo, que constituía el modelo que perseguir. Por ejemplo, en el año 2012 se incorporaron monetarios de presentismo y productividad adicionales para usuarios del PRIST. La contractualización del programa parece haber sido el medio para validar la legitimidad del trabajo asistido, buscando su equiparación con el trabajo realizado en el resto de la sociedad; sin embargo, ello reforzaba las relaciones de orden y jerarquía entre el trabajo decente y el trabajo digno.

No obstante, la disputa por la legitimidad del trabajo asistido, junto con el reconocimiento de sus sujetos como trabajadores, movilizó una serie de protecciones y modos de reconocimiento novedosos que, a su vez, buscaban diferenciar estos programas de los de tipo workfare de los años 90. Se trató de modos de “aseguramiento”, estableciendo regímenes especiales y no contributivos de la seguridad social: por un lado, es destacable el monotributo social, que subsidiaba el registro de los trabajadores de estos programas, pasando a tener aportes previsionales y obra social; por otro lado, la Asignación Universal por Hijo permitió que contaran con la asignación familiar correspondiente a los trabajadores formales. Estas políticas fueron un fuelle que aproximó a los trabajadores formales e informales, especialmente aquellos en condición de pobreza, lo que generó formas de readaptación de la seguridad social clásica.

Conclusiones

En función del recorrido realizado, trazaremos unas breves conclusiones. En primer término, podemos destacar la correspondencia entre una operación conceptual de segmentación de problemas y conjuntos poblacionales al interior de la EI y el establecimiento de políticas sociolaborales específicas con objetivos y temporalidades diferenciadas para su incorporación en la “corriente central” del trabajo decente. En este orden, es comprensible una afirmación inicial que realizamos: la restauración de la institucionalidad laboral “clásica”, en virtud de unos novedosos problemas de empleo, implicó la introducción de un conjunto de políticas asociadas al problema de la “empleabilidad”, que explicó la situación de los segmentos inferiores de la EI. La baja productividad relativa de estos estratos y la capacidad de la economía de albergar procesos de reconversión o de absorción de estos en una temporalidad menos lejana fue un punto sensible de la programática, que comenzó a emerger hacia fines del periodo abordado.

En este orden, se dieron operaciones diversas de diferenciación de los segmentos inferiores de la economía informal. Entre ellos, el empleo de subsistencia fue objeto de perfilamiento para la adopción de políticas que tendieran bien a la reinserción laboral mediante el fortalecimiento de la empleabilidad como estrategia principal, o bien al desarrollo humano de los “inempleables”. Es destacable la indecibilidad de esta categoría en el marco de la programática analizada, por lo que este último grupo fue definido como aquellos especialmente vulnerables y, en ocasiones, como inactivos[20]. La asistencia encarnó el desafío de configurar ella misma una estrategia productiva, recreando sentidos del trabajo prioritariamente morales, como medio de la integración y condición para la percepción legítima de ingresos. Este proceso no se completa, sin embargo, sin las tensiones de formas de reconocimiento de estos sujetos como “trabajadores” y de consecuente aseguramiento bajo la égida de la seguridad social.

La inestabilidad de las fronteras entre estos segmentos se explica por su carácter normativo, en cuanto pretendían cristalizar la distinción que señalaban, al tiempo que superarla.

Bibliografía

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  1. A saber, el Ministerio de Trabajo, Empleo y Seguridad Social (MTEySS), el Ministerio de Desarrollo Social (MDS), el Ministerio de Economía, el Instituto Nacional de Estadísticas y Censos de la República.
  2. La estabilización del corpus se realizó en la medida en que se profundizó en las lecturas de los materiales, excluyendo e incorporando nuevos textos en función de referencias emergentes.
  3. Esta breve síntesis se basa en el análisis de numerosos documentos, entre ellos: MDS, 2007, 2010; MTEySS, 2010; Taiana, 2005; Tomada, 2005, 2007; ANSES, 2011.
  4. Los diagnósticos producidos en los primeros años del ciclo daban cuenta del “daño neoliberal”: para el 2003, un 85 % de la PEA estaba afectada por problemas de empleo, más del 50 % de los trabajadores no estaban registrados (MECON, 2008), y la pobreza afectaba casi a la mitad del país (un 47,8 % de la población) (INDEC).
  5. En este sentido, en el año 2003 el ministro de Trabajo, Carlos Tomada, creó en la órbita de esta dependencia la Subsecretaría de Programación Técnica y Estudios Laborales, con el objetivo de dar apoyatura teórica a la gestión ministerial, renovar los abordajes metodológicos y técnicos, y estudiar de manera específica y particularizada distintos problemas de empleo.
  6. En el año 2006, un 43,6 % de la PEA trabajaba en condiciones de informalidad, un 11,2 % se encontraba subocupado, y un 10,2 %, desocupado. Es decir que un 65 % de la PEA tenía problemas de empleo. Para el año 2005, los índices de pobreza e indigencia se encontraban en un 39 % y 12 %, respectivamente.
  7. El enlentecimiento del crecimiento desde el año 2008 tuvo efectos directos en el empleo: el incremento de la tasa de empleo comenzó a enlentecerse y hacia 2014 se amesetó; se revirtió la tendencia al mayor incremento relativo de los puestos registrados por sobre los no registrados (Cortés y Graña, 2013); y, si bien el desempleo no aumentó, bajó la tasa de actividad y creció el subempleo (de 11,3 % en 2013 a 14,6 % en 2014). Finalmente, la desigualdad dentro del colectivo de trabajadores se incrementó a partir de la desigualdad de ingresos entre trabajadores registrados y no registrados y el mejoramiento relativo de las posiciones jerárquicas. En función de ello, pueden comprenderse los aún elevados niveles de pobreza: 24,9 % de pobreza y un 7,3 % de indigencia en 2009.
  8. Si bien la informalidad no fue uno de los ejes prioritarios de producción del BM, este sistematizó una perspectiva que la explicaba en función de dos determinantes que era preciso estudiar en cada caso nacional: la existencia de mecanismos de exclusión del mercado laboral de parte de la población; y la voluntariedad de los agentes económicos por las excesivas regulaciones del Estado y la escasa confianza en él. De este modo, se clasificaba la informalidad de acuerdo al peso relativo de ambos factores, distinguiendo manifestaciones voluntarias e involuntarias.
  9. El debate local sobre la voluntariedad como determinante de la informalidad no se agotó en el año 2005. Por el contrario, fue una discusión recurrente, que se reeditó en una serie de seminarios organizados por la OIT en Buenos Aires sobre la economía informal entre los años 2009 y 2013. Diversas personalidades de la academia y la gestión pública rechazaban de plano esta clave de análisis.
  10. Esta fue formulada por primera vez por Keith Hart, a raíz de una misión de la OIT en Kenia. Las características productivas como sector de actividad económica explicaban las características de las relaciones laborales de quienes lo integraban y su afección por la pobreza. Posteriormente, el concepto fue reelaborado por el Programa Regional de Empleo para América Latina y el Caribe del organismo, que lo asoció a la heterogeneidad productiva de las economías latinoamericanas. El concepto fue rápidamente difundido, dialogando y discutiendo con otras teorías que desde Latinoamérica habían procurado explicar estructuralmente los agudos problemas sociales, como la de la marginalidad, asociada al enfoque dependentista. Desarrollamos estos movimientos conceptuales en Lijterman, 2017.
  11. La OIT formuló un concepto de “inseguridad socioeconómica” que refería a múltiples dimensiones de la seguridad en el empleo: la seguridad de acceder a puestos de trabajo, de formarse en el puesto, de especializarse en términos de “carrera”, contar con condiciones de salubridad, estar representado sindicalmente, disponer de ingresos adecuados, entre otras.
  12. Luego de proyectos de cooperación técnica con la OIT desarrollados entre los años 2003 y 2005, ligados a la emergencia social, se sucedieron tres planes nacionales de trabajo decente, consensuados de forma tripartita entre el gobierno argentino, centrales sindicales y cámaras empresarias.
  13. Las categorías eran: trabajadores en hogares no registrados; asalariados no registrados en unidades formales; asalariados no registrados en unidades formales; trabajadores por cuenta propia no registrados; pequeños empleadores no registrados.
  14. De los estudios realizados, el segmento de asalariados informales en unidades formales era el predominante, seguido del servicio doméstico y el trabajo autónomo, de proporciones equivalentes. A partir del 2011, se manifestó un cambio de composición, cuando el trabajo informal en unidades informales pasó a ser el segmento de mayor tamaño.
  15. Las políticas de descuento a las contribuciones patronales se basaban en ciertos parámetros de ganancia empresarial y tamaño de la unidad económica. Asimismo, en ocasiones estos beneficios se ligaban a la condición a los empleadores de ampliar su planta de trabajadores. Ver ley 26.476 promulgada en el año 2008 y ley 26.940 promulgada en el año 2014.
  16. Se trataba de un programa de transferencia de ingresos, que establecía como condición para la permanencia el cumplimiento de condicionalidades sanitarias y escolares de los niños de los grupos familiares y una contraprestación de los titulares en una actividad laboral o social. Sus niveles de cobertura fueron masivos, llegados a más de 2 millones de usuarios en el año 2003.
  17. Según el MTEySS (2004b), hacia fines de 2004 un 19 % del universo de usuarios había conseguido trabajo formal.
  18. Si bien el PJJHD no fue eliminado, su prestación monetaria no volvió a ser actualizada, ya que eran superiores las de los referidos programas, desincentivando la permanencia.
  19. Desde el lanzamiento del PRIST hasta el año 2015, sus prestaciones tuvieron una tendencia permanente a la depreciación, según una estimación propia en base a los montos de la canasta básica total: la prestación cayó desde un 78% de la CBT en 2009 a un 39% en 2015.
  20. Otros estudios del MTEySS señalaban que las fronteras entre la inactividad, desocupación y ocupación de subsistencia son sumamente móviles y que las modalidades de búsqueda de empleo difieren entre estos sujetos de las tradicionalmente consideradas (Trujillo et al., 2011). Por ello, no se encuentran razones sólidas para estabilizar la distinción de un sector “inactivo” más que en la intervención.


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