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¿Instrumentos para el desarrollo o inserción internacional regulada?

Algunos apuntes para entender el acuerdo entre la Unión Europea y el Mercosur

Andrés Musacchio

1. Introducción

Luego de más de veinte años de negociaciones, el Mercosur y la Unión Europea anunciaron en julio de 2019 haber concluido un acuerdo de librecomercio, que deberá regular los vínculos económicos entre ambas regiones. Siguiendo la tradición habitual en este tipo de negociaciones, poco trascendió a lo largo del tiempo sobre el contenido concreto de las discusiones[1]. El texto final en su versión completa[2] no se encuentra aún a disposición de la sociedad civil. Incluso tampoco lo está para muchos de los legisladores que pronto deberán aceptarlo o rechazarlo en sus respectivos parlamentos, a pesar de haber sido anunciado hace algunos días que durante la reunión de ministros de comercio de los países integrantes de la Unión Europea, el 9 de noviembre, se pretende avanzar en las modalidades de aprobación y dar así un paso decisivo.

En general, cuando un acuerdo se negocia de manera poco cristalina, se procura evitar que trascienda información sobre aquellos intereses que se verán afectados negativamente, tratando de impedir o acotar resistencias. Por eso, buena parte de los debates sobre los aspectos del acuerdo que ya se han extendido, apuntan a desentrañar la trama de intereses que se esconden detrás, discernir qué sectores se benefician, cuáles se perjudican y si la transformación de la estructura productiva emergente contribuiría a la consolidación de un modelo económico expansivo. Emergen así análisis detallados sobre las estructuras de comercio exterior que se consolidarían con la liberalización, pensando desde esa matriz qué sectores se verían desplazados por la nueva competencia externa y, finalmente, desprendiendo a partir de ellos la conformación de la matriz productiva y de empleo que se plasmaría a largo plazo. En este capítulo volveremos una y otra vez sobre estos debates. Sin embargo, nuestro eje está puesto en otra problemática, habitualmente algo descuidada. Independientemente de la nueva estructura morfológica del intercambio —y, por consiguiente, de la división interregional del trabajo—, los tratados de librecomercio (TLC) proponen también un reordenamiento completo del instrumental del que disponen los Estados para hacer política económica, entendida ésta en un sentido amplio, incluidas las aristas legales, económicas, sociales y ambientales. Se trata, en última instancia, de reducir al mínimo posible algunas funciones e instrumentos clásicos de la política económica y de las atribuciones del Estado como administrador de los conflictos internos de una sociedad, mientras se refuerza su rol y su poder de garante en temas clave para los grandes conglomerados. Así, mientras se limita, por ejemplo, la capacidad para otorgar subsidios a conjuntos de empresas o sectores considerados potencialmente relevantes para el desarrollo, se profundiza la defensa radical de los derechos de propiedad material e inmaterial, las patentes, las marcas y las denominaciones de origen. Por eso, no son meros acuerdos comerciales, ya que establecen un conjunto mucho más amplio de regulaciones.

Los mal llamados tratados de librecomercio (TLC) no se inspiran en una lógica emanada de la liberalización propuesta desde el final de la Segunda Guerra Mundial, iniciada con el Acuerdo General sobre Aranceles Aduaneros y Comercio (GATT, según sus siglas en inglés), sino que tienen su razón de ser, en última instancia, en dos campos diferentes. Por un lado, apuntan al anclaje y la profundización del modelo neoliberal normatizando externamente el largo proceso de desregulación de algunas funciones del Estado, reforzando sus nuevas funciones e imponiendo “por la ventana” algunos tratados internacionales que países individuales han evitado suscribir. Por el otro lado, intentan inhibir la formulación y ejecución de políticas de desarrollo en los países subdesarrollados. Sirven, por lo tanto, para sostener explícitamente la profunda asimetría en las estructuras de las relaciones sociales y en las relaciones internacionales. Ptak et al. (2016) argumentan, en esta dirección, que los “viejos” países industriales iniciaron con los TLC una ofensiva para fijar las reglas de la globalización de los próximos años y destacan que tales esfuerzos se realizan por fuera de la Organización Mundial del Comercio (OMC) (p. 5).

Esta perspectiva — y objetivos— de los TLC se ha ido profundizando con el correr del tiempo, desde los acuerdos interregionales iniciales que efectivamente tenían el foco en las cuestiones comerciales, hasta los acuerdos actuales “de cuarta generación”, en los que se establece una abigarrada normativa que incluye la adscripción a determinados tratados internacionales, regulaciones ambientales, protección de inversiones, creación de tribunales externos para controversias entre inversores y Estados, comercio electrónico, compras gubernamentales, etc. Por haber comenzado a negociarse hace más de dos décadas con mandatos específicos, el acuerdo entre el Mercosur y la Unión Europea incorpora sólo parcialmente el conjunto de elementos que configura los acuerdos de última generación. No obstante, complementado con los acuerdos de inversión ya existentes, ello parece suficiente para cumplir de manera adecuada con las funciones a las que hacíamos referencia.

En este trabajo procuraremos desgranar algunos elementos que caracterizan específicamente la relación desarrollo-subdesarrollo en tiempos de neoliberalismo, para desprender de ellos instrumentos y caminos que resultan imprescindibles para relanzar un proceso sostenido de desarrollo de las fuerzas productivas en países como los del Mercosur —pero también para los del sur y el este de Europa—. Confrontaremos, finalmente, esa perspectiva con algunos aspectos controvertidos del acuerdo y su incidencia sobre el diseño de una política de desarrollo.

2. Relaciones internacionales asimétricas bajo el modelo neoliberal

Los debates sobre el desarrollo de las fuerzas productivas en el capitalismo ocupan un lugar destacado en el análisis económico desde hace por lo menos dos siglos. Los sucesivos análisis trataron de responder, de diferentes maneras, al menos dos preguntas fundamentales. En primer lugar, cómo influye sobre el desarrollo de las fuerzas productivas de un país la existencia de otros que le han sacado ventajas en el proceso: ¿es cierto que los desequilibrios o las diferencias tienden a sostenerse o a ampliarse si no se emprenden acciones concretas para cerrar la brecha? El segundo problema apunta a cómo encarar, ante esa situación, el proceso de desarrollo interno. Hemos analizado oportunamente las principales perspectivas teóricas sobre el análisis al que nos remitimos (Musacchio, 2020). Pero retomamos aquí algunas de sus cuestiones centrales.

En general, la literatura acepta que todo proceso de desarrollo de las fuerzas productivas involucra la necesidad de un cambio drástico cualitativo en la matriz productiva, en la estructura morfológica sectorial de la producción. Esta idea desacopla parcialmente los conceptos de crecimiento y desarrollo, pues aunque el segundo puede —y, mayormente debe— involucrar al primero, el mero crecimiento con constancia de estructuras no implica un salto de las fuerzas productivas. Incluso muchas veces agrava los problemas preexistentes en materia social, ambiental o económica. Tómese como ejemplo la expansión del modelo sojero en Sudamérica y su impacto negativo sobre el ambiente, la salud y la diversificación de la producción, su inequidad distributiva y su escasa contribución real a la solución de los problemas de balance de pagos.

El segundo fenómeno destacado por algunos autores, que distancia a las corrientes heterodoxas de las visiones más tradicionales de la ciencia económica, es que ese proceso de transformación cualitativo no puede lograrse exclusivamente por medio de mecanismos de mercado, políticas macroeconómicas neutrales y libre movimiento de mercancías. En general, se sostiene desde la heterodoxia que en el marco de políticas abiertas y neutrales que se despliegan entre países y regiones con marcadas asimetrías, se consolida una división regional/internacional de trabajo que potencia todavía más las brechas existentes y polariza el vínculo. Es que esa relación tiende a concentrar los excedentes generados por el sistema en los países con mayor desarrollo de sus fuerzas productivas por dos razones complementarias. En primer lugar, los países más desarrollados suelen especializarse en los sectores con una mayor generación de excedentes. En segundo término, la relación asimétrica que entablan con otros “socios” les permite la captación de una porción adicional de excedentes[3], transferencia que caracteriza la relación desarrollo-subdesarrollo. La polarización de excedentes, finalmente, permite acelerar la reproducción ampliada en un polo y la bloquea en el otro. Es decir, sin una acción concreta en dirección contraria, el vínculo suele estabilizarse e incluso ampliar la brecha.

Bajo esta perspectiva, una política de desarrollo de las fuerzas productivas sólo es posible induciendo explícitamente el cambio estructural y cuestionando radicalmente los parámetros de la inserción internacional[4]. Dicho cambio comienza con la identificación de los sectores prioritarios hacia los que debe canalizarse el grueso de los recursos. Estos sectores no son similares en todo tiempo ni lugar, dependen de las dotaciones relativas de recursos, la trayectoria tecnológica, la capacidad de generar y retener excedentes, la estructura de la cuenta corriente del balance de pagos, la calificación de la fuerza de trabajo, la disposición espacial interna de los centros productivos y los recursos, la articulación al sistema internacional, etc. Por eso, no existe un camino único o exclusivo, ni se trata de “alcanzar” o “atrapar” a quienes se encuentran en un estadío más avanzado. Una política de desarrollo precisa diseñar estímulos específicos, utilizando instrumentos concretos que desplieguen políticas activas conformes a un proceso de planificación explícito. Es decir, la política de desarrollo depende crucialmente de poder disponer de los instrumentos pertinentes de política económica, espacial, social, científico-tecnológica y ambiental. Desde el punto de vista técnico —diferenciandolo del emergente de la trama política—, la política de desarrollo se ejecuta por medio de una combinación específica de medidas y por una utilización concreta de determinados instrumentosmque apuntan a transformar la estructura productiva, social y geográfica contrariando las pautas lisas y llanas del mercado.

El neoliberalismo parte de un diagnóstico diferente y propone el camino inverso. Su aparición en el firmamento político en la década de 1970 se produjo en el marco de la crisis del modelo de la posguerra, que los economistas neoliberales atribuían a un debilitamiento de la tasa de rentabilidad. Esto último era el fruto, según insistían, del largo proceso de redistribución progresiva del ingreso, de las fuertes regulaciones introducidas por los Estados, del despliegue de un costoso Estado de bienestar, de una matriz tributaria apoyada en el gravamen de las ganancias empresarias y de las restricciones en la economía internacional, especialmente en el mercado financiero. Simultáneamente, una transformación en el proceso de trabajo y en las matrices tecnológica y organizacional impulsaron nuevas contratendencias a la caída de las tasas de ganancia.

Consecuentemente, las políticas recomendadas —y aplicadas cada vez más generalizadamente a partir de la experiencia de Chile en 1973—, apuntaron a fomentar explícitamente la polarización creciente del ingreso, la desregulación de las actividades económicas, el desmantelamiento paulatino de los sistemas de seguridad social y una creciente apertura y liberalización de las transacciones económicas internacionales. La liberalización financiera desarticuló los mecanismos de regulación principales sobre las que se había apoyado hasta entonces el modelo fordista, las políticas monetarias y fiscales expansivas y el incremento paulatino de los salarios reales (Huffschmid, 2002; Aglietta, 2019; Musacchio, 2019b). Particular impacto tuvo la creciente movilidad del capital con la posibilidad de migrar ya que comenzó a poner en competencia a las diferentes locaciones posibles, obligando a los actores locales a adaptarse a las exigencias para atraer o impedir la migración del capital. Así, los Estados fueron cediendo en sus regulaciones, redujeron los impuestos directos y debieron ajustar sus egresos, especialmente en materia de seguridad social, mientras los trabajadores se vieron obligados a ceder pretensiones en sus condiciones laborales y salarios. Bajo esas condiciones, la concreción de políticas activas fue perdiendo base de sustentación. Mientras tanto, se estructuraban regulaciones en otros terrenos que permitían a los grandes conglomerados apropiarse de fracciones crecientes de la naturaleza o defender a ultranza la propiedad intelectual. En el primer caso, se fomentó la conversión en mercancía y propiedad privada de recursos que, hasta entonces, eran de libre disponibilidad. El patentamiento de material genético o plasma de semillas, por ejemplo, convierte en tributarios a quienes previamente eran usuarios. En el segundo caso, considerando que el conocimiento como base de rentas tecnológicas se vuelve un factor central de la competencia, las corporaciones multinacionales presionan por una legislación más rígida que les garantice la exclusividad de la propiedad intelectual (Musacchio, 2019b: 114-116). Una tercera dimensión asociada es la apropiación privada del suministro de los servicios públicos, hasta entonces fundamentalmente provistos por el Estado.

Bajo esa perspectiva, la problemática del desarrollo queda desvirtuada en las visiones más duras o resulta relegada a un fenómeno estrictamente interno —y no al fruto de una relación internacional polarizada— en las interpretaciones más blandas. En cualquier caso, dan pie a una propuesta que combina algunos conceptos tradicionales de la teoría neoclásica del comercio internacional con nuevos elementos de ordenamiento político de las relaciones económicas internacionales. Tradicional es el postulado del librecomercio como el mecanismo que logra la utilización global más eficiente de los recursos y permite articular una división internacional óptima del trabajo. Por eso, un primer eje de recomendaciones fue, desde el comienzo del despliegue del nuevo modelo, una amplia apertura comercial sobre la que las economías subdesarrolladas debían reconvertirse, corriendo el eje de la protección y el mercado interno hacia un crecimiento impulsado por las exportaciones y concentrado en los sectores más eficientes (Balssa et al., 1987; Edwards, 1997). Sin embargo, esos lineamientos se complementan —incluso para dichos autores— con un denso entramado de propuestas para una liberalización igualmente radical de los servicios reales y financieros, un amplio proceso de privatizaciones, la renuncia por parte de los Estados de una porción importante de los instrumentos de política económica[5] y el establecimiento de normativas mucho más rígidas para la defensa de los derechos de propiedad y de la gran empresa[6]. Tanto desde las políticas internas como por medio de acuerdos internacionales, se procuró además establecer mecanismos que impidieran —o limitaran sensiblemente— la capacidad legal de los Estados para recuperar tales instrumentos.

La perspectiva neoliberal ganó predominancia política masiva no sólo en gobiernos nacionales, sino también en los organismos internacionales, que tuvieron un rol decisivo en la implementación del modelo. El disparador fue la cooperación con el gobierno chileno de Pinochet desde 1973, posterioremente con Argentina en 1976 y, luego, apuntalando los giros en las políticas británica y norteamericana con el cambio de década. Así, se fue gestando un conjunto de recomendaciones standard, que terminaron siendo catalizadas en los 90 por el llamado Consenso de Washington, generado a partir de las propuestas del economista John Williamson, que durante mucho tiempo orientaron las iniciativas de los organismos internacionales. Estos últimos sufrieron a lo largo del proceso una drástica transformación en sus funciones. El Fondo Monetario Internacional (FMI), por ejemplo, pasó de centrarse en la estabilización de corto plazo de los tipos de cambio —de acuerdo a la concepción original de Bretton Woods— a jugar, a partir de finales de la década de 1970, un papel central en la imposición y supervisión de políticas estructurales que encuadraran dentro del esquema neoliberal que se les “recomienda” a los países necesitados de asistencia, mientras asume el rol de prestamista en última instancia del sistema financiero internacional. Es decir, el Fondo adquiere un papel central en la imposición del ordenamiento del nuevo modelo (Ugarteche, 2010: 33-36; Wolff, 2014; Huffschmid, 2002). La función es clave pues la polarización en la captación de los excedentes económicos globales se plasma en dos conjuntos de políticas diferenciadas que amplían permanentemente la brecha entre desarrollo y subdesarrollo.

Otro mojón importante en ese proceso es el giro institucional en la regulación del comercio exterior que, en este caso, implicó la creación de una nueva institución. La Organización Mundial de Comercio (OMC) absorbió en 1994 al viejo GATT. Sin embargo, no se trataba únicamente de un cambio de nombre. El GATT se proponía una paulatina supresión de los obstáculos al comercio de bienes —en especial, industriales— y las discriminaciones comerciales, pero permitiendo un amplio margen de maniobra para el establecimiento de políticas internas y admitiendo la reversibilidad de las medidas de liberalización que pudieren tomar los Estados. La OMC se propuso un programa mucho más radical, pues además de expandir el campo de acción de la liberalización en el comercio de bienes, se propuso avanzar también en la liberalización del comercio de servicios y en la normativización de los aspectos comerciales de la propiedad intelectual. Este organismo intentó avanzar, con éxito reducido, en el marco de ordenamiento político-normativo, mientras apuntaba a reducir el margen de maniobra interno de los Estados (Bieling, 2007: 111-127; Klimenta et al., 2014: 14-15). También imponía restricciones a la reversión de las medidas liberalizadoras. Así, una porción considerable de las reducciones arancelarias resultaban voluntarias. No obstante, una vez adoptadas, no es posible retornar a los niveles previos sin exponerse a sanciones.

Del conjunto de transformaciones disparadas por el nuevo modelo emergente se fue desplegando una nueva trama de relaciones internacionales crecientemente asimétrica e inestable, visible a partir de la sucesión interminable de crisis puntuales y del sistema, que hemos analizado recientemente en diversos trabajos (Musacchio, 2019; 2019b; 2020; 2020b) y esquematizado con el rótulo de “formas del neoliberalismo”. El modelo neoliberal se despliega y profundiza por medio de diversas formas nacionales específicas que reproducen y amplían la brecha existente entre desarrollo y subdesarrollo, a partir del cruce de dos problemáticas complementarias. Por un lado, la relación finanzas-producción y, por el otro, el grado de autonomía de los países. Nos interesa aquí destacar la segunda línea de problema. La reproducción de las relaciones asimétricas se apoya en diferentes grados de autonomía de los países y las regiones que construyen vínculos recíprocos. Por eso, remarcábamos algunas preguntas esenciales: ¿Dónde se toman las principales decisiones de política económica? ¿Quién determina la estructura de los precios relativos? ¿Quién controla y orienta el movimiento espacial y la utilización del excedente económico? Quien posee el control de tales políticas y variables está en condiciones de modelar la estructura productiva del espacio regional y potenciar el desarrollo de sus propias fuerzas productivas, bloqueando o debilitando el de los demás. Dicho de otra manera, establecida la relación asimétrica, esta tiende a amplificarse sistemáticamente. Este fenómeno, que diversas corrientes del pensamiento han intentado captar desde distintas perspectivas y que dan lugar a diversos modelos de relaciones entre desarrollo y subdesarrollo, se estructura a partir de normas de funcionamiento que estabilizan la asimetría. En eso consiste, en gran medida, el establecimiento de un orden mundial que siempre es jerárquico, hegemónico y que comprende diversas instancias espaciales estructurantes.

Para los países subdesarrollados, esa relación asimétrica implica un permanente drenaje de recursos, que se ha multiplicado en el marco del modelo neoliberal. Esta característica, estrechamente asociada a la radicalización de la apertura comercial y la liberalización financiera en un mundo de gran movilidad del capital, es uno de los puntos de apoyo principales en la concentración espacial del ingreso, complementaria, a su vez, de la concentración funcional. La transferencia de recursos opera, pues, por vías tradicionales como el intercambio desigual, pero se potencia con los servicios de la deuda —central en el proceso de financiarización desde finales de la década de 1960—, las remisiones de utilidades, la articulación de los espacios productivos intrafirma y el manejo de las rentas tecnológicas, la fuga de capitales —en las que juegan un papel relevante las élites locales—, la privatización/extranjerización de la propiedad colectiva —sobre todo en el segmento inmaterial de la propiedad intelectual—, la absorción de costos ambientales o la migración de mano de obra calificada. El resultado es el bloqueo de la acumulación interna.

La estabilidad del modelo y la articulación de sus formas depende crucialmente de un ordenamiento codificado, imponiendo costos elevados a la salida. Por eso, además del ejercicio llano del poder y la capacidad de persuasión de las grandes potencias y los organismos internacionales e instituciones regionales, desde el inicio se sumaron iniciativas individuales y colectivas para desplegar de la manera más efectiva posible dicha codificación. Algunas adquieren la forma de “contratos individuales temporarios”, como los programas que el FMI —en soledad o con otras instituciones, como la “troika” conformada con la Comisión Europea y el Banco Central Europeo para administrar la crisis de 2008 en Europa[7]—. Otras toman la forma de acuerdos o normativas internacionales que emanan de organismos multilaterales existentes o creados a tal efecto, como el convenio Constitutivo del FMI, la normativa de la OMC, o, por caso, el Tratado de Cooperación en materia de Patentes. No obstante, a diferencia de las normativas nacionales, tales acuerdos no son de adopción obligatoria.

Transitar ese camino era el objetivo con la creación o transformación de organismos internacionales que, a lo largo de las décadas de 1980 y 1990 intentaron imponer un orden global. Las resistencias sociales, la crisis del cambio de milenio y la hecatombe de 2008 horaron la capacidad de imposición del modelo global, que paulatinamente comenzó a girar hacia el esfuerzo más modesto de gestar espacios más pequeños en los que el ordenamiento puediera imponerse de manera paulatina. Allí, hacen irrupción los tratados de librecomercio, especialmente a partir de la “segunda generación”, que comenzaron a ganar terreno desde la década del 90. En 2015, se habían registrado 612 acuerdos, de los cuales 406 habían entrado en vigencia (Pinzler, 2016: 61).

Un elemento no menor para el despliegue de los TLC deriva de la imposibilidad de conformar un orden internacional global armónico. Contrariamente a lo que se esperaba de acuerdo a las hipótesis de la globalización, un proceso marcado de regionalización primero y los efectos sobre el ordenamiento espacial que se gestó con la crisis se manifestaron por medio de una creciente puja entre potencias y entre regiones. La competencia política y económica se intensificó en el transcurso de la última década con la aparición de nuevos participantes en la primera línea de conflicto, como es el caso de China. En ese contexto, los TLC forman parte también del juego estratégico geopolítico, con la intención de influir sobre la geografía económica interregional.

Los TLC buscan, de manera acotada geográficamente, imponer la aceptación de un complejo de normas emanadas de organismos internacionales o profundizar determinadas reglas más allá de la propuesta de dichos organismos, que exceden el marco de la apertura comercial. Es decir que, aunque se los denomine tratados de librecomercio, intentan abarcar un universo muchísimo más amplio, en el que las cuestiones comerciales resultan, muchas veces, secundarias. Por ello, incluyen capítulos que abordan el comercio de servicios (incluyendo la liberalización financiera, la privatización de empresas de servicios públicos y el comercio de productos industriales por medio electrónicos), garantizan la “seguridad jurídica” y económica de las empresas de una región en la otra, obligan al reconocimiento de denominaciones de origen, limitan la discrecionalidad geográfica de las compras gubernamentales, incluyen resoluciones de organismos internacionales, regulan la propiedad intelectual y las patentes, establecen regulaciones en materias ambiental y laboral o arbitran sobre tribunales especiales para firmas multinacionales. Además, a diferencia de los acuerdos tradicionales que suelen regir por un período determinado y luego deben ser prorrogados o lo hacen automáticamente, los TLC son ilimitados en el tiempo y establecen engorrosos — cuando no, costosos— mecanismos de salida para disuadir a los países signatarios a dar por concluida su participación. De manera simultánea, a pesar de que sus signatarios son Estados nacionales, establecen un conjunto de derechos para actores no estatales como empresas e inversores, quienes se encuentran en condiciones de actuar legalmente contra los Estados (Klimenta et al., 2014: 11).

En síntesis, el intento de establecer acuerdos de libre comercio que reglamenten el proceso de liberalización, limiten el rol de los Estados frente a los grandes consorcios y dificulten la reversión resulta una pieza clave del juego, especialmente luego de las dificultades para imponer ese camino con la constitución de un orden global. En ese marco es que debe analizarse el acuerdo entre el Mercosur y la Unión Europea.

3. El acuerdo entre el Mercosur y la Unión Europea y su contribución al ordenamiento neoliberal

Como señalamos en la introducción, el Mercosur y la Unión Europea iniciaron formalmente las negociaciones para la firma de un TLC en 1999, en el marco de un proceso que había comenzado tiempo atrás[8]. Lejos habían quedado ya las épocas en las que ambas regiones —o sus países integrantes— desplegaban relaciones de máxima estrechez. Para ambas, la otra parte había perdido buena parte de su relevancia. Esta afirmación era aún más válida para una Europa en plena expansión hacia el Este, luego de la caída de la cortina de hierro, para la que el Mercosur apenas jugaba un discreto rol secundario.

La pérdida de relevancia de la relación y la conformación de estructuras productivas difícilmente compatibles trabaron una y otra vez las negociaciones. Por una parte, en el plano estrictamente comercial, el punto de apoyo del vínculo era una división de trabajo de tipo tradicional, en la cual el Mercosur debiera especializarse en la exportación de productos agropecuarios y la Unión Europea en proveer bienes industriales. Si tal vínculo había permitido una fuerte imbricación de ambas economías en el siglo XIX y buena parte del XX, los intereses industriales en el Mercosur, que incluyen firmas europeas, y la fuerte economía agropecuaria en diferentes lugares de Europa, apoyados en una firme política agrícola común proteccionista, generaron un entramado de intereses seriamente afectados de imponerse tal perspectiva. Mientras tanto, en el plano de las políticas macroeconómicas, los países del Mercosur estructuraron su salida de la crisis del cambio de milenio a partir de un uso intensivo de instrumentos de políticas monetarias y fiscales, reestatización de servicios públicos, protección parcial de la producción industrial, restricciones suaves en el mercado financiero y una utilización de diversos resortes del Estado para intentar impulsar, no siempre con éxito, la reconfiguración de una “burguesía nacional” que contribuyera a la sustentación social de proyectos neodesarrollistas o populistas. Así, las negociaciones terminaron arrumbadas en un cajón.

Algunos cambios recientes, sin embargo, permitieron quebrar esa inercia y relanzar el proceso. Por una parte, con el retorno de políticas neoliberales en los países del Mercosur, la perspectiva de una integración más fluida y menos crítica al escenario internacional y a vínculos subordinados con las grandes potencias corrió del escenario las principales objeciones de los gobiernos del Mercosur. En el caso europeo, la cuestión geoestratégica ganó terreno en la política exterior. Por una parte, el avance de los vínculos económicos de China y, por otro lado, la política proteccionista de Donald Trump en los Estados Unidos, intensificaron la actividad europea en el escenario internacional, en la que reapareció un creciente interés por el vínculo con América Latina, especialmente con el Mercosur (Nolte, 2019). Así, luego de cortas e intensas negociaciones, en 2019, se anunció que el acuerdo estaba concluido en lo fundamental y, hacia fin de 2020, se espera dar los primeros pasos de un largo camino para su aprobación. La misma no se vislumbra sencilla porque, si bien el texto completo no se encuentra disponible y probablemente algunos ítems ni siquiera estén cerrados, lo que se ha dado a conocer ya despertó reacciones fuertemente contradictorias.

Buena parte de las discusiones se centran en los problemas de la división del trabajo que el acuerdo supone y los efectos ambientales que la misma puede producir. Siendo un acuerdo cuya base de sustentación es de larga data, como señala Paikin (2018), efectivamente la cuestión comercial juega aún un papel importante. Es por eso que algunos autores centran el estudio de sus efectos en esa problemática. De hecho, buena parte de la perspectiva geoestratégica apunta a resaltar el fortalecimiento que ambas regiones obtendrían a partir de la nueva potencialidad del intercambio comercial y el mayor entrelazamiento de las economías (Nolte, 2019). Por el contrario, otros enfatizan el desequilibrado resultado de las negociaciones, pues mientras la Unión Europea se garantiza una generalizada reducción de las barreras a sus productos, el Mercosur sólo recibe una ligera mejoría en las cuotas de importación de algunos productos agropecuarios críticos para su comercio exterior, algo muy lejos de los objetivos propuestos al comienzo (Ghiotto y Echaide, 2020). De hecho, el resultado es un acuerdo de librecomercio incompleto y selectivo, debido a las excepciones y a los períodos prolongados en la reducción de las barreras para determinados productos, lo cual sólo resultaría favorable a algunos grandes consorcios multinacionales (Sangmeister, 2020: 13).

No nos detendremos en este aspecto pues, aunque resulte relevante, es materia permanente de debate. No obstante, marcaremos tres matices que suelen ser descuidados. Por una lado, se suele sostener que una desgravación arancelaria y/o un incremento de las cuotas de importación puede tener un efecto positivo sobre los ingresos de los productores. Así, mayores cuotas de carne mejorarían la la rentabilidad de los productores ganaderos y frigoríficos del Mercosur (Ghiotto y Echaide, 2020: 41). En realidad, lo esperable, al menos en la teoría, es que el precio de los productos se reduzca. Por lo tanto, el principal beneficiado sería el consumidor, que dejaría de pagar impuestos indirectos. Dado que en los productos sensibles las nuevas cuotas libres de impuestos aduaneros no son altas, es poco probable que la reducción de precios sea inferior a la de los gravámenes preexistentes y determinen mejores ingresos para los productores.

En segundo lugar, es difícil pronosticar que una mejor posición exportadora beneficie a los actores locales. En buena parte de las cadenas productivas agropecuarias actúan consorcios transnacionales de base europea como frigoríficos, empresas de seguros y transportes, productores de agroquímicos u oferentes se semillas híbridas. Un incremento en las exportaciones debería impactar positivamente en la facturación de dichos consorcios por medio de nuevas exportaciones hacia el Mercosur o mayores ganancias dentro de la región, que luego se remitirían vía transferencia de utilidades o pagos de regalías y derechos emergentes de una propiedad intelectual reforzada —por ejemplo, en las semillas patentadas o en los medicamentos de uso veterinario—. Así, parte de las ganancias del Mercosur retornarían por otras vías a Europa en esa rotación del excedente a la que aludíamos en la primera sección. Complementariamente, algunos informes (LSE, 2019; Ghiotto y Echaide, 2020) creen factible que, para algunos productos como las autopartes, el acuerdo provoque un desvío de comercio.

En tercer lugar, no se deben menospreciar las micropolíticas que vienen practicando desde hace ya bastante tiempo algunos gobiernos locales y regionales para evitar que las importaciones provenientes del Mercosur impacten en los productores agropecuarios locales. Hace tiempo exponíamos el ejemplo de la provincia de Baden-Württemberg en Alemania, que viene desplegando una amplia cantidad de medidas para fortalecer la competitividad de los productores ganaderos locales y generar mercados cautivos para la producción regional (Musacchio, 2018).

Independientemente de la magnitud de las ganancias de comercio, lo que queda claro es que para los países del Mercosur el acuerdo tendría un efecto muy significativo en el modelado de la estructura productiva, primarizando la producción y acrecentando las condiciones objetivas para el drenaje de excedentes creados internamente. Por lo tanto, profundizaría la matriz subdesarrollada de la región, acrecentando además los riesgos ambientales derivados del proceso extractivista que el modelo de división interregional del trabajo propone y que fueron conceptualizados, entre otros, por el Programa de Naciones Unidas para el Medio Ambiente (PNUMA) en el informe Geo-Mercosur (2008). Que las disposiciones ambientales del acuerdo puedieren servir para compensar el efecto del incremento del comercio sobre, por ejemplo, el desmontaje de regiones selváticas como el Amazonas, es puesto en cuestión por algunos trabajos recientes (Maihold, 2019).

En ese marco, es clave para los países del Mercosur disponer del mayor herramental posible para estructurar una política de desarrollo programada, con la que las economías sostengan e incrementen su volumen y complejidad. Pero allí aparece la segunda faceta del Tratado, esto es, blindar sus efectos desarmando la capacidad de reacción de los Estados involucrados.

Como señala Sangmeister (2020: 9), el acuerdo es más que un conjunto de reglas para el comercio de bienes y servicios, pues incluye acuerdos sobre la protección de la propiedad intelectual, la consideración de standards laborales y ambientales y aborda la cuestión del desarrollo sustentable. En el completo análisis que han editado recientemente Ghiotto y Echaide (2020), se destaca además el amplio tratamiento a las denominaciones de origen, la contratación pública o la problemática de las pequeñas y medianas empresas. Los autores indican que los niveles de detalle con que se trata cada uno de los diferentes tópicos son muy heterogéneos. Mientras en el caso de las patentes el nivel de detalle es minucioso, los capítulos sobre desarrollo sustentable o pymes no excede demasiado un conjunto de enunciados muy generales y con poca incidencia en normativas concretas. Parecerían, más bien, incorporados para lograr un mejor efecto en la opinión pública.

El acuerdo pretende abarcar un importante conjunto de problemas cuya resolución implica una pérdida de soberanía y de capacidad de imponer políticas por parte de los Estados. Por cuestiones de espacio, no abordaremos aquí la cuestión de manera acabada. Intentamos, con estas reflexiones, aportar un avance incompleto que, no obstante, permite revelar el cercenamiento de algunos instrumentos que han formado parte del herramental histórico de las políticas económicas y sociales del Mercosur y resultan claves para el desarrollo.

Así, por ejemplo, en materia de comercio exterior, el “acuerdo de principio” antes citado explicita que, con el objetivo de reducir los precios que deben pagar las empresas europeas por las materias primas, se reducirán o eliminaran los derechos de exportación que el Mercosur impone a sus exportadores. Las “retenciones” o derechos de exportación han sido tradicionalmente, para países exportadores de productos alimenticios que también consumen, un instrumento clave en el control de los precios internos de los productos básicos. Por gravar a sectores que habitualmente reciben ganancias extraordinarias, son también un instrumento central en la distribución del ingreso. Finalmente, suelen ser una fuente de recursos para que los Estados equilibren sus cuentas fiscales sin ajustes en la política social. Por lo tanto, su anulación supone una fuerte tensión en la distribución del ingreso, el combate contra la pobreza y el equilibrio fiscal. Las ganancias de los productores agropecuarios no provendrían, por lo tanto, de mejores precios de exportación sino de una reducción de los impuestos que internamente pagan.

También en el plano comercial, el acuerdo apunta a regular las certificaciones de origen y los obstáculos técnicos al comercio. En ambos casos, las empresas afectadas adquieren un rol significativo como emisores de información y como actores consultores, limitando las capacidades de control de los Estados. Mas complejo aún resulta el llamado a una armonización de las regulaciones a los obstáculos técnicos, pues presupone necesidades y coyunturas similares para todos los países involucrados. Con la armonización, el diseño de políticas especiales para la promoción de sectores específicos queda inhibido en el marco ordenatorio. Eso salvando las normas fitosanitarias que rigen en la Unión Europea para garantizar un standard alto de protección. El acuerdo contempla en este caso una excepción, que muestra las asimetrías de poder a la hora de negociar el convenio. Para el Mercosur, la armonización negativa dificulta, además del desarrollo de firmas locales, el armado de políticas de salud, sanitarias, de seguridad personal —por ejemplo, en lo relativo a materiales eléctricos—, normas de etiquetado de productos, etc. Además, se impone de manera subyacente el criterio de una mejora en la rentabilidad empresaria, lo cual, por defecto, reduce la perspectiva de mayor seguridad y bienestar para los habitantes.

A diferencia de TLC de una generación posterior, el tratado no incluye un capítulo de protección de inversiones. Sin embargo, como bien señalan Ghiotto y Echaide (2020), tal regulación no es estrictamente necesaria, pues los miembros de ambas regiones disponen de un amplio entramado de acuerdos de inversión bilaterales que tornan casi redundante el capítulo (p. 100). Aún así, el capítulo de comercio de servicios refuerza el trato nacional de las empresas de la otra región, impidiendo taxativamente requisitos de desempeño, metas de empleo, componente nacional del empleo o discriminación por parte del Estado en sus compras a las empresas de la otra región radicadas en un país. Las posibilidades de fomentar la consolidación de actores empresarios nacionales, si es que esto fuera posible[9], se aleja. Pero también coharta la posibilidad de fomento a actores o a prácticas no capitalistas, como las empresas recuperadas o la “economía solidaria”. De igual forma, dificulta el desarrollo tecnológico de proyectos específicos comandados por el Estado y con un fuerte despliegue de proveedores locales, como el caso de ARSAT.

El acuerdo también avanza sobre la cuestión de las compras gubernamentales, reglamentando el trato nacional para las empresas de la otra región (produzcan o no en el país) y determinando los mecanismos por los que deben realizarse de manera transparente los llamados a licitaciones públicas y las excepciones, como en temas de seguridad. Al igual que en el terreno de la protección de inversiones, aunque la normativa rige para ambas partes, su efecto no es simétrico. Las inversiones del Mercosur en Europa son reducidas —de hecho, sólo unos pocos países europeos tienen inversiones significativas en el exterior—, mientras que por razones de escala y de densidad industrial, las empresas sudamericanas tienen menos chances de competir en las compras gubernamentales europeas que a la inversa. De manera que, sobre un plano de igualdad teórica, se anula un instrumento que fue utilizado eficazmente a lo largo de la historia de Argentina y de Brasil para apuntalar el proceso de industrialización y de desarrollo. No es diferente la cuestión en Europa, como demuestran el caso de Airbus o la política alemana de “industria 4.0”. Pero mientras un capítulo como este influye poco en las compras gubernamentales de Alemania o en Francia, para el Mercosur es decididamente problemático.

También el capítulo de movimientos de capitales inhibe instrumentos clave para el desarrollo, pues garantiza el libre flujo de capitales. Como indicábamos en la primera parte, una característica central del subdesarrollo es la fuga de capitales por diversas vías. Esta problemática afecta a los cuatro países del Mercosur, pero también al sur y al este de Europa (Musacchio, 2020b), motivo por el cuál algunos economistas insisten en la necesidad, para los países del sur europeo, de recuperar su soberanía monetaria y su control sobre los flujos de capitales (Louza y Ferreira do Amaral, 2014). El acuerdo prevé dos conjuntos de excepciones a la autorización general a transferir libremente recursos en moneda convertible: restricciones vinculadas a crisis excepcionales y a transacciones ilegales provenientes de lavado de dinero o evasión fiscal. Sin embargo, los controles de cambios han sido una herramienta frecuente y útil para países que, como los del Mercosur, tienen un problema estructural de fuga de recursos y desequilibrios de balance de pagos. La anulación de tales instrumentos afectaría un componente clave de las políticas de desarrollo y la retención interna de los recursos generados también internamente, debilitando la capacidad de acumulación.

Finalmente, el acuerdo incluye un capítulo referido a propiedad intelectual, en el que (al menos en la versión preliminar) tiene una incidencia contradictoria. Por un lado, no incluye la extensión de las patentes, un tema caro a los negociadores y a los laboratorios medicinales europeos. La posición del Mercosur parece haberse impuesto en este punto, dando oxígeno a un instrumento clave para políticas sanitarias. Sin embargo, el acuerdo hace referencia a la necesidad de adherir al Tratado de Cooperación en materia de Patentes, del cual —en el caso del Mercosur— sólo Brasil es miembro. Estamos aquí en presencia de la imposición de acuerdos internacionales a los que, por el motivo que fuere, algunos signatarios del TLC no estaban interesados en suscribir.

En esta revisión breve del acuerdo puede verse, pues, cómo los países del Mercosur —y también algunos europeos— pierden con el acuerdo un importante grado de libertad en la fijación de sus políticas monetarias y fiscales, en la posibilidad de establecer restricciones a la circulación de capitales, de orientar sus compras estatales, de establecer su régimen de patentes o de articular con plena libertad sus políticas de salud y seguridad individual. A nuestro criterio, esas restricciones son aún más complejas que la apertura comercial e impiden de una manera decidida programar una política de desarrollo. Allí es, pues, donde reside el riesgo mayor de un acuerdo como el que se presentará próximamente a consideración de los parlamentos nacionales y, en el caso europeo, también regional.

4. Conclusiones

Anunciada la finalización de las negociaciones entre la Unión Europea y el Mercosur para elaborar un acuerdo de librecomercio e ingresando éste en la fase de aprobación o rechazo, resulta imprescindible evaluar su impacto. En este trabajo, intentamos hacerlo desde la perspectiva de los requerimientos para una política de desarrollo, que, según advertimos, implica un fuerte cambio estructural en la morfología económica, a partir de la ejecución de políticas activas. Tanto el análisis teórico como el estudio de los procesos históricos muestran que no es por medio de mecanismos de mercado sino de una política activa que se logra el desarrollo de las fuerzas productivas. Para ello, es imprescindible quebrar el mecanismo esencial del subdesarrollo, consistente en la permanente transferencia de recursos desde los países desarrollados a los subdesarrollados, que bloquea en los primeros su capacidad de acumulación.

Esa reasignación del excedente se vio potenciada en las últimas décadas por nuevas formas de transferencias en el marco del modelo neoliberal. Tanto la liberalización y desregulación de determinadas normas como la rigidización de otras —como el avance en la posibilidad de apropiación privada de material genético o políticas extremadamente restrictivas en materia de patentes y propiedad intelectual— actuaron para profundizar aún más la brecha y las asimetrías dinámicas entre los dos grupos de países. Sobre esa base, se intentó construir un ordenamiento global al que, no obstante, las sucesivas crisis golpearon en su línea de flotación.

En parte debido a ello, se avanzó en la conformación de políticas de ordenamiento en espacios más reducidos, especialmente a partir de acuerdos de librecomercio entre regiones, que se han multiplicado en las últimas tres décadas. En ese marco es que debe entenderse el acuerdo entre el Mercosur y la UE, incluso cuando el prolongado tiempo de negociación no haya permitido incorporar las cada vez más sofisticadas normativas de la última generación de TLCs.

La evaluación de los resultados del acuerdo puede realizarse a partir de dos planos. El primero es el netamente comercial. Allí, surge como rasgo central el fortalecimiento de una división del trabajo de tipo tradicional, en la cuál el Mercosur provee bienes agropecuarios que conservan restricciones no arancelarias y recursos mineros, mientras algunos países de la UE amplían sus mercados para productos industriales. La estructura productiva del Mercosur se vería entonces remodelada con un retroceso en el desarrollo de sus fuerzas productivas y una fragilización creciente de su potencial económico.

Más importante nos resulta aún el segundo plano. Y es que el acuerdo no sólo apunta a moderar las restricciones al comercio, sino también a (des)regular un conjunto de acciones del Estado en las compras gubernamentales, los flujos de capital, el comercio de servicios y la propiedad intelectual. De ese conjunto de capítulos, se deriva una fuerte reducción de los instrumentos de los Estados para configurar una política de desarrollo y contrarrestar los efectos de la nueva matriz productiva que se modelaría con la apertura. Así, elementos clave de la política cambiaria, monetaria y fiscal, pero también del control al capital financiero, la promoción sectorial, el apoyo a grupos económicos internos, políticas de seguridad y salud y de ciencia y tecnología quedarían inhibidos total o parcialmente por el acuerdo. Dado el carácter asimétrico de las dos regiones, aunque el acuerdo regiría para ambos, las diferentes posiciones conllevarían también una dispar absorción de los beneficios y rigidez en las restricciones. Bajo esas condiciones, el acuerdo no haría más que profundizar el carácter subdesarrollado de las economías del Mercosur, desarticulando aún más las tramas sociales y políticas internas.

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  1. Esta práctica de ocultamiento es habitual en la negociación de acuerdos de librecomercio. Por eso, incluso autores con una una visión general favorable, suelen ser muy críticos en este punto. Hummer (2015:22), por ejemplo, se refería al Trade in Services Agreement (TISA) calificando las negociaciones como “clandestinas”.
  2. Una versión incompleta, así como los principios del acuerdo, puede encontrarse en https://bit.ly/2G0wIR3.
  3. Los mecanismos concretos de esa transferencia son el eje de una larga polémica sobre la que no nos centraremos en el presente pero cuyas fuentes pueden recabarse en Musacchio (2020).
  4. Por supuesto, no se trata de un problema solamente técnico que, en ese caso, sería simple de resolver. Hay también una dimensión socio-política que se nutre de intereses y de relaciones sociales, articulaciones entre grupos internos y externos, correlaciones de fuerzas y capacidades diversas de construcción de órdenes políticos. De allí que el debate sobre la teoría del desarrollo se entrelace con la discusión sobre el entramado social, político e institucional. O, como se plantea en la teoría marxista, la relación contradictoria entre el desarrollo de las fuerzas productivas y de las relaciones sociales de producción.
  5. Así, por ejemplo, los programas de tipo de cambio fijo como el plan de convertibilidad de la Argentina en la década de los 90 implicaban la renuncia por parte del Estado a las políticas cambiaria y monetaria, junto a una seria restricción de los instrumentos de política fiscal.
  6. A esto último suele denominárselo “seguridad jurídica” a pesar de que, en los hechos, representa una drástica revisión de los derechos de los trabajadores, flexibilizando y precarizando las relaciones de trabajo. Por eso, la seguridad jurídica significó para la mayoría de la población lo que Altvater y Mahnkopf (2008) denominaron “la globalización de la inseguridad”. Fue el argumento para introducir tribunales internacionales como el CIADI, que permiten a los grandes consorcios multinacionales demandar a los Estados, sin contemplar un proceso inverso, limitando el concepto de soberanía nacional y afectando los derechos humanos. Por esto último, ver Kraiewski, 2015; Däubler/Däubler-Gmelin, 2016.
  7. Para un análisis de diversos acuerdos, ver Bohoslavsky y Raffer (2017) y Wolff (2014).
  8. Para una síntesis del proceso, ver Ghiotto y Echaide (2020).
  9. Este autor es algo escéptico en este punto.


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