Gabriela Olivera
Un conjunto de investigadores confluye en señalar la importancia creciente de las corporaciones durante el siglo XX y XXI -en el marco de la debilidad de los partidos políticos- dada su capacidad de canalizar consensuada o conflictivamente las acciones, las demandas y los intereses de los actores en el espacio público. Palomino (1987) señala que:
Las diversas corporaciones tendían a […] ampliar su papel hasta ocupar el asignado a los partidos políticos, modificando las condiciones de funcionamiento del sistema político pluralista […]. Esta ampliación podía llegar incluso a ocupar el papel asignado a los partidos políticos, modificando las condiciones de funcionamiento del sistema político pluralista (p.196).
En consonancia, Ansaldi (2000) afirma que, a lo largo del s. XX, la debilidad creciente de los partidos políticos y del Congreso, como vehículos entre la sociedad civil y la sociedad política, acrecentaba la lógica de mediación política corporativa con relación a la partidaria.
Por su parte, las cooperativas constituyen organizaciones sociales que, simultáneamente, deben ser viables en los mercados, es decir, son actores económicos que – aunque no tienen la exigencia de maximización de las ganancias – deben adecuar su desempeño a la lógica capitalista en que se encuentran insertos. Además, promueven ciertos valores como la solidaridad, la ayuda mutua, la democracia en la toma de decisiones, etc., valores que se inscriben en un marco doctrinal que se ha ido modificando históricamente, pero que presenta ciertas continuidades que hacen a sus componentes identitarios.
El planteo central en este capítulo es reflexionar acerca de cómo los cambios que experimenta el régimen de acumulación desde la década de 1990 y el entramado empresario ponen en jaque a la democracia interna de las cooperativas agrarias de tipo corporativas, tanto en sus aspectos económicos o políticos en Argentina. La problemática se desglosa en un conjunto de dimensiones: jurídica y, en mayor medida, económica y política. La primera alude centralmente a la ley de cooperativas de 1973; la segunda, se refiere a cómo se hacen más exigentes las competencias en los mercados y se incorpora la necesidad de las cooperativas de trabajar con otras empresas de capital, incorporar nuevas tecnologías en la producción, la administración, la comercialización y la gestión. Y lo político se relaciona de manera directa e indirecta con la democracia interna de estas asociaciones y con cómo se relacionan con las políticas públicas en sus diferentes escalas (micro, meso y macro).
Se considera que diversos estudios sobre el cooperativismo posterior a la década de 1990 -a los cuales se hará referencia a lo largo de este texto- desde diferentes enfoques, objetivos de investigación y acción, expresan la creciente dificultad de resolver la antinomia existente en las cooperativas en su carácter de asociaciones sociales, por un lado y, por el otro, empresas que compiten en los mercados. Esta cuestión está íntimamente vinculada a los cambios que experimenta el capitalismo, el empresariado durante esta etapa histórica y a los cambios endógenos que experimentan las cooperativas.
Se expone de manera sucinta, qué se entiende por Economía Social; se brindan a los lectores elementos contextuales referidos a la cuestión del régimen de acumulación, al modelo agrario vigente y al asociativismo agraria desde un enfoque histórico; se presentan reflexiones sobre las cuestiones jurídicas, económicas y políticas en este tipo de cooperativas. En lo que atañe los aspectos políticos se tratan tanto las dinámicas internas cooperativas como sus relaciones con las políticas públicas.
Partimos de la idea de que el cooperativismo constituye un subsector dentro la economía social. Como es sabido, para conceptualizar a esta última, existen distintas posturas, nociones e incluso ideologías[2]. Algunos autores sostienen que constituye un programa de construcción de otro sistema económico alternativo, con propuestas y prácticas que priorizan el desarrollo de la vida humana. De esta manera, las estrategias de construcción de la Economía Social y Solidaria sólo pueden disputar espacios si efectivamente se materializan en la lucha por otra sociedad y otro Estado. En cambio, por ejemplo, Pertile (2013) define a la economía social centralmente en términos de tercer sector, el que juega un papel importante en la producción de bienes y servicios e involucra múltiples actividades socioeconómicas, marcos jurídicos, pluralidad de tradiciones asociativas, contextos sociales, culturales y políticos. Siguiendo la misma línea de pensamiento Michelsen (1997) señala que las instituciones del tercer sector juegan un rol importante en la producción de bienes y servicios en la mayoría de las sociedades occidentales. En este texto se afirma que el accionar del cooperativismo contribuye a resolver situaciones críticas que se les presentan a las agencias estatales y a diferentes sectores sociales (principalmente empresarios).
El régimen de acumulación de capital financiero
Existe debate sobre el momento en el que se produjo la transición entre el Régimen Social de Acumulación sustitutivo a otro que podría ser caracterizado como neoliberal o financiero. En primer lugar, es necesario aclarar que Nun (1987) sentó las bases de la noción de Régimen Social de Acumulación trascendiendo la idea de que éste alude a la simple reproducción de los ciclos del capital para abarcar la reproducción de la sociedad, sus colectivos en términos sociales y políticos. Tanto Nun (1987) como Neffa (1998) emplean el término “neoliberal” poniendo con ello el énfasis en el papel de la política en esta transición.
Varrotti Sosa (2017) entiende por financiarización de la economía argentina a la supremacía del capital financiero sobre el funcionamiento económico general. La mayoría de los autores sitúa cronológicamente el inicio de este proceso global en las décadas de 1970 y 1980, impulsado por la difusión de las políticas de corte neoliberal. Entre otras cuestiones implica la inversión del capital financiero en el sector agrario. La captura de la renta fundiaria ocupa el centro del debate (fondos soberanos, inversiones especulativas, fondos de pensión, etc.), la cual creció con posterioridad a la crisis global del 2008 donde los sectores financieros reconfiguraron sus estrategias de inversión, a pensar sus producciones en términos fuertemente integradoras, a utilizar estrategias e instrumentos del mundo financiero. Además, se distinguen por haber conseguido controlar superficies de más de 100.000 hectáreas (acaparamiento de tierras), con innovación tecnológica constante, a utilizar de manera más eficiente estrategias e instrumentos del mundo financiero (Varrotti Sosa, 2017). Sus actores son denominados por Murmis (1998) como megaempresas, las que presentan una lógica financiera sin que ello impida que lleven adelante un conjunto de actividades, tales como la agricultura, la industria, el comercio, procurando siempre alcanzar una tasa extraordinaria de ganancia.
Chesnai (1996) afirma que con la financiarización surge un nuevo régimen mundial de acumulación caracterizado por la hipertrofia y aumento del poder relativo del capital financiero sobre instituciones estatales y corporaciones privadas. La hipertrofia se refiere a que la profundidad de las políticas de liberalización y desregulación -tomadas especialmente por Estados Unidos y Europa, respaldadas por el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial– fortalecieron a tal punto al capital financiero que se produjo un proceso de mundialización financiera, lo que a su vez implicó una integración de los mercados financieros nacionales, con liberalización de los mercados de cambio y oferta de títulos públicos a los operadores extranjeros.
El capital financiero ya no se distingue fundamentalmente por su carácter público o privado, sino más bien por las escalas en las que transita a través de diferentes mercados, lo que incide a su vez, en las estrategias que emplea. Así, Chesnai (1996) distingue a los general partners (GPs), que pueden ser inversores públicos o privados, aseguradoras, instituciones gubernamentales, multilaterales y fondos soberanos de renta alta, de aquellos que denomina como limited partners (LPs), los que también comprenden a inversores públicos o privados pero de menor tamaño que en el caso anterior, fundaciones universitarias, etc. Particularmente, en el agronegocio se invierte en tierras, acciones, créditos y commodities.
Arrighi (1995) caracteriza al régimen vigente de acumulación de capital como ciclos sistémicos de expansión material y financiera, entendiendo al primer ciclo en términos de la acumulación basada en los sectores agrario, industrial y comercial, pero siempre bajo la hegemonía financiera. En cambio, el segundo hace referencia a otro más exclusivamente financiero, el que genera crisis de envergaduras tan profundas que obligan a las empresas a retomar el ciclo material.
Tanto Varrotti Sosa (2017) como Chesnai (1996) señalan la existencia de procesos de translatinización de las megaempresas controladas por el capital financiero. Esto quiere decir que – sin desconocer la relevancia de las vinculaciones, la circulación de megaempresas entre países periféricos y centrales – se ha generado una densidad tal de las mismas con casas matrices en países de América Latina y con inversiones en otros países de la región que es pertinente señalar la presencia de procesos de translatinización en marcha. Estas empresas presentan orientaciones productivas diversificadas, tales como la producción de granos, carne, agrocombustibles, emprendimientos inmobiliarios. Constituyen grupos financieros soberanos porque participa el Estado, empresas de private equity, ámbitos universitarios, instituciones bancarias, aseguradoras y grandes corporaciones, las que valorizaron sus activos, particularmente desde la década del 2000. Cada translatina establece sus propias estrategias de acumulación, actuación territorial e inserción en las cadenas de valor (Gras y Samuel, 2017).
Los agronegocios[3]
Desde la asunción del gobierno de Menem en 1989 se aplicaron políticas de corte neoliberal de manera sistemática. Estas se basaron en una reducción en las funciones de regulación estatal, la privatización de empresas públicas, los planes de ajuste fiscal y la apertura externa de la economía. Los sectores más concentrados de la economía fueron beneficiados desde la esfera gubernamental y, de manera particular, a través de las privatizaciones de las empresas estatales industriales y servicios. Las agencias multilaterales de crédito, los acreedores e inversores extranjeros se constituyeron en interlocutores privilegiados en las decisiones gubernamentales (Aspiazu & Basualdo, 2002).
Argentina emprendió otra etapa de agriculturización[4] y modernización tecnológica donde los volúmenes producidos y exportados crecieron de manera significativa. El gran incremento de los precios internacionales de las commodities y, en especial la soja, junto a la introducción de un nuevo paquete tecnológico y una nueva forma de organizar la producción favorecieron el proceso de sojización de la economía agraria. En el año 2003, la soja ocupaba ya el 46% de la superficie cultivada en el país. Entre los años 1982 y 2003 la superficie sembrada de soja se sextuplicó, pasando a ocupar cerca de 2 millones de hectáreas en el año 2003 (Strada & Vila, 2015).
En el contexto de la reformulación del papel del Estado en la economía, la sociedad y su implementación a través de reformas estructurales en 1991 -por medio del decreto 2284- se desreguló el comercio interior de bienes, servicios y se ampliaba la apertura del mercado externo. Lo mismo aconteció con las relaciones laborales en las actividades portuarias, se simplificaron las inscripciones en los registros de los importadores y exportadores de la Administración Nacional de Aduanas de la mano de la reducción del tamaño de la administración pública a nivel nacional. En ese mismo contexto, se eliminaban la Junta Nacional de Granos, la Junta Nacional de Carnes, La Corporación Argentina de Productores de Carne, el Mercado Nacional de Hacienda de Liniers, la Dirección Nacional del Azúcar, el Mercado consignatario de Yerba Mate y el Instituto Nacional Forestal.
Posteriormente, se sancionaron otras medidas desregulatorias en materia de transporte, seguros, puertos, navegación, pesca y servicios, como la telefonía. La eliminación de los organismos públicos del sector agropecuario, de las regulaciones que ejercían y la derogación de los impuestos que servían para financiar a los organismos disueltos afectó profundamente a la dinámica interna del sector, regulaciones que se habían cimentado desde la década de 1930 (Barsky, 2008).
Particularmente, con la desregulación de los mercados, el Estado autorizó la comercialización de los cultivos transgénicos y las nuevas prácticas productivas asociadas a éstos, procesos operados a lo largo de la década de 1990. En 1996 se liberó la comercialización de la soja resistente al herbicida glifosato, comercialmente difundida bajo el nombre Roundup Read y propiedad de la multinacional Monsanto. Su uso se difundió al igual que la práctica de la siembra directa. Estos tres pilares productivos: soja transgénica, glifosato y siembra directa constituyen lo que se conoce como paquete tecnológico (Gras y Hernández, 2009). Los rasgos centrales del agro argentino se vieron reconfigurados de manera abrupta, dando lugar a una agricultura dominada en mayor medida por la lógica de los negocios, por el mercado y fuertemente asociada a las revoluciones en las áreas de la biotecnología y la ingeniería genética. Así es como se afianzó una agricultura empresarial con fuertes vínculos entre la industria, el comercio y las finanzas.
Las reformas estructurales y los procesos de desregulación del sector agrario provocaron fuertes grietas en el entramado político y social nacional. La política no aparecía como un mecanismo adecuado para cambiar las formas de vida y trabajo de la población, por lo que su relevancia y legitimidad transitaban un proceso de devaluación. Incluso, algunas identidades políticas se disolvieron, otras se transformaron. Cambiaron los contenidos, las demandas de los colectivos y sus representaciones sociales, operándose una profunda crisis de representación que afectó al conjunto de la sociedad, a los partidos políticos y a las entidades gremiales (Pucciarelli, 2001).
Desde diferentes miradas analíticas este nuevo patrón social y productivo ha sido denominado como nueva ruralidad, agricultura o ruralidad globalizada, agribusiness o modelo extractivo (Gras, 2009). Estos conceptos habilitan a pensar en una modalidad distinta de actores y relaciones sociales en el agro. Comprende, entre otras cuestiones, la coexistencia de empresas de alta complejidad tecnológica, empresas que forman parte de holdings con el soporte del capital financiero internacional, empresas de agroturismo, en mundos rurales en los cuales conviven campesinos, productores familiares y trabajadores rurales segmentados por los cambios en los procesos de trabajo. Estos actores, presentes en las nuevas arenas, tratan de imponer o adaptarse a las nuevas reglas de juego, afianzar o resistir gramáticas de poder político (Carini y Olivera, 2014).
Se caracteriza al actual modelo agrario como extractivista o neoextractivista. Estas definiciones refieren a un patrón de acumulación basado, en primer lugar, en la sobre-explotación del trabajo y también de los recursos naturales, cada vez más escasos, en gran parte no renovables, así como a la expansión de las fronteras de explotación hacia territorios antes considerados como improductivos o con fuerte presencia campesina e indígena. El neoextractivismo se basa en la exportación de bienes primarios a gran escala, entre ellos, hidrocarburos (gas y petróleo), metales y minerales (cobre, oro, plata, estaño, bauxita, zinc, entre otros), productos agrarios (maíz, soja y trigo) y biocombustibles. Otra característica es que se trata de megaemprendimientos, de tipo capital-intensivos y no trabajo-intensivos, que son llevados adelante en general, por grandes corporaciones (Giarracca y Teubal, 2013).
En este panorama, el uso corporativo del territorio está asociado a impactos de contaminación socio-ambiental, deforestación y, en particular, al deterioro de la salud humana, entre otras cuestiones, por fumigaciones que se realizan en espacios urbanos, periurbanos y rurales (Aichino y Olivera, 2021; Barri, 2013).
El cooperativismo agrario desde una perspectiva histórica
Desde la década de 1930, en el ámbito agrario se había roto “la estructura de representación dual”, la que reconocía como protagonistas a la Sociedad Rural Argentina – que constituía un espacio crucial de representación de los grupos hegemónicos rurales con fuerte gravitación en la política nacional – y a la Federación Agraria Argentina, que había surgido como expresión de los grupos rurales marginados de los esquemas de articulación del poder y de representación, y como espacio de resistencia de los chacareros, en aquel momento en gran parte de los arrendatarios (Martínez Nogueira, 1985). En las décadas subsiguientes fue creciente la importancia de otras entidades,[5] los nuevos contenidos en las demandas de los diferentes colectivos agrarios y una mayor articulación entre los diferentes grupos de productores. Estos cambios se anclaban, a su vez, en dos procesos entrelazados: cambios económicos y productivos en la configuración de la estructura social agraria, ampliación y desarrollo del espacio público, de las agendas gubernamentales en el tratamiento de la temática agropecuaria, y en el desarrollo de nuevos marcos regulatorios (Barsky y Gelman, 2001; Barsky y Pucciarelli, 1997).
Se había ido conformando aquello que Lattuada (1992) caracteriza como “una estructura segmentada en la representación de intereses” en la agricultura, la que reconocía una multiplicidad de formas asociativas, disputas y confrontaciones entre los diferentes grupos de interés, en torno a tres ejes: base socioeconómica (grandes propietarios frente a arrendatarios y a pequeños propietarios), base económico-productiva (agricultores frente a ganaderos, criadores frente a invernadores) y estrategias de comercialización (cooperativas de servicios/empresas de capital). Al respecto, el Estado, con su capacidad de legitimar como interlocutores a ciertas asociaciones agrarias en detrimento de otras y lograr, así, una injerencia decisiva en la dinámica interna del sector agropecuario, operó complejizando aún más la estructura de representación.
El cooperativismo fue un componente relevante en el incremento y la creciente importancia pública que adquirieron las asociaciones agrarias. Durante el peronismo, y particularmente desde la implementación del Segundo Plan Quinquenal, la política de fomento cooperativo había sido decisiva para apuntalar el crecimiento del cooperativismo agrario. Su importancia fue creciente en la economía nacional, tanto en las cooperativas primarias como en las entidades de segundo grado (principalmente agrícola-ganaderas como tamberas). Desde 1955 la relevancia de las cooperativas de producción y comercialización agraria en la economía nacional seguirá vigente, así como su legitimidad e institucionalización.
En la etapa desarrollista el cooperativismo de tipo corporativo fue de la mano del crecimiento de los complejos agroindustriales (Olivera, 2020). Se verá en las páginas que siguen cómo con posterioridad a la década de 1990, las cooperativas de tipo corporativas presentarán una heterogeneidad importante en sus orientaciones productivas, comerciales, en sus estrategias de acumulación, pero siempre están atravesadas por una lógica financiera.
Según Lattuada (2016), la explicación acerca del surgimiento, del crecimiento de las nuevas asociaciones y las profundas transformaciones de las organizaciones pre-existentes radicó en que cambiaron las condiciones de viabilidad de las explotaciones agropecuarias en el marco del nuevo modelo agrario y la implantación de las políticas neoliberales. Esto impulsó a los productores a buscar nuevas fórmulas de organización y asociación, pero todas presentaban una discursividad menos integral, que respondía a demandas más acotadas, específicas, como rasgo en común. La totalidad de estas nuevas asociaciones se caracterizaba por constituir grupos informales (formas organizativas laxas) y, por esta razón, el autor las denomina como formas protoasociativas, ya que en este conjunto existía poca cantidad de asociaciones civiles, sociedades de hecho y extremadamente pocas Sociedades de Responsabilidad Limitada (SRL). Otro rasgo distintivo de la nueva ruralidad es que se había profundizado una verdadera explosión pluralista de asociaciones de todo tipo en el territorio nacional.
Marcos jurídicos del cooperativismo de la década de 1990: la ley de cooperativas de 1973[6]
La llegada del peronismo al poder (1973-1976) supuso algunos cambios fundamentales en la normativa y la institucionalidad cooperativa. En 1973 se sancionó la Ley n° 2.337 de Cooperativas y la Ley n° 20.628 de Impuesto a las Ganancias, por la cual se eximía de pagar este impuesto a las cooperativas. En general, las cooperativas relacionadas a la agroexportación fueron las más favorecidas, en el marco del impulso a la exportación de materias primas (Lattuada, 2006). Se estipulaba la fiscalización pública a cargo de los organismos de contralor que, al momento de sanción de la misma, recaían en el Instituto Nacional de Acción Cooperativa (INAC) y la concurrencia en sus funciones de los órganos locales competentes en cada provincia.
Esta ley procuraba zanjar el debate sobre la naturaleza doctrinaria de las cooperativas definiéndolas como asociaciones no equiparables a las sociedades comerciales. Sus principios se basaban en la ayuda mutua y la adhesión voluntaria, por la que se sostenía que no debía haber restricciones económicas, políticas o religiosas que limitaran el acceso de los productores a la cooperativa. A diferencia de la ley general de cooperativas de 1926, se reconocían como asociados no sólo a las personas físicas, sino también a otros sujetos de derecho como las Sociedades por Acciones, al Estado nacional, las provincias o los municipios.
La política y la economía en las cooperativas agrarias de tipo corporativas
Las políticas públicas pueden ser entendidas como una arena de disputa entre actores y sectores en el seno del Estado. Los actores estatales se diferencian de otros en que, entre otras cuestiones, las pautas que de su seno emanan revisten carácter obligatorio (Oszlak y O’Donnell, 1995). Varios autores han señalado la fuerte imbricación entre el Estado, la economía y la sociedad civil; particularmente en el enfoque sustantivista, la economía no es otra cuestión que una dimensión en la cual se expresan las relaciones sociales (Polanyi, 1989).
Desde la perspectiva de Svampa (2012), el modelo extractivista es producto de relaciones internacionales de carácter eminentemente político. Se hace realidad porque el Consenso de Washington logró reforzar reglas de juego asimétricas entre los países latinoamericanos y la geopolítica mundial, tanto en los planos políticos como ambientales, los que, entre otras cuestiones fundamentales, sentaron las bases políticas que garantizaron la seguridad jurídica al gran capital transnacional. De esta manera, propiciaron y apuntalaron procesos de desregulación estatal y privatizaciones, en otras palabras, políticas de claro sesgo neoliberal. Estas macropolíticas inauguraron un cambio de época que sentaron las bases y las condiciones de posibilidad para que en el modelo de acumulación cobrara centralidad el “Consenso de las Commodities, con inflexión extractivista”, basado en la intensificación de la exportación de bienes primarios, es decir, en una economía externamente inducida desde los países centrales y las potencias internacionales que condujo a una reprimarización de las economías latinoamericanas.
No es posible pensar el período que va de 1989 – momento en que asume el gobierno neoliberal de Carlos Menem – a la actualidad como uno lineal, unívoco, sin transformaciones; se pueden señalar cambios sustantivos durante los gobiernos kirchneristas, en los que la dinámica del Régimen Social de Acumulación se torna más regulacionista, las capacidades estatales[7] se incrementan (Poulantzas, 1977), las políticas públicas atienden a la expansión no sólo del mercado externo sino también del interno, a la inversión pública, la redistribución del ingreso y la exportación de commoditties. En aquel momento se recupera la capacidad para gestionar políticas cooperativas de la mano de la creación del INAC. Muchos de estos programas y medidas de fomento tenían como destinatarios a las cooperativas agroexportadoras o a sus productores asociados (Lattuada, 2013).
Desde distintas perspectivas se visualiza una crisis del cooperativismo, entendiendo por tal a que estas organizaciones habían dejado de ser viables en los mismos términos en los que anteriormente lo habían sido, aun con las modificaciones que la Alianza Cooperativa Internacional (ACI) y la ley argentina de cooperativas de 1973 habían establecido. Al respecto, Pertile (2013) realiza interrogantes sumamente interesantes:
¿Es de fundamental importancia el lado de los negocios o el lado de la asociación integral?, ¿existen peligros en que se descuide la educación cooperativa y la democracia participativa para los ‘socios/propietarios’ y en el que los ‘socios/clientes’ cultiven los criterios del juicio consumista?” (p. 6).
En consonancia, Cruz Reyes y Cárdenas Martínez (2017) plantean como problemática central de las cooperativas actuales las cuestiones de la democracia económica y política en la organización de sus gobiernos, las que se explican por factores endógenos y exógenos. Entre los primeros afirman que su tamaño relevante (que abarca un territorio amplio y una estructura burocrática compleja), la expansión en la cuantía de las operaciones, membresías, incorporaciones tecnológicas y administrativas operan presionando a las gerencias en términos de una dinámica de toma de decisiones sin consulta previa a sus asociados. Otro factor que actúa en el mismo sentido es enfrentar la competencia con las grandes empresas de capital, recibir abastecimiento de éstas, entrar en relaciones financieras y crediticias con este tipo de instituciones.
De esta manera, la competencia en mercados cada vez más exigentes y globalizados produce una asimilación paulatina de las cooperativas a las formas empresarias de sociedades anónimas (Izquierdo, 2009) y a la necesidad de realizar operaciones económicas con terceros (Hinojosa, 2011). Lo hacen para incrementar sus recursos financieros, acceder a nuevas tecnologías y nuevos conocimientos sobre estas tecnologías y, así obtener mejores productos y servicios. Estos nuevos compañeros de ruta carecen de voz y voto dentro de las organizaciones. No obstante, influyen enormemente en las representaciones de las cooperativas con respecto a los mercados, las finanzas, etc.
Un tercer elemento que hace a las tensiones y conflictos al interior de este tipo de cooperativas son que, al contar estas asociaciones con un colectivo importante de trabajadores asalariados y empleados (tales como agrónomos, ingenieros, economistas, etc.), las direcciones funcionan como patrones, se crean sindicatos propios y, en ocasiones, no se aplica el principio de puertas abiertas y libre adhesión (Singer, 2001).
Relacionado a lo exógeno, se destaca el contexto socioeconómico que puede o no favorecer a estas organizaciones. Un conjunto de investigadores (Cruz Reyes y Cárdenas Martínez, 2017; Izquierdo, 2009) han señalado la vinculación entre situaciones críticas tales como las reformas económicas de liberalización de actividades privadas, relajamiento de controles, necesidades de productos y servicios de las poblaciones como factores que hacen proliferar al cooperativismo.
Tomando en consideración el carácter social y económico de estas organizaciones y en una perspectiva de análisis sociológico weberiano, Lattuada y Renold (2004) construyen una tipología de organizaciones institucionales cooperativas, en vinculación a los cambios históricos de larga duración (“regímenes sociales de acumulación”). Se plantean proposiciones acerca de cómo se articulan los discursos, los valores y las prácticas cooperativas. Según estos autores, desde 1930 en adelante, prevalecieron las organizaciones “paradojales”, en las cuales existían prácticas que apuntaban a la obtención del beneficio económico y, en forma simultánea, había también una priorización discursiva de los valores cooperativos (solidaridad, ayuda mutua, etc.). Desde la década de 1990, Lattuada (2006) señala el surgimiento y la expansión de las Organizaciones Institucionales de Competencia Económica Dinámica (OICED). Las condiciones de innovación, intermediación, exigencias de ciertos mercados de consumo plantean nuevos desafíos a las condiciones cambiantes de los mercados, difíciles de obtener en las organizaciones paradojales y, que requieren de nuevas formas de adaptación a la velocidad de las condiciones cambiantes de los mercados, cada vez más segmentados, volátiles y exigentes.
Tanto en la ley vigente de 1973, como la anterior de 1926, el organismo soberano de las cooperativas es la Asamblea de Asociados y cada socio (con independencia de las cuotas sociales que haya aportado) tiene derecho a un voto y puede ser elegido en sus órganos de gobierno. A su vez, el principal órgano de gobierno es el Consejo de Administración (CA), cuyos miembros deben ser elegidos en las Asambleas. Estos consejos deberían ser los encargados de la representación pública y también los que diseñan y llevan adelante las políticas cooperativas.
Idealmente, el CA designa a los gerentes quienes, en las cooperativas de tipo corporativo, toman mayor relevancia y complejidad técnico-administrativa. Ocurre también que las formas de representación entre los socios y los gobiernos de las cooperativas se tornan más delegadas. Comienza un crecimiento de la estructura, a incluir diversos departamentos, tales como comisiones técnicas de la industria, asuntos administrativos de control sobre la producción primaria, sobre la comercialización (interna o de exportación), asuntos tecnológicos, vinculaciones con otras empresas de capital.
Este proceso en general, está ligado a que prevalezcan las decisiones técnicas sobre las decisiones políticas (Cruz Reyes y Cárdenas Martínez, 2017; Lattuada, 2006). ¿Qué quiere decir esto? Las decisiones técnicas son también políticas, empero implican que la toma de decisiones priorice criterios tecnológicos, pragmáticos sobre la participación de los asociados y los valores cooperativos. En este momento la Gerencia se convierte en términos reales, en el organismo de toma de decisiones. Estas cuestiones, que según Lattuada (2006), ya se daban durante la vigencia de los modelos paradojales, ahora con la expansión de las OICED adquieren una significación nunca antes vista. Ahora es la Gerencia la que decide las cuestiones crediticias, tanto en lo que concierne a la adquisición de créditos en la banca (nacional, extranjera, pública, privada), como en el otorgamiento de créditos a los asociados. Le corresponde a la Gerencia decidir con qué empresas de capital va a trabajar la cooperativa, en qué términos y cómo va a negociar las condiciones contractuales. Esta transformación se da paralelamente a, por un lado, que se generaliza el rol de los Consejos de Administración de acompañantes del protagonismo de la Gerencia y, por el otro, a procesos de quiebras de cooperativas que presentan dificultades en estos procesos de reconversión. La coherencia institucional -no exenta de tensiones y disputas- se transforma en muchos casos, en conflicto abierto, ya sea con los trabajadores o con los socios.
Los proyectos institucionales prevalecen frente a los intereses de los socios. Esto no se plantea ya en términos de paradoja (Olivera, 2020) como en la etapa desarrollista, sino en franca contradicción, antinomia, desarticulación. Incluso, por ejemplo, las cuotas sociales pasan a capitalizar los emprendimientos económicos de las instituciones en vez de volver a los productores como retornos; ya los productores venden a la cooperativa según sus conveniencias económicas, sin que prevalezca una identificación con los valores cooperativos.
A modo de cierre
Este conjunto de transformaciones hace a cambios culturales muy profundos, tales como el economicismo, la búsqueda de eficiencia, como valores preponderantes. El cumplimiento de la voluntariedad de asociación como un punto cardinal para evaluar su desempeño como “verdaderas” cooperativas es puesto en jaque. “Desde la cooperativa, este acuerdo puede ser un `lujo´: que el mundo de los negocios de lucro la reconozca como partner a pesar de la política de desmedro contra estas organizaciones colectivas” (Cruz Reyes y Cárdenas Martínez, 2017, p. 17)
Un factor clave que explica estas cuestiones sobre las que sucintamente se ha querido dar cuenta es un tipo de cultura empresarial que impregna el accionar de los actores y el despliegue de sus capacidades a través de los valores que difunden sus agencias de gestión profesional y técnica. Esta forma de cooperativismo difunde, entre otras cuestiones, valores culturales que propician condiciones para competir en los mercados.
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- Con cooperativas de tipo corporativo se refiere a las que, por su dimensión económica, su compleja organización institucional tiene la capacidad de presionar a las agencias estatales, como cualquier otra corporación.↵
- Se entiende por ideología al conjunto de ideas y creencias colectivas que postulan modos de comprender, interpretar y actuar sobre la sociedad, la política, la economía, la ciencia y la tecnología (Olivera, 2017).↵
- Se habla de agronegocios, dada la diversidad de formas que éste puede asumir.↵
- La primera etapa de agriculturizaciónen Argentina corresponde a la expansión agrícola de fines del s. XIX y principios del XX. Esta consiste en una expansión de la superficie agraria principalmente dedicada a la exportación (pero también al mercado interno) en base al despojo indígena de sus territorios; la segunda a la expansión agraria basada en los procesos de capitalización de la gran burguesía agraria durante el desarrollismo y, la tercera, al agronegocio y la biotecnología.↵
- Al respecto, destacamos por su relevancia histórica la conformación de la Confederación de Asociaciones Rurales de Buenos Aires y La Pampa (CARBAP), creada en 1932, y la entidad de tercer grado, Confederaciones Rurales Argentinas (CRA), de 1942 (Lattuada, 2006).↵
- El apartado correspondiente a la ley de cooperativas de 1973 fue extraído del análisis que realiza la Lic. Rocío Poggetti, a quien le agradezco su contribución.↵
- Con el concepto de capacidades estatales, Poulantzas (1977) da cuenta de la pericia de las agencias estatales de representar intereses generales, sin dejar de considerar los particulares.↵