Análisis de algunas tensiones de los cooperativismos en Argentina
Emanuel Barrera Calderón
Introducción
Desde sus orígenes en el siglo XIX, el cooperativismo ha tenido una estrecha relación con las dinámicas capitalistas, a veces resolviendo los efectos socioeconómicos a través de acoplamientos y, en algunas ocasiones, posicionándose como una alternativa a este modo de acumulación. Esto ha implicado que el movimiento de la Economía Social (ES) sea integrado por una multiplicidad de actores, de intereses, de modos de interpretar sus principios y valores, etc.
Así es como en Argentina, la historia del cooperativismo ha tenido diversos vaivenes vinculados al devenir político, económico y social del país. Particularmente, la crisis del 2001 evidencia un momento crucial para el resurgimiento de estas experiencias que tuvieron como finalidad amortiguar las consecuencias del contexto. De esta manera, aparecen las cooperativas de trabajo, muchas generadas por el Estado en sus diversas escalas, otras organizadas de forma semi espontánea y algunas surgidas desde movimientos sociales pero todas impulsadas por una batería de políticas públicas que promovían las experiencias de ES (Hintze, 2009).
Con la aparición de este nuevo actor, la tipología de cooperativas se complejiza y da cuenta de su heterogeneidad. Así es como el cooperativismo contempla diversas actividades económicas, variadas interpretaciones sobre la finalidad de esta figura jurídica, diferentes clases sociales que caracterizan a sus asociados/as, múltiples vínculos con el Estado, etc. Con lo cual, podemos identificar varios cooperativismos en un mismo movimiento asociativo que se presenta de manera compleja.
En ese sentido, nos surgen algunos interrogantes: ¿La figura cooperativa se elige cuando falla el mercado y el Estado? ¿El cooperativismo representa una alternativa a las organizaciones de estos dos? A su vez ¿Es posible escapar de la influencia del Estado y el mercado atendiendo a alguna especie de autonomía? ¿Cómo se distribuye el poder hacia el interior y el exterior de este tipo de experiencia asociativa? ¿Y qué tan posible es que estas organizaciones construyan poder ante la avasallante dinámica del capitalismo sin perder los principios cooperativistas?
En este panorama, el objetivo de este capítulo es hacer un racconto de las transformaciones históricas del movimiento cooperativista y sus tensiones producto del contexto capitalista. De esta manera, abordaremos los momentos de surgimiento, las modificaciones y rupturas y los posicionamientos respecto al capital. Para lo cual, recurriremos a un análisis de la vasta literatura sobre la temática revisando el devenir histórico de este movimiento asociativo con el fin de atender la complejidad mencionada.[1]
El devenir histórico de los cooperativismos en Argentina
El cooperativismo se ha desarrollado de diferentes maneras en todos los países de América Latina, en unos con mayor fuerza y apoyo que en otros, pero en todos los casos el modelo ha tenido un fuerte impacto económico y social en los territorios (Mogrovejo et al., 2012). Con una destacada impronta eurocéntrica, muchas veces desoyendo las raíces nativas vinculadas a la reciprocidad, y orientado y promovido por la iglesia católica, este movimiento se ha constituido en un sobresaliente actor social.
A lo largo de la historia, el cooperativismo en Argentina se ha desarrollado en todas sus formas, respondiendo en la mayoría de los casos, a los momentos socio-económicos y contextos político-institucionales del país. A finales del siglo XIX, se organizaron las primeras cooperativas gracias a la acción de inmigrantes europeos que desarrollaron sus actividades en forma asociativa que, en sus orígenes, fueron fundamentalmente de consumo y de crédito (Plotinsky, 2015).[2]. Posteriormente, aparecieron las cooperativas vinculadas al agro dedicadas a la previsión del granizo, a la producción ganadera, de algodón, etc., sobre todo a comienzos del siglo XX. Eminentemente funcionales al modelo agroexportador que imperaba en aquellos tiempos.
Tal como señalan Montes y Ressel (2003), desde un punto de vista jurídico, en el movimiento cooperativo argentino pueden considerarse dos etapas: una que va desde la aparición de los primeros ensayos de cooperación económica hasta el año 1926 y otra desde ese año hasta la actualidad. En la primera etapa, este nuevo tipo de asociación tuvo su originaria expresión legal con la reforma de 1889 del Código de Comercio por parte del Congreso, cuando se incorporaron al mismo los artículos 392, 393 y 394 sobre sociedades cooperativas. En esos artículos se contemplaba un solo principio tomado de la experiencia de Rochdale[3] (a cada socio un voto, independientemente del número de acciones que poseyera) y se aceptaba que las cooperativas se establecieran bajo cualquiera de las formas societarias mercantiles consagradas. Todo esto motivaba la fácil confusión de las cooperativas con entidades de diversa índole y que se usara la denominación de cooperativa sin que lo fuera.
Se estima que antes del año 1900 se fundaron unas 56 cooperativas (Levin y Verbeke, 2000). Su escasa importancia y progreso puede atribuirse a la falta de educación económica, de unión gremial, de organización y de disciplina (Montes y Ressel, 2003). La mayor parte de las que fueron autorizadas e inscriptas no llegaron a constituirse o fracasaron y entre las sociedades que en el siglo pasado ostentaron la denominación de “cooperativa”, no todas adaptaron en su funcionamiento interno las disposiciones que promovían los principios rochdalianos. De hecho, Montes y Ressel (2003) mencionan que un gran número fueron mercantilistas o lucrativas, a veces por ignorar en qué consistían esas sociedades y otras por tratar de aprovecharse de su finalidad social.
La segunda etapa corresponde al período en que las cooperativas deben organizarse y funcionar de acuerdo con las disposiciones de la ley nacional 11.388, que establece requisitos básicos pero fundamentales y que fue reemplazada en el año 1973 por la ley 20.337[4]. De esta manera, en el año 1926 con la promulgación de la ley 11.388 inspirada en los principios de los pioneros de Rochdale, se terminó con las situaciones anómalas y las indefiniciones, producto de la insuficiencia en la legislación vigente. Esta ley destacó con exactitud y precisión, la peculiaridad de las sociedades cooperativas y fijó las condiciones para su existencia legal. A los dos años de su sanción, el Ministerio de Agricultura de la Nación relevaba 79 cooperativas urbanas y 143 rurales, las primeras ubicadas con preferencia en la Capital Federal y provincia de Buenos Aires y las segundas en el Litoral, Córdoba y Territorios Nacionales (Montes y Ressel, 2003).[5]
A partir de los años 1930 y 1940 las cooperativas de servicios públicos surgen adquiriendo inmediatamente una gran relevancia. Entre otras causas, para cubrir las necesidades de una población donde, o por economía de escalas o por escasos márgenes posibles de ganancias el capital privado, no realizaba esos emprendimientos. O bien, porque el Estado en muchas ocasiones no contaba con los recursos suficientes para llegar a todos los territorios. Por estas razones este tipo de cooperativismo ocupó un lugar destacado en la constitución de las localidades pequeñas y medianas a nivel nacional.
Durante el peronismo, sobre todo con el Segundo Plan Quinquenal, cobran especial importancia las cooperativas agropecuarias que lleva a que el mismo Perón prometa que las cooperativas iban a manejar el Instituto Argentino de Promoción del Intercambio (IAPI)[6], su legitimación y acceso a la banca estatal iba a constituir una verdadera “Reforma Agraria”.
A partir de las décadas siguientes, el sector cooperativo se consolidó y expandió como una forma diferente de organización, más solidaria y equitativa, ocupando un lugar prestigioso en el desarrollo de nuestro país. Incluso, surgieron las cooperativas de tercer grado: Confederación Intercooperativa Agropecuaria Cooperativa Limitada (CONINAGRO) y Confederación Cooperativa de la República Argentina Limitada (COOPERAR), en 1956 y 1962, respectivamente.
Este crecimiento del sector cooperativo estimuló, aunque en pequeñas proporciones, los capitales nacionales por la vía no especulativa del ahorro interno (Montes y Ressel, 2003). Además, permitió explotar otras ventajas, como utilizar una forma socialmente más responsable y justa de organizar la actividad económica. Sin embargo, con los golpes militares y presidencias de facto sobrevino el estancamiento y retraso del movimiento. Pese a esto, en la década de los ‘70 se reformuló la ley de cooperativas, y mientras que muchas desaparecieron, la nueva ley permitió un marco institucional sujeto a las necesidades de la época. En los años ‘80 con el retorno de la democracia, las cooperativas resurgieron y comenzaron a expandirse (Pertile, 2013).
Como señalan Montes y Rossel (2003), en la década del ‘90 se presentaron una serie de aspectos complejos para las cooperativas. Por un lado, las privatizaciones generaron el ingreso de capitales desmedidos y de empresas interesadas únicamente en el lucro, dejando un campo pequeño para las cooperativas, donde sobrevivieron sólo las áreas que alcanzaron la llamada eficiencia económica. Por otro lado, el aumento constante del desempleo en el país, permitió que un modelo surgiera cada vez con mayor fuerza. Así, las cooperativas de trabajo se expandieron en las diferentes provincias, representando aproximadamente el 35% del total de cooperativas a mediados de los ‘90, número que se puede considerar bastante inferior al presente debido al crecimiento continuo y expansión de los últimos años (Pertile, 2013)[7].
Así llegamos al 2001 con consecuencias socio-económicas muy graves en materia de pobreza, desempleo, marginación, emigración, entre otras (Wyczykier, 2009). A partir de lo cual, la ES se convirtió en un actor clave de las políticas públicas aplicadas por el Estado nacional en su condición de población objetivo y como componente para la generación de empleo y la inclusión social (Coraggio, 2007). Su inserción en las agendas públicas nacionales estuvo motivada por la proliferación, durante los años previos a la crisis, de experiencias económicas alternativas generadas por la sociedad civil para suplir sus necesidades y demandas sociales.
De esta manera, fueron generándose nuevas formas de resistencia, entre las que se contaban incipientes experiencias en recuperación de empresas y la organización política de desocupados que encontraban en sus territorios de residencia el elemento aglutinador que antes había representado la empresa. Hacia 2002, las empresas recuperadas se contabilizaban por centenares en el país. En este proceso, los trabajadores obtienen el derecho a explotación de los medios de producción y el control de la empresa mediante la autogestión. Por consiguiente, las empresas recuperadas a través de cooperativas de trabajo adquieren relevancia sustancial en el movimiento constituyéndose un ícono de la ES a nivel mundial como experiencia de recolectivización laboral[8] (Barrera Calderón, 2019; Wyczykier, 2009).
Finalmente, podemos identificar que en el devenir histórico de los cooperativismos en Argentina se ha configurado una trama asociativa compleja que da cuenta de varias rupturas con la concepción “unívoca” de este movimiento. Algunas de las transformaciones que las transversalizan en la actualidad son; primero, que ya no representa solo a sectores populares o la clase trabajadora como en el siglo XIX y XX sino que encontramos cooperativas que responden a intereses económicos dominantes (Cruz Reyes y Cárdenas Martínez, 2017; Olivera, 2013; Roze, 2006). Segundo, existe una readecuación de los principios y valores a partir del contexto y del tipo de cooperativa que se reapropian de manera singular de los mismos (Cruz Reyes y Cárdenas Martínez, 2017; Gadea Soler, 2006; Pertile, 2013). Tercero, hallamos experiencias que poseen una autonomía débil ya que sus procesos decisionales dependen en alguna medida de actores externos como, por ejemplo, el Estado en sus diversos niveles (García, 2018; Hudson, 2016; Kasparian, 2017). Y, por último, y lo más preocupante, se evidencia una desterritorialización de estas experiencias a partir de la desvinculación con la comunidad donde se inserta (Carricart, 2013). Esta generalización pretende problematizar y manifestar la situación actual del movimiento, lo cual trataremos de desarrollar en este trabajo.
Los pilares de los cooperativismos: el control democrático y la autonomía
La Declaración de la Alianza Cooperativa Internacional (ACI)[9] plantea una definición sobre este tipo de instituciones y señala que es “una asociación autónoma de personas que se han unido de forma voluntaria para satisfacer sus necesidades económicas, sociales y culturales en común mediante una empresa de propiedad conjunta y de gestión democrática”. Tal como señala Gadea Soler (2006), estas entidades están organizadas por los socios para su beneficio individual y mutuo; y cómo funcionan en el mercado, es crucial estar atentos a alcanzar sus fines económicos pero también las metas sociales y culturales que se propongan.
Es especialmente significativa la conceptualización de la ACI, como máximo organismo, para entender a las cooperativas como empresas de propiedad conjunta y de gestión democrática. Estas dos características pueden tomarse como referencia para distinguir a estas organizaciones de otras, especialmente las empresas controladas por el capital o las controladas por el Estado.
Sin dudas, uno de los aportes más relevantes y distintivos de este tipo de experiencias es el proceso democrático de la toma de decisiones. Su carácter participativo se observa ya en sus orígenes históricos, en la Cooperativa de Rochdale en 1844, cuyos estatutos societarios sirvieron de modelo a cientos de cooperativas inglesas y dieron lugar al reconocimiento legal en ese país del modelo cooperativo, sistema jurídico paulatinamente implantado en el resto del Derecho comparado avanzado.
Uno de los redactores principales de los estatutos de Rochdale fue Charles Howart, quien se basó en la organización de la Sociedad de Socorros Mutuos de Manchester. En ellos ya se reconocía la igualdad participativa de sus socios fundadores constituyendo así un “control democrático societario”. Incluso, mucho antes del establecimiento político del sufragio femenino, entre los veintiocho socios constituyentes de la cooperativa participaba una mujer, Ana Tweedale, quien se ocupó de la contratación del almacén de abastos, básico en una cooperativa de consumo (Levin y Verbeke, 2000). Y para convertir la igualdad de hecho en norma jurídica, al año siguiente a su constitución, es decir en 1845, se acordó en asamblea y se presentó al registro público una nueva cláusula estatutaria por la que se establecía la regla democrática por excelencia: “un socio, un voto”. Esa piedra basal de la democracia cooperativa sigue vigente en toda la legislación cooperativista mundial, como norma jurídica que asienta a la vez el control democrático de los socios cooperativos y la igualdad participativa de todos, con independencia de sus participaciones personales o de capital suscrito.
Así, por ejemplo, en nuestro país tenemos la ley 20.337 que en su artículo 2 inciso 3° establece que se concede “un solo voto a cada asociado, cualquiera sea el número de sus cuotas sociales y no otorgan ventaja ni privilegio alguno a los iniciadores, fundadores y consejeros, ni preferencia a parte alguna del capital”. En consonancia, la ACI estipula el control democrático de los miembros como segundo principio, el cual menciona que:
Las cooperativas son organizaciones democráticas controladas por sus miembros quienes participan activamente en la definición de las políticas y en la toma de decisiones. Las personas elegidas para representar a su cooperativa, responden ante los miembros. En las cooperativas de base los miembros tienen igual derecho de voto (un miembro, un voto), mientras en las cooperativas de otros niveles también se organizan con procedimientos democráticos. (Declaración de Identidad Cooperativa de la ACI, 1995, p. 75)
Los principios que constituyen las cooperativas no son independientes el uno del otro sino que están unidos sutil y dinámicamente (Pertile, 2013), por lo que el anterior se vincula con el tercer principio de “Participación económica de los miembros”, que señala:
Los miembros contribuyen de manera equitativa y controlan de manera democrática el capital de la cooperativa. Por lo menos una parte de ese capital es propiedad común de la cooperativa. Usualmente reciben una compensación limitada, si es que la hay, sobre el capital suscripto como condición de membresía. Aquí radica una de las mayores diferencias con las sociedades comerciales. Es decir, las personas que integran la cooperativa deciden colectivamente los destinos del dinero, la dinámica de los retornos, es decir, de los excedentes mensuales, etc. (Declaración de Identidad Cooperativa de la ACI, 1995, p. 75)
La toma de decisión colectiva indefectiblemente nos invita a pensar en la autonomía de la asociación. En vinculación podemos mencionar el cuarto principio llamado “autonomía e independencia” donde se hace referencia a que:
Las cooperativas son organizaciones autónomas de ayuda mutua, controladas por sus miembros. Si entran en acuerdos con otras organizaciones (incluyendo gobiernos) o tienen capital de fuentes externas, lo realizan en términos que aseguren el control democrático por parte de sus miembros y siempre sosteniendo la autonomía de la cooperativa. (Declaración de Identidad Cooperativa de la ACI, 1995, p. 76)
De esta manera, el fortalecimiento interno de las cooperativas sería un condicionante central para garantizar la autonomía en los procesos decisionales. Al respecto, en los últimos 20 años a través de diversas políticas públicas, el Estado se ha configurado en un socio articulador de cooperativas de trabajo (Kasperian, 2017). Sobre este tema, Hudson (2016) se focaliza en las formas heterogéneas de cooperativas amparadas por subsidios estatales y las clasifica en tres tipos: no-estatales, sintéticas y anfibias. Las no-estatales refieren a las empresas recuperadas por sus trabajadoras y las sintéticas son aquellas surgidas exclusivamente a través de planes estatales, caracterizadas por ser proveedoras del Estado y no poseer vinculación con el mercado. Por último, las cooperativas anfibias combinan elementos de ambas. Se constituyeron a partir de un impulso asociativo preexistente a la intervención del Estado, pero en un contexto de promoción del asociativismo por parte de los gobiernos nacionales, lo cual implicó la ausencia de procesos de lucha y de represión estatal en sus surgimientos.
No obstante, encontramos también otros socios con incidencia/influencia en estas organizaciones asociativas, por ejemplo, entidades gremiales, federaciones, confederaciones y empresas privadas. Al respecto, la Ley 20.337 menciona en el artículo 19 que:
El Estado Nacional, las Provincias, los Municipios, los entes descentralizados y las empresas del Estado pueden asociarse a las cooperativas conforme con los términos de esta ley, salvo que ello estuviera expresamente prohibido por sus leyes respectivas. También pueden utilizar sus servicios, previo su consentimiento, aunque no se asocien a ellas. Cuando se asocien pueden convenir la participación que les corresponderá en la administración y fiscalización de sus actividades en cuanto fuera coadyuvante a los fines perseguidos y siempre que tales convenios no restrinjan la autonomía de la cooperativa.
Por consiguiente, en un contexto capitalista de fluctuaciones vertiginosas y competencia de mercados, los cooperativismos han experimentado notables transformaciones que los han reestructurado frecuentemente. En su interior, han aparecido numerosos trabajadores asalariados en posición subalterna que cumplen importantes funciones de gerencia y apoyo a la organización. En esto se expresa una dualidad de relación socioeconómica en una misma organización: unos participan como cooperativistas y otros como empleados (Cruz Reyes y Cárdenas Martínez, 2017).
Así es como uno de los hechos más interesantes del movimiento asociativo en cuestión es la diversidad de estratos y grupos poblacionales que forman estas organizaciones en la actualidad. Sus miembros son campesinos, piqueteros, huerteros, artesanos, personas de las clases medias, trabajadores bien remunerados en instituciones gubernamentales y privadas, empleados bancarios, etc. Tal heterogeneidad en las condiciones en que estas personas trabajan, su papel en la sociedad y formas diferentes de obtener sus ingresos determinan propias percepciones, aspiraciones y objetivos con relación a su inclusión en las cooperativas (Cruz Reyes y Cárdenas Martínez, 2017).
Aun en los casos en que las cooperativas se constituyen y funcionan con arreglo a los principios y valores proclamados por la ACI, se aprecian conflictos en el funcionamiento de estas organizaciones. Por ejemplo, las cooperativas no basadas en el trabajo de sus miembros necesariamente tienen que disponer de empleados. Lo cual conduce a una dualidad de relaciones sociales de producción con dos grupos de personas en una misma organización. Unos, tomados como conjunto, como grupo, actúan en una calidad nueva, de dueños, propietarios colectivos, de empleadores, de “patrones”; los otros desempeñan el papel subalterno de trabajadores asalariados (Cruz Reyes y Cárdenas Martínez, 2017). El papel de estos últimos se transforma cualitativamente de simples auxiliares a elemento básico en el funcionamiento de la cooperativa a medida en que ésta expande y diversifica sus actividades.[10]
Para graficar lo anterior, encontramos algunas cooperativas agropecuarias que a medida que crecen se transforman en patronales en el sentido de que explotan el trabajo de agrónomos, ingenieros, economistas y trabajadores de toda especie (Cruz Reyes y Cárdenas Martínez, 2017; Roze, 2006). En consonancia, al considerar la naturaleza asociativa de las organizaciones cooperativas es posible delimitar dos conjuntos; por un lado, el integrado por el grupo de entidades en las que las relaciones del asociado con la institución configuran un elemento básico para su constitución y funcionamiento y, por otro, aquel en que la relación puede presentar discontinuidad siendo el compromiso asociativo menos intenso (Levin y Verbeke, 2000). En el primer conjunto se incluye mayoritariamente a las cooperativas de trabajo, provisión y vivienda, mientras que en el segundo a las de consumo, crédito, seguros, agrarias y servicios públicos.
Como se evidencia, la democracia económica y política son elementos consustanciales de la participación de los cooperativistas en el gobierno de su organización. No obstante, el intenso flujo técnico, económico y operativo suele presionar a la gerencia a que tome una multiplicidad de decisiones sin la previa consulta con la masa de asociados (Cruz Reyes y Cárdenas Martínez, 2017). Las formas de participación de los miembros se modifican: la democracia directa puede ser ya sustituida por la representativa, a la par que la genuina vigilancia podría diluirse.
El riesgo está en que desde el propio interior el economicismo, el individualismo, la búsqueda de la eficiencia, la sobrevivencia económica como grupo superen la democracia política de miembros y los principios cooperativos y todo ello podría provocar que el empoderamiento real y efectivo se escape de la masa de miembros. Lo expuesto hasta aquí, evidencia los clivajes internos de las experiencias cooperativas, no obstante, intentaremos en el siguiente apartado analizar sus posicionamientos frente a la dinámica del capital.
Los cooperativismos y sus posicionamientos a la defensiva y a la ofensiva
El movimiento cooperativo internacional, fundamentalmente europeo, posee como antecedente ideológico-práctico al socialismo utópico, que deja planteado el cuestionamiento al statu quo; y nace como una reacción a las reglas establecidas por el capitalismo y, entre sus objetivos, estará formular alternativas de acción que conlleven a la reforma social (García, 2018). En las experiencias cooperativas, Marx (1864) ve un movimiento embrionario que puede permitir a la clase trabajadora establecer un modelo de conquista hacia un modelo de producción social que rompe con las estructuras de propiedad y explotación capitalista, trazando el posible camino hacia una etapa superadora.
De esta manera, Marx (1864) consideraba que en toda estructura social las relaciones sociales de producción están sustentadas en las relaciones de propiedad (apropiación de los medios de producción) y en las relaciones de explotación (uso de la acción transformadora de la materia mediante el trabajo). Quienes se apropian de los medios de producción, establecen las relaciones de subordinación y se apropian del excedente generado por el trabajo, la plusvalía. De modo que, para dar fin a los modos de producción montados en la división de clases (dominante/dominada), sería fundamental lograr la propiedad colectiva de los medios de producción y a una organización horizontal de cooperación (García, 2018).
Sin embargo, hay quienes ven al cooperativismo como un movimiento coexistente con el modelo capitalista y quienes lo conciben como un sistema alternativo a este o que, aun conviviendo en su seno, aguarda las condiciones necesarias para transformarse en alternativa de cambio.
En el marco de una economía globalizada, las cooperativas se han enfrentado a una competencia cada vez más feroz. Para sobrevivir, muchas han desarrollado estrategias de expansión con el fin de mantenerse a la altura de los competidores mundiales. Sin embargo, estas estrategias han dado lugar a un proceso de reestructuración que incluye también el ámbito del empleo. Incluso, muchas cooperativas han sufrido una gran presión para que llevaran a cabo una reconfiguración interna bajo la lógica mercantil. Lo que ha resultado en que la competencia en un mercado cada vez más globalizado provocara que estas organizaciones asimilaran su funcionamiento a la de una sociedad anónima.
Al decir de Cruz Reyes y Cárdenas Martínez (2017), la forma cooperativa ha sido empleada en múltiples ocasiones por el modelo neoliberal como medio para abaratar costos laborales, disminuir pagos tributarios y eludir pasivos ambientales al acoplar las empresas privadas con las cooperativas. La crítica enfatiza que los cooperativistas no son tales, que en los hechos actúan como empresarios, más interesados en asociarse con el capital privado, nativo o foráneo (o ambos) que en la sindicalización de sus trabajadores asalariados.
Pero también, como sostiene Divar (2013), representa una alternativa ante las crisis económicas para los grupos que quedan desamparados por el sistema económico general. Las razones estructurales de las cooperativas como empresas mejor adecuadas para hacer frente a las dificultades económicas, pueden ordenarse sistemáticamente en tres ejes. Por un lado, son aparentemente más participativas. Es decir, la inclusión de los cooperativistas en su propia empresa como socios de la misma, tiene como resultado que todos se sientan responsables y comprometidos con el objetivo común. Complementariamente, la participación democrática cooperativa supone que la información económica se globaliza en estas sociedades, de manera que el control de los cargos puede ser directo y efectivo.
Por ello, en las cooperativas la soberanía jurídica de la Asamblea y de sus órganos derivados es real y es muy cuestionada la “autonomía de los ejecutivos”, por lo que resulta difícil que se produzcan abusos o defraudaciones de los gestores.
Por otro lado, dada su naturaleza “no lucrativa”, las cooperativas no precisarían para su mantenimiento obtener importantes cuentas de resultados para satisfacer las aportaciones al capital, ya que éste no tiene derecho a la ganancia en estas asociaciones. Por eso, las cooperativas podrían mantenerse aunque sus resultados económicos sean mínimos. Su objetivo es precisamente mantener el empleo, el consumo o el servicio cooperativizado, no dotar al capital a través de la acumulación exacerbada. Así que ante las dificultades económicas las cooperativas se convierten en sociedades de “resistencia”.
Por último, las cooperativas por establecer empresas de base solidaria, en principio, no prima el beneficio mercantil al capital, sino el fomento del empleo participativo, el abastecimiento cualificado a precios justos o los servicios de utilidad social (enseñanza, vivienda, crédito, seguros, etc.). Sin ánimo de caer en la esencialización del movimiento cooperativo, identificamos que estos tres ejes nuclean sus fortalezas para enfrentar momentos de crisis pero no siempre los contextos les permite a estas organizaciones recurrir a estas herramientas.
En virtud de lo expuesto, ensayamos la identificación de, por lo menos, dos tipos de asociativismos transversales a gran parte de los sectores económicos: por un lado, uno caracterizado por lazos sociales solidarios vinculados al sostenimiento y reproducción material de la vida a través del trabajo que se posiciona a la defensiva ante las crisis capitalistas; y, por otro lado, un asociativismo basado en la articulación de sectores económicos concentrados organizados a partir de la reproducción del capital que encuentra en una posición a la ofensiva respecto a los resultados “no deseados” del imperante modo de producción.
En este sentido, estos dos grandes tipos de asociativismo encuentran un tratamiento diferencial en el acceso de recursos que brinda el Estado en sus diversas escalas y en la posibilidad de articulación para el diseño e implementación de políticas públicas. Incluso, en un mismo territorio estos asociativismos conviven más o menos conflictivamente.
Finalmente, estar a la defensiva o a la ofensiva del capital representan posiciones dinámicas de estas organizaciones y da cuenta de la ductilidad de las mismas. Por lo cual, hemos visto como cooperativas que surgieron para aglutinar las demandas de bases sociales populares, en la actualidad se enfocan en resolver intereses de grupos económicos concentrados.
A modo de cierre
El origen obrero del inicio de la forma de organización cooperativa, su historia vinculada con los movimientos revolucionarios del siglo XX, (así como de sus versiones reformistas), el carácter colectivo y finalmente las relaciones participativas que implicaba reuniones grupales y de debate, le otorgan a la organización una estructura ideológica con características humanísticas que llevan a la fundación de un movimiento cooperativista de alcance mundial, que garantizaría valores éticos y morales enfrentados con el carácter deshumanizado del capital (Roze, 2005).
De esta manera, la cooperación es una relación social de producción muy antigua que recibe la influencia de las relaciones económicas dominantes en el actual momento histórico de la humanidad. Por tanto, las cooperativas reciben enormes presiones externas desde el gran capital y desde órganos del Estado para apropiarse de los nichos de mercado o disolver el sistema de relaciones de solidaridad que estas han creado. Ese entorno hace a las cooperativas posicionarse a la defensiva o a la ofensiva del capital en un sistema de relaciones socioeconómicas complejas.
Sin lugar a dudas, la batalla por la supervivencia económica envuelve a las cooperativas en un complejo sistema de relaciones sociales de producción en el cual el mercado es casi determinante y lleva a la organización a apartarse de sus tradicionales derroteros. A esto puede contraponerse la acción consciente y permanente de toda la membresía para que los principios cooperativos rijan la conducta económica de la organización. Otra opción podría consistir en que las relaciones cooperativas se generalicen a toda la sociedad, y en el caso que fuera posible, cabría la pregunta: ¿cómo se lograría esto?
Finalmente, hemos dado cuenta de que tanto la figura legal cooperativa como sus dinámicas han sido marcos generales que se han utilizado, manipulado e interpretado de manera disímil a lo largo de la historia. Lo cual, ha puesto de manifiesto la flexibilidad de este tipo de experiencias asociativas. Incluso, aunque hemos abordado las tensiones de los cooperativismos, podemos evidenciar que existe una frondosa producción de trabajos científicos que nos muestran los avances de este movimiento en diferentes ámbitos como la reivindicación de la cuestión del género y el cuidado del ambiente, por mencionar algunas.
Referencias bibliográficas
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Wyczykier, G. (2009). Sobre procesos de autogestión y recolectivización laboral en la Argentina actual. Polis. Revista Latinoamericana, (24).
- Un especial agradecimiento a la Dra. Gabriela Olivera por su lectura atenta y sugerencias para la confección de este texto que pretende, ante todo, aproximarse a algunas discusiones que acontecieron en el marco de mi beca posdoctoral de Conicet que ella dirige.↵
- Al momento de establecerse la Alianza Cooperativa Internacional (ACI) en el año 1895, en Argentina ya existían cooperativas (Mogrovejo et al., 2012).↵
- La conocida “Sociedad Equitativa de los Pioneros de Rochdale” fue fundada en 1844 en Inglaterra. Organizada como una cooperativa de consumo, se constituyó en la primera experiencia que distribuyó entre sus socios los excedentes generados por la actividad asociativa, formando las bases del movimiento cooperativo moderno. Aunque se identifica que hubo otras cooperativas previas a ella, la de “los Pioneros de Rochdale” se convirtió en el prototipo de este tipo de sociedades en Gran Bretaña. Sobre todo, cobraron notoriedad por desarrollar y sistematizar un conjunto de principios de cooperación asumidos por las modernas entidades asociativas desde Europa para el resto del mundo (fundamentalmente Occidente). A lo largo de este libro, se abordará en diversos capítulos la experiencia de estos referentes.↵
- En el año 1973 se sanciona la Ley 20.337 que regula en sus 121 artículos la constitución, funcionamiento, disolución y/o liquidación de todo tipo de organizaciones cooperativas en el país, por cuanto se trata de una normativa de carácter general. Si bien ha habido intentos de reforma de la misma e incluso proyectos para alguno de los tipos de cooperativas en particular, hasta esta ley constituye el marco jurídico de estas organizaciones.↵
- “La creación de numerosas entidades adquieren una importancia mayor después de la segunda guerra mundial, manteniendo un crecimiento ininterrumpido hasta 1976, fecha en que el número de cooperativas comienza a declinar” (Levin y Verbeke, 2000, p. 15)↵
- Este ente público argentino funcionó entre 1946 y 1955 y tenía como finalidad centralizar el comercio exterior y transferir recursos entre los diferentes sectores de la economía.↵
- Mientras que hacia los años 2001-2002, según datos del Instituto Nacional de Asociativismo y Economía Social (INAES), el cooperativismo involucraba 16.059 cooperativas, de las cuales el 42% eran cooperativas de trabajo; diez años después, en el 2012, la situación era otra, sobre un total de 21.002, las cooperativas de trabajo alcanzaban el 72% (Kasperian, 2017).↵
- Según Wyczykier (2009), el proceso de recolectivización alude simultáneamente a las relaciones de solidaridad organizativa que se desarrollaron entre los colectivos de trabajadores de las empresas autogestionadas, con organizaciones sociales y laborales de nuevo y viejo tipo, y que tuvieron un rol central en promover y acompañar los procesos de recuperación de empresas. Además, estas organizaciones que representaron los intereses de los trabajadores le proveyeron la oportunidad de regenerar, recrear vinculaciones que trascendieron el espacio productivo primario para establecer solidaridades laborales y políticas. Y entonces, no quedar desvinculados de colectivos protectores, y que confieren al mismo tiempo soportes identitarios.↵
- La Declaración adoptada en el Congreso de Manchester en 1995 para conmemorar el centenario de la ACI, y el Informe de la propia Alianza (ambos documentos están publicados en el Anuario de Estudios Cooperativos de la Universidad de Deusto de 1995, p. 73), explica las razones que han llevado a la adopción de la Declaración sobre Identidad Cooperativa. En ésta, se desarrolla con claridad lo estructural del movimiento cooperativo donde pueden distinguirse tres partes: una definición de Cooperativa, una lista de los valores clave del Cooperativismo y una redefinición de los principios cooperativos para ajustarlos a las nuevas realidades sociales.↵
- En algunas cooperativas, el personal empleado llega a ser tan numeroso como los propios miembros, su posición subordinada y la diferenciación de intereses se manifiesta en que organizan sindicatos propios para defenderse de la explotación de sus empleadores (Cruz Reyes y Cárdenas Martínez, 2017).↵