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Una introducción a la industria editorial argentina del siglo XX

Eustasio García (2000) divide la historia de la industria editorial en seis grandes períodos. Una primera etapa que va del siglo XVII a 1850, protagonizada por los jesuitas en lo que se relaciona con la edición e impresión de libros. La etapa número dos abarca toda la segunda mitad del siglo XIX y está marcada por los avances técnicos que permitieron una mayor producción de libros, así como por el asentamiento en el país de libreros y gráficos. El tercer período se inicia con el nuevo siglo y se extiende hasta el año 1936 –fecha de inicio de la Guerra Civil Española–, esta es una época de crecimiento de la industria editorial nacional, donde comienzan a surgir empresas editoriales que reúnen, en muchos casos, todos los eslabones de la cadena de valor (edición, producción y comercialización). Aparece luego la “edad de oro” del libro argentino. En esta etapa, el crecimiento de la industria editorial del país permite alcanzar la cima del mercado hispanoparlante. Durante las décadas del 70 y el 80, la quinta etapa, el sector del libro se encuentra consolidado. Por último, el período que se inicia en los años 90, una época marcada por la globalización, la transnacionalización y la concentración.

Antes de comenzar con el análisis de la Feria Internacional del Libro de Buenos Aires, es importante hacer un breve repaso por la historia más reciente de la industria editorial en el país, fundamentalmente para ver en qué marco se desarrolló esta muestra que ya cuenta con más de cuarenta años de experiencia.

Un nuevo siglo comienza

Hacia fines del siglo XIX, la Argentina experimentó un proceso de modernización que generó cambios económicos y sociales. La inmigración sin precedentes trajo aparejado un crecimiento urbano y la necesidad de homogeneizar la diversidad: “Urgía transmitir valores e ideales unificadores para construir la identidad nacional, y esta tarea fue asumida por la educación y la cultura: escolaridad obligatoria, campañas de alfabetización, expansión del periodismo dieron respuesta a la nueva realidad argentina” (de Sagastizábal, 1995: 37).

Durante esos años, los hábitos de lectura de la población, que había sido alcanzada por las campañas de alfabetización, estaban marcados en su mayoría por los cuadernillos y folletines que incluían los diarios. Sin embargo, también coexistía un lectorado que consumía literatura criolla en ediciones económicas y novelas europeas de temáticas vinculadas a las aventuras y al romanticismo.

Entre los principales hitos de la industria editorial del siglo XX podemos destacar la aparición de la Biblioteca del diario La Nación en el año 1901. Esta colección de ediciones económicas alcanzó los 875 títulos a lo largo de casi veinte años, que incluían tanto a autores nacionales como literatura francesa y española. Los libros de esta colección se vendían a precio módico e incluían dos ediciones, una rústica y otra de lujo, encuadernada en tela y con letras doradas. Esta iniciativa fue un éxito de ventas, y forzó la necesidad de reeditar varios de los títulos.

Hacia 1900, el mercado editorial era abastecido por publicaciones cuyos títulos eran de origen extranjero y que, aunque tuvieran sello local, eran impresos en París o en España, donde los talleres resultaban más accesibles y de mejor calidad que los locales (Merbilháa, 2006: 30).

(…) eran las editoriales francesas y alemanas las que dominaban el mercado hispanoamericano del libro, pues gozaban de enormes ventajas competitivas no solo en el campo de la producción, sino también en la comercialización de los bienes producidos. Estas empresas, de vasta experiencia en la gestión editorial, contaban con una amplia red de promoción, distribución y comercialización del libro a lo largo de Hispanoamérica, frente a la cual la pobre organización de los editores nacionales resultaba insuficiente a la hora de competir en un mercado interno de proporciones reducidas. (Delgado y Espósito, 2006: 59)

El estallido de la Primera Guerra Mundial supuso una retracción del rol ocupado hasta el momento por las editoriales europeas cuyos países ahora se encontraban en pleno conflicto bélico. Este lugar fue ocupado por una pujante industria española y también se convirtió en una oportunidad para los editores nacionales que comenzaban a surgir y que buscaban abastecer al mercado interno.

Como señala Leandro de Sagastizábal (1995), durante la segunda década del siglo XX, la Ciudad de Buenos Aires experimentó cambios demográficos. Habitada por argentinos e inmigrantes, surgieron nuevos lugares de encuentro: bares, clubes, asociaciones de fomento y bibliotecas populares.

En este proceso se fue definiendo un nuevo modelo urbano: el ciudadano educado, es decir, aquel que accedió a niveles superiores de educación formal y para quien el consumo de libros es parte importante de sus intereses. Las bibliotecas populares existían en Buenos Aires desde fines del siglo pasado, pero su crecimiento se aceleró a partir de 1920. (de Sagastizábal, 1995: 62-63)

De esta manera, los sectores populares comenzaron a incorporarse al mercado de lectores, producto de la posibilidad de acceso de las clases baja y media a bienes de consumo, tanto materiales como culturales. Es el comienzo de una época brillante del libro en la Argentina.

Desde ese año y durante todo el período de entreguerras se desarrollan proyectos de edición de gran magnitud y calidad, tanto en libros como en revistas, verdaderas “empresas de cultura”, término con el que Luis Alberto Romero se refiere a organizaciones cuyos objetivos son culturales y a la vez comerciales. El rol del editor se caracteriza, justamente, por esa doble finalidad.

Ya estamos en presencia del editor que comienza a desarrollarse, el que afronta preocupaciones relativas a la producción material de los libros: selección, diseño, magnitud racional de las tiradas, frecuencia planificada de títulos; tanto como cuestiones de orden cultural: orientación de los gustos y conformación de sensibilidades. (de Sagastizábal, 1995: 63-64)

Hacia los años 20 comienzan a consolidarse las empresas pioneras, con registros de casi 800 nuevos títulos por año. Asimismo, continúan surgiendo nuevas editoriales, muchas de ellas dedicadas a temáticas específicas, pero sin perjuicio de aquellas que se dedican a una temática más general o a las que complementan revistas y publicaciones periódicas de tipo popular.

Los autores nacionales eran escogidos por aquellos editores que apuntaban a un público más selecto, ya que les resultaba más rentable que competir con las ediciones baratas de autores extranjeros y de origen español.

La Primera Exposición Nacional del Libro

En 1928 se llevó a cabo la Primera Exposición Nacional del Libro en el Teatro Cervantes, que contó con el apoyo del presidente de la Nación, Marcelo T. de Alvear, y del gobierno nacional. La muestra se organizó en menos de diez días y se desarrolló entre el 21 y el 30 de septiembre. Fue organizada por una junta ejecutiva (oficializada por el gobierno a través de un decreto) compuesta por Enrique Larreta, presidente; Carlos M. Noel, vicepresidente; Samuel Glusberg, secretario; Rómulo Zabala, tesorero y comisario general de la Exposición; Arturo Cancela, Ezequiel Martínez Estrada, Arturo Capdevila y Evar Méndez, vocales.

Se crearon comisiones especializadas compuestas por destacadas personalidades, formaron parte: Comisión de Autores – Sección Letras: Paul Groussac, Leopoldo Lugones, Ricardo Rojas, Baldomero Fernández Moreno, Horacio Quiroga; Comisión de Autores – Sección Ciencias: Alejandro Korn, Bernardo Houssay, Alejandro Bunge; Comisión cooperadora de editores, imprenteros y libreros: contaba con representantes de Peuser, Ángel Estrada, Aquino y Cía. También formaron una comisión de representantes del interior y una comisión auxiliar de artistas plásticos. Asimismo, se creó una Comisión Jurídica, integrada por Juan Bibiloni, Víctor Juan Guillot y Augusto Rodríguez Larreta, que se encargaría de estudiar un “asunto álgido y soslayado: la propiedad intelectual” (Gassió, 2008: 21).

Por la tarde se desarrollaba un ciclo de actividades culturales y conferencias sobre diferentes temas como música y poesía argentina.

Algunos de los comentarios de los protagonistas dejan entrever las necesidades del sector en materia de comunicación y distribución del libro:

José Miguel Bernabé, directivo de La Facultad, escribió para La Nación: “La idea de una exposición del libro argentino fue apoyada por nosotros inmediatamente y con tal entusiasmo que manifestamos estar dispuestos a cooperar en la realización y aun a hacernos cargo de la organización si fuese necesario. Entendíamos que era uno de los procedimientos más eficaces para fomentar el desarrollo de la cultura nacional. Concurrirá a la exposición un público que no suele frecuentar las librerías; a los niños de las escuelas, por ejemplo, se les inculcará con una visita, el respeto y el conocimiento del libro argentino. Estamos retrasados en todo lo que a publicidad del libro se refiere. Tenemos exposiciones ganaderas, agrícolas, de productos de granja, etc. Solo ahora se nos ha ocurrido efectuar una exposición del libro. No hay que olvidar que, fuera de su valor intelectual, el libro es una industria importante de cuyos rendimientos vive un considerable número de empleados y obreros y de la que depende la suerte de capitales cuantiosos”. (Gassió, 2008: 47)

Al referirse al resultado de la Exposición, dijo Gleizer:

Para bien del libro mismo, debió permitirse su venta, es decir, darle también el carácter de feria. Muchos pretextos subalternos se han aducido en contra: la dificultad de la vigilancia, el temor de las sustracciones. El deber de los editores era realizar un esfuerzo máximo. El libro literario, la novela, el cuento, el poema, requieren una fácil revisión y la posibilidad de su inmediata adquisición. (Gassió, 2008: 51)

Se estima que recorrieron la muestra alrededor de 70.000 personas, entre visitantes individuales, alumnos de escuelas primarias y secundarias de la Ciudad de Buenos Aires y de la provincia, de escuelas normales y de instituciones culturales.

Uno de los resultados más visibles de esta muestra fue la creación al poco tiempo de finalizada la exposición de la Sociedad Argentina de Escritores (SADE). Durante un agasajo al comisario general de la Feria, Rómulo Zabala, en octubre de 1928, “los escritores plantearon la necesidad de dar forma concreta y definitiva a una sociedad que los nuclease en defensa de sus intereses. Tras una segunda reunión, la idea quedó plasmada” (Gassió, 2008: 114). La primera comisión directiva estuvo formada por Leopoldo Lugones (presidente), Horacio Quiroga (vicepresidente), Samuel Glusberg (secretario), Manuel Gálvez (tesorero) y Rómulo Zabala (administrador).

Las dificultades para la industria del libro nacional no eran pocas, a pesar de su pujante presente. Las tasas aduaneras del papel importado, las tarifas postales y la proliferación de ediciones ilegales se encontraban entre los principales reclamos del sector, que bregaba por la atención del Estado para que promueva su desarrollo (Delgado y Espósito, 2006).

En 1933 se sancionó la Ley 11.723 de Propiedad Intelectual –que reemplazó a la Ley 7.092 de 1910, conocida como la “Ley Clemenceau”, sobre propiedad científica, literaria y artística– que protege los derechos de autores argentinos y extranjeros y que, entre otras cosas, creó el Registro Nacional de Propiedad Intelectual, para que los autores registren su obra y así puedan quedar protegidos sus derechos. Este registro permitió obtener estadísticas oficiales de la producción editorial y autoral en el país a partir de 1936.

En esta primera mitad de la década de 1930 signada, por otra parte, por profundos conflictos políticos, económicos y sociales, floreció, no obstante, la labor intelectual y cultural, como lo muestra la producción editorial. Se continúan incorporando empresas y se expanden otras. (García, 2000: 33)

Una característica de esta época fue la falta de una distinción clara en las actividades propias de la cadena del libro, era frecuente ver que las empresas editoriales reunían la tarea editorial, librera e incluso gráfica.

Momentos dorados

La segunda mitad de la década de 1930 es crucial para la industria editorial argentina, el inicio de la Guerra Civil Española y, posteriormente, la Segunda Guerra Mundial marcaron el comienzo de la denominada “edad de oro” del libro argentino. El exilio en el país de muchos republicanos que se dedicaron a la edición de libros (algunos de ellos ya estaban vinculados al libro por ser periodistas, escritores, editores o libreros) y el detenimiento de la actividad editorial española fueron factores claves en ese proceso. Es en esta época cuando surgen, entre otras, dos de las principales empresas editoriales argentinas, Emecé Editores y Editorial Sudamericana.

Para dar una idea de lo que fue la expansión de la industria basta con comparar los números de las obras registradas, en el período 1900-1935 fue de 2350, mientras que en los tres años siguientes, el período 1936-1939, fue de 5536 (de Diego, 2006a).

En junio de 1938 la celebración del Primer Congreso Nacional de Editores e Impresores Argentinos en Buenos Aires dio lugar al nacimiento de la Sociedad de Editores Argentinos, que más adelante se transformaría en la Cámara Argentina del Libro (en 1941, cuando le es concedida la personería jurídica) y que reuniría en sus filas a libreros, gráficos, distribuidores y, principalmente, editores. Durante ese primer congreso, según reseña de Diego (2006a), se abordaron temas como: las relaciones con el correo, que abarcaba la cuestión de las tarifas, derechos de certificados y control de envíos; las relaciones con empresas de transporte, especialmente el ferrocarril; la cuestión de las ediciones ilegales; las relaciones con los importadores de papel; los vínculos entre editores y agentes; las reformas necesarias a la Ley de Propiedad Intelectual; la reglamentación de relaciones entre editores y traductores; la realización de exposiciones de libros y la rebaja de los aranceles de legalización de contratos. Participaron editoriales como Atlántida, Sopena, Sur, Tor, Labor y Claridad, así como librerías editoras: Pedro García, Jesús Menéndez, Ángel Estrada y Cía., Bernabé y Cía., Guillermo Kraft, Jacobo Peuser, Félix Lajouane, Poblet Hnos., Valerio Abeledo, Kapelusz, Espasa – Calpe Argentina, y también empresas gráficas: compañía General Fabril Financiera, López y Cía., Porter Hnos., F.M. Mercatali, Gasparini & Pedersen, entre otras.

La Argentina durante estos años logró cubrir con éxito el lugar que históricamente ocupó España en el mundo de la edición. “La exigua producción [española] tocó fondo en 1940, dejando un 80% del mercado latinoamericano sin abastecer” (de Sagastizábal, 1995: 75). Más del 40% de la producción nacional se exportaba:

En estos primeros años se produce una gran expansión del libro de edición argentina en todo el continente; en 1942 se despacharon más de 11 millones de ejemplares por correo. Durante 1942, el correo transportaba hacia el exterior 2.750.814 kg de libros, en 1943, 3.155.979, y en 1944, 4.985.237 kg. (García, 2000: 36)

La existencia de importantes empresas distribuidoras con redes de comercialización en América Latina y España, como Tres Américas, dirigida por Isay Klasse, jugaron roles destacados en este proceso. Asimismo, varias de las casas editoriales instalaron sucursales en las principales ciudades latinoamericanas y de España, como Kapelusz, Losada, Médica Panamericana, Emecé y Paidós, entre otras.

La primera feria del libro

En 1943 se organiza la Primera Feria del Libro Argentino, al aire libre y sobre la avenida 9 de Julio (entre Cangallo y Bartolomé Mitre). Originalmente preparada para durar 30 días, se extendió del 1 de abril al 4 de mayo y reunió a más de 800.000 visitantes.

La Feria se realizó con apoyo económico del Estado nacional, a través del otorgamiento de un subsidio ($25.000 m/n) solicitado por la Cámara Argentina del Libro, en función del gran aporte a la cultura nacional que harían con esta muestra. Como indica Alejandra Giuliani (2012), su organizador, la Cámara Argentina del Libro, sabía que llevar adelante esta muestra superaba la capacidad financiera de una entidad recientemente fundada como la CAL. La solicitud de apoyo estatal generó controversias al interior de la Cámara, sobre todo con editores que consideraban que solicitar apoyo del Estado significaba comprometer su independencia política. De hecho, algunas de las editoriales más importantes, como Estrada y Claridad, decidieron no participar. Sin embargo, fue el fuerte apoyo y presencia estatal los que hicieron un éxito de la muestra, tanto por su aporte económico, como por la cesión del espacio y la participación de entidades públicas con presencia propia: la Comisión Protectora de Bibliotecas Populares, el Banco de la Nación Argentina, el Banco de la Provincia de Buenos Aires, la Dirección de Parques Nacionales, entre otros.

Durante esta primera feria circuló un boletín diario, compuesto e impreso en la Feria por Imprenta López, que instaló allí un linotipo y una imprenta. Se emitió también un sello postal conmemorativo de la muestra y la Cámara Argentina del Libro editó como homenaje 35.000 copias de Juvenilia, de Miguel Cané, que se vendían a muy bajo costo. Paralelamente a la exposición de libros, había actividades culturales, espectáculos musicales y conferencias de escritores. Guillermo Kraft, presidente de la Cámara Argentina del Libro, expresó en el discurso inaugural que el objetivo de la muestra era acercar los textos al pueblo.

En una conferencia durante la Feria, Ricardo Rojas expresaba que

Ya tenemos en el país editores de verdad, que exponen capitales en los negocios de toda índole, e impresores de capacidad industrial y libreros de inteligencia en su oficio. Ya hemos logrado que esas tres actividades se diferencien entre sí. Ya hemos logrado también que quienes producen materialmente el libro y lo divulgan colaboren en buena amistad con quienes lo producen intelectualmente, pues aun cuando los autores escriban desinteresadamente, necesitan tener compradores de sus obras. Ya hemos logrado al fin que dichos intereses, organizados en Cámara, convoquen al pueblo a este jubileo de nuestros libros. (En de Sagastizábal, 1995: 128-129)

También con ocasión de esta feria se anunció que se había llegado a un acuerdo entre Argentina y España por el cual la importación de libros argentinos en España quedaba libre de trabas.

Los editores evaluaban muy positivamente los resultados de la reciente Primera Feria del Libro Argentino, primer acontecimiento de su tipo en la Argentina (…) la Feria había sido un espacio de gran efectividad en la difusión y las ventas de las casas editoras (Giuliani, 2012).

Para la segunda mitad de la década de 1940, los problemas de distribución por la guerra en curso, que ya habían comenzado a vislumbrarse a fines de la década pasada, persisten y, al mismo tiempo, comienzan a aumentar los costos de producción. En los años siguientes, la dificultad para obtener divisas, la falta de papel importado, el encarecimiento de los costos de producción y de la escasez de financiamiento mundial, entre otros factores, generaron dificultades para la industria editorial. Comienzan a surgir entonces, ya con una agrupación gremial fundada, iniciativas tendientes a propiciar una legislación de estímulo a la industria editorial, en sintonía con otras iniciativas para fomentar a las industrias.

Gonzalo Losada, fundador de Editorial Losada, señalaba

la falta de un organismo público que estimulara, cuidara, apoyara y orientara la producción editorial. Lo que en otros países estaba en pleno desarrollo, en la Argentina no existía. Daba al respecto un ejemplo irrebatible: “En las nuevas formas fiscales implantadas por el gobierno, el papel para la confección de libros está gravado con un 20% ad valorem y, en cambio, el papel ya impreso, es decir, manufacturado y convertido en libro, está exento de impuestos, lo que en buen romance quiere decir que nuestro pueblo otorga una prima a la industria extranjera”. (de Sagastizábal, 1995: 116-117)

Entre los reclamos del sector, Losada destacaba la necesidad de mejorar costos de producción, rebajar tarifas postales, facilidades para la compra de maquinaria importada, créditos accesibles y exención de impuestos.

A pesar de las dificultades, “para 1952 Argentina registraba 276 títulos publicados por cada millón de habitantes, mientras España –cuya industria ya comenzaba a evidenciar signos de recuperación– registraba solo 119” (de Diego, 2006a: 104).

El posperonismo

Durante la segunda mitad de la década del 50, como consecuencia de los cambios políticos, la acción editorial del Estado toma otro vuelo, se crean la Editorial Universitaria de Buenos Aires (EUDEBA) y Ediciones Culturales Argentinas, dependientes de la Secretaría de Cultura de la Nación. Durante los primeros diez años estas editoriales desarrollaron una intensa actividad.

Los veinte años transcurridos entre 1955 y 1975 fueron tiempos de conmociones profundas en la vida institucional del país, con alternancias de gobiernos militares y civiles, en un contexto de violencia en paulatino aumento, deterioro de la situación económica de la población y divisiones inconciliables en la sociedad. (Aguado, 2006: 125)

En 1955 se registra una caída en la producción editorial, vinculada en buena medida a la llegada de un nuevo gobierno militar, que censuraba cualquier expresión peronista, temática muy frecuente en la producción editorial del período anterior. La Revolución Libertadora prohibió expresamente por el Decreto 4161/56 “imágenes, símbolos, signos, expresiones significativas, doctrinas, artículos y obras artísticas” que dieran lugar a interpretarse como una afirmación de ideología peronista.

Luego del derrocamiento de Juan Domingo Perón en 1955, el gobierno militar que lo sucedió no hizo cambios significativos en la orientación económica general, fuera de atenuar el intervencionismo estatal: eliminó mecanismos de control del comercio exterior y alentó la exportación de productos agropecuarios, sin grandes resultados. “Había un notorio retraso en energía, telecomunicaciones, transporte, abastecimiento de hidrocarburos y, sobre todo, tecnología moderna” (Aguado, 2006: 126).

Con la llegada de Arturo Frondizi al gobierno, se redujo el sector público y se hizo foco en la industrialización, pero como contrapartida hubo una alta inflación y la consecuente caída del poder adquisitivo. En 1958, año de transición entre el gobierno militar y el gobierno democrático de Arturo Frondizi, la producción editorial descendió a uno de los niveles más bajos de su historia: 14 millones de ejemplares.

Entre los años 30 y 60 la industria del libro tuvo en nuestro país su mayor crecimiento, facilitado no solo por las políticas de alfabetización, sino también por las correspondientes al fomento industrial, sustitución de importaciones y desarrollo social (empleo, poder adquisitivo, etc.). Fue precisamente a fines de la década de los 40 e inicios de los 50 –un período de fuerte desarrollo industrial, educativo y social– que la industria del libro experimentó, en términos relativos, su momento de mayor auge (…) En menos de tres décadas, se multiplicó por cinco el número de títulos editados y por más de diez el número de ejemplares publicados. (Getino, 2008: 66)

Entrando en la década del 60, el esplendor de la “edad de oro” de la industria editorial argentina empezó a apagarse. La industria del libro comenzó a perder capacidad productiva y exportadora, el volumen de ejemplares publicados pasó de 283 millones en la década anterior a 238 millones en los 60.

(…) la industria editorial argentina fue perdiendo su capacidad de llegada a los mercados de Iberoamérica, simultánea al crecimiento que experimentaban las industrias de otros países, como España –que pasó a liderar el mercado regional–, México y, poco después, Colombia y Venezuela. (Getino, 2008: 68)

En 1962 se establecieron medidas para el apoyo financiero a las exportaciones de productos no tradicionales, entre los que se incluyó al libro de edición argentina, con reembolsos y reintegros impositivos, pero no resultó suficiente. La disminución del mercado externo fue compensada en parte por un crecimiento de la demanda del mercado interno (con la generalización de los estudios secundarios y un acceso más habitual a la universidad), el surgimiento de nuevos autores y temáticas, y nuevas formas de distribución y venta del libro. “Entre 1960 y 1969, se da el último período favorable para la edición, sustentado en la difusión de la literatura hispanoamericana” (Aguado, 2006: 130). Las cifras son contundentes: “El registro de ediciones desciende de más de 50.000.000 de ejemplares en 1953 a 29.000.000 en 1971. El promedio anual de títulos editados superó los 11.000 en 1950 y en 1971 no llega a los 5.000 títulos” (en Naciff, 2006: 260).

La democracia a puro golpe

Desde el derrocamiento de Arturo Illia el clima convulsionado que se vivía en el país no se detuvo e incluso se incrementó a partir del año 1969, con levantamientos sociales, organizaciones armadas clandestinas y presos políticos. Los sucesivos gobiernos militares, signados por contradicciones internas, no lograron dominar la situación y convocaron a elecciones en 1973, con la proscripción de Juan Domingo Perón.

Días antes de que asumiera el poder el nuevo presidente electo democráticamente, se sanciona en mayo de 1973 la Ley 20.380, la primera Ley del Libro. Dicha ley declaraba de interés nacional la promoción, producción y comercialización del libro argentino (editado e impreso en el país). Esta ley favorecía la circulación y otorgaba incentivos a la producción, desgravaciones impositivas, fomentos a la difusión y un mayor control de las ediciones para la protección del derecho de autor, pero nunca llegó a reglamentarse. Sin embargo, es en esta época que, a pesar de los desequilibrios económicos, se obtienen algunos beneficios importantes para la industria, como la exención del IVA a los libros.

El peronista Héctor Cámpora fue quien se alzó con la victoria en las elecciones de 1973, para renunciar y convocar a nuevas elecciones a escasos días de haber asumido, esta vez con la posibilidad de elegir a Perón, quien asume el gobierno en octubre de ese mismo año, en un clima convulsionado en todos los niveles, incluso dentro del mismo peronismo.

(…) en 1973, año del regreso a la democracia, se edita un 37,5% más que el año anterior. Y en 1974, se produce un 43,5% más que en 1973. Si bien en 1975 la producción cae un 20%, se mantiene por encima de los 40 millones (Valor y símbolo, 2010: 56-57).

Juan Domingo Perón fallece en el poder en julio de 1974 y lo sucede su vicepresidenta y esposa, María Estela Martínez, derrocada en 1976 por un nuevo golpe de Estado. El último período peronista, entre el 73 y el 76,

procuró satisfacer las demandas de mejora de la base social del peronismo, a costa de aumentos nominales del salario, controles de precios, regulación de la inversión extranjera, impuestos distorsivos, nacionalización de los depósitos bancarios. En suma, un camino que condujo al Rodrigazo de 1975: devaluación de la moneda en un 160 por ciento, aumento de un 170 por ciento en los combustibles y un intento de fijar un tope del 38 por ciento en los aumentos de salarios. Un paro general de los gremios consiguió aumentos cercanos al 100 por ciento: el año terminó con una inflación del 183 por ciento. (Aguado, 2006: 128)

Desde la llegada del último gobierno militar al poder, e incluso tiempo antes de que el gobierno de María Estela Martínez de Perón culminara abruptamente, las persecuciones político-ideológicas se sucedieron e intensificaron y esto, por supuesto, no fue ajeno para la industria editorial: quema y censura de libros, allanamientos e intimidaciones a casas editoriales, detención y desaparición de editores y autores, que se amparaban en leyes surgidas tanto en los regímenes militares como durante el gobierno de María Estela Martínez de Perón, como las Leyes 16.670 de Defensa Nacional, la 17.401 de Represión y Prevención de las Actividades Comunistas, la 20.216 de Correos, la 20.840 de Subversión Económica y la 21.272, entre otras.

(…) si bien el período de la Revolución Argentina (1966-1973) coincide con los mejores años de la industria argentina en general, y con una recuperación del libro en particular, las caídas en la producción editorial de 1956-1958 y 1976-1983 coincidirán con los gobiernos militares o de facto, y las recuperaciones, como se verá más adelante, con gobiernos democráticos. (Valor y símbolo, 2010: 54-55)

En 1974 se produjeron en Argentina casi 50 millones de ejemplares –prácticamente la misma cantidad que en 1953, otro momento de pico de la industria editorial–, con un tiraje promedio de 10.100; sin embargo al año siguiente comenzó un fuerte declive y solo cinco años después, en 1979, la producción total alcanzaba 17 millones de ejemplares y el tiraje promedio era de 3800.

En 1974, de los casi 50 millones de ejemplares producidos se exportaron 16,6 millones y se importaron otros 9,4 millones, dejando la balanza comercial con signo positivo (…) para 1981, se exportaron menos de la mitad de ejemplares (7,7 millones) y se importaron más de 55 millones, producto de una moneda local fuerte respecto del dólar: entonces, la balanza comercial se invirtió y el saldo negativo fue de casi 25 millones de dólares (Schmucler, 1990: 208). (de Diego, 2006b: 176-177)

Asimismo, el momento de mayor nivel exportador se registró en 1977, donde las ventas superaron el promedio histórico de entre 18 y 20 millones de dólares y alcanzaron los 103 millones, reduciéndose en 1978 a 28 millones. Esta situación puede explicarse por la especulación del empresariado frente a la política económica del gobierno militar, que implementó un repentino proteccionismo que alcanzó hasta un 25% de reembolso en efectivo por los montos facturados por exportación. Los empresarios del sector exportaron toneladas de material impreso y no impreso, papel de desecho, todo lo que pudiera cargar el contenedor y que se pudiera contemplar dentro del porcentaje de reembolso, como una forma de contrarrestar los efectos del doble cambio monetario y la inestabilidad económica (Getino, 2008).

Según José Luis de Diego (2006b), la combinación de autoritarismo político y crisis económica resultó letal para la actividad editorial. Este proceso, que se venía gestando desde la brusca devaluación de la moneda en el “Rodrigazo”, con la posterior corrida inflacionaria –que solo se detuvo momentáneamente en 1985 con el Plan Austral– fue de supervivencia, decadencia y quebranto.

En materia legislativa, en 1981 se sancionó la Ley 22.399 de ISBN, que establece que todo libro editado en la Argentina deberá llevar impreso el número del Sistema Internacional Normalizado para Libros (ISBN – International Standard Book Number). Asimismo, durante este período vuelven a escucharse las voces de los principales actores del sector abogando por una legislación que incentive a la industria editorial. La Ley 20.380 de Promoción del Libro Argentino, que luego de mucho luchar fue sancionada en 1973, nunca llegó a reglamentarse, por la tanto no había legislación que tuviera en cuenta las necesidades del sector. Entre las problemáticas mencionadas por los editores se encuentran el alto costo del papel, la dificultad de contratar obras en el exterior por el valor de la moneda nacional –lo que llevó a la intensificación de la publicación de autores nacionales–, la obsolescencia de la maquinaria y la retención de impuestos de derechos de autor que ascendía hasta el 48%, mientras que en otros países que competían con la Argentina esa retención era del 0% en el caso de México y del 8% en el caso de España (de Diego, 2006b).

Tras una década exitosa que culmina en los años 1974 y 1975 con cifras cercanas a los 50 millones de ejemplares, a partir de 1976, primer año de la dictadura militar, comienza una contracción solo comparable al trienio 1956-1958 o al año 1991 (…) En 1976, la producción editorial cae un 25% con respecto al año anterior, y en 1977 vuelve a reducirse a cerca de un 30%.

En 1979 la producción se había reducido a 17 millones de ejemplares. Y, si bien la caída se detiene, en 1981 vuelve a contraerse a 14 millones hasta llegar en 1983, último año de la dictadura, a uno de los pisos más bajos de toda la historia editorial: 13,5 millones de libros publicados. (Valor y símbolo, 2010: 58-59)



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