¿Posibles escenarios de integración?
Matías Ghilardi[1] y Julieta Dalla Torre[2]
Introducción
El capitalismo globalizado y su modelo neoliberal de construcción de ciudades se caracterizan por la generación de aislamiento entre los diversos grupos sociales y la consiguiente segregación de gran parte de estos. Algunos presentan una forma de segregación que entendemos es mayormente voluntaria, con una fuerte presencia del mercado o sector privado. Otros agentes sociales son segregados de forma compulsiva en el marco de una privación y exclusión económico-política, residencial y cultural permanente y con la ausencia y olvido del Estado y sus distintos niveles de injerencia.
El Área Metropolitana de Mendoza (AMM) en Argentina y particularmente la Ciudad de Mendoza, escenario material y simbólico de la presente ponencia, es parte de tal realidad. Esto lleva a la necesidad de pensar alrededor de las fronteras intraurbanas que se van construyendo a partir de esos procesos de segregación y de entenderlas no solo como bordes de separación, sino como espacios importantes de encuentro y, por lo tanto, de articulación, posible integración y construcción colectiva. Desde una escala local y con ayuda de observación directa en el campo, así como con el análisis documental, nos proponemos indagar cuál es la relación que existe entre las fronteras intraurbanas y el espacio público. Es decir, en qué medida pueden identificarse fronteras en determinadas áreas de la Ciudad de Mendoza, si estas funcionan como espacios que pueden pensarse para el logro de una convivencia y una construcción urbana colectiva, y cuál es el rol del Estado en la consolidación de espacios públicos de calidad en la ciudad.
Territorialidades y espacio público en la definición de fronteras
Hablar de fronteras intraurbanas nos lleva a definir primero al espacio público, uno de los espacios fundamentales donde estas se construyen y reproducen cotidianamente. Este es entendido como:
[…] el espacio de expresión colectiva, de la vida comunitaria, del encuentro y del intercambio cotidianos. Nada queda al margen de este desafío: bloques de viviendas, centros comerciales, escuelas, equipamientos culturales o sociales, ejes viarios, por no nombrar calles y galerías, plazas y parques (Borja y Muxí, 2003: 53).
A partir de las relaciones y las prácticas sociales que se dan en estos espacios públicos, se construyen territorialidades que se expresan en diversas escalas y en términos materiales e inmateriales o simbólicos. Estas territorialidades van definiendo espacios de fronteras, los cuales son permeables y están en constante conformación a partir de la movilidad territorial de los agentes que allí se encuentran en determinado momento.
Como afirman Borja y Muxí (2003: 13-14):
El espacio público tiende fundamentalmente a la mezcla social, hace de su uso un derecho ciudadano de primer orden, así el espacio público debe garantizar en términos de igualdad la apropiación por parte de diferentes colectivos sociales y culturales, de género y de edad. El derecho al espacio público es en última instancia el derecho a ejercer como ciudadano que tienen todos los que viven y que quieren vivir en las ciudades.
Entonces, que el espacio público permita el encuentro con los/as otros/as nos habilita a pensarlo como fundamental para este trabajo. Por ello, lo recuperamos y avanzamos en su análisis a partir de un ejemplo concreto en la Ciudad de Mendoza para indagar sus fronteras porosas y sus posibilidades de integración social.
¿De qué hablamos cuando hablamos de fronteras?
Para comprender y adentrarse en esta categoría, es preciso recalcar que
la frontera es un ámbito que separa pero que a la vez reúne, puesto que no habría fronteras sin nadie del otro lado, por lo que la frontera no sólo distingue a los otros, sino que también ofrece una definición posible del ‘nosotros’ que se contrasta con los de afuera de los límites (Bartolomé, 2006: 3).
“Son los lugares propicios para la articulación social y el consiguiente desarrollo de nuevas configuraciones sociales” (Bartolomé, 2006: 6).
Las fronteras se construyen por las prácticas sociales en un momento y en un espacio determinado. Estas remiten a una comunidad emplazada físicamente en un territorio y a una comunidad simbólica. Pueden modificarse, desdibujarse, delinearse, “pero no pueden desaparecer porque son constitutivas de toda vida social” (Solís y Martínez, 2012: 27). “La frontera remite al encuentro de límites, es decir, a contactos entre elementos y procesos heterogéneos” (Solís y Martínez, 2012: 26). Por ello, entendemos que es central para comprender los procesos y relaciones sociales. En los espacios fronterizos está la posibilidad del cambio, entonces habrá que estudiar sus dinámicas para aprovecharlos y pensar en las posibilidades de transformación que brindan a nuestras ciudades.
Durante buena parte del siglo XX, disciplinas como la geografía, historia y sociología han revisitado el concepto de “frontera” para diferentes estudios, generalmente a escala del Estado nación (frontera internacionales) o de grandes extensiones (frentes expansivos de la agricultura). Esta categoría esporádicamente ha sido recuperada por los estudios urbanos (Vidal Kopmann, 2002; Segura, 2006; Elguezabal, 2018); muchas veces, sin un uso comprensivo del concepto, más bien de manera genérica.
La frontera no es una categoría exclusiva de una u otra disciplina ni debería asociarse directamente con la formación de los Estados nacionales. Antes bien, frontera es un instrumento heurístico que debería permitir abordar cualquier fenómeno que involucre procesos de fragmentación, diferenciación y relación entre entidades geohistóricas específicas. En este sentido, la ciudad contemporánea es un excelente ámbito para observar las diferentes prácticas materiales y simbólicas de la sociedad en el proceso de construcción social del espacio, a partir de las cuales emergen fronteras, de diversas características y extensión (en el espacio y el tiempo).
Este trabajo se propone retomar el concepto de “frontera” para estudiar los procesos de transformación urbana y, en particular, aquellos que tienen que ver con la fragmentación espacial y la exclusión social que actualmente caracterizan a nuestras ciudades. Por lo tanto, se parte de una definición amplia de frontera. En términos genéricos, puede considerarse que da cuenta de una variedad de entidades socialmente construidas, espacial y temporalmente localizadas. En términos específicos, las fronteras suelen recibir nombres como “muros”, “límites”, “periferias”, “barreras” y “bordes”, entre otros, además de “frontera”. Esas entidades pueden expresar, simultáneamente o no, tres propiedades o dimensiones espaciales fundamentales:
- la configuración o cohesión de áreas (que pueden ser territorios, lugares, paisajes o ambientes);
- la separación o disyunción entre áreas; y, eventualmente,
- la relación –solidaria o conflictiva– o conjunción entre diferentes áreas (Benedetti, 2018).
Pensar la frontera de esta manera supone reconocer que puede expresarse en diferentes escalas espaciotemporales.
Para explorar las posibilidades de esta perspectiva, se decidió tomar como caso de estudio la Ciudad de Mendoza (Argentina). En la lectura de esta ciudad, pueden reconocerse diferentes tipos de fronteras, que tienen características diversas en cada momento y en el contexto de cada sector de este territorio, y que intentaremos dilucidar y discutir.
En la Argentina el INDEC estableció que la continuidad urbana de una metrópoli puede ser denominada “área metropolitana” o “aglomerado”. Es por ello por lo que el área geográfica sobre la que se asienta el continuo edificado de la ciudad en estudio se denominará Área Metropolitana de Mendoza (en adelante, AMM). Esta ciudad se extiende por seis unidades territoriales denominadas “departamentos”, cada uno de los cuales, a su vez, conforma un municipio. Dos de ellos, Capital o Ciudad de Mendoza (área urbana en la que se centra el presente trabajo) y Godoy Cruz, tienen gran parte de su territorio dentro del AMM. En cambio, los departamentos de Las Heras, Guaymallén, Luján de Cuyo y Maipú son abarcados, de manera parcial, por la aglomeración (ver figura 1).
Figura 1. El Área Metropolitana de Mendoza
Fuente: Instituto CIFOT, Facultad de Filosofía y Letras, Universidad Nacional de Cuyo.
¿Qué son las fronteras simbólicas?
Una frontera, más allá de su expresión material, es una
zona difusa de constantes interpenetraciones que puede ser como desde su capacidad limítrofe, articulatoria o no, pero confinada al fin y al cabo a un perímetro que divide, segmenta, distingue y separa identidades, grupos, representaciones, significados y culturas. De ahí que podamos partir de la vinculación tan estrecha que existe entre frontera y ruptura, ambos conceptos tomados en su doble condición dialéctica de límite y cambio […] El concepto de frontera nos sirve como herramienta teórico-metodológica para poder entender cómo se construye el sentido de lo propio y lo ajeno, del “nosotros” y de los “otros” (Rizo García y Romeu Aldaya, 2006: 38).
Estas fronteras “no permanecen estáticas en el tiempo, van cambiando, adquiriendo nuevos contornos dependiendo del tipo de interrelaciones que se establezcan entre los grupos sociales que conviven en su interior” (Trejo, s/f: 16).
En un trabajo anterior (Dalla Torre y Ghilardi, 2019), construimos una primera clasificación de fronteras y distinguimos entre materiales y simbólicas, intraurbanas e interurbanas.
Las fronteras simbólicas son entendidas como espacios de convergencia de imaginarios colectivos. Zulema Trejo (s/f: 9) explica:
Las fronteras simbólicas son un espacio intangible pero perceptible en el que convergen las significaciones-imaginarios sociales de las colectividades. Estas significaciones al crearse o re-crearse permiten a los grupos sociales identificarse ante sí y frente a los otros, asimismo posibilitan sus acuerdos, desacuerdos, pactos, conflictos, en suma, están subyacentes a las interrelaciones de los individuos socializados, así como de las instituciones que rigen y dan coherencia a la sociedad en su conjunto. […] no podemos tocarlas, pero sí podemos percibirlas, describirlas e incluso delimitarlas aunque sus límites sean necesariamente flexibles, y más una construcción hecha por cuestiones didácticas, que un reflejo de la realidad existente.
La mayor parte de las definiciones que se han dado de “frontera simbólica” coinciden en dos puntos: son intangibles y la forma o método tanto para identificarlas como para analizarlas es el lenguaje. Entonces, la frontera simbólica, si bien no se puede tocar ni ver, sí puede percibirse y por consiguiente representarse a través del lenguaje; es posible también analizarla mediante herramientas teórico-metodológicas que analicen el lenguaje, “tales como los imaginarios sociales, la hermenéutica, el análisis del discurso” (Trejo, s/f: 8). También puede representarse en los relatos de los agentes sociales, “no solamente escritos sino entendidos de una manera más amplia como aquella representación de la realidad concretizada de diferentes formas, por ejemplo en un texto, la fachada de un edificio, un testimonio oral, una pintura, una fotografía” (Trejo, s/f: 16-17).
Para Paniagua Arguedas (en Trejo, s/f: 8): “[…] las fronteras simbólicas constituyen aquellas imágenes, formas discursivas, acciones, pensamientos, y sentimientos, que son una barrera imaginaria levantada en torno ‘a los otros’ [sic] son construcciones simbólicas, invisibles (no palpables), pero existentes, pues pueden invisibilizar al otro”.
Dentro de los procesos de territorialización y diferenciación social que los agentes desarrollan, las prácticas que construyen fronteras del orden de lo simbólico, al igual que las materiales, físicas, evidentes a los sentidos, objetivas, buscan la diferenciación, la demarcación de una distancia, de una separación respecto de otros/as, la cual también puede ser cuestionada por algunos agentes. Estas fronteras son construidas por ejemplo en relación con las vivencias, representaciones, prácticas, discursos construidos y compartidos. Algunas de estas fronteras simbólicas se vinculan con cómo se ven y se piensan los agentes sociales, cómo se sienten con los/as otros/as, con lo extraño. En este sentido, existen diferencias de clase, de género, de generación, de etnia, que permean estos sentimientos y que, por lo tanto, van definiendo y redefiniendo fronteras constantemente en cada relación social que se establece (Dalla Torre y Ghilardi, 2019).
Al mismo tiempo, entendemos que pueden identificarse diversas intensidades de fronteras, que podrían pensarse a partir del número de barreras con que cada agente convive en un determinado espacio.
Además de muros, contenciones, ingresos vallados, autopistas intraurbanas –todas estas, fronteras materiales– que pueden observarse a diferentes escalas (del AMM, de los municipios, de los barrios, etc.), las fronteras simbólicas son construidas y alimentadas en gran parte por la prensa y la propaganda a partir de la evaluación y categorización que hacen de los espacios urbanos desde intereses económicos y políticos fundamentalmente, movidos por la lógica del mercado. Son estas manifestaciones las que ayudan a dividir aún más los lugares urbanos según diferencias entre sus habitantes y entonces llevan a fragmentar cada vez más la ciudad como un todo (Dalla Torre y Ghilardi, 2019).
Los imaginarios espaciales y su vínculo con las fronteras simbólicas
Entendemos que los territorios urbanos son los espacios vividos, representados, imaginados, y que en esa vivencia cotidiana se dan procesos sociales, concretos o materiales y otros del orden de lo inmaterial o simbólico. Nos quedaremos con la idea de que los agentes sociales viven y construyen las ciudades en diversos momentos históricos mediante las representaciones simbólicas que crean sobre estas, es decir, los imaginarios espaciales urbanos, sus interpretaciones. Así aparecen los relatos, los rumores, los saberes, las imágenes, las memorias urbanas, los rituales, los fantasmas… Lo interior/exterior, el adentro/el afuera, lo público/lo privado, el centro/la periferia, nosotros/la otredad, etc. En palabras de Armando Silva:
[…] lo real de la ciudad no es sólo su economía, su planificación física o sus conflictos sociales, sino también las imágenes imaginadas construidas a partir de tales fenómenos, y también las imaginaciones construidas por fuera de ellos, como ejercicio fabulatorio, en calidad de representación de sus espacios y de sus escrituras (Silva, 1988: 135, en Gravano, 2015: 145).
Entonces, si las ciudades son simbólicamente construidas, debemos poder identificar, reconstruir y comprender aquellos espacios de frontera que nos ayudan a su complejo, histórico y más acabado conocimiento.
Las imágenes y recuerdos que nos evocan las mismas y que sin duda atraviesan nuestros imaginarios y nuestras prácticas, simbolizan a quien pertenecen determinados lugares y quienes pueden usar y apropiarse de los mismos. […] Las imágenes no son la realidad, sino la representación de esa realidad que se constituye a partir del resumen de evaluaciones, concepciones del mundo, preferencias, homogeneizando una idea de la ciudad. Así, toda imagen urbana es un cúmulo de estereotipos, de cuya sumatoria emerge una imagen estereotipada de la ciudad en cuestión. […] Las imágenes urbanas acaban constituyéndose en la materia prima de los discursos, los valores y las prácticas sociales (Lacarrieu, 2007: 50-51).
Los sectores dominantes juegan un rol central en la construcción de los imaginarios urbanos, con la ayuda de los medios de comunicación, que favorecen la construcción de ciertas imágenes sobre las ciudades y de las políticas públicas que favorecen una determinada producción del espacio urbano y determinadas pautas de apropiación de él (Hiernaux, 2007). Esto, sin lugar a dudas, lleva a la conformación de fronteras simbólicas que, a su vez, ayudarán a la reproducción de la exclusión social y segregación espacial de ciertos grupos.
La movilidad cotidiana ciudadana: cómo las fronteras simbólicas afectan esta movilidad y la construcción/apropiación espacial
En sintonía con Manuel Herce (2013), sostenemos que las ciudades se han convertido en territorios de superposición de redes de comunicación que posibilitan velocidades muy diferentes, y por lo tanto las carencias o dificultades de acceso a su uso entrañan claros riesgos de exclusión social. Exclusión de las capas de población que no disponen de vehículo motorizado propio en un sistema de transporte que lo privilegia, o de aquellos/as a los/as que la ocupación masiva del espacio por ese tipo de vehículos les impide ir a pie o en bicicleta, o que no pueden utilizar aquel tipo de vehículos o no lo encuentran adecuado al motivo y duración del desplazamiento, y sobre todo para ciudadanos/as que transcurren gran parte de su tiempo en intercambios de un transporte colectivo que resulta a menudo ineficaz.
Entre los obstáculos que un territorio puede plantear a las personas, las fronteras se corresponden a aquellos espacios que ponen en contacto dos áreas con diferentes características (Cortés y Figueroa, 2013). Estos espacios usualmente poseen las características de los sectores en confrontación, pero que, llegado un punto de consolidación, adquieren particularidades respecto a sus sectores de origen: son autónomas y con dinámicas propias.
Cuando devienen en “fragmentos autónomos”, pueden disgregar espacios al generar lugares abandonados y deteriorados o, al contrario de lo que se cree, pueden integrar espacios, emplazando actividades que atraen desplazamientos. Bajo esta lógica, las fronteras pueden recomponer la relación entre áreas disímiles o conformar barreras para las prácticas de movilidad de las personas, al impedir los desplazamientos (Cortés y Figueroa, 2013).
Coincidimos con Wacquant (citado en Segura, 2006: 6) en que la separación entre áreas de relegación urbana y el resto del cuerpo social “es una separación de mundos vividos, no de sistemas, es decir, remite a la especificidad de las experiencias y relaciones concretas de sus ocupantes, no a los lazos subyacentes que los anclan con firmeza al conjunto metropolitano”.
El acercamiento a ese “mundo vivido” nos indica no solo que existen nexos causales y funcionales entre la vida en el barrio y el sistema social, sino que la experiencia de la segregación espacial se halla tensada por dos fuerzas contrapuestas que modelan la vida de los/as habitantes de la ciudad. Por un lado, una conjunción de procesos que empujan hacia el “aislamiento” y, por otro lado, el desarrollo de estrategias varias y diversas que implican la “movilidad” para mitigar los efectos del aislamiento y la exclusión.
El AMM como expresión de fronteras y segregación
Según el último Censo Nacional de Población, Hogares y Vivienda del 2010, el AMM alberga a un poco más de un millón de habitantes (1.086.700), que representan alrededor del 62,5 % del total provincial.
El AMM es una metrópolis que no tiene una administración de carácter metropolitano, sino seis unidades administrativas individuales, lo cual genera problemas de gestión y de planificación urbana. Sí cuenta con fronteras político-administrativas entre los seis municipios que la conforman y con fronteras materiales y simbólicas, que van más allá de lo administrativo, como son algunos accesos y avenidas que se vuelven elementos de división y separación.
Estas mismas divisiones se materializan desde las prácticas de los municipios cuando promueven diversas actividades, mayormente recreativas (recitales, festivales, ferias, etc.) que publicitan en todas las ciudades del AMM, pero que al mismo tiempo buscan resaltar lo propio como en una búsqueda por no abrirse al intercambio.
Los desarrollos urbanísticos residenciales de tipo privado, que son una constante en los municipios del AMM, la mayoría de las veces están asociados a capitales e intereses económicos y le permiten a estas administraciones recuperar parte de la inversión hecha, fundamentalmente en infraestructura (pavimentación de calles, rotondas, luminaria, etc.). Los municipios así se convierten en promotores de este tipo de desarrollos ya que les permite hacerse con fondos que no reciben de otras fuentes. En consecuencia, durante los últimos años los territorios urbanos se vuelven de exclusiva propiedad del mercado, lo que perjudica de manera material y simbólica al resto de los agentes sociales y, muy especialmente, a las clases populares y limita la construcción y reproducción colectiva de las ciudades en beneficio conjunto. El Estado cede así los espacios institucionales a los agentes privados que se apropian de su renta y la monopolizan cual bien de uso con fines de acumulación.
Por otra parte, existe una marcada discrecionalidad en la forma en que determinados fondos nacionales son destinados a los municipios políticamente cercanos para hacer inversiones particulares. Un ejemplo de ello es el municipio de Luján de Cuyo y la compra al arzobispado de los terrenos del instituto religioso Antonio Próvolo (ubicado en el distrito de Carrodilla) para la construcción y traslado del nuevo edificio municipal.
En este contexto, entendemos que se va seccionando la ciudad y que aparecen en ella cada vez más fronteras materiales y simbólicas. En el AMM observamos sectores sociales que viven en barrios cerrados y que prácticamente no tienen contacto con otras realidades por fuera de la creada en su entorno artificial. Así solo los contactos en el ámbito laboral podrían llevarlos a vincularse con otras situaciones no tan naturalizadas. Estos son fundamentalmente aquellos que viven en los desarrollos inmobiliarios privados más grandes del AMM, especies de “ciudades pueblo” como son el Barrio Dalvian en la ciudad, Palmares y Palmares Valley en el departamento de Godoy Cruz, muchas de las urbanizaciones cerradas de Chacras de Coria y Lunlunta en el departamento de Luján de Cuyo como el Barrio Pueyrredón, La Bacherie y El Torreón en Maipú y Las Cortaderas Country en Rodeo del Medio, Guaymallén, entre otros. Algunos estudios previos (Roitman, 2008) sostienen que estos mismos agentes sociales son los que en el pasado vivían en residencias exclusivas en las zonas más caras de la Ciudad de Mendoza como la Quinta Sección. Es decir, entendemos que siempre fueron sectores que se autosegregaron de forma voluntaria, claro que no a los niveles en que hoy lo hacen.
También identificamos otro grupo más amplio que, proviniendo de sectores medios, por diversas razones (vinculadas fundamentalmente a la limitación económica de adquirir una vivienda o terreno en el centro de la ciudad y luego incentivados por los discursos de la inseguridad), se vuelcan a vivir en emprendimientos cerrados, privados o de cooperativas de viviendas, ya sin tantos servicios (amenities) que en cierto sentido les obliga a incorporarse a la ciudad para consumir los productos que diariamente necesitan. Estos sectores tienen más contactos con otras realidades y agentes por fuera de las fronteras barreales, y podemos decir entonces que es mayor su participación de los espacios urbanos por los que se movilizan y frecuentan.
El AMM registra más de 300 barrios cerrados identificados más otros tantos en construcción con o sin aprobación municipal.
Finalmente, se encuentran quienes no viven en urbanizaciones cerradas que, por diversas razones de índole económica, política, cultural, espacial, pueden participar en mayor o en menor medida en la construcción de la ciudad, y tienen cotidianamente mayor contacto e intercambio con otros grupos sociales y escenarios.
Vemos entonces que se crean enclaves o islas de riqueza conformados de sectores sociales privilegiados que se autosegregan del resto. No obstante, al interior de estos espacios urbanos, se dan relaciones sociales, se presentan divisiones y, por lo tanto, fronteras en su interior y por supuesto con el exterior. Es decir, al analizar hacia el interior, la ciudad insular o la ciudad de islas, como entendemos que podemos denominar al AMM, deja de serlo con tanta fuerza.
Como afirmamos en párrafos anteriores, las fronteras son inestables, no permanentes, sino construidas a partir de los sujetos y sus prácticas. Así como también pueden recomponer la relación entre áreas disímiles o conformar barreras para las prácticas de movilidad. Diremos entonces que las fronteras entre clases y grupos sociales al interior de los espacios segregados son porosas, que ocurren intercambios con el otro y que también desde allí se produce construcción cotidiana de esos espacios. “Las fronteras sociales entrecruzan y atraviesan sus fronteras espaciales” (Elguezabal, 2018: 64) (figura 2). Entendemos que en estas áreas hay mucho dinamismo que es importante recuperar y fomentar.
Figura 2. Los espacios de fronteras: permeables, dinámicos
Fuente: elaboración propia.
¿Espacios fronterizos como escenarios de integración en la Ciudad de Mendoza?
Maristella Svampa (2001) y Teresa Caldeira (2000), hacia los años 2000, escribían que en las ciudades, particularmente Buenos Aires y San Pablo, se generaban nuevos espacios de segregación socioespacial como resultado de que las clases altas se encerraban en urbanizaciones privadas. Desde este punto de vista, la ciudad es vista como dualizada y los muros, y demás dispositivos de control, exclusivamente como elementos de separación.
Los ganadores de la globalización habrían construido así una ciudad autosegregada, una ciudad privada alrededor de la cual se levantan muros reforzados por dispositivos de seguridad infranqueables, para protegerse de los otros, de los pobres, de los postergados en la otra orilla de la ciudad dual (Elguezabal, 2018: 11).
Se plantea un nuevo punto de vista que, desde una escala más pequeña, busca identificar no solo los elementos comunes que homogeneizan los enclaves de riqueza en su interior y los separa completamente del resto, sino también las diferencias, los puntos de vista de sus habitantes, con el objetivo de ver también que no solo pueden darse separaciones y que, por lo tanto, las fronteras que se construyen y se imponen no son estáticas, sino dinámicas y porosas.
Esta escala más micro y esta mirada más íntima son las que consideramos es necesario recuperar para pensar las fronteras interurbanas como posibles escenarios de integración y no solo de separación y división y así poder fomentar las construcciones colectivas y participativas del espacio público.
Desde esta perspectiva, entendemos que en la Ciudad de Mendoza[3], más allá de sus características de metrópolis fragmentada, encontramos algunos ejemplos de espacios urbanos fronterizos en los que pueden identificarse ciertas características que destacan por buscar la comunicación y la integración social y espacial. Estas son áreas de la ciudad en las que se busca, mediante la intervención del Estado, articular y así potenciar el espacio público como construcción colectiva.
Mediante determinadas acciones, se espera recuperar el espacio público urbano en desuso y desarticulado del resto de la ciudad. Estos lugares pueden ser los centros históricos, los ingresos a edificios públicos, los parques, los espacios peatonales, las plazas. Se evita de esta manera favorecer todo tipo de espacio que rompa la trama urbana, tales como: los descampados; las playas de estacionamiento, que constituyen una fuente de plusvalía urbana por excelencia; las torres de oficinas que durante las noches permanecen desiertas y otras áreas privatizadas, cerradas e hipercontroladas o securizadas; también, la falta de iluminación y las veredas intransitables que impiden una movilidad urbana fluida. Entendemos que se evita entonces una visión mercantilista de la ciudad en el que el espacio público queda a expensas de los desarrolladores inmobiliarios y el Estado ve –por omisión o activa presencia– las áreas urbanas como mercancía o valor de cambio en el que el derecho a la ciudad no es respetado.
Tomaremos un ejemplo muy reciente de intervención estatal urbana como es la reconversión de parte de la estructura ferroviaria en el centro oeste de la Ciudad de Mendoza y su transformación en la llamada Ciclovía Nicolino Loche (figura 5), en honor al famoso boxeador local. Esta se ubica en la Cuarta Sección del departamento y se extiende de sur a norte desde la calle Carlos Pellegrini hasta la avenida General Mosconi con una extensión de 1,18 km. Limita hacia el sur con el Parque Central (el segundo parque en extensión de la Ciudad de Mendoza luego del Parque General San Martín), hacia el norte con el departamento de Las Heras, hacia el oeste con calle Perú y el inicio de la Sexta Sección y hacia el este con la Cuarta Sección (figura 3 y 4).
Figura 3. Área de estudio. Principales piezas urbanas
Fuente: elaboración propia.
Figura 4. Parque Lineal “Nicolino Loche”, Ciudad de Mendoza
Fuente: elaboración propia con base en Google Earth.
Figura 5. Ciclovía Nicolino Loche, Ciudad de Mendoza
Fuente: fotografía tomada por los autores.
Esta ciclovía une el barrio de sur a norte y une en esta dirección al Parque Central con el norte de la ciudad, al igual que con el departamento colindante de Las Heras. También es una vía de conexión oeste/este entre los barrios de la 4º y la 6º sección de la ciudad. Es preciso aclarar que antes de su construcción el área ubicada hacia el noroeste del Parque Central se encontraba absolutamente aislada y en desuso dada la falta de iluminación, de señalización y de la infraestructura con la que hoy cuenta. Actualmente es fácil de transitar y cruzar. Todos los cruces de calles han sido demarcados claramente para el uso prioritario del peatón y conectan el área hacia el este y oeste de la ciudad.
El área incluye una ciclovía (figura 6) para bicicletas, una pista para caminar y un predio sembrado e iluminado en toda su extensión. Esto lo vuelve un lugar de disfrute todo el año para todos/as los/as vecinos/as de la zona, sea que lo utilicen para descansar o para hacer deporte.
Figura 6. Ciclovía Nicolino Loche, Ciudad de Mendoza
Fuente: fotografía tomada por los autores.
Entendemos que este es un claro ejemplo de espacio urbano de convivencia en áreas de fronteras, de espacio público en el que el Estado ha decidido intervenir en sentido colectivo. Ha favorecido a la construcción de un espacio no securizado pero sí ordenado en el que los/as ciudadanos/as pueden convivir y encontrarse, de forma distinta a otras obras públicas realizadas en las que se busca privilegiar a algún grupo social sobre otro.
Algunas reflexiones finales
Observamos al AMM como una ciudad intermedia con una fuerte presencia de emprendimientos habitacionales y de infraestructura que tienden a la fragmentación del espacio urbano y a la poca interacción social. Hemos afirmado que Mendoza es una ciudad dual, fragmentada, que segrega a amplios sectores de sus habitantes, así como permite una marcada autosegregación de sus elites.
Sin embargo, si llevamos la mirada a situaciones concretas, a espacios urbanos puntuales, podemos observar que, aunque desde la planificación urbana y las operaciones del Estado y del sector privado se privilegie un modelo de ciudad insular, en la cotidianeidad hay espacios de fronteras en los que se dan vinculaciones y dinámicas que es imprescindible que se rescaten desde lo discursivo y fortalezcan y fomenten desde la práctica. Consideramos que en estos está la posibilidad de transformar nuestras ciudades neoliberales en ciudades vividas por sus habitantes, porque son lugares de encuentro que por lo tanto deben ser rescatados, valorizados e impulsados para la coincidencia y la construcción colectiva.
En este trabajo hemos rescatado uno de estos casos y consideramos que continuar con este tipo de intervenciones sería una de las maneras de revertir los procesos de segregación y hacer de la Ciudad de Mendoza y del AMM en su conjunto un espacio que tienda a un crecimiento más igual entre todos/as sus ciudadanos/as. Esto entendemos es fundamental y “más aún en las áreas urbanas deficitarias críticas, en las que la vida barrial es muchas veces tanto la “extensión” de la vida doméstica como el sustento de importantes redes sociales de intercambios, que contribuyen a la sobrevivencia” (Barreto, 2010: 178). Frente a la actual realidad urbana mendocina, es fundamental pensar y discutir la inclusión a los procesos de construcción del AMM de los grupos que residen en estos hábitats precarios en presencia de una multiplicidad de exclusiones.
Para ello, por último, es central pensar en los procesos colaborativos y de construcción colectiva con la comunidad (vecinos/as, organizaciones de la sociedad civil, instituciones barriales, delegaciones estatales, etc.) desde el principio, para identificar problemáticas, construir y llevar adelante transformaciones y soluciones que se traduzcan en espacios urbanos construidos y vividos por sus habitantes. Existen varias experiencias exitosas en esta línea de trabajo urbanístico, entre las más interesantes podemos destacar los avances respecto al espacio público, al diseño participativo y al activismo en la ciudad propuestos por el llamado urbanismo ciudadano o urbanismo táctico. Este planteamiento propone detonar, por medio de intervenciones acotadas y de bajo costo, cambios a largo plazo en los espacios urbanos de la mano del trabajo mancomunado entre los ciudadanos, organismos públicos e instituciones.
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