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Subjetividad(es) y juventud(es): los parecidos de familia

Yussef Becher

Introducción

Establecer semejanzas y diferencias entre categorías teóricas de las ciencias sociales puede ser de utilidad para precisar enfoques y delimitar alcances, como también para conocer con precisión los constructos teórico-epistemológicos que, en un tiempo determinado, sustentan un concepto. Todos/as vivenciamos la subjetividad, pues es parte de la construcción del propio yo –aunque, como ya veremos, no solo se limita a ello–; sin embargo, a los científicos sociales, además de vivenciar, nos corresponde reflexionar como tales sobre su contenido. De allí el interés de este texto por indagar en los márgenes y en las profundidades de algunas tradiciones teóricas que han determinado su definición actual. Desde ya, ello implica opciones y elecciones epistemológicas, pues, tal como veremos en el texto, a partir de diferenciarnos de algunas miradas teóricas y aproximarnos a otras vamos trazando el recorrido conceptual. Asimismo, para mostrar “los parecidos de familia” seleccionamos otra categoría de las ciencias sociales que, tal parece, ha padecido secuelas similares a las de la subjetividad, por cuanto se trata de conceptos utilizados recurrentemente –acaso porque evocan significantes atractivos–, sin detenernos, muchas veces, a precisar su contenido. Es evidente que los conceptos que, como si fuesen los dados de una generala, hemos lanzado a rodar en este texto parten de una semejanza inicial: la subjetividad comprende a la juventud como producción subjetiva particular. Aunque ello no impide realizar el ejercicio que se propone, pues, dada la autonomía de que gozan en el campo científico, no siempre han transitado caminos teóricos similares. En tal sentido, nos parece que este aporte también puede ser de utilidad para mostrar la pertinencia de recurrir a ambas categorías con respeto por sus especificidades y las posibilidades de incorporarlas en una investigación social que represente la rigurosidad de sus marcos teóricos. A partir de ello, advertiremos varias semejanzas entre ambos conceptos y que, en el campo específico del desarrollo de cada uno, y por los recorridos teóricos particulares que han transitado, plantean significantes similares, aunque disímiles, para referir a procesos o construcciones semejantes.

El texto se organiza a partir de los dos ejes teóricos que se proponen para su discusión. El primero de ellos alude a la influencia del contexto social para introducirse en un debate teórico que, tanto en una como en otra categoría, ha estimulado actitudes de aceptación y de rechazo. A partir de definiciones provisorias asumidas en esa primera etapa, se arriba a una segunda en la que se intenta definir el contenido de ese contexto y el modo en que los autores a los que recurrimos detallan posibilidades de superar estructuras o de continuar amarrados a ellas. De allí que la conclusión se elabore tomando en cuenta esas piezas finales que los teóricos ponen en juego para resolver, aunque sea parcialmente, uno de los nodos centrales que, cual espada de Damocles, oscila en torno a ambas categorías.

Ser de acá o de allá, ¿es lo mismo? La influencia del contexto social

Tanto el concepto de subjetividad como el de juventud han padecido las consecuencias de un discurso biologicista que ha ido merodeando y continúa haciéndolo cual topo que, cada tanto, asoma de su madriguera, y de allí el esfuerzo por construir otras miradas que permitan comprender la incidencia del contexto social. Probablemente, en materia de subjetividades –luego explicaremos el uso del plural–, un eje de discusión que constantemente cuestionó la influencia de lo social sea la dicotomía entre interno y externo, mientras que, en el caso del concepto de juventudes, lo haya sido la selección de la edad como el principal clivaje que ha influenciado su construcción.

En referencia a la subjetividad, Andrea Bonvillani (2009, p. 40) explica:

La recepción que tuvo la idea moderna de sujeto en psicología fundamentó y fundamenta concepciones biologicistas, e incluso innatas, de las facultades psicológicas (memoria, percepción, etc.), invisibilizando el importante papel modulador que operan las condiciones materiales de existencia.

Tales discursos hallan sus condiciones de producción en entramados ideológicos y, por consiguiente, proyectos sociales e históricos (de allí que Guattari y Rolnik [2006] afirmen que la ideología es producción de subjetividad) que han ido horadando los presupuestos ontológicos y epistemológicos propios de cada época. En la Modernidad, tras superar la Edad Media, se consideró la necesidad de excluir toda instancia prerreflexiva ligada a las emociones y los afectos, que, en la etapa anterior, eran asociados al teocentrismo. En consecuencia, se construyó la imagen de una persona estrictamente racional y autosuficiente: aislada de un entorno que pudiera aportar a su desarrollo vital. De modo que existía la necesidad de construir y consolidar la figura de un sujeto depurado de toda influencia exterior que pudiera incidir en su capacidad de razonar ante los diferentes devenires a los que lo enfrentara su existencia; se trató de una subjetividad modelizada y acorde con un proyecto social e histórico que intentaba dejar atrás una etapa diferente y, por consiguiente, fundar una nueva valorizando el papel de la razón por encima de cualquier otra influencia. Precisamente, es en dicho lapso cuando se ubica la consolidación de gran parte de las disciplinas naturales y la posterior emergencia de las sociales, y de allí la fuerte impronta positivista de aquellos pasos iniciales. Si bien las ideas modernas impregnaron los primeros desarrollos en torno a la subjetividad –y persisten algunas de ellas–, también se generó una fuerte reacción de algunos teóricos que comenzaron a cuestionar el peso inexistente que se le otorgaba al contexto social. Allí podemos ubicar a Freud y Marx –luego identificados como estructuralistas–, quienes lograron empezar a incidir con sus aportes en esa aparente irreconciliabilidad entre interior y exterior[1]. El primero de estos autores, quien es considerado el padre del psicoanálisis, cuestiona la existencia de un sujeto con pleno dominio de su autoconsciencia, por cuanto considera que en la psique existe una faz interior constitutiva de la subjetividad: el inconsciente. En tal sentido, Freud (1930, pp. 4-5) plantea:

El yo se continúa hacia adentro, sin límites precisos, con una entidad psíquica inconsciente que llamamos ello y a la cual viene a servir como de fachada […] y los límites del yo con el mundo exterior no son inmutables.

Por su parte, la tradicional dialéctica marxista establece un principio de oposición entre sujetos radicalmente diferenciados: explotadores y explotados, enmarcados en el orden capitalista. Los primeros son identificados como los dueños de los medios de producción y los segundos, como quienes han sido desposeídos de tales medios y, por consiguiente, solo les queda vender su fuerza de trabajo para subsistir. Allí ya sería imposible negar la influencia de un entorno –que se presenta como de explotación y alienación– que ejerce una incidencia decisiva en la construcción de la subjetividad proletaria; no se trata de un sujeto aislado de condiciones materiales, sino de uno totalmente determinado por aquellas. Es tal la presencia que el marxismo le otorga a ese contexto de enajenación que desarrollos posteriores, incluso al interior de lo que se denomina posmarxismo, intentarán hallar modalidades que permitan construir una existencia vital no alienada. Entre esas influencias, la filósofa húngara Ágnes Heller contribuye significativamente con su Sociología de la vida cotidiana (1987), entre otras producciones teóricas que comenzaron a difundirse por aquel entonces. En los fragmentos finales de este engranaje teórico queremos reflejar los aportes del construccionismo y el posestructuralismo. Aunque, antes de ello, aclarar que, mientras que en la Modernidad se pretendió construir una representación de un sujeto inalterable a las influencias externas o sociales, el estructuralismo comenzó a mostrar que la supuesta autoconsciencia tiene un pliegue interior constitutivo de su existencia (el inconsciente freudiano) y un conjunto de condiciones materiales presentes en el entorno que plantea el orden capitalista (el materialismo dialéctico marxista). De allí que se fueran configurando las primeras huellas que permiten ir advirtiendo en la subjetividad la confluencia de condiciones simbólicas y materiales.

El construccionismo establece como premisa principal que la realidad es una construcción social. Tal aseveración trae aparejadas algunas consecuencias en materia de investigación social, por cuanto propone un relativismo ilimitado que hace dificultoso establecer los márgenes de aquello que sería lo real o verdadero. Sin embargo, realiza un importante aporte en materia de subjetividad, por cuanto permite sustraerla de cualquier tipo de sustancialidad y, en consecuencia, considerar su carácter de construcción social procesual. Ello equivale a rechazar el determinismo que pueda limitar las constantes posibilidades de mutar o transformar y, al mismo tiempo, fija algunas limitaciones ante la presencia de condiciones objetivas en la construcción de la subjetividad. Al insistir en la importancia de la lingüística logra una pronta asociación con el interaccionismo simbólico y otorga centralidad a la elaboración de significaciones interpersonales. En el marco de dicho enfoque teórico –principalmente en el dramático goffmaniano (Goffman, 2001)–, el frame representa el conjunto de elementos que enmarcan el flujo de la interacción social, aunque solo queda limitado a tal contexto sin interrogar por condiciones estructurales más amplias.

Finalmente, el posestructuralismo va a aportar algunos trazos importantes en esta construcción cartográfica de la categoría que analizamos. Sin dudas, cuando estas renovadas –o totalmente nuevas, en algunos casos– perspectivas teóricas comenzaron a emerger, el contexto social se había modificado sustancialmente y, por consiguiente, sus condiciones de producción eran disímiles de aquellas que acompañaron los constructos teóricos del siglo xix. Al interior de este enfoque podemos distinguir dos miradas en materia de teorías sobre subjetividad: el giro lingüístico y la propuesta acontecimental que coloca énfasis en la experiencia. En la primera de ellas, uno de los principales teóricos fue Jacques Lacan, quien propone que la subjetividad se halla condicionada por el discurso integrado por las estructuras lingüísticas del inconsciente. De allí que, tal como plantea Bonvillani (2009), se enajene al sujeto de sus prácticas y contextos de producción, en consecuencia, se reduce la importancia del orden experiencial. En contraposición a esa mirada emerge otro posestructuralismo crítico del estructuralismo lingüístico lacaniano que formula como uno de sus pasos iniciales –tal como lo hizo Deleuze (1991)– el fin de las sociedades disciplinarias para dar comienzo a lo que se denominó las sociedades de control. La principal diferencia que señala este aporte respecto de las sociedades anteriores –que fueron observadas y estudiadas por Foucault– es que el control deja de estar concentrado al estilo panóptico para dispersarse en diversos dispositivos que ya no requieren de una disciplina centralizada. Por tal motivo, Deleuze anuncia el final de las instituciones de encierro como modalidades de ejercicio de dicho tipo de disciplina. Este control se identifica con las condiciones de producción capitalistas –donde se incluye el Estado como reproductor de las técnicas de gobierno a las que aludía Foucault– de modo tal que contribuye a la producción de subjetividades serializadas o modelizadas a las que Guattari (2006) denomina capitalísticas. Sin embargo, incluso en el marco de esos contextos alienantes, admite la posibilidad de resistencias que pueden fracturar el poder dominante; Deleuze y Guattari las nombran revoluciones moleculares, por cuanto se trataría de pequeñas porosidades que logran fracturar las regularidades e introducir movimientos instituyentes. Profundizaremos este punto en los párrafos siguientes[2].

Para concluir, podemos trazar un concepto provisorio de subjetividad que considera los elementos teóricos de los estímulos positivos que fuimos identificando en las perspectivas teóricas que describimos. En tal sentido, reconocemos en las subjetividades la presencia de una instancia individual y otra, social –que se procesan y tramitan continuamente en condiciones simbólicas y materiales–, influenciadas por estructuras perdurables del entorno social y otras en constante mutación o transformación. Dadas la heterogeneidad y la fragmentación de esas condiciones a las que aludimos, se insiste en el uso del plural en el concepto, y posiblemente en los párrafos siguientes pueda advertirse con mayor claridad.

Ahora vamos a dedicarnos a detallar las semejanzas y diferencias con el concepto de juventudes. Suele decirse con cierta recurrencia que jóvenes ha habido siempre, pero que no siempre han existido como un sector social con características propias y diferenciadas de los demás. Tal emergencia –como comentan Hall y Jefferson (2000)– habría ocurrido en Occidente en las postrimerías de la Segunda Guerra Mundial, ligada a motivaciones políticas y culturales: la necesidad de ir construyendo modos de subjetivación propios que permitían advertir la existencia de criterios de identificación que les eran inherentes. Estilos y estéticas comenzaron a ser asociados propiamente con el colectivo, como también modalidades de involucramiento social. En América Latina, como comenta Rossana Reguillo Cruz (2000), el surgimiento del colectivo sociogeneracional estuvo vinculado a los reclamos estudiantiles de la década de 1960, que luego decantaron en la elevada politización de la década subsiguiente, que se manifestaba con alguna ligazón con los trayectos tradicionales de ejercicio de lo público: partidos políticos y agrupaciones estudiantiles. Sin embargo, tales modalidades de participación fueron soterradas por los aciagos años de dictaduras que azotaron el Cono Sur desde finales de los años setenta y hasta inicios o mediados de la década de 1980.

Reconocer la conformación de la juventud a partir de motivaciones políticas y culturales supone superar un discurso biologicista –al igual que en la categoría subjetividad– que rodea el concepto y limita sus potencialidades explicativas de las realidades contemporáneas. En ese sentido, Mariana Chaves (2005, p. 17) señala: “Define al joven o la juventud como una etapa natural, como una etapa centrada en lo biológico, en la naturaleza, como una etapa universal (lo natural es universal)”. De modo que, desde aquella perspectiva, la definición de la juventud incluye etapas de maduración sexual y psíquica que integran las diferentes instancias que la constituyen hasta producir una transición hacia la adultez, que es lineal por cuanto se promueve tras superar etapas biológicas ligadas a la edad. De allí que el concepto de juventudes se enfrente –del mismo modo que el de subjetividades– al par supuestamente dicotómico interno-externo que negaría cualquier influencia del contexto social. A partir de ello, la sociología de la cultura, por mencionar una disciplina fundamental en el estudio del tema, comienza a proponer una mirada compleja sobre la categoría de la mano de uno de sus posestructuralistas más célebres: Pierre Bourdieu[3]. El investigador francés, en “La ‘juventud’ no es más que una palabra” (1990), plantea la posibilidad de trascender la edad biológica como el principal criterio para definir la juventud y, por el contrario, propone reparar en la significación sociocultural que conlleva pertenecer a dicho colectivo social. Ello motivó un conjunto de estudios sociales que en Argentina se consolidaron en la década de 1990 y les permitieron a algunos/as investigadores/as, tales como Margulis y Urresti (1996) –quienes son pioneros en los estudios sobre juventud–, aseverar que la edad no es suficiente para abarcar la significación social que rodea la juventud, como tampoco para predecir a partir de dicho dato comportamientos y características de los/as jóvenes en la sociedad actual. De ese modo, el contexto social se convierte en un aspecto que es preciso observar. Para ello, los autores antes citados proponen dos conceptos: el de moratoria social y el de moratoria vital; en ambos, las desigualdades sociales, tanto materiales como simbólicas, tienen una relevante incidencia. Ahora lo veremos.

Margulis y Urresti (1996) señalan que existe una representación de la juventud como una etapa en la cual quienes integran el colectivo pueden gozar de un tiempo legítimo para dedicarse a los estudios de nivel universitario y el ocio. Sin embargo, al mismo tiempo, observan que no todos los integrantes de dicho colectivo pueden optar por esas instancias. De allí que se introduzca el análisis de las desigualdades sociales, en el que los contextos materiales van a impregnar diferencias en torno a las posibilidades y expectativas de las diferentes grupalidades juveniles. Es posible que los jóvenes de sectores altos y, principalmente, medios –como muestran Chaves, Fuentes y Vecino (2016)– insistan en las instancias educativo-meritocráticas como posibilidades de ascenso social. Mientras, en los sectores populares, la situación es distinta, pues la presencia de embarazos adolescentes e inserciones laborales tempranas obliga a los jóvenes a pendular constantemente entre juventud y adultez[4]. A partir de ello, los autores citados al inicio del párrafo reconocen la necesidad de incorporar esta diversidad en la construcción de la juventud. Asimismo, se cuestionan algunos aspectos socio-simbólicos que rodean la categoría –y, en tal sentido, se toma una leve distancia de la propuesta bourdieusiana–, por cuanto se advierte que ciertos estilos y estéticas que definirían lo juvenil también tienen un papel distinto de acuerdo con las posiciones diferenciales de los actores. Pues tal vez no todos los/as jóvenes puedan adquirir la vestimenta que conforma esa estética que el mercado de consumo les atribuye, los estilos de peinado o los dispositivos tecnológicos que les serían propios. Margulis y Urresti (1996, p. 3) explican: “La juventud-signo se transforma en mercancía, se compra y se vende, interviene en el mercado del deseo como vehículo de distinción y legitimidad”. Por ello, tanto desde una perspectiva material como simbólica, el concepto de moratoria social resulta insuficiente para definir a quienes integran el colectivo sociogeneracional. De allí que se proponga el concepto de moratoria vital, que incorpora un dato que proviene del contexto material de los actores: la edad como mayor o menor distancia respecto del fin de la existencia humana. Por consiguiente, tal como sucede con el de subjetividad, solo sería posible arribar a un concepto de juventud anudando condiciones materiales y simbólicas. Para expresarlo con mayor claridad proponemos la siguiente regla: puede una joven serlo por su condición etaria, pero, por su condición social –ya sea maternidad o empleo–, no considerarse tal y, al mismo tiempo, quien posea una edad que supere la denominada juventud puede por condiciones sociales continuar definiéndose como joven. En ese sentido –particularmente en el último tiempo, tal como afirma Urresti (2011)– se presenta lo que algunos/as investigadores/as denominan procesos de juvenilización, como la posibilidad de extender dicha etapa a partir de la propiedad de determinados signos que conformarían lo juvenil[5]. Sin embargo, ese plazo de gracia no es ilimitado para quienes no poseen la edad, por cuanto se ponen en juego procesos de subjetivación particulares enmarcados en lo que se denomina configuración generacional. A este concepto nos dedicaremos en el punto siguiente.

Otro aspecto que merece atención y que modifica aristas de las categorías antes presentadas es el relativo al género y, en consecuencia, las desigualdades que trae aparejadas. Tal como mencionamos, los estudios sobre juventud desde un enfoque cultural comenzaron a emerger en la década de 1990, cuando –como afirma Silvia Elizalde (2015)– existía una exigua presencia de categorías ligadas a género y sexualidades. La feminidad y la maternidad imponen a las mujeres responsabilidades de cuidado no remunerado que llevan a aplazar oportunidades de estudio y de ocio, representadas por la moratoria social; asimismo, producen efectos sobre el cuerpo que inciden en los procesos biológicos juveniles que aportan ese dato fáctico que requiere la moratoria vital. De allí que tanto aspectos simbólicos como materiales sean afectados por el género, lo que requiere que los investigadores reparen especialmente en esas condiciones no como meras variables de análisis –tal como expresa la autora antes citada–, sino en torno a las significaciones que configuran.

A partir del puzzle cuyas piezas hemos intentado colocar cuidadosamente podemos proponer un concepto de juventudes que podría ser el siguiente: se trata de un conjunto de condiciones materiales y simbólicas que superan ampliamente la mera consideración de los procesos biológicos para incorporar en su estudio la incidencia del contexto social; de allí que se torne relevante integrar en el análisis desigualdades y posiciones diferenciales de los actores juveniles. Al igual que sucede con las subjetividades, el plural tiene el sentido de mostrar la diversidad de comportamientos y actitudes –como también estilos y estéticas– que podrían definirse como propios de quienes integran el colectivo sociogeneracional.

El deseo y el encuentro con la otredad como modos de superar la modelización subjetiva

En los párrafos precedentes hemos ido mostrando, desde diferentes propuestas teóricas, la incidencia del entorno social en la construcción de subjetividades y en la conformación particular que supone la juventud. Ahora bien, podemos preguntarnos: ¿qué características asume ese contexto en el que predominan las modalidades de producción capitalistas enmarcadas en regímenes neoliberales? Por consiguiente, ¿qué posibilidades existen de superar esas estructuras para lograr mayor autonomía? Un aporte teórico que resulta fructífero para comprender el peso simbólico de las estructuras y las características actuales del ejercicio de poder en los gobiernos neoliberales es el de Bourdieu (2007) sobre la teoría del habitus. Decimos que el concepto es apropiado, por cuanto comprende a aquellos capitales –definidos como atributos del sujeto adquiridos o heredados en el marco de sus trayectorias– objetivados en estructuras mentales que definen comportamientos y, tal como señala Byung-Chul Han (2014, p. 25), “nos dirigimos a la época de la psicopolítica digital […]. Se trata de un conocimiento de dominación que permite intervenir en la psique y condicionarla a un nivel prerreflexivo”.

El habitus que plantea Bourdieu nos permite conocer que existen disposiciones perdurables y duraderas (transferibles) que son engendradas e informadas experiencialmente por las condiciones objetivas en las que se encuentra anclada la existencia humana. De allí que dicho habitus intervenga tanto sobre las primeras experiencias como sobre las expectativas futuras; en consecuencia, no se trata de una estructura mental inmutable, sino de una variable en los diferentes cursos de acción. Precisamente, este tipo de disposición se va conformando en las experiencias primarias integradas –como explica el sociólogo francés– por relaciones de parentesco o modalidades de consumo que determinan estructuras de percepción que incidirán en comportamientos ulteriores. Sobre las expectativas, el habitus funciona recordando ese punto de origen que fueron construyendo las condiciones objetivas conjugadas con estructuras temporales y actitudes particulares en las que inciden las socialmente asignadas. Bourdieu (2007, p. 105) explica:

Tiende a ajustarse a las probabilidades objetivas de la satisfacción de la necesidad o del deseo, inclinando a vivir “según su gusto”, es decir, “conforme a su condición” […] y a volverse de ese modo cómplice de los procesos que tienden a realizar lo probable.

Si bien el habitus es estructura y estructurante, como aclara el sociólogo, no es una repetición mecánica de comportamientos producto de interiorizaciones de lo exterior y, por consiguiente, no es posible encontrar allí la novedad absoluta, pero tampoco la reproducción serializada e irreflexiva.

Estas posibilidades de escapar a las estructuras que plantea Bourdieu también son propuestas por otros posestructuralistas: Deleuze y Guattari. Ya Foucault (1988) había advertido que toda relación de poder –de distinto tipo, con excepción de las de negación de la subjetividad– admite resistencias. En ese esquema, los autores citados inicialmente incorporan el papel del deseo y las emociones. A su vez, este enfoque propone resignificar el papel residual otorgado al inconsciente, y de allí la posibilidad de dar un nuevo sentido a las pulsiones, entre las que se incluye el deseo. En Caosmosis, Guattari (1996) aclara: “El afecto no es un asunto de representación y de discursividad, sino de existencia”. A partir de ello, la construcción de la subjetivad incorpora el orden experiencial en choque con lo afectivo-emocional al que denomina acontecimiento; solo él es el que puede lograr procesos de singularización que logren fracturar los poderes dominantes.

Fernando González Rey (2010) se ha ocupado de rastrear los antecedentes que han permitido otorgarle un rol activo a la psique e integrar la esfera emocional en la subjetividad. El psicólogo cubano encuentra un buen socio en el ruso Lev Vygotski para la empresa que decide emprender. Empresa nada sencilla, pues, como él mismo reconoce, implica romper con algunos moldes psicologistas que –tal como veíamos antes– han negado el peso de lo social en lo subjetivo y, por consiguiente, lo han reducido a instancias meramente individuales; por otra parte, han relegado las emociones y los afectos al espacio atribuido al inconsciente. En ese sentido, hallamos semejanzas con el planteo de Guattari y Rolnik (2006, p. 24) que propone superar el dualismo aparentemente irreconciliable entre consciente e inconsciente y optar por lo que estos autores denominan un inconsciente más esquizo –modificando la psicopatología en la que se basó el psicoanálisis tradicional: la neurosis–, con énfasis en la creatividad y sin regresiones al pasado: “Inconsciente de flujos y máquinas abstractas más que inconsciente de estructura y lenguaje”. Por eso, González Rey propone dos conceptos para comprender la subjetividad desde esta perspectiva: sentido y configuración subjetiva[6]. El sentido expresa la ligazón entre lo simbólico y lo emocional, mientras que la configuración muestra el modo en que se organizan los diferentes registros experienciales –de distinto tipo– a partir de los dos principales vectores antes mencionados, lo que da lugar, en un momento determinado, a un modo particular de manifestarse.

Anteriormente decíamos que los actuales regímenes neoliberales ejercen control sobre la psiquis y sus instancias prerreflexivas y, por consiguiente, dirigen especialmente la atención sobre el deseo y las emociones. Allí, el consumo y la construcción de necesidades sociales se convierten en herramientas clave para el ejercicio del poder. Ya Deleuze y Guattari habían anunciado que el deseo puede paralizarse o bloquearse y entrar en procesos de autodestrucción o implosión. Por su parte, Bauman (2013; 2014) señala que una de las últimas conquistas del mercado de consumo es haber logrado explotar los deseos y las emociones, aunque, en realidad, como aclara, se trata del mercado del narcisismo. De allí que el ejercicio del poder adquiera características similares a lo que Han (2014) denomina psicopolítica. Sencillamente, puede definirse como el retorno al sujeto individualizado e individualizante que se cree dueño de sus posibilidades de ascenso o retroceso en las instancias que involucran sus trayectorias sociales; por consiguiente, ante la no concreción de sus expectativas, la culpa recae sobre sí mismo. Tanto Bauman como Han coinciden en denominar esta nueva modalidad de poder como panoptismo individual, por cuanto es el propio sujeto el que realiza la vigilancia sobre sus actividades. Asimismo, el Estado, por medio de políticas neoliberales, también se convierte en cómplice de dicho ejercicio de control al implementar programas en los que la responsabilidad de superar situaciones sociales adversas recae sobre sus propios destinatarios. Sin embargo, siempre existirían posibilidades de fugarse o escapar a esos controles –incluso en el panorama aparentemente más disciplinante que refleja el filósofo coreano– mediante el deseo o la emoción en el encuentro con el otro. Han considera que solo regresando a esas modalidades de encuentro colectivo pueden superarse los imaginarios individualizantes sobre una supuesta libertad que no es tal. En este punto también podemos tomar como referencia a Jacques Rancière (2000), quien plantea que en el mundo político se enfrentan dos procesos heterogéneos: gobierno o policía e igualdad. El primero de ellos actúa estableciendo distinciones y, en consecuencia, lesionando o dañando la igualdad; de allí que la política –como proceso de emancipación– tenga a su cargo la tarea de verificar que dicha igualdad se mantenga. Para ello es necesario que la acción colectiva renuncie a los esencialismos identitarios –crítica que Judith Butler (2007) le hace al primer feminismo– para lograr mayor performatividad colectiva. Allí es donde ubica el proceso de subjetivación como una desidentificación con un yo para aceptar el encuentro con un otro diferente y construir un uno como espacio común para la praxis política.

En materia de juventudes –tras las discusiones que hemos intentado reproducir en fragmentos anteriores–, un concepto que ha ido obteniendo protagonismo, por cuanto permite superar algunas disyuntivas precedentes, es el de generación. No se trata de una categoría nueva ni mucho menos, pues reconoce antecedentes en el siglo pasado y aparece en las primeras propuestas de Margulis y Urresti; sin embargo, en el último tiempo ha ido obteniendo mayor centralidad. Se trata de colocar el eje nuevamente en la edad, pero no como un dato biológicamente determinado, sino como procesamiento sociocultural. Margulis (2015, p. 10) señala:

“Generación” nos habla de la edad, pero ya no desde el ángulo de la Biología, sino en el plano de la Historia […] alude a las condiciones históricas, políticas, sociales, tecnológicas y culturales de la época en la que una nueva cohorte se incorpora a la sociedad.

Los antecedentes del acercamiento generacional al estudio del colectivo nos remiten desde Comte hasta Ortega y Gasset. Sin embargo, a partir del rastreo bibliográfico realizado en Romano y Becher (2018) identificamos que, en Argentina, el uso de la categoría pendula en torno a dos conceptos: procesos de socialización y subjetividad e identidad social. Si bien no se trata de constructos teóricos divergentes, muestra las opciones de los/as investigadores/as en el uso de perspectivas. De allí que distingamos que algunos se ubican cercanos a la propuesta de Mannheim (1928) –por ejemplo, Chaves (2006)–, mientras que otros eligen el concepto de subjetividad –por ejemplo, Bonvillani et al. (2008)–, lo cual los acerca a la propuesta de Abrams (1982). A partir de ello, consideramos, al igual que Bonvillani, que la conformación generacional juvenil involucra configuraciones subjetivas particulares; en ese sentido, podemos distinguir entre significantes que definen a una generación y la distinguen de otra. Quizá actualmente podamos diferenciar con claridad entre los jóvenes de la década de 1970 y los de la de 1990, al igual que con los actuales. Ello muestra el sentido rupturista que tiene una nueva generación, y que –acudiendo a González Rey (2010)– podríamos aseverar que se construye desde un modo de organización dominante en un tiempo y un lugar determinados. A partir de ello, Leccardi y Feixa (2011) distinguen tres momentos recientes de conformación generacional: los años veinte (el tiempo entre guerras), a los que denominan de relieve generacional por la sucesión y coexistencia de generaciones; los años sesenta, que se caracterizan por el tiempo de la protesta, en el que surgen las nociones de vacío y conflicto generacional, y la década de 1990, con la emergencia de la sociedad en red, que, de acuerdo con los autores, pone en jaque el concepto de lapso generacional a partir de la presencia de una generación juvenil más experta que la anterior en una innovación clave para ese momento: las tecnologías digitales. El esquema propuesto por los investigadores muestra rupturas respecto de un período anterior y, por consiguiente, instituidos que son reemplazados por procesos instituyentes que darán lugar a nuevas subjetividades. De allí la semejanza con el enfoque anterior, pues sería posible fracturar lo dominante a partir de fugas o resistencias que pueden adquirir diferentes modalidades y que, según las circunstancias, muestren el inicio y, en consecuencia, el fin de una generación[7]. El estudio de las juventudes, al igual que sucede con el de las subjetividades, muestra que una generación, como advierte Lewkowicz (2004), adviene en tanto tal cuando las experiencias de las anteriores se disuelven ante los embates de las circunstancias o cuando deviene insuficiente para dar respuesta a realidades que la exceden. En América Latina también podemos apreciar esas disrupciones respecto de las juventudes y sus involucramientos sociales. Quienes comenzaron a asomar al mundo de la política en la década de 1960 y decidieron involucrarse en partidos políticos y agrupaciones estudiantiles, tal como muestra Reguillo Cruz (2000), fueron significados como rebeldes o estudiantes revoltosos. Ya adentrados en la década de 1970, con dictaduras de por medio, pasaron a ser los subversivos que debían ser vigilados especialmente y, cual biopolítica foucaultiana, padecer en sus propios cuerpos vejaciones y violencias diversas que mostraron la necesidad de desaparecer, por medio de exilios internos y externos, a una generación de jóvenes. Continúa Reguillo Cruz (2000, p. 21): “En los ochenta –cuando desaparecen de la escena política– serán adscriptos a la imagen del delincuente y luego del violento. Estos son los jóvenes visibilizados en la segunda mitad de siglo xx en América Latina”. Por su parte, en los años noventa, varias consultoras de opinión pública –algunas de ellas, financiadas por organismos internacionales– señalaban la apatía juvenil hacia el mundo de la política. Sin embargo, tales conclusiones se circunscribían a los espacios tradicionales de la participación política, mientras que los jóvenes decidían involucrarse en ámbitos por fuera de los identificados comúnmente con las prácticas políticas. De allí que, acordes con el clima de época, comedores barriales y agrupaciones estudiantiles independientes de estructuras partidarias –como también espacios culturales– se transformaran en escenas de politización juvenil. Diferente fue lo que sucedió a comienzos de este siglo, cuando los gobiernos progresistas empezaron a mostrar actitudes que atrajeron la impronta juvenil y el colectivo comenzó a tener presencia en sus políticas y acciones; tales comportamientos redundaron en un acercamiento de las juventudes a los espacios tradicionales de la política. Graciela Castro (2013, p. 14) señala:

En octubre de 2010 falleció Néstor Kirchner, y las juventudes parecieron retomar el interés por la participación social y política de modo masivo, de manera especial entre las agrupaciones cercanas al oficialismo… Ya por entonces, las juventudes habían dejado de ser solo el futuro para volverse actores importantes del presente.

Las emociones y los deseos, también en lo referido a las juventudes, cumplen un papel importante para estimular actitudes que puedan escapar de los poderes dominantes y, en consecuencia, transitar los caminos de la alternancia. Aunque el plano emotivo ha sido escasamente explorado en torno al colectivo sociogeneracional, Bonvillani observa tal dimensión en los ámbitos de inserción de sus participaciones políticas. En primer lugar, la investigadora plantea la posibilidad de comprender las tendencias afectivas como un sustrato común de sensibilidad que permite pensarlas en conjunto, “en términos de un campo afectivo que está en el corazón de la subjetividad” (Bonvillani, 2010, p. 29), que informa las cogniciones y las prácticas. A partir de ello, apuesta por el uso de la categoría subjetividad política y reconoce que no implica una subjetividad diferenciada –tal como aclara en Bonvillani (2012)–, pero admite que lo político requiere de su particularidad; se define a partir del encuentro colectivo y de una demanda sentida común. De allí que proponga comprender dicha subjetividad como una instancia que anuda la política en conjunto con las posiciones diferenciales de los actores. Asimismo, permite reflejar las sujeciones al orden establecido y los procesos de emancipación juvenil; en ese sentido, con una fuerte influencia spinoziana, resignifica el papel de las emociones en los empoderamientos políticos del colectivo sociogeneracional. Ello le permite identificar que los afectos ejercen una influencia significativa en la potencia del actuar político juvenil, que disminuyen o aumentan. Mientras que las emociones alegres estimulan acciones positivas en los/as jóvenes que permiten irrumpir el orden establecido, las emociones tristes incentivan comportamientos negativos de parte del colectivo que reducen la potencia de actuar y, en consecuencia, de actitudes que modifiquen los instituidos.

Conclusión: las piezas finales

El recorrido que hemos realizado a lo largo de este texto podría asemejarse a un rompecabezas que, cual juego de niño/a, a veces puede parecer dispersarse y retomar la atención en puntos nodales. No es sencillo intentar articular diferentes aportes de autores en torno a una categoría, como sucede con la de subjetividades, cuya producción aparece diseminada e invadida por un uso que muchas veces apela al discurso atractivo que conlleva utilizar el concepto, pero sin detenerse a reflexionar en su contenido teórico. De allí que este aporte haya tenido aquella finalidad al establecer sus semejanzas y diferencias con otra categoría de las ciencias sociales que también ha padecido secuelas similares: juventudes.

Continuando con la metáfora del rompecabezas, en estos fragmentos finales consideramos relevante detenernos en las piezas centrales que cada uno de los constructos teóricos revisados aporta a los conceptos antes aludidos. Para superar el dualismo interno-externo es necesario reconocer que toda subjetividad, incluida la producción de configuraciones generacionales, se construye –parafraseando a Guattari (2006)– en el registro de lo social, vale decir, en un contexto social determinado, y, por tal motivo, es producto también de un proyecto sociohistórico. A partir de ello, advertimos que, mientras que la Modernidad propuso un modelo de sujeto racional y autosuficiente, depurado de influencias del entorno, el estructuralismo empieza a mostrar la incidencia de las condiciones materiales de existencia. Al mismo tiempo, adelantándonos a la segunda parte del texto, observamos el contenido de ese contexto: dispositivos de control enmarcados en el orden capitalista que intentan serializar, como si se tratara del fordismo o el taylorismo, la producción de subjetividad. Allí, el aporte de diversos teóricos nos ha mostrado, tanto en lo relativo a la subjetividad como en cuanto a las juventudes, la potencialidad del deseo y las emociones para acentuar los comportamientos que permitan romper las estructuras del orden establecido. Sin embargo, también revisamos que el deseo y las emociones no escapan a la posibilidad de ser captados por el neoliberalismo y, de hecho, esa parecería ser la modalidad que adquiere el ejercicio del poder en tiempos actuales.

A partir de las piezas finales antes colocadas, que nos permiten ir concluyendo, al menos parcialmente, con nuestro rompecabezas puede quedarnos la panorámica, tal vez poco optimista, de escasas opciones de modificar los instituidos del neoliberalismo e incentivar procesos instituyentes. Tampoco somos ajenos a una realidad regional que nos azota en nuestro mundo cotidiano e intenta asfixiarnos para, finalmente, creer que ninguna alternativa es posible. Lejos de ese pesimismo conformista nos conducen los autores que hemos revisado en este texto, pues todos confían en nuestra potencia de actuar para modificar realidades hostiles. Para Bourdieu (2007, p. 98), el estilo personal como sello distintivo de un habitus puede cambiar otro habitus de época o de clase que resulte opresivo. De acuerdo con Deleuze (1995, p. 275) y Guattari (1996, p. 16), la modelización subjetiva puede ser superada por agenciamientos colectivos de enunciación. Según Han (2014, p. 117), el encuentro con el otro, en el que se halla la auténtica libertad, es capaz de desarmar la psicopolítica como modo de sometimiento. Quizá sea necesario regresar a lo que proponía Rancière (2000) para construir de la política ese lugar común que nos contenga con la finalidad de enfrentar la adversidad, siempre vieja y siempre nueva.

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  1. Posiblemente sea dificultoso ubicar a Freud como estructuralista; sin embargo, el sentido es diferenciarlo de un psicoanálisis posestructuralista que comienza a resignificar el valor de la psique y su función simbólico-emocional, aunque también aparece allí un renovado interés por modificar el papel residual del inconsciente y las pulsiones como movilizadoras de deseos que pueden lograr irrumpir el orden constituido. Piedrahita Echandía (2015, p. 30) lo aclara: “En resumen, el psicoanálisis posestructuralista, a diferencia de la versión freudiana y lacaniana, presenta una concepción de subjetividades abiertas, no constreñidas por etapas de desarrollo sexual, y potenciadas desde el deseo. Tanto el inconsciente como el deseo son rescatados del lugar restrictivo y oscuro de la culpa y la represión, encuadrándolos como dimensión creadora de la subjetividad”.
  2. El recorrido teórico-conceptual realizado por la categoría subjetividades corresponde a la propuesta contenida en Bonvillani (2009).
  3. Algunos autores que son identificados como posestructuralistas rechazaban ese mote cientificista. Sin embargo, al igual que aclaramos en una cita anterior, resulta un criterio apropiado para distinguir tales planteos del estructuralismo, aunque muchos de ellos también sean considerados inductores de dicha corriente teórica.
  4. El texto de Checa, Erbaro y Schvartzman (2016) aporta datos cuantitativos y cualitativos sobre el tema. Los segundos son producto de proyectos de investigación dirigidos o integrados por la primera autora del artículo desde hace más de dos décadas.
  5. El proceso de juvenilización no solo comprende la posibilidad de extender la etapa juvenil –a partir de estilos y estéticas– para demorar el pasaje a la adultez, sino propiamente un estilo o una estética que puede manifestarse en instituciones u organizaciones sociales. De modo que, tal como señala Vommaro (2015), desde comienzos de este siglo se produjo un proceso político, facilitado por gobiernos progresistas, que colmó de juvenilización las performances y los partidos políticos tradicionales, lo cual también se vincularía con la importante presencia de jóvenes en dichos espacios.
  6. Tales conceptos recorren tanto su obra inicial como la posterior, de modo que es posible hallar diferentes definiciones –semejantes– en textos de la década de 1990 y en los actuales (aunque, tal como aclara el autor, con el tiempo los ha ido precisando y delimitando).
  7. Chaves, Fuentes y Vecino (2016) señalan que la apatía juvenil –tan recurrente como discurso y actitud en torno al colectivo– puede constituir una modalidad de resistencia. Estos autores lo observan respecto de juventudes escolarizadas en el nivel secundario del conurbano bonaerense.


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