Graciela Irma Climent
1. Introducción
Para enfrentar la maternidad en la adolescencia las mujeres jóvenes despliegan diversas estrategias de vida que van marcando trayectorias y definiendo su situación vital actual. Dichas estrategias se refieren a la forma en que las mujeres organizan su vida cotidiana para satisfacer sus necesidades y las de su familia. A la vez, quienes las despliegan se constituyen como sujetos desde su pertenencia a un pueblo, a una etnia, desde una geografía; o sea, desde donde se produce subjetividad (Carbajal 2008). Según Ortner, la subjetividad está constituida por el conjunto de modos de percepción, afecto, pensamiento, deseo, temor y otros sentimientos que animan a los sujetos, y que incluye los modos de pensar y sentir que se construyen en determinado momento socio-histórico y modelan las formas en que los sujetos están en el mundo (citada por (Roa s/f). Y a medida que satisfacen sus necesidades y conforman su subjetividad van definiendo la satisfacción respecto a su situación vital.
En el presente trabajo, se presentarán datos de una investigación[1] sobre el enfrentamiento de la maternidad en la adolescencia, uno de cuyos objetivos ha sido relacionar las estrategias desplegadas por mujeres que fueron madres en la adolescencia a partir del primer hijo con la satisfacción con su situación vital actual, revelando su bienestar o malestar. Asimismo, se centrará en las estrategias referidas a las prácticas sexuales y reproductivas, en la formación de parejas, la crianza de los hijos, la vivienda, la educación, el trabajo y el sostén económico. Por otra parte, es importante destacar que las estrategias de vida están atravesadas por la situación de pobreza y por las relaciones de género.
La pobreza es, generalmente, medida poniendo énfasis en los ingresos y basándose en la información de los hogares sin considerar las diferencias generacionales y de género existentes entre sus integrantes. Desde la perspectiva de género, debería considerase también el acceso diferenciado a los recursos de acuerdo al sexo de las personas (Bravo 2000), dado que las relaciones de poder que se dan al interior de las familias son asimétricas y desiguales según género al concentrarse el poder en el marido en relación con la mujer (Caldeiro 2005). Además, aún hoy, sigue asignándose a las mujeres el espacio doméstico restringiendo su acceso a los recursos materiales y sociales, su autonomía económica y su participación en la toma de las principales decisiones domésticas, políticas y sociales. Esta situación es aún más marcada entre las mujeres de hogares pobres (Bravo 2000).
Cuando la carencia de recursos sobrepasa ciertos límites –difíciles de establecer, ya que son relativos a cada cultura– la pobreza deviene en marginalidad. El proceso de marginalización conlleva una dinámica de exclusión y expulsión que se expresa no solo en la carencia de bienes materiales, sino también en la disolución del vínculo social o, según Castel (2004), en la “desafiliación” que incluye la vulnerabilidad relacional –lazos familiares y sociales frágiles– y la no integración en el campo del trabajo y en una red relacional de protección.
Merece remarcarse que haber sido socializado en un contexto de pobreza o indigencia implica habituarse a vivir en la precariedad, en la inestabilidad habitacional, el hacinamiento, la falta de dinero y de apoyo social. De ahí que resulte una experiencia desmoralizante que se traduce en el sentimiento de no tener control sobre su medio, de “desesperanza aprendida” (Sluzki 1996). Entonces, para caracterizar a la pobreza y la marginalidad ha de considerarse la falta de los recursos, el debilitamiento de la identidad personal y social, la falta de autonomía personal, la subordinación y el aislamiento social.
Por otra parte, las mujeres pobres encuentran más dificultades para desarrollar un proyecto vital autónomo que las mujeres no pobres debido a su menor acceso a la educación. Con sus saberes reducidos a lo doméstico, se ven afectados el desarrollo de la autonomía y la autoestima, y el acceso al mercado de trabajo, lo cual dificulta la integración social al incidir en la inserción laboral y relacional. En este sentido, Lupica y Cogliandro (2007; 2011) han constatado que, en nuestro país, las mujeres, en especial las que son madres, son uno de los grupos sociales más afectados por la pobreza y que la mayoría de las madres adolescentes son pobres.
Así, las estrategias de vida están atravesadas por las relaciones de poder intergenéricas. Trabajar o no trabajar, usar o no anticonceptivos, separarse o mantener relaciones conyugales conflictivas dependerá de las relaciones de poder al interior de las parejas, en las cuales también influirá la valoración social de la maternidad o los roles asignados a la mujer (Climent, Arias y Spurio 2000).
Respecto al concepto de bienestar, si bien su definición varía de acuerdo a las disciplinas y teorías desde donde se lo aborde, en general se lo asocia con conceptos como felicidad, prosperidad, satisfacción con la vida o goce de derechos (Garrizo 2007). El bienestar es un constructo definido por el nivel de satisfacción en diferentes áreas de la vida, como las relaciones de pareja y familiares, la salud, la educación de los hijos, la personalidad, el trabajo, los amigos, las actividades recreativas, entre otras (Palomar Lever 2004).
A su vez, la satisfacción con la situación vital se refiere a la valoración que la persona hace a las áreas mencionadas revelando su bienestar o malestar (Moyano Díaz y Alvarado 2007). Varía con la edad, el sexo, la situación conyugal, ocupacional y económica. Las personas evalúan tanto su situación actual como sus expectativas de futuro y la satisfacción deriva de la discrepancia percibida entre sus aspiraciones y posibles logros.
2. Metodología
En 2008 se realizaron 40 entrevistas abiertas a mujeres que habían sido madres en la adolescencia (antes de los 20 años) y cuyo primer hijo tuviera aproximadamente entre 1 y 10 años. Estas se efectuaron en un centro de salud de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires ubicado en la Villa de Emergencia 21-24, contexto de pobreza donde ellas residen.[2]
Para establecer la satisfacción con la situación vital actual se consideró la evaluación de las entrevistadas sobre dicha situación y los motivos de la misma, las manifestaciones de tristeza, alegría, preocupación, esperanza, aburrimiento, soledad, así como sus planes vitales y la necesidad de cambios.[3]
3. Relaciones con la pareja
La calidad de las relaciones con la pareja que, como se mencionó, suelen ser relaciones de poder asimétricas y desiguales, es clave en la satisfacción con la situación vital de las mujeres. Diversos estudios muestran que los hombres son más vulnerables al estrés laboral mientras que las mujeres lo son al estrés familiar, especialmente al conflicto marital, los desengaños sentimentales y las pérdidas afectivas (Meneses, Feldman y Chacón 1999). Esto se debe a que, de acuerdo a pautas de socialización tradicionales, las mujeres forman vínculos de apego diádicos más sólidos, se comprometen más en los problemas de los allegados y asumen la responsabilidad del cuidado de los demás.
Veintidós de las entrevistadas dicen llevarse bien con sus parejas con las cuales conviven, mientras que cinco refieren llevarse regular o mal y otras trece no tienen pareja actualmente o no conviven con ella (relación de noviazgo). Por otra parte, cuatro de las mujeres refieren que fueron golpeadas, dos de las cuales se separaron y las otras dos lograron que cesaran los golpes aunque definen sus relaciones actuales como regulares o malas. Dicen:
Con él no me llevo tan bien porque él es muy celoso: “no hagas esto, no hagas aquello, no te vistas así, por qué llegaste más tarde”, y hay días que me ahogo y digo ” ¿por qué tengo que estar soportando todo eso? “A veces tengo ganas de agarrar a mi hija e irme, pero tampoco es así…Y aunque él no quería, yo quise trabajar para salir de mi casa porque era siempre solo ocuparme del mundo de ahí adentro; no sabía qué ropa estaba de moda, ni qué pasaba. Y él tenía otra clase de libertad; si quería reunirse con los amigos se reunía y yo no lo puedo hacer. Ya perdí todas las esperanzas…Una persona así nunca cambia.
No nos llevamos bien porque desde que nació la nena él es muy celoso. No quiere que salga a ningún lado, que hable con mis tíos, con nadie. Solo quiere que esté en la pieza. Él no es de salir, se queda ahí a fastidiar; que “pasame esto”, que “pasame aquello”. No sé si seguir con él porque no estoy acostumbrada a estar encerrada. Yo a la vez siento que le quiero pero a la vez no, estoy confundida. La veo a la nena y digo: “Bueno, es mi destino, tengo que aguantar”. Después digo: “Pero ¿por qué voy a aguantar?” Discutimos porque yo le digo palabras feas. Yo quisiera volver a trabajar, estoy acostumbrada a tener mi plata, comprar mis cosas para que no diga que él me dio, pero ahora con la nena no puedo.
Resulta llamativo que 8 de las 22 mujeres que declaran que se llevan bien con la pareja mencionan que ellos son celosos y les prohiben hacer determinadas cosas, como hablar con otras personas, salir, tener amigos, usar determinadas ropas. En varios casos los maridos no quieren que ellas trabajen, lo cual es motivo de conflicto, como se verá.
Son mucho menos las mujeres que les prohiben algo a sus parejas –que beba en exceso, que juegue por dinero– y que tienen, además, poder para imponerse
En algunos casos, debido a la historia familiar en las que la figura del padre estuvo ausente, las expectativas respecto a sus parejas no se ven satisfechas:
Me gustaría que él comparta más con ellos, que a la nena le revise los cuadernos, que le pregunte ” ¿cómo te fue, qué aprendiste?” Más con la nena; ella necesita más del papá. Lo que yo pido es que él sea un padre como yo no tuve; por eso me aguanté todo lo que me aguanté, los golpes…; quería que mi hija tuviera un padre, no quería que sufra lo que yo sufrí.
En otros casos, la falta de una pareja es motivo de sentimientos de tristeza y soledad,
“Me siento triste por estar sola con el nene; llegar a tu casa y estar siempre solitos”.
“Me siento triste por mi soledad. Hay momentos en que no todo lo ocupan los chicos, más a la noche, no sé si por no tener una pareja estable o segura o extrañar, porque yo decidí terminar la relación pero no era que yo lo había dejado de amar, sino que no estaba dispuesta a vivir como él pensaba, que no terminaba de dejar a la mujer”.
En relación con la participación del marido en el cuidado de los hijos y los quehaceres domésticos se desprende que, lo más frecuente, es que él no participe, o lo haga parcial y circunstancialmente: si no va al trabajo, cuando tiene tiempo, si ella está enferma.
Algunas mujeres mantienen una relación de pareja sin convivencia respecto de la cual no tienen expectativas; otras esperan que una pareja las ayude económicamente:
“No veo futuro con él. Bah, futuro como novio sí, pero como pareja no me veo con él porque él es un pibe que tiene 21 años, no tiene hijos, no tiene nada; en cambio yo ya tengo dos hijas; él es el nene de la casa y para todo recurre a la mamá.”
“Por ahora no pienso juntarme con él; no hay confianza en ningún hombre, y porque tengo una niña ya grande y no puedo mostrarle un mal ejemplo trayéndolo acá, ¿qué va a decir de mí?”
“Me gustaría tener suerte, conseguir trabajo, tener casa o conseguir una pareja que me ayude, que me cuide bien, que no me haga faltar nada, para que pueda descansar yo.”
Las separaciones se produjeron principalmente debido a que las parejas no asumían la responsabilidad de trabajar, consumían drogas o las maltrataban.
4. Prácticas anticonceptivas
Las prácticas sexuales y reproductivas están atravesadas tanto por las relaciones de poder dentro de la pareja como por la situación de pobreza que dificulta el acceso a los métodos anticonceptivos y a los servicios de salud.
Solo la mitad de las mujeres usó algún método anticonceptivo antes del primer embarazo. [4] Del total de entrevistadas solo 2 no los utilizaron porque querían embarazarse.
El método más usado fue el preservativo pero su uso fue irregular y determinó que más de las tres cuartas partes de las mujeres se embarazaran por primera vez sin planearlo. Entre los motivos para no usarlo mencionan la frecuencia irregular de las relaciones sexuales, la vergüenza para consultar por otros métodos antes de concretar la unión conyugal, la creencia en que no iban a embarazarse y la negativa de la pareja a usarlo.
El uso de pastillas, en menor medida de inyectables y en pocos casos del DIU se inicia, generalmente, luego del primer hijo debido a que se sienten más seguras al quedar a su cargo el control de la fecundidad mostrando la dificultad en la negociación con las parejas:
“Ahora tomo pastillas porque ya tenía pareja estable y me parecía más cómodo para mí.”
“Después de la primera me dijeron de las pastillas pero él no quería y como no podía salir a ningún lado, ni podía comprarlas, quedé otras veces. Al último busqué perderlo.”
Pero es interesante señalar que las mujeres separadas y casi todas las solteras están utilizando métodos anticonceptivos como pastillas o inyectables. Algunas mantienen una relación de pareja pero otras quieren estar protegidas por si retoman la relación o por si se presenta la ocasión de tener relaciones:
“Hará dos meses que estamos saliendo. Nos estábamos cuidando con preservativo hasta que una vez no nos cuidamos; entonces vine a pedir las pastillas; más seguro.”
“Ahora uso inyectable. Estoy saliendo con alguien, pero todavía no tenemos relaciones.”
“Tomo pastillas porque nunca se sabe; por ahí me junto otra vez con él porque tenemos una buena relación; no es que yo le dije ‘andate’.”
“Yo si tengo pareja me cuido con pastillas, si no tengo seis, siete meses, igual tomo. Antes estaba que tomo dos meses y dejo. Ahora no; tomo siempre.”
Esto muestra, por un lado, la firme decisión de controlar la fecundidad y, por otro, que no confían en que el varón utilice preservativos ni en que ellas puedan negociar su uso –lo cual ocurre también entre las unidas–. Esto indicaría una ruptura con las representaciones sociales hegemónicas que sostienen a la maternidad como principal destino de las mujeres, que van siendo reemplazadas por otras que sostienen que la sexualidad placentera puede ser vivida sin que medie una relación de pareja estable y sin riesgos de embarazo y en la que la maternidad compite con otros proyectos posibles. Sin embargo, estas mujeres quedan desprotegidas ante las enfermedades de transmisión sexual.
Varias mujeres mencionan dificultades en la utilización de los distintos métodos debido a la falta de información y de acceso a ellos, los mitos, el pensamiento mágico, la imprevisión del coito o la respuesta inadecuada de los servicios de atención; aspectos, en buena medida, relacionados con la pobreza. Las consecuencias son evidentes: todas las mujeres tuvieron algún hijo no planeado y los dos tercios del total de hijos fueron no planeados.
Por otra parte, más de la mitad de las entrevistadas hizo una alusión espontánea al aborto como una opción a concretar o a descartar ante un embarazo no planeado. Muchas refieren que fueron aconsejadas o presionadas por los padres o las parejas para abortar o no hacerlo. Respecto a esto dicen:
“Yo me lo quería sacar pero él no quería, decía que se iba a poner las pilas, que iba a trabajar; pero pasaron los meses y nació y nada, y a los seis meses nos separamos.”
“Él quería que abortara; yo le dije ‘Dejame con mi hermana y andate’ y no lo volví a ver.”
5. Trabajo y sostén económico
La posibilidad de trabajar y tener autonomía económica está también atravesada por las relaciones de poder en la pareja y la situación de pobreza.
La mayoría de las mujeres trabajó en algún momento de su vida. En la actualidad casi la mitad de las mujeres (19) son amas de casa, cuatro son estudiantes, dos están desocupadas y dieciséis [5] trabajan fuera del hogar. Pero entre estas solo tres tienen un trabajo formal, mientras ocho tienen trabajos muy precarios –en comedores comunitarios, con remuneración o sin ella; ayuda doméstica a familiares con o sin sueldo; servicio doméstico durante muy pocas horas semanales–. La mayoría de las que tienen trabajos precarios trabajan por estricta necesidad y están separadas. Muchas mujeres refieren a que el cuidado de los hijos es el principal obstáculo para trabajar –y también para estudiar–:
“Nunca pude trabajar dos meses corridos. Trabajaba un mes y tenía que dejar mi trabajo porque mi hijo cayó internado y la que se tenía que quedar sí o sí era yo.”
“Si una trabaja afuera pasan muchas cosas; uno trae una chica y no sabe cómo le va a tratar a los chicos, si les va a dar de comer. A mí me pasó eso que trabajaba y mi nene me decía ‘Mamá, no me dio de comer, me pegó’ y yo no trataba así a los chicos que cuidaba.”
Como ya se mencionó, la oposición del marido al trabajo de la mujer es otro motivo que incide en la no inserción laboral, oposición que en muchos casos incide, a la vez, en la decisión en los gastos y en el acceso a diversos recursos.
Mi marido no quiere y no quiere que trabaje. Yo quiero trabajar porque me aburro y quiero tener mi plata. Él trae plata y dice: “Esto es para pagar acá y esto para acá” y si yo trabajo y los chicos quieren algo no tengo que esperar, “No, este mes tengo que pagar esto”.
Son varias las que refieren que buscan trabajo y no encuentran o quisieran otro trabajo:
“Trabajo por un plan de $200 y quiero un trabajo digno; busco en una empresa, de limpieza o de lo que sea, pero que tenga un recibo de sueldo, una obra social para mis hijos. Me metí en el comedor porque era lo que había y estaba desocupada y eso me hacía mal”.
“Me pongo mal por el tema del trabajo. Hace tiempo que me anoto o en los planes, pero nunca me sale nada. O llamo y me dicen ‘todavía no’, cosas así y me bajoneo.”
“Ahora estuve vendiendo choripán en una cancha que hay en el barrio porque los dos estamos sin trabajo; me puse a vender y con eso nos vamos arreglando.”
Por otra parte, de las 27 mujeres actualmente unidas, 5 refieren que sus maridos están desocupados y otras 5 que hacen changas cuando consiguen, mientras 17 están ocupados, aunque solo 4 de ellos tienen trabajos en blanco.
Al momento de la entrevista 24 mujeres –o sus hijos– concurrían a comedores comunitarios, tenían diversos planes o subsidios y/o dependían de los padres u otros familiares para su subsistencia. [6]
Tomando en cuenta las 4 mujeres solteras, las 9 separadas y las 7 unidas que tuvieron hijos de anteriores parejas –20 en total– se tiene que solo 8 de los padres de los hijos colaboran con el sustento de los mismos –porque ellas no quisieron, porque ellos no se enteraron del nacimiento del hijo, no se hicieron responsables o están presos–.
6. Hábitat y vivienda
El hábitat es el conjunto de condiciones ambientales y materiales que permiten la satisfacción de las necesidades vitales y la supervivencia de una especie. El hábitat humano incluye también un contexto socioeconómico y cultural que facilita o limita el acceso a los bienes y servicios que permiten dicha satisfacción. De este modo, el hábitat influye en las expectativas, experiencias y estrategias cotidianas y, en tanto espacio simbólico, contiene sus propios códigos, reglas y significados que inciden decisivamente en la configuración de la subjetividad y la identidad (Zicavo 2009, Marcús 2007).
Junto al hábitat, las características de la vivienda –tenencia, habitabilidad– son claves para definir las formas de vida y para la conformación de la identidad.
En cuanto al régimen de tenencia, en el caso de las villas lo usual es que las personas digan ser propietarias de las viviendas aunque no cuenten con un título de propiedad o se hallen en un régimen de alquiler en el que no media un contrato o en viviendas prestadas o cedidas. Estas modalidades conllevan un riesgo de pérdida de la vivienda que impide pensar en cierta estabilidad en la vida cotidiana. En cuanto a las condiciones de habitabilidad de la vivienda importan la calidad de sus materiales, la iluminación, ventilación y aislamiento, el equipamiento y la disponibilidad de agua, cloacas, gas y electricidad y las condiciones de hacinamiento y promiscuidad (Subirats, Gomá y Brugué 2005, Marcús 2007, Urresti y Cecconi 2007).
Además, debido a su situación de segregación socio-espacial, la villa es un medio estigmatizado. Lo que aquí interesa es que sus habitantes portan el estigma y asumen e interiorizan la marca y actúan de acuerdo con él. Así el estigma se constituye en la base de su propia identidad (Subirats, Gomá y Brugué 2005). Ser identificado como villero implica ser colocado en una posición inferior, cargar con la sospecha de no trabajar y de robar, volverse portador de una identidad con una carga simbólica negativa y denigrante que impacta en sus representaciones y en su relación con los “otros” (Zicavo 2009).
En la villa de emergencia en la que se llevó a cabo el estudio, una investigación anterior detectó varios ejes de conflictividad siendo uno de ellos el derivado de los robos al interior de la villa efectuados por quienes comparten el hábitat y son conocidos de las víctimas, lo que genera un sentimiento de indefensión. Otro eje de conflictividad deriva de los enfrentamientos entre pandillas que a menudo se dan mediante tiroteos y que los habitantes de la villa asocian al intento de controlar y marcar el territorio en el cual robar, cobrar peaje o vender drogas y armas. Lo cotidiano de estos hechos ha contribuido a la percepción de inseguridad que los habitantes asocian al consumo de drogas y alcohol (Rebón 2004).
En la construcción social de la inseguridad los medios de comunicación tienen un papel preponderante. Además, inciden en lo que se considera como desviado en una sociedad y en la propia experiencia personal como víctima o espectador de un delito, que no se relacionan estrictamente con el número de delitos que se cometen. Ciertas características del hábitat favorecen la sensación de inseguridad: el deterioro de los edificios, sitios mal iluminados, calles estrechas, el difícil acceso. También las prácticas sociales que se realizan en él como el tráfico de drogas, la prostitución en las calles o los robos (Subirats, Gomá y Brugué 2005).
Ante esta situación parece que la estrategia posible es la evitación y la huida: irse fuera del barrio. Sin embargo, con ello se tiene que negar una de las bases de su identidad. Y como dice Rebón (2004) el deseo de huir es la consecuencia de no poder construir una defensa exitosa ante las condiciones de conflictividad que se vive en la villa.
En ese contexto, en cuanto a la tenencia de la vivienda, se obtiene de las entrevistas que 18 eran propietarias de la misma, 2 en terrenos cedidos y 1 pagando el terreno; 9 alquilaban, 3 alquilan casas, 6 una habitación en la que cocinan, en la que no disponen de agua y comparten el baño con otras familias; 8 vivían en la casa de los padres y con ellos, 3 solteras, 2 unidas y 3 separadas; 2 en viviendas de y con otros familiares; 3 en viviendas cedidas o prestadas, 2 de ellas en una sola habitación.
En relación con la habitabilidad, 2 viviendas no cuentan con agua dentro de las mismas, 2 no tienen baño dentro de la misma y 4 están construidas con materiales precarios como maderas o chapas, así como hay varias de mampostería que no están terminadas.
En nueve casos se dispone de un único ambiente; en diez, de dos ambientes –uno en el que también se cocina– y en 21 casos, de tres o más ambientes. Casi la mitad de estos últimos corresponden a las familias en las que las mujeres viven con sus padres u otros familiares. En diez casos las madres o ambos padres comparten la cama con uno o más hijos.
Mejorar la situación habitacional es una expectativa que está presente en los proyectos de catorce mujeres: a ocho les gustaría terminar o arreglar su casa, aunque la mitad no tiene planes concretos ni recursos para hacerlo. Otras seis manifiestan que tener la casa propia es uno de sus deseos aunque no creen posible concretarlo. Otras cuatro entrevistadas que no cuentan con casa propia quisieran volver a sus lugares de origen dado que allá tienen su vivienda. Dicen:
“Alquilamos pero la dueña va a vender. Nos vamos a tener que ir más lejos; es difícil encontrar una casa para alquilar; con chicos no quieren tanto alquilar. Piensan que van a descomponer las cosas o que le van a sacar la casa. Es feo estar en alquiler.”
“Quisiera trabajar para juntar nuestra platita y tener mi casa, aunque sea de tabla y no estar yendo de alquiler en alquiler porque eso le hace mal a los chicos y para no estar como ahora que estamos los cinco en una pieza; tenemos un colchón en el piso y en él duerme mi marido, y yo y los chicos vamos a la cama. No tengo heladera ni cocina; vamos al comedor.”
En cuanto al hábitat, casi la mitad de las entrevistadas hacen una referencia espontánea –ya que no se preguntaba específicamente por este aspecto– a las condiciones de vida en el barrio como motivo de su insatisfacción vital. Se refieren a situaciones de inseguridad en las que ellas o sus hijos fueron víctimas o testigos:
“Estamos juntando plata para comprarnos una casa afuera de acá porque acá no es buena influencia para los chicos; cada dos por tres se están agarrando a los tiros, robando.”
“Me gustaría irme en otro lado porque acá vi tantas cosas; no es que hablo por hablar; a las chicas las violan y vos no podés hacer nada porque tenés tu familia. Hay chicas que se prostituyen y gente que fuma ese paco mezclado con vidrio que los vuelve locos.”
“Me gustaría irme de acá por mis nenes y al mismo tiempo no por mi papá que vive acá y como que estoy acostumbrada. Tengo miedo por mis hijos. Es un ambiente que por más que no lo quieras, por las amistades te metés igual. Mi hermano estuvo preso por eso.”
“El paco y la inseguridad. Acá es cada vez más la gente que vende droga, de chicos que consumen y es feo. Conozco muchos chicos que murieron por la droga.”
“Me gustaría salir de la villa y que mi hijo no salga adicto ni nada por el estilo, porque veo a muchos de mis compañeros que son chorritos y la mayoría de mis compañeros varones están bajo tierra por peleas y por drogas también. Se juntan a robar y la policía los mata.”
Puede observarse que el futuro de los hijos es una de las preocupaciones y de los miedos que impregna la vida de estas mujeres y sus familias, condiciona su forma de vida, limita la posibilidad de trabajar, estudiar, transitar, recrearse. Además se percibe que los problemas descriptos han ido en aumento. Aunque hay suficientes testimonios que avalan estas vivencias, que por repetidas – “estoy acostumbrada”– no son menos angustiantes.[7]
7. Evaluación de la situación vital
Cuando se les pide a las mujeres que evalúen la satisfacción con su situación vital, diez se definen como satisfechas, quince como algo insatisfechas, nueve como bastante insatisfechas y seis como muy insatisfechas. Los motivos que avalan esas respuestas fueron expuestos a lo largo del trabajo pero cabe agregar que las que se sienten satisfechas o algo insatisfechas consideran que en el futuro pueden estar mejor y tienen proyectos o expectativas que piensan que pueden concretarse –mejorar la vivienda, mudarse de barrio, trabajar o estudiar en el futuro cuando los chicos crezcan–. La mayoría no manifiesta tristeza ni mayores preocupaciones. Algunas se sienten aburridas por estar siempre en la casa. Por el contrario, las que están bastante o muy insatisfechas –más de un tercio de las mujeres– no pueden imaginarse el futuro ni hacer planes concretos y se sienten desamparadas:
“No tengo planes. En el futuro me veo igual que ahora, sola, trabajando, sin la ayuda de nadie. Me pongo mal, me deprimo, soy así, no sé por qué; por no tener mi casa propia, por mi hija que no vive conmigo.”
“Me siento mal por no tener trabajo ni mi casa propia, por no poder darle a mi hijo lo que necesita; nos falta todo.”
“Me gustaría pasear, vagar, no tener responsabilidades. No estoy nada satisfecha con mi vida porque está sufriendo mi hijo. Lo traje al mundo y no tiene padre, ni familia, ni casa. Puedo buscar a otra pareja porque el nene a todos mis amigos les tiende los bracitos; cree que es el papá; parece que lo necesita.”
Las que a pesar de situaciones adversas se sienten satisfechas se refieren a los hijos como factores amortiguadores de experiencias negativas:
“Yo digo que todo eso [la madre la echó] me sirvió cuando fui madre; me dediqué a mis hijas como a mí no se habían dedicado. No quiero para ellas lo que yo pasé.”
“Trabajar y seguir estudiando es lo único que me importa, y mi hijo.”
Para concluir
En la medida en que las mujeres despliegan diversas estrategias para enfrentar la maternidad en la adolescencia van alcanzando una mayor o menor satisfacción con su situación vital, así como van conformando su subjetividad. Dichas estrategias están atravesadas por la situación de pobreza y por las relaciones de género desiguales.
Las dificultades que enfrentan estas mujeres se refieren, por un lado, a las situaciones conflictivas con las parejas o ex parejas derivadas de las relaciones de género, que muchas veces se expresan en limitaciones en las actividades de la mujer e impactan en su autonomía personal y económica y refuerzan su aislamiento en al ámbito doméstico.
Por otra parte, las mujeres encuentran marcadas dificultades para controlar su fecundidad, atravesada por los obstáculos en la negociación con la pareja por el uso de anticonceptivos y en el acceso a servicios de salud y a la información adecuada. Así queda insatisfecha una necesidad generalizada entre estas mujeres que se expresa en el elevado número de hijos no planeados y en la necesidad de recurrir al aborto.
También, se expresaron las dificultades para conseguir trabajo “decente”, ya sea por el bajo nivel educacional, la oposición del marido o la atención de los hijos. A la vez, muchos padres no convivientes no colaboran en la manutención de los hijos. Así, en muchos casos, las mujeres deben recurrir a familiares, subsidios o comedores populares para su subsistencia.
Un particular peso en la satisfacción con la situación vital y en la subjetividad tienen las condiciones de la vivienda –sobre todo, la no propiedad de la misma–, que genera sentimientos de inseguridad ante el futuro habitacional y el hacinamiento que impacta en la intimidad. Por otro lado, influyen las condiciones del hábitat, en especial por la violencia e inseguridad que impone restricciones en la vida cotidiana –no transitar por el barrio a ciertas horas, no dejar las casas solas, no dejar jugar a los chicos afuera de las casas– y que impacta en la preocupación por las consecuencias en el futuro de los hijos. En este contexto, el miedo, junto a la pobreza, pasa a ser un elemento constitutivo de la subjetividad, que se relaciona con la expectativa generalizada de las mujeres de “irse de la villa”.
En cuanto a la evaluación de su situación vital, se encontró que más de un tercio de las entrevistadas se definen como bastante o muy insatisfechas, por lo cual manifiestan malestar, se sienten desesperanzadas y no pueden proyectarse en el futuro.
A partir de las necesidades específicas de estas mujeres-adolescentes y jóvenes-madres-pobres, cabe plantearse cuál es el papel del Estado a través de sus políticas públicas. Por un lado, es responsable de desmontar las estructuras patriarcales que posibilitan la marginación de este grupo de mujeres, que se incuban tanto en las familias como en las instituciones educativas, laborales, religiosas, judiciales y políticas. En esas instituciones persisten representaciones sociales que naturalizan las relaciones de género desiguales y la violencia hacia las mujeres como forma de mantener el poder patriarcal. Para ello es preciso que los distintos agentes del Estado y los miembros de la sociedad en general revisen las concepciones y prácticas propias del sistema patriarcal, el cuestionamiento de las relaciones de poder entre mujeres y varones, el reconocimiento de la equidad de género y de los derechos de las mujeres. Por otro lado, con una perspectiva de género, el Estado debería garantizar 1) la detección y prevención de las relaciones de género asimétricas, en especial si son violentas, por parte de las distintas instituciones –escuelas, servicios de salud, organizaciones comunitarias, juzgados– en las que las mujeres interactúan; 2) la inclusión de las adolescentes y jóvenes en el sistema educativo y en el mercado de trabajo formal con salarios iguales al de los varones y el acceso a guarderías para los hijos y a los servicios de salud; 4) la redistribución de las tareas domésticas y de cuidado de los hijos; 5) las condiciones adecuadas de la vivienda y el hábitat que permitan sentimientos de pertenencia y seguridad; 6) la ampliación de las redes sociales y la participación en organizaciones que apunten al empoderamiento de las mujeres y a la democratización de las relaciones familiares.
Estas serían algunas claves para que estas mujeres, en un marco de ciudadanía inclusiva, enfrenten la vida cotidiana con los recursos necesarios, conformen una subjetividad en las que se reconozcan como valiosas y estén satisfechas con su situación vital.
Referencias bibliográficas
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Caldeiro, P. (2005) Familia y Poder, Buenos Aires, Libros de la Araucaria.
Carbajal, N. (2008) “Construyendo subjetividad: entre lo cotidiano y la institución educativa”, Quehacer Educativo, [en línea] 99-101 [consulta: 9 de diciembre 2011] <http://www.quehacereducativo.edu.uy/docs/c53bbb3f_qe%2090_25_
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Castel, R. (2004) La metamorfosis de la cuestión social. Una crónica del salariado, Buenos Aires, Paidós.
Climent, G., Arias, D. y Spurio, C. (2000) “Maternidad Adolescente: Un camino hacia la marginación”, Cuadernos Médico Sociales Nº 77, Centro de Estudios Sanitarios y Sociales/ Asociación Médica de Rosario, Rosario, pp. 81-97.
Giarrizzo, V. (2007) Percepciones de Pobreza y Pobreza Subjetiva. Un estudio para la Argentina, [en línea] Centro de Investigación en Epistemología de la Economía Facultad de Ciencias Económicas, Universidad de Buenos Aires, [consulta: 29 de noviembre 2011] <http://www.cerx/org/textos/articulos/Percepciones%20de%Pobreza/.pdf>.
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- Investigación Oportunidades y riesgos en el enfrentamiento de la maternidad en la adolescencia llevada a cabo en el Instituto de Investigaciones “Gino Germani”, Facultad de Ciencias Sociales, Universidad de Buenos Aires/ CONICET.↵
- 17 de las entrevistadas nacieron en la Capital Federal o el Gran Buenos Aires (casi todas vivieron siempre en la villa) 5 nacieron en provincias argentinas y 18 en países en limítrofes (15 de Paraguay, 2 de Bolivia y 1 de Uruguay). La mayoría de las migrantes reside en la villa desde hace menos de 6 años y provienen de zonas rurales o semirubanas. Actualmente 10 mujeres tienen entre 16 y 19 años, 16 tienen entre 20 y 24 años y 14 entre 25 y 30 años, siendo el promedio de edad de 22,9 años. La mayoría de ellas (27) está unida o casada, 9 están separadas y 4 son solteras.
8 de las mujeres tienen estudios primarios incompletos, 10 los completaron, 13 tienen estudios secundarios incompletos y 4 los completaron, 1 completó estudios terciarios. Cuatro cursan estudios secundarios actualmente.↵
- En este trabajo se pone énfasis en el material cualitativo recogido que permite acceder al sentir de las entrevistadas, a su percepción de bienestar o malestar. Si bien se desarrollan varios ejes que se refieren a distintos aspectos de la vida en los que se irán mostrando la evaluación y los motivos de satisfacción /insatisfacción, relaciones de pareja, trabajo, vivienda, etc., en los testimonios que los avalan se entrelazan unos con otros. ↵
- Se encontraron diferencias por edad y entre las migrantes y las mujeres que siempre vivieron en la villa, aspectos que no se desarrollan en este trabajo. ↵
- Una de las entrevistadas trabaja y estudia↵
- 10 mujeres –o sus hijos– concurrían a comedores, 14 recibían planes o subsidios y 7 dependían de padres u otros familiares para su subsistencia. Algunas contaban con dos de estas ayudas. ↵
- Otros motivos de preocupación o insatisfacción en los que no se profundiza en este trabajo se refieren a la preocupación por la salud de los hijos (problemas congénitos, hipoacusia, bajo peso, problemas de conducta y de aprendizaje), hijos sin vacantes en guarderías, jardines de infantes y escuelas, problemas con ex parejas por la tenencia o manutención de los hijos.↵