Una etnografía comparativa sobre muertes violentas en la ciudad de Córdoba
Nicolás Cabrera y Nahuel Blázquez
Soy mi propia religión, mi soberano, yo me enseño
Pretendo ser real y todavía soy un sueño (…)
Tengo celos, tengo envidia, tengo bronca y me
Lastimo (…) Y aunque me parezca a todos y me
Confunda con la gente. Soy como nadie. Soy
Diferente (…) Soy legal, clandestino, un cordero y
Un asesino
Gustavo Cordera. “Soy mi soberano”
Introducción
De un lado, la muerte de José Luis Díaz, ocurrida en junio del 2015 en barrio Quebrada de las Rosas de la ciudad de Córdoba. Del otro, Emanuel Balbo, muerto en abril del 2017 en el Estadio Mundialista Mario Alberto Kempes tras un partido de fútbol entre Belgrano y Talleres. Comparar y comprender los contextos de significación en la que estas actividades violentas se llevaron a cabo es el horizonte interpretativo del presente trabajo. Dicha tarea abre un sinfín de interrogantes que, aunque no prometan respuestas, exigen cuidados. En primer lugar emergen los entresijos metodológicos propios de cualquier aventura comparativa. Si hacer etnografía es necesariamente comparar, dicha operación “envuelve la identificación de dos formas como variantes de una misma, lo que implica construir una categoría abarcativa en la cual las dos formas puedan ser incluidas, comparadas y contrastadas” (Barth, 2000: 188). En este sentido, esta actividad implica buscar “dimensiones de variación” (Ibid: 193) en los procesos aquí estudiados. Es la comparación lo que permite hacer de la etnografía “una instancia analítica, no meramente descriptiva” (Balbi, 2007: 41).
El ejercicio de comparar implica, también, pensar en escalas. El desafío está en describir la singularidad etnográfica de cada proceso sin perder de vista las estructuras sociales que, en tanto telón de fondo común, operan como condición y posibilidad en cada “caso”. Como sostiene Elias, los microcosmos sociales deben ser entendidos como “pequeños paradigmas empíricos” (Elias y Scotson, 2000: 49) que inviten a leer procesos y lógicas sociales de gran escala y viceversa. En este sentido es que decidimos estructurar el texto de la siguiente manera: primeramente indagaremos en aquellos procesos y mecanismos que legitimaron la muerte de Emanuel Balbo causada por hinchas[1] del Club Atlético Belgrano. Posteriormente ahondaremos en el linchamiento de José Luis Díaz y las moralidades que lo circundan, tanto en las explicaciones que hacen de él un “cuerpo matable”[2] como en las diferentes herramientas que intentan politizar el dolor y cuestionar las clasificaciones hegemónicas que la estigmatizan. Tras la descripción de ambos “casos”, ahondaremos en el ejercicio comparativo. El paralelismo se inaugura en torno al proceso de animalización y crueldad registrado en cada “caso”, para después problematizar las nociones de territorialidad, soberanía, y racismo de Estado.
Cada uno de los “casos” de muerte violenta está cronicado. Apelamos a este recurso literario inspirados en los trabajos de la antropóloga Rossana Reguillo (2011). Esta autora reivindica este género particular como forma narrativa epocal. En este sentido, encontramos en la crónica narrativa, en colación a una escritura de estilo académica, una herramienta más “desacartonada”, donde la descripción sucesiva nos permite hablar de la crueldad y del poder como satisfacción de deseo con mayor premura. Aunque sea imposible no domesticar la violencia, encontramos mejores razones para hacerlo desde este lugar. Tenemos la sensación de que en otros intentos, preservando estructuras de escritura más solemnes y formales, caímos en la trampa de producir un lavaje o desinfección de categorías que nos alejaron de lo visceral y del afecto no representable que intentamos dar cuenta.[3] Pero ¿cómo pasar tales experiencias a la vida del papel? ¿Cómo textualizarlas sin perder el propio contexto etnográfico? “La ficción – expresa Julieta Quirós (2011) – es una manera de contar la realidad”. Es importante decir que los textuales fueron recreados y montados, hay elipsis, se han producido marcas e intencionalmente se han efectuado borramientos. “Narrar personas haciendo cosas –lo que Quirós llama “etnografiar mundos vividos” – involucra una forma particular de abordar el discurso producido en el campo” (Ibid. p. 24). Algunos motivos nos llevaron por este camino. En primer lugar por las razones en las cuales Blazquez y Lugones (2016), nos advierten de los riesgos que debemos tener para no infamar a nuestros interlocutores. En segundo, hemos creído conveniente rasgar el texto y producir marcas e imágenes sensoriales que nos acercaran al aire enrarecido y lastimoso de estas muertes.
El texto está construido sobre dos experiencias de campo todavía en curso: la primera consiste en un trabajo etnográfico con la barra[4] del Club Atlético Belgrano. Tomando a ésta como referente empírico, la investigación pretende inquirir en las experiencias constitutivas de aquel colectivo, en donde las prácticas y representaciones violentas ocupan un lugar central. La segunda investigación toma la muerte de José Luis Díaz a manos de los vecinos de la ciudad de Córdoba a los fines de indagar ciertos aspectos de lo que las prácticas de linchamientos comunican y producen, junto a las consignas de violencia, orden y espacio en barrios de la ciudad de córdoba.
Resta sólo una aclaración más: la estética propuesta. Invitamos a pensar en imágenes. Imágenes en formato de crónica, fotos, citas, epígrafes. “La realidad” vuelta espectáculo. Es que la violencia, la crueldad y la muerte yacen en su tratamiento imaginal, en su capacidad de multiplicarse y proliferar. En dicha dinámica podemos hallar agencias, resistencias, placer, repulsión, y tantas otras evocaciones posibles. Y no sólo las imágenes, otros elementos no icónicos como comentarios y opiniones conforman en su estética un sentido indisoluble de su contenido político. En palabras de Horacio González: “imágenes, decimos, no porque no sean hechos realmente ocurridos sino porque otra cosa significan cuando se transforman en imágenes” (2014, 94-95).
Sólo para entendidos
Imagen 1. “Solo para entendidos”
Fuente: Elaboración propia
De frente a la tribuna popular, el territorio más importante para la barra de Belgrano, una bandera flamea bien alto. Tiene dibujada una rata atravesada por el símbolo de lo prohibido. En azul, con mayúsculas, debajo del dibujo, hay una sentencia: Sólo para entendidos. La bandera es un símbolo de victoria y orgullo. El emblema de una conquista que comienza en los albores del 2008 y termina en el ocaso del 2010. Por aquellos años, la barra de Belgrano, autodenominada Los Piratas, decide expulsar a quienes roban en la tribuna. A los acusados se los reconoce como las ratas, un puñado de jóvenes ávidos de pequeñas riquezas que hacen del picoteo una fuente de botines propios y odios ajenos. La barra decide actuar y ejecuta una modalidad de castigo ya conocida: identificar, golpear y expulsar. La pena es el dolor físico y el destierro territorial. La iniciativa y el resultado goza de gran aceptación entre el resto de la hinchada celeste. Entre los latidos de los bombos y los estruendos de las trompetas, en Alberdi[5] se canta:
La tribuna está de fiesta llegan Los Piratas/ Somos la banda más loca que no tiene ratas/ No me importa lo que diga toda la gilada/ Somos la primera barra/ A mí no me importa nada…
El Turco es uno de los primeros hinchas de Belgrano que entrevistamos en nuestro trabajo de campo. De sus 30 años de vida, dice tener 25 como “fanático” de Belgrano. Su pose es la de un hombre curtido, no solo por la plomería, sino por una historia en la que reconoce “no haberse criado con leche de monja”. Al preguntarle sobre la expulsión de las “ratas” nos comenta:
Eso ha cambiado. La Barra lo hizo y está muy bien porque no es lindo que uno vaya a seguir a su equipo, se coma un viaje, aparezca una rata y te labura ¿entendés? Y no es así, para mí no es así, Belgrano no es así, ni siquiera vienen por los colores, yo creo que La Barra ha hecho algo muy bueno en agarrar las ratas. Te soy sincero, si a mí una rata me llegaba a robar en aquella época, lo iba a agarrar y le iba a moler los huesos a golpes.
Franco también es de Belgrano, es socio y ve los partidos desde un costado de la popular. Habla pausado. En su trayectoria social encontramos colegio privado, barrio con servicios, carrera universitaria y un trabajo como profesional de la salud. Aunque su posición social difiere de la del “Turco”, ambos parecen coincidir sobre el tema en cuestión. A propósito, Franco nos dice:
Me acuerdo patente que estaba con dos amigos y fuimos a comprar un choripán en el entretiempo y cuando estábamos saliendo vinieron Las Ratas, los pibitos, y nos arrebataron el choripán en la cara. Se lo comieron todo. Fue una situación de mierda, nos asustamos. No podíamos hacer nada, venían de a muchos y me acuerdo de la impotencia, la impunidad, no sé. Adentro era como sentir inseguridad en tu propia tribuna. No está bueno eso porque no vas tranquilo. La cancha no es la misma desde que no está ese grupo, cambió para mejor y veo más familias.
Aquí traemos solo dos testimonios a modo ilustrativo, pero la idea fue reiterativa entre nuestros entrevistados: la tribuna popular de Belgrano era insegura y la Barra se autoproclamó garante de un “interés abarcativo” (Rodgers 2006, 79) que no era otro que el de consolidar un proceso de pacificación donde pudiese volver la familia y reinar la fiesta y el carnaval para los verdaderos hinchas. En ese marco, el estigma rata opera identificando, segregando y normalizando. Echando mano a Durkheim, Garland nos invita a pensar el raterío como “actos que viola[ban] seriamente la conciencia colectiva” (Garland 2006, 46) y que ameritaban un castigo severo. La identificación, golpiza y expulsión pública de las ratas es un ritual de afianzamiento de las moralidades colectivas de una comunidad que se percibe como tal, frente a una otredad degradada y animalizada que por su mera presencia atenta contra una vida “sana y pura”. En resumen, la legitimidad construida entre los hinchas se viste de varios ropajes, pero al desnudo dice siempre lo mismo: en este territorio no todo está permitido, ni todos son bienvenidos. Es solo para entendidos. Aquellos otros que osan transgredir nuestras fronteras morales serán tratados como animales.
De gallinas e infiltrados
Abril se parte a la mitad con un sábado otoñal, la Semana Santa de 2017 se despide. La ciudad de Córdoba se prepara para recibir una nueva versión del clásico entre el Club Atlético Belgrano y el Club Atlético Talleres en el estadio Mario Alberto Kempes. Los hinchas del primer equipo se preparan para asistir a la cancha, los del segundo para verlo por televisión. La discriminación se ampara en una de las tantas políticas espasmódicas implementadas por los responsables de garantizar la seguridad en los estadios de fútbol. Es que a partir del 2006 y 2007, se da una explosión ascendente de las muertes vinculadas al fútbol (Cabrera, 2015), en ese marco la A.F.A (Asociación del Fútbol Argentino) conjuntamente con el gobierno nacional deciden prohibir la asistencia del público visitante en todos los partidos correspondientes a las categorías de ascenso nacional que se disputen en el territorio argentino. Algunos años después la misma normativa se aplica a la primera división. El resultado es sencillo: todos los partidos oficiales del fútbol argentino se juegan sin público visitante desde mediados del 2013.
Emanuel Balbo, el keko, como era conocido entre amigos y familia, sale temprano de su casa en Colonia Lola, un barrio de la periferia sudeste de la ciudad de Córdoba. Allí vive con Victor, con quien, además del techo, comparte el oficio de la carpintería y la pasión por Belgrano. Ese día Emanuel tiene una entrada para ver el clásico desde la popular Willigton, una tribuna históricamente ocupada por la parcialidad de Talleres pero que, ante la prohibición de dicho público, se reserva principalmente para los hinchas de Belgrano no socios. El Keko no va solo a la cancha, lo acompaña, como desde hace años, su amigo Joaquín.
Antes del partido, en las inmediaciones del estadio, Emanuel tiene un altercado con una persona que aquí llamaremos Sergio. La rivalidad no es nueva. Sergio habría matado a un hermano de Emanuel en una picada de autos en el barrio Ampliación Ferreyra hace algunos años y, junto a su familia, tuvo que abandonar el barrio. Ya en la tribuna, en el entretiempo del partido, Sergio vuelve a increpar a Emanuel, pero esta vez se trata de una acusación: ese culeado es de Talleres, grita a viva voz. A partir de allí varias personas rodean a Emanuel, lo golpean y lo dejan caer –¿o lo arrojan?– desde la parte superior de la tribuna hasta la boca de ingreso a la popular. Es una caída de tres metros. Durante la golpiza el boca a boca de la tribuna desparrama el rumor de que hay un infiltrado de talleres. Algunos gritan que lo saquen¸ otros que lo maten, unos que no le peguen, lo cierto es que el único mensaje que llega al unísono en forma de canto coordinado profesa: gallina culeada, puta y reventada. Segundos después, un hincha filma cómo Emanuel yace agonizando en el piso rodeado por cientos de simpatizantes de Belgrano que cantan enardecidamente gallina puta la puta que te pario.
El resto de la historia es materia penal. Emanuel es llevado esa misma tarde al Hospital de Urgencias de la ciudad. Horas después muere. La causa es caratulada bajo la calificación legal de “homicidio agravado”, y en pocos días, cuenta con seis detenidos –entre los que se encuentra Sergio como instigador de la muerte–. Se generan marchas pidiendo “justicia por Emanuel” y campañas de hinchas que bajo el slogan “rivales sí, enemigos no” reclaman por un cese de la violencia en los estadios. Los medios de comunicación hablan de internas de la “barra brava” Pirata. El Club Atletico Belgrano comunica que a los acusados se les aplicará el derecho de admisión de por vida, y mientras tanto intenta paliar la sanción que se avecina desde la AFA.
Emanuel Balbo fue representado como un cuerpo matable, y, en consecuencia, se lo mató o, en el mejor de los casos, se lo dejo morir. Esto se dio por varias razones. Un grupo de personas, hinchas de Belgrano, se creyó soberano y custodio de un territorio que les correspondería naturalmente: la tribuna. En segundo lugar había una presencia indeseable, prohibida, invasiva, infiltrada. Alguien que está donde no le corresponde y, encima, clandestinamente. Todo esto no sólo es una trasgresión legal –violar la prohibición del público visitante– sino también moral. Es una presencia que además de ser diferente, es desigual. Por qué “ellos” no tienen el mismo estatus moral que “nosotros”. La humillación simbólica de la víctima así lo muestra.
Emanuel murió por una doble acusación: la de gallina puta e infiltrado. En el cantico Gallina puta la puta que te pario, se trasluce toda una operación simbólica que tiende a degradar moralmente a la víctima a los fines de legitimar su muerte. Primero el otro es animalizado, por ende, deshumanizado, una gallina, un no-humano. Además es una puta, esta feminizado, por ende, desmasculinizado, un no-hombre. Finalmente no sólo es una mujer sino que es la mujer más estigmatizada por la cultura patriarcal y machista que inunda el fútbol argentino (Garriga Zucal, 2007): una puta. Y como si eso no alcanzase se trata de una condición de linaje, de ascendencia, de herencia: la puta que te pario.
Por el otro lado tenemos la figura del infiltrado que debe ser leída, para empezar, como un daño colateral de la prohibición del público visitante. Dicha normativa, lejos de disminuir las muertes, la aumentó (Cabrera, 2015) –solamente en el 2014 se registraron 17 decesos, el peor año desde la fundación del fútbol argentino como deporte profesional –. Se sabe que el fútbol es una máquina de construir oposiciones donde la muerte es un desenlace posible de los conflictos construidos. La prohibición de la otra hinchada trajo tres novedades a esta máquina de crear antagonismos que llamamos fútbol: la primera es que, sin hinchada contraria, las viejas rivalidades se suspendieron –nunca desaparecieron– al mismo tiempo que otras se construían. Como el “enemigo” ya no estaba al frente, se la buscó al costado. Sin público visitante, el otro, el puto, el cagón paso a estar en la propia hinchada, de ahí que, en los últimos años, aumente exponencialmente los enfrentamientos entre hinchas del mismo equipo. Y por otro lado, emergieron dos figuras hasta antes desconocidas en el fútbol vernáculo: el infiltrado en tanto amenaza a eliminar, y el hincha punitivo siempre dispuesto a castigar. Si Emanuel era una gallina infiltrada, el resto de los hinchas de Belgrano debían castigar tal infracción. Se trata de un juego de etiquetas donde las fronteras territoriales devienen en límites morales cuya transgresión se paga con la vida.
Creemos que entre la expulsión de las ratas y la muerte de Emanuel se pueden establecer paralelismos[6]. Ni la expulsión de las ratas, ni la muerte de Emanuel serían posibles si previamente no existieran dos requisitos que, creemos, exceden a la prohibición del público visitante pero al mismo tiempo son reforzados por ésta: una tiene que ver con la lógica territorial que atraviesa todas las rivalidades de nuestro fútbol argentino. Cada equipo y cada hinchada tiene sus territorios: estadios, tribunas, barrios, esquinas. Los territorios propios se deben defender, los ajenos conquistar. Es una lógica bélica –el fútbol es una fiel teatralización de la guerra– que combina honor y humillación. Desde ahí, la convivencia territorial es imposible y la prohibición del público visitante reproduce y refuerza esa lógica. Divide, separa, excluye y confina. Resultado: la presencia del otro solo puede ser pensada en términos de amenaza, peligro o invasión.
Ahora bien, y entramos en el segundo requisito. Por diversas razones, los hinchas se arrogan para sí mismos el derecho policial de identificar y castigar a los “infractores”, además de espectacularizar el castigo –pensemos en los celulares filmando, en los cánticos entonados o en las banderas flameando– a modo de correctivo ejemplificador. Estigmatización, delación, sanción y amenaza se articulan en un enmarañado proceso que hace que algunos “simples hinchas” maten o dejen morir a cuerpos representados como matables. Esta lógica no parece ser exclusiva del fútbol –más allá de que en él adquiera un matiz especial– por ello, para comprender integralmente lo dicho parece tan necesario como urgente salir de los estadios.
“A José lo mataron como un perro”
José Luis Díaz sale de su casa acompañado de su amigo Rodrigo Moreira. Ahí están en una tarde fría de invierno, cansados de estar en la esquina. Atraviesan los límites del barrio y se topan con las rejas del Jardín Botánico, un tupido verde de seis hectáreas junto al Club Botánico, más acá las canchas de tenis, más allá los gimnasios. De un lado, San Ignacio, asentamiento humilde al oeste de la ciudad de Córdoba. Del otro, barrio Quebrada de las Rosas, fracción más o menos acomodada de la sociedad cordobesa.
Las agujas dan las 19:00 horas cuando José y Rodrigo marcan un botín. A pocos metros, un joven de Quebrada de las Rosas apoyado contra un poste de luz, espera el colectivo clavando los ojos en su celular. José Luis y Rodrigo, se acercan y aceleran el paso, el efecto sorpresa como técnica. Sorpresa hay, pero no la esperada. La víctima se resiste y el arma cae rompiéndose en pedacitos. El revolver pensado para asaltar no sirve, mucho menos para intimidar tras desparramarse los resortes de una pobre réplica de juguete. Rodrigo escapa y se esconde sin perder de vista la acción. José tiene peor suerte. Un delivery de pizzas lo ve de lejos y exclama: ¡Que alguien haga algo! Llega corriendo un vecino. Luego viene otro. Se abren las ventanas de toda la cuadra. Al instante otra vecina: ¡Agárrenlo! Golpe. Pasa un colectivo y aminora la marcha. Golpe. Lo mismo hacen los autos que circulan por la avenida. Golpe. Son 10, son 15 y ahora 30 personas. Golpes, patadas, golpes. Enjuiciamiento súbito de acusadores anónimos. Golpe. José cierra los ojos y siente una cuerda mojada que inmoviliza sus pantorrillas y manos. Al ser aprehendido y amarrado, otras tres personas lo arrastran por el pavimento. Un señor trae un fierro y le acerta en la cabeza. Golpe. Un vecino se acerca y lo sujeta por los hombros para que otros sigan, mientras su cuerpo tibio ya no siente dolor.
El mismo día que velaban a José, Micaela recibió un mensaje por Facebook: Yo soy uno de los que mató a tu hermano, mil veces lo mataría. Desde la fecha de muerte del joven hasta hoy, todo es brumoso, salvo algunas cuestiones. La autopsia reveló que más del 90 por ciento de los daños estaban concentrados en la cabeza “ocasionándosele lesiones de naturaleza traumática y hemorrágica”. José exhaló el último suspiro 13 días después al ser desconectado del aparato artificial que lo mantenía con vida. El traumatismo con pérdida de masa encefálica fue irreversible.
–A mí lo que me duele, es cómo lo mataron. Como un perro, porque me lo mataron como un perro. Ese es el dolor que tengo, porque yo sé cómo sufrió él cuando lo mataron así. Eso es lo que me duele. Está bien, que le hubiesen metido un tiro, porque estaba robando, porque es verdad que estaba robando ese día – nos comentó un día su mamá.
A dos meses del homicidio del joven de 23 años, familiares, amigos de la víctima y activistas de DDHH[7] intervinieron el espacio público, realizaron un acto de conmemoración y pedido de justicia, imprimiendo en los barrios mencionados distintos recursos, estéticas y experiencias en torno al dolor y la política. De esta manera, el 26 de agosto del 2015, – en Villa San Ignacio – se pintó un mural a los fines de politizar y cuestionar las clasificaciones hegemónicas que estigmatizaron la vida del joven asesinado. Al mismo tiempo, aquel día de conmemoración aludido, en el barrio Quebrada las Rosas se construyó un altar en el lugar donde José fue atado de pies y manos, justo enfrente de la casa de dos de las personas que habrían sido partícipes necesarios del acto de muerte. El hormigón de cemento fue construido por los alumnxs del colegio Alegría Ahora y donado como presente simbólico al Sr. Díaz, padre de José, quien haciendo uso de su experiencia de albañil realizó la fosa en el cantero de la vereda que aún recordaba las máculas de sangre de su hijo muerto.
A partir de todas estas intervenciones nos preguntamos: ¿Cómo se impugnan ciertas muertes y de qué manera se cualifican ciertas vidas? ¿Cómo se narran las historias? ¿Hasta dónde se pueden recrear los contextos de significación y actuación de “la violencia”? ¿En esta tarea, qué detalles merecen ser rememorados y cuáles apagados? ¿Qué sentidos diferentes hay en la muerte de José? ¿Todos los significados en torno a “la violencia” son compartidos? ¿Las relaciones de dolor, sufrimiento y crueldad sólo se establecen entre víctimas y victimarios? En esta línea de interrogaciones nos propusimos indagar antropológicamente por las zonas de significación (Vianna, 2014) que adquiere la violencia, a los fines de comprender desde qué campos semánticos y con cuales repertorios de protestas estaban restituyendo post facto humanidad a la vida del joven. Las experiencias, marcas e inscripciones que intentan modificar y politizar la muerte nos hablan de ello, al mismo tiempo que utilizan gramáticas de animalización para describir el fenómeno moral del linchamiento[8].
Imagen 2. Mural “La Cadena Evolutiva”
Fuente: Colectivo Manifiesto
El mural pintado de blanco trasluce un fondo bien oscuro. En las tonalidades contrasta un rojo copioso que adquiere presencia en la interacción final. Un humano gana centralidad en la escena del suplicio. Ahí está, amarrado por la espalda. Una leve inclinación de su cabeza denota el pasaje hacia una pérdida total de conciencia. El trance final muestra el sufrimiento agónico. Yace en el piso, inerme, sus manos desfallecidas reposan entre sus rodillas y sus pies también vencidos. La sangre pide sangre, brota de la cabeza, mancha y salpica el espectáculo tiñendo todo del mismo color. No es posible averiguar si aquello de allí es un tronco, un poste, o la base de una columna. Sólo se ve firme y erecto sobre la sangría que corroe lentamente fruto del sacrificio. No obstante, y teniendo en cuenta el grado de divulgación de la iconografía cristiana, cualquier observador, por poco conocedor que sea del tema, recordará la historia de los dos ladrones clavados en un árbol y crucificados al lado de Jesús de Nazaret. El ladrón bueno y el ladrón malo evocan el más eficaz instrumento de pecado. Aquí, el cuerpo lleno de humanidad funciona como frontera y límite, esa cesura torna evidente que el ejercicio de la violencia está más allá, del otro lado, desterrada a los confines de lo salvaje, donde la agresión habita en el intersticio de lo primitivo. Nada de toda esa miseria reside de este lado. Humano demasiado humano. Quien aflige al hombre retiene la mirada irascible sobre el cuerpo infame. Si esto es una bestia, representa la condición más inhumana del proceso evolutivo. Toma distancia y en su brazo erguido carga la muerte. Blande en alto su puño sosteniendo un garrote tan precario como la rudeza con la cual ejerce su crueldad. Porque en el goce se demora, llama a la venganza y en ella culmina. Se deleita, se venga y termina. En la composición hay cuatro pasos. La cadena evolutiva representada es inversa, perdiéndose toda condición humana en el acto mismo de linchamiento. El hombre deviene en animal y no de un animal. En la imagen es posible visualizar la teatralización del exceso y la miseria del despojo, denotando una forma de morir y dar muerte. “No robarás” (Mateo 19: 18).
Siguiendo los aportes de María Pita (2010) podemos explicar una serie de movimientos en los cuales se intenta cambiar los signos de la muerte, para producir otros y diferentes significados. Por ende, la tarea del activismo es escribir e inscribir otro relato del suceso. Es mostrar que las vidas importan. Se trata de re-inscribir una muerte política de una vida que a priori aparece no política. De esta forma, mostrar que una vida es sacrificable no es otra cosa que cualificarla, darle un nombre, una personalidad, una causa de deceso. En el mural, existe una primera operación en la cual se re-inscribe humanidad en los “cuerpos matables”; en segundo lugar, al retirarlos de ese lugar en la que, supuestamente, por su mera condición “cualquiera puede matar sin cometer homicidio”, resulta posible politizar y denunciar la muerte. Así, acreditar la situación de “seres o cuerpos matables” se torna condición de denuncia y posibilidad de protesta. Lo llamativo de los recursos aquí descriptos en la escena de suplicio, es que habría una tercera operación: inscribir animalidad en el cuerpo de los perpetradores.
En el mural observamos una acción moralmente pedagógica que se empeña en mostrar lo intolerable del accionar y lo indigno de los sujetos. En otras palabras, la estética de la pintura, mediante su escenificación, animaliza y humaniza la situación del crimen para calificar la violencia. Es dentro de esta malla moral que el linchamiento se torna un acto “salvaje”, “bestial” y de “primitivismo animal”. Desde este lugar, el acto violento queda encuadrado por fuera de lo humano, más allá de “la cultura”, o si se quiere, dentro de enfoques o “razones” de orden psicológicos (monstruos, bestias) como condiciones patológicas individuales de los agresores (sádicos, psicópatas). Es por medio del recurso de animalización y de humanización donde es posible mostrar cómo es tratado el acto violento por los activistas.
Por otra parte, cabe acrecentar que, en ambos laterales del mural (que por razones de economía de espació, sólo vamos a describir), se cristalizan las siguientes consignas: “1 Negro menos, 20 asesinos más” y “Ni un linchado más”. Ambas frases están grafiteadas en distintas partes de barrio San Ignacio acompañadas de esténciles con la cara de José. También se observan frases pequeñas como: “Tener conciencia” y “– Muerte, + Oportunidad”. Observamos que al exponer el exceso de crueldad se cuestiona e impugna la manera de matar. Resta algunas preguntas ¿Qué réditos trae operativizar el recurso de la crueldad? ¿Y si a riesgo de politizar el dolor mediante tanto sufrimiento, caemos en la trama de la mera representación gráfica del terror? ¿Adónde y en qué contextos se inscriben las prácticas de crueldad?
Continuando con la descripción de la protesta, el discurso racial inserto en el mural, se hace eco de las prácticas vigentes que conforman los territorios de la violencia de la sociedad cordobesa. La muralista de la obra así nos los expresó: ¡Son 20 asesinos! Tenían intenciones de matarlo. De terminar con eso que está ahí, que en ningún momento vieron que era un ser humano. La muerte en el cuerpo de José alberga un mensaje que puede ser leído en la manera particular en la que fue asesinado. Autoras como Rossana Reguillo (2011), Rita Segato (2013) arrojan luz sobre lo que llaman “violencia expresiva”, María Victoria Uribe (1998) refiere a los cuerpos desmembrados como “textos del terror”. Por su parte, y refiriéndose a las masacres en Colombia, Blair sostiene que “el cuerpo es, en este caso, el símbolo de inscripción del horror mediante mensajes cifrados en esta forma de asesinar” (Blair, 2007: 218). De todos modos la producción del horror trasciende el cuerpo vapuleado, y va más allá de “la violencia” en la que el par victimas-victimarios pueda ponderar. El lugar del escenario y de los posibles espectadores es central en este punto, el mensaje de uno de los perpetradores a un familiar de José nos los enseña: Yo soy uno de los que mató a tu hermano, mil veces lo mataría.
El mensaje adquiere su potencialidad de recepción en la opacidad en la que puede ser decodificado, tanto en lo que muestra como en lo que esconde. Es decir, mientras que el pronombre “yo” disimula un “nosotros” que intenta reestablecer el “honor colectivo” profanado ante quién osó (o en un futuro se anime) a cruzar la frontera de los barrios para poner en jaque aquello que es “nuestro”; también revela, amedrenta y refuerza todo su poder de muerte. En efecto, al mismo tiempo que se envía el mensaje vía Facebook y se exhibe con el paso del tiempo la escena de linchamiento, se refuerzan las posiciones y jerarquías dentro del espacio social.
Entendemos que los aportes de Segato (2006) se condicen con esto. La autora expresa que el mensaje violento se emite a través de dos ejes de interlocución: horizontal y vertical. A través de la escritura en el cuerpo de las víctimas, los perpetradores anuncian a aquellos “otros” y a la sociedad en general su poder de muerte. La exposición del mensaje refuerza la reputación de los victimarios con sus pares, buscando hermandad, silencio y protección (eje horizontal), no por acaso los medios de comunicación y la investigación penal preparatoria del crimen, hacen foco en el mismo lugar: “el pacto de silencio de los vecinos”. Pero también reactualiza su estatus frente a los del otro lado, los de San Ignacio y hacia la sociedad en su conjunto, erigiéndose como buenos vecinos y dignos representantes de una moralidad social para así poder justificar su prepotencia punitiva y ejemplificadora (eje vertical).
Dichas alusiones teóricas de las cuales partimos, nos invitan a mirar la “puesta en escena”, a observar la producción de distinciones, y/o fragmentos de un poder previo que se reproduce en los “cuerpos matables” de jóvenes hombres de sectores populares. Por ende, la autora del mural, no sólo invierte los “papeles” que configuraron la interacción, sino que torna inteligible los retazos que dejó la sórdida máquina de linchamiento. Se re-inscribe la condición humana en la persona que recibe todos los golpes, mientras aquel que aniquila representa la animalidad desprovista de todos los atributos de la noción de persona.
Por otra parte, Un negro menos, permite analizar cómo la consigna inscripta en el mural problematiza el `linchamiento´ en tanto artefacto o dispositivo político de producción de desemejanza (Valle, 2014). Si bien se torna necesario el ejercicio simbólico de animalizar una persona para dar muerte, bien es cierto que la relación que existe entre la crueldad y determinadas muertes violentas, no puede ser asimilada solamente a las gramáticas de horror y maldad con las cuales se concretan los mensajes espectaculares en el plano simbólico. Lo que aquí estamos pensando sobre crueldad, sufrimiento y dolor tiene una relación directa con la manipulación material del cuerpo como escenario de horror y panfleto político de terror. En su carácter agresivo, se destruye y degrada todo resto de humanidad al mismo tiempo que se produce su rápida propaganda y difusión.[9] No obstante, resulta interesante la sugerencia de Bermudez al representar ciertas muertes violentas: “los repertorios de denuncia que se ponen en escena podrían terminar por legitimar la violencia en la medida en que colocan su acento sobre las modalidades de la crueldad, y no necesariamente sobre la muerte misma” (Bermúdez, 2015: 4). El registro de la mamá de José, parecería dar cuenta de ello, en la forma en la cual enfrenta la muerte de su hijo y tramita el dolor. Ella expresa que otra sería la cuestión si su hijo hubiese recibido una muerte “simple” y rápida ante la letalidad de un balazo, porque es verdad que estaba robando ese día.
Esto mismo quedó planteado cuando tuvimos la oportunidad de conocer en el barrio a Micaela: ni a un perro lo matan de esa manera. Ni a los violadores los matan de esa forma, la sociedad mata y le tiene más miedo a un choro que a un violador. Mi hermano merecía ir preso pero no se merecía lo que le pasó. Micaela se convence todos los días que su hermano no está muerto, por eso no visita el altar donde algunos lo recuerdan. Para ella, José está en la cárcel, lugar en que estuvo detenido otras veces. Y es allí, donde ella reclama el valor de la condición humana. Por contra partida, imaginar a su hermano en la cárcel, implica construir el olvido que el exceso de brutalidad dejó.
Violencia y crueldad
Hablar de “violencia” siempre es problemático. Decir que algo es “violento” ya es una cualificación. Sus usos se aproximan más a la acusación que la comprensión, porque “la violencia” es una categoría nativa. Entonces ¿cómo pensarla conceptualmente? ¿Con qué actores? Importan decir que no salimos de este escollo dando una definición, porque “la violencia” en sí es algo “inestable” (Das, 2008). En primer lugar porque conceptualmente puede significar muchas cosas distintas, y en segundo término, porque las personas ponderamos los actos de diferentes maneras (lo mismo, con “crueldad”). Frente a ello, contextualizar parece ser el mejor antídoto. Primero se equilibra y luego se muestra cómo se desliza dentro de ciertas zonas de significación (Vianna, 2014). Hay que mostrar cómo es tratada por nuestros interlocutores. Ese es nuestro trabajo analítico. De esta manera, como punto de partida rechazamos una definición transcultural y atemporal de violencia. Por el contrario, creemos que la tarea del investigador social es estudiar qué se define como violencia en un tiempo y espacio determinados, aseveración que se sustenta en la sapiencia de que toda definición de un acto como violento es siempre una disputa, un debate. Ningún actor social acepta ser definido como violento –dada la ilegitimidad de ese rótulo–, y, en consecuencia, la clasificación de sujetos y acciones como violentos desnuda un campo de lucha por la significación y por la imputación de un estigma (Garriga Zucal y Noel, 2010). La potencialidad analítica del concepto violencia está en permitir a los investigadores analizar las disputas por las representaciones de las prácticas, indagar qué se define como violencia en un escenario social determinado. En los casos estudiados hablamos de una violencia letal producto del “empleo de fuerza física directa y vigorosa con la intención de causar daño” (Ferrater Mora y Cohn, 1981: 193-194). Hay un uso de la fuerza física, una intención de daño y un resultado mortal. Es, entonces, en el contexto de las muertes violentas protagonizadas por ciudadanos de a pie, que deben leerse los debates aquí desplegados.
Toda muerte violenta condensa una serie de narrativas que buscan impugnarla o legitimarla. Lejos de morir, la operación imaginal de la muerte y los muertos, agencian disputas que ponen en juego categorías morales que dibujan explicaciones tan maniqueas como complejas. Hemos observado a partir de nuestros registros que, tanto en las prácticas y representaciones de los hinchas que pretendían justificar el asesinato de Emanuel, como en los grupos de DDHH y familiares que buscaban denunciar la de José, sobresale un elemento en común: la animalización de los actores involucrados en tanto operación retorica que permite moralizar el evento.
En la cancha, tanto el estigma de ratas como el de gallinas contribuyen a legitimar una muerte física y moral de la persona. La víctima es deshumanizada, vapuleada y degradada. Esta operación habilita el derecho a matar y dejar morir que autoproclama el victimario. El proceso de animalización despoja a la víctima de la condición de persona convirtiéndola en un ser matable. La muerte deviene en justa y merecida. Hay una sociodinámica del estigma que opera como mecanismo de control y castigo.
En oposición y en sintonía está el caso de José. Allí, en el mural que teatraliza su asesinato, la animalización se desplaza a los victimarios. Los animales son los linchadores. La inversión tiene una función política: denunciar la crueldad. Si por un lado, como sostiene María Pita, la crueldad “imputa a los matadores de brutales” (Pita, 2010: 115-116); por el otro lado, como afirma Natalia Bermudez, “La crueldad posibilita cuestionar y, en alguna medida también impugnar, el carácter “merecido” de las muertes, especialmente en términos morales: sea o no sea un delincuente, nadie merece una muerte inhumana” (Bermudez, 2015: 11).
Mediante estas operaciones, la tribuna, a partir de la expulsión de las ratas y gallinas, se presenta como un lugar propicio para la familia y los hinchas de verdad. La oposición que conceptualiza animalidad versus humanidad jerarquiza y ordena las diferencias, mientras optimiza un supuesto bienestar colectivo: La cancha no es la misma desde que no está ese grupo, cambió para mejor y veo más familias. En los términos de Bougart dos postulados deben ser pensados en torno a la oposición mencionada: A) Dominación y explotación: “habría una justificación natural para el hecho de que ciertos individuos sean alienados en provecho de otros” (Bougart, 1996: 4) lo que explicaría la legitimación de la violencia y la capacidad de poner ciertos cuerpos a disposición. B) El proceso de animalización de sujetos “otros” clausura la posibilidad de pensar en la comisión crímenes “No hay culpable, porque no hay víctima. Para que haya una víctima, haría falta que hubiera un individuo”. (ibid: 10). La mentada oposición consagra y refiere a un cúmulo de caracteres: las aptitudes o dotes de quienes consiguen garantizar cierto orden y “seguridad” en el territorio, en este caso barras o hinchas; frente a las carencias de aquellos “otros”, las ratas y gallinas, que por su mera condición animal podrían ser puestos a disposición, para recibir el trato que reciben las cosas, siendo –en el mejor de los supuestos- desterrados.
El barrio también puede ser analizado con esta mirada. Los modelos securitarios que organizan el gobierno de la ciudad cordobesa, entrelazan seguridad pública con seguridad ciudadana, a los fines de consolidar un modelo de gestión compartida. Frente a esto, la pregunta por la producción del territorio y las dinámicas que regulan las interacciones merecen ser atendidas. Así, tanto el asesinato de José Luis Díaz como la iconografía construida alrededor de su muerte, resultarían viables para comprender un conjunto de tensiones que atraviesan la estructura social donde aquella vida estuvo inserta. De este modo es posible observar cómo el linchamiento pintado en el mural animaliza a los linchadores desplazándolos a la condición de bestias, tornando la muerte reprochable en un grito que aclama y exige justicia. Para concluir, creemos que el `linchamiento´ opera en una escala mayor de la vida social, es un artefacto político de producción de desemejanza (Valle, 2014): Ratas, Choros e Infiltrados, referencias ínsitas en la regulación y producción del territorio, el barrio, o aquel espacio que exterioriza la demarcación del “otro” en oposición a la exaltación de un “nosotros”.
Como cierre de apartado. Sería viable afirmar que las muertes de José y la de Emanuel se consumaron bajo una extrema brutalidad. Claro que no es la primera vez que en la ciudad de Córdoba matan a una persona a patadas, sino que lo que obliga a volver al problema de la violencia y crueldad, es su tratamiento, la proliferación de la información y la reconfiguración del horror en el seno del territorio ampliamente visible. La realidad es espectacularizada, y es realidad. Si algo nos enseñó el movimiento estético francés de la Internacional Situacionista es que en la sociedad del espectáculo, el espectador es actor.
Reflexiones finales o algunas notas para pensar el racismo
A partir de las narrativas esbozadas en todo el texto, unas últimas preguntas merecen ser traídas: ¿por qué las referencias basadas en argumentos de raza adquieren una eficacia de gran importancia en el ejercicio de la muerte? ¿Está el racismo operando en las intersecciones que producen el territorio? Un camino posible a estas preguntas reside en la conceptualización foucaultiana de soberano en tanto ejercicio de poder de muerte. En los “casos” aquí planteados la tensión entre el control del territorio (tribuna, barrio) y el poder político (hinchas/vecinos versus ratas/gallinas) puede observarse un cúmulo de soberanías recurrentes, o por qué no “autosoberanías”[10]. De esta manera es posible observar cómo a partir de la operación de animalización sobre sujetos “otros”, se produce “un corte en el ámbito de la vida que el poder tomó a su cargo: un corte entre lo que debe vivir y lo que debe morir” (Foucault, 2001: 230). Este autor explica que una de las principales funciones del racismo es fragmentar, jerarquizar y producir cesuras en el continuum biológico estable de la especie humana. Achille Mbembe, en una relectura de Foucault lo establece de una manera similar: “la raza es una de las materias primas con las que se fabrica la diferencia y el excedente, es decir, una suerte de vida que puede ser despilfarrada y consumida sin reservas” (2016: 78).
Con todo la pregunta por cómo opera el racismo merece ser descrita. Hemos analizado distintos procesos de animalización en este breve recorrido. La operación de señalar lo abominable en el “otro” y, por ende, el ejercicio de tornar un cuerpo disponible tras despersonalizar a un individuo de sus condiciones humanas, justifica de pleno derecho la exclusión de lo abyecto en defensa de lo propio. Esta es la segunda función del racismo: su relación positiva, la relación de fortalecimiento de algunos a partir de la eliminación del peligro que causan “otros”. Yace aquí el ejercicio del soberano, consagrando el derecho de dar muerte, en una relación jerárquica, asimétrica y productiva: “la muerte del otro, la muerte de la mala raza, de la raza inferior, es lo que va hacer que la vida en general sea más sana; más sana y más pura”. (Foucault, 2001: 231).
En un episodio de `linchamiento´ ocurrido en septiembre del pasado 2016 por los vecinos de barrio Zumarán de la ciudad de Córdoba, un taxista perseguía a dos sujetos que se encontraban asaltando a una mujer. Luego de la detención y hospitalización de los sujetos, frente a un micrófono de televisión el taxista justificaba:
Al medio los agarro. Rompí el auto lamentablemente. Me baje y bueno… les di un poco de cariño a los dos. Mucho cariño les di (…) pero contento y feliz por la gente y por cómo nos estamos organizando con ciertas partes de los taxis. Agradecidos eternamente porque hay dos pibitos que no nos van a hacer más daño a nosotros, a la sociedad (“Taxista chocó a asaltantes en motocicleta antes del linchamiento”, 2016)
La cita trascripta, encuentra sentido si lo comparamos con el fatídico hecho de José, o con los testimonios de nuestros interlocutores en la tribuna frente al peligro de las ratas. El robo impugna un modo de vida, la de los trabajadores y la que conforma una moral familiar, obturando que ésta sea parte de la fiesta y carnaval de la cancha. De este modo, en tiempos de subjetividades radicalmente mercantilizadas en rituales de consumo, el discurso político en términos biológicos, se animaliza. Esto mismo no puede ser escindido de las diversas maneras en que el territorio (tribuna, barrio, ciudad) es atravesado por políticas de gobierno y por las innumerables formas de hacer Estado, bajo agencia de sujetos con amplia capacidad para establecer límites y operativizar recursos. Entendemos, que la afirmación en sentido inverso nos lleva por un recorrido en el cual encontramos más problemas que inquietudes: el sendero de la indulgente pregunta por la ausencia del Estado.
En relación a la muerte de Emanuel el estatuto de infiltrado legitimó nuevamente, y de manera similar a lo comentado up supra, la función de muerte y destierro a partir de una mecánica del racismo. ¿De qué manera? Los cánticos de gallina culeada, puta y reventada, alrededor del cuerpo inerme, conjuran contra el peligro de que la “raza inferior” prolifere en forma permanente dentro del tejido social. Si antes el emblema de la bandera rezaba sólo para entendidos, aquí la entonación unísona repite hasta el hartazgo que el territorio es sólo para permitidos. La tribuna se conforma alrededor de una gramática de emblemas y orgullos donde nada de afuera – o de adentro mismo – debe ser nocivamente introducido en el cuerpo social que lo integra, lo purifica y protege.
Entre Ratas, Choros e Infiltrados, hay un telón de fondo en común: personas de a pie que asumen las tareas de vigilancia, control y castigo. Vecinos e hinchas que, desde ese lugar, se arrogan para sí un derecho policial en el que despliegan cuidados de sí y entre sí. “Ciudadanos soldados” (Virilio, 2006) aglutinados en organizaciones con funciones parapoliciales que en nombre de un “nosotros”, matan y dejar morir a quienes ellos definen como “otros”. Hay una violencia productiva y expresiva. Un castigo ciudadano que tiene la curiosa paradoja de reforzar lazos sociales al mismo tiempo que los debilita. Pequeñas soberanías territoriales de vecinos o hinchas que, unidos entre sí, aguardan expectantes la próxima invasión extranjera para aplicar un castigo que marca una identidad, fija una diferencia e instituye una desigualdad. Cohesiona, distingue y jerarquiza. “(…) La función del racismo consiste en regular la distribución de la muerte y en hacer posibles las funciones mortíferas del Estado. Es, según afirma [Foucault], `la condición de aceptabilidad de la matanza´” (Mbembe: 2011, 23).
Los procesos aquí descriptos tienen un espacio y tiempo concreto. Aquí hablamos de un racismo con tonada: Córdoba 2. 1. De una ciudad donde hace tiempo se le ha puesto rostro, color, procedencia, tonada y edad al miedo. Hasta ropa viste. De un gran juzgado y una ávida audiencia en donde importan más las acusaciones que pesan sobre el transgresor, que la norma transgredida. De una isla hecha de archipiélagos vernáculos donde la osadía de cruzar puede costar la vida misma. Una película de cine gore llamada cordobesismo que en su sinopsis cuenta de una ciudad que, al igual que sus vecinos, cuando no mata, deja morir.
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Otros recursos
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- Siguiendo a Balbi (2007) y Bermúdez (2016) proponemos las siguientes consideraciones a los fines de problematizar y aclarar las categorías utilizadas: el empleo de las cursivas remite a enunciaciones o categorías nativas, por lo que el uso de esas u otras palabras con comillas simples da cuenta de un trabajo propio del investigador en transformarlas en categorías analíticas, usualmente más amplias o abarcativas que las anteriores. El uso de las comillas dobles, por su parte, procura resaltar una palabra, o bien marcar cierta ambigüedad o ironía. También se utilizan para citar categorías o ideas de autores. Por otra parte, todos los nombres aquí presentados son ficticios, salvo Emanuel Balbo y José Luis Díaz. Entendemos que modificar los nombres de los mismos, entorpecería la politización de los casos de muerte que los propios activistas y familiares tomaron a su cargo. ↵
- Tomamos esta categoría inspirados en la obra de Agamben (1998). El autor entiende a las vidas nudas como una forma de existencia que puede definirse como: “la de ser una vida a la que cualquiera puede dar muerte impunemente y, al mismo tiempo, la de no poder ser sacrificada de acuerdo con los rituales establecidos (…) homo sacer es precisamente aquel a quien cualquier puede matar, <<sin cometer homicidio>> (p, 245, 246). ↵
- Agradecemos los comentarios que hemos recibidos de Julieta Quirós junto a las personas que integran su equipo de investigación. ↵
- Utilizaremos la noción nativa de barra para dar cuenta del colectivo de hinchas organizados de Belgrano que comúnmente se los reconoce bajo el mote estigmatizante de “barra brava”.↵
- Barrio en el que se encuentra el Club Atlético Belgrano y con el que se identifican todos sus hinchas.↵
- No estamos ligando autores materiales –la barra de Belgrano no tuvo nada que ver con la muerte de Emanuel, que fue asesinado por “hinchas comunes”–, estamos relacionado procesos sociales que tienen una lógica subyacente similar.↵
- Aquel día, el abogado Ad honorem del joven asesinado, Carlos González Quintana, convocó a diferentes personas y organizaciones sociales para politizar la muerte de José en el espacio público de la ciudad. En el curso de la pesquisa fue posible entrevistar al abogado, a la artista Noelia Gaillardou quién dirigió la pintura de los murales, al fotógrafo Ezequiel Luque de Colectivo Manifiesto, a la directora Mónica Lungo del colegio de educación popular Alegría Ahora, a la periodista Florencia Gordillo, al sacerdote José Nicolás Alessio quién guio la oración hasta el altar del joven asesinado. También participaron el grupo de rap Rimando Entreversos, y la murga de Parche en Parche, con quienes también pudimos dialogar. Participaron también del repertorio de protesta el Partido de los Trabajadores Socialistas, y el grupo barrial Mujeres de San Ignacio. Todos los nombres aquí citados son verdaderos. La decisión se tomó en conjunto con los entrevistados. Creímos que ficcionalizar el nombre de los activistas, entorpecería la politización del caso de linchamiento. ↵
- En diversas partes del cuerpo del texto, utilizaremos la categoría linchamiento como sinónimo de asesinato u homicidio. Ni tragedia, desdicha o desgracia. Estos términos evocan la idea de algo inevitable. La posición que tomamos para adjetivar y cualificar de tal modo a la muerte José Luis Diaz, se corresponde a la expresión asumida por la protesta para la politización del asesinato del joven. Sabemos que las palabras no son neutrales, ni deben naturalizarse. En relación a esto, encontramos pertinente aclarar que dicho término, no aparece en todos los universos en los cuales nos movimos siguiendo la pesquisa. La palabra linchamiento es una palabra trillada en los medios de comunicación, como también en el espacio de protesta a los fines de crear un acto de reconocimiento para denunciar una muerte indigna e intolerable. Pero tal nominación no tiene la misma fuerza en otros espacios como el de los operadores jurídicos, los familiares del joven asesinado y algunos vecinos del lugar. ↵
- Una serie de trabajos de tinte sociológico y antropológico orientaron las reflexiones aquí esbozadas. Blair (2007) sobre el conflicto armado en Colombia articula el entrecruzamiento entre dolor, sufrimiento y crueldad con las siguientes referencias: “durante el genocidio fue onmipresente la intención de infligir sufrimientos extremos a las víctimas” (conflicto en Ruanda entre Hutus y Tutsis en 1994, Claudine Vidal 1996); “no solamente el enemigo debería morir, sino que debía hacerlo con suplicio (genocidio Nazi, Primo Levi, 2000). Para Bermúdez (2015), el morir como perro implica el trabajo de “insignificancia”, “indefensión”, “disponibilidad”.↵
- “Podríamos traducirlo como filosofía política: en las condiciones actuales cualquiera puede decretar, sin necesidad de publicar su decreto, el estado de excepción sobre cualesquiera. Diríamos que cualquiera puede ser soberano, lo cual hace estallar la idea misma de soberanía moderna. (…) Una crisis de la presencia soberana, se trate de la de una persona o la de una sociedad entera.” (Hupert, 2014: 120).↵