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Presentación

José Garriga y Laura Marina Panizo

 “Vendrá la muerte y tendrá tus ojos
esta muerte que nos acompaña
desde el alba a la noche, insomne,
sorda, como un viejo remordimiento
o un absurdo defecto
Vendrá la muerte y tendrá tus hijos.”
Cesar Pavese, 1951

En la Argentina se movió una frontera. Inestable y vacilante como todas las fronteras sociales: los sentidos que nuestra sociedad da a las violencias y las muertes cambian, mutan, se transforman. Contribuir a la reconstrucción de ese vacilante mapa es uno de los objetivos de este libro. El otro objeto, más abstracto e igual de importante, es favorecer el desarrollo conceptual de las dos nociones que nos convocan: muerte y violencia.

Con estos objetivos esta compilación reúne las contribuciones de los investigadores que participamos del Núcleo de Estudios sobre la Violencia y la Muerte (IDAES/UNSAM). El libro es polifónico. Se nutre de reflexiones que parten de diferentes áreas disciplinares y que atraviesan diferentes tópicos por los más variados recorridos, según las trayectorias de los autores, de los “nativos” y las trazas teóricas. Un camino fructífero para reflexionar sobre los sentidos de las violencias y las muertes en la Argentina contemporánea que articula perspectivas y enfoques diversos que abrevan en una experiencia compartida: la etnografía.

El lector tiene dos posibles recorridos. Elegir capítulos, según sus intereses y deseos, para armar su propio mapa de lectura sin recorrer todos los trabajos. O leer todos los capítulos – atravesando las secciones del libro: Violencias y regulaciones; Violencias colectivas y La muerte y el morir– y encontrarse con un producto que, de buenas a primeras puede parecer ecléctico, pero que comprende mucho más que etnografías sobre las violencias y las muertes. En la articulación de estas tres secciones nuestro desafío fue reflexionar sobre la sociabilidad de la Argentina contemporánea. Nos interesa contribuir a la reflexión sobre la mutación del Estado, sus dispositivos de regulación, y la construcción de nuevas subjetividades. El abordaje etnográfico nos nutre de herramientas para aportar a esta reflexión analizando la diversidad de nociones de violencia legítimas, las interpretaciones de la muerte, y la valoración social del sufrimiento. Este es nuestro desafío. Antes de iniciar este recorrido es necesario abordar, brevemente los puntos de partida sobre la violencia y la muerte que habilitan buena parte de estas discusiones.

Aportes desde y para la socio-antropología de las violencias

Respecto a las violencias, deseamos contribuir en los dos planos antes mencionados. Por un lado, “mapear” -en la medida de lo posible, siempre ínfima- la geografía social del fenómeno en nuestra sociedad. Por otro lado, aportar en el plano conceptual. Respecto a esta última meta, cabe empezar mencionando lo que ya sabemos: la definición de la violencia es un campo de batalla, un campo –dinámico- donde diferentes actores luchan por atribuir significados a prácticas y representaciones. En nuestra sociedad nadie, o casi nadie, quiere ser señalado como violento, la disputa está en sobre quiénes recae esa marca, esa mácula. Entonces, la reflexión sobre la noción de violencia ilumina las estrategias de definición.

Dos cuestiones son relevantes para comprender las disputas por la definición: el poder y la “naturalización”. Actores diversos, con diferentes posiciones políticas y éticas, se entrelazan en una disputa desigual. Unos tienen más poder que otros en la construcción de sentidos. La elaboración de leyes y/o el acceso a los medios de comunicación es una muestra efectiva de las posibilidades/capacidades diferentes de los actores sociales de configurar significados.

Además, la imposición de sentidos tiene como aliada privilegiada a la “naturalización”. El tiempo – a veces mínimo- hace parecer “normal” lo que el poder ha definido. Los procesos de naturalización rotulan como “violentos” siempre a unos actores y no a otros. Se enumera, con ahínco, unas prácticas olvidando otras. Surgen los “violentos” y germinan adjetivos: salvajes, bárbaros, incivilizados y etcéteras varios.

Las violencias, por el ejercicio de la adjetivación, son arrojadas fuera de la razón, de la sociedad y de la civilización. Efecto perverso que olvida los sentidos –socialmente construidos- que motivan las acciones que otros definen como violentas. Ubicar a la violencia en el mar de la irracionalidad obtura su comprensión. Imaginadas estas violencias como inusuales y anómalas, se niega su recurrencia, su legitimidad grupal, impidiendo la reflexión y la intervención en las razones sociales que le dan sentido.

Decíamos que las estrategias de definición de la violencia trabajan en la conformación de sentidos que olviden, opaquen, invisibilicen otras definiciones. Aquí, por esto, preferimos hablar de violencias. El plural da cuenta de las múltiples legitimidades que disputan sentidos en torno a las definiciones de las prácticas y representaciones. Desnuda, también, los conflictos entre lo legítimo y lo legal; las incapacidades legales de mutar las legitimidades encarnizadas. Entonces, hablar de violencias es, también, reflexionar sobre las posibilidades e imposibilidades de usar la ley como herramienta de prevención.

Ingresando en las geografías de las violencias en la Argentina cabe señalar algo ineludible y de imposible medición: vivimos un “proceso inflacionario”. Inflación que tiene dos caras: una positiva y una negativa (repetimos antes de avanzar: no hay datos estadísticos certeros y por lo tanto, no tenemos otra alternativa que manejarnos a ciegas, intuitivamente).

Empecemos por la negativa. Linchamientos, violaciones, femicidios y ataques xenófobos se multiplicaron en estos tiempos. Siempre existieron estas formas de violencias, pero en los últimos años no sólo crecieron, sino que se volvieron más visibles dada su deslegitimación. Dos caminos diferentes explican este crecimiento. Por un lado, el Estado perdió el monopolio de la definición de lo que está bien y lo que está mal. Al no tener la capacidad de transformar la ley en el único discurso legítimo, se habilitan debates sobre la legitimidad de las violencias ilegales[1]. Por otro lado, y vinculado a lo que aquí denominaremos “emprendedurismo de la violencia”, el Estado se desligó de muchas de sus responsabilidades, y las depositó en otros sujetos. Políticas públicas, directas o indirectas, conformaron una subjetividad que pone el acento en los sujetos y sus capacidades. Estos nuevos actores sociales parecen los únicos responsables del devenir de su vida, dependiendo el éxito o el fracaso de su propio esfuerzo individual. Esta imaginación meritocrática fantasea e idealiza a los individuos, que deben construir sus caminos en solitario, en un mundo hostil. La figura del emprendedor, estrella rutilante de los nuevos senderos del universo comercial, tiene su correlato en el campo de las violencias. Remite al afán –individual– del que restaura un orden perdido: el emprendedor de la violencia hace “justicia por mano propia”.

Los “emprendedores de la violencia” no se definen a sí mismos como violentos. Sus prácticas son para ellos legítimas. Sus violencias no son así “violencias”, sino respuestas justas ante delincuentes, desviados o desviadas morales, invasiones migrantes, etc. La violencia deviene una acción justificada en el desorden societal, animada por el espíritu individualista que aviva la reacción. El gobierno nacional (2015-2019), fomentó el espíritu de este individualismo reaccionario, y dio rienda suelta a los discursos de odio contra las alteridades. A modo de ejemplo: el presidente (Mauricio Macri) aplaudió formas de justicia por mano propia y la ministra de Seguridad (Patricia Bullrich), justificó usos ilegales de la fuerza por parte de las fuerzas de seguridad.

Estos discursos, corrientes y desbordantes en numerosos medios de comunicación, contribuyen a la legitimación de ciertas violencias. Una legitimación construida en el proceso de deshumanización del otro. Para que la violencia sea posible, el destinatario debe ser identificado como radicalmente otro, diferente. Nada puedo compartir con aquel sobre el que descargo mi ira, no es como yo, no es humano. Entonces, quienes sufren estas violencias –nunca definidas como tales por sus practicantes– se “lo merecen”. El merecimiento se explica en la deshumanización, y se sostiene en la imputación de responsabilidades individuales ante un desorden societal anónimo.

Notamos, entonces, una mutación en los dispositivos que regulan las violencias y también, por ende, de cómo se usa la violencia para regular la sociabilidad. En cuantiosas páginas de este libro abordamos -de diferentes maneras- esta mutación.

Volvamos sobre la otra cara de esta inflación. Observamos en la Argentina cómo se modificaron, en las últimas décadas, las fronteras de lo que se definía como violencia, aumentando cuantiosamente lo incluido dentro de estos límites. La tolerancia social mutó. Lo que antes era aceptado dejó de serlo y así, se desnaturalizaron numerosas acciones, discursos y gestos: desde el acoso sexual, a las burlas en los colegios, pasando por múltiples maneras de violencia de género. Se inició un inexorable proceso de deslegitimación.

Para comprender este proceso de deslegitimación hay que entender que el Estado es un actor de suma relevancia en la definición de estos límites. Sin embargo, el achicamiento liberal del Estado debilitó este protagonismo.

El concepto de violencia institucional es un claro ejemplo de la mutación de estas fronteras. La conjunción de estos términos –violencia e institución– fue efectiva para construir una nueva sensibilidad sobre prácticas policiales interpretadas como “naturales” y/o “excepcionales”. Sensibilidad que permitió desnudar las lógicas de la recurrencia y transformar lo legítimo en ilegítimo. Algunas violencias policiales, por ejemplo, eran toleradas en virtud de la legitimidad proveniente de las víctimas y defendidas por su excepcionalidad por los victimarios. Se modificaron –con efectividad relativa– los criterios de lo legítimo. Esta nueva sensibilidad fue impulsada por algunos organismos del Estado pero también, y con más protagonismo, por la militancia social y política.

Tomemos, también, lo que se denomina violencias de género. La disputa de sentidos sobre las definiciones de violencia en las relaciones de género, evidenciadas en la vitalidad de las convocatorias denominadas “Ni una Menos”, y de las discusiones sobre el patriarcado y los machismos que se dieron cita en la discusión sobre la interrupción legal del embarazo, contribuyeron a edificar una nueva sensibilidad. Sensibilidad que permitió desnudar las lógicas de la recurrencia y de transformar lo legítimo en ilegítimo, cuestionando prácticas y representaciones que antaño eran concebidas como “naturales”. Abusos varios, en el plano físico y simbólico, eran tolerados dada su legitimidad por los/las abusadas y legitimada por abusadores. La discusión sobre violencia de género modificó la sensibilidad jugando el juego político, y cambiando así lo antes legítimo.

La inflación de las violencias señala la modificación de los límites de lo tolerable. Aparecen, se definen y se visibilizan formas de violencia que antes estaban ocultas o eran totalmente naturalizadas. La inflación es –en este caso– un fenómeno positivo, pues evidencia las disputas y el dinamismo de lo que se define como violento, permitiendo, además, abordar y modificar el orden de lo legítimo.

Ultimando: los artículos reunidos en esta compilación contribuyen a comprender el nuevo escenario inflacionario de las violencias y analizar cómo se regulan las violencias, y cómo cambiaron los dispositivos que usan la violencia para regular la sociabilidad.

Aportes para una socio-antropología de la muerte

La muerte y el morir implican diferentes modalidades no solamente por la multiplicidad de posibilidades en que puede ocurrir un deceso, sino por la diversidad de prácticas y representaciones que le dan sentido. Así, las representaciones sobre la muerte y el muerto no sólo hacen referencia a los marcos socioculturales en los cuales suceden, sino al contexto específico en el cual las personas mueren, los cuerpos muertos son tratados (atendidos, abandonados, manipulados, venerados, maltratados), y los sobrevivientes atraviesan la pérdida, personal o social, de manera individual o colectiva. Los trabajos que se presentan en la última sección del libro, dan cuenta de la pluralidad de formas de morir y los significados dados a la muerte; problematizan directa o indirectamente las generalizaciones que se han hecho en las ciencias sociales acerca de lo que se han denominado las actitudes típicas frente a la muerte en “la cultura occidental” o en “la modernidad”; incorporan, lo que creemos son las principales contribuciones que se han hecho para abordar la temática, la reflexión sobre la relación que se genera entre los muertos y los vivos. Esto es fundamental porque creemos que la muerte no es sólo un hecho biológico sino un proceso social. Proceso que con sus prácticas y rituales asociados, se encamina, como veremos a lo largo del texto, de acuerdo a las relaciones que se establecen entre los vivos y los muertos. Relaciones que, a la vez, se construyen en función de las circunstancias particulares de los decesos y del entendimiento de la pérdida en marcos sociales determinados.

Los capítulos que aquí se presentan acerca de la problemática de la muerte no sólo ponen énfasis en las relaciones generadas entre los vivos y los muertos, sino que exponen casos de muertes extraordinarias que dan cuenta también de comunidades y contextos sociales en donde la muerte puede ser esperable, en proximidad de la vida cotidiana. Así, en las experiencias de los policías, combatientes de Malvinas, familiares de caídos, o familiares de enfermos terminales, se genera un vínculo cercano con la muerte y el cuerpo muerto, y el calendario de su vida cotidiana se construye en función de la relación establecida con sus familiares fallecidos. Entonces, así como dijimos acerca de la violencia, la muerte como hecho biológico y como proceso social, se define situacionalmente: qué tipo de rituales mortuorios toman lugar, cuál es el significado sobre el cuerpo muerto y qué tipo de relación se establece entre los vivos y los muertos, va a depender no solo del contexto histórico y social, sino de la situación específica de la muerte y el grupo o comunidad de individuos donde la muerte tiene lugar.

En este sentido, así como los trabajos aquí presentados problematizan o retoman las generalizaciones y premisas acerca de lo que se llamó el enfrentamiento frente a la muerte en la “sociedad occidental”, también se posicionan en un lugar determinado para hablar de la violencia. Y si como dijimos, si con relación a la violencia germinan profusamente los adjetivos, en relación con la muerte violenta también. Así como los procesos estatales, administrativos y médicos asociados a la muerte violenta, legitiman, condenan, estigmatizan, victimizan o glorifican determinadas formas de morir y no otras, también así lo hacen las relaciones cotidianas entre familiares y muertos. En esta retroalimentación -entre el muerto en tanto sujeto social, los marcos de entendimiento y las prácticas determinadas- es donde el entendimiento de la violencia juega un rol fundamental. Por ejemplo, las muertes violentas pueden devenir en extraordinarias porque en términos de lo establecido o lo esperado desafían las formas tradicionales de enfrentamiento o apropiación. En estos casos, como ya habíamos referido, la violencia puede producir víctimas, mártires, o héroes, y los fallecidos en situaciones extraordinarias pueden también devenir en muertos extraordinarios. En este proceso de conversión de muertos comunes a muertos extraordinarios, se desnaturalizan las prácticas y creencias habituales acerca de la muerte y el morir.

Lo que hace también de la muerte algo extraordinario es su forma de exposición. Cuando el “morir” deviene en un interés colectivo sujeto a opiniones y juicios de valor por varios sectores de la sociedad, se trata de un hecho de carácter colectivo que trasciende las representaciones de los familiares más cercanos. Así, en general, las muertes extraordinarias no sólo son experimentadas por los familiares, sino que son apropiadas por otros grupos sociales que exceden la intimidad del fallecido. Cuando la muerte deviene pública, y el muerto se convierte en un muerto de importancia social, es cuando se reproducen, más que lo habitual, las posibilidades de disputas por sus significados. De esta manera, al igual que en el caso de la definición de la violencia ya referida, la muerte deviene también, en un campo de batalla por los significados.

Las características de estas muertes extraordinarias, es que producen un cambio brusco. No se trata de la ruptura en las relaciones sociales que produce comúnmente la muerte en sí misma. Se suman las consecuencias coyunturales asociadas a estos hechos particulares, que desafían los modos habituales de comprensión. Y como dijimos al principio de la presentación acerca de las fronteras inestables, estas muertes extraordinarias pueden mover el umbral que separa habitualmente a los muertos y a los vivos en los tradicionales rituales de paso. En esta sacudida, que propone una restructuración en las prácticas habituales, es que podemos vislumbrar más fácilmente lo que Louis-Vincet Thomas (1993), llamó en “Antropología de la Muerte” los diferentes “rostros” del morir: mala muerte, buena muerte, muerte inútil, muerte fecunda, muerte legítima, muerte digna, muerte en plural. Algunas de esas abstracciones en esta compilación toman cuerpo propio según los casos. Violencia, luto, rostros, pluralidad. Tópicos a través de los cuales podemos ir encadenando, a lo largo de estas páginas esa relación esencial, que al igual que el mito fundacional respecto a los orígenes de las cosas, nos identifica con la muerte. Relación fundante y experimental: la relación con nuestros muertos y moribundos.


  1. Cabe aquí aclarar el carácter complejo y contradictorio del Estado ejemplificado en sus diversas políticas; nuestra propuesta es resaltar un rumbo predominante, aunque no exento de vaivenes.


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